miércoles, 30 de abril de 2014

Londres, relatos de superficie: "Una noche en la ciudad"


No hay nada mejor para conocer una gran ciudad que una visita a las entrañas de sus noches. Lo hicimos, muy a nuestro pesar, vivimos la noche de Londres en la sala de espera de un hospital y lo que en principio iba a ser una larga sangría de aburrimiento y desesperación se convirtió en el mejor espejo de su entramado social. Todos las peculiaridades de la sociedad londinense, todas sus vergüenzas salieron a relucir en el corto espacio de cuatro horas y media sentados en la espera de urgencias. Llegamos con los reparos y el miedo del que se encuentra en una situación de emergencia en un país extraño, desconcertados, un tanto aturdidos. Sin embargo, el reposo en las sillas de plástico de la sala de espera nos impartió una clase de antropología más eficaz que la de cualquier cátedra especializada.
Las enfermeras de recepción eran todas de raza negra, bellas, algunas con ojos de pantera (es posible que sea un requisito en la oposición de enfermería de este país); los policías, blancos, sajones, con cuerpos de gimnasio y zoológico; los pacientes, de todo el mundo, incluida Inglaterra. Era curiosa la distribución por razas entre la fauna del hospital.
Pronto comienza la función: tres policías con los músculos al aire aparecen en recepción con un chico desorientado, aturdido, pequeño y barbudo. Al parecer no sabe quién es, dónde está ni qué hacía por la calle. Se sienta de perfil en la silla como si quisiera darle la espalda a todo el mundo, incluido él mismo. A su lado una pareja magrebí, ella con velo y chador, destapa un hematoma en su mejilla izquierda. Discuten con violencia verbal en árabe y ella parece recriminarle su herida. Salen de la consulta entre gritos, con lo que parece un parte de lesiones. Se cruzan en la puerta automática con una pareja de muchachos bien vestidos, depilados y sonrientes. Se acercan estos hasta la enfermera para soltar su lengua con la enfermera de ojos de acero. Ríen y sangran a la vez. Muestran sus heridas: una mano magullada y un brazo surcado de arañazos. Al intentar subir a un autobús, se les han cerrado las puertas y han sido arrastrados por el asfalto. El suceso no parece trágico. Entre risas y vendajes esperan la atención del médico de guardia detrás de nosotros. Uno de ellos saca dos bocadillos y los comen entre caricias y arrumacos. Mientras tanto, una señora mayor de gafas espesas se desespera porque su hija vomita y no se le atiende. Se cubre la boca con una bufanda de lana, que es posible que haya tejido ella misma, para aislarse de los virus que flotan sin duda en el ambiente y que pretenden acabar con ella y con su curiosidad. Entra una chica hindú empujando una silla de ruedas en la que muestra sus rodillas ebrias una inglesa colorada y mantecosa. Su cabeza de rubia borracha se apoya deshilachada en el respaldo de la silla. Su amiga la intenta reanimar con bofetadas de amor y una enfermera mulata le cubre las piernas con una sábana. No hay respuesta, la rubia oronda y de carnes sueltas no atiende a la realidad del hospital, sigue instalada en la fiesta para la que se ha vestido con el gusto de una muñeca pepona. Un negro alto, espigado, retiene la hemorragia de su mano con una bayeta de cocina.
Después de cuatro horas de espectáculo, la señora desesperada sigue mirando con odio a las enfermeras y aprieta con más fuerza la bufanda contra su boca, los chicos homosexuales se apoyan el uno en el otro y ríen con más cariño que descaro.
Nos llama la médica. En las historias de Kafka, Joseph K. no está más aturdido que nosotros. Son muchos los intermediarios que nos dirigen a nuestra meta e inexplicable el camino. Solo nos consuela ver a los dos chicos enamorados. Se han comido sendas hamburguesas y ahora se muerden los labios mutuamente ante los ojos espantados de la señora de los vidrios de diamante que no sabe si atender a la vomitona de su hija o el amor de los muchachos.
Ninguna aventura diurna va a ofrecernos una disección antropológica de Londres como esa noche en urgencias. Ningún espectáculo teatral, ni siquiera el mejor realismo sucio nos hubiera proporcionado una lección de viaje tan nutritiva. Desde ahora, cuando visite una ciudad desconocida, iré a sentarme a una sala de hospital.  

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