miércoles, 5 de agosto de 2020

Veranos viajeros: la Senda de Camille


Corría el año 2011 cuando me embarqué en una singladura por los Pirineos que no voy a olvidar en todos los días de mi vida. Tres compañeros de profesión me propusieron realizar la Senda de Camille, una ruta circular de seis etapas que recorre el Pirineo aragonés y el francés. Ellos eran jóvenes y atléticos, yo no era ni joven ni atlético. Ellos, expertos en orientación en la montaña; yo, en bares y tugurios. Sus nombres empezaban por A: Álex, Arturo y Alberto; el mío no. Pese a todo, mi intrepidez y mi inconsciencia me llevaron a aceptar el reto. 
La segunda jornada fue memorable. Recorríamos lo más escarpado del Pirineo francés cuando nos abordó un montañero provisto de un descomunal GPS. Mis compañeros, duchos en el arte del mapa y la brújula, nos habían conducido hasta ese momento por el sendero correcto, pero confiados en la tecnología, decidimos hacer caso al montañero y cambiamos nuestro rumbo. En mala hora. Anduvimos perdidos por las alturas francesas más de cuatro horas. Lloviznaba con parsimonia, era julio, pero parecía octubre. Las piernas se nos entumecieron y, por suerte, la serenidad de nuestros caracteres no provocó males mayores. En un momento dado, llegamos hasta un ibón (un lago pirenaico). La bruma apenas nos permitía distinguirlo. Al fondo, los cuatro vimos un gran carnero con su cornamenta humillada por la sed. No era un espejismo. Yo recordé en ese momento la película "Amarcord" de Fellini. El abuelo del protagonista sale de casa entre una niebla muy densa, apenas ve el suelo, cuando se topa con una inmensa vaca. Fellini no nos aclara si es un sueño o una premonición, pero el abuelo muere al día siguiente. Yo les conté la escena a mis compañeros y nos quedamos escrutando, aterrados, la testuz del carnero como anuncio de nuestra próxima desaparición. Pero no, ellos eran jóvenes, atléticos y estaban muy puestos en el arte de la orientación. Nos recondujimos al camino correcto y llegamos, después de once horas de travesía bajo la lluvia y un almuerzo precipitado junto a unos cerdos, al refugio previsto. Por muchos años que pasen, la imagen del carnero abrevando en el Leteo como augurio de la muerte me acompañará siempre.   

domingo, 2 de agosto de 2020

"La función de la crítica" por Mario Vargas Llosa



Descubrí a Edmund Wilson el año 1966, cuando pasé de París a vivir en Londres. Las clases en Queen Mary College, primero, y luego en King’s College, no me tomaban mucho tiempo y podía pasar varias tardes por semana leyendo en el bellísimo Reading Room de la British Library, entonces todavía dentro del Museo Británico. Había dos críticos que era indispensable leer todos los domingos: Cyril Connolly, el autor de Enemies of Promise y The Unquiet Grave, cuya columna versaba a veces sobre literatura, pero más a menudo sobre pintura y política, y las críticas teatrales de Kenneth Tynan, una maravilla de gracia, ocurrencias, insolencias y cultura en general. El caso de Tynan es muy apropiado para advertir la gazmoñería de la Gran Bretaña de entonces (en esos mismos años desapareció). Tynan era inmensamente popular hasta que se supo que era masoquista, y que, de acuerdo con una muchacha sádica, habían tomado un cuartito en el centro de Londres, donde una o dos veces por semana ella lo flagelaba (y aportaba también el árnica, me figuro). Que lo hicieran no importaba tanto; que se supiera, era otra cosa. Tynan desapareció de los periódicos después del éxito de Oh! Calcutta! (él decía que era una traducción inglesa del francés: Oh! Quel cul tu as!) y dejó de hablarse de él. Partió a los Estados Unidos, donde murió, olvidado de todos. Pero sus inolvidables críticas teatrales están todavía ahí, en espera de un editor audaz que las publique.

Edmund Wilson sigue siendo famoso y, espero, leído, porque fue el más grande crítico literario de antes y después de la Segunda Guerra Mundial, y no sólo en los Estados Unidos. Acabo de releer por tercera vez su To the Finland Station y he vuelto a quedar maravillado con la elegancia de su prosa y su enorme cultura e inteligencia en este libro que relata la idea socialista y las locuras y gestas que engendró, desde que Michelet en una cita a pie de página descubre a Vico y se pone a aprender italiano, hasta la llegada de Lenin a la estación de Finlandia, en San Petersburgo, para dirigir la Revolución rusa.

Hay dos tipos de crítica. Una universitaria, que está más cerca de la filología, y trata, entre otras cosas, del indispensable establecimiento de las obras originales tal como fueron escritas, y la crítica de diarios y revistas, sobre la producción editorial reciente, que pone orden y echa luces sobre ese bosque confuso y múltiple que es la oferta editorial, en la que los lectores andamos siempre un poco extraviados. Ambas están de capa caída en nuestro tiempo, y no por falta de críticos, sino de lectores, que ven mucha televisión y leen pocos libros, y andan por eso muy confusos, en esta época en que el entretenimiento está matando las ideas, y por lo tanto los libros, y descuellan tanto las películas, las series y las redes sociales, donde prevalecen las imágenes.

Edmund Wilson, que nació en 1895 y murió en 1972, estudió en Princeton, donde fue compañero y amigo de Scott Fitzgerald, pero se negó siempre a ser profesor universitario y hacer ese tipo de crítica erudita que sólo leen los colegas y a veces ni siquiera ellos. Lo suyo era el gran público, al que llegaba en sus extraordinarias crónicas semanales, primero en The New Republic, luego en The New Yorker y finalmente en The New York Review of Books. Después solía reunirlas en libros que nunca perdían actualidad. Y no se crea que escribía sólo sobre los modernos. Yo recuerdo como uno de sus mejores ensayos el largo estudio que dedicó a Dickens. Su prodigiosa capacidad para aprender idiomas, vivos y muertos, era tal que, se decía, cuando The New Yorker le encargó escribir sobre los manuscritos del Mar Muerto, pidió unas semanas de permiso para aprender antes el hebreo clásico. Y yo recuerdo haber leído en las páginas del desaparecido Evergreen su polémica con Nabokov sobre la traducción que éste había hecho de Eugenio Oneguin, la novela en verso de Pushkin, que versaba sobre todo acerca de las entelequias y secretos de la lengua rusa.

¿Quién descubrió a la llamada “generación perdida” de grandes novelistas norteamericanos entre los que figuraban Dos Passos, Hemingway, el soberbio Faulkner y Scott Fitzgerald? Fue Edmund Wilson, que en sus artículos y ensayos fue promoviendo y descifrando los grandes hallazgos y las nuevas técnicas y maneras de narrar del genio literario norteamericano, sin dejar de mencionar que habían sido aquellos los que aprovecharon mejor que nadie las lecciones del Ulysses de Joyce.

Los grandes críticos han acompañado siempre a las grandes revoluciones literarias, y, por ejemplo, en América Latina, el llamado boom de la novela no hubiera existido sin críticos como los uruguayos Ángel Rama y Emir Rodríguez Monegal, el peruano José Miguel Oviedo y varios más. No es extraño, por eso, que en Francia Sainte-Beuve y en Rusia Visarión Belinski acompañaran el período más creativo y ambicioso de sus revoluciones literarias y les dieran un orden y unas jerarquías. La función de la crítica no es sólo descubrir el talento individual de ciertos poetas, novelistas y dramaturgos; es, también, detectar las relaciones entre aquellas fabulaciones literarias y la realidad social y política que expresan transformándola, lo que hay en ellas de revelación y descubrimiento, y, por supuesto, de queja y de protesta.

Yo estoy convencido de que la buena literatura es siempre subversiva, como lo estaban los inquisidores y censores que prohibieron durante los tres siglos coloniales que se publicaran novelas en las colonias hispanoamericanas, con el pretexto de que esos libros disparatados —pensaban en las novelas de caballerías— podían hacer creer a los indios que esa era la vida, la realidad, y, por lo mismo, desconcertar y amolar la evangelización. Por supuesto que hubo mucho contrabando de novelas y debía ser formidable, en esos tiempos, leer esas novelas prohibidas. Pero si el contrabando permitió la lectura de novelas, la prohibición se aplicó estrictamente en lo relativo a su edición. Durante los tres siglos coloniales no se publicaron novelas en América Latina. La primera, El periquillo sarniento, salió en México sólo en 1816, durante la guerra de independencia.

