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viernes, 5 de mayo de 2017
"El Gambitero" 2017
domingo, 30 de abril de 2017
"La interdisciplinariedad en aforismos" por Jorge Wagensberg
Cuando un avión rompe la barrera del sonido se observan unas
magníficas ondas de choque. Ante un espectáculo así uno no puede dejar de
penar: esto tiene que servir para algo más (lo mismo le pasó a Newton con la
manzana). Y en efecto, de esta idea surge otra gran idea, nada menos que la de
eliminar las dolorosísimas piedras en un riñón sin necesidad de recurrir a la
cirugía. Tengo la fantasía de que un piloto de caza se estaba tomando una copa,
como todos los viernes, con un amigo urólogo. Mientras el médico se lleva el
vaso a los labios, el militar presume describiendo su experiencia. Ha visto con
sus propios ojos cómo ciertos materiales se desintegraban sin que ningún otro
objeto los tocara siquiera. El whisky con hielo se detiene en un punto a medio
camino entre la mesa y sus labios: ¿Puedes repetirme eso? ¿Qué dices que has
hecho? ¿Qué dices que has visto? Naturalmente, la aeronáutica de guerra y la
formación de piedras en un riñón son dos disciplinas bien distantes y los
resultados de una no se pueden secuestrar directamente. Solo las ideas en bruto
tienen licencia para sobrevolar la frontera, lo que en ningún modo ocurre con
las conclusiones elaboradas. Por ello al médico no se le ocurrió atar a sus
pacientes al morro del avión de su amigo. Lo que hizo fue tomar la idea
prestada para iniciar con ella una investigación interdisciplinaria. Hoy la
litotricia extracorpórea por onda de choque es un tratamiento no invasivo que
ahorra riesgos, dolores e incomodidades. También es una prueba de la
trascendencia que puede llegar a tener el hábito de tomarse una copa con los
amigos de vez en cuando.
1. La realidad no tiene la culpa de los planes de estudios
que se acuerdan en escuelas y universidades.
2. Para cambiar de disciplina agítense las ideas, los métodos y
los lenguajes.
3. Disciplina: conjunto de ideas, métodos y lenguajes para
comprender un pedazo de realidad.
4. Nada hay más interdisciplinario que la propia realidad.
5. El pulpo mimético de Indonesia (Thaumoctopus mimicus) tiene
talento interdisciplinario, multidisciplinario, pluridisciplinario y
transdisciplinario, lo que le permite, si conviene, hacerse pasar por hasta 15
quince especies distintas.
6. Interdisciplinariedad: práctica en la que ciertos vicios son
virtudes: intrusismo, promiscuidad, dispersión…
7. ¿Qué hacer? Comprender (no tenemos nada mejor que hacer).
¿Comprender qué? Comprender la realidad (no tenemos nada más a mano).
8. Las disciplinas se pueden reproducir por simple contacto
físico.
9. Las aulas universitarias son disciplinarias, sus cafeterías
interdisciplinarias.
10. El límite de la hiperespecialización (saber todo de nada) es
tan grotesco como el de la hipergeneralización (saber nada de todo).
11. Comprender cómo se las arregla un pez para nadar requiere
nociones de zoología, etología, anatomía, fisiología, evolución, mecánica,
hidrostática, hidrodinámica, ingeniería…
12. El especialista ahorra energía a costa de aceptar un riesgo
mayor frente a la incertidumbre (el osito koala solo come eucaliptus).
13. El generalista despilfarra energía para enfrentarse a un
riesgo menor frente a la incertidumbre (la rata come cualquier cosa).
14. Solo existe un lugar en el que lo interdisciplinario pierde
todo interés: en un bosque con más árboles que ramas.
15. El conocimiento interdisciplinario avanza a golpe de
concentración y de dispersión.
16. Es tan difícil encontrar humor en un buen poema como no
encontrarlo en un buen aforismo.
17. La pureza es una mezcla de referencia.
18. El conocimiento avanza por las costuras de sus disciplinas.
19. El gran interés de la conversación interdisciplinaria se da
cuando sus interlocutores no ignoran lo mismo.
20. En 1865 Maxwell integra el magnetismo, la electricidad y la
óptica en una sola disciplina: el electromagnetismo; en 1905 Einstein integra
la mecánica, la termodinámica y el electromagnetismo; hoy esperamos unificar la
física cuántica y la gravitación… o la irrefrenable tenencia politeísta del
conocimiento científico.
21. Dedicarse a una sola disciplina es como hablar un único
idioma: empequeñece la realidad.
22. La mera existencia de la ética y la estética obliga a que
cualquier otra disciplina sea interdisciplinaria.
