domingo, 22 de septiembre de 2019

"Unamuno: agonía y contradicción" por Andrés Trapiello



La única virtud que no tuvo don Miguel de Unamuno fue el humor, carecía de él por completo. En un hombre que escribió uno de los ensayos más originales sobre la vida de don Quijote y Sancho puede resultar extraño, pero no: el humor fue cosa de Cervantes más que de don Quijote, y Unamuno creyó siempre más en don Quijote que en Cervantes, al que se pasó la vida (genio y figura) enmendándole la plana. ¿Tenía razón Unamuno? En esto yo creo que no, porque ni don Quijote ni Sancho son concebibles sin la mirada, humanidad y humor de Cervantes. Don Quijote podía no tenerlo, pero Cervantes lo dotó de esa vis cómica muy parecida a la de Buster Keaton, que resulta hilarante apenas asoma su faz equina en la pantalla. Así sucedió con don Quijote y su traza estrambótica: no había rincón del orbe en el que su sola mención o su triste figura no moviera al regocijo de las gentes.

Quitando esta pequeña tacha, uno solo ve en Unamuno virtudes literarias y humanas colosales. Nadie en España se le pudo comparar en su época, y eso tratándose del segundo siglo de oro de la literatura española es portentoso. Y en Europa lo mismo, codeándose de igual a igual con los pensadores más influyentes, de Bergson a Croce, de Russell a Husserl. Una novela como Niebla puede que no sea superior a las de Valle-Inclán o Baroja, pero no es inferior a la mejor de cada uno de ellos, y lo mismo diríamos de los poemas de Unamuno en relación a los de Darío, Machado o Juan Ramón Jiménez. Sus libros de viajes están a la altura de los de Azorín y leemos sus ensayos con tanto o mayor provecho que los de Ortega, al que aventajó en la concepción misma de la filosofía como la alianza nietzscheana de pensamiento y poesía (a Ortega diríamos que le estorbaba la poesía cuando filosofaba, o para ser más exactos, que al verse incapaz de alcanzarla, trataba de disimular tal carencia echando mano de esa cursilería suya de altísimo vuelo, "dizque poética", tan característica de su prosa y sin menoscabo de su valor).

De sus artículos de periódico, miles y escritos a lo largo de cincuenta años, solo cabe decir que muchos de ellos fueron el pulmón de España, a través de los cuales lo mejor de este país pudo respirar y mantenerse vivo en épocas negras de su historia, cuando no dormía profundamente en medio de prolongadísimas y peligrosas apneas. Los lectores españoles, y muchos hispanoamericanos, pues los artículos de Unamuno se buscaban en una y otra parte del océano, sabían que el artículo suyo que se encontraban esa mañana en el periódico (y no solo en un periódico, sino a menudo en varios, pues de todos ellos necesitaba para pensar y pagar la factura del carbón) iba a poner en movimiento dentro en su cabeza lo mejor de sí y a hacerlo a toda máquina: tanto para discutir (casi siempre: con Unamuno lo normal es discutir, lo cual no quiere decir, ni mucho menos, no estar de acuerdo con él, sino completarlo, del mismo modo que creía él que sus observaciones sobre don Quijote o sus disensiones con Cervantes los completaban a uno y otro), tanto para discutir, decía, como para sacar del "hondón de nuestra alma" (expresión suya) lo mejor de nosotros mismos. Sí, no hay nadie a quien la lectura de Unamuno deje indiferente. Claro que para ello hay que leerlo.

Por lo que uno ha ido viendo a lo largo de estos años, con Unamuno se produce un hecho del todo extravagante: gentes que en absoluto lo han leído, o lo han leído en el pasado o muy someramente, tienen de él una idea firme y acorazada. A mí, sin embargo, me sucede lo contrario. Excepto sus obras de teatro, que no he leído ni visto representar nunca, se precia uno de conocer bastante bien sus poemas, novelas, ensayos y artículos, de estos unos más ligeros y otros menos, así como centenares de cartas y entrevistas, y cada vez que releo algo de él reconozco: "Es mejor, mucho mejor de lo que recordaba". Incluso cuando halla uno en tal o cual pasaje algo en lo que el tiempo le haya quitado la razón o vuelto viejo, siempre me parece que el arranque, el núcleo, el origen de tal o cual idea es de una originalidad y fuerza formidables. Leer a Unamuno es asistir al nacimiento de un hecho y a su desarrollo.

Dicho de otro modo, a Unamuno o se le coge o de le deja, o gusta en general o produce rechazo, casi siempre de una forma emocional.

Probablemente no haya en toda la historia de la literatura en español alguien de tal complejidad y a la vez de tal naturalidad. La complejidad la expresó en forma de paradojas. Ya en su tiempo le acusaron de ello, de ser un ser demasiado contradictorio y extravagante y de no saber nunca por dónde iba a salir. Él se justificaba y decía, muy cervantino en eso y luchando contra su temperamento conceptista, que si un pensador no pierde por carta de más, jamás ganará nada. Y eso es lo que hacen las paradojas, forzar la jugada. Se exponía con ello, claro, a ser malinterpretado (como cuando escribió aquel "que inventen ellos", en el que cifraron algunos el energumenismo o cerrilismo español), o a que lo fusilaran (como el día que profirió otra de sus frases más recordadas, "Venceréis pero no convenceréis", en el paraninfo de la Universidad de Salamanca, frente Millán Astray, en octubre del año 36, en un gesto de valor que habría merecido tres laureadas de san Fernando).
Ese amor por los juegos de palabras (él habría dicho por los "jugos" del idioma, aprovechando su apellido materno, Jugo) es de corte barroco y conceptista, pero se daba en él aquello que decía Juan Ramón de que la naturalidad en un temperamento barroco es el barroquismo. Lo vemos en su manera de escribir y pensar, siguiendo el hilo, sin detenerse, dejándose llevar, como aquel que atraviesa un riachuelo saltando de piedra en piedra sobre la corriente.

Advertimos, de vez en cuando, que Unamuno apoya mal un argumento o una idea, y mete el pie (no me atrevería a decir la pata) en el agua, pero ese traspiés no le detiene y sigue decidido el camino trazado, hasta llegar a la otra orilla. Porque Unamuno se pasó la vida cruzando ríos, y metiéndose en charcos. Un gran charco fue, por ejemplo, el quedarse prácticamente solo en su lucha contra el dictador Primo de Rivera, que lo desterró a la isla de Fuerteventura, de la que acabó fugándose para iniciar un exilio en Francia que puso fin el advenimiento de la República. Y charcos fueron los sucesivos desencuentros con las autoridades republicanas, primero, y con las franquista luego, durante la guerra.

La gracia de Unamuno no es que pensara de mil asuntos, pequeños y grandes (ya digo, tenía que escribir mucho porque tenía muchas bocas que alimentar, pero no solo por esto), sino el que lo hiciera desde lugares siempre insólitos, únicos, presentándonos la realidad como nunca antes hubiéramos imaginado que podría mirarse.

Todo ello le originó infinitos inconvenientes y disgustos, y se pasó la vida de pendencia en pendencia. Unamuno teorizó mucho lo de la lucha, la agonía, y habló de ella como del motor del ser humano, en particular, y de los pueblos en general, y algunos años antes de la guerra civil pedía una para España, convencido de que sacudiría un poco la modorra nacional y purificaría el ambiente. Luego llegó la de verdad, y quedó tan espantado como todos (empezando por su propia familia y dos hijos luchando cada uno en bandos enfrentados).

A mí me admira cada vez más el modo en que llevó a cabo su obra monumental, trabajando no solo de catedrático de griego (no pudo sacar la cátedra de filosofía, que era la que pretendió), sino de rector, escribiendo, como he dicho, a destajo en los periódicos, atendiendo su correspondencia (unas cincuenta mil son las cartas que escribió, algunas extensas como un artículo), atendiendo a su activismo político (que pasó por asistencia a mítines, conferencias, manifiestos, sesiones en al ayuntamiento o en las cortes constituyentes), y llevando adelante toda su ingente obra literaria.

Y la manifiesta y suprema paradoja: en medio de esa vida atropellada, ruidosa, épica, trágica en algunos tramos de ella, logró llevar dentro de sí un rincón silencioso, a resguardo de todo, donde lograba aislarse y escribir su poesía, eminentemente lírica, y a la que él daba la mayor importancia. Cuando repasamos su Diario poético, escrito en los últimos diez años de su vida, más de mil setecientas composiciones fechadas, nos maravilla comprobar la portentosa fuerza de ese caudal. No sé, como estar asomado a la boca de un volcán que mana sin destruirnos una lava benéfica.