Aquellos inquisidores y censores que creían que las novelas eran subversivas estaban en lo cierto, aunque no en prohibirlas. Ellas expresan siempre un descontento, la ilusión de una realidad diferente, por las buenas o las malas razones. El marqués de Sade, por ejemplo, detestaba el mundo tal como era en su tiempo porque no permitía a los pervertidos como él saciar sus gustos, y sus largos discursos, tan aburridos, lo que piden es una libertad irrestricta para la lujuria y la violencia contra el prójimo. Lo que las buenas novelas no aceptan, es la realidad tal cual es. Y en ese sentido son los permanentes motores del cambio social. Una sociedad de buenos lectores es, por eso, más difícil de manipular y engañar por los poderes de este mundo. Eso no está claro en las democracias, porque la libertad parece disminuir o anular el poder subversivo de las novelas; pero, cuando la libertad desaparece, las novelas se convierten en un arma de combate, una fuerza clandestina que va en contra del statu quo, socavándolo, de manera discreta y múltiple, pese a los sistemas de censura, muy estrictos, que tratan de impedirlo. La poesía y el teatro no siempre son vehículos de aquel secreto descontento que encuentra siempre una vía de escape en la novela, es decir, son más plegables a la adaptación al medio, al conformismo y la resignación. Todo eso deben señalarlo y explicarlo los buenos críticos, como hizo a lo largo de toda su vida Edmund Wilson

sábado, 1 de agosto de 2020

"El tiempo era otra cosa" por Juan Arnau Navarro


Debajo de un bombín puede estar la frente de un revolucionario. Henri Bergson (París, 1859-1941) fue un señor educado, de rasgos finos y delicados que, entre el hongo y la dinamita, se decantó por lo primero. Es curioso que la palabra revolucionario tenga tanto prestigio en nuestros días, cuando implica dar vueltas y más vueltas en un círculo en el que la única posible transformación es la posición, el estar arriba o abajo. Pero Bergson lo fue precisamente por su rechazo a cifrarlo todo en la posición. Entre otras excentricidades, Bergson creía que la memoria no se guarda en el cerebro. Le parecía que reducir el tiempo al espacio, como hacen los relojes, era traicionarlo. Los relojes solo miden a otros relojes, solo pueden comprender el tiempo mediante el espacio, ya sea el que recorre la Tierra alrededor del Sol o las transiciones del átomo de cesio. El tiempo real era el tiempo interior, ese que había evocado su primo Proust, que él llamaba duración. Y si el camino de ida se nos hace más largo que el de vuelta, aunque en nuestro cronómetro marquen lo mismo, la ida ha durado más. La experiencia cualitativa del sujeto prima sobre la experiencia cuantitativa de la máquina.
Algunas de las hipótesis de Bergson parecen sacadas de la literatura fantástica, pero sabemos por experiencia que la literatura es la que marca el ritmo de la historia. Sostenía que para estudiar la vida no sirve descomponerla y analizar sus partes (eso supone estudiar la muerte), sino que era necesario profundizar en la vivencia. La naturaleza híbrida de este filósofo, buen conocedor de las matemáticas y la biología, hijo de inglesa y polaco, del pragmatismo británico y la ensoñación eslava, le proporcionó una poderosa intuición y un enorme talento para la escritura. Recibió el Nobel de Literatura en una época en que el premio también se otorgaba a los filósofos, entendiendo que el buen filósofo es, ante todo, un narrador que también sabe contar historias.
Bergson anticipó el auge del zen, una tradición que desconocía. Los maestros zen evitan largos parlamentos y demostraciones sobre la verdad. Prefieren dar a sus discípulos ocasiones para instruirse por sí mismos. Lo mismo hacía Bergson. Algunos pasajes parecen sacados de un manual de meditación: “Cierro los ojos, me tapo los oídos y suprimo, una tras otra, las sensaciones que me llegan del exterior. Ya lo he logrado. Sin embargo, subsisto y no puedo dejar de subsistir. Sigo aquí. Puedo rechazar mis recuerdos y hasta olvidar mi pasado, pero conservo la conciencia de mi presente”. Y advierte que en el instante mismo en que una conciencia se extingue, otra se alumbra para asistir a la desaparición de la primera, pues la primera sólo puede desaparecer para otra y frente a otra. Recuerda a las Presencias reales, de George Steiner, recientemente desaparecido. Un libro también extemporáneo. No es posible imaginar una nada sin advertir que hay alguien que la imagina, que hay algo que subsiste.
Bergson formula así una crítica sagaz del vacío, que suscribirían Berkeley y el budismo. Un ser que no tuviera memoria ni expectativas no podría concebir el vacío. Lo que es y lo que se percibe es la presencia de algo, o su ausencia cuando esperábamos encontrarlo donde no está. La ausencia siempre se percibe indirectamente, es la creación de un ser que espera y recuerda. De modo que lo que expresan las palabras nada o vacío no es tanto una cosa como un afecto, una emoción, una nostalgia. “Puedo suponer que he dejado de existir; pero en el mismo instante en que hago esa suposición, me concibo a mí mismo y me imagino sobreviviendo a mi anonadamiento”.
Bergson conocía las experiencias de William James con el óxido nitroso y otras técnicas para ralentizar la actividad mental o suspender la función crítica de la inteligencia. Cualquiera que haya probado el hachís o el ácido lisérgico sabe que estos estados, sistematizados por el yoga y las tradiciones chamánicas, permiten atisbar (conmoverse y percibir) el genio místico de la realidad: “Nada impide al filósofo llevar hasta el final la idea que el misticismo le sugiere: un universo que no sería más que el aspecto visible y tangible del amor y la necesidad de amar”. Y se aleja de la biología para entrar en un terreno más resbaladizo: “Una energía creadora que fuera amor y que quisiera extraer de sí misma seres dignos de ser amados podría así sembrar mundos”. Con ellos es posible mantener una relación magnética, pues el impulso vital y la materia son complementarios. La corriente vital que atraviesa la materia recorre incontables caminos y puede quedarse estancada en los pozos de la depresión. Finalmente, da con seres destinados a amar y ser amados, capaces de reconocer esa misma energía creadora como amor.
Mantiene su fe en la ciencia, pero sugiere llevar la filosofía a un nivel más alto, hacer de ella la reformadora de las ciencias. La lógica y las matemáticas consideran el tiempo como una privación de la eternidad. Frente a ellas, tan necesarias como superficiales, propone captar el yo íntimo, la duración y cualidad pura, el origen en el ahora. Desenmascara así el dogma que encierra la conciencia en el “cuerpo mínimo” y descuida el “cuerpo inmenso”. No es lírica, es posible, quien lo probó, lo sabe.
Los últimos años son difíciles. El espectáculo de París ocupado por los nazis es desolador, las vejaciones contra los judíos, frecuentes. Bergson se solidariza con los perseguidos. El premio Nobel, en bata y pantuflas, abandona la cama para salir a la calle del brazo de un pariente e inscribirse como judío. Las estufas apenas calientan y el gélido invierno le provoca una congestión pulmonar que acaba con su vida. Se apaga una llama mortecina que busca lugar donde prender.

viernes, 31 de julio de 2020

La muerte en bermudas

Apoyado en la sombra de un roble, escuchando cercano el trajín de las garrapatas; en la letanía mustia de una cama de hospital, salmodiado por el "ti-ti" del escáner; en el banco de los acusados, esperando la sentencia; en la tensión de un motel, suspirando por que un asesino a sueldo no se vengue de tu crimen; en la humedad del panteón, mientras regalas flores a tus muertos recientes; debajo del puente de una gran ciudad, abrigado con cartones y hojas de periódico; en el servicio de un restaurante de carretera, detenido por el estreñimiento... No hay lugar ni circunstancia en la que LA MUERTE EN BERMUDAS no te aísle del miedo, de la agonía, de la desesperación, de la miseria, del nihilismo, incluso del estreñimiento.
Cómprala en el enlace de la editorial o en la librería:  https://www.plateroeditorial.es/libro/la-muerte-en-bermudas_108918/   

miércoles, 29 de julio de 2020

Veranos viajeros: "Asturias, paraíso natural"