Tarados en Alcalá de Henares y la sombra de Cervantes
Tengo la fea costumbre de salir a correr por las mañanas cuando visitamos cualquier ciudad. Lo suelo hacer temprano y casi siempre en días de fiesta, con lo que me recreo con las calles desiertas y el sol de estreno que devuelve el sosiego después de noches de ajetreo y regocijo. Son pocos los ejemplares con los que me encuentro y no suele ser gente que se muestre muy normal, salvo si les acompaña un perro o si proceden de China o de cualquier otro país oriental. Me explico. Las criaturas con las que me topo, cuando el sol es un infante y el empedrado está recién regado, no tienen apariencia de ser convencionales. Hoy mismo, he salido a las nueve y me he dado con un joven que llevaba un periódico viejo en la axila. Hablaba solo. También me han salido al paso un viejo que con una vara señalaba al infinito y una señora con un carro de supermercado en el que llevaba a su gato paralítico. De los señores con perro y de los chinos ni hablamos. No me ha extrañado en absoluto este escaparate de excentricidades. Al contrario, es lo habitual. Probad a salir en cualquier ciudad en un día festivo a esas horas de la mañana.
El atractivo del día me lo proporcionaba la ciudad, Alcalá de Henares, el lugar que vio nacer a Cervantes. No, no es un sitio cualquiera. Aquí los locos tienen su pedigrí. Uno puede identificar a los tarados con personajes del autor de La Galatea. El joven temeroso con el periódico en el brazo que le habla a la facultad de Filosofía es el licenciado Vidriera. No cabe ninguna duda. Sale a la calle solo, cuando nadie lo puede rozar, cuando no hay peligro de que lo quiebren, porque su naturaleza de vidrio corre peligro entre las multitudes y entre el trajín de los autobuses de línea. El viejo que apunta a la luna con su vara es el sabio Frestón, el que hizo desaparecer de la biblioteca de don Quijote todos los libros de caballerías. Y la señora del carrito quién es: Maritornes, no. Ella no llevaría a un perro en el morral. Tampoco Quiteria, la prometida de Camacho y amante de Basilio. Ni la condesa. No había tan buena voluntad en ella. Tengo que volver sobre mis pasos para escrutarla. Ahí está su rostro cuarteado y su esputo de ferroviario. Ya lo tengo, es el cura amigo de don Quijote, vestido de doncella. Sí, de la misma guisa que cuando intentó devolver a su aldea al loco desmigado.
No, no hay ninguna criatura a estas horas que goce de buena salud a no ser que lleve un perro de la traílla o sea chino. Eso es evidente. Tampoco yo estoy muy bien, lo vengo notando desde hace unos años, desde que veo en los rostros de los transeúntes las imágenes de los libros. En fin, paciencia y barajar.
sábado, 29 de abril de 2017
"Quieren tradición" por Antonio Muñoz Molina
El letrero aparecía en un lugar prominente en cuanto se entraba en
la página web del periódico, con esa pulsación de apetencia ansiosa que gusta
tanto a los publicitarios: “Quiero tradición”, “Quiero Semana Santa”. Era un
anuncio turístico de la Xunta de
Galicia, pero cuando esas dos frases aparecían sin previo aviso era
también una afirmación de visceralidad muy propia de estos tiempos: por una
parte, la visceralidad de los deseos urgentes del consumo; por otra, la del
apego a lo propio, a lo originario, y en último extremo a lo religioso, en su
versión más exterior y contrarreformista, más enraizada en el predominio de
tantos siglos de la Iglesia católica sobre la vida española, a costa siempre
del pluralismo político y la soberanía de los poderes públicos.
Cuando yo era joven la palabra “tradición” tenía un sentido
negativo para las personas progresistas, porque venía asociada a lo peor de
nuestra historia. Tradición significaba dictadura, oscurantismo, conformidad
con lo establecido, atraso. Tradición eran los coros y danzas y los tronos de
Semana Santa custodiados por la Guardia Civil en uniforme de gala y los
quelonios franquistas desfilando lentamente junto a los clérigos en las
procesiones. Tradición era el reverso de todo lo que ansiábamos: era el apego a
lo peor del pasado, y lo que nosotros queríamos era el porvenir; era el
fanatismo de lo autóctono, cuando nosotros aspirábamos a que nuestro país se
abriera al mundo y abrazara las libertades que eran comunes más allá de nuestra
frontera; tradición era borrar la historia real y sustituirla por fábulas
patrioteras de conquistas gloriosas y resistencia al enemigo exterior;
tradición era identificar lo español con lo católico.
