jueves, 19 de marzo de 2020

"La peste: Albert Camus en los tiempos del coronavirus"


¿Qué nos enseñó La peste, de Albert Camus? Que las peores epidemias no son biológicas, sino morales. En las situaciones de crisis, sale a luz lo peor de la sociedad: insolidaridad, egoísmo, inmadurez, irracionalidad. Pero también emerge lo mejor. Siempre hay justos que sacrifican su bienestar para cuidar a los demás. Publicada en 1947, La peste intenta ser una respuesta al dolor desatado por la Segunda Guerra Mundial. Ambientada en Orán, narra los estragos de una epidemia que causa centenares de muertes a diario. La propagación imparable de la enfermedad empujará a las autoridades a imponer un severo aislamiento. Todo comienza un dieciséis de abril. En esas fechas, Orán es una ciudad con una vida frenética. Casi nadie repara en las existencias ajenas. Sus habitantes carecen de sentido de la comunidad. No son ciudadanos, sino individuos que escatiman horas al sueño para acumular bienes. La prosperidad material siempre parece una meta más razonable que la búsqueda de la excelencia moral. 
El Covid-19 o coronavirus ha impulsado a muchos lectores a releer o a leer por vez primera La peste, buscando recursos para afrontar el largo exilio en casa impuesto por las autoridades sanitarias. La enfermedad siempre está ahí, pero pensamos que solo le concierne a los otros. Ahora es asunto de todos. Nuestra campana de cristal se ha agrietado. No somos invulnerables. Oriundo de la Argelia francesa, Camus describe en La peste su tiempo y su tierra natal, pero su novela trasciende su marco temporal y geográfico, adquiriendo el rango de metáfora universal. Sus reflexiones resultan particularmente esclarecedoras en estos días. Camus señala que la irrupción de una epidemia letal nos hace meditar sobre el tiempo. Normalmente, no percibimos su espesor, el abanico de posibilidades que contiene cada minuto. Solo hay una forma de comprender su carga fructífera: “Sentirlo en toda su lentitud”. Esa experiencia se hará asequible para todos con la peste, pero la incertidumbre y el miedo transformarán la lentitud en parálisis, estancamiento. El tiempo no se adapta a nosotros. Somos nosotros los que debemos aprender a experimentarlo en toda su plenitud. El tiempo es el barro del que estamos hechos. No podemos permitir que pase de balde, sin producir frutos. No es posible volver atrás. El tiempo perdido es irrecuperable.
La expectativa de la enfermedad y la muerte nos coloca ante las preguntas fundamentales que solemos evitar o postergar. Camus piensa que no existe Dios, que la fe es una expresión de impotencia, pero opina que el escepticismo no nos has hecho más libres. Solo nos ha dejado más desamparados. La capacidad de sacrificio del doctor Rieux, protagonista de La peste, pone de manifiesto que atribuimos una importancia excesiva a nuestro yo. La grandeza del ser humano reside en su capacidad de amar, no en su ambición personal. No hay nada hermoso en el dolor, pero indudablemente nos abre los ojos y nos obliga a pensar. Rieux no se acostumbra a ver morir a sus pacientes. Piensa que la respiración de un moribundo es una objeción irrebatible contra la supuesta bondad de la vida. La vida es absurda, ilógica. La inteligencia del hombre solo le hace más desgraciado, pues le muestra que el universo está gobernado por el azar. Camus admite que sin la perspectiva de lo sobrenatural, todas las victorias del hombre son provisionales. La victoria definitiva y total corresponde a la muerte. Para Rieux, la existencia solo es “una interminable derrota”. Su filosofía se reduce a eso. No es mucho, pero es una convicción vigorosamente respaldada por la miseria física y moral que aflige –en mayor o menor grado– a la humanidad. Camus piensa que el mal y la indiferencia son más abundantes que las buenas acciones. El hombre no es malo por naturaleza, pero su conocimiento de las cosas es deficiente. Sus actos más nefandos proceden de la ignorancia. Es la tesis del intelectualismo socrático, que Camus ratifica con una frase feliz: “no hay verdadera bondad ni verdadero amor sin toda la clarividencia posible”.
¿Qué es lo ético en mitad de una epidemia? Luchar con “honestidad”. Luchar por el hombre, a pesar de todas sus imperfecciones. En esa batalla, el fanatismo ideológico solo estorba. Hay que mirar más allá, pensando solo en lo humano. ¿Cómo se recordará la peste cuando pase? ¿Tal vez como una hoguera cruenta e interminable? No, más bien como “un ininterrumpido pisoteo que aplasta todo a su paso”. El ser humano evocará esos días con temblor, recordando la fragilidad de la vida. La peste produce horror, pero también tedio. Después de los sentimientos iniciales de terror o coraje, de indignidad o heroísmo, se extiende una emoción unánime de monotonía. “Al grande y furioso impulso de las primeras semanas había sucedido un decaimiento que hubiera sido erróneo tomar por resignación, pero que no dejaba de ser una especie de consentimiento provisional”. La sensación de fatalidad, de estar en manos de una calamidad sin término, embota la sensibilidad. Lo humano retrocede, el espíritu se adormece, lo biológico usurpa el lugar de lo racional. La monotonía se apodera de todo, aplanando los afectos y la capacidad de razonar: “La ciudad estaba llena de dormidos despiertos que no escapaban realmente a su suerte sino esas pocas veces en que, por la noche, su herida, aparentemente cerrada, se abría”. La peste acaba aniquilando los valores. La humanidad se desliza hacia el nivel de conciencia de una res en el matadero, que intuye su final sin reaccionar. Las epidemias matan el cuerpo y el alma. El coronavirus nos está recordando la importancia del contacto físico. El ser humano necesita tocar a sus semejantes, sentir su cercanía. “Los hombres no se pueden pasar sin los hombres”, escribe Camus. Curiosamente, esa necesidad a veces solo se hace visible cuando se propaga una catástrofe. “El único medio de hacer que las gentes estén unas con otras es mandarles la peste”. 
En Occidente, la crisis de la familia ha provocado que cada vez haya más personas aisladas. En los grandes espacios urbanos, los individuos se recluyen en apartamentos minúsculos y apenas se saludan en las zonas comunes. Las ciudades crecen al mismo ritmo que la soledad. Para Camus, el sufrimiento de los niños es particularmente insoportable. Cuando el doctor Rieux y su amigo Tarrou acompañan a un niño en su agonía, su tolerancia a la frustración se desborda, transformándose en airada protesta: “Ya habían visto morir a otros niños puesto que los horrores de aquellos meses no se habían detenido ante nada, pero no habían seguido nunca sus sufrimientos minuto tras minuto como estaba haciendo desde el amanecer. Y, sin duda, el dolor infligido a aquel inocente nunca había dejado de parecerles lo que en realidad era: un escándalo”. El Padre Paneloux se muestra comprensivo: “Esto subleva porque sobrepasa nuestra medida. Pero es posible que debamos amar lo que no podemos comprender”. El doctor Rieux no acepta este razonamiento: “Yo tengo otra idea del amor, y estoy dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados”. Admite que no conoce la gracia divina y cuando el sacerdote le dice que lucha por el hombre, replica que solo pelea por la salud. Al igual que Dostoievski, Camus opina que “no hay nada sobre la tierra más importante que el sufrimiento de un niño” y “una eternidad de dicha” no puede compensar ese dolor. El padre Paneloux objeta que “el sufrimiento de los niños es nuestro pan amargo, pero sin ese pan nuestras almas perecerían de hambre espiritual”. Tarrou apunta que el dolor de los inocentes nos plantea un reto: la posibilidad de alcanzar la santidad. Amando, acompañando, cuidando, sacrificando nuestro bienestar para que otros vivan. Rieux contesta que no le interesa ser santo, ni héroe. Solo quiere ser hombre y ser solidario con los vencidos. Por la peste o por la historia.
La peste avanza y ya nadie se atreve a hablar de Dios. Perdura una esperanza tibia e insuficiente que solo es obstinación de vivir. Camus concluye que “todo lo que el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo”. Sin embargo, no se puede vivir solo de lo que se sabe y se recuerda. Si no esperamos nada, si percibimos la muerte como un límite insuperable, existir se convierte en una fatigosa carrera hacia la nada. Todos somos Sísifo, subiendo una penosa pendiente para despeñarnos por el vacío. Solo puede aliviarnos la ternura, el afecto que surge entre los humanos, tristes criaturas que han aprendido a contar las horas, sabiendo que cada minuto es un paso hacia el abismo. Todos los hombres son hermanos en el sufrimiento, en una desdicha que no se puede aplacar. Camus, humanista sin un ápice de cinismo, no condena a sus semejantes: “Hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”. 
Los espíritus verdaderamente grandes nos sitúan en el umbral de los interrogantes. No nos dan respuestas. Nos incitan a que –desde nuestra soledad– pensemos y recorramos nuestro propio camino. Camus nos cede la palabra, invitándonos al recogimiento. El que no sabe estar solo desconoce lo que es la verdadera libertad. Debemos buscar al otro por anhelo de fraternidad, no para huir de nuestros miedos. No hay que lamentar el aislamiento impuesto por las autoridades. Es una buena oportunidad para explorar nuestra intimidad y buscar un sentido a la vida.

