Casi 40 universidades de todo el mundo concedieron a Umberto Eco
el doctorado honoris causa. Eso no honró a Umberto Eco, sino a todas esas
doctas casas que, coincidentes en el legítimo afán de buscar
referentes/asideros para afrontar la tormenta de un tiempo nuevo e incierto,
dieron con este inmortal disfrazado de hombre, con este humanista travestido en
duda metódica: desde Santo Tomás de Aquino hasta la Wikipedia y desde Kant
hasta el grito de auxilio en defensa del libro de papel, pasando por los
comics, el Medievo, la semiótica, la leyenda, el arte, la novela, la política y
las masas —y por ende, el superhombre de masas, objeto de su bisturí
incansable— la impronta de este verdadero caballero andante de la cultura en el
más amplio espectro del concepto quedará grabada en la historia de lo escrito y
lo dicho. Pocos como él, pocos como Umberto Eco en el devenir del tiempo que va
desde Altamira y Lascaux hasta el troll cibernético-megalítico de los 40
caracteres. Con los dedos de una mano hay que contar fiscales de la estulticia
y la ignorancia tan solventes como él, tan trabajadores, tan insistentes en la
preocupación por la estupidez y la patraña. Solo tenemos que releer El nombre de la rosa (1980), uno de los
debuts literarios más conmovedores de la historia por su aparente costra de
novela negra y su irremediable condición de tratado filosófico (más que
pertinentemente trasladada al cine por Jean-Jacques Annaud y un Sean Connery
que, más que Guillermo de Baskerville, parece Umberto Eco, para caer en la
cuenta de ese empeño). Cuidado: son posibles múltiples lecturas —la narrativa,
la filosófica, la moral, la histórica— , es un libro que acuña un género
fascinante, el thriller medieval, pero también un pasquín revolucionario frente
a los profesionales de la verdad absoluta, lleven en el macuto metralletas,
biblias, coranes o banderas: “Huye, Adso, de los profetas y de los que están
dispuestos a morir por la verdad, porque suelen provocar también la muerte de
muchos otros, a menudo antes que la propia, y a veces en lugar de la propia”. Y
de ahí, seguidito, a las cruzadas de los cruzados de uno u otro signo. “El arte
solo ofrece alternativas a quien no está prisionero de los medios de
comunicación de masas” fue uno de sus gritos de guerra, proferidos desde debajo
de un sombrero negro, desde dentro de un gabán negro, desde lo alto de un
magisterio luminoso. Avisaba a navegantes, ya hace mucho, y no solo a navegantes,
también a los políticos y a los periodistas, gremios que se creen/nos creemos
infinitamente más de lo que son/somos. Solo el advenimiento de zarpazos lúcidos
de pensamiento, de creación literaria o artística, de luz, de autenticidad, nos
salvará contra tanta falacia, pactista o no. Es el mundo en marcha de Umberto
Eco, tejido en libros y tratados, en artículos y conferencias, incrustado por
igual en la confesa nostalgia personal de Gutenberg y el reconocimiento de
Internet como herramienta a domesticar… y aprovechar. Desde la Historia de las tierras y los lugares
legendarios (una de sus últimas obras traducidas al español), Eco nos habla
de dragones e islas ignotas, del Santo Grial y del país de Jauja, pero sin
olvidar nunca a Fray Bartolomé de las Casas y Montaigne. Los incunables y los
beatos medievales que husmeaba y perseguía como un niño en ferias del libro
antiguo por todo el mundo, los tebeos y el cine, la contemplación y el
hedonismo… Aristóteles sí, Will Eisner también, los papiros, el eterno papel
defendido a ultranza junto a su amigo Jean-Claude Carrière (imprescindible la
lectura de Nadie acabará con los libros, 2010), la comida y la bebida, los
amigos, los viajes. Todo contaba. Umberto Eco, a diferencia de tanto solemne
con carnet, nunca tuvo problema — pero para eso hay que albergar un ingente
bagaje humanista e infinitas dosis de humildad— para unir en el mismo puzle
irresuelto aquello de la alta y la baja cultura. Él era un aristócrata de las
dos. Y a la vez, un proletario de las dos.
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