Queríamos, y algunos de nosotros lo queremos aún, romper con
aquellas tradiciones escleróticas para adherirnos a la gran tradición ilustrada
de la libertad de expresión, el pensamiento crítico, el debate abierto y libre,
el gobierno de las mayorías, el imperio de la ley, el respeto y la protección a
las minorías y a los derechos individuales. El laicismo y la educación pública
estaban arraigados desde hacía al menos un siglo en otros lugares del mundo,
pero para nosotros, en los años setenta del siglo pasado, eran reclamaciones
urgentes, sueños que parecían más prácticos precisamente porque se
correspondían con lo habitual en otros países.
Hace 40 años justos, en el gran clamor festivo de las primeras
elecciones libres, todo esto parecía accesible. Ahora comprobamos, no sin
desolación, que en gran parte seguimos en las mismas, con la diferencia de que
ya no hay ninguna fuerza política ni medio de comunicación que reivindique
abiertamente los ideales ilustrados y laicos, y de que defenderlos a cuerpo
limpio se ha vuelto más difícil y más arriesgado que en cualquier otro momento
de las últimas décadas.
Viajo por Andalucía y una lectora veterana me recuerda artículos
que yo publicaba en la edición regional de este periódico hace más de 20 años,
cuando la dirigía Soledad Gallego-Díaz. En esa época los socialistas llevaban
gobernando en España y en Andalucía más de 10 años (en Andalucía eso no ha
cambiado). Yo solía escribir aquellas columnas en un estado de estupor que con
frecuencia se convertía en abierta indignación. Me causaba estupor y me
provocaba cada vez más indignación que las tradiciones más decrépitas del
folclorismo y el oscurantismo, en vez de disiparse poco a poco, cobraran más
fuerza que nunca convertidas ahora en rasgos obligatorios de una identidad
andaluza inventada a toda prisa, e impuesta por la televisión oficial con un
gasto de dinero público que se escatimaba para tareas de verdad necesarias,
como la dignidad de la enseñanza pública. Me parecía inaceptable que por
beatería, conformismo o cinismo electoral las autoridades democráticas
desfilaran en las procesiones de Semana Santa con la misma reverencia con que
lo habían hecho los mandamases franquistas. Mi lectora se acuerda de un
artículo que publiqué en 1996, Andalucía
obligatoria. Lo escribí al enterarme de que entre los cursos de
capacitación del profesorado que programaba la Consejería de Educación de la
Junta había uno consagrado al “espíritu rociero”. Nunca he escrito nada que
provocara reacciones
más agresivas. Eran tiempos anteriores a las redes sociales, pero ya
abundaban las unanimidades ultrajadas: el periódico publicó una carta furiosa firmada
contra mí por sesenta y tantos usuarios de los cursos de espíritu rociero,
entre ellos un obispo.
Han pasado 21 años desde entonces. Hay cosas que uno escribe y que
aspira a que puedan durar, en la medida incierta en que duran las cosas
humanas. Hay otras que preferiría que se quedaran obsoletas, que sirvieran si
acaso para atestiguar rebeldías que lograron sus objetivos, causas dignas que
ya no es preciso seguir defendiendo. Viajando por Andalucía y escuchando a
personas razonables que me dicen en privado lo que ya no se atreven a decir en
público y ni siquiera en voz muy alta, me doy cuenta de que lo más triste de
todo no es que un artículo escrito hace más de 20 años siga teniendo
actualidad: es que las cosas, en Andalucía y en cualquier otro sitio de España,
probablemente han ido a peor. Lo que hace 20 años fueron unas cuantas cartas al
director y algunos anónimos enviados por correo sería ahora un acoso asfixiante
en las redes sociales. En 40 años de democracia no ha arraigado ninguna de las
tradiciones democráticas que hubieran debido sembrarse desde del principio.
Para lo que ha servido el paso del tiempo ha sido para fortalecer prejuicios,
no para suavizarlos o borrarlos. En vez del pensamiento crítico, que por
naturaleza es individual y tiende a la disidencia, se han fomentado las
adhesiones irracionales a lo unánime. Cuanta menos historia se enseña y mayor
es la ignorancia del pasado inmediato, más fuerza tienen los orgullos
identitarios: cuanto más sagrada es una tradición, más innecesario y hasta
peligroso se vuelve el conocimiento verdadero. Sociedades clientelares y
estancadas que necesitarían el flujo vivificador de la crítica y el debate
abierto se sumen en una conformidad paralizadora, muy adecuada para el
mantenimiento de privilegios sociales y hegemonías políticas, en un miedo al
arcaico “qué dirán” que es tan dañino para la conciencia como para el
despliegue provechoso de las capacidades y las iniciativas que favorecen la
prosperidad. No callar es más arriesgado ahora que en 1996, pero es igual de
necesario; aunque uno sospeche que, visto lo visto, también es superfluo.
sábado, 22 de abril de 2017
"Barroco blanco" por Marcos Ordóñez
Quevedo, hombre de extremos, contradictorio, gran desconocido.