A esa facilidad y a su capacidad de trabajo, incluso a la naturalidad con la que se mostraba su enorme talento, se las tuvo, como no podía ser menos en España, por un inconveniente o una limitación y no una virtud fuera de lo común. Si a Baroja se le comparaba con Valle Inclán, o a Machado con Juan Ramón, por ejemplo, para mostrar nuestra preferencia por uno o por otro, a Unamuno no suele comparársele con nadie, solo con él mismo y en detrimento de sí, como si de todos estos Unamuno (el poeta, el novelista, el articulista, el ensayista, el político, el profesor) solo pudiéramos quedarnos con uno en detrimento de otro. Eso explica el consenso general al que se ha llegado, que tienen en cuenta al Unamuno pensador sobre todos los demás, como si no hubiera pensamiento en sus poemas o novelas, y, desde luego, perdonándole un poco la vida.

Es verdad que Unamuno, "metiéndose" con todo lo humano y lo divino, y sobre todo con tantos humanos que van de divinos, dio pie a que se metieran con él y con su obra, tomando del personaje lo único que está al alcance de los más tontos, que es la impertinencia. Y todo en vez de admitir de una vez por todas que tenemos en Unamuno a cinco o seis escritores de primer orden, capaz él de constituir por sí solo todo un siglo de oro. Contra lo que se ha creído, Unamuno no era un hombre que tuviera de sí más alto concepto del que le correspondía. También él, como don Quijote, pudo haber dicho: "Yo sé quien soy". "El genio es el que llega a ser voz de un pueblo: el genio es un pueblo individualizado", escribió, y desde luego que no pensaba en él, porque no le hacía falta. Pero yo sí, y para mí Unamuno es lo mejor de ese pueblo, sea pueblo lo que cada cual quiera entender.

Redondillas sobre un suceso verdadero

Cambiad "ca" por "perra", "tudesca" por "alemana" , "floresta" por "pinar" y "celada" por "codo" y saborearéis unas coplas épicas que recogen un suceso, si no de gran trascendencia, sí verídico en todos sus puntos.

Paseaba la floresta,
amena y bien sosegada,
con mi hermosa can tudesca,
no muy lejos de Sinarcas,

cuando, al fondo del camino,
vi dos fieras alimañas:
una, podenca de libro;
la otra, mal encarada.

La peor se vino encima,
con carrera muy enconada.
Yo, asustado, vi salida 
en una piedra afilada.

La recogí con presteza,
la tudesca se cruzaba,
le pisé la pata entera,
el fiel animal aullaba,

aparté mi zapatilla,
me enredé con su quijada
y una pirueta maldita
dio con mi cuerpo en la grava.

La fiera vio mi torpeza
y casi desternillada,
puso fin a su carrera,
dio media vuelta y a casa.

Y mientras tanto, yo peno
con la mano desollada,
el dedo pulgar moreno,
y un rascón en la celada.

Los ojos de la tudesca
también ríen con canalla:
"Si este es el que gobierna,
me voy con las alimañas". 

sábado, 14 de septiembre de 2019

"La berrea como acto místico" por Manuel Vicent

La berrea de los venados se produce entre la Virgen de Agosto y la Virgen del Pilar. Si ha habido lluvia abundante que garantiza buenos pastos su plenitud se alcanza al abrirse el otoño. En esta época de celo los ciervos ponen a subasta el propio semen en medio de una lucha encarnizada, que se desarrolla ante el harén de hembras atentas al combate. El vencedor será el galán que merecerá cubrirlas y marcar territorio como macho dominante hasta la pelea del próximo año.
Si la berrea se produce durante el plenilunio el espectáculo adquiere una profundidad casi religiosa. De hecho, la noche en que asistí a la berrea en los montes de Toledo, cuando desde la caída de la tarde todos los valles de la serranía se llenaron de bramidos semejantes a tubas de una orquesta salvaje, con ecos y respuestas, hubo un momento en que recordé a San Juan de la Cruz. Para sentir cómo sonaban en medio de la imponente berrea me puse a recitar a media voz algunas estrofas del cántico espiritual: “¿Adónde te escondiste, y me dejaste con gemido? Como el ciervo huiste, habiéndome herido, salí tras ti, clamando, y eras ido. Pastores, los que fuereis por las majadas al otero, si por ventura viereis aquel que yo más quiero decidle que adolezco, peno y muero”.
La fusión era perfecta. Resultaba fascinante la pulsión de la naturaleza unida al erotismo y a la espiritualidad del cántico y al clamor de las infinitas glándulas de los venados.
Por el camino de Torrijos y Ventas con Peña Aguilera hacia El Bullaque había llegado al parque natural de Cabañeros, situado entre cotos de caza, propiedad de viejos aristócratas y nuevos financieros, quienes los han convertido en mataderos con alambradas, puesto que durante el año se dedican a cebar a los ciervos y luego llegan los cazadores, que pagan un alto precio por llenarles tranquilamente de plomo la barriga. Por este tiempo el campo se puebla de señores ataviados con ropa austriaca, armados con rifles de miras telescópicas potentísimas, cuya munición del calibre 300 es capaz de abrir en el cuerpo de los venados boquetes de salida en los que cabe un puño.
Ahora Cabañeros es un parque natural. Uno de los guardas que antes fue secretario de algunas monterías me explicó a la luz de la luna cómo se establece el rito de esta matanza.
Al amanecer los monteros se desayunan con unas migas con chorizo. A continuación se reza un padrenuestro o una salve montera a san Humberto, patrón de los cazadores. Se sortean los puestos y enseguida comienza la cacería. Suenan los cuernos, se realiza la suelta, el espacio se llena con los ladridos de la reala de perros podencos y mastines y los ciervos huyen rompiendo monte cargados de adrenalina, cuyo nivel no es menor en la sangre de los monteros apostados, llenos de excitación, en una silla de tijera junto al secretario.
—Yo he sido secretario en las monterías muchos años y he visto cosas— contaba el guarda a la luz de la luna. —En una ocasión serví a un banquero. Estaba en el puesto y se había traído a la amante. No entraba la caza. En un momento los dos comenzaron a aparearse ante mi vista, como si yo no fuera humano. Agarré el rifle y se lo puse al señorito en los riñones. “Si no para de follar, lo mato”, le dije.
En este tiempo de berrea los ciervos, preservados por el bosque, se destapan y salen a los claros; el celo les fuerza a bajar la guardia para exhibirse y mientras ellos se excitan mutuamente con sus estremecedores bramidos, los cazadores furtivos aprovechan semejante galantería para disparar sobre ellos. Cuando había abundancia se disparaba también a mansalva sobre las ciervas y, si estaban preñadas, abortaban en el instante de recibir el disparo. Se dice que entonces los ciervos miran la boca de los rifles llorando.
—¿Sabes lo que significa hacerse novio?— me preguntó el guarda. —Hacerse novio es un rito. Al final de la montería el dueño del coto sirve unas judías a los tiradores. En el patio los tractores descargan la caza y el neófito que ha matado por primera vez a un venado es embadurnado con la sangre y las vísceras de su caza. Esa ceremonia animal es su bautismo, y con ello lo casan con su venado muerto. A veces le hacían comerse crudos sus despojos.
Sin duda san Juan de la Cruz cruzó con sandalias desnudas este territorio donde ahora bramaban sus venados. “Vuélvete, paloma, que el ciervo vulnerado por el otero asoma al aire de tu vuelo y fresco toma”. San Juan de la Cruz, en la noche oscura de su alma, también oiría estos mismos berridos que ahora herían los montes de Toledo. Y él los convirtió en los deseos del amado.

Invitado en un restaurante de Madrid, al que acuden los monteros solo a verse y a saludarse con una cigala en la mano, el abogado de un gran empresario cazador me preguntó:
—¿Tú tiras?
—No. Yo solo voy tirando— le dije.

sábado, 7 de septiembre de 2019

"Cervantes proverbial" por Yolanda Gándara


Resulta curioso que una de las frases más célebres atribuidas a don Quijote, «Ladran, Sancho, luego cabalgamos», no aparezca, ni de esta forma ni parecida, en la obra de Cervantes. La cita apócrifa parece tener su origen en un poema de Goethe. 