"Gloria, pasión y muerte del soneto" por Carlo Frabetti


Llega la ancianidad y el gran sujeto
de tanta inspiración surge triunfante:
¡es la muerte que asoma en el terceto!

José María Rojas Garrido, «La vida es soneto»

Se atribuye a Giacomo da Lentini, poeta siciliano del siglo XIII, la invención del soneto, aunque es más probable que fuera el resultado de una combinatoria de estrofas simples (cuartetos y tercetos) de la que, por evolución memética, acabó emergiendo una composición dominante que, apadrinada por Dante y Petrarca, se impuso con rapidez en la floreciente poesía renacentista italiana, para reinar luego durante siglos en toda la lírica occidental.
El soneto se compone de dos cuartetos y dos tercetos de arte mayor, normalmente endecasílabos, y aunque admite ligeras variantes, su estructura canónica es ABBA ABBA CDC DCD: el primer verso rima en consonante con el cuarto, el quinto y el octavo; el segundo, con el tercero, el sexto y el séptimo; el noveno, con el undécimo y el décimo tercero; y el décimo, con el duodécimo y el décimo cuarto.
El extraordinario éxito del soneto se debe, en buena medida, a su estructura «dramática», que lo hace especialmente idóneo para expresar, de forma tan intensa como sucinta, el eterno drama de la pasión, tanto de la espiritual como de la carnal, lo que llevó al poeta colombiano José María Rojas Garrido a decir —en un soneto, naturalmente— que «la vida es soneto». En el soneto clásico, el primer cuarteto suele hacer las veces de planteamiento, y el segundo, de nudo, mientras que los tercetos ofrecen, con su comedido cambio de ritmo, un desenlace en dos tiempos: reflexión y conclusión. 
El soneto llegó a España —para quedarse— en el siglo XV, de la mano de Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, con sus «Sonetos fechos al itálico modo»; poco después fue aclimatado al castellano por Juan Boscán y Garcilaso de la Vega, y alcanzó su máximo esplendor en el Siglo de Oro.
Entre los cultivadores del soneto en lengua castellana, que fueron muchos y algunos muy buenos, destaca de forma clara —sobre todo por lo que a la cantidad se refiere— Lope de Vega, a quien se le atribuyen unos tres mil. Para alcanzar ese récord hay que escribir una media de un soneto diario durante nueve años, por lo que es razonable suponer que no todos los que salieron de la pluma de Lope obedecían a esa necesidad imperiosa de compartir las entretelas del alma de la que hablaba Rilke. Decía Jorge Guillén que hay muy pocos poetas verdaderos e incluso esos pocos lo son pocas veces. Es indudable que Lope era un poeta verdadero, pero no lo era siempre: los ejercicios de estilo y los juegos de palabras ingeniosos prevalecen a menudo en sus versos sobre la intensidad poética, como en el terceto final de uno de sus sonetos más famosos:

Espera, pues, y escucha mis cuidados,
pero ¿cómo te digo que me esperes,
si estás para esperar los pies clavados?

Es de suponer que el desmesurado Lope quería explorar a fondo las posibilidades de la poderosa composición poética llegada de Italia; pero, dada su proverbial competitividad, es probable que, de manera más o menos consciente, quisiera también colonizar el nuevo territorio literario agotando las rimas más jugosas. Y le faltó poco para conseguirlo: no es fácil escribir un soneto de corte clásico sin que ninguna de sus estrofas «suene a Lope».
Solemos pensar que el lenguaje ofrece un sinfín de posibilidades, pero no es así; su combinatoria es inmensa, pero no infinita, y si la sometemos a determinadas reglas y limitaciones, puede reducirse drásticamente. Y la rima es una limitación rigurosa, máxime en el caso del soneto, cuyos cuartetos requieren dos grupos de cuatro palabras que rimen en consonante. Veamos cuáles son estas dobles cuaternas en algunos de los sonetos más famosos de Lope:

Violante delante consonante espante – aprieto soneto cuarteto terceto
amorosos poderosos piadosos hermosos – sueño leño dueño empeño
extraño daño estaño año – decoro adoro oro toro
procuras oscuras duras puras – mío rocío desvarío frío
furioso animoso reposo receloso – esquivo vivo altivo fugitivo
haces satisfaces pertinaces capaces – agradezco merezco padezco ofrezco
embelecos secos huecos ecos – quimerista conquista alquimista vista
tuvo detuvo estuvo entretuvo – huesos presos besos impresos
bueno veneno sereno condeno – malo regalo igualo señalo
espalda falda esmeralda guirnalda – maravilla orilla humilla canastilla