Misógino y adorador de la mujer, místico y tabernario, antisemita que denuncia
la esclavitud de los negros, en uno de los muchos textos que destellan en estos Sueños, tapiz pasionalmente tramado por Gerardo
Vera y José Luis Collado en la Comedia, a partir de los cinco
discursos furiosos y caóticos que el joven poeta dirige contra los “abusos,
vicios y engaños, en todos los oficios y estados” de un Siglo de Oro con pies
de barro, en un clima patrio de decadencia y hundimiento moral. Vera y Collado
se han enfrentado a todo un reto: ceñir la esencia de un personaje inabarcable
y acercarnos a un lenguaje tan alto como arduo sin apoyarse en una trama
dramática, sino pintando una suerte de retrato expresionista, con tonos
cambiantes y continuos saltos temporales. Tiene la función una ambiciosa
voluntad de espectáculo total, músicas espléndidamente seleccionadas (Bach,
Monteverdi, Béla Bartók, Jed Kurzel, cantos árabes), sugerentes audiovisuales
de Álvaro Luna, luz helada y ardiente de Gómez-Cornejo y un espacio abierto,
concebido por Vera y Alejandro Andújar, que recrea un infierno blanco (“el
hombre no puede luchar contra lo blanco, que hace posible todo cuanto pueda
soñarse”) con ecos de balneario a lo Sorrentino,
de quien hay incluso un guiño literal a La juventud.
El viejo Quevedo (Juan Echanove)
amanece en un hospital con la cabeza que va y viene entre los recuerdos de su
caída, el paraíso de su juventud napolitana y el cercano más allá, todo
revuelto y bullente. Echanove está enorme: lo más intenso y conmovedor que le
he visto desde Cómo canta una ciudad (Lorca/Pasqual) y Plataforma (Houellebecq/Bieito).
Notable trabajo físico (ese cuerpo corroído por la sífilis, con los pies
destrozados), poderosa dicción, claro dibujo de un personaje airado y burlón,
alucinado y doliente. Te lleva de la nariz a donde quiere: escucharle alternar
los pasajes de los Sueños, que
hacen pensar en un recontratatarabuelo de Céline, con los sonetos amorosos o
las sátiras censorias es un auténtico regalo. Ferran
Vilajosana es un joven galeno que rechaza y a la vez reverencia
el ingenio de sus demoledoras chanzas al gremio médico. Lucía Quintana tiene un
papel bombón: una enfermera en la que Quevedo cree ver a Aminta, su amor
italiano. En su delirio, él quiere que ella recuerde los poemas que le dedicó,
y así vuelan juntos recitándose esas joyas, culminadas, como no podía ser
menos, con “Cerrar podrá mis ojos”. Y hay un trasluz de Heiner Müller cuando
ella le susurra: “Siempre amé tu parte más deforme”. Sugerencias: creo que a
Echanove no le hace falta subrayar con tono o gesto (en ciertos momentos) la
trascendencia de lo que dice, del mismo modo que Lucía Quintana tiene sobrada
belleza física y verbal como para deslizarse (de nuevo: en ciertos momentos)
hacia una innecesaria zalamería.
Echanove está enorme: notable trabajo
físico, poderosa dicción, claro dibujo de un personaje airado y burlón. El
infierno blanco y algunos de sus habitantes me evocan el teatro de Nieva: a don
Francisco Bis le hubiera gustado esa decadente principessa perfumada
con Eau de Guermantes que sirve con sorna Abel Vitón. En pareja clave
esperpéntica, Antonia Paso es la portera de las zahúrdas y la Envidia (vestida
de amarillo: otro desafío). Óscar de la Fuente, actor de sobrados recursos (ahí
está su matizado Cardenal), sirve un Diablo con zumba y poderío. Ya sé que el
bicho pide desmesura, pero quizás no haga falta acercarla tanto a la del doctor
Frank-N-Furter de The Rocky Horror Picture Show.
Llega luego la Señora Muerte, para que la descomunal Marta Ribera
se luzca con una guadañera carnal, vitalísima, que dice textos redondos y
soberbiamente colocados: me gustó una barbaridad.