Cabalgamos por el mundo
en busca de fortuna y de placeres
mas siempre atrás nos ladran,
ladran con fuerza…
Quisieran los perros del potrero
por siempre acompañarnos
pero sus estridentes ladridos
solo son señal de que cabalgamos.

De los últimos versos surgiría el dicho, al que en algún momento se añadió la palabra «Sancho», probablemente por el hábito de recurrir al Quijote como fuente de sentencias, y se popularizó esta fórmula ya en el siglo XX.

Dejando a un lado la anécdota, Cervantes muestra auténtico deleite en los refranes. El Quijote no solo recoge una gran cantidad de ellos de diversos temas y orígenes (bíblicos, de tradición oral…) y en todas las formas imaginables (truncados, hilados, trastocados, etc.), sino que aporta definiciones e instrucciones de su uso correcto y moderado, de tal modo que conforma un manual de este tipo de expresiones, la mayoría de las cuales siguen vigentes en el habla actual, sin duda gracias a la difusión de la propia obra. Así, Cervantes vive en nuestra lengua como nuestra lengua vive en Cervantes.
La mayoría de estos dichos son puestos en boca de Sancho, convirtiéndose esta forma de expresarse en un rasgo de su personalidad y un atributo de clase. Aun adjudicando en su mayor parte el uso de refranes a los iletrados, Cervantes reivindica su valor como transmisores de la erudición popular a través de don Quijote, expresado en una de las sentencias más reiterada: la experiencia es la madre de todas las ciencias.

Paréceme, Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, porque todos son sentencias sacadas de la mesma experiencia, madre de las ciencias todas.

Es la medida y la oportunidad del uso lo que diferencia al caballero del escudero. Las retahílas de refranes pronunciados por Sancho, que exasperan a don Quijote, son un recurso cómico que Cervantes utiliza en varias ocasiones. En el capítulo II-XLIII, en el que podemos encontrar un interesante diálogo sobre el poder del vulgo sobre la lengua, se produce un debate que pone de manifiesto la pugna entre la locuacidad de uno y la mesura del otro.

—También, Sancho, no has de mezclar en tus pláticas la muchedumbre de refranes que sueles, que, puesto que los refranes son sentencias breves, muchas veces los traes tan por los cabellos, que más parecen disparates que sentencias.
—Eso Dios lo puede remediar —respondió Sancho—, porque sé más refranes que un libro, y viénenseme tantos juntos a la boca cuando hablo, que riñen por salir unos con otros, pero la lengua va arrojando los primeros que encuentra, aunque no vengan a pelo. Mas yo tendré cuenta de aquí adelante de decir los que convengan a la gravedad de mi cargo, que en casa llena, presto se guisa la cena, y quien destaja, no baraja, y a buen salvo está el que repica, y el dar y el tener, seso ha menester.
—¡Eso sí, Sancho! —dijo don Quijote—. ¡Encaja, ensarta, enhila refranes, que nadie te va a la mano! ¡Castígame mi madre, y yo trómpogelas! Estoyte diciendo que escuses refranes, y en un instante has echado aquí una letanía dellos, que así cuadran con lo que vamos tratando como por los cerros de Úbeda. Mira, Sancho, no te digo yo que parece mal un refrán traído a propósito; pero cargar y ensartar refranes a troche moche hace la plática desmayada y baja.

Este enfrentamiento es recreado en otros pasajes similares e incluso tiene parangón en un diálogo entre Sancho y su mujer en el que este es el que reprende la verborrea de Teresa.

En el repertorio de paremias del Quijote podemos encontrar versiones truncadas, en las que el refrán se insinúa con cierta retranca. En el capítulo II-LXXI Sancho dice «no se toman truchas… y no digo más» como alusión a un refrán muy popular que aparece también en la Celestina: No se toman truchas a bragas enjutas y que tiene un significado similar al moderno El que quiera peces, que se moje el culo. La misma fórmula utiliza en el capítulo I-XLV: «pero allá van leyes… y no digo más» en referencia a Allá van leyes, do quieren reyes, refrán que Cervantes utiliza en varias ocasiones y que viene a decir que los poderosos acomodan la ley a su conveniencia. Curiosamente aparece con otro recurso cómico, la alteración del orden de los elementos: «allá van reyes do quieren leyes» en boca de Teresa (II-V). Un caso parecido es la transformación que, con afilada ironía, Cervantes hace del refrán La mujer honrada, la pierna quebrada y en casa, que en boca de Sancho se convierte en El buen gobernador, la pierna quebrada y en casa (II-XXXIIII). Estos retruécanos humorísticos permiten al autor hacer una crítica solapada.

Sancho llega a hilar refranes trastocados de modo que produce un efecto cómico acumulado: «Y advierta que ya tengo edad para dar consejos, y que este que le doy le viene de molde, y que más vale pájaro en mano que buitre volando, porque quien bien tiene y mal escoge, por bien que se enoja no se venga» (I-XXXI). El primer refrán es bien conocido y Cervantes lo usa en dos ocasiones con la inclusión del insólito buitre. El segundo es una transfiguración de Quien bien tiene y mal escoge, por mal que le venga no se enoje.

También hallamos versiones extendidas, como En otras casas cuecen habas, y en la mía a calderadas, en la que la adición «y en la mía a calderadas» señala lo que podríamos llamar «la viga en el propio ojo», proverbio este, el de la paja en el ojo ajeno, de origen bíblico que también encontramos en el Quijote así formulado El que vee la mota en el ojo ajeno, vea la viga en el suyo (II- XLIII). 
Cervantes utiliza numerosa técnicas para narrar, caracterizar e ilustrar mediante los refranes y los va insertando en mayor cantidad según avanza la historia (la proporción es mucho más abultada en la segunda parte), como si fuera sintiéndose más cómodo con esta forma de hacer hablar a sus personajes. Tanto explícita como implícitamente, el Quijote es una lección magistral sobre su empleo.

Además de recopilar refranes, algunas frases del Quijote se han convertido en sentencias. Una de las más célebres es Con la iglesia hemos topado, que proviene de lo dicho por don Quijote al encontrarse con este edificio buscando el palacio de Dulcinea.

Guio don Quijote, y habiendo andado como docientos pasos, dio con el bulto que hacía la sombra, y vio una gran torre, y luego conoció que el tal edificio no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo. Y dijo:
—Con la iglesia hemos dado, Sancho.

Mucho se ha escrito sobre si la frase original encierra o no doble sentido. Como quiera que fuese, el vulgo la ha transformado con el ligero matiz semántico que aporta «topar» frente al más inocente «dar» para hacerla más contundente y apropiársela. Así, Cervantes vive en nuestra lengua… y no digo más.

