domingo, 14 de enero de 2018

"La fecundidad de lo mundano, o cómo Proust inspiró a Sorrentino" por Andrés Galán


Ahora que se acaba de estrenar la nueva serie de Paolo Sorrentino (The Young Pope, 2016) muchos somos los que ante el abismo inicial que, por norma general, abren las películas del director italiano, hemos sentido la necesidad de recurrir a comparativas inútiles que sirvan de asidero a la hora de emitir un juicio acerca de lo visto y oído. Pero las películas de Sorrentino, ya sea por su condición de obra de arte cerrada y misteriosa, ya sea por su condición de fraude mayor (esto depende del talante del espectador), aparecen refractarias a la taxonomía. El espectador que se enfrenta a The Young Pope está perdido y, a todas luces, esa confusión probablemente provenga de la incapacidad del espectador para emitir con ligereza el postrero juicio de gusto. Por eso, lo habitual entre algunos aficionados al cine es recurrir a la que hasta hoy, es la película más célebre del director (La Grande Bellezza, 2013), en lo que se muestra como un perezoso ejercicio de odiosas comparaciones. Aquella, aunque repleta de símbolos y misterios, consiguió una unanimidad de la que, hasta donde sabemos, la serie todavía no goza.

Gep Gambardella, el flâneur protagonista de La Gran Belleza, tenía mucho de personaje proustiano. De hecho, si en algo se asemejaba al autor de Á la recherche du temps perdu era en la querencia que éste mostraba por la mundanidad. Me explico: Marcel Proust fue durante la mayor parte de su vida un derrochador. Un especialista en perder el tiempo. Casi todos los biógrafos coinciden en describir al novelista como un individuo de existencia banal, aficionado al chisme y la fiesta de sociedad. Proust es un joven de familia pudiente (a decir verdad la madre del escritor era inmensamente rica) que no tiene que preocuparse por el sustento ni por el qué será de mí. De hecho, el escritor dilapida la juventud entre eventos ceremoniosos en el Ritz cuando no deambulando por salones de Pasos Perdidos. Conoce y es ampliamente conocido por casi todas las princesas de París, a quienes obsequia con halagos y ostentosos ramos de flores. Gambardella, que también lleva años coqueteando con la rancia y decadente aristocracia romana, tiene el privilegio de pasearse por los palacios nocturnos de la ciudad eterna gracias a este talento innato para la zalamería y la palmadita en la espalda. Sin embargo, y a diferencia de Gambardella, el embrujo desplegado por el joven Proust no es, en el fondo, otra cosa que una capacidad desarrollada a fuerza de necesidad. La débil salud que lo acompaña hasta el final de su vida, hace que el escritor adquiera no pocas habilidades en el arte del saber estar.

Como enfermo crónico que es, lo único que puede hacer un burgués sin oficio ni beneficio del calibre de Proust, es zascandilear y reverenciar. Y sin embargo, muchos nobles de jeta arrugada y traje impecable se preguntarán todavía quién demonios es el jovencito pomposo y amanerado, no demasiado agraciado, que aparece todas las noches en las fiestas de esta aristocracia crepuscular. André Gide reconocerá años más tarde que rechazó el primer manuscrito de En busca del tiempo perdido en parte, por la mala impresión que le había causado Proust durante aquellos años. Nadie sabe, empero, que la enfermedad que padece este niño de papá, expresada en los constantes ataques de asma que le desgarran el pecho desde la niñez, lo ha empujado a desarrollar un extraordinario talento para la observación. Y es que un rasgo fundamental lo diferencia del resto de millonarios que cada noche bostezan víctimas del taedium vitae; de madrugada, y ante la imposibilidad de conciliar el sueño, Proust rellena cuartillas enteras en las que apunta todo lo visto y oído. Sin saberlo, está dando forma a la gran obra sobre la Nada que Gambardella siempre quiso escribir. Pero a principios del siglo pasado, todavía se ignora la influencia que Proust va a ejercer en la literatura y el pensamiento filosófico posterior. Deleuze y Adorno dedicarán varios ensayos a esas cuartillas garabateadas que se amontonan rápidamente en la habitación del Boulevard Haussman donde Proust se recluye durante los últimos años para dar forma a la catedral literaria por la que hoy es recordado. La transformación es total. De pronto, el que antes fuese considerado el gran vividor, el niño mimado de papá, artista mayor en el arte de la procrastinación, se convierte de la noche a la mañana, y dominado por un espíritu de fuego, en el novelista francés más importante (con permiso de Céline) del siglo XX.