Que Asturias es un paraíso natural no es un eslogan, es una verdad incuestionable. Ahora bien, ¿cuántos turistas actuales estamos dotados para disfrutar de un paraíso natural? Los podría contar con los dedos de la mano de un montañero. Recordad que la legión que inunda Asturias este verano está compuesta de gente del siglo XXI, no del XIX. Somos criaturas que pasan la mayor parte del tiempo entre móviles, ordenadores, tabletas y televisores, incluidos quienes vivimos en pueblos. La naturaleza para nosotros es como esa abuela extraña a la que visitamos en el asilo por cumplir y huimos de ella cuanto antes. Es muy difícil que un androide de 2020  pueda disfrutar del silencio de una noche de verano o del verde sedoso de los montes o del bucolismo de un prado en mitad del orvallo. 
Más aún, tened en cuenta que el paraíso natural no viene solo con postales de fondo de pantalla. Cuando uno pasea o hace senderismo o runea o calafatea por las sendas astures lo van a abordar caballos, vacas, culebras, perros sueltos, toros y hasta cuatroporcuatros en labores ganaderas. Además, el estiércol huele, las ortigas escuecen, las picaduras de los tábanos duelen y el orvallo empapa. El placer estético de contemplar un paisaje y el silencio nos aburren a los cinco minutos, vamos a ser sinceros. Somos gente de bullicio, folclore y un poco hiperactivos (aunque no estemos diagnosticados). 
Sí es cierto que la temperatura por estos lares septentrionales es un bálsamo para los que nos cocemos en los páramos, aunque no olvidéis que somos turistas y queremos hacernos selfis en la playa (el mar está helado), en los montes (las nieblas son muy puñeteras) y en las praderas (algunos perros, toros y nubes no respetan nuestra vanidad). 
Nos podemos refugiar en los bares, es cierto, y Asturias no solo es un paraíso natural, sino también etílico y gastronómico. Pero en este apartado también surgen varios contratiempos de verano. No olvidéis que somos turistas, bueno, no podremos obviarlo porque nos lo van a recordar en la factura del primer restaurante que visitemos. Somos turistas y nos merecemos lo peor. No penséis encontrar chollos escondidos detrás de un monte, ni restauradores despistados que hayan anclado sus precios en mitad del siglo XX, no. Vamos a comer bien, muy bien, pero a precios de turista, como es de ley. Y aquí hay otra objeción. Hace unos años había mucha más distancia entre la gastronomía de mi pueblo y la asturiana que en la actualidad. La restauración ha prosperado tanto en toda España que es difícil apreciar excesivas diferencias en lo que antes eran reductos del buen yantar. Chicote nos ha arruinado la sorpresa del cachopo. 
La globalización y el progreso son armas cargadas de ironía, no te dejan ni fardar de viaje.

martes, 28 de julio de 2020

"Juan Marsé: subida al Monte Carmelo" por Rafael Narbona


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Juan Marsé nunca olvidó sus orígenes humildes. Su experiencia como simple operario en un taller de relojería y como modesto empleado del Instituto Pasteur, donde barría el laboratorio y limpiaba probetas, siempre gravitó alrededor sus novelas, disolviendo esa arrogancia que sí es frecuente en autores que no han conocido las penurias materiales. Tierna y algo canalla, su pluma siempre desconfió de los revolucionarios de pacotilla y de los mitos del marxismo, que atribuían a la clase obrera el papel de motor de la historia. Para Marsé, los universitarios españoles que jugaban a la revolución corriendo delante de la policía franquista solo eran “señoritos de mierda”. Y los trabajadores, salvo algunos casos de especial clarividencia, como el propio Marsé, se limitaban a sobrevivir, asumiendo con fatalismo su condición de perdedores en el turbio río del devenir. Si algún aprendiz de Lenin les hubiera anunciado que eran la “espuma del porvenir”, habrían respondido con una mueca de escepticismo y quizás algún comentario irónico. La pobreza no es el taller de un mundo nuevo, sino un amargo lecho donde se muere la esperanza. Cuando se cierran todas las puertas, el pobre acaba muchas veces en el callejón de la picaresca, cuyos espejos deformantes lo alejan cada vez más de sí mismo. Al cabo de un tiempo, solo es un espectro, una sombra que sobrevive a base de timos, hurtos, golpes de ingenio y sablazos. Últimas tardes con Teresa nos acerca a la Cataluña de finales de los cincuenta, cuando la miseria de Monte Carmelo, un barrio marginal, convivía con el esplendor de una burguesía que disfrutaba de lujosas villas a orillas del mar. Los hijos de esa burguesía, abrumados por la mala conciencia, conspiraban contra el régimen, pero su praxis revolucionaria solo era una pantomima. Décadas después, los obreros proseguirían con sus duras jornadas de trabajo y sus magros salarios, mientras ellos ocupaban los sillones de los consejos de dirección y las altas esferas de la política. 

La reciente muerte de Juan Marsé me ha impulsado a releer Últimas tardes con Teresa. El encuentro con la novela me ha corroborado la maestría narrativa de Marsé y su indiscutible condición de clásico de nuestras letras, pero –además– me ha ayudado a revivir mis años como estudiante universitario y algún pasaje de mi vida no tan lejano. En los ochenta, el fervor revolucionario aún no se había apagado. Aunque había desaparecido la dictadura, el desencanto no tardó en surgir, lamentando que la Transición hubiera malogrado la oportunidad de un cambio histórico radical. Cuando yo estudié filosofía en la Complutense de Madrid, la jerigonza marxista, fundida con el posestructuralismo, todavía resonaba en las aulas. Algunos alumnos se habían inmunizado, pues se habían subido a lomos de la Movida, que reivindicaba la frivolidad, la indolencia y el hedonismo, pero otros aún rendían culto al ídolo de la revolución socialista, salpicando sus conversaciones de citas de Gramsci, Althusser y Hồ Chí Minh. Casi todos pertenecían a familias acomodadas, pero intentaban disimular su procedencia con pañuelos palestinos, chapitas con la imagen del Che y panegíricos del cóctel Molotov. Mientras los escuchaba, siempre pensaba en unas líneas de Últimas tardes con Teresa: “Con el tiempo, unos quedarían como farsantes y otros como víctimas, la mayoría como imbéciles o como niños, alguno como sensato, ninguno como inteligente, todos como lo que eran: señoritos de mierda”. 

Los “señoritos de mierda” no son un fenómeno puntual, sino una constante histórica. En 2008, volvieron a ocupar la primera línea de la política. El hundimiento de Lehman Brothers rescató del desván a Marx, Gramsci y Foucault. De nuevo se habló de “microfísica del poder”, “hegemonía cultural” y “ruptura epistemológica”. Una nueva clase de políticos alentó a “asaltar los cielos”. Nadie es inmune al viento infame de los absolutos. En esa orgía de estupidez, yo llevé una velilla, escribiendo un puñado de artículos que hoy me avergüenzan. El mito de la revolución es una poderosa marea que te arrastra a las playas más inmundas. La virtud jacobina se disfraza de fraternidad, escondiendo su furia homicida, lo cual le permite captar a muchos majaderos. En 2015, yo ya había recobrado la sensatez, pero una oportunidad de trabajo me llevó a la casa de una empresaria catalana. Esos artículos que yo tanto deploraba habían despertado su interés y me ofrecía colaborar en varias revistas de divulgación. Viajé a Barcelona y nos encontramos en la estación de Sants. La empresaria acudió con su marido. Ninguno de los dos pudo ocultar su desilusión cuando me vieron aparecer con un polo de Lacoste, inequívoco símbolo de putrefacción burguesa. Nos saludamos y me llevaron a su casa: un palacete modernista con vistas al mar y con un jardín que habría embriagado al Valle-Inclán más decadente. El palacete contaba con una capilla y mis anfitriones, cuyo lema –según me confesaron– era “Ni Dios ni amo”, no habían desperdiciado la ocasión de manifestar su furor anticlerical. Los santos habían desaparecido de las hornacinas y sus vástagos, que rondaban los doce años, habían dibujado en su lugar a héroes del pop, el cómic y el cine, quizás los dioses de nuestro tiempo. La cena fue un desastre. En una mesa para veinte comensales y bajo un altísimo techo decorado con pinturas modernistas, mis anfitriones atacaron al capitalismo con artillería pesada, citando a Sartre, Régis Debray y Carlos Marighella. Yo asentí para evitar un situación incómoda, pero pensé de nuevo en los “señoritos de mierda” de Marsé y comprendí que nunca desaparecerían. Al igual que Pijoaparte, el quinqui arribista de Últimas tardes con Teresa, son una constante de la historia, una de esas fuerzas perennes que dividen el mundo en opresores y oprimidos, fantoches y pobres de diablos, privilegiados y tristes gilipollas. Estaba claro que yo pertenecía al segundo grupo. Pijoaparte, un chorizo sin escrúpulos, siempre me inspiró mucha más simpatía que Teresa, una pija malcriada. Esa noche, ese sentimiento se exacerbó y ahí sigue. Siempre agradeceré a Marsé que desenmascarara a esa izquierda divina, hipócrita y hueca, más preocupada de ofrecer su mejor perfil ante la historia que de aliviar el sufrimiento de los más infortunados.