Hay muchísimas palabras terminadas en «ante», entre ellas los participios activos de los verbos de la primera conjugación; y también hay bastantes terminadas en «eto», como las primeras personas del singular del presente de indicativo de los verbos terminados en «etar». Pero para muchas de las terminaciones anteriores no hay más de unas pocas decenas de candidatas aceptables, y solo disponemos de una docena de palabras terminadas en «uvo», por lo que hay pocas maneras poéticamente viables de juntar cuatro de ellas.
Dando un paso más en el camino de la esquematización, podemos clasificar los sonetos, desde el punto de vista formal, por la pareja de terminaciones de sus cuartetos. Así, los diez seleccionados serían de los tipos: ante-eto, osos-eño, año-oro, uras-ío, oso-ivo, aces-ezco, ecos-ista, uvo-esos, eno-alo, alda-illa.
Si ampliamos la muestra de diez a cincuenta sonetos, podemos hacernos una primera idea de la amplia combinatoria formal explorada por Lope:

aba-ío. aces-ezco, ada-aso, ado-eves, alda-illa, alma-ento, amo-era, ano-ales, ante-eo, ante-eto, año-oro, argas-ido, aro-elo, astes-istes, ecos-ista, edra-ada, ega-ura, ejas-osa, eles-oro, elo-ano, elva-oca, enas-ío, eno-alo, era-ece, eras-esto, erno-eres, erno-uma, ero-ida, ía-ada, ía-erra, ías-ado, ican-eza, idos-aros, ilo-aro, ipe-echo, ira-ando, iro-ando, oces-ondas, ones-eras, ora-ellos, ores-erno, osa-ones, oso-ivo, osos-eño. umbre-osas, ura-ena, ura-ojas, uras-ío, uro-anto, uvo-esos. 

Las escasas repeticiones que se observan en este centenar de terminaciones, parecen confirmar la sospecha de que Lope quiso explorar a fondo las posibilidades de la rima consonante en relación con una estructura tan exigente como la del soneto. Y es posible que él mismo empezara a notar esa sensación de escasez de recursos verbales que legó a sus sucesores, como podría desprenderse de uno de los sonetos incluidos en este breve análisis: Boscán, tarde llegamos… 
Y si Boscán y Lope llegaron tarde, ¿qué decir de los que vinieron después? No hay que olvidar que muchas rimas italianas son prácticamente iguales en castellano, por lo que incluso los primeros cultivadores españoles del soneto llegaron a un terreno ya colonizado por el dolce stil nuovo. Y si al legado italiano le añadimos los tres mil sonetos de Lope, más los de Santillana, Boscán, Garcilaso, Góngora, Calderón, Quevedo, Cervantes, Herrera, Sor Juana…, entenderemos las dificultades de los sonetistas posteriores al Siglo de Oro para llegar a ser algo más que epígonos.
El soneto murió de éxito. Un éxito fulgurante que llevó al agotamiento al amante insaciable —ora espiritual, ora carnal— en que lo convirtieron los insaciables poetas. De vez en cuando vuelve de la tumba invocado por algún viejo brujo del vudú literario, como Borges, y aún puede deslumbrarnos con su belleza ultraterrena; pero el soneto ya no es de este mundo, si alguna vez lo fue.

lunes, 16 de marzo de 2020

Pandemia, día tres

Un esputo en la acera, reciente, burbujeante. Bulle la virulencia del mal sin nadie a quien amarrarse. Espero que la lluvia lo sofoque pronto, que lo arrastre en su caudal de charcos y barro, en la limpieza natural de cada mes. Ha llegado el temporal dos días después de recluirnos, para amansarnos, para que la calle no nos atraiga con su cebo de sol. El agua quiere borrar el esputo de la acera, para despejarla de infecciones y de pisadas malsonantes. El tamborileo de la lluvia disimula ese silencio estremecedor que se había instalado en el ambiente, ese funesto lametazo del miedo que ha empapado las calles, las miradas, los balcones, las pisadas, las trayectorias. Me cruzo con una mujer mayor y se aleja de mí cuanto puede. La cabeza abajo, el paso trémulo, arrastra los zapatos en el suelo mojado. En la plaza, solo la estatua de bronce contempla atónita la fachada de la iglesia. Nadie a quien observar, nadie a quien atrapar para la conversación, para el saludo. 
Al esputo no se lo ha llevado el agua, resiste, se empecina en seguir apegado a la piedra. Es un ser vivo, como nosotros, un ser vivo que se aferra a la acera para no consumirse. Quizás mañana salga el sol, un sol fuerte, de caldera, y lo tueste para que podamos abandonar este gesto de estupefacción que nos deforma. Nadie, en esta sociedad de los seguros de vida y el día planificado, podía esperar que se nos despojara con tanta facilidad de los derechos burgueses contraídos con el sosiego y los banqueros. Nadie.     

sábado, 14 de marzo de 2020

Peste


En 1348 llegó la mortífera peste a la egregia ciudad de Florencia, más hermosa que ninguna otra en Italia, tras comenzar unos años antes en los países orientales y privarles de una innumerable cantidad de vidas. Se propagó sin cesar de un lugar a otro hasta extenderse miserablemente. No valía contra ella remedio ni saber humano, no nos valió limpiar la ciudad de muchas inmundicias ni prohibir la entrada a los enfermos. No valieron los consejos para mantener la higiene ni las rogativas de las personas devotas, ni las procesiones. Al principio de la primavera de dicho año comenzó horrible y sorprendentemente a mostrar sus dolorosos efectos. Como en Oriente, a varones y hembras les nacían en la ingle o bajo las axilas unos bultos, algunos de los cuales crecían como una manzana mediana, otros como un huevo, a los que las gentes llamaban bubas. Luego manchas negras o lívidas, indicio de muerte segura a los tres días de aparecer. Para curar la enfermedad no aprovechaba ni consejo de médico ni medicina alguna. Pocos eran los que sanaban. Y esta pestilencia fue más virulenta porque prendía de los enfermos en los sanos como hace el fuego cuando se acerca mucho a las cosas secas o grasientas. No solo el hablar o tratar con los enfermos contagiaba, sino también al tocar las ropas o cualquier otra cosa usada por los enfermos. No solo se contagiaba entre humanos, también las bestias se veían afectadas. Yo mismo asistí horrorizado al espectáculo de unos cerdos que hozaban entre las vísceras de un muerto de peste, se convulsionaron al poco y cayeron redondos al suelo como si hubieran tomado veneno.
Todo el mundo huía de los enfermos y de sus enseres. Los que podían se apartaban a casas donde no había enfermos y comían alimentos delicados y óptimos vinos, huyendo de todo exceso. Otros, de distinta opinión, afirmaban que el beber mucho y el gozar y el ir cantando y disfrutando por ahí, riéndose y burlándose de lo que ocurría, era la medicina más eficaz para tanto mal. Iban de día y de noche de una taberna a otra, bebiendo sin medida y asaltando las casas de quienes lo habían abandonado todo. Eso sí, siempre huían de los enfermos. 
Las respetables autoridades, tanto divinas como humanas, igual que los demás, enfermaban o morían o se habían quedado sin servidumbre. Algunos creían que era muy bueno perfumarse con hierbas aromáticas y flores contra el hedor de los muertos, las enfermedades y las medicinas. Muchos abandonaron sus casas, sus posesiones, a sus parientes y a sus cosas y buscaron el campo, como si el azote de la pestilencia solo fuera a castigar a los que vivían dentro de las murallas de la ciudad. El espanto llegó a tal punto que los ciudadanos se esquivaban entre sí, ningún vecino se ocupaba de otro y los parientes se visitaban pocas veces o nunca. Un hermano abandonaba al otro; el tío, al sobrino; muchas veces, la esposa a su marido; y, lo más grave, lo padres se desentendían de sus hijos, como si no fueran suyos. A los que enfermaban, que eran una multitud incalculable, solo les quedó el auxilio de los amigos incondicionales (muy pocos), o la avaricia de los criados, que servían por elevadísimos salarios. Era tanta la multitud de los que morían que, entre los vivos, surgieron hábitos contrarios a las costumbres primitivas de los ciudadanos. Se olvidó el ritual de los velatorios, y el de los entierros. La gente moría sin testigos y nadie lloraba por ellos. La mayoría solía gastar risas y bromas, y no existía la compasión femenina. Se enterraba al muerto en la primera sepultura que se encontraba libre. Los pobres enfermaban a millares al no poder salir de sus casas y al no ayudarlos nadie, con lo que morían todos. Se enterraba a los cadáveres más por el temor a la corrupción que por la caridad hacia los difuntos. Se metía más de un cuerpo en cada ataúd y, cuando faltaba sitio, se les metía en fosas comunes.
Entre marzo y julio se cree que más de cien mil personas perdieron la vida. Cuando la ciudad estaba casi vacía  de habitantes, siete jóvenes entre 18 y 28 años, unidas por la amistad y por el luto, se encontraron en la iglesia de Santa Mª de Novella. Pampinea les propuso a las demás huir de la tragedia al campo y así librarse de la muerte, a lo que Filomena y Elisa propusieron buscar a tres hombres jóvenes con los que pasar el exilio con mayor liviandad...       