sábado, 31 de agosto de 2019

"Solo Madrid es corte" por Nieves Concostrina


Hasta que Felipe II instaló la corte definitivamente en Madrid, la capitalidad del reino era itinerante. No solo se trataba de que el Rey evitara mostrar demasiado favor por alguna de sus villas; mudándose de una a otra también asentaba su poder a lo largo de todo el territorio. Algo así como un: “Aquí estoy yo”. Allá donde se instalaran los Reyes se convocaban las Cortes, y ese lugar se consideraba la capital de la monarquía durante el tiempo en el que estuvieran en tal o cual sitio: Toro, Burgos, Valladolid, Carrión de los Condes, Toledo… Esto, además de un auténtico peñazo, era terriblemente incómodo, muy caro y poco práctico. Tanta ida y venida, tanto hacer y deshacer maletas, hizo que Felipe II decidiera fijar la corte en Madrid siguiendo el deseo de su padre, el emperador Carlos V, que vio a la primera la ventaja que suponía que este poblachón castellano estuviera en el centro de la Península.
Antes de dar carácter definitivo a su decisión, Felipe II quiso comprobar si se confirmaban las bondades del lugar. El historiador del Siglo de Oro Luis Cabrera de Córdoba escribió que, si algo decidió al Rey, fue que la villa estaba “bien proveída de mantenimientos por su comarca abundante, buenas aguas, admirable constelación, aires saludables, alegre cielo y muchas y grandes calidades naturales”. (Aires saludables, señora Díaz Ayuso; sa-lu-da-bles, señor Martínez Almeida).
Y hablando de gobernantes capaces… a Felipe II le sucedió su hijo, el tercero de los Felipes, de inteligencia mediocre, floja voluntad y con menos luces que una patera. Felipe III entró en las enciclopedias con el sobrenombre de El Piadoso, porque rezaba nueve rosarios al día, uno por cada mes que supuestamente Jesucristo estuvo en el vientre de su madre.
Con él, terminó la época de los gobiernos personalistas y se inició la edad dorada de los validos, una forma eufemística de decir que el Rey no pegaba sello en beneficio de uno o varios subordinados, que manejaban a su antojo el gobierno del reino y los cuartos. Tal fue el caso del favorito de Felipe III, el maligno Francisco Gómez de Sandoval-Rojas y Borja, el duque de Lerma, un tipo corrupto y malversador a más no poder.
El Rey hizo tal dejación de funciones, que era más fácil acercarse a él que al duque. Se le atribuye un sucedido en el que un soldado logró acceder al Rey para hacerle una petición y Felipe III le dijo: “Acudid al duque”. El soldado respondió: “Si hubiera podido hablar con el duque, no vendría a ver a Vuestra Majestad”.
Cuarenta años llevaba la corte quieta en la Villa de Madrid, cuando el duque de Lerma decidió en 1601 que a su cuenta corriente le vendría bien trasladar de nuevo toda la maquinaria del Estado a Valladolid. La mudanza tenía un doble interés para el duque. Primero y fundamental, su personal enriquecimiento, y segundo y no menos importante, distraer a la plebe para que alejara de sí la funesta manía de pensar.
Mientras la ciudad que despedía la corte lloraba amargamente su pérdida, porque de inmediato sufría un hundimiento económico, la que la recibía lo celebraba con muchos y variados jolgorios. El de Lerma eligió Valladolid porque le tiraba su tierra. Había nacido cerca, en Tordesillas, y tenía varias propiedades en la capital —que fue ampliando con otras muchas— antes de convencer a Felipe III del traslado. El de Lerma adquirió palacetes, inmuebles, solares... Se hizo con la propiedad de medio Valladolid.
Cuando se trasladaba la corte, la familia real y la maquinaria del Estado arrastraban a miles de personas que buscaban prosperar a su sombra: funcionarios, pelotas, jerarcas eclesiásticos y nobles… a los que siguieron, como perrillos sedientos, artistas, cómicos, músicos, libreros, impresores y escritores que buscaban su mecenazgo. Aquella marabunta administrativa y cultural provocó un boom inmobiliario en Valladolid como no han vuelto a vivir otro.
El duque, propietario de casi todo lo construido o de los solares donde se podía construir, se hizo de oro alquilando y vendiendo, mientras Madrid se hundía en una crisis económica y cultural que provocó una espectacular caída de los precios de las viviendas. La defenestrada villa y excorte se despobló, y a ella llegó por aquella época el escritor Agustín de Rojas, que se lamentaba con estas palabras de la profunda soledad que reinaba: “Pues en un lugar tan grande, apenas por calle alguna veía gente… todo era tristeza y melancolía”. Y lo corroboró el cronista León Pinelo, cuando recogió en sus textos que las casas principales se daban gratis e incluso se pagaba a quienes morasen en ellas a fin de detener la desbandada general.
Ajeno a todo, salvo a sus fiestones, sus toros, sus rosarios y sus ocios, andaba Felipe III. Pero la corte tenía los días contados a orillas del Pisuerga. A principios de 1606 se decidió… mejor dicho, el duque de Lerma decidió que ya era hora de regresar a Madrid, porque había que redondear el negocio. Gran parte de lo ganado con la especulación inmobiliaria en Valladolid lo invirtió el duque en comprar en Madrid terrenos y palacios tirados de precio, gracias a la depresión económica que él había provocado con el traslado. Un maldito genio especulador.
En cuanto se supo que el valido había convencido al Rey para que ordenara el regreso de la corte, todo lo comprado a precio de saldo en Madrid por el duque de Lerma se disparó. Vuelta a reorganizar la Administración, vuelta a recolocarse socialmente, vuelta a trapichear con palacetes y terrenos… Se calcula que el de Lerma se llenó los bolsillos con más de un millón de ducados, que al cambio son una exageración de millones de euros.
Madrid volvió a la vida con el regreso de la lumbrera de Felipe III, con parrandas en cada esquina, con la reactivación de la vidilla cultural y la explosión urbanística. La población se triplicó, y a partir del traslado quedó ya para siempre aquello de que “solo Madrid es corte”. Las corruptelas del duque de Lerma acabaron saliendo a la luz, aunque tuvo la suficiente habilidad para evitar las fatales consecuencias que le esperaban: se metió a cardenal.

domingo, 25 de agosto de 2019

"Et in Arcadia ego" por Carlos Mayoral



Et in Arcadia ego.

Yo también estuve en la Arcadia.

Estaba allí cuando Jacopo Sannazaro, agobiado por la ocupación española de Nápoles en 1503, se marchó al exilio tras los pasos de Federico III, y a su espalda dejó el rostro aniñado de Carmosina Bonifacio. A su vuelta, el fallecimiento de la joven seguía asfixiándole, pero por suerte para la historia de la literatura universal y para el devenir renacentista, esa asfixia se convirtió en la primera novela pastoril escrita en lengua vulgar, cuya lectura habría de marcar un antes y sobre todo un después para cualquier compositor lírico que intentara preciarse. Estaba allí también cuando Garcilaso de la Vega volvió de Italia, y la muerte de Isabel Freire, aquellos ojos claros que con tanta facilidad lo hechizaron años atrás en la corte de Évora, se le agarró al corazón. Hubiera dado un brazo por volver a aquel lejano día, cuando al visitar a su hermano, desterrado en Portugal por comunero, la poesía se reflejó en el rostro de la dama. No perdió el brazo, pero sí la vida en el asalto a un castillo cualquiera francés. Por suerte, su amigo Boscán recogió el testimonio que en verso había dejado escrito Garcilaso, y aquella pasión terminaría viendo la luz en la cumbre literaria de nuestro siglo XV. La unión de ambas poéticas lavó la cara de una lírica todavía anclada en las preceptivas petrarquistas y bocaccianas. 

El amor cortés renacentista

Tenía que estar allí necesariamente el amor cortés que con tanta virulencia había erupcionado durante la Edad Media. Tanto Sannazaro como Garcilaso habían habitado la frontera entre dicha Edad Media y el Renacimiento, y si tenemos en cuenta que el arquetipo que con maestría glosó Castiglione en «El Cortesano» tiene como pilares fundamentales tres aspectos del comportamiento masculino: armas, letras, y galantería; no podía ser de otra forma: nuestros dos protagonistas intentaron cumplir con el canon. Destacó Jacobo en la faceta intelectual, lo hizo más Garcilaso en la castrista. Pero dejando a un lado las diferencias con las que la naturaleza les había separado, ambos encontraron dos puntos de encuentro que mantendrían sus nombres necesariamente unidos a este lado de la historia. El primero de ellos es la academia Pontaniana, sita en Napolés, fuente de sabiduría, de desarrollo humanista, de intriga política. La más antigua de toda Italia, incluso anterior a la de Cosme de Medici. Preludio del auge académico que volvió a sacudir Italia en el siglo XVII. Allí coincidieron Sannazaro y Garcilaso, allí cincelaron su lírica, y allí trazarían varias de las líneas maestras que más tarde unirían sus poéticas. El segundo punto de encuentro es ese con el que se abría el texto: el amor cortés que tenía que estar allí cuando ambos idealizaron, a la manera platónica, sus respectivas pasiones por Carmosina e Isabel.

Corriendo la sangre petrarquista como corría por las venas de ambos, no es difícil pensar que el espíritu de Laura hubiera penetrado en el pecho de ambas musas. Esa mujer renacentista a medio camino entre la realidad y la ficción, entre la imaginación y la certeza. Hay quien dice que tanto Laura de Noves como Carmosina Bonifacio e Isabel Freire nunca tuvieron contacto, y mucho menos amatorio, con Petrarca, Sannazaro y Garcilaso respectivamente. Hay incluso quien afirma que no existieron. Pero ¿acaso importa ese matiz cuando la poesía las corporeizó en la mente del lector para siempre? Ahora bien, la diferencia entre aquel Petrarca, maestro de tantos, y nuestros protagonistas es que estos entendieron que a la lírica le podría venir bien un escenario sobre el que desenvolverse también en lengua vulgar. Un lugar mítico al que el lector pudiera recurrir cuando pretendiera enfrentarse a la literatura.