Quevedo va a encontrarse ahí abajo con el espectro de don Pedro
Téllez-Girón, duque de Osuna y gran señor de Sicilia, su protector, otro
notable trabajo de Markos Marín, que con similar sobriedad borda el perfil de
don Enrique de Villena, el Nigromante: con ambos sostiene bellos diálogos sobre
el pasado ido y el irremediable declive de la España de los Austrias. Cabe
destacar también la cita con el Desengaño, viejo y ciego pero lúcido, a cargo
de Eugenio Villota (también muy medido como el fiel Montalbán), o el triple rol
de Chema Ruiz: en el infierno será Judas, y el Hombre a secas, desnortado y
amargo, y el esclavo negro mencionado al principio. La escena última es una
preciosidad. Tras la omnipresencia del blanco llega la oscuridad para tintar indumentaria
y lecho del poeta, que muere quijotescamente en brazos de Aminta, y hay que ver
y escuchar a Quintana y Echanove despidiéndose con las más bellas frases de los
sonetos. Vera y Collado parecen tan fascinados por Quevedo que tal vez han
querido meter demasiadas cosas en la bolsa, desbordándola. Algunas podas no le
vendrían mal al texto: creo que ya están en ello. El público, puesto en pie,
aplaude el talento, el riesgo y la entrega de estos Sueños. Y yo me sumo.
lunes, 17 de abril de 2017
"Sueños" de Quevedo en el Teatro de la Comedia
Disfruté la obra de teatro Sueños protagonizada por Juan Echanove el sábado pasado, y la disfruté hasta las heces. Hacía tiempo que no me embebía una representación como lo hizo este engendro de Gerardo Vera y la verdad es que no esperaba, ni mucho menos, tanto como me ofreció. A veces habría que hacer callar a los críticos o simplemente no leerlos. Lo digo en este caso por Javier Vallejo y su reseña en "El País" acerca de Sueños. Cuando salí del Teatro de la Comedia me pregunté entre otras muchas cosas, ¿qué obra vería este señor?, porque sus impresiones no solo distaban de las mías, sino que algunas de ellas parecían sacadas de las propias obsesiones del crítico o de sus prejuicios, pero no de lo que ocurrió sobre las tablas. Se queja Villarejo de que el vídeo de Álvaro Luna no aporta nada y que se debería haber utilizado la palabra de Quevedo en vez de las imágenes. Al haber leído la crítica antes de ver la obra, esperaba que la representación estuviera plagada de vídeos sin medida y sin concierto. Nada más lejos de la realidad: el vídeo aparece poco y con la única intención (y yo creo que muy acertada) de darle una dimensión mágica a las divagaciones oníricas de Quevedo. La puesta en escena, el vestuario, el clima de irrealidad creado en un espacio casi diáfano consigue introducirnos en los oscuros pensamientos de don Francisco y hace plásticas sus obsesiones. Gerardo Vera no solo consigue embarrarnos en una metafísica angustiosa, sino que además la hace de fácil digestión. Es muy difícil (y en esto es en lo poco que estoy de acuerdo con el crítico) plasmar en la escena un material tan complejo como los Sueños y discursos, y todavía más difícil hacer digerible al público actual la prosa densa y conceptista de Quevedo. Es, de hecho, muy complicado, que una obra de pensamiento se desarrolle en las tablas con ligereza y con el interés del público, que se lo pregunten a Unamuno o a Azorín. Y sin embargo, tras la representación, salí convencido de que sí: se pueden representar los pensamientos, las obsesiones, los sueños, la metafísica y hacerlos atractivos al público sin tener que recurrir a la anécdota. La atmósfera creada por el vestuario, la coreografía, la puesta en escena, EL VÍDEO y, sobre todo, el buen hacer de los actores, en especial Juan Echanove (Quevedo), Óscar de la Fuente (diablo y cardenal), Lucía Quintana (Aminta) y Marta Ribera (Muerte), construyen un complejo edificio de obsesiones en el que el espectador asciende y desciende como si fuera uno más de sus pobladores. Se nos invita a profundizar en la idea de la muerte, del amor, de la fama y a chapotear en reflexiones más mundanas sobre el poder, la corrupción, la Iglesia... Todo extraído de las obras de Quevedo y todo bien engarzado por la pericia de José Luis Collado, cuya versión no solo expone una vertiente importante del poeta barroco, sino que, además, amasa sus ideas con el aliño necesario para que se digieran con ajustada ironía. Sí, quizá falta, como dice el crítico, más Quevedo, pero es imposible, en una obra de dos horas reducir el complejísimo mundo del autor barroco. La versión de Collado es limpia, no abandona a Quevedo en ningún momento y es tan compacta como la puesta en escena. El exceso sentimental del final de la obra se compensa con una construcción tan sólida que ni siquiera ese pero lo es.