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Últimas tardes con Teresa es una auténtica subida al Monte Carmelo, pero en la cima no se encuentra Dios, sino el Grial de la Revolución. Los pijos con disfraz de redentores de la clase obrera expían el pecado original de la burguesía: la explotación del trabajador, sin la cual –por otra parte– no disfrutarían de sus privilegios. Manolo Reyes, Pijoaparte, es un pequeño ratero con una percha sumamente seductora y dotes de embaucador. Aunque vive en Barcelona, nació en Ronda. Es un chico del Sur, un charnego. Su tez morena le hace parecer un gitano. De niño, una familia francesa se encaprichó con él y le ofreció pagarle los estudios, pero una mañana desaparecieron sin molestarse en decir adiós. Enamorado de su hija, una cría de su edad, la experiencia le dejaría una profunda herida psíquica. Hijo de una madre soltera que trabajaba como criada, Pijoaparte emigra a Barcelona en busca de oportunidades. Su hermano vive en Monte Carmelo y espera que lo acoja, garantizándole el sustento. Piensa que Cataluña es una tierra de promisión donde es posible prosperar. No descarta la posibilidad de seducir a una niña bien –en su memoria, perdura su truncado idilio con la niña francesa– y realizar una boda ventajosa, accediendo a ese mundo dorado que solo ha conocido cuando acompañaba a su madre al cortijo donde limpiaba y fregaba suelos. Su hermano no lo recibirá con los brazos abiertos, pero le dejará trabajar en su negocio. Un taller que se dedica al desguace y venta de motos robadas. Su fantasía de cortejar a una niña rica desembocará en un sainete. Flirteará con una joven creyendo que es la hija de un próspero hombre de negocios, pero cuando al fin logra acostarse con ella, descubre que solo es la criada. Tímida y sumisa, la chica se llama Maruja y trabaja en casa del matrimonio Serrat. Se lleva muy bien con su hija Teresa, un atractiva rubia que ha estado a punto de ser expulsada de la universidad por su participación en las protestas estudiantiles contra el régimen. Es la oportunidad que tanto había esperado Pijoaparte.

Juan Marsé irritó a todo el mundo con su novela. Destruyó la imagen mítica de la clase trabajadora forjada por una izquierda que jamás había pisado un barrio obrero. Ridiculizó las algaradas universitarias, mostrando su demagogia y ligereza. Escarneció al régimen, aireando su violencia y su clasismo. La España de Franco era una interminable secuencia en blanco y negro que intentaba rebobinar el curso de la historia, frenando los cambios sociales. Mojigata e hipócrita, cultivaba la doble moral, tolerando los vicios de la burguesía y asfixiando a los trabajadores con las estrictas exigencias de la moral católica. Cataluña no salía mejor parada en la novela de Marsé. Arrogantes y clasistas, los catalanes despreciaban a los charnegos o murcianos. A sus ojos, la “remota y misteriosa Murcia” era una región bárbara y atrasada, que solo producía parias, rufianes y muertos de hambre. Juan Marsé obtuvo la gloria literaria, pero también se atrajo muchos enemigos. Lejos de desanimarse, mantuvo hasta el final su independencia, sin preocuparse por la crispación que provocaban sus opiniones. Se mostró despiadado con la “carroña nacionalista”. No se dejó seducir por la melodía de ninguna ideología política y se rio del cosmopolitismo catalán, un simple ardid para ocultar su rendición incondicional ante los caprichos del turismo. Siempre presumió de haber dejado el colegio a los trece años, señalando que sus verdaderos maestros fueron el cine y la literatura. Lamentó la tibieza de los críticos literarios y la ferocidad caníbal de escritores y artistas, siempre en guerra por apropiarse del trozo más grande del mezquino pastel de la fama. Marsé pertenece a la fecunda estirpe de los energúmenos ibéricos. Su furia está a la altura de la mala leche de Baroja, Cela, Umbral y Sánchez Ferlosio. Eso sí, todo indica que poseía un corazón más limpio y generoso. 

En Últimas tardes con Teresa, la prosa de Marsé fulge con todo su esplendor al describir la vida en Monte Carmelo, un barrio cuya rutina evocaba la atmósfera de las películas neorrealistas, con sus niños sucios, sus viejos derrotados por la vida, y sus hombres y mujeres endurecidos por una existencia precaria e indigna. En Monte Carmelo, no está el Grial, sino la “sonrisa de Baal, el dios pagano que Jezabel adoraba y que fue expulsado de la verdadera montaña de Palestina”. En este caso, Baal es un capitalismo que produce a la vez riqueza y exclusión, prosperidad y marginación. En el estilo de Marsé, se aprecia la influencia de Faulkner y Nabokov: frases largas plagadas de hallazgos verbales, metáforas insólitas, honda introspección. Su prosa, lejos de la sencillez de un Delibes, apuesta por ese registro que bordea la deconstrucción del artificio literario. No se conforma con reproducir lo real. Quiere ir más allá, mostrando que nuestra imagen de las cosas siempre está deformada por la perspectiva del espectador. Cualquier crónica de la historia es una reelaboración subjetiva. La objetividad solo es un dogma. Marsé no alardea de decir la verdad, sino de escribir con las entrañas, reproduciendo su estrépito. El escritor no es un testigo ni un apóstol, sino una conciencia que recoge fragmentos, silencios, emociones, combinándolos con mayor o menor pericia. Eso garantiza la continuidad de la literatura, pues si existiera una sola imagen, una verdad incontrovertible, la creación artística sería redundante y banal. 

La muerte de Juan Marsé nos arrebata a un clásico discreto, un escritor que jamás renunció a su libertad, pero que no cayó en las redes de la vanidad, atribuyéndose una importancia excesiva. ¿Cómo le gustaría ser recordado? Tal vez como ese joven bajito que aparece en Últimas tardes con Teresa, pellizcando el trasero a las jovencitas. Se trata, sin duda, de una imagen muy incorrecta, pero no creo que a Marsé le hubiera quitado el sueño.

domingo, 26 de julio de 2020

Santoral apócrifo: hoy, san Joaquín y santa Ana


*Animado por el creciente fervor que me noto aquí adentro, me he decidido a reescribir las vidas y hechos de los santos más significativos de nuestra Santa Iglesia Católica. El recopilador de estas hagiografías no puede asegurar que todo esto ocurriera de veras, pero cada uno de los sucesos están recogidos o bien de los evangelios o bien de fuentes fidedignas con certificado de santidad. 

Era Joaquín un hombre poderoso que vivía en Judea, con mucho parné y sin ninguna necesidad. Bueno, sí, algo faltaba. Se había casado con Ana hacía varios años y no había manera de que se quedara preñada. Probaron todos los métodos de fertilidad de la época: el sumerio (la mujer debía colocarse en posición fetal después del acto y se amarraba las piernas con un dogal untado en sangre de toro), el romano (golpear las nalgas de la mujer con una verga seca de carnero, mientras se realiza el acto), el griego (penetrar a la mujer por orificios que no fueran los propios de la coyunda) y el galo (recoger parte de la semilla del hombre en una vejiga de gato joven y verterla sobre el vientre de la interesada). Cansados ya de estas componendas, lo dejaron por imposible, pero aún les aguardaba un gran disgusto a causa de su esterilidad: los popes judíos no aceptaron las ofrendas de Joaquín por considerar que su falta de descendencia era un castigo divino y, por tanto, se le prohibió sacrificar animales en el templo. 
Desesperados y viejos, acudieron a un sexólogo de la época, un curandero muy afamado que les recomendó una solución de emergencia: Joaquín debía apartarse al desierto durante cuarenta días para rezar; mientras tanto, Ana debía yacer con un muchacho joven, pariente de Redón, el curandero, que serviría de sustituto de Joaquín. A pesar de la avanzada edad de Ana, casi anciana, se obró el milagro. Quedó preñada y parió una niña que, con el paso de los años, se convertiría en la Virgen. Joaquín ganó así su cédula para entrar en el salón de los santos y beatos ordenados por la Iglesia con todo merecimiento.