Es aquí donde aparece la Arcadia.

Locus amoenus

La Arcadia ya había adquirido sus rasgos de lugar utópico, remanso de paz y felicidad, en la lejana Grecia. La leyenda mitológica elevó la propiedad de Pan, dios de los pastores, a la categoría de pequeño paraíso. Mantuvo Virgilio esta percepción en sus «Bucólicas», dejando que las églogas se esparciesen por sus terrenos a golpe de diálogo pastoril. Sannazaro tuvo dos ideas clave a la hora de revolucionar la poesía renacentista: por un lado, mezclar la preceptiva petrarquista, su célebre endecasílabo, con el locus amoenus medieval, y agitarlo en torno a la antigua Arcadia; y, por otro, hacerlo en lengua vulgar, lejos del latín clásico solo accesible para las élites. Sobre esta idea revolucionaria, a Jacobo solo le faltaba colocar el amor idealizado que Carmosina Bonifacio había despertado en su exilio. 

El resultado es «La Arcadia», la mezcla de prosa y verso que alteró el curso de la literatura del XVI. Esta vez, Sannazaro utiliza el idílico lugar para componer de manera paralela la historia de su vida. Si el poeta había escapado de Nápoles a Francia huyendo de la conquista española para volver más tarde y toparse con el dolor por la muerte de Carmosina, en su novela es el pastor Sincero quien se marcha a Arcadia para más tarde volver y lamentarse por el fallecimiento de su amada. Introduce ese elemento sufridor, esa suerte de romántico lamento. En una alegoría extraordinaria, Sannazaro refleja cómo la destrucción del amor arcádico supone una ruptura de la armonía entre la naturaleza y la vida.

Pensando yo q[ue] escriví
en un tronco ymperial
allí tu nombre, y por ti
siento un tal dolor en mí
q[ue] no le hallo otro ygual.
Égloga 12, La Arcadia (trad. Diego de Salazar)

Mientras, Garcilaso, que ha visto con Sannazaro la puerta abierta para escribir en lengua vulgar, se siente liberado para idear sus estrofas en castellano. Principalmente las églogas, un tipo de composición que se desmarca bastante del resto de su obra, influidas de manera clara por Jacobo y por esa Arcadia que también servirá de refugio para el bucolismo garcilasiano. La proyección de la amada aquí se vuelve corpórea bajo los trazos de dos palabras mágicas: Isabel Freire. Es en ella donde vuelca el dolor, el furor, los celos, el miedo, la pasión… conceptos todos ellos que Sannazaro había superpuesto sobre los temas clásicos: la poesía, la música, la mitología… En las Églogas I y III, por ejemplo, Garcilaso plantea un yo poético que deja de ser protagonista directo de la andanza amorosa, para proyectarse en personajes diversos, a la manera sannazariana: Salicio, que lamenta el rechazo de Galatea; y Nemoroso, que llora la muerte de Elisa. Sobre su particular terreno arcediano, ambos pastores se ven reflejados en dos períodos biográficos de Garcilaso: el del rechazo de Isabel Freyre al casarse con otro hombre, y el de la tristeza causada por su muerte pocos meses antes del infausto asalto al castillo francés.

Tu dulce habla ¿en cúya oreja suena?
Tus claros ojos ¿a quién los volviste?
¿Por quién tan sin respeto me trocaste?
Tu quebrantada fe ¿dó la pusiste?
¿Cuál es el cuello que, como en cadena,
de tus hermosos brazos anudaste?
Égloga I, Garcilaso de la Vega

Legado

El terremoto de la Arcadia se saldó con sesenta y seis ediciones en idioma italiano durante todo el Cinquecento, y la traducción a todos los idiomas que marcaban el canon europeo. Habría que unir este éxito al altavoz de la literatura arcadiana que supuso Garcilaso dentro de una cultura, la hispánica, que ya comenzaba a colocar los cimientos de lo que terminaría siendo: la potencia cultural más importante del barroco. El resultado no tardó en llegar. Allende nuestra cultura, Philip Sidney, en muchos aspectos un faro para Shakespeare, publicó La Arcadia de la Condesa de Pembroke, cuyo nombre ya remite inevitablemente a nuestros protagonistas. De las tripas de esta Arcadia de Sidney nace Pamela o la virtud recompensada, de Samuel Richardson. En la cultura francesa, esta influencia no es menor. La Astrea, de Honoré d’Urfé, novela clave en el devenir de la prosa europea, también bebe abundantemente de la fuente sannazariana. La Diane Françoise, de Du Verdier; Polexandre, de Gomberville; la anónima Le Tolédan; e incluso, ya en el XVIII, La Nouvelle Héloïse, de Rousseau; contribuyen a afianzar el rastro de migas de pan arcadiano que ya nunca se perdería.

En la cultura hispana la influencia es total gracias al puente garcilasista. Su eco en la famosísima Diana de Montemayor, una de las cotas de la novela pastoril en lengua castellana, conecta con Fray Luis de León, quizás, de entre todos los poetas de habla hispana, el que mejor supo fundirse con la naturaleza a través del beatus ille. De ahí, el salto al barroco. Lope de Vega compuso su propia Arcadia, que llegó a ser la obra más leída del escritor más famoso de la época. Cervantes escribió su Galatea, la primera incursión en el prestigio clásico de la novela pastoril; el Polifemo gongorino también acude al mito de la Arcadia; e incluso su influencia se deja notar en la novela entre novelas: El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.

sábado, 24 de agosto de 2019

La maldición de la ficción en el Quijote


Una de las mayores obsesiones de Cervantes en el Quijote es la de convencer al oyente o lector de que no todo lo que está en letra escrita es imagen fidedigna de la realidad. Hacía poco más de cien años que se había inventado la imprenta y existía un convencimiento general de que la palabra escrita era prácticamente sagrada: todo lo que se leía en la plaza del pueblo era "palabra de Dios", sin espacio para la duda. Esta sacralización de la letra impresa producía interpretaciones tan aberrantes como la de don Quijote: creer que los caballeros andantes y toda la caterva de endriagos, encantadores, gigantes, etc., existieron de veras. 
Don Quijote es un paradigma del lector engañado, del lector confundido. Pero no solo preocupa esta confusión a Cervantes en cuanto a la novela de caballerías se refiere, también critica que los autores de comedias (sobre todos, Lope) recojan todo tipo de disparates en sus textos (y que, encima, dieron el triunfo a Lope en las tablas), con el peligro de que los espectadores los crean y construyan en su magín una realidad fantástica que nada tiene que ver con la realidad pedestre. 
El protagonista de la novela de Cervantes es el vivo ejemplo de la confusión que padece un lector cuando se enfrenta a libros mentirosos y falsos. Porque todo aquello que yacía escrito era tenido por reflejo indudable de lo real. Se desvive Cervantes por convencer al lector del peligro de esa comunión escritura/verdad y juega con ella desde todos los puntos de vista. Su propio héroe, de ficción, es identificado como personaje real en la segunda parte, ¿por qué?, porque ya andaba en libro escrito su aventura. Hay textos engañosos que se aprovechan de la buena fe (ignorancia) de los oyentes/lectores para hacerles comulgar con ruedas de "gigantes" y, por esa razón, Cervantes condena a esos autores (y se condena a sí mismo). No pone el dedo en la llaga del lector, sino del autor. Los lectores van a tender (en su mayoría) a creérselo todo y es el autor el que debe evitar este equívoco. La locura de don Quijote se soluciona con su muerte, solo se podría haber aliviado si el cura hubiera quemado antes los libros de caballerías. No engañéis, malditos autores a los ingenuos lectores con vuestras patrañas, ceñíos a la realidad, no disparatéis, no mintáis, no escribáis libros como el Quijote. Cervantes es un moralista inmoral, un tratadista que se ríe de su tratado. 
Podríamos pensar que esta tesis y antítesis de Cervantes ya no se puede aplicar en la actualidad porque el lector/oyente es mucho más avispado y leído y distingue perfectamente la verdad de la ficción. En absoluto, solo tenéis que recordar el éxito de los bulos en las redes sociales y en el periodismo ("fakenews"). 
Como prueba más concreta y libresca, me remito a una experiencia personal. Hace unos años publiqué un libro (Bilis), en el que recogía episodios domésticos de la posguerra civil junto a materiales de ficción. El juego consistía en mezclar realidad y ficción (como ocurre, por otra parte, en cualquier narración) y propició apuntes de los lectores francamente sorprendentes, que los emparentaban con los oyentes del XVII. Algunos viejecitos afirmaban haber conocido a ciertos personajes inventados por mí y me hablaban de ellos como si realmente hubieran existido. Y no solo eso, uno de ellos participó en un hecho que yo había inventado y otra fue la mujer clave de un episodio dramático que no tenía asiento ninguno en la realidad. 
Todos necesitamos de la ficción, necesitamos hacer real la fantasía y nos apasionamos cuando lo real y lo ficticio está tan confundidos que nos insuflan aire para aguantar lo cotidiano. Maldito bachiller Sansón Carrasco que derrotó a don Quijote en la playa de Barcelona, maldito por siempre, por transformar al Caballero de la Triste Figura en Alonso Quijano y provocar su muerte, la muerte de la divina confusión.         

