sábado, 19 de agosto de 2017

"Informe misántropo sobre Twitter" por Íñigo Domínguez



(Nota previa: Por su interés, comparto con los lectores este documento de un amigo escritor, de cierta fama, con el permiso de su autor y bajo la promesa de anonimato. Aduce que no quiere líos, que criticar hoy Twitter te crea problemas y la gente se ofende).

Estimados señores:

Me siento muy halagado por la invitación de su compañía a abrir una cuenta en Twitter. No obstante, me veo obligado a rechazarla. Por los siguientes motivos, que después de pensarlo mucho se pueden resumir, en esencia, en uno:

—Por el qué dirán.

Este es el principal, pero me da pie a las siguientes reflexiones. Se las pongo en forma de tuit, que les será más fácil comprenderlo:

—Me gusta estar tranquilo. Esto te quita tiempo de no hacer nada.

—No me gusta vigilar, ni que me vigilen.

—Andas todo el rato con el teléfono. Estamos todos ya muy ocupados, alguien tiene que quedarse a mirar.

—Luego esas fotos de la gente. Las poses.

—Es incómodo saber algo privado de un desconocido. Incluso dónde está, o lo que come. Y más aún la cara que tiene.

—Se ha debilitado mucho la capacidad de guardar un secreto. «Reservarse opiniones es asunto de infinito alcance» (El gran Gatsby).

—Te obligan a pensar algo que decir. Y si no lo tienes, te lo inventas.

—Discutes.

—Si no tienes Twitter la gente no sabe dónde insultarte, y enseguida se le olvida y pasa a otra cosa.

—¿Por qué decir algo en ciento cuarenta caracteres cuando puedes decirlo en más? Solo para alimentar la prisa.

—Te enteras de más cosas de las que puedes enterarte sin llegar a sentirte confuso.

—Aunque digan que es muy útil para estar informado, lo cierto es que ya te enteras de todo, aunque no quieras. Ni sabes cómo sabes las cosas. Estoy empezando a creer que flotan en el aire y las adquieres por ósmosis.

—Hace tiempo que no sé si algunos recuerdos son de cosas que he vivido, que he leído, he imaginado, o soñado, o las vi en una película. Y con las noticias ya me pasa lo mismo. Vivimos en una sopa de datos.

—Algunos amigos me cuentan cosas realmente interesantes que han descubierto en Twitter. Es obvio: el mundo está lleno de cosas interesantes. El problema es descubrirlas todas a la vez cada cinco minutos mientras haces otra cosa y acostarte sin recordar ninguna.

—Las tonterías que digo, por suerte, se pierden en la nada y las escuchan mis conocidos. No quiero ni pensar lo que sucedería si las escribiera. Y algunas ya las escribo.

—Ya me como el coco por las noches pensando lo que hice mal o no debería haber dicho.

—Sí, supongo que en Twitter nada tiene importancia, se olvida rápido. Entonces, ¿por qué hacerlo?

—No es normal toda esta apoteosis de elogios y críticas, pero son casi peores los elogios. Te acostumbras a ellos por cualquier cosa y luego, es muy curioso, ya interpretas el silencio como una crítica.

—Prefiero el ritmo natural: un elogio cada muchísimo tiempo y críticas de las que raramente te llegas a enterar, porque las dicen a tus espaldas.

—Solo me interesan las críticas de los amigos, que te aguantan más porque te quieren y las miden mucho, solo cuando están muy seguros.

—Propicia el peloteo, ¿hay algo peor?

—Es muy interesado, y yo estoy en una cruzada por lo desinteresado, que es más interesante.

—Es autopromoción y, por lo tanto, publicidad engañosa.

—Creo que solo tiene sentido como herramienta empresarial. Así sí, y lo comprendo. De hecho, es así como se lo toma la mayoría de la gente que conozco. Como expectativa de negocio.

—Mucho es miedo a no parecer moderno.

—Creo que la gente debe aparecer y desaparecer, no estar siempre ahí.

