martes, 18 de agosto de 2015

"Franz Kafka, autobiografía de una chinche" por Alberto Gordo


Franz Kafka le pidió a Max Brod que quemara todos sus manuscritos; Brod, felizmente, desobedeció la orden. Fue Brod también el responsable de que La Metamorfosis, de cuya publicación se cumplen ahora cien años, llegara por primera vez a los lectores: en 1913, un año después de que Kafka culminase su relato, Brod puso sobre aviso al editor Kurt Wolff. Después le mandó una carta a su amigo: "Envíame la historia de la chinche". Kafka estuvo de acuerdo y Wolff aceptó el original. Pero entonces el escritor tuvo dudas y pidió hacer unas últimas revisiones al texto. Entretanto una crisis con Felice, su novia, le impedía avanzar y dar por terminado el relato. En febrero de 1914 se dio un giro inesperado: pese a su compromiso con Wolff, Kafka envió La Metamorfosis a Robert Musil, que trabajaba como lector en la revista Neue Rundschau; pero los jefes de Musil lo rechazaron. Volvió entonces Kafka a la opción Kurt Wolff, envió el texto a una de las revistas de su editorial, Weisse Blatter, y ésta lo publicó en octubre de 1915. En noviembre salió en un volumen individual y en 1918 tuvo una segunda edición.

Félix de Azúa resumió en un ensayo ("Tres novelas que cambiaron el mundo".Lecturas compulsivas, Anagrama, 1998) la relación de Kafka con el éxito literario: "Kafka luchó por publicar y por ser leído. Buscó el reconocimiento y el éxito. Kafka era un artista, no un cura". Al autor de El castillo le deprimía, además del trabajo oficinesco en la aseguradora, la incomprensión de sus contemporáneos; y a cualquier nivel: tanto los problemas para publicar como el desprecio de su padre, que dejaba en la mesita, sin abrir, cada uno de los libros que Franz le regalaba entusiasmado. 

"La metamorfosis -dice Jordi Llovet- es muy autobiográfica; hay que leerla al lado de Carta al padre y de los diarios. Es una novelita muy bien hecha, una novelita doméstica, pero que encierra una metáfora muy fuerte: la de ese hijo que se dedica a un oficio inútil a ojos de los demás, que es escribir, en el seno de una familia vulgar de la pequeña burguesía de Praga". Es revelador que, en el momento de redactar el texto, Kafka se encontrase en un estado de tristeza y melancolía comparable al de Gregor Samsa. Su relación con Felice atravesaba su primera crisis importante y la enfermedad de su padre (padecía arterioesclerosis) se agravaba. Kafka veía con verdadero pánico el momento de tomar las riendas de los negocios familiares. Sentía que su entorno le obligaba a ser algo que no deseaba ser. "Una de las ideas centrales de Kafka -explica Azúa- es que nunca llega lo que esperamos, que lo que esperamos sólo tiene valor mientras lo esperamos, pero no cuando llega. En La metamorfosis es más fuerte, sin embargo, otro de sus temas favoritos: no somos lo que creemos ser sino lo que los otros nos imponen". 

Para Pablo d'Ors, la emblemática historia de la transformación de Samsa, considerada por Nabokov la narración más perfecta del siglo XX, ofrece, de un modo más directo que ninguna otra creación kafkiana, el verdadero asunto de su literatura: la humillación. "El castilloEl procesoLa metamorfosisEn la colonia penitenciariaInforme para una academiaAmérica, todo, todo son historias de un hombre humillado. Kafka se sentía probablemente humillado. Por su padre, por su trabajo, por su vocación, por la vida. Todos sus libros hablan de esto y La metamorfosis da concreción plástica a esta obsesión: un hombre se convierte en un horrible escarabajo". 

Obra eterna

¿Qué hace que La metamorfosis sea una de las narraciones más leídas de la literatura universal? ¿Es superior a El proceso o a El castillo? ¿Es más sencilla? ¿Indica mejor el significado de lo 'kafkiano'? ¿Está el mejor Kafka en sus novelas, en sus cuentos, en sus diarios o en su correspondencia? ¿Es que La metamorfosis 'contiene' todo Kafka?

Responde Azúa: "Las famas y éxitos de algunas novelas no dependen de su calidad. Tengo para mí que El proceso es más popular que El castillo gracias a la película de Orson Welles. Y Metamorfosis porque es muy fácil, es el libro de texto para iniciarse en alemán. Hay un cuento que lo contiene todo en su máxima expresión, pero no es Metamorfosis, sino otro mucho más tremendo: Ante la ley(1914)". Frente a la ficción, D'Ors prefiere al Kafka que no quiso hacer literatura, el de sus diarios y sus cartas: "Es ahí -dice- donde está la medida del genio kafkiano", un genio, tercia Llovet, ya presente en sus primeros textos incluidos enContemplación, de 1912: "Ahí Kafka ya revoluciona la prosa que se hacía en los países de habla alemana. Aunque se le nota el peso de autores como Flaubert o Dickens (sobre todo en su primera novela, América), Kafka logra algo muy especial: diagnostica la evolución de la civilización burocrática y del capitalismo, entonces aún incipiente. Ese diagnóstico es todavía enormemente válido". 

Ignacio Echevarría decía en un artículo que "sus textos constituyen el perfecto paradigma de ese permanente desplazamiento del sentido que constituye la marca de la gran literatura, de la capacidad que ésta tiene de renovarse en cada tiempo, a cada hora, ante cada lector". Félix de Azúa habla del "sistema de producción de significado" que es toda gran obra de arte: "Esto es lo que hace que el arte dé sentido a nuestra existencia, una vez desaparecida la perspectiva religiosa y convertida, la científica, en un jeroglífico egipcio. Por esta razón no es lo mismo ver un Velázquez en el siglo XVIII o en nuestros días. La obra (es un misterio) va cambiando con el tiempo y otorgando nuevos sentidos a cada momento. Por eso podemos seguir leyendo a Sófocles con gran provecho, pero es una pérdida de tiempo leer a Paul Bourget, aunque fuera el favorito de Proust.El Kafka de la angustia existencial es el de la posguerra europea, el de la guerra fría, el de la amenaza de destrucción nuclear, el del existencialismo, el de Bergman o Beckett. Hoy es otro". 

Para Borges, la obra de Kafka es como un sueño eterno, o sueños, más bien, que podrían haber sido soñados por hombres de cualquier época. Y no importa que sus novelas no estén terminadas: en realidad no terminan nunca. "Tienen un número infinito de capítulos porque su tema es de un número infinito de postulaciones", escribió el autor de El Aleph. Azúa, en el texto citado, hablaba de los infinitos entretenimientos a que es sometido Josef K. en El proceso a la espera de la inevitable condena final. "Es muy pertinente la idea de infinito -comenta Llovet-, o más todavía, la idea de trascendencia. Yo creo que Kafka es una especie de rabino del siglo XX. Si se hubiera actualizado la Biblia, después de fijarse el canon, habrían entrado muchos textos de Kafka. Son de un pensamiento trascendente judío enormemente marcado". 

La metamorfosis, ¿un relato de humor?