jueves, 12 de marzo de 2020

La emergencia

Consejeros de una comunidad cualquiera de nuestras Españas. Taberna "El Pilón".

-Consejero 1: ¡Joder, presidente, qué huevos tiene! Con los micrófonos delante, les suelta a los docentes lo gandules que son, "que se olviden de quince días de vacaciones por la cara". Ni uno de Vox se habría atrevido a más, es usted la polla, ¡olé sus huevos toreros!
-Consejera 2: Es usted mi ídolo, que se enteren esos rectorcillos y maestrillos de que aquí mandamos nosotros. ¿Cómo se le ocurre cerrar la universidad sin nuestro permiso?
-Presidente: A ver si aprendéis, nenes, lo primero son nuestras falanges. Y nuestras falanges están contra los profesores, así que, ya sabéis, decidles a ellos, nuestros votantes, lo que quieren oír.
-Camarero: Hombre, lo único que ha hecho el rector ha sido tomar ejemplo de lo que pasó en Italia, para no cometer los mismos errores.
-Consejera 2: Eso, que ahora vosotros, los del sector servicios también sabéis de emergencias. Sírveme otro pacharán y tira para la barra.
-Consejero 1: ¡Hostias, presidente! Que acaba de recomendar Sánchez el cierre de los centros educativos. ¿Ahora qué hacemos, después de lo que ha dicho esta mañana?
-Presidente: Se va a enterar Sánchez. Yo cierro los centros, pero la culpa no es mía. La mierda para él. Nuestras falanges ya saben de qué lado estoy y a este niñato le voy a calentar la cara otra vez delante de los micrófonos.
-Camarero: Pero él habrá seguido las instrucciones de la autoridad sanitaria.
-Consejera 2: ¿La autoridad sanitaria? Anda, tira. Si no sabes ni poner dos hielos en el cubata.
-Presidente: Tú sírvenos otra ronda, que vamos de comparecencia. Dos en un día y sin sacarla, soy un semental.    

Pandemia

Esta obsesión por la exhibición permanente
a la que la sociedad moderna
nos somete cada día.
Esta obsesión por opinar,
juzgar
y luego linchar.
Este placer por degollar
la lógica, el humanismo,
por no acariciar
las palabras,
la belleza,
los trazos delicados del artista.
Esta obsesión por acumular
papel higiénico
y sacos de lentejas,
por no quedar como tonto
o como el último de la fila.
Esta pandemia de la idiotez
que ha invadido los despachos,
las calles, los bares, las universidades,
los prostíbulos, los campos de fútbol
y las tiendas de comestibles.
Esta incuria de la razón,
sometida, como siempre,
al imperio de la supersstición,
del miedo,
de las vírgenes en andas.
Esta insania de ahora
y de siempre,
que sorprende,
porque no se alivia con los siglos.

sábado, 22 de febrero de 2020

"La edad de la penumbra", Catherine Nixey


Demoledor ensayo sobre el papel del cristianismo en la pérdida de la cultura clásica. Catherine Nixey desarrolla un trabajo bien documentado sobre los primeros siglos del cristianismo en el Imperio romano (desde Constantino hasta el siglo VI). Cualquiera que esté familiarizado con la literatura y la cultura clásicas se sorprende de la brecha entre el mundo clásico y la Edad Media y sospecha que algo extraño debió ocurrir para semejante retroceso. Nixey nos da las pruebas (las pocas que han subsistido) y enhebra un relato entretenido sobre la labor de acoso y derribo del mundo clásico. Sí, en los monasterios y conventos se preservó parte de la cultura clásica, la pequeña porción que no había sido esquilmada por la misma Iglesia en siglos precedentes. Como la autora repite, había que hacer desaparecer al demonio, y el demonio se encontraba en cada estatua de Atenea, en cada templo dedicado a Zeus, en cada libro escrito por paganos, en cada fiesta lúbrica dedicada a Dionisos. Se prohibió, se quemó, se derruyó, se asesinó, se persiguió con saña y con un plan preconcebido a todo lo que oliera a paganismo griego o romano. Lo raro es que haya quedado algo de ellos (según Nixey, menos de un diez por ciento de sus producciones artísticas). Es conmovedor el relato de las piras de libros, el asesinato de Hipatia, el abanderamiento de la ignorancia o la obsesión por dictar decretos de demolición contra una cultura superior. Sí, hubo un tiempo en que cristianismo y Estado Islámico compartieron consignas.

Algunos extractos de la obra:

"En el siglo II d. C. el cristianismo podía considerarse a sí mismo como la única verdad, pero para la mayoría de la gente era un culto oriental excéntrico y con frecuencia irritante".

"Celso no solo estaba irritado por la falta de educación de esa gente. Era mucho peor que, de hecho, celebraran la ignorancia. Declaraban, escribió que "la sabiduría es abominable y la ignorancia un bien", una cita casi exacta del libro de los Corintios".