jueves, 22 de agosto de 2019

Pirineos


Cuando te aproximas a Villanúa, en el horizonte no destaca la torre de una iglesia, tampoco un rascacielos patrocinado por una multinacional de telefonía móvil, ni siquiera un edificio de la banca, no. Cuando te aproximas al valle pirenaico, da la impresión de que un mar de olas gigantescas te va a engullir sin remisión. En seguida cambia esa sensación abrumadora, para convertirse en una indescriptible paz, el deshielo de la angustia. Las olas no son tales, sino montañas varadas, inmensas, eternas, que no amenazan, avisan de su jerarquía. Es un mar congelado junto al cielo, muy verde, muy sólido. La montaña, el Pirineo, te abraza, te absorbe y te cuestiona. Todo es altura, todo es brisa y nubes por sorpresa. Aquí las procesiones no son relevantes, ni las fiestas multitudinarias, ni los negocios, ni los botellones, ni los sudores del verano. Aquí solo impera la ley de la naturaleza, de la piedra, del boj, de la hiedra, del haya, del roble, del buitre, de la babosa negra. El único sermón que se oye es el del viento tormentoso y el mugido de la vaca. Hay que levantar la frente, lavarse la cara y no hablar, no pensar. Mirar hacia arriba, suponer que uno todavía es animal y que todavía puede fundirse con las agujas de los abetos, con el aroma de la lavanda, con la aspereza de la piedra, con el fragor de lo silvestre. No, no se consigue del todo, pero se disimula, se intenta. Uno se tumba sobre la hierba o sube un risco imposible o se sienta bajo un boj o en una piedra, junto al río salvaje, y enmudece bajo el cielo, bajo el bosque, bajo el agua. 
Es cierto que el hombre se empeña en derrumbarlo todo, hasta el Pirineo inmenso, pero no hay vulgaridad capaz de socavar la ciclópea maravilla de la alta montaña. El Collarada al fondo, hercúleo, observa callado, tocado con una boina de bruma. Entre las laderas se deslizan nubes blancas, serpientes de humo que abrazan y engullen abetos, piedras y montes como olas. La tormenta se cierne sobre el valle y redobla en los tejados de pizarra. Aún hay tiempo para la música y para desleírse en el río de piedra que arrastra en su corriente la pureza de la montaña.
Y además, muy cerca, está la Tasca de Ana. Y para que veáis lo confundidos que están los tópicos, todo esto lo disfrutamos gracias a mis cuñados, José Mª y Lucía.   

miércoles, 21 de agosto de 2019

El placer del Renacimiento, "Comedia Aquilana" de Bartolomé de Torres Naharro


El optimismo del Renacimiento no es un tópico, es una evidencia. Y para muestra este botón de nácar que es la Comedia Aquilana, representada por la compañía Nao d´Amores con la colaboración de la CNTC. No hay nada como estar de vacaciones en un paraíso natural (Jaca) y comprobar que el teatro clásico, por muy escondido que esté su autor, despierta entusiasmos todavía: el Palacio de Congresos casi lleno. La fiesta del teatro se disfruta con mayor intensidad en esa asolada compañía. No solo de naturaleza vive el hombre.
Estamos a principios del siglo XVI, los escenarios españoles están en mantillas, después de que la comedia pasara por malos siglos, debido fundamentalmente a las prohibiciones eclesiásticas. Italia es la cuna de los nuevos usos artísticos, también de los dramáticos. La comedia del arte inspira a nuestros vates y se extiende más allá de Florencia y Bolonia. 
En el escenario de Jaca, la sencillez y la alegría de vivir se extienden por la sala en cuanto empieza la función. La música, inseparable de la palabra, toma bríos en la comedia renacentista: vihuela, órgano, viola, pandero, flautas de todos los tamaños y formas, la voz... Las cortes se tiñen de la influencia provenzal y se llenan de trovadores que expresan sus desdenes amorosos y se desmayan de pasión por sus damas. La comedia de Naharro nos coloca en la corte real de Bermudo y se lanza a la fantasía cómica de los amores de Aquilano y Felicina. Los nombres de los personajes (Dileta, Faceto) nos trasladan a Italia (salvo el rey Bermudo, muy leonés), así como la dicción del verso a un castellano llano y dulcificado por esas "dz" y "tz", por la aspiración de la "h" y por la suavidad de la "ll" frente a la "j" actual. Todo suena infantil, lúdico, en plena efervescencia. El amor, ese asunto tan grave a veces, es en la Comedia Aquilana un juego de leves tensiones que se resuelven en danza, música y fiesta. Una puesta en escena dinámica, chocarrera, de opereta, se ensambla a la perfección con lo desenfadado del argumento y del diálogo. Todo sabe a masa madre, a inicio del teatro grande, de la comedia nueva: aún cinco actos, pero ya despuntan los graciosos en los personajes de los hortelanos, y los enredos, y la alusión mitológica, y el verso sencillo, bien aliñado. 
Quién pudiera trasladarse a la infancia o a los inicios renacentistas del teatro para vivir en su médula la espontaneidad y el placer de lo que empieza. Por un momento lo hemos hecho.       

lunes, 19 de agosto de 2019

Apariciones marianas, II

La segunda aparición mariana me sorprendió con 16 años. El hecho de producirse en el mismo sitio que la primera fue un hecho divino tan simbólico como la paloma que preñó a la Inmaculada. Era la fiesta de Navidad del instituto, habíamos elaborado una "zurra" exótica, con mezcla de todas las bebidas alcohólicas que existían en el 79 y alguna pastilla no del todo santa. Hay que apuntar que el edificio del instituto se encontraba y se encuentra (todavía) junto al río, donde experimenté la primera aparición. Tras beber un trago de zurra, las tripas se me vinieron a la boca y al apoyarme en el muro del río para vomitar el bálsamo de Fierabrás, que desinhibía y te inclinaba a la purga, se me cayó una moneda de veinte duros. Brillaba junto al cauce del río, ahora sin chopos ni tierra, amortajado por el hormigón. Bajé y, al recoger la moneda, me dio un vahído y me deslumbró, de nuevo, un fogonazo. Estaba en el mismo sitio en el que la Virgen entrada en carnes se me apareció por primera vez. Levanté la vista y la vi flotando en el aire, con cien quilos menos, el pelo cardado, brazos de modelo anoréxica y unas hombreras exageradas. "¿Qué te ha pasado?", le dije, "¿cómo has adelgazado así?, estás mucho peor que hace ocho años." "Eres lo peor, Pepito", "no me llames ya Pepito, que me hundes el currículum", "yo te llamo como quiero, que para eso soy la Virgen. Como ya no hay ramas de chopos en las que apoyarme, tengo que levitar sobre una nube, y eso es imposible hacerlo con una talla XXXL. Venía de buen rollo, a otorgarte una gracia, iba a quitarte ese acné de la cara, pero la has cagado, nene. ¡Que te den!" Y se despidió sin más ni menos. Yo seguí con el acné hasta que apareció el Clearasil y, por supuesto, no le conté a nadie la aparición, ni siquiera a mi madre. Ese día también llegué tarde a comer.      