Kafka en un balneario (1913). Archiv Klaus Wagenbach
A Guillermo Cabrera Infante le gustaba destacar el humor de Kafka a pesar de la legión de epígonos atormentados que generó su obra. Y en particular el humor presente en La metamorfosis: "Nada hay más risible -escribió el cubano- que el incestuoso insecto (cucaracha que no puede caminar, escarabajo no debajo sino arriba de la cama, chinche devenida vegetariana de súbito) con su carapacho incrustado de manzanas que se pudren en el ambiente raro del cuarto de Gregorio Samsa. No es un sueño ni una pesadilla sino una película de horror cómico como El gato y el canario en el gueto".

Kafka era un hombre que reía. "Tenía mucho humor, no cabe duda -dice Pablo D'Ors-. Yo me río mucho leyéndole. Y he leído que él mismo se lo pasaba muy bien cuando leía sus textos en voz alta a sus colegas y amigos. Es un humor grotesco, sin duda, de esos que te deja la sonrisa congelada, en una mueca". Llovet no lo tiene tan claro. "Kafka tenía sentido del humor, lo sabemos por los testimonios de sus contemporáneos; pero en su obra... si uno coge el Informe para una academia (1917), ahí no hay nada humorístico. Humor hay, sobre todo, en su primera novela, El desaparecido, la mal llamada América, pero esa es una novela muy dickensiana, es otra cosa. Y hay destellos de humor en algunos momentos de El castillo y El proceso". Pero, continúa el filólogo catalán, "Kafka no es un humorista, como tampoco es exactamente un existencialista, como quisieron los franceses: es un autor tremendamente realista, pero que presenta, de forma alegorizada, unas situaciones que sirven para diagnosticar algo que entonces estaba latente y que no ha dejado de avanzar".

¿Y qué es lo que hace reír de la obra de Kafka? "Lo mismo que hace llorar, puesto que la risa y el llanto son las dos expresiones extremas y externas ante la intensidad emocional que puede despertar una obra de arte", responde D'Ors. "Reímos y lloramos leyendo a Kafka porque sus historias dan con universales del ser humano. Porque nos reconocemos. Porque no nos gusta reconocernos, pero no nos queda más remedio. Porque sus libros nos ponen un espejo delante y descubrimos en su lectura el horror y la belleza de la verdad". 