martes, 21 de julio de 2020

"Camilo José Cela: ´La colmena`y los tebeos de la posguerra" por Rafael Narbona


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Nací en 1963. La dictadura franquista aún gozaba de buena salud, pero la oposición ya comenzaba a despuntar. En ese año, fusilaron a Julián Grimau y ejecutaron con garrote vil a los anarquistas Francisco Granado y Joaquín Delgado, falsamente acusados de un atentado que no habían cometido. Un jovencísimo Manuel Fraga, ministro de Información y Turismo, justificó las sentencias de muerte ante la prensa, asegurando que se había hecho justicia. Me cuesta trabajo admitir que nací en una de los períodos más sombríos de la historia de España. ¿Cuándo empieza a despuntar la conciencia? ¿Hasta dónde se remontan los primeros recuerdos? ¿Cuándo descubrí que vivía en una dictadura? Probablemente, en el colegio de curas donde pasé la niñez y la adolescencia. No he olvidado su patio de cárcel, con los muros grises y agrietados, ni las misas a primera hora de la mañana en una capilla sumida en la penumbra y con un sacerdote pegando capones al que dormitaba o hablaba con un compañero. En esas fechas, se consideraba que los reglazos, las bofetadas y los tirones de pelo eran una obra maestra de la pedagogía y un excelente alimento para el espíritu. La ira de los vencedores seguía abatiéndose sobre una España vencida y humillada. Aunque ya no había cartillas de racionamiento ni estraperlo, el miedo y la escasez continuaban marcando el día a día. El paisaje urbano parecía una interminable secuencia de una película neorrealista. Todavía había diminutos talleres donde se cogía puntos a las medias para prolongar su vida. En los parques, adornados con columpios y toboganes herrumbrosos, circulaban vendedores de chucherías y barquillos, casi siempre hombres mayores con aspecto de mendigo y con el rostro surcado por arrugas. Anunciaban su presencia con silbatos que despertaban el entusiasmo de los críos. Al recordarlos pienso en el pincel de Rembrandt, siempre encariñado por lo humilde e insignificante. Los guardias urbanos con un casco blanco y los taxis negros con una raya roja aún formaban parte del espacio urbano. La Coca-Cola ya había irrumpido en los supermercados, pero constituía un lujo que se bebía poco a poco para prolongar la sobredosis de azúcar que narcotizaba el paladar. Era frecuente cruzarse con curas nostálgicos de Trento, ataviados con sotana y teja, y con monjas con enormes tocas y las manos escondidas en las mangas del hábito. La resistencia contra la modernidad convivía con la espuma del porvenir. La música pop y los primeros vaqueros ya circulaban por las calles, anunciando un cambio social imparable. Una creciente rebeldía fantaseaba con levantar el asfalto y rescatar la furia emancipadora de un lejano dos de mayo.

¿Qué sabía yo de la inmediata posguerra? Mi padre falleció de un infarto cuando yo tenía ocho años y a mi madre no le gustaba hablar de un tiempo donde se sobrevivía a base de pan negro y lentejas. Eso sí, me contó que su padre –mi abuelo- fue multado y su foto apareció en el periódico por exceder el consumo de electricidad fijado por el régimen para cada familia. Quería saber más cosas, pero los silencios de mi madre eran tan obstinados y profundos como un secreto que pasa de generación en generación, soportando con imperturbabilidad el acoso de las preguntas indiscretas. No leí La colmena hasta los dieciséis años, pero ya en las primeras páginas descubrí que había encontrado la llave que me abriría los misterios de unas décadas hundidas en la penuria y la represión. Un tiempo de silencio que aún despertaba turbios –y paradójicos- ecos. La colmena se publicó en 1951 en Argentina. No aparecería en España hasta 1955, no sin eliminar algunos pasajes para restar crudeza a una historia que bajaba hasta los sótanos más oscuros de una sociedad traumatizada y sin esperanza. Camilo José Cela tuvo que sortear los obstáculos de la censura, pese a ser el protegido de Juan Aparicio, influyente político y periodista. En la novela, no había críticas directas a las autoridades, pero la imagen de la España de 1942 no podía ser más descarnada. Lejos del triunfalismo de la retórica oficial, los desdichados personajes de La colmena evidenciaban que la victoria no había significado el fin de la guerra, sino su prolongación mediante una orgía de podredumbre moral. Cela no pretendía hacer política, sino contar las cosas tal como eran. Y lo hizo, pese a sus complicidades con el régimen. Su vocación de escritor realista se impuso a sus convicciones, poniendo de manifiesto que el escritor casi nunca puede sustraerse a su papel de testigo de su tiempo.

Mi imagen de la posguerra se había alimentado hasta entonces con personajes de tebeo como Carpanta, un muerto de hambre con un gran talento para los sablazos, y doña Urraca, una solterona de corazón duro y mirada de ave rapaz. Carpanta sobrevivía gracias a su ingenio y humor. Era simpático y comprensiblemente deshonesto. Un truhán con encanto, un buscavidas que vivía a salto de mata y que había asumido su destino: dormir con un ojo abierto debajo de un puente. Doña Urraca siempre iba de luto. Con la nariz ganchuda, un moño y unas minúsculas gafas redondas, solo sonreía para celebrar las desgracias ajenas. Terrorífica arpía, adoraba el número 13 y nunca desperdiciaba la ocasión de encizañar. Jamás se separaba de su paraguas, con el que espantaba a los niños y los perros. Doña Urraca residía en un sombrío caserón repleto de muebles antiguos. Los retratos de sus antepasados cubrían las paredes y su dormitorio estaba lleno de santos y escapularios. Carpanta pertenecía a la tradición de la novela picaresca; Doña Urraca se había escapado de la novela gótica.

Yo sentía especial estima por Don Pío, estandarte de una incipiente clase media, feliz por acceder al televisor, el frigorífico y el seiscientos. Don Pío era un pobre hombre con las mismas dificultades que cualquier padre de la época. Tenía un bigotito semejante al de Charlot y se cubría la cabeza con un sombrero de hongo. De carácter pusilánime y espíritu apocado, nunca se atrevía a replicar a los abusos de su jefe y no era capaz de negarle nada a su mujer. Se ajustaba perfectamente al papel de víctima y, de hecho, no era raro que se llevara unos cuantos palos en cada historieta. Gordito Relleno y Las hermanas Gilda se inscribían en la misma línea: su destino era el escarnio, la befa y el ridículo. Algo posteriores, Rigoberto Picaporte, solterón de mucho porte, y los señores de Alcorcón y el holgazán de Pepón, mostraban el progreso material de una España que soñaba con un apartamento en la playa y el final de un censura que consideraba inmoral hasta el baile de Cyd Charisse en Cantando bajo la lluvia. Rigoberto era un mediocre oficinista que acariciaba la idea de formalizar un matrimonio ventajoso, gracias al cual lograría mejorar su posición social. Había conseguido atraer la atención de una jovencita de buena familia, pero su futura suegra, una señora de armas tomar que fumaba grandes puros habanos, no contemplaba el enlace con mucho agrado. Un sobrinito canalla y una impertinente criada malograban los planes de Rigoberto una y otra vez. Cada entrega solía acabar con mamporros, gritos y carreras. Pepón era un murciano que había convertido la pereza en un estilo de vida. Vivía con su hermana, algo cursi y no muy inteligente, y con su cuñado, que lo aborrecía y que no hallaba el modo de deshacerse de él. Sus tentativas para encontrarle un empleo nunca prosperaban y muchas veces se veía envuelto en unos líos monumentales por la negligencia de Pepón, un vago redomado y un jeta sin mala conciencia.

La historieta española tendía a la redundancia, explotando una y otra vez las mismas situaciones: batacazos, equívocos y meteduras de pata. Predominaba la confusión y la improvisación chapucera. Las criaturas de Ibáñez, por ejemplo, cambian de nombre y aspecto, pero siempre se repiten los mismos recursos narrativos. Al igual que en el cine mudo, abundaban los pastelazos, las caídas desde las alturas y los atropellos. Agotada la sorpresa inicial, comenzaba el hastío y la sensación de que se leía la misma historia una y otra vez. Sin embargo, esas peripecias recurrentes reflejaban fielmente la España de Franco. Durante casi cuarenta años, resultaba imposible mirar hacia atrás sin pensar que un cura, un agente municipal o un policía de gris te iba a arrear un estacazo sin una causa clara. Muchos años después, los que vivieron esa triste etapa aún se estremecen con pesadillas, soñando que vuelven cantar Cara al Sol en un patio vigilado por curas tan feroces como el implacable Manuel Ignacio Santa Cruz, legendario cabecilla carlista. El tebeo es un arte menor, pero las cosas pequeñas y humildes a veces aportan cosas esenciales. Los personajes de tebeo de esos años habitaban en una colmena semejante a la que imaginó Camilo José Cela. Testigos de un tiempo de infamias y agravios, sabían que la dignidad era un privilegio reservado a los que podían llenarse el estómago a diario, sin preocuparse de contar los céntimos y sin miedo a que una nueva subida de la luz los condenara a vivir a oscuras.