"La expansión del cristianismo es la historia de una conversión forzosa y de una persecución gubernamental. Es una historia en la que se destruyeron grandes obras de arte, se profanaron edificios y se suprimieron libertades. Es una historia en la que se consideró fuera de la ley a quienes se negaron a convertirse, se los acosó a medida que la persecución se intensificaba y hasta fueron ejecutados por unas autoridades fanáticas. Las breves y esporádicas persecuciones romanas de cristianos palidecen en comparación con las que infligieron los cristianos, incluyendo a sus propios herejes. Si esto parece inverosímil, tengamos en cuenta un simple hecho; en el mundo actual hay más de dos mil millones de cristianos, pero no hay ni un solo auténtico pagano".

"La literatura clásica no solo cuestionaba la realidad de los seres divinos, sino que con frecuencia se reía de ellos. Las obras de filosofía griega y romana estaban llenasd e chistes incisivos que se burlaban de la religión".

"Basilio animaba a quemar las obras clásicas, según él esa censura eclesiástica era una forma de amor. Así como Agustín defendía golpear a los herejes con varas como forma de cuidado parental".

"Quemar libros era algo aprobado e incluso recomendado por las autoridades de la Iglesia. (...) La costumbre cristiana de quemar libros gozaría de una larga historia".

"Los monjes medievales, en una época en la que el pergamino era caro y el aprendizaje clásico se consideraba despreciable, cogían piedras pómez y raspaban los últimos ejemplares de las obras clásicas de arriba abajo (...) La prueba de los manuscritos supervivientes es clara, en algún momento, alrededor de 100 años después de que el cristianismo llegara al poder, la transcripción de los textos clásicos se reduce drásticamente (...) Estaba teniendo lugar u lento pero devastador borrado de la literatura clásica. Lo que aseguró la casi total destrucción de las literatura latina y griega fue una combinación de ignorancia, miedo y estupidez (...) Se ha estimado que menos de un diez por ciento de toda la literatura clásica ha sobrevivido. En el caso del latín es aún peor, solo se conserva un uno por ciento de toda la literatura latina. Si esto era preservación -como a menudo se ha afirmado-, entonces se llevó a cabo con asombrosa incompetencia".

"Los pastores cristianos, fervorosos y controladores como eran, decían que el teatro era basura. Basura pecaminosa y demoníaca, una "depravación", una "peste", una "deformidad", una "locura obscena"".

"Con el tiempo, la desaprobación de los clérigos se vio reforzada por la ley. Los festivales paganos, con su exuberante alegría y sus danzas, se prohibieron. El rechazo a estos había estado presente durante décadas; el propio Constantino había mostrado su desdén por los festivales de los impíos paganos llamados "religiosos" y por las ebrias y desenfrenadas fiestas en las que "bajo la apariencia de la religión, sus corazones se dedican al disfrute libertino".   

jueves, 20 de febrero de 2020

"Qué quieren las mujeres?" por Carlo Fabretti


En 1925, mientras Freud psicoanalizaba a la princesa Marie Bonaparte, se produjo una súbita inversión de roles y fue el analista el que mostró un retazo de su lado oscuro —lo que él llamaba «el inconsciente»— al proclamar: «La gran pregunta sin respuesta a la que yo mismo no he podido contestar a pesar de mis treinta años de estudio del alma femenina, es la siguiente: ¿qué quieren las mujeres?».
Lo que Freud debería haberse preguntado, y con él millones de hombres, es: «¿Por qué no puedo hallar la respuesta a esa pregunta?», o incluso: «¿Por qué me hago esa pregunta?»; pero seguramente tales metapreguntas no tenían cabida, hace cien años, en la cabeza de un hombre inmerso en la lógica patriarcal, aunque la cabeza fuera tan grande como la de Freud.
Y sin embargo «la gran pregunta sin respuesta» ya había sido respondida muchas veces, y desde hacía mucho tiempo. Por ejemplo, en una leyenda artúrica que le oí contar, hace muchos años, al gran narrador oral británico Tim Bowley, recientemente fallecido. Una leyenda que contiene una gran verdad; una de esas verdades tan grandes que a duras penas caben en las historias reales y buscan acomodo en el más vasto territorio de la imaginación:
Cuando el rey Arturo era joven, se adentró sin darse cuenta en los dominios del Caballero Oscuro, que lo capturó y lo amenazó con matarlo si en el plazo de un año no encontraba la respuesta a una pregunta, y la pregunta era: ¿Qué es lo que realmente desean las mujeres? Arturo buscó la respuesta por todas partes y encontró muchas, es decir, ninguna: amor, belleza, seguridad, prestigio, fortuna, hijos… Al final, cuando estaba a punto de expirar el plazo, le dijeron que había una bruja que conocía la verdadera respuesta, y Arturo fue a consultarla. Y la bruja, que era horriblemente fea, le dijo que solo le revelaría la respuesta si Galván, el más noble caballero de la Mesa Redonda, se casaba con ella. Galván aceptó para salvar a su rey y amigo, y la bruja dijo que lo que las mujeres deseaban realmente era decidir sobre su propia vida.
El Caballero Oscuro quedó satisfecho con la respuesta, Arturo se salvó y Galván se casó con la bruja, tal como había prometido. Y la noche de bodas, en la cámara nupcial, la bruja se convirtió en la más hermosa de las mujeres y le dijo a su esposo: «Esta es mi verdadera naturaleza, pero solo podrás disfrutar de ella la mitad del tiempo. Puedo ser fea de día, a la vista de todos, y hermosa de noche, en la intimidad. O hermosa de día y fea de noche, elige». Y Galván contestó sin dudarlo: «Elige tú lo que prefieras». Y entonces ella dijo: «Esa es la respuesta correcta, y como premio por respetar mi voluntad seré hermosa de día y de noche».
Las mujeres, al igual que los hombres, quieren elegir. Así de sencillo, así de difícil. No en vano las primeras feministas organizadas como tales fueron las sufragistas, que reclamaban el derecho a votar, es decir, a participar en las «elecciones» por antonomasia. Reclamaban su derecho a decidir, a elegir entre las distintas opciones.
Y en otro orden de cosas, no es casual que Corín Tellado sea la escritora española más leída después de Cervantes. La clave del extraordinario éxito de sus novelas románticas (mejor dicho, «rosa»: nada que ver con Werther) es que en casi todas ellas la protagonista se debate entre dos pretendientes. En un mundo y en un terreno en el que las mujeres son —o no son— los objetos de deseo de los hombres, sujetos principales y a menudo únicos, las «chicas de Corín» pueden elegir y han de afrontar la responsabilidad y el riesgo de hacerlo, lo que las convierte en verdaderas protagonistas y las conecta con el deseo profundo de las lectoras. La respuesta que Freud aún no había encontrado a los setenta años, ya la conocía Corín Tellado a los diecinueve, cuando publicó su primera novela.
Y la fórmula sigue funcionando, a pesar de los avances conseguidos por el feminismo en las últimas décadas. No importa que los galanes en liza sean un vampiro y un licántropo, como en la saga Crepúsculo: la chica es la que elige, la autora es una mujer y el público es eminentemente femenino.
Pero tanto Corín Tellado como sus numerosas epígonas seducen a sus congéneres más ingenuas con el señuelo de una elección sucedánea, pues elegir entre dos hombres no es mucho mejor que ser elegida por uno, y la aparente liberación no es más que una puesta al día de la antigua sumisión. «El destino de la mujer es el hombre» sigue siendo el mensaje, por más que se le añada al proceso subordinatorio un grado de libertad. Y de ahí una de las consignas históricas del feminismo más combativo: «El hombre es el pasado de la mujer».