lunes, 17 de agosto de 2015

"De vacaciones por la España negra" por Álvaro Corazón Rural

Pero esta suciedad hay que perdonarla; vale más taparse la nariz y seguir adelante, porque gracias a la falta de cuidado se piensa poco en demoler, menos en modernizar y jamás en restaurar; todo tiene cierta poesía para el artista: torrecillas truncadas, losas gastadas, goznes torcidos, la vejez en todo reinando siempre. (Darío de Regoyos, 1899)
La imagen estereotipada que se tiene de nuestro país ha cambiado notablemente con los años. A grandes rasgos, podríamos decir que por un lado tenemos la percepción a la alemana, la que considera que somos unos vagos, que no damos un palo al agua, que no trabajamos. Y por otro a la británica, que entiende que estamos todo el día de fiesta. Guitarra, palmas. Cachondeo, cubata, chiringuito y chupaíta al cristal.
La réplica a la escuela alemana es bastante fácil. Solo hay que llevar al que piense así a uno de los lugares donde más se trabaja en España, por ejemplo a Andalucía, y poner al caballero a recoger aceitunas. Sencillo.
Y al pensamiento británico, qué sé yo. Es cierto que sirve para que los chavales de ese país que nos visitan se tiren por la ventana del hotel a la piscina, en plan de fiesta, y se queden tetrapléjicos. O para que una joven entre en una disco y, en plan de fiesta, a cambio de una copa se ponga en mitad de la pista a chupar la polla a los presentes que tengan los problemas sexuales más profundos y oscuros como para ofrecerse voluntarios.
Pues hombre, no es nuestra cultura. Es verdad. Había una tira de Ata en el TMEO hace años que contaba que un amigo del dibujante, cuando estaba en la disco a determinadas horas, solía romper a gritar «Gratis, gratis, quién le quiere chupar la polla a un borracho gratis». En España nunca se ofrecía nada a cambio, solo amor del bueno, al contrario que esa copa de los británicos. Pero no debemos ponernos tiquismiquis con el choque de civilizaciones. Para una vez que los ingleses salen de sus islas para denigrarse a sí mismos en lugar de a los aborígenes pertinentes ¿vamos a poner el grito en el cielo? Estamos hablando del milagro fiestero español. Un hito en la historia.
Pero vamos, todo esto sería sin hilar fino, repasando lo que hay con brocha gorda, porque lo que comentaremos en esta entrega de «Busco en la basura algo mejor» es que antes estos estereotipos no eran así; antes no éramos vagos y festivos. Ciento y pico años atrás nos veían como todo lo contrario, como amigos de la muerte, enamorados de la oscuridad. Para los europeos con estudios éramos un país tétrico y de gentes macabras. Algo similar al estereotipo del México profundo que ya huele en el cine, pero a lo decimonónico. Es decir, a lo bestia.
De ello da fe el libro que nos ocupa, España Negra, donde el pintor asturiano Darío de Regoyos describe sus viajes por España a finales del siglo XIX con un turista belga, el poeta Émile Verhaeren. Visto con la mentalidad actual, se trata de un excepcional folleto para ahuyentar el turismo de por vida.
No obstante, Verhaeren era un turista. Uno de muchos europeos de aquel tiempo, europeos extravagantes y modernos, que se consideraban «españolistas» en plan hipster. Como cita Pío Baroja en el prólogo de la obra:
Contaba Darío su vida en Bruselas con mucha gracia, y las aventuras de un amigo belga, españolista, que por su entusiasmo por España iba con la capa y guitarra por la calle y decidió dejar su nombre flamenco y llamarse desde entonces don Alonso Fernández de las Castradas…
Los tipos estaban enamorados de la peor versión de España. De la superstición, del fanatismo religioso, del subdesarrollo. Y sintiendo la llamada de la oscuridad, como Verhaeren, venían a recorrer nuestro país. Regoyos, en este caso, ejerció de cicerone.
Una familia gitana en Granada, 1901. Fotografía: Library of Congress (DP).
Baroja explica al principio que Regoyos no era un hombre convencional. Cuando se compraba un traje, cuenta, se tiraba al suelo y se movía frenéticamente, como con espasmos. Al cabo de un rato retorciéndose se levantaba y, con el traje arrugado, decía: ¡ahora sí está bien! Era porque consideraba que la ropa debía adaptarse a él y no al revés. Un shock para todos los que asistían al baile. Aunque ahora podríamos considerarlo como un precursor del chándal.
Además, también señala don Pío que el pintor tenía cierta inclinación a retratar al óleo cadáveres de personas y animales, pero reconocía, riendo como un loco, que se debía a sus épocas neurasténicas.
Era un elemento este pintor asturiano, sí, pero tenía la cabeza bien amueblada. En la primera página del diario de viajes ya empieza citando involuntariamente al Facebook y lo patéticos que somos todos hoy en día con la obsesión por el turismo.
¡Oh, notarios, dentistas, fabricantes de biberones o jeringas que forzosamente necesitáis descansar vuestras posaderas en asientos bien mullidos y tener los platos emperejilados! Ellos y los ferrocarriles han vulgarizado la pasión de los viajes. Ahora son estos lujos que se paga uno en cumplimiento de la promesa que se hizo a la mujer o a los niños si son buenos. Del delicioso sueño que antes era ir a la ventura en busca de lo desconocido se ha hecho hoy una distracción metódica, uniformada para libro de memorias.
Ellos prepararon su viaje por España en los peores carromatos y diligencias. Pensaban dormir al raso si fuese preciso. Todo por la autenticidad.
El trayecto por lo que obsesionaba al poeta belga, la España negra, empezaba en el País Vasco. Recorrieron sus aldeas «construidas como a bofetadas contra las laderas de la costa». Alucinaron con las viejas «que parecía que habían asistido a la agonía de Cristo». Se colaban en los funerales y escuchaban los cantos de los fieles, que duraban horas, como un mantra con un órgano desacompasado. En los campanarios de Guipuzcoa se tocaba a muerto, pero se daban también cinco campanadas en la agonía. ¿Es necesario? Se preguntaba el pintor. Eso solo podía ocurrir en un país amigo de la muerte, se lamentaba.
Vieron también alguna procesión y Regoyos admiraba la talla grosera y desproporcionada de las imágenes «expresión torpe, pero qué penetrante», puesto que en España entonces empezaban a entrar esculturas modernas francesas, «insípidas imágenes de confitería», se quejaba.
Después se fueron a ver una corrida de toros a cuyo término todos los asistentes se dirigían al bosque a continuar la fiesta presenciando bailes antiguos eúskaros.
Que las fiestas vascongadas tienen un carácter tétrico por mucha alegría que les quiera dar. La dominante negra en los trajes, la seriedad en los bailes y cantos, el paisaje y aquel cortejo de alcaldes y curas presenciando los bailes como un duelo.
El baile de los domingos, que se suponía más alegre, asombró aún más al belga. Las mujeres donostiarras bailaban sin hombres. Decía que eso causaría risa en Flandes. Regoyos le explicó que era peor la Semana Santa vasca. Ahí sí que se respiraba tristeza. El no creyente no tenía dónde meterse en esas fechas. En los bares cerraban el piano y encima de las mesas de billar se ponían los tacos formando una cruz con las bolas en los sitios donde le pusieron los clavos a Cristo. Aviso a navegantes para que a nadie le diera por jugar, por disfrutar de algo, en Semana Santa.
Tras asistir a una procesión en San Juan de Gaztelugatxe en la que las personas les parecieron hormigas, decidieron coger una diligencia en San Sebastián para ir hasta Pamplona. El viaje lo hicieron con un gitano que fascinó a Verhaeren. Era un sacamantecas, un muy bello oficio.
Antiguamente, en las corridas de toros los caballos no llevaban peto. En la suerte de varas, lo corriente era que el toro los destripase. El ruedo todo lleno de intestinos empanados en albero, eso era arte y no lo de ahora.
Una corrida de todos en Sevilla, 1902. Fotografía: Underwood & Underwood / Library of Congress (DP).
Después de la masacre, este gitano iba a sacarle la grasa a los caballos, un producto muy valioso. Y por eso viajaba de fiesta en fiesta. De hecho, al poeta y el pintor no les extrañó cuando se lo encontraron en primera línea de la plaza de toros de Pamplona gritándole a la presidencia: ¡más caballos! ¡más caballos!
Y mientras tanto, el turista encantado:
Creí que el belga se asustaría como la mayor parte de los extranjeros; pero, muy al contrario, se ponía loco de entusiasmo, diciendo que eso era lo hermoso de las corridas; aplaudía más a los picadores vencidos por el toro y al jamelgo ensartado, que a una buena pica quedando el caballo sano y salvo. Su placer era la parte cruel de la fiesta: la sangre y los caballos patas arriba.
Muy bonito de ver. Por eso, después de la corrida, se fueron a echarle un ojo a los caballos muertos en un descampado:
Los chicos daban patadas o tiraban de la cola a los muertos del montón por ver si se levantaba algún penco, cerciorarse bien si no había alguno vivo; otros apretaban las heridas para hacer salir la sangre.
—Cosas de chicos —le dije.
Y Verhaeren añadía: Cosas de España.
Pasaron la noche con los gitanos. A su campamento acudían los soldados andaluces que estaban haciendo la mili en Navarra para bailar y cantar, «para hacerse más la ilusión de que estaban en su país». Sin embargo, el gitano sacamantecas cuando se puso a cantar coplas en el corro todas hablaban de la muerte.
También asistieron a los Sanfermines, y Regoyos explicó que los naturales iban cada año con el mismo entusiasmo. «Para esto se necesita únicamente ser pamplonés», le explicó a su amigo.
La siguiente visita fue al cementerio de Zaragoza y sus lápidas con azulejos «tóscamente coloreados». Desde allí, cogieron un tren para Sigüenza. El compañero de vagón era un ciego, Verhaeven apuntó que en ningún país los había visto «de tan hermosa tristeza».
Castilla le pareció al turista como otro planeta. Regoyos siguió ejerciendo de guía, le contó:
La diferencia de líneas entre la distinguida raza vasca y la castellana es tan grande hasta en los mendigos que sabría uno diferenciarlos desnudos. Una vieja vimos en la que se reflejaban las miserias del país seco, de cerros pelados; en su cara pajiza y descompuesta se veían los colores de aquellos desiertos y las huellas de la vida de sufrimientos en tan duro clima. Sus arrugas conservaban la misma contracción sin duda de muchos años como sujeta por un resorte de tanto guiñar los ojos, luchando contra la luz fuerte; ese visaje que queda fijo en la gente que vive al sol, envejeciéndola antes de tiempo.
(…)
Vivir en las ciudades castellanas de ruinas es vivir en lo muerto, aunque sea una ruina con cielo azul.
Un pueblo desvencijado cayéndose a pedazos, sentenciaron sin más sobre Sigüenza. Cuando veía a alguien a caballo se lo imaginaban fácilmente con casco y espada. Y al llegar a Madrid, pensaron que todo era lo mismo, pero en pueblo grande. Decidieronn volver a ir a los toros, pero encontraron que por las calles los chulapos publicitaban un evento mucho más interesante, un criminal iba a ser ajusticiado con el garrote. «¡A dos reales al patíbulo!», gritaban para vender butacas.
En la capital el belga alcanzó el éxtasis. Las funerarias, lejos de estar escondidas discretamente de la atención del público, exponían sus productos a la vista de todos. Fue el punto culminante de su viaje, una funeraria con escaparte. Desgraciadamente, no pudo entrar al «pudridero de reyes», en el monasterio del Escorial.
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Lavanderas en el Puente de Toledo de Madrid, 1908. Fotografía: Underwood & Underwood / Library of Congress (DP).
De vuelta a su país, Verhaeren escribió emocionado que era necesario llevar gafas de vidrio color rosa para ver España en tonos alegres. Apoyó el texto en una serie de coplas que robó a los soldados andaluces en Pamplona. Ahí van las tres más refrescantes de la recopilación:
Yo quisiera ser el nicho
donde te van a enterrar
para tenerte en mis brazos
toíta una eternidad.
En el carro de los muertos
la vi de lejos venir
llevaba una mano fuera
por eso la conocí.
En un cementerio entré
pisé un hueso y dio un quejío
no me aprietes con el pie
que soy tu madre, hijo mío.
Regoyos se quedó bastante contrariado con esta aventura. Vio al poeta partir más triste de lo que había llegado, pero feliz por estar triste, explicaba entusiasmado que a eso venía a España. El pintor asturiano esperaba que el sol del país le hubiese alegrado el espíritu, pero el belga dijo al partir: «Por lo mismo que es triste, España es hermosa».
No obstante, pasaron los días y Regoyos siguió pensando en su extraño amigo. En el porqué de su pasión por lo siniestro de España. Una procesión, esta vez en La Rioja, acabó con sus dudas. Un pintor riojano, Paternina, se lo reveló como un secreto. «Hay una cofradía de disciplinares que se azota cruelmente, hasta correr la sangre, hiriéndose la piel con vidrios rotos. En pleno siglo XIX , casi en el XX, sucede esto». Fue para allá porque le costaba creerlo.
Era la Semana Santa en San Vicente de la Sonsierra, cerca de Haro. Hay que añadir, echen un vistazo al Google, que esa aberrante costumbre aún se mantiene. Esta vez, en pleno siglo XXI. A Regoyos le costaba creer que la gente se azotase a sí misma, en un cuadro de Goya había visto que antaño cada disciplinante golpeaba a un compañero, pero aquí no era solo eso.
El llamado padrino, un viejo con cara de Nerón, termina aquel terrible castigo haciendo brotar la sangre agolpada en las doloridas espaldas amoratadas a fuerza de zurriagazos, con un instrumento que pone los pelos de punta, una bola del tamaño de las de billar, hecha de cera y que contiene unos pedazos grandes de vidrios rotos, salientes y cortantes. De esta bola llamada «esponja» me dieron un ejemplar, y la operación o sangría la llaman picar; así tan en crudo; lo mismo que en las plazas se pican toros, en aquel pueblo se pican los hombres.
Lo irónico del tema es que los hombres que pasaban por este tormento voluntario luego eran un buen partido para las mujeres y considerado un valiente entre los hombres. Le contaron que un gobernador mandó en una ocasión a la guardia civil para impedir que la gente se castigara de esa forma, pero no lograron nada, porque se fueron todos a su casa y allí encerrados se zurraron lo mismo, todavía con más ganas. «Desde entonces no insistió el señor gobernador en ser caritativo».
Regoyos descubrió que cada año repetían el juego cada vez más motivados. El castigo era adictivo. Y si alguien se ponía enfermo en invierno, la curiosa sabiduría popular del lugar lo achacaba a que no se había golpeado lo suficientemente fuerte.
Se disiparon todas sus dudas. Concluyó la obra en mayúsculas con un «ESPAÑA ES NEGRA». Y como publicó el libro tras el desastre del 98, añadió: «Y si el poeta nos visitara ahora, nos encontraría a todos más muertos».
Niños de la calle en Madrid en 1896. Fotografía: Alfred S. Campbell / Library of Congress (DP).