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Si examinamos desde una perspectiva poco habitual a los personajes de La colmena, apreciaremos su paralelismo con los del tebeo español de la posguerra. Doña Rosa, la propietaria del café donde convergen tantas vidas rotas y tantos desengaños, es tan siniestra como doña Urraca. No es delgada, pero las dos visten de luto y se comportan como hienas con sus semejantes. Doña Rosa lee folletines sangrientos, bebe anís de Ojén y fuma tabaco caro. Su “tremendo trasero” se parece a un tsunami dispuesto a cobrarse el mayor número posible de víctimas. Algo perversa, sus ojos brillan cuando llega la primavera y las chicas jóvenes pasean con manga corta. Odia a todo el mundo. Sus dientes, pequeñitos y sucios, sonríen al recorrer el local, pero en realidad fantasean con triturar a la clientela que ocupa las mesas. No se conforma con expulsar de la cafetería a los que no pueden pagar. Además, ordena a los camareros que les propinen buenas patadas. Don Leonardo Meléndez es un sablista y un moroso. Se parece a Manolo, el pintor que vive con un gato negro en la azotea de 13, Rue del Percebe. Si bien es posterior en el tiempo, comparte con Meléndez la desfachatez de contraer deudas que jamás paga. Meléndez trata a los acreedores a patadas, pero con sus dotes de seductor logra que le sonrían y se excusen por importunarlo, atreviéndose a recordarle el dinero que le han prestado. En la cafetería casi siempre hay mucho bullicio, pero algunas tardes “la conversación muere de mesa en mesa”. Es el progresivo letargo de un corazón cuyo ritmo baja lentamente, preparándose para dejar de latir. Es la misma sensación que se experimenta en las historietas de don Pío, reiterativas y previsibles, o de Gordito Relleno, inocente hasta lo inverosímil. Vidas sin relieve que fluyen hacia el desagüe del olvido, existencias sin rumbo ni propósito. El dolor es el hilo con el que se teje su rutina. En la España de la posguerra, el día a día se parece a la tristeza de un grupo de niños que juegan al tren “sin esperanza, incluso sin caridad, como cumpliendo un penoso deber”.

Cela a veces se introduce en La colmena como una conciencia difusa que anuncia su presencia y luego se esfuerza en borrarla. Se parece a esos directores de cine que se insertan en una fugaz secuencia o a esos historietistas que se reservan la esquina en una viñeta. Cuando menciona a un personaje menor, advierte: “Digo todo esto porque, a lo mejor, después vuelve a salir”. ¿Qué pretende decirnos? ¿Hacernos saber que leemos una ficción? ¿Avisarnos de que las páginas que discurren entre nuestras manos son una simple pantomima? No lo creo. Solo nos recuerda que el autor y su obra, lejos de ser compartimentos estancos, mantienen una comunicación fluida. Paradójicamente, la ficción solo adquiere autonomía cuando reconoce ese vínculo. Cela y el tebeo español de posguerra rescatan a las vidas anónimas de su supuesta insignificancia, mostrando que no hay existencias banales. La marea de la historia no repara en lo pequeño, pero el arte no se resigna a que el olvido devore a las criaturas maltratadas y postergadas. Elvirita es una buscona que en la niñez solo conoció desprecios y calamidades. Nada en el libro de la historia; todo, en el pequeño reino de la literatura, donde lo nimio y desgraciado adquiere espesor y relieve. El tebeo omite estas historias, pero el hambre de Carpanta o la mediocre vida sentimental de don Pío insinúan que el mundo real esconde vastas regiones donde reina la penumbra moral. Don Pablo es tan miserable como el jefe de don Pío. Está muy satisfecho con sus partidas de ajedrez y sus líos de faldas. Se ríe de los pobres, a los que considera vagos sin remedio. Miente y manipula sin que le estorbe la conciencia. Si alguien le abriera el pecho, se toparía con “un corazón negro y pegajoso como la pez”. Doña Matilda se parece a esas mujeres de la pequeña burguesía que se pasean por las páginas de los tebeos de la época, ocupando un segundo plano: “huele mal y tiene una barriga tremenda, toda llena de agua”. Martín Marco, un poeta que se muere de hambre, parece una especie de Carpanta que hubiera leído a Baudelaire, pero que imitara la retórica falangista de la revista Escorial. Es un sablista consumado, un náufrago a la deriva y un perdedor nato. Vive con la angustia del animal acosado, temiendo que en cualquier momento se abalance sobre él un feroz depredador. Los tebeos raramente incluyen a los literatos como personajes, pero siempre están ahí, sosteniendo con su presencia cada viñeta. Los historietistas hacen filigranas con la imaginación y no se hacen ilusiones sobre la gloria. Saben que –en el mejor de los casos- su destino es ocupar un espacio modesto, marginal, un pie de página en la crónica de un porvenir que imaginan con clarividencia. Martín Marco no está en las viñetas como personaje, pero es el lápiz que recrea la sórdida posguerra, testimoniando que en la España de Franco la vida había quedado reducida a indigna supervivencia.

Cela explota el recurso del globo con pensamientos silenciados. Doña Rosa ordena a un camarero que, después de arrojarlo a la calle, pegue a Martín Marco unas buenas patadas por no pagar su consumición. “Un destellito de lascivia en el bigote” acompaña a sus palabras llenas de ira y sadismo. El camarero se abstiene de golpear al desgraciado, pero fantasea con ahogar a su jefa. Cela dibuja un Madrid con transeúntes tristes y que no saben a dónde ir. Es el mismo decorado que aparece en muchos tebeos de la época. Ciudades grises e impersonales con gitanillos que mendigan, señoras mayores vendiendo castañas, novios que se hacen arrumacos en un banco, serenos que realizan su ronda con un chuzo y una colilla entre los labios. Hombres y mujeres que “se conforman con poco”, pero que casi nunca logran materializar sus modestas expectativas. En la novela de Cela, hay muchas solteronas como las hermanas Gilda, mujeres que se han quedado para vestir santos; a veces por culpa de sus pecados de juventud, otras por su mala suerte. Algunas viajaron a Madrid pensando que allí se ataban los perros con longanizas, pero descubrieron demasiado tarde que los perros deambulaban por sus calles, muertos de hambre y con los ojos invadidos por la melancolía. Tal vez algunas se hicieron lesbianas, “soñadoras y silenciosas como varas de nardo”. Se parecen a esos bancos callejeros que se resignan a soportar lo que el azar les reserva: un viejecito asmático, un cura que hojea su breviario, un mendigo que explora su carne buscando piojos. “Madrid es una ciudad con un millón de cadáveres”, escribió Dámaso Alonso. Bajo la dictadura, la vida solo es un simulacro imperfecto, una fúnebre parodia. Cuando la noche cae, su corazón es un latido muy débil, casi un murmullo inaudible. En ese rumor, hay sueños que jamás se realizarán y temores que sí se harán realidad. La vida es muy desconsiderada y disfruta abortando cualquier esperanza. Madrid se parece al perro semihundido de Goya. Mira hacia lo alto, pero nada logra frenar su lenta desaparición en el lodo.

Los cadáveres que habitan Madrid no parecen humanos, sino peleles con el pescuezo rebanado, tristes títeres con la boca muy abierta. La ciudad es un gigantesco sepulcro, una colmena con un zumbido agónico. “Nadie piensa en el de al lado”, escribe Cela en el capítulo final. Muchos lloran y sufren como una ternera degollada en un matadero, sin despertar la más leve compasión. Los seres humanos son como matarifes que piensan en nimiedades, mientras destripan a sus semejantes. En el corazón de casi todos los hombres, hay un niño que se regocija con la agonía de un perro atropellado. La colmena de Cela se parece a esos tebeos que hojeaban los niños de mi generación. Cada viñeta era una celdilla aislada del resto. Las vidas burbujeaban, pero en un caldero de infelicidad.

He releído La colmena en DeBolsillo, una edición de Penguin Random House que me envió amablemente Gema Fernández. Con la edad, me he vuelto maniático y suelo preferir las ediciones de pasta dura, pero en esta ocasión he disfrutado con un formato sencillo, flexible y elegante que se adapta a cualquier circunstancia. Me he sentido más joven, recordando mis años universitarios, cuando leía en el Metro, desafiando a las aglomeraciones con un minúsculo lápiz en la mano, terco en mi propósito de subrayar las frases más elocuentes. Las ediciones cuidadas y con un precio asequible son una declaración de amor a los buenos libros. Surgen de la admirable conjunción de pedagogía, inteligencia y amor. Por cierto, hablé con Gema de mi loro Lorenzo, un papagayo de frente amarilla que lleva quince años conmigo. No se parece a Rabelais, el “loro procaz y sin principios” de La colmena. No dice ordinarieces con “una voz cascada de solterona vieja”, pero a veces se enfada y propina un picotazo a traición. Es imprevisible, o sea, muy humano. Los loros también aparecían a menudo en los tebeos de la posguerra. Quizás eran los seres más libres de esa época, pues aunque se hallaban enjaulados podían soltar cualquier “barbarismo” sin ser multados por el Tribunal de Orden Público. En estas situaciones, parece inevitable preguntarse si pertenecer a la especie humana es un privilegio o una triste fatalidad.