domingo, 16 de febrero de 2020

"La épica del naufragio en el Ulises de Joyce" por Stefano Cazzanelli



Escrito entre 1914 y 1921 y publicado en 1922, el Ulises de Joyce es uno de los libros más difíciles jamás escritos. No es una novela —aunque Joyce se empeñaba en llamarla novel—, ni un ensayo; no es épica ni periodismo. Es todo esto y su superación: una confluencia de estilos, un bullir de personajes, sensaciones, lugares sin pies ni cabeza en los que todo fluye; un remolino donde perderse: la Caribdis que Homero ahorró a Ulises, Joyce nos la arroja sin ninguna piedad.

Los personajes principales, Bloom y Stephen, son antihéroes, unos vencidos; víctimas del mundo moderno en el que los grandes ideales no tienen derecho de ciudadanía y en el que triunfa únicamente la cotidianidad decadente. Paul Bourget, psicólogo y crítico literario contemporáneo de Joyce —muy influyente en las tesis de Nietzsche sobre el nihilismo—, definía como decadente aquella literatura en la que la parte predomina sobre el conjunto, la página sobre el libro. Flaubert, Stendhal o Baudelaire eran ejemplos de este espíritu decadente que Joyce retoma y relanza con una fuerza inaudita: mientras que en Baudelaire la parte se sustenta heroicamente independiente del todo, en Ulises las partes fragmentadas se precipitan al pozo sin fondo de lo absurdo en el que fluye la existencia humana. No es arte decadente, no es wagnerismo literario, sino cacofonía de significados y de estilos, de emociones e instintos, sonidos y símbolos a la Stockhausen puestos al albedrío de una conciencia sin puertas ni ventanas que discurre encerrada en su propia inmanencia.

En Ulises la realidad de Dublín, como la de sus habitantes, es descrita con una fidelidad maniática en cada detalle, tanto que se suele decir que, si la capital de Irlanda fuera reducida a escombros por algún cataclismo, gracias a la obra de Joyce se podría volver a reconstruir de manera exacta. Sin embargo, todo este realismo no está al servicio de la realidad, como si esta fuera el origen del significado de aquello que tenemos ante los ojos: es, al contrario, puesto al servicio de un simbolismo aturdido que abandona a la conciencia solipsista del yo la tarea de definir el sentido de lo que aparece. La realidad es un signo cuyo significado está determinado únicamente por la conciencia de cada uno de nosotros, una conciencia que fluye y arrastra en dirección a su «hacia-ningún-lugar» todo aquello que encuentra en su camino. El famoso stream of consciousness es por tanto el único medio estilístico que permite dar voz a la construcción del sentido de la realidad: un flujo que, como Penélope con su tela, se construye con los restos de aquello que hace un instante ha destruido.

De aquí deriva la dificultad enorme a la que el lector se encuentra sometido: intentar penetrar en la conciencia de Bloom, de Molly o de Stephen significa seguir los vuelos pindáricos de sus mentes, las conexiones bizarras de sus subconscientes (Ulises está enteramente impregnado de Freud), los flujos y reflujos de sus deseos. Pero he aquí el problema: la vida inmanente no es lineal, no es objetiva, es un zigzaguear completamente subjetivo, oscuro y terrible del que dejamos emerger solo un destilado muy pequeño de la luz del sentido comprensible y comunicable, la mayoría de las veces conformista, sujeto a valores tradicionales, religiosos, históricos, patrióticos… Bajo la punta del iceberg racional bulle la conciencia inconexa del yo, sumergida en las aguas negras de las pasiones, las pulsiones, los resentimientos, las envidias; una materia originaria informe que no se puede plasmar y que hay que limitarse a escuchar para intentar captar algún indicio, quizá el eco de un acontecimiento del pasado —una mirada, un gesto, el encenderse de una cerilla— que, enganchándose en el subconsciente, ha generado una infección que guía toda nuestra vida:

A menudo he pensado desde entonces al mirar atrás hacia aquel extraño episodio que fue aquella pequeña acción, trivial en sí misma, aquel encender una cerilla, lo que determinó todo el curso posterior de nuestras dos vidas.

En esta Dublín fluida lo ínfimo está al mismo nivel de lo sublime: el encender una cerilla puede incluso ser más determinante que la muerte de un amigo. En un universo sin criterio, sin valores, ¿quién determina lo que es bueno y lo que es malo? ¿Lo que es ínfimo y lo que es sublime? Los valores, el orden de la verdad constituida, religiosa o política, son aquello que intenta encauzar la fuerza de la corriente vital, darle un sentido. Haciendo esto, sin embargo, limitan y finalmente bloquean la fuerza expresiva del yo: la historia, la tradición y su legado, son unas sirenas que devoran nuestro progreso existencial y transforman la vida en una crisálida vacía. La vida no se puede comprender, es imposible determinarla, definirla; se puede únicamente vivir, es decir, acompañarla en sus flujos: «¿Cómo se puede ser propietario del agua en realidad? Siempre fluyendo en el fluir, nunca es la misma, que en el fluir de la vida rastreamos. Porque la vida es un fluir».

El Ulises de Homero anhelaba volver a su Ítaca, emblema de la tierra patria, a los brazos de su esposa Penélope (la virtud de la fidelidad y de la continencia); su viaje tenía una meta clara y su vida unos valores incorruptibles: amistad, honor, castidad, coraje, etc. Ulises-Bloom en cambio aborrece la vuelta a su casa porque sabe que Molly, su mujer, le está traicionando. Es un desheredado, un judío errante en tierra católica, que para ganar tiempo se dispersa en lo que le rodea, en la ciudad, sin meta. Y sin embargo no renuncia a afirmar una identidad suya: sobrevive en él un deseo profundo de dar una forma a la masa caótica de la existencia; desea ser padre, ser acogido por sus amigos y compañeros del trabajo, desea una casa y una vida nueva en la que los acontecimientos y las cosas estén en sus casillas y no encerrados desordenadamente en un cajón como los muebles de su salón. Pero son precisamente estos deseos los que le vuelven ridículo y torpe, un ser patético para el que el impulso hacia el ideal es una simple ensoñación cuyo único fin es apartarle de su triste realidad: su hijo ha muerto, sus compañeros no le aguantan y se ríen de él, su casa es vieja y descuidada, las mujeres le ignoran.