sábado, 15 de agosto de 2015

"La Ilíada, la guerra de todos nosotros" por Guillermo Altares


Varias novedades regresan al mundo del misterioso Homero. De la crueldad a la compasión pasando por la rebelión contra un líder incompetente, la universalidad de sus temas mantiene su magnetismo casi tres milenios después.

EL DIOS ZEUS ideó una estrategia para ayudar a los troyanos: enviar un falso sueño de victoria al caudillo griego Agamenón, que además acababa de tener un enfrentamiento con el héroe Aquiles. “Pensó que aquel mismo día iba a apoderarse de la ciudad de Príamo, / nada sabía el muy necio todo lo que Zeus tenía previsto hacer”, escribe Homero. No hay nada tan destructivo, tan letal, como la confianza ciega en su propio triunfo, la creencia absoluta en la victoria. Esa es una de las muchas historias universales que contiene la Ilíada. Nunca sabremos con seguridad cuándo y cómo se compuso —los expertos prefieren el verbo “componer” a “escribir” porque no está claro el papel que tuvo la escritura en su creación—. Sobre su autor, Homero, que la tradición describe como un bardo ciego, existen más dudas que certezas. Sin embargo, allí siguen sus relatos, anclados más que nunca en la memoria viva de nuestra cultura.
Como escribió Gore Vidal en sus memorias: “Al igual que las diferentes capas de Troya, donde en algún profundo lugar están todas esas ciudades amontonadas sobre otras ciudades, uno espera encontrarse con Aquiles y su amado Patroclo y con toda esa fuerza con la que dio comienzo nuestro mundo”.
Ahora que Grecia lleva años enfrentándose a sueños de victoria, Homero está presente en las librerías españolas con una oleada de novedades. En los últimos tiempos se han publicado tres libros sobre su obra —El mundo de Homero (Crítica), de John Freely; El eterno viaje. Cómo vivir con Homero (Ariel), de Adam Nicolson, y La guerra que mató a Aquiles. La verdadera historia de la ‘Ilíada’ (Acantilado), de Caroline Alexander—, además de una historia del mundo en el que surgieron esos relatos, la Grecia clásica, Héroes que miran a los ojos de los dioses (Edaf), del helenista Óscar Martínez García, autor de la última traducción al castellano de la Ilíada (Alianza Editorial, 2010). “Como en todos los libros que llamamos clásicos, en la Ilíada y la Odisea encontramos, nosotros los lectores, el reflejo de nuestra propia experiencia. En estas obras no sólo leemos de forma literal las historias que están contadas: leemos también el texto transformado en metáforas de historias que nos son propias, en símbolos de nuestros temores y deseos”, explica Alberto Manguel, que publicó hace algunos años El legado de Homero (Debate).
Preguntado sobre la recalcitrante actualidad de Homero, Adam Nicolson responde desde su domicilio en Inglaterra: “Tal vez la coincidencia de tantas obras se deba a que estamos viviendo un periodo violento y difícil de nuestra propia historia”. Este autor de grandes libros de viajes y aventuras, cuyo ensayo es a la vez un recorrido vital y literario por Homero, prosigue: “La Ilíada nos cuenta lo que le ocurre a la gente cuando se enfrenta a una realidad brutal. En un mundo caótico, muy inseguro, Homero nos proporciona unos fundamentos muy profundos, es una fuente de conocimiento. Para mí, la gran virtud de su visión es que nos señala que este es el mundo real, el lugar en el que todo ocurre, a diferencia de la tradición cristiana donde la fuerza de la vida parece estar en otro lado. Lo que viene a decirnos Homero es que no se puede dejar la felicidad para más tarde y eso es muy formativo si entra en nuestra mente”.
La fuerza de la Ilíada es tan grande que alguno de los pasajes más famosos de aquella epopeya, como el talón de Aquiles o el Caballo de Troya, ni siquiera aparecen en sus páginas; sino que pertenecen a otras versiones y relatos de aquel conflicto, como la Eneida, de Virgilio, la relectura romana del mito. En sus 15.693 versos, este poema épico relata un episodio de apenas dos semanas del largo asedio de Troya, que enfrenta a diferentes caudillos guerreros griegos con los troyanos. Transcurre en el noveno año de un conflicto que se prolongará uno más, y que es relatado en decenas de poemas e historias que circulaban de padres a hijos.
Homero no oculta que los soldados griegos están deseando volver a casa. Un regreso que, como demuestran las desventuras de Ulises en la Odisea, no será nada fácil. Con los dioses interviniendo constantemente a favor de uno y otro bando, el centro de la narración se encuentra en el enfrentamiento entre dos héroes, el griego Aquiles y el troyano Héctor, después de que este último haya abatido en combate a Patroclo, el gran amigo del griego. La narración acaba con uno de los momentos más emotivos de la literatura universal, cuando Príamo, el padre de Héctor, viaja hasta el campamento griego para convencer a Aquiles de que le entregue el cadáver de su hijo.
“Una de las cosas más emocionantes de Homero es que es capaz de captar un sentimiento nuevo de la humanidad que estaba surgiendo en ese momento: la compasión por el derrotado”, asegura Óscar Martínez. “Nunca trata a los troyanos como enemigos, sino como seres humanos. Eso ocurre en el encuentro entre Aquiles y Príamo. En la Odisea se captura la palabra nostalgia por primera vez, cuando Ulises en la isla de Calipso dice que siente el dolor del regreso. Cómo no va a hablar de nostalgia un poema que nos describe la historia de un pueblo que se había tenido que desperdigar por todo el Mediterráneo”.
Freely, experto en el Imperio Otomano y autor de libros de viajes, que enseña en la Universidad Bogazici de Estambul, trata de buscar en su libro lo que hay detrás de la Ilíada y la Odisea, lo que la arqueología y la historia pueden aportar a nuestro conocimiento de Homero, pero también la obsesión de muchos estudiosos por encontrar restos que nos lleven hasta ese mundo de héroes y dioses. Homero canta desde el siglo VIII antes de Cristo a unos acontecimientos que transcurrieron en el siglo XIII aunque, como explica Óscar Martínez, “su musa es la de la épica, no de la historia”. Sin embargo, sí refleja un momento crucial del mundo griego: su renacimiento después de la Edad Oscura cuando, por motivos que se desconocen, la civilización micénica se hundió en apenas unas décadas y la cultura helénica desapareció durante cuatro siglos hasta que resurgió para convertirse en el principio de todo nuestro mundo. En cierta medida, Homero simboliza la victoria de la poesía y la literatura sobre el desastre y la decadencia. 