Un consejo: id a ver esta representación, hacía mucho tiempo que no disfrutaba tanto en el teatro y que no accedía a la "catarsis" con tanta facilidad. Hablamos mucho de ella en la clases de literatura, pero es difícil conocerla de veras. Otro consejo: leed a los críticos después de ver la obra o no los leáis, directamente. O sí, leedlos para luego tener el placer de desdecirlos.
domingo, 16 de abril de 2017
Te negarán la luz en "Sevilla Literaria"
domingo, 9 de abril de 2017
"República" por Manuel Vicent
Este año la República caerá en Viernes Santo. Será un 14 de abril coronado de espinas, azotado por los sayones, paseado entre vírgenes llorosas con el corazón traspasado por siete puñales bajo el sonido de tambores y trompetas de una cohorte de centuriones, guardias civiles y legionarios que llevarán el mosquetón a la funerala. En mitad de la noche alguien lanzará desde un balcón una saeta hacia cualquier Cristo muy llagado que esté doblando la esquina en una peana con muchos faroles y aunque el color morado de algunos hábitos y capirotes de nazarenos será similar al de la bandera republicana, más allá del olor a cera y sebo de los hachones de las tétricas procesiones de Semana Santa seguirán floreciendo las acacias, germinará el trigo, habrá espliego en las montañas y el deshielo creará arroyos entre las breñas soleadas mientras el mar honrará los primeros cuerpos desnudos en las playas del Mediterráneo. La República morirá el Vienes Santo pero muchos esperarán que resucite también al tercer día como lo hacen muchas veces los mejores sueños. Son ya escasos los españoles que vivieron aquella convulsa etapa de nuestra historia. Unos la recuerdan como la puerta que abrió todas las pasiones causantes de la Guerra Civil; para otros será siempre como aquel amor que pudo ser y no fue, el principio de la regeneración, la semilla de la justicia y libertad que no pudo fructificar porque fue aplastada de antemano. De hecho la división de España en dos bandos irreconciliables está instalada todavía en la actitud de amor u odio que se tiene frente a la república. Pero hoy ser republicano consiste, no tanto en luchar por ese régimen, como en elevarlo a una categoría de reserva natural que sirva para purificar la vida pública. Todo consiste en elegir el morado del espliego frente al de los nazarenos encapuchados.
"Gastad en los maestros" por Javier Moreno Luzón
Estos días puede verse en Madrid una espléndida exposición
dedicada a Manuel Bartolomé Cossío, un intelectual de hace un siglo cuya obra
aún nos conmueve. Colaborador de Francisco Giner de los Ríos y heredero suyo al
frente de la Institución Libre de Enseñanza,
Cossío fue un gran historiador del arte que redescubrió el valor de El Greco y
defendió el patrimonio histórico-artístico español. Pero todo su quehacer,
desde los viajes de estudios hasta el interés por los museos o las misiones en
aldeas perdidas, estuvo marcado por su vocación de educador. A su juicio, la
principal tarea de aquel tiempo consistía en sacar a España del atraso, la
ignorancia y el dogmatismo; construir un país desarrollado, a la europea, de
ciudadanos conscientes y libres.
Para institucionistas como Giner,
Cossío y muchos otros, la pieza clave de esa ingente labor se hallaba en el
maestro. Nada se adelantaría en el terreno educativo sin un personal preparado
y reconocido. En una España rural y analfabeta, donde avanzaban las órdenes
religiosas embarcadas en la lucha contra la modernidad, estos liberales
superaron sus prejuicios antiestatistas y se comprometieron con Gobiernos
dispuestos a impulsar la enseñanza pública. Se empeñaron en mejorar los
salarios del magisterio, que pasaron de los municipios al Estado; y también su
formación, con escuelas reformadas, centros experimentales donde probar nuevos
métodos y becas para conocer los progresos extranjeros. Un esfuerzo notable,
aunque insuficiente, que culminó durante la Segunda República.
Hoy vivimos en una sociedad muy distinta, urbana y diversa. El
analfabetismo ha desaparecido, los niveles medio y superior se han expandido y
los profesores, en general, no reciben ya sueldos de miseria. Sin embargo, las
reflexiones de pedagogos como Cossío todavía conservan su vigor. Desde luego,
no se sorprenderían al saber que en Finlandia, ese paraíso didáctico de
nuestros días, el éxito se fundamenta en la consideración social del
profesorado. Y estarían de acuerdo en que la lucha contra la desigualdad que no
ceja requiere la presencia de los docentes mejor equipados en los colegios con
alumnos de menos recursos. La frustración que aquí producen las constantes
reformas educativas se deriva, en buena parte, de la poca participación de los
profesores en su diseño y de su consiguiente falta de compromiso con ellas.
