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domingo, 7 de junio de 2015
Mitos y logos
Calypso ve alejarse a Ulises desde la playa. Llora sin consuelo, sus lágrimas de diosa vuelven la arena en piedra. La soledad no perdona a los dioses, es tan angustiosa como el mar. Ulises, el hombre, su amado, con el que yació más de cinco años, vuelve a Ítaca. La melancolía del mortal no resiste más, sus ansias de ser hombre, de hablar con hombres, de saber de su mujer, de su hijo, de su tierra... Su curiosidad y su amor le impulsan a partir. No acepta ninguno de los regalos de Calypso, ni la inmortalidad, ni el placer eterno que le brinda la diosa. Quiere antes ser hombre mortal que dios eterno, acepta su condición y prefiere la aventura efímera que los placeres sin fin de la isla. Sabe que el dolor lo rondará en cada golpe de ola, que las tormentas del mar pueden ser terribles y, a pesar de todo, sube a la nave para enfrentarse a la muerte. Ni siquiera ella, su dulce Calypso, una diosa comprensiva y amorosa, ha sido capaz de frenar su condición humana.
Pasan dos mil años. Frente al templo, un tumulto de gente adora a su ídolo. No son herederos de Ulises, no son astutos, ni aventureros, ni intrépidos, ni valerosos, ni siquiera hombres en su concepto racional. Se entregan no ya a Calypso, sino a dioses más groseros, vengativos, todopoderosos, sin diálogo. No se rebelan a su suerte de esclavos, ni claman por su condición de hombres, porque no lo son. Salen del templo, después de rendirse al mito. No se da opción al logos: quien ose ofender a los dioses, será sepultado bajo la ceguera del fanatismo. El diálogo está muerto, todo sea por una eternidad prometida a golpe de miedo y paraísos. Ulises, para ellos, es un infeliz.
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