viernes, 14 de agosto de 2015

Reliquias paganas: el braguero del Caballero del Verde Gabán


En esta segunda entrega voy a ensalzar las propiedades mágicas del braguero de don Diego de Miranda (el Caballero del Verde Gabán, como lo llama don Quijote). Este personaje se encuentra con nuestra pareja de aventureros en la famosa batalla del león, cuando el hidalgo manchego cambia su apelativo de "Caballero de la Triste Figura" por el de "Caballero de los Leones". Lo lleva a su casa y le presenta a su mujer y a su hijo poeta. El resto de carne momia -como diría el de los Leones- de una de las gomas del braguero se guarda con celo, como no podía ser de otra manera en la ciudad de Villanueva de los Infantes. Cuentan los más allegados a la reliquia que uno de los guardas llegó a hacerse una infusión con una de las gomas y fue tanto el beneficio erótico obtenido que nunca más se supo de ella. Al parecer, el guarda parecía siempre dispuesto a la brega amorosa y murió encalabrinado a las puertas de una casa de placer donde ya no le dejaban entrar por las deudas contraídas.
La otra goma del braguero se preserva intacta en una urna de vidrio cuya sola vista proporciona tanto fuego amoroso que no se debe admirar en pareja. Es tanto el peligro de su magia erótica que, si son más de uno los visitantes, se teme que no respeten el lugar sagrado y consumen el acto allí mismo, como ya les ocurrió a dos monjes de la vecindad. Venid a visitar esta reliquia y reíros de la Viagra y de otros filtros amorosos.  

"Yo haría por ti no sé qué barbaridad" por Tereixa Constenla


Emilia Pardo Bazán y Benito Pérez Galdós vivieron una pasión sin tabúes, alimentada en encuentros clandestinos por España y Europa.

Un guarda recogió en la Castellana, en Madrid, una prenda íntima en marzo o abril de 1889. Se ignora color, uso y talla. Se conoce su propietaria en origen: Emilia Pardo Bazán. Y, uau, su destinatario final: Benito Pérez Galdós. “Por fortuna esa prenda no tenía la marca que llevan otras de su mismo género: una E coronada”, se regocija ella en una carta, después de carcajearse con la anécdota que le ha relatado un amante famoso —ya ha publicado Fortunata y Jacinta y 20 títulos de los Episodios Nacionales— y, cosas de literata, elucubrar con “estar diez segundos” en la cabeza del guarda.
En las letras españolas es difícil dar con una relación tan subyugante como la de Pardo Bazán y Pérez Galdós, que se gozaron, se simultanearon (con otras y otros) y se respetaron como escritores y examantes (actitud bien difícil en ambos gremios). Unos modernos del XIX, que cayeron en un único convencionalismo: la clandestinidad.
De entrada, para entenderla, conviene liberarse de corsés como la imagen de matriarca oronda de Emilia Pardo Bazán o ese retrato de Sorolla que atrapa a Galdós a punto de despeñarse por la rampa de los cincuenta. Entre 1888 y 1890 compartieron horas sin ninguna circunspección. “Le hemos hecho la mamola al mundo necio, que prohíbe estas cosas; a Moisés que las prohíbe también, con igual éxito; a la realidad, que nos encadena; a la vida que huye; a los angelitos del cielo, que se creen los únicos felices, porque están en el Empíreo con cara de bobos tocando el violín… Felices, nosotros”. Todo dicho.
Si quieren literatura erótica, lean las cartas que Pardo Bazán dirige a Pérez Galdós, recogidas en Miquiño mío (Turner), por Isabel Parreño y Juan Manuel Hernández. “Te como un pedazo de mejilla y una guía del bigote”. “Yo haría por ti no sé qué barbaridad”. “En cuanto yo te coja, no queda rastro del gran hombre”. “En prueba te abrazo fuerte, a ver si de una vez te deshago y te reduzco a polvo”.
Lamentablemente no se conservan las que circularon en dirección contraria. “Todos los archivos de Emilia Pardo Bazán se han perdido. O bien su hija Blanca los quemó o, según la leyenda, los destruyó Carmen Polo en Meirás [el pazo coruñés de la escritora fue comprado por forzosa suscripción popular para regalar a Franco]. Lo más probable es que ocurriesen las dos cosas, que su hija tuviera miedo de la literatura comprometida y que Carmen Polo se cargase lo que hubiese encontrado en los cajones”, explica la historiadora Isabel Burdiel, que prepara una biografía sobre la escritora gallega.
Hay indicios de que la erupción erótica galdosiana debió de estar a la altura: “¿No me dabas el alma hasta las últimas raíces?”. “Ayer me han dicho que Zola está a punto de enloquecer por miedo a la muerte. ¡Qué tonto es ese hombre de genio! ¡Miedo a la muerte! Si hubiera vivido en una semana lo que yo… y lo que tú, no le tendría miedo alguno”, le escribe Pardo Bazán el 28 de septiembre de 1889 desde París. Acababan de regresar de un viaje por Alemania donde no habían tenido que esconder su relación ni sisarse tiempo. La separación duele. “Me eché en la cama como si me echase al turbio Sena en momentos de desesperación y desahogué con llanto y traté de olvidar con un sueño oscuro, cargado de pesadillas”. Ella es ciclónica, incapaz de reprimir un goce, un pesar o una controversia. “Era muy libre, hizo siempre lo que le dio la gana. Se dice que Benito Pérez Galdós le pidió que tuvieran una relación más estable y ella no quiso dar el paso porque apreciaba su libertad. Tienen una relación amorosa muy singular porque era entre iguales”, sostiene Burdiel.
Una emancipada del XIX
Después de separarse de José Quiroga de buenas maneras, Pardo Bazán tomó decisiones tan drásticas como impropias de dama decimonónica. Ganarse la vida: “Me he propuesto vivir exclusivamente del trabajo literario, sin recibir nada de mis padres (...) esta especie de trasposición del estado de mujer al de hombre es cada día más acentuada en mí”. Vivir libre de ataduras, aunque sean de Galdós: “No te acongojes pensando en el porvenir (...) cualquier mujer mejor que yo (¡y hay tantas!) te querrá entrañablemente”.
Los populares autores (ella ha publicado la aclamada Los pazos de Ulloa) llevan una agenda pública (de cartas, almuerzos y citas) y otra secreta, en falsos encontronazos callejeros, en carruajes, en pisos ocasionales. En 1888 se ven en Barcelona durante la Exposición Universal. Y aunque su relación era ya íntima, la escritora no reprime un inesperado amor fou con un rendido admirador que se convertiría en un gran mecenas: José Lázaro Galdiano. En recuerdo de sus hazañas, Pardo Bazán le regalará un poemario encuadernado con la piel de uno de sus guantes.
Le incomodó a Galdós, mujeriego impenitente que estaba dando con la horma de su zapato. En paralelo se veía con Lorenza Cobián, una asturiana atractiva y analfabeta que trabajaba de modelo del pintor Emilio Sala y que aprendería a leer por empeño del escritor, según su biógrafo Pedro Ortiz-Armengol. “Nada diré para excusarme, y sólo a título de explicación te diré que no me resolví a perder tu cariño confesando un error momentáneo de los sentidos fruto de circunstancias imprevistas”, confiesa sobre su desliz Pardo Bazán en 1889.
Después viajarán juntos por Alemania y serán felices. A la vuelta, sin embargo, Galdós se distancia, pasa cada vez más tiempo en Santander y, en 1891, Lorenza Cobián da a luz a María, la única descendiente (quedará en el árbol de los misterios la cifra exacta de hijos ilegítimos) que el novelista reconocerá con sus apellidos. La relación entre los literatos se va deslizando entonces hacia lo profesional. No hay mejor epitafio para ella que esta frase de Pardo Bazán: “Nosotros podemos decir aquello de no moriré de todo aunque muera”.
Escribió un centenar de novelas, 18 obras de teatro y un sinfín de artículos. Estuvo a punto de recibir el Nobel de Literatura en 1915, cuando la geopolítica volcó la decisión hacia Romain Rolland, un francés pacifista, según cuenta Pedro Ortiz-Armengol en Vida de Galdós. Fue diputado, progresista (primero) y republicano (después). Ingresó en la RAE al segundo intento. Nunca se casó ni vivió con sus amantes. Sus relaciones más conocidas fueron con la modelo Lorenza Cobián (tuvieron una hija, María), la actriz Concha Morell y, al final, Teodosia Gandarias.

