viernes, 13 de febrero de 2015

Aventuras previas al Carnaval


No había solución. Su vida se estaba convirtiendo en una película cómica y él no hacía nada por rectificar. La noche de carnaval le dio la última pista, la definitiva: en el pueblo vecino solo había disfrazadas 5 personas. Se había equivocado. No era ese el día grande. De todas formas, se empeñó en seguir con el traje de gorila, a pesar del sofoco y de haberse caído tres veces. La noche promete, se dijo. Lo inesperado es lo que mejor sale, se dijo. Hay que aprender a sufrir para socializarse, se dijo. Nadie se le acercaba porque no había ya nadie por la calle. Los churreros echaban la lona y los tiovivos apagaban las luces. No se dio cuenta de su soledad hasta que se dio de narices contra la puerta cerrada del último bar. Bien, había que volver a casa. No siempre se triunfa, se dijo. Se sacó la cabeza de gorila y se remangó el cuerpo. Subió en el coche y se rindió. Solo estaba a quince minutos de casa, pero la niebla puñetera duplicó el tiempo del viaje. Al llegar a su calle, unos ladridos lo alteraron. Vio a través del retrovisor, corriendo entre la noche, dos mastines enormes. Perseguían su automóvil. Llegó a casa, aparcó y uno de los perros asomó la jeta de lobo tras el cristal del copiloto. Por fortuna estaba subido. El otro animal se tumbó justo delante de la puerta de su edificio. Maldijo su mala suerte, aunque pensó que peor habría sido llegar hasta allí a pie como solía hacer cuando salía por el pueblo. Esperó con la confianza de que los perros se irían de allí, pero no. Pasaron diez minutos eternos. Los mastines se tumbaron y bostezaron. Lo más seguro es que no muerdan, se dijo. Pero no puedo arriesgarme, se dijo. Eran las dos de la mañana, buena hora para los valientes. Arrancó el coche con la intención de que lo siguieran. Uno de ellos volvió a rugir. Aquello no podían ser ladridos. Lo vio correr tras el coche a través del retrovisor. Aparcó frente a su casa de nuevo. El otro mastín seguía tumbado ante la puerta y el que corría se acostó junto a él. No hay nada como las noches de carnaval, se dijo. ¿Por qué me pasan a mí estas cosas?, se dijo. Los perros lo observaban entre divertidos y somnolientos. Reclinó el asiento para dormir. No tenía valor para salir, ni esperanza de que se fueran. Hacía frío, a pesar del pelo del disfraz. Tomó una determinación, como todas las de esa noche, muy inteligente: huyó hacia su otra vivienda a 120 kilómetros de allí. Durante el viaje, no paró de entornar los ojos para ver entre la niebla los límites de la carretera. De vez en cuando, soltaba una mano del volante para rascarse la barriga. El disfraz de gorila engordaba chinches de buena crianza.
Mañana, cuando cuente esto, nadie me va a creer, se dijo. Mejor no lo cuento, se dijo. Que lo cuente Stephen King o Francisco Ibáñez, se dijo. Para Kafka aún no estoy, se dijo, tampoco para los Monty Python, pero todo se andará.      

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