Lo mismo pasa con Stephen-Telémaco, un joven idealista que busca realizarse como poeta, un chico atractivo y caprichoso que rechaza sus raíces (la fe católica representada por su madre, que muere sin que él haya atendido su último deseo), engreído cuando defiende sus tesis sobre Shakespeare, sus tesis políticas o religiosas. Como Bloom él también se dispersa en la Dublín católica, convencional, sometida a la dominación inglesa y víctima, por otra parte, de un nacionalismo ignorante. Terminará emborrachándose en un prostíbulo, golpeado en la cara por un soldado y sin dinero: justamente lo contrario de lo que deseaba.

Deseos partidos, ideales que intentan ordenar la trama de la vida, darle un sentido. Bloom y Stephen, padre sin hijo e hijo sin padre, son dos personajes que naufragan en el mar de la existencia sin sentido justamente por causa de su intento vano de llegar a una meta. Entre estas dos hipóstasis la relación es imposible. Y lo es porque buscan un ideal, una ascesis de la vida capaz de darle un valor, algo espiritual y por tanto paterno: la paternidad, de hecho, no se plasma en la carne —como la maternidad— sino solo en el espíritu. La paternidad es aquello que rompe el vínculo con la carne: el padre es el que corta el cordón umbilical, el que abre al hijo al mundo, al partir la relación cerrada con la madre. La paternidad verdadera es educación, es decir, conducir a alguien fuera de sí mismo hacia otra cosa (e-ducere) y en este sentido es lo que asigna una forma a la mera vida biológica, a la materia instintiva, pasional, carnal. Todo Ulises es la búsqueda de una paternidad imposible, de un vínculo estable que sepa encauzar lo irracional de la existencia hacia un ideal transformando la vida biológico-animal en una existencia humana heroica, en un viaje hacia el descubrimiento de uno mismo. En la Dublín de Joyce, sin embargo, la paternidad ya no está (el padre de Bloom ha muerto suicida), ya no genera (su hijo Rudy murió con solo once días de vida); el vínculo padre-hijo es irreversiblemente dialéctico.

¿Qué meta le queda entonces al hombre de Joyce? Si la épica del espíritu ya no es posible, entonces no queda otra cosa que abandonarse a la «épica del cuerpo humano» (con estas palabras Joyce definía su odisea en una carta de 1918 al amigo Frank Budgen). La síntesis entre Padre e Hijo no es el Espíritu Santo paterno, sino la Santa Madre Tierra, el abandonarse al cuerpo y a sus pulsiones, a sus tendencias fisiológicas. Bloom lo admite abiertamente cuando, en una de sus visiones, mientras se encuentra en un prostíbulo, afirma: «Ay, tengo tantas ganas de ser madre». Molly-Penélope, la esposa infiel, promiscua, licenciosa, es el único personaje capaz de domar lo irracional en la medida en la que se abandona a ello. Se podría quizá hablar de una «épica del naufragio». Su vida no tiende a un ideal, a un valor. Ella simplemente vive, afirma la vida.

El gran «sí a la vida» de Nietzsche resuena en la última frase de Ulises cuando, al final del largo monólogo, Molly Bloom afirma: «yes I said yes I will Yes».

martes, 11 de febrero de 2020

Ejercicios de desintoxicación


El domingo pasado comenzamos con los ejercicios de desintoxicación para alumnos de 1º de bachillerato. Se trata de embarcarlos en un proyecto periodístico, sacarlos de las aulas y llevarlos de aquí para allá con el fin de que ejerzan la labor de un periodista profesional. Fuimos al teatro Buero Vallejo de Alcorcón y bajo la dirección de una periodista de verdad, Mª José Celada (del programa "Hazte Eco"), se entusiasmaron con el oficio del cronista de campo. 
Se están desintoxicando de las aulas. Porque las seis horas diarias que pasan en el instituto sometidos a todo tipo de monsergas y a una pasividad de ameba, son ponzoñosas, tóxicas, abotargan. Daría igual sacarlos para ejercer el pastoreo, el cultivo de la vid, para hacer teatro, para bordar tapetes de ganchillo, para atrapar drones con cazamariposas..., cualquier actividad que suponga una emoción, una conexión directa con la vida. 
Sí, empezamos el domingo con los ejercicios de desintoxicación, el problema es no administrarlos con la asiduidad necesaria. La rutina, el plomo y el adocenamiento no son materiales dúctiles ni nutritivos, no sé por qué nos empeñamos en instruir de esta manera (bueno, algo sospecho). La Institución Libre de Enseñanza ya descubrió, hace más de cien años, que estos métodos son inútiles para formar espíritus libres. Propuso otros muy atractivos, que a la sociedad capitalista, al parecer, no le convienen: incentivan en exceso el espíritu crítico, se entusiasman y no favorecen la competitividad. Bueno, me voy a clase, debo administrar a mis alumnos la pastilla diaria para aletargarlos (a ellos y a mí). 

martes, 4 de febrero de 2020

Una novela sobre Pérez Reverte


Después de leer "Sidi" de Pérez Reverte, se me ha ocurrido un posible argumento para una novela. El protagonista sería Arturo, armado hasta los dientes, con chaleco antibalas y casco de vikingo. Saldría a correr aventuras para enseñarles a los youtubers a manejar un machete en el enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Y se daría de bruces contra un mundo blando y sin redaños, que lo tendría siempre de una mala hostia continua. En la segunda salida, lo acompañaría Javier Marías, un escudero cascarrabias, encalabrinado contra la vida moderna. Los dos, montados en sendas motos de gran cilindrada, patrullarían las calles de Madrid para escupir a los idiotas (según ellos el 90 % de la gente), deslumbrar a hembras de gran tetamen y recuperar el ardor guerrero entre hombrecillos de tres al cuarto que andan sin virilidad por las aceras. Demasiados estereotipos, no. Pues sí, lo mismo que ocurre con los personajes de Sidi (de ahí la influencia). Creo que no la voy a escribir.           

viernes, 31 de enero de 2020

"La puta de Babilonia" de Fernando Vallejo


Un "panegírico" de la Iglesia, extraído del libro "La puta de Babilonia" de Fernando Vallejo:

“LA PUTA, LA GRAN PUTA, la grandísima puta, la santurrona, la simoníaca, la inquisidora, la torturadora, la falsificadora, la asesina, la fea, la loca, la mala; la del Santo Oficio y el Índice de Libros Prohibidos; la de las Cruzadas y la noche de San Bartolomé; la que saqueó a Constantinopla y bañó de sangre a Jerusalén; la que exterminó a los albigenses y a los veinte mil habitantes de Beziers; la que arrasó con las culturas indígenas de América; la que quemó a Segarelli en Parma, a Juan Hus en Constanza y a Giordano Bruno en Roma; la detractora de la ciencia, la enemiga de la verdad, la adulteradora de la Historia; la perseguidora de judíos, la encendedora de hogueras, la quemadora de herejes y brujas; la estafadora de viudas, la cazadora de herencias, la vendedora de indulgencias; la que inventó a Cristo loco el rabioso y a Pedro-piedra el estulto; la que promete el reino soso de los cielos y amenaza con el fuego eterno del infierno; la que amordaza la palabra y aherroja la libertad del alma; la que reprime a las demás religiones donde manda y exige libertad de culto donde no manda; la que nunca ha querido a los animales ni les ha tenido compasión; la oscurantista, la impostora, la embaucadora, la difamadora, la calumniadora, la reprimida, la represora, la mirona, la fisgona, la contumaz, la relapsa, la corrupta, la hipócrita, la parásita, la zángana; la antisemita, la esclavista, la homofóbica, la misógina; la carnívora, la carnicera, la limosnera, la tartufa, la mentirosa, la insidiosa, la traidora, la despojadora, la ladrona, la manipuladora, la depredadora, la opresora; la pérfida, la falaz, la rapaz, la felona; la aberrante, la inconsecuente, la incoherente, la absurda; la cretina, la estulta, la imbécil, la estúpida; la travestida, la mamarracha, la maricona; la autocrática, la despótica, la uránica; la católica, la apostólica, la romana; la jesuítica, la dominica, la del Opus Dei; la concubina de Constantino, de Justiniano, de Carlomagno; la solapadora de Mussolini y de Hitler (y de Franco); la ramera de las rameras, la meretriz de las meretrices, la puta de Babilonia”.

viernes, 24 de enero de 2020

La isla de las tentaciones

Sótanos de Telecinco, doce de la noche.
-Director de la cadena: Bueno, os he reunido aquí porque no quiero pasar a la posteridad como el malversador del gusto de todo un país, no quiero ser el Bustamante de la televisión. Quiero un nuevo programa que abandone la línea editorial de víscera, maledicencia y mal gusto. ¡Ideas, ideas!
-Productor: Eso mismo estaba pensando yo.
-Becario 1: Yo tengo un proyecto muy original para elevar el prestigio y el nivel cultural. ¿Por qué no recuperar el espíritu de los novelistas decimonónicos, Flaubert, Tolstói, Galdós, Clarín? Podríamos hacer un programa sobre unas modernas Madame Bovary, Ana Karenina, Fortunata y Ana Ozores. Elevaríamos el tono cultural y nos sumaríamos a la corriente feminista. 
-Director de la cadena: Excelente idea, pero no olvidéis que no hay que perder "share".
-Productor: Lo tengo, tengo en la cabeza el programa. Y el título, "La isla de las tentaciones".
-Director de la cadena: Pues adelante, a por una televisión de calidad.    

Piedra negra sobre una piedra blanca

Leo en una página de internet el poema "Piedra negra sobre una piedra blanca" de César Vallejo, estremecedor y de una belleza angustiosa. Pero al ver los comentarios de los que, supuestamente, han leído el poema, uno pasa de la angustia a la estupefacción. Aquí una selección con sus reglas de ortografía particulares: "Este poema estodo un exito xk lo hizo cesar con muxo amor para todos", "relax todo pasa la vida es asi de ahu bamos a estar en el cielo", "todo chevere ¿como me morire yo?", "espero conocer una amiga por q estoy solo tengo la edad de 15 años y bey un beso y un abrazo los q leeen esto". Los críticos literarios de internet ofrecen una vuelta de tuerca esplendorosa a la teoría de la recepción de Jauss.

"La educación popular" por Manuel Jabois



Un día, principios de los años 30, el pintor Urbano Lugrís participó en un espectáculo de las Misiones Pedagógicas en Valencia de Alcántara (Cáceres). Lugrís era un tipo grandullón que se expresaba de una forma un tanto peculiar, y eso acabó provocando la burla de una parte del público. Aquello lo consideró intolerable el escritor Rafael Dieste, que se subió al escenario para interceder por su amigo y poner al público en su sitio con un discurso que hizo que todo el mundo callase. En primera fila estaba una profesora que daba clases en el pueblo, Carmen Muñoz. En 1980, el escritor Luis Rei la entrevistó para una biografía sobre Dieste (A travesía dun século, Ediciós do Castro, 1987). Rei le preguntó cuándo fue la primera vez que vio a Rafael Dieste, y ella le contó esa historia ocurrida medio siglo antes en las Misiones Pedagógicas. Terminó de hablar dirigiéndose a Dieste, su marido, que estaba a su lado escuchándola. “Ese día, Rafael, me quedé con la boca abierta. Y no se me ha vuelto a cerrar”.
Las Misiones Pedagógicas se pusieron en marcha en 1931 con el auspicio del Gobierno de la República y la Institución Libre de Enseñanza. Se trataba de llevar el conocimiento y la cultura a pueblos y aldeas de toda España. Entre los misioneros -unos 600 durante cinco años- estaban Lugrís y Dieste (encargado de un teatro de guiñol), pero también María Zambrano, Ramón Gaya, María Moliner, Luis Cernuda, Alejandro Casona o Maruja Mallo. Se cuenta al detalle en el libro de Alejandro Tiana Las Misiones Pedagógicas. Educación Popular en la Segunda República (Catarata, 2016), donde se replica el famoso discurso de Manuel Bartolomé Cossío, alma mater de las Misiones: "Somos una escuela ambulante que quiere ir de pueblo en pueblo. Pero una escuela donde no hay libros de matrícula, donde no hay que aprender con lágrimas, donde no se pondrá a nadie de rodillas como en otro tiempo. Porque el Gobierno de la República que nos envía, nos ha dicho que vengamos, ante todo, a las aldeas, a las más pobres, a las más escondidas y abandonadas, y que vengamos a enseñaros algo, algo que no sabéis por estar siempre tan solos y tan lejos de donde otros lo aprenden, y porque nadie hasta ahora ha venido a enseñároslo; pero que vengamos también, y lo primero, a divertiros".
Se crearon más de 5.500 bibliotecas, hubo cientos de representaciones teatrales e instalación de museos itinerante. Ni eso pudo con la oposición de la España que finalmente acabó destruyendo las Misiones y que, desde el Parlamento, vía CEDA, trataba de dinamitar las partidas destinadas. Bartolomé Cossío advirtió, frente a los ataques, que la única salvación que tenía España le vendría por la educación. Murió un año antes de escuchar la respuesta de sus adversarios, que llegó el 18 de julio de 1936.
Él entendía que al lujo de que alguien te enseñe algo que no sabes, se responde con gratitud, pues cuando eso ocurre uno dispone de la información para tener un criterio propio y poder ser quien es. Que solo cuando uno sabe, se acepta o elige; y el que no sabe, ni se acepta ni elige. Cossío también dijo: "El mundo entero debe ser, desde el primer instante, objeto de atención y materia de aprendizaje para el niño, como lo sigue siendo más tarde para el hombre. Enseñarle a pensar en todo lo que le rodea y a hacer activas las facultades racionales es mostrarle el camino por donde se va al verdadero conocimiento, que sirve después para la vida. Educar antes que instruir; hacer del niño, en vez de un almacén, un campo cultivable".
Lo dijo en un país que, como Rafael Dieste pero en sentido contrario, es capaz de dejarte con la boca abierta, y hasta hoy.