jueves, 13 de agosto de 2015

Reliquias paganas: la bota de Sancho Panza


No solo de tibias de santo vive el hombre. Las reliquias que aquí os voy a presentar os proporcionarán la virtud de desarrollar muchas de las facultades que no ofrecen los cráneos de beatos y mantos de vírgenes.
En esta primera entrega nos ocuparemos de la bota que usó Sancho Panza en algunos capítulos de la segunda parte del Quijote. Nos encontramos restos de esta reliquia en diferentes pueblos de nuestra geografía manchega: El Toboso, Puerto Lápice, Ossa de Montiel y Argamasilla de Alba. Según cuenta la leyenda, todo aquel que se acerque a la urna en la que se guardan fragmentos del pitorro de la bota, verán inmediatamente calmado el dolor de úlcera y se mitigarán las malas digestiones. Solo hay que tocar la reliquia para comprobar cómo nos asalta el ansia viva de beber vino y de gozar de la vida. Las borracheras serán más divertidas y nunca nos asaltará el espíritu melancólico que suele acompañar a esta afección.
En Ciudad Real podemos encontrar casi completa la bota de piel de cabrón de Tomé Cecial, el escudero del Caballero de los Espejos, quien compartió con Sancho su vino para despegarse los paladares. Se guarda bajo la leyenda: "Hideputa, bellaco y cómo es católico", justo lo que dijo Sancho al probar el caldo de esta ciudad. Sus propiedades son milagrosas para desarrollar el arte de la conversación.
Y no digo nada de los efectos que proporciona pasarse por San Clemente, Casas de Haro, Casas de Fernando Alonso o Sisante a acariciar el cuero de la bota de Sancho. En estos cuatro lugares se conservan retales del pellejo original que, os lo puedo asegurar, no sanan, pero te cambian el carácter en los bares y te hacen el estómago más resistente. Peregrinad hasta allí y dejad humilde pago por tan gran recompensa.  

miércoles, 12 de agosto de 2015

"Clásicos que deberías leer aunque te digan que deberías leerlos: La isla del tesoro" por Ernesto Filardi