viernes, 16 de agosto de 2019

Apariciones marianas, I

Que yo recuerde, la Virgen se me ha aparecido siete u ocho veces. En la primera, yo solo contaba ocho años. Acabábamos de salir de clase y corríamos para huir de don Ramón, que no era mal maestro, solo el que nos separaba de la alameda y del partido de fútbol diario. En uno de los lances del juego, el balón fue a parar al cauce del río. Me tocó bajar a mí. Al ver que la pelota estaba atrancada en una rama y que no se la podía llevar la corriente, aproveché para echar una meada detrás de uno de los grandes chopos que entonces jalonaban el cauce. Estaba terminando, cuando, a través de las ramas, me deslumbró un fogonazo. Me puse la mano de visera y la vi, cualquiera no: era una señora inmensa, gorda y lustrosa, como la carnicera que le vendía las morcillas a mi madre. Pesaría por lo menos 150 quilos y llevaba encima un hábito como Demis Roussos. Corona no le vi. Si no me hubiera hablado, no la habría reconocido, porque no tenía entonces ninguna experiencia mariana. "Hola, Pepito, soy la Virgen", me dijo. Y yo le respondí, "pero estás muy gorda para ser la Virgen, ¿no? A ti no te podrían llevar en andas como a la de mi pueblo". Ella sonrió y cayó estrepitosamente a mi lado porque la rama en la que estaba apoyada se quebró. Se sofocó mucho y desapareció al instante, yo no sé si por apuro, porque se había hecho daño o para ponerse a dieta. Recuperé el balón y volví a la alameda. Por supuesto, no se me ocurrió contarles nada a mis compañeros, ¡menudos eran! Cuando llegué a casa con las rodillas echando sangre, como siempre, mi madre me regañó por llegar tarde, ya estaban comiendo. "¡He visto a la Virgen, mama!", le dije emocionado. "Pues ahora vas a ver al papa y, como ya llevas los estigmas, seguro que la hostia también te cae, así que hoy te consagras". No, la Virgen no me libró de la hostia, efectivamente, me consagré.       

martes, 13 de agosto de 2019

"La vida inacabada de Antón Chéjov" por Rafael Narbona



Agnóstico, liberal y pragmático, Antón Chéjov quizás es el autor más occidentalizado de su generación. Si identificamos el latido del alma rusa con el paneslavismo y la espiritualidad ortodoxa, no cabe otra alternativa que situar al escritor en una órbita muy alejada, donde prevalecen el sentimiento cosmopolita y el escepticismo religioso. Como afirma Nabokov en su Curso de literatura rusa, “Chéjov era, antes que nada, individualista y artista”. Conviene aclarar que su conciencia artística jamás desembocó en el esteticismo o la amoralidad. En sus páginas no circula la angustia que impregna toda la obra de Dostoievski, pero jamás peca de ligereza o frivolidad. Su dura infancia, soportando el maltrato de un padre alcohólico y despótico, y la aparición de la tuberculosis en 1887 cuando solo tenía veintisiete años, le revelaron tempranamente la fragilidad de la existencia humana. La expectativa de la muerte sobrevuela por sus textos como una melodía recurrente. Sin embargo, no lo hace de una manera trágica y sombría, sino con la serenidad del pensador que ha meditado sobre la finitud y ha comprendido su necesidad. Todos tenemos que morir, pero eso no resta valor a nuestros actos. No se vive dos veces y, por ese motivo, debemos apreciar cada día, cada instante. Demasiado inteligente, Chéjov no incurre en el tópico literario del “carpe diem”, que aconseja no pensar en el mañana. No se trata de buscar el placer inmediato, sino de imprimir un significado a nuestras vivencias. Solo de este modo podremos unificar e impregnar de sentido los distintos tramos de nuestro paso por el mundo.

A diferencia de Nikolái Gógol, Chéjov era un firme partidario del progreso y el cambio social. En una carta de 1894 a su editor y amigo Alekséi Suvorin, explica su punto de vista, forjado por las amargas experiencias de su niñez: “Adquirí mi fe en el progreso cuando era niño; no podía dejar de creer en él, porque la diferencia entre el período en que me daban palizas y el período en que dejaron de hacerlo, era enorme”. Aunque admiraba a Tolstói, nunca se dejó seducir por su anarquismo cristiano, que supeditaba la regeneración moral de la sociedad a la propagación del ascetismo como modelo de vida: “Algo me dice que hay más amor a la humanidad en la energía eléctrica y la máquina de vapor que en la castidad y el vegetarianismo”. Chéjov era un hombre reservado y modesto, con una madurez prematura, casi innata, y una ilimitada generosidad. Maksim Gorki admite que en su presencia: “todos sentían un deseo inconsciente de ser más sinceros, más sencillos, más ellos mismos”. Chéjov siempre obró desinteresadamente. Mientras estudiaba medicina en la Universidad de Moscú, comenzó a escribir relatos humorísticos a una velocidad vertiginosa para costearse la carrera y mejorar la situación económica de su familia. Su padre, que poseía un comercio, se había arruinado y tuvo que ocultarse para no acabar en la cárcel. Aunque no era el hermano mayor, sino el tercero de seis, Chéjov asumió el cuidado de toda su familia, escribiendo a destajo para garantizar su bienestar. Su éxito como autor de cuentos y obras teatrales no le empujó a desentenderse de los problemas ajenos. En un cuaderno de notas, escribió: “El turco abre un pozo para la salvación de su alma. Sería bueno que cada uno de nosotros dejara tras de sí una escuela, un pozo o algo semejante, de suerte que nuestra vida no pasara a la eternidad sin dejar una huella tras de sí”.

Chéjov no se limitó a expresar un deseo con hermosas palabras. Su altruismo fue real y se materializó en iniciativas concretas, que aliviaron el sufrimiento de los más vulnerables y desdichados. Durante una epidemia de cólera, prestó sus servicios como médico desde su dacha de Mólijevo, situada en las afueras de Moscú. Atendió a veinticinco pueblos sin cobrar nada. Solía decir: “La medicina es mi esposa legal; la literatura, sólo mi amante”. Cuando regresaba de sus viajes, alzaba una banderita roja para anunciar que podían acudir a su consulta los enfermos de la zona. Para organizar mejor su trabajo, construyó un dispensario cerca de su vivienda e impartió gratuitamente clases de higiene, con el fin de frenar las epidemias. Su hermana María Pavlovna, que le ayudaba como enfermera, relata que al año atendía de forma gratuita a más de un millar de campesinos, suministrándoles sin ningún coste todas las medicinas. Más adelante, ayudaría a recaudar fondos para combatir la hambruna desatada por la pérdida de las cosechas en Samara. Cuando su tuberculosis se agravó, se trasladó a Yalta con su esposa, la actriz Olga Knipper. A pesar de su creciente deterioro, continuó ocupándose de los enfermos sin recursos e incluso adoptó a dos perros. Su actividad filantrópica coexistió con una fuerte inquietud social. En 1890 realizó un viaje de ochenta y dos días en coches de caballos, vapores y destartalados carruajes para visitar la colonia penitenciaria de la isla de Sajalín, un verdadero infierno que lo dejó conmocionado, mostrándole la faceta más inhumana de la Rusia zarista. Su clarividencia moral nunca se convirtió en arrogancia. Dos años antes, había escrito en una carta dirigida al novelista y dramaturgo Iván Scheglov: “Debemos dejarnos de charlatanería y declarar con franqueza que en este mundo no hay nada claro. Sólo los tontos y los charlatanes lo comprenden todo”. No es posible comprenderlo todo, pero no debemos abstenernos de especular, inquirir, razonar. Por eso, creó tres escuelas para proporcionar instrucción a los hijos de las familias campesinas.