domingo, 19 de julio de 2020

"Juan Marsé, el narrador salvajemente feliz" por Nadal Suau


Empecemos hablando de desaparición y vigencia, un binomio paradójico: la muerte de Juan Marsé me ha sorprendido, se lo prometo, hablando sobre la obra de Juan Marsé en una terraza de mi ciudad, entre amigos. Esta vez, el motivo de la conversación no era el placer de la narrativa (como en otras ocasiones), sino sus posibilidades como forma de acceso a la textura real de un período histórico. Al hilo de un reciente artículo del constitucionalista Josu de Miguel sobre el término “estado español”, comentábamos las diferencias que el franquismo albergaba en su seno, y de ahí a la Transición, y de ahí a… El caso es, en definitiva, que nuestro tema eran las escisiones, grietas, ambivalencias y zonas de claroscuro que tiene cualquier época, incluso la que permite establecer juicios de culpa nítidos e incuestionables: piensen en los bombardeos aliados de la Segunda Guerra Mundial que Sebald se atrevió a rememorar, la monstruosa ambigüedad del Vietnam de Coppola… O, he recordado yo, la Barcelona de Últimas tardes con Teresa, con esos estudiantes progresistas como sepulcros blanqueados o ese Pijoaparte que sueña con aprender catalán para pertenecer a la clase dirigente. Todo esto, dicho sin sombra de revisionismo, solo como muestra de la casi siempre insatisfactoria y desarraigada experiencia humana. La historia es un relato y es necesaria; la realidad es un magma. El caso es que esta aproximación nunca me la había proporcionado un libro de texto cuando, con diecisiete o dieciocho años, por recomendación de mi padre, leí por primera vez la gran novela de Marsé, y el mundo pareció amplificarse ante mí. La narrativa, pensé entonces, no iba a ofrecerme consuelo ni reglas de vida; solo iba a darme verdad, en el mejor de los casos. 
Y así gastábamos un domingo post o pre confinamiento, ya veremos, cuando de pronto nos han informado de que Marsé ha muerto con ochenta y siete años. “No era tan mayor”, ha exclamado alguien con sorpresa; y ese comentario, que podría sonar cómico, revelaba de golpe que el escritor mantuvo su energía intacta hasta el final, en su escritura y en su posición pública. Pero sí, ochenta y siete años sí son muchos, claro. 
En ese tiempo, Juan Marsé fue un grandísimo escritor, y además representó un determinado papel como escritor. Son dos cosas distintas. En cuanto a lo primero, su imaginario negro, cinematográfico, aventurero, descreído y tierno cuajó en no menos de cuatro novelas sensacionales: a la ya mencionada, añadamos Si te dicen que caí, El embrujo de Shanghai o Rabos de lagartija. Es evidente que podríamos citar más, pero esta selección revela la longevidad de su talento, que se prodigó a lo largo de varias décadas, con variaciones notables que no rompían una coherencia temática e ideológica berroqueña. Berroqueño era también su personaje público, en un momento volveremos a ello. En cambio, su estilo era otra cosa: ágil, visual, accesible en sus matices, desencantado, popular en todos los sentidos buenos de la palabra, que se pueden resumir en uno: culto sin afectación. Marsé ha sido, probablemente, el más “novelista” de los novelistas españoles de la segunda mitad del siglo XX: salvajemente feliz de contar historias. Pienso en sus páginas, y recuerdo personajes tangibles y acciones proyectadas holográficamente. Pienso, también, en aquel día de 2005 en el que visité por primera vez el barrio barcelonés del Carmelo para contemplar el socavón de treinta y cinco metros cuadrados provocado por el hundimiento de la ampliación del metro, en cómo ya conocía ese barrio gracias a Marsé, y en que ese socavón era una especie de gran metáfora final a su obra y a su mirada sobre las jerarquías y vergüenzas de la ciudad. Solo que el siniestro no es una metáfora: se cobró viviendas y colegios. Solo que no fue un punto final: este lo pondría el propio novelista, en 2016, al publicar Esa puta tan distinguida, última aportación a la cuestión del lenguaje, a su construcción desde el poder y al contrapoder del lenguaje del novelista. Todo, con la Transición al fondo. No olviden ese último libro ahora que toca revisar a Marsé. 
Ya ven, Marsé se nos mezcla con la vida propia y con la vida colectiva del país, y a eso me refería al decir que representó un papel: no solo el de tipo airado capaz de poner en su sitio a la industria y sus favoritas, o de soliviantar a todos los puristas identitarios por igual, sino también, y sobre todo, el de novelista nuestro, que nos apela a todos y todos reconocemos esa apelación. La suya es la penúltima generación española capaz de convertir en éxito de ventas una novela exigente; la penúltima dispuesta a poner un escritor en el centro de la vida pública (o, al menos, aparentar que ocupa el centro); la penúltima en la que un puñetazo sobre la mesa desde la cultura congregaba a la audiencia. Más todavía, no creo que hoy sea posible crecer (sociológicamente) donde lo hizo Marsé y morir donde lo ha hecho. Con Marsé, concluye un mundo. Está bien: siempre que muere alguien, esa frase es cierta. Pero Marsé goza de la autoridad necesaria para representar mucho más que a sí mismo. Y, sin embargo, como sabe cualquier pueblo orgulloso, hay desapariciones que solo son un peaje más hacia la vigencia de la memoria y la ficción, otra convergencia paradójica. No quisiera sonar tan solemne como para merecer la burla del interesado, solo trato de decir que seguiremos leyendo a Marsé porque en su obra encontramos vida y muerte, diversión y crueldad, y una idea de ciudad como cadena trófica que hoy, bajo parámetros más globales, sigue dominándonos.

Semblanza de Juan Marsé y Antonio Pérez


De Juan Marsé, además de sus novelas, recuerdo con mucho cariño las anécdotas que nos contó Antonio Pérez cuando lo entrevistamos para nuestro periódico escolar. El conquense estuvo con el catalán en París durante los años sesenta. Participaron ambos en la edición de una revista de resistencia llamada "El Ruedo Ibérico", de la que Antonio Pérez guardaba la nostalgia de la revolución. Eran jóvenes y se reunían en París los "refugiados intelectuales" de la resistencia antifranquista. Bebían, escribían y editaban pliegos de combate, además de pasar penurias, muchos de ellos. 
Antonio nos contó que él le había puesto nombre a un personaje señero de la obra de Marsé. Se trata de ese charnego murciano que aparece en Últimas tardes con Teresa, el "Pijoaparte". El mismo Marsé lo admitía: "La intuición fulgurante de Antonio Pérez me sopló al oído el apodo de un personaje de novela, el "Pijoaparte". Y también rememoraba el escritor sus paseos nocturnos por el RIvoli y Les Halles, así como sus sueños comunes: "Porque conozco algunos sueños de Antonio, porque he compartido con él unos cuantos -culturales, éticos, artísticos, gastronómicos y hasta alcohólicos- sé de dónde proviene este equilibrio roqueño y alado a la vez, esta armonía personal entre la raíz y la fronda". 
Cuando veo a Antonio Pérez, siempre recuerdo a Juan Marsé. Los imagino riendo, soñando y dando tumbos por las riberas del Sena, imaginando revoluciones, personajes e inventando historias que luego el escritor catalán plasmaría en las mejores novelas españolas de la segunda mitad del siglo. No sé por qué, pero tanto uno como otro siempre me transmitían sensación de honestidad. 
Esto nos dijo Antonio sobre Juan en 2008: "Me hice muy amigo de Juan Marsé en París. Carlos Barral, su editor, me lo envió para que le buscara trabajo. Cuando él estaba escribiendo Últimas tardes con Teresa (recuerdo que tomaba notas en un pequeño cuadernillo que llevaba siempre encima), lo llamé por teléfono desde Ginebra y le dije que ya tenía nombre para su protagonista murciano, "Pijoaparte", porque conocí a alguien real que se aproximaba mucho al de la ficción. Dice Juan, que su personaje, ese emigrante charnego que enamora a una chica bien, hoy sería un marroquí".
Aún tengo "Esa puta tan distinguida" en la estantería, a la espera; y la relectura de otras novelas suyas, para recrearme con su honestidad y su buena literatura. 

sábado, 18 de julio de 2020

Criaturas de "La muerte en bermudas". El páramo.

Cuando caía el crepúsculo, me abandonaba con melancolía en el sepulcro del páramo. Al fondo ladraban los perros, alterados por el paso del extraño. El oasis de un encinar me servía de refugio y aprendí a apreciar la calima de la tarde, como había hecho con la podredumbre de la muerte durante tantos años. Tampoco el sol de noviembre permitía otro lienzo que el turquesa de un cielo sin rastro de nubes, para disgusto de los agricultores, que ya adivinaban en esa sequía interminable la puntilla a sus endebles economías. Veía a algunos de ellos, plantados en mitad de una viña o de un rastrojo, como un injerto más del paisaje, como si la tierra los hubiera vestido con sus mismos colores y los hubiera parido para que padecieran con ella la dureza de la intemperie. O subidos a enormes tractores con cabina y sonido de alta fidelidad, empeñados todavía en arañar las piedras para buscar el sustento o la sepultura.