Desocupado lector: esta que empiezas a leer ahora es ya la sexta entrega de Clásicos que deberías leer aunque te digan que deberías leerlos. Seis recomendaciones literarias llevamos, y uno de los comentarios más repetidos en las redes sociales es el de «buf, yo ese no me lo pude leer en el instituto». Normal, claro: quien más quien menos guarda una relación digamos, peculiar, con según qué clásicos —a veces incluso con todos ellos— y muchas veces esto es debido a las clases de literatura de nuestra adolescencia. Por lo general, el que amemos o no los libros depende de si tuvimos o no un docente con suficientes dotes celestinescas.
Aunque esto sucede con todas las disciplinas, en el caso de la enseñanza de la literatura podría parecer a primera vista una tarea sencilla, porque leer sabe más o menos todo el mundo y lo único que hay que lograr es que lo que se lea sea de interés para el lector. Y ese es el quid de la cuestión: «A mí me obligaron a leer el Quijote y nunca he podido con él», dicen unos. «Hostia, el Libro de buen amor, no me enteré de nada», braman otros. Y así desde las jarchas hasta el siglo al que se pudiera llegar porque había poco tiempo y el que había era necesario para hablar de fechas y ciudades. No es este el lugar para reclamar que los responsables de Educación se den cuenta de que a un adolescente, por lo general, le va a dar muy igual el año de nacimiento y muerte de Emilia Pardo Bazán. Pero quizás sí lo es para que usted, lector, reflexione sobre cuánto tiene que ver su relación con los clásicos con lo que sucedió —o sucede, quién sabe si nos leen alumnos de enseñanzas medias— en el instituto.
Y es que hay libros que, por muy buenos que sean, no se disfrutan igual a los quince años. Ojo, no decimos que no se comprendan sino que no se disfrutan. Y cuando alguien no disfruta con la literatura, lo normal es que se aburra con ella. El Cantar de mío Cid, por ejemplo. Recuerde ese famoso y terrible verso: «Dios, qué buen vasallo si tuviese buen señor». Deténgase un momento para leerlo despacio y en voz alta, repitiéndolo las veces que sea necesario. Marque las consonantes y abra bien la boca para pronunciar todas las vocales de cada diptongo. Hágalo delante del espejo: si se asusta de su parecido con Jim Carrey es que van por buen camino. Exagere ahora un poco las sílabas sobre las que recaen los acentos rítmicos (Dios, sa, vie, ñor). Es muy posible que así aprecie mejor el sabor árido y profético de este verso. Por último, mantenga en el paladar unos segundos esa mezcla de sonido y ritmo con significado propio mientras piensa en algún caso de alguien que haya sido condenado por hacer bien su trabajo o acusado en falso para que no siguiera cumpliendo con su deber. Si todo va bien, y ojalá que sea así, algo en su cabeza unirá todos esos elementos (lo que se dice, el cómo se dice y el cómo suena) y usted se sorprenderá al descubrir que un texto escrito hace ochocientos años contiene una frase que se ajusta como un guante doloroso a quien ha sufrido el abuso del poder. Ahora pregúntele a su yo adolescente qué le decía esa frase que pronuncian los lugareños que se ven obligados a cerrar las puertas para no dar cobijo al Cid en su destierro. Sí, es una frase que se entiende, no es especialmente complicada desde un punto de vista gramatical. Pero hay que llevar unas cuantas arrugas en la mochila para apreciar en toda su inmensidad ese grado de compasión y empatía tan solemne como impotente.
También hay libros con los que ocurre todo lo contrario. Libros que o lees de joven o ya de adulto te parecen triviales. Y no nos referimos solo a la saga de El pirata Garrapata, sino incluso algún que otro clásico. Quien lee por primera vez El guardián entre el centeno a los treinta y tantos, por ejemplo, tiene muchas papeletas de que le parezca la historia de un niño bobo y malcriado. Pero quizás unos cuantos años antes hubiera empatizado hasta lo enfermizo con ese joven que se siente incomprendido y que realiza el sueño frustrado que todos tuvimos una vez: escaparnos de casa.
Y luego están los libros eternos. Los libros que no solo seguirán funcionando dentro de muchos siglos sino que valen para cualquier edad. Aquellos que admiten múltiples lecturas que se van desvelando según el lector va creciendo. Uno de estos libros es, claro que sí, La isla del tesoro. Pero, por alguna razón que se nos escapa, cuando pensamos en clásicos no siempre tenemos en cuenta aquellos que pertenecen a esos géneros que la gente de voz engolada considera «menores»: es lo que sucede con la novela de aventuras o con la novela gótica. Pasa con Julio Verne, con Emilio Salgari, con Edgar Allan Poe, con Arthur Conan Doyle, con Howard Phillips Lovecraft y, por supuesto, con Robert Louis Stevenson, autor de tesoros como La isla del ídem o El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde. Sí, sabemos que son clásicos. Llevan escritos desde hace la tira de tiempo, fíjate, cómo no van a ser clásicos. Pero hay cierta condescendencia en el mundo académico al referirse a ellos, como si fueran clásicos de segunda división. Como si ser adulto supusiera tener que renegar de esos libros que nos convirtieron en ese mismo adulto.
Pero esto no sucede en todos los sitios. En el mundo anglosajón estos géneros gozan de cierto prestigio, al igual que sucede, por ejemplo, con la literatura infantil. El orgullo que sienten ingleses y estadounidenses por su literatura fantástica —que no fantástica literatura, aunque también— se nos queda a los españoles un poco lejano entre otras cosas porque Cervantes se encargó de dejarnos claro que los libros con dragones y magos son cosas de gente loca. Lo que es una lástima, porque por culpa culpita de ese prejuicio nos perdemos algunas obras maestras de la literatura que llevan tiempo haciendo las delicias de los que no tienen tantos miramientos hacia la verosimilitud de lo imposible.
En lo que sí estaría de acuerdo Cervantes es en que, al menos una vez en la vida, hay que leer una novela de piratas, y la de Robert Louis Stevenson es la madre de todas ellas. No la primera, claro. Ya en la literatura de la antigua Grecia los piratas hacían sus primeros pinitos. Pero La isla del tesoro contiene casi todo lo que se nos pasa por la cabeza cuando pensamos en este tipo de novelas: un cofre con doblones de oro, un mapa del tesoro, barriles para esconderse dentro de un barco, piratas con cuchillos entre los dientes, piratas abandonados en islas desiertas, piratas cojos con loro en el hombro… Y, por supuesto, mucho ron, ron, ron, la botella de ron.
Pero si es lo de siempre, ¿para qué leer el libro si ya nos lo sabemos? Qué preguntas, oiga. Pues porque este es el original. Y cuando decimos original no nos referimos al más antiguo, que ya hemos dicho que no lo es, sino almás genuino. Dejemos ahora a un lado el hecho de que los ingleses se beneficiaron en muchos casos del pillaje marítimo. Quedémonos en que, por lo general, los piratas siempre habían sido los malos del cuento. Y entonces llega Stevenson y nos presenta a Long John Silver, alguien de quien huiríamos en la vida real pero hacia quien, como personaje literario, es imposible no sentir fascinación. Y esto es así porque el mismo Stevenson no tenía muy claro que la sociedad a la que pertenecía fuera su opción de vida preferida.
by J. Davis,photograph,circa 1891
Robert Louis Stevenson y familia en la isla de Upolu en Samoa. Fotografía: DP
Criado en la rigidez victoriana del siglo XIX, nuestro autor mandó a hacer puñetas los planes de su padre de heredar la empresa familiar y se marchó a California con una mujer casada (oh, qué escándalo). Stevenson sufría de una salud tirando a regular y cuando los médicos le recomendaron un clima más cálido se lio la manta a la cabeza y se trasladó a Samoa, donde pasó el resto de su vida y fue enterrado, casi en las antípodas de su Escocia natal.
¿Por qué nos interesa esto para recomendar la lectura de La isla del tesoro? Porque, como sucedía en muchos de los comentarios literarios de instituto en los que hablábamos del contexto sociocultural del autor y cosas de esas, la vida de Stevenson está muy relacionada con su obra. En sus páginas se respira el deseo de huir de un mundo estable pero aburrido de solemnidad mientras se sopesa la dualidad del bien y el mal como parte esencial e indivisible del ser humano. Es lo que sucede con Long John Silver y en mayor medida con la otra gran novela de Stevenson: El extraño caso del doctor Jekyll y el señor Hyde.