Más aún, los recortes presupuestarios
de la última década han agravado la situación, con aulas sobrecargadas de
estudiantes y escasas de profesores, que además sufren a menudo contratos
precarios. Los recursos para la educación estatal, eje en la búsqueda de la
igualdad de oportunidades, se desvían a la privada, con subvenciones que
favorecen a las clases medias y altas. En las Universidades, las jubilaciones
de una plantilla envejecida no conducen a la oferta de puestos dignos para los
mejores investigadores y docentes, sino a la contratación masiva de asociados
que, mediante un truco leguleyo que les hace pasar por profesionales independientes,
perciben ingresos que rondan el salario mínimo. Con todo ello se pierden
ocasiones de captar talento, que acaba por marcharse, y se degrada el
aprendizaje. Es decir, nos quedamos atrás en la crucial creación de capital
humano.
Las inercias y rigideces corporativas minan los centros. Aún hay
profesores que se limitan a dictar apuntes u obligan a sus alumnos a memorizar
sus propios manuales. Los procedimientos institucionistas, socráticos y
activos, alérgicos a los libros de texto y a la mera instrucción mecánica,
resultarían revolucionarios en numerosas aulas. Mientras tanto, los sindicatos
presionan para cerrar la puerta a la libre competencia en el reclutamiento y a
la evaluación, siquiera interna, de actividades que pagamos todos. No obstante,
ninguna medida obtendrá fruto si no se cuida al profesorado, cuyo maltrato hace
que palabras tan manidas por políticos, rectores y gerentes como excelencia o
modernización suenen a sarcasmo. En términos célebres de Cossío, de 1882,
“dadme un buen maestro y él improvisará el local de la escuela si faltase, él
inventará el material de enseñanza, él hará que la asistencia sea perfecta,
pero dadle a su vez la consideración que merece”. O, como también reclamaba:
“Gastad, gastad en los maestros”.
domingo, 12 de marzo de 2017
"La encrucijada lingüística" por Carlos Mayoral
El lenguaje se bifurca en numerosos caminos, se enreda por páginas
de diccionarios, navega por una sintaxis infinita o disfruta con procesos
morfológicos inimaginables. Eso, tan simple, uno lo empieza a comprender más
tarde. En mi caso, ocurrió el primer día de instituto. En algún barrio de la
periferia, muy lejos de los días azules de antaño. El colegio, atrás ya, se
mantenía intacto en mi memoria, no lo niego. Con esos muros que nadie quiso
saltar y esos jerséis de cuello picudo. Sin embargo, el edificio que ahora
ocupábamos invitaba a la fuga y desabrochaba las camisas, cochambroso, como en
un régimen penitenciario de primer orden. Qué tiene que ver esta extraña
introducción con un texto lingüístico, habrá de preguntarse el lector. Nada,
contestaría el autor, si no fuera porque la primera asignatura que cursó dentro
de aquella cárcel grisácea fue de Lengua.
En la escuela habíamos asistido a las clases de Literatura de la
mano de Teodosia, profesora burgalesa de verbo áspero y seguro, con una
preceptiva férrea que aún hoy recordamos. Era el camino oficialista. Sin
embargo, aquella mañana de octubre apareció por el aula una mujer joven (al
menos, con los parámetros que maneja hoy mi memoria). Marisa, así dijo
llamarse, vestía con unas medias negras y unos zapatos que todavía hoy me
parecen de cristal. No diré que su verbo fuera menos ajustado que el de
Teodosia, quizás todo lo contrario. Digamos que lucía un desparpajo lingüístico
que no se averiguaba en las arrugas del rostro siempre serio de Teo.
Entonces aprendimos que no se habla una lengua sino un código
marcado por una situación, por un lugar, por un instante. Que hay tantas y
tantas formas de corrección. Por eso, decíamos, el lenguaje se bifurca en
numerosos caminos, se enreda por páginas de diccionarios, navega por una
sintaxis infinita o disfruta con procesos morfológicos inimaginables. Han
pasado los años y las puertas lingüísticas siguen abriéndose tanto como
cerrándose las de mi memoria. Por eso, y en honor a ellas, me he propuesto
enumerar casos ambiguos, de los que saldremos por donde decida nuestra
intuición. Opciones lingüísticas que pueden resolverse por varios caminos. Me
pregunto cuál hubieran tomado ellas.
Comillas españolas /
comillas inglesas
«Comillas españolas» o “comillas inglesas”. En este apartado, la
marea parece imparable. El escritor puede decantarse por unas o por otras a la
hora de enmarcar un texto o de reproducir una cita. Pero lo cierto es que la
jerarquía de las comillas inglesas dentro de los teclados informáticos parece
condenar al ostracismo a las siempre dignas comillas latinas, que se pierden
entre caracteres ASCII y textos de otro tiempo.