Presentación de "La muerte en bermudas" en San Clemente

Presentación de "La muerte en bermudas" en San Clemente. El viernes 11 de septiembre. Maridaje de literatura, vino y cervezas en la librería "Escalopendra". Me acompañará el amigo Javi Castellanos. Yo, vino; él, cerveza; la literatura, ya veremos por dónde se abre paso.

"Spinoza superstar" por Ramón Andrés


Cualquiera de las ventanas de Pieter de Hooch, esas de marco blanco y reblandecido por la lluvia sobre el ladrillo rojo, podría ser la del estudio de Spinoza. No permanecía mucho tiempo en el mismo lugar. Como hiciera Nietzsche en busca de un clima benigno, él iba en pos de una mayor tranquilidad. No por la inclemencia del prójimo, sino por la necesidad de recluirse en silencio y pensar. Rijns­burg, Voorburg, La Haya, recala siempre en estancias no muy amplias, una de ellas, la última, separada en dos ambientes —el dormitorio y el taller— por una biblioteca de unos 160 volúmenes, entre los que se encontraban varios títulos de Descartes, los Elementa philosophica de Cive de Hobbes, Flavio Josefo, Maquiavelo, la Utopía de Moro, el Dictionarium rabbi­nicum de Nathan ben Jechiel, el De vita solitaria de Petrarca, también Los diálogos de amor de León Hebreo, en fin, libros de poemas de Quevedo y Góngora, las Novelas ejemplares de Cervantes y cinco biblias, entre ellas la Biblia sacra hebraica en la edición de Basilea de 1618.
Escribe de noche, contracorriente de unas ideas que están haciendo de Europa una encrucijada, esa Europa que ya delineaba, sin darse cuenta, el organigrama de la desesperación: lo estable e imperecedero, la duración implícita de nuestras empresas y creencias en las que nos afirmamos son ilusorios. Su imposible cumplimiento marcará un continente abocado a una sistemática autoaniquilación que ya forma parte argumental de un devenir histórico, que se alimenta de sus apocalipsis y del resentimiento que depara lo no alcanzado. Dios, inquebrantable hasta ese siglo XVII, ya no recuerda su pasado. En esta amnesia está el núcleo de la Modernidad, surge de ese olvido, del estrépito de una enorme grieta que se ha abierto en el suelo de las convicciones. Las máquinas perfectas, la apoteosis de la técnica, las invenciones más asombrosas, el arte, las ciencias, la audacia del juicio y de la imaginación fueron despojando de sus funciones a un Ser supremo que llevaba en cada mano un haz de destinos y los repartía. Pero después del alejarse de ese Dios cielo adentro y desaparecer, quedamos, al fin, nosotros, los creadores de realidad, los productores de caducidad. Porque el cepo está, una vez más, en la naturaleza de nuestra Razón que percibe “las cosas como poseyendo una especie de eternidad”, según se lee en la Ética.
Él, que fuma en pipa como los personajes que tosen en la pintura de Adriaen Brouwer, que canturrea mientras pule las lentes con insólita perfección en su pequeño estudio, era visto como un descastado, es decir, como un hombre sin fe. Los católicos lo aborrecían, los protestantes lo vituperaban y los miembros de su comunidad judía, que abandonó por hastío, lo odiaban. Un biógrafo llamado Kortholt, sin duda malicioso, sabedor de que el filósofo había fallecido con placidez a los 44 años, se preguntaba “si tal calidad de muerte puede corresponder a un ateo”, a un “panteísta” que fue a descansar en un ataúd que costó 18 florines, hecho además por un cantor luterano con buenas manos para la carpintería.Spinoza piensa para sus adentros que lo divisible, por esencia, es imperfecto; que la libertad de conciencia solo puede darse en un mundo laico. Frunce el ceño cuando se habla del más allá. No, la actividad divina no responde a una creación del azar, sino a lo que él llamaba “causalidad necesaria e inmanente”. Está persuadido de que aquello que “es” no podría existir de otro modo a como existe, y que la esencia no implica existencia. Pese a las promesas del racionalismo, el ser humano no es, ni será jamás, un mundo autónomo, bien al contrario: es fruto de la contingencia, puro pertenecer a un orden infinito. Descartes no está en lo cierto, pero reconoce que el suyo ha sido un sutilísimo ingenio, pues, como antes hicieran otros, dice Spinoza, ha buscado “algo intermedio entre el ser y la nada”, y esta búsqueda es vana porque implica apartarse de la verdad.
Se comprende que Spinoza sea el menos amargo de los filósofos, el menos agraviado por su condición de mortal, por eso escribe en la Ética que quien se siente libre es porque no piensa en la muerte. La desenmascara como estrategia de coacción de los poderes políticos y religiosos. Eso hace tolerante a aquel judío de origen español, indulgente con las carencias de la condición humana. Somos, a duras penas, lo que somos. De ahí que le disgustara, por ejemplo, la representación pictórica de la vanitas, porque en ella hay intransigencia hacia nuestras debilidades. Y la tristeza, qué hacer con la tristeza. ¿No es un disfraz del miedo, la victoria anticipada de un sistema que nos imposibilita? Incluso la esperanza y la necesidad de vivir a resguardo son siervos suyos. Nada es tan conveniente como apagar la melancolía, al igual que la sed y el hambre. Y todo esto lo formulaba desde el corazón de una Europa que había empezado a cimentar el simulacro, a propagar la hipocresía como táctica, una hipocresía a veces llamada poder; otras, revolución; otras, abundancia; otras, igualdad. El vivir en este largo fingimiento ha terminado por confirmar que nuestra situación es accesoria, y que trabajamos con un probado ahínco en la gran y estrepitosa mentira.Cuenta Johannes Colerus que el filósofo frecuentaba en Ámsterdam las clases que el indómito y escéptico Frans van den Enden daba en una librería y almacén de arte de su propiedad. Se murmuraba que allí se respiraba un aire ateísta. Comoquiera que recriminó a Spinoza que era impropio de su inquietud no tener un latín fluido, le sugirió que su hija, Clara María, se convirtiera en su maestra. Y así fue. Aquella muchacha dominaba tanto la lengua latina como la música, y eso lo cautivó. Cabe imaginarlo como a una de las proverbiales figuras de la pintura holandesa que escuchan a una joven mientras la miran con ademán discreto. Y eso que el autor de la Ética no era demasiado aficionado a la música, y menos a la que obedecía a una moda creciente entonces que destacaba, sobre todo, la melodía. Lo único que podía atraerlo era bien distinto: la simultaneidad de notas que conforman un todo, los acordes, su engranaje y progresión armónica. La capacidad narrativa de la melodía frente al acontecer de lo plural; el discurso explícito, pero ligero, frente al perfecto armazón de un orden de sonidos geométricamente demostrado. Solo nos hemos servido de una metáfora, pero ayuda a entender un pensamiento como el de Spinoza, que admite la existencia de una infinidad de formas infinitas que, si bien atribuibles a Dios, también son propiedad de las cosas finitas. ¿Y cómo así? Porque la verdad no depende en ningún caso de la duración.

miércoles, 15 de julio de 2020

Criaturas de "La muerte en bermudas". Servando, el psicólogo a distancia.

Servando siempre ha sido mi proveedor de frases de Facebook, además de mi consejero de cabecera. Ni en Almente pude desprenderme de él. Oía sus palabras de aliento cada lunes, a través del teléfono móvil, como una cita con el psiquiatra. Me animaba a que aguantara con firmeza en mi exilio, a levantar la vista y a seguir contemplando el sol abrasador de julio sin parpadear.

martes, 14 de julio de 2020

Nostalgia de la guillotina

Hace poco vi un análisis estadístico (dudo de todos ellos) según el cual los estudiantes de las universidades privadas obtenían trabajo más fácilmente que los de las públicas. Bien, pese a mis dudas (todos estos estudios tienen un fin perverso e interesado, promocionar lo privado contra lo público), nuestro sistema de meritocracia se puede comprender con un ejemplo práctico. Imaginad a una chica que ha hecho la carrera de periodismo o se ha formado en la profesión de cocinera. Ha concluido sus máster, no encuentra trabajo digno y enciende la televisión pública. Comprueba, indignada, cómo Tamara Falcó (sin ninguna titulación periodística, ni formación en cocina, ni en el arte de la retórica) es la copresentadora de un programa de cocina. La chica que se ha desvivido por su formación comprenderá rápidamente que las oligarquías siguen manteniendo los privilegios medievales. El pobre, en la sociedad del siglo XXI, todavía, debe luchar, sin guillotina, contra la sangre azul (triste), incluso en la televisión pública.