Pero no se trata de leer un libro tan solo porque su autor tuvo más huevos que nosotros, pobres almas grises que preferimos la comodidad de nuestra rutina y el olor de nuestras colchas. La isla del tesoro debería leerse y releerse porque, ya lo hemos dicho, es una de esas novelas que con los años va descubriendo nuevas capas de lectura. Se podrían clasificar las etapas de la vida de una persona a través de sus percepciones de dicha novela a lo largo de los años.
Qué demonios. No es que se pueda hacer esa clasificación, es que de hecho vamos a hacerla ahora mismo.
El momento ideal para leer La isla del tesoro por primera vez es de niño, a los diez o doce años. Nuestra mirada inocente se parece mucho a la de Jim, el protagonista, al principio del libro. Descubrimos la trama con él con su misma fascinación, y cuando él pisa por primera vez las tablas de La Hispaniola queremos estar allí y escondernos en ese barril para escuchar una conversación terrible. Y sabemos —porque a los diez años las cosas no se imaginan sino que se saben— que algún día seremos nosotros los que pilotaremos ese barco para navegar por el inmenso mar que es la vida que aún tenemos por delante.
La segunda lectura es la del adolescente impetuoso, que encuentra irresistible que Jim sea el héroe que lo soluciona todo. Jim se escapa, Jim roba el barco a los piratas, Jim se nombra a sí mismo capitán de La Hispaniola. ¿A quién le importan entonces las opiniones de Livesey, Smollett y Trelawney, que son los típicos adultos al mando que no saben nada del mundo real?
En torno a los veinte años nos sentimos iluminados por la oscuridad de la novela. Es ahí cuando se desvela nuestra bella e incomprendida atracción hacia los malvados. Long John Silver, el taimado y peligroso cocinero, se nos aparece como un renegado, un rebelde astuto y encantadoramente manipulador. ¿Cómo no amar a alguien con semejante afán autodestructivo?
Rondando los treinta reflexionamos sobre la relación con nuestros padres, cuánto de ellos hay en el adulto que somos y cómo nos las apañaremos si algún día llegamos a tener hijos. Si en ese momento releemos La isla del tesoro lo que más llamará nuestra atención será el darnos cuenta de que Jim, huérfano de padre, siente más afinidad hacia Silver que hacia el resto de las otras posibles figuras paternas del libro. Algunos incluso sonreímos con emoción cuando vemos que esa afinidad es mutua, y que la admiración que Silver siente hacia Jim es tan peligrosa como sincera.
A los cuarenta, el poco tiempo libre que nos concede la paternidad nos hace soñar en secreto con escapar y gozar de ese mundo en libertad que sabemos que ya no será parte de nosotros sin dejar a alguien en la estacada. Es el momento de desempolvar nuestra novela de piratas favorita para degustar el hermoso canto a la soledad que encierra el libro: frente a la ruidosa multitud de la tripulación, frente a los motines, luchas y explosiones, Jim es un héroe que resuelve las cosas a solas. Y así, más de un cuarto de siglo después de haberla leído por primera vez, seguimos sintiendo un poco de envidia ante la euforia de Jim con su recién estrenado mando de capitán y cómo su conciencia, que antes le había recriminado por su temeridad, había enmudecido ante la gran victoria que había supuesto.
Llegan los cincuenta y al echar la vista atrás nos preguntamos qué podría haber sido de nosotros si hubiéramos tomado un camino distinto en ese jardín de senderos que se bifurcan al que nos gusta llamar vida. ¿Qué habrá sido de aquellos amigos a los que abandonamos o que nos abandonaron, aquellos a quien un día consideramos miembros imprescindibles de la tripulación de nuestro día a día? Ahora que las energías ya no son las mismas y no nos sentimos con las fuerzas necesarias para lanzarnos a alta mar, algunas noches nos da por pensar que si tuviéramos una segunda oportunidad haríamos las cosas de otro modo. Y entonces recordamos a Ben Gunn, el pirata abandonado por los suyos en una isla desierta que consigue redimirse a lo largo del libro.
A los sesenta creemos conocer, al menos de oídas, todo lo que merece la pena conocer. El mundo es de una forma determinada que hemos moldeado según nuestra propia experiencia y la llegada de los nietos nos ayuda a renegar de la temeridad de Jim y de la maldad retorcida de Silver. Nuestro héroe ahora es el doctor Livesey, cuya mezcla de serenidad y rigor incluso en los momentos más peligrosos es el único modo posible de solucionar cualquier problema en nuestro entorno más cercano.
A los setenta, la juventud ya no es un divino tesoro sino un país lejano y diminuto al que miramos con simpatía y algo de condescendencia. Es el momento, sin embargo, de recordar las pasiones auténticas de la adolescencia, cuando aún no sabíamos nada de la vanidad del mundo y sus placeres. Será entonces cuando mejor apreciemos que Jim sea el único personaje al que le interese más la aventura que el oro y que ni siquiera le emocione la posibilidad de ir a buscar el nuevo tesoro del que se habla hacia el final del libro.
A los ochenta tenemos la total certeza de que la vida es ante todo un viaje. La isla del tesoro es una lección de vida que comienza con un niño descubriendo un mapa misterioso y termina con ese mismo niño, ya hombre, que ha luchado contra el mal, contra el bien y contra sí mismo. Ha sido un proceso de aprendizaje completo tras el que solo queda descansar con la satisfacción de haber hecho lo que siempre quisiste hacer. Y con la modestia de Jim, que nunca presume de sus hazañas.
A los noventa, puesto ya el pie en el estribo, la vista nos escasea y hay días en que las manos apenas pueden sujetar con fuerza el bastón en que nos apoyamos. Tras perder a mucha gente en el camino los personajes ya no nos parecen tan importantes como la descripción del mundo que ya no podremos conocer. Hemos vivido el amor y la derrota, el desencanto y la esperanza y quién sabe si a pesar de ello o como una consecuencia lógica sabemos que el mundo es un lugar extraordinario que pese a todo ha merecido la pena. La Hispaniola ya no es sinónimo de aventura sino el barco en que haremos nuestro último viaje mientras nos dejamos fascinar por la belleza de la luz del sol y sus matices infinitos.
Por supuesto, esto es solo una propuesta de lecturas y relecturas. No nos cansaremos de decir que todo clásico tiene tantas interpretaciones como lectores, así que disponen ustedes de toda una sección de comentarios esperándoles para que aporten las suyas.
AYUDA PARA VAGOS Y MALEANTES:
Si aún así se atreve a reincidir en el pecado abominable de no leer a Stevenson, recuerde que tiene a su disposición una buena cantidad de versiones. Las múltiples adaptaciones cinematográficas de La isla del tesorosuelen ser conocidas por el actor que daba vida a Long John Silver. Es el caso de la de Orson Welles en 1972 y la de Charlton Heston para televisión en 1990, con cameos incluidos de Christopher Lee y Oliver Reed, entre otros. Pero si quieren ver algo divertido y apasionante al mismo tiempo, no se pierdan la versión de los teleñecos con Tim Curry (sí, el payaso terrorífico de It) como Silver. Puede parecer poco serio recomendar esta versión, pero es bastante más interesante que El planeta del tesoro, versión sci-fi de Disney.
Si es usted de los que disfrutan con lo que pasó antes o después de la historia, está de suerte. Dado el tremendo éxito de su novela, el propio Stevenson escribió otros textos con algunos de los personajes, y poco después de su muerte ya comenzaron a aparecer secuelas y precuelas. Una secuela contemporánea a la que merece echar el ojo es Retorno a la isla del tesoro, escrita en 2012 por Andrew Motion en la que el hijo de Jim y la hija de Silver buscan el tesoro que no fue encontrado en el libro original. En cuanto a precuelas, una cita ineludible es Black Sails, una serie de 2014 con el capitán Flint como protagonista y en la que Silver es un jovencito recién enrolado en su tripulación.
Pero si lo que quieren es volver a sentirse niños, nada como revisar esta serie de animación japonesa de 1978.
Por una vez, y sin que sirva de precedente, no diremos aquello de «qué envidia me das» si no han leído jamásLa isla del tesoro: cualquier lectura de la novela que no hayan hecho es algo que ya se han perdido para siempre. Pero aún están a tiempo. Corran a buscarlo y prepárense para realizar, literalmente, el viaje de su vida.