Según la RAE, la marea de hablantes cultos de «ciertas zonas de
España» que prefieren utilizar la forma «le» cuando el referente es un hombre
ha conseguido que, solo para el masculino singular, el uso de «le» en función
de complemento directo sea aceptado. Por tanto, es tan válido «ayer le vi» como
«ayer lo vi».
Participio regular / Participio irregular
Participio regular / Participio irregular
Hay tres verbos que en la actualidad pueden utilizar tanto el
participio regular como el irregular. Así, has freído las patatas tanto como
has frito, has imprimido tantas páginas como has impreso y te has proveído de
tantos plátanos como te has provisto.
Ir por / ir a por
Otro camino que la RAE tiene la elegancia de dejarnos elegir.
Detrás de un verbo de movimiento (ir, venir, salir), el hablante podrá
inclinarse por omitir o incluir la preposición «a» siempre con el sentido de
«en busca de» («ir a por pan», «ir por pan»).
Saludo español / saludo
inglés
Esto parece Trafalgar, y es que el dominio del idioma inglés
comienza a notarse en distintas fórmulas del lenguaje. Esta, en concreto, tiene
que ver con el encabezamiento en cartas y correos.
La fórmula española consta de dos puntos y mayúscula.
Querido Juan:
Te escribo esta carta…
Mientras, la inglesa elige la coma:
Querido Juan,
Te escribo esta carta...
*Nota: la fórmula inglesa aún no ha sido aceptada por la Academia,
pero domina el escenario práctico.
De 2000 / Del 2000
Otra disyuntiva lingüística. En caso de que alguien prefiera
referirse a este milenio que nos ocupa, podrá referirse al año con o sin
artículo delante. Así, este texto está escrito tanto en el marzo del 2017 como
en marzo de 2017.
Septiembre /
setiembre
Ambas formas están aceptadas por la RAE. Gracias a o por culpa de
la relajación progresiva que la p cuando esta forma parte del grupo
consonántico [pt]. Este grupo, heredado del latín (ejemplo: aptare >
«atar»), tiende a morir de la mano de términos como «séptimo» o «corrupto».
Octubre / otubre
Mismo caso que el anterior pero con el grupo consonántico [kt].
Esta relajación también se refleja en evoluciones como pictor > «pintor».
Masculino / femenino
Hay sustantivos que pueden ser utilizados tanto en masculino como
en femenino sin cambiar por ello su grafía. Es el caso de la maratón y el
maratón, la azúcar y el azúcar, el mar y la mar.
Alrededor / al
rededor
Según la RAE, tanto el adverbio como la locución son correctas.
Todo viene del sustantivo rededor (contorno o redor). Eso sí, la Academia
etiqueta la locución como «poco usada».
Enseguida / En seguida
«Inmediatamente después en el tiempo o en el espacio». Para
referirnos a este significado, la RAE nos sugiere dos grafías: en seguida y
enseguida. No obstante, también nos indica que la preferencia ha de ser la
escritura en una sola palabra.
Extranjerismo adaptado /
extranjerismo no adaptado
Hay quien se toma un güisqui en lugar de un whisky, como hay quien
vive en un chalet antes que en un chalé. La adaptación de extranjerismos es un
proceso tedioso y largo, cuya aceptación depende exclusivamente de la voluntad
del hablante.
Quixote / Quijote
Hasta los albores del XIX, el sonido de j o g antes de e o i podía
representarse con x. Las formas que han sobrevivido al holocausto, sobre todo
en nombres propios (Texas, México), se consideran hoy más adecuadas bajo el
paraguas del arcaísmo.
La Argentina / Argentina
El Perú, los Estados Unidos, la Argentina… Algunos países permiten
que su nombre propio sea acompañado por un artículo. Será decisión del hablante
utilizarlo o no. Eso sí, no dependerá de su voluntad colocárselo a los que no
lo aceptan (España, Portugal) ni a los que lo llevan indivisiblemente consigo
(La Habana, Las Vegas).
Post / pos
Ahora que la posverdad está tan de moda, es de justicia recordar
que será el hablante el encargado de decidir si el prefijo mantiene la «-t»
final o no. Se considera hoy más adecuado suprimirla, excepto si el núcleo
empieza por «s» (postsociedad).
Quizás / quizá
Este adverbio solo recogía en un principio la forma que prescinde
de la «-s», aunque por analogía con otros adverbios se decidió añadir al final
la consonante, que hoy es igualmente válida y, como en todos los casos
anteriormente descritos, será el hablante el que decida la adecuación de cada
forma.
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