No hay nada que hacer contra quien adopta este giro copernicano de la literatura. El rey de los mundanos exprime al máximo el poco tiempo que le queda y, poseído por un atávico espíritu de la creación, ordena a su ama de llaves cubrir las paredes de corcho a fin de no ser distraído de la gran empresa que lo convertirá en inmortal. Atrás quedan ya las fiestas y el pavoneo ridículo. Atrás quedan los escarceos homosexuales con chaperos inmundos del centro de París y el coqueteo con princesas venidas a menos. Marcel Proust, el famoso rey de los mundanos, acaba de meterse en la cama, salvoconducto que lo situará en el olimpo más alto del arte; en el panteón de los divinos artistas. Desde allí ordenará y dará forma a las miles de notas recogidas durante estos años de mundanidad. En busca del tiempo perdido es, en parte, un retrato de la trasnochada aristocracia parisina, pero no solamente eso. Por sus páginas, salpicadas de una ya célebre prosa serpenteante y acróbata (en el colegio, el joven Proust solo destacó en Lengua, donde sus redacciones llamaban la atención por las largas oraciones), se despliega todo un aprendizaje constituido a partir de la interpretación de los signos. Así, al menos, lo considera el filósofo francés Gilles Deleuze, para quien el texto proustiano se revela como un aprendizaje consistente en “interrogar vivamente los signos”.

¿Pero qué quiere decir Deleuze con “interrogar a los signos”? En Por el camino de Swann, primero de los libros de Á la recherche… su protagonista inicia un amplio recorrido por las contradicciones, ambigüedades y decepciones del cortejo amoroso. Este camino por el que Swann irá entretejiendo las ideas que, acerca del amor, tendrá el hombre de madurez, es un sendero que aparece salpicado de signos codificados. La vida se manifiesta más o menos de este modo, y, en cierto sentido, todos somos un poco Swann cuando de lo que se trata es de desgranar el significado de determinados gestos o acontecimientos. El enigma del mundo aparecerá encarnado en el personaje de Odette, la cocotte de quien Swann se enamora. Decía el filósofo Arthur Schopenhauer que los primeros cuarenta años dan el texto, los siguientes treinta: el comentario. En el caso de Swann, la relación que éste establece con Odette, construida a partir de desavenencias, desaires y falsas promesas, es como ese intrincado texto de bachillerato ante el cual el alumno poco habituado a la lectura está inerme. Mediante este aprendizaje de los personajes, convertidos de sujetos ingenuos a intérpretes por necesidad, Proust va elaborando un bellísimo y profundo texto donde la forma y el contenido se funden para solidificar en obra de arte.

¡Quién iba a sospechar que aquel medio judío, tan elegante como insulso, el cual casi se deja matar en duelo tras unas acusaciones de homosexualidad, estaba gestando la que sería una de las obras literarias más importantes del siglo XX! ¡Cómo el genio artístico puede alojarse en individuos tan remotos! ¿Acaso era Proust un snob o, del mismo modo que Gep Gambardella, solo asistía a las fiestas de sociedad empujado por una misteriosa morbosidad? La misma morbosidad que lo lleva a no perder detalle de todo lo que acontece entre bastidores; los signos ¡otra vez los signos! La diferencia entre Gambardella y Proust es direccional. Mientras el primero escribe su gran novela durante la juventud para después perderse en el decrépito pero hermoso territorio de la mundanidad, Proust malgasta los primeros treinta años de su malograda existencia para después comenzar el comentario al que hacía referencia Schopenhauer. Pero el escritor francés sabe que no dispone de mucho tiempo. Tiene la certeza del enfermo crónico, ése que presiente la fosa oscura en la que finalmente pasará la eternidad, aquella que lo empuja a trabajar con una inquietante laboriosidad antes de que la enfermedad se lo lleve por delante. El 18 de noviembre de 1922, Marcel Proust muere en París víctima de una neumonía. Años más tarde, un joven napolitano fascinado con el cine y la literatura, de nombre Paolo Sorrentino, leerá el extenso comentario de texto que, sobre la vida y todo lo que ésta contiene (amor, celos, arte, literatura, muerte…), dejó escrito el autor a quién André Gide no quiso publicar. Luego piensa: «Un día tengo que hacer una enorme película sobre la Nada. Su protagonista, del mismo modo que Proust, será un mundano destinado a la sensibilidad. Un mundano destinado a convertirse en escritor».

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