Chéjov no pretendía ser un narrador omnisciente, ni un moralista: “El artista no debe convertirse en juez de sus personajes y de lo que dicen; su única tarea consiste en ser un testigo imparcial, […] presentarlos bajo una luz apropiada y hacer que hablen con su propia voz”. Chéjov no dedicaba mucho tiempo a sus cuentos: “No recuerdo un solo cuento en el que haya trabajado más de un día”. Su forma de escribir estaba más cerca del periodismo que de la poesía, lo cual no significa que no fuera capaz de introducir un delicado lirismo en sus textos: “He escrito mis relatos de la misma manera que los reporteros redactan sus notas sobre los incendios, de manera mecánica, apenas consciente, sin preocuparme lo más mínimo por el lector o por mí mismo”. Chéjov era más cuidadoso con los jardines de sus sucesivas casas que con su propia prosa. Paradójicamente, su forma ágil y fluida de escribir jamás incurrió en la estridencia o el desaliño. Su pasión por los jardines parece una metáfora de su incapacidad de escribir novelas. Si hubiera sido músico, no habría compuesto sinfonías, sino tríos, cuartetos o, a lo sumo, quintetos. No le atraía lo sublime, sino lo bello y simétrico. Ese talante explica su desconfianza hacia las ideologías. Aunque detestaba el régimen de servidumbre, casi podemos aventurar con certeza que jamás habría apoyado la dictadura de los soviets. Su desconfianza hacia las ideologías incluía los dogmas religiosos: “He perdido la fe hace mucho tiempo y siempre me he quedado perplejo ante el espectáculo de un intelectual que sea al mismo tiempo un creyente”. Cuando Tolstói, al que apreciaba y admiraba, le hablaba de la inmortalidad reaccionaba con incredulidad e ironía. El autor de Guerra y Paz especula que “todos nosotros (hombres y animales) seguiremos viviendo en algún principio (como razón y amor), cuya esencia es un misterio. Pero sólo puedo imaginarme ese principio o fuerza como una masa gelatinosa; mi yo (mi individualidad, mi conciencia) se fundiría con esa masa; no siento la menor necesidad de esa clase de inmortalidad, no la comprendo”. El escepticismo de Chéjov nunca implicó cobardía o tibieza moral. Cuando la Sección de Letras de la Academia de la Ciencia, a la que pertenecía desde 1900, vetó el ingreso de Gorki por sus actividades políticas, protestó enérgicamente y presentó su dimisión.

Chéjov detestaba la imagen del artista maldito, atormentado. En 1901, Olga le escribe: “el corazón se me encoge cuando pienso en el silencioso y profundo pozo de melancolía que hay dentro de ti”. El escritor responde: “¿Qué tontería es ésa, querida? No soy un hombre melancólico y nunca lo he sido; me siento tolerablemente bien y cuando estás conmigo, completamente bien”. Hay varias versiones sobre la muerte de Chéjov. Algunos aseguran que cuando Olga se disponía a ponerle una bolsa de hielo en el pecho, se dirigió a ella con una triste sonrisa, rogándole que no lo hiciera: “No pongas hielo en un corazón vacío”. Sin embargo, otros testimonios modifican la frase, afirmando que en realidad dijo: “No pongas hielo en un estómago vacío”. Eso sí, hay consenso en que, poco antes de expirar, susurró en alemán: “Ich sterbe” (Me muero). Chéjov murió el 15 de julio de 1904 en Badenweiler, un balneario de la Selva Negra. Su cadáver fue trasladado a Moscú en un vagón refrigerado que se utilizaba habitualmente para transportar ostras, lo cual indignó a Gorki. Pienso que a Chéjov, en cambio, no le habría molestado, pues nunca le agradó lo trágico y solemne.

Maestro del relato, Chéjov nunca se sintió satisfecho con su producción teatral. Aunque nos dejó piezas tan notables como La gaviota (1896), Tío Vania (1900) y El jardín de los cerezos (1904), se mostró implacable con su faceta como dramaturgo: “He desaprovechado los temas, los he desaprovechado para nada, de una forma escandalosa y estéril. […] No estoy hecho para el teatro”. Sabemos que no es así, que sus creaciones teatrales abordan magistralmente los problemas del hombre moderno, acosado por el desencanto, el tedio y el escepticismo. No son piezas coloristas e ingeniosas, sino estudios sobre la infelicidad, el hastío, la soledad y el fracaso. Chéjov escenifica con elegancia y delicadeza la incertidumbre de una época de transición. La Rusia tradicional se deslizaba por una pendiente de decadencia y disgregación, pero el porvenir se perfilaba incierto y quizás igualmente imperfecto. Sin el misticismo de Tolstói, la angustia metafísica de Dostoievski o el conservadurismo de Gógol, Chéjov compone cuadros sumidos en la penumbra. Es el cronista de lo cotidiano, el testigo desapasionado de un mundo sin belleza ni heroísmo, el frío psicólogo de las pasiones ajenas. No pretende cautivar, ni deslumbrar. Sólo desea narrar lo que acontece a su alrededor. Durante el otoño de 1945, Isaiah Berlin se encontró con Anna Ajmátova y hablaron de literatura. Berlin reprodujo su entrevista con notable elocuencia: “Se movía y actuaba como una reina trágica. De inmensa dignidad, con gestos pausados, una noble cabeza, rasgos hermosos y algo severos, y una expresión de inmensa tristeza, […] me preguntó qué leía: antes de que pudiera responderle, atacó el mundo de color de barro de Chéjov, sus aburridas obras de teatro, la ausencia en su mundo de heroísmo y martirio, de profundidad, oscuridad y sublimidad”. Ajmátova concluyó su diatriba, observando que en Chéjov “no brillan las espadas”. No se equivocaba, pero nada de eso resta mérito a la obra de Chéjov. “La dama del perrito”, uno de sus cuentos más perfectos, discurre en una atmósfera de tristeza y tedio. No hay espadas, heroísmo ni sublimidad, pero sí indulgencia y compasión. Las vidas fracasadas de sus personajes nos conmueven, sin la necesidad de movilizar las notas grandilocuentes de un poema trágico.

Publicado en 1899, “La dama del perrito” se concibió como una respuesta a Anna Karenina. Chéjov deseaba contar la historia de dos amantes sin condenarlos. El adulterio no es algo ejemplar, pero no debería considerarse una grave falta que exige un castigo y una redención. Por eso, no maltrata a sus personajes e intenta explicar sus motivaciones. Gúrov, un banquero de mediana edad, y Anna Serguéievna, un joven triste e insatisfecha, no son felices en sus respectivos matrimonios. Se conocen en Yalta e inician un romance con una fuerte carga sexual. Gúrov es un donjuán que presume de su misoginia, pero no soporta la compañía masculina. No sabe cómo hablar, ni cómo comportarse entre amigos de su sexo. En cambio, habla animadamente con las mujeres y entiende su mundo. De nuevo, la sombra del donjuanismo aparece asociada a cierto afeminamiento, escarneciendo la virilidad del hombre con un hambre insaciable de conquistas. Gúrov, que engaña sistemáticamente a su esposa, considera a la mujer “una raza inferior”, pero es incapaz de respetar un compromiso. Su idilio con Anna está contaminado desde el principio por su egoísmo. De hecho, no ignora la vulnerabilidad de su amante: “Hay algo en ella que inspira piedad”. Anna se desprecia a sí misma por su comportamiento. “Parece la pecadora de un cuadro antiguo”, con su rostro desolado y su mirada húmeda.

Los amantes viven una mentira, pues en realidad apenas se conocen. Sólo les une su insatisfacción. Después de una breve separación, su breve idilio se transforma en encuentros mensuales en un hotel de Moscú. Llevan una doble vida, soportando el dolor que acarrea cualquier impostura. Por un lado, mantienen la apariencia de normalidad, fingiendo emociones falsas. Por otro, cultivan el secreto, amándose furtivamente. Ninguno es feliz con esa situación, que les condena a ocultarse como ladrones. Confinados en un espacio opaco, se preguntan si alguna vez podrán salir a la luz y vivir sin mentiras. La historia finaliza sin moralejas, pero sin omitir que el paso del tiempo ya afecta a los amantes. Las canas de Gúrov y las incipientes arrugas de Anna ponen de relieve que han comenzado a dejar sus vidas atrás, casi sin advertirlo. No son culpables de un horrible delito. Simplemente, son desgraciados, como la mayoría de los seres humanos.

Los cuentos de Antón Chéjov no son obras dispersas, sino fragmentos de un gigantesco mosaico que nos ofrece una visión panorámica de un tiempo de cambios y transformaciones. Muchos relatos parecen inacabados, como la vida del escritor, que se interrumpió prematuramente. No es un defecto. En la existencia del individuo y del cosmos no hay finales concluyentes, sino saltos y cortes abruptos. Lejos de cualquier forma de nostalgia por el pasado, la literatura de Chéjov se adelanta a su época, mostrando que el hastío, el desarraigo y la frustración dominarán el siglo XX y que sólo podrán aplacarse mediante el humor, la tolerancia y la ternura.