—Tanto mundo paralelo es muy cansado. Ya me dan ataques de ansia viendo la tele, pensando que hay decenas de canales que quizá tengan algo mejor en ese momento.

—Me gusta estar a lo que estoy. Ya me distraigo mucho.

—Me recuerda a cuando te pasabas papelitos en clase y no te enterabas de la lección. Vivimos en una atmósfera infantil.

—No me interpreten mal: a mí también me gusta pasar un rato de vez en cuando viendo chorraditas, pero de ahí a tomárselo en serio…

—Cada vez es todo más compulsivo.

—Me imagino a Proust si tuviera Twitter: «Empezando mi novela. Ganas de terminarla». Y una foto del manuscrito.

—O a Van Gogh, en una de las cartas a su hermano: «Querido Theo, no soporto la idea de tener solo dos seguidores, tú y mi portera. A este paso me cortaré la oreja con tal de ser trending topic».

—Quizá no hubiéramos visto el careto de ese tipo diciendo aquello, sino un lacónico tuit: «Españoles, Franco ha muerto». Seguido luego en las redes sociales de un millón de «me gusta» y otro millón de «no me gusta», y hubiera sido peor.

—Tampoco tendríamos maratón, y ¿qué harían hoy todos esos adictos al running? Habría tuiteado un soldado ateniense tras la batalla: «Hemos ganado, volvemos mañana, o pasado».

—Moisés, colgando una foto: «El mar Rojo abriéndose AHORA MISMO».

—Lo podría decir Oscar Wilde: «Un tuit es como uno de esos rostros británicos que, una vez vistos, se olvidan siempre».

—Un conocido, un tipo bastante famoso, se metió hace poco en Twitter y topó con un individuo que lo machacaba. Miró quién era: un señor desconocido con veintiséis seguidores. Pasó toda la tarde preocupado. ¿Por qué le odiaba ese señor? Y, sobre todo, que no era nadie.

—No quiero saber lo que piensa la gente, te deprimes y te confundes. Me basta con las cenas.

—Cuando no sabías lo que pensaba la gente tenías mejor concepto de ella, tendías a creer que el nivel medio era aceptable. Ahora que sabes su forma de razonar y lo que piensan, y no callan, te das cuenta de que estás rodeado de cretinos. Pierdes la fe en la humanidad.

—Es más bonito el misterio sobre lo que nos rodea. Lo explícito nos está devorando.

—Me da miedo tener pocos seguidores. Y me da miedo tener muchos.

—Es un mundo de predicadores locos y cotilleo digital en masa.

—Empezaría a hacer cosas solo por sus consecuencias.

—Estaría todo el día viendo lo que la gente dice de mí. Supongo que hasta el día que me diera igual. Pero entonces no sabré para qué demonios tengo Twitter.

—Y díganme: ¿por qué a menudo es visto como un lujo no tener Twitter? Comenté una vez que estaba pensando meterme y me decían los que ya estaban dentro: «¡No lo hagas!». Da pena tanta gente que opina obligada.

—Mi amigo Íñigo dice que todo esto es mentira, soy un esnob y lo hago solo por llevar la contraria. Quizá ya es al revés que los escritores: uno no tuitea para que le quieran más.

—Como lo de la fiesta de la película de Nanni Moretti: «¿Se me nota más si voy o si no voy?».

—Y el argumento final: ¿Sabe la gente que ustedes, y otros, proponen a algunas personas pagarles por tuitear, como han hecho conmigo? Pues eso: ¿por qué hacerlo gratis si a algunos les pagan? Este es el secreto: la mayoría de las opiniones no valen un pimiento, pero eso hoy no se puede decir, y menos ustedes, ni Twitter, que ganan dinero con ello. Yo, ni aunque me paguen.

Suyo afectísimo. Grcs.

domingo, 6 de agosto de 2017

"Nos gusta hacernos daño (con la gran novela americana)" por Paula Corroto



Podrían abrirnos el corazón con un cuchillo y casi disfrutaríamos viendo salir la sangre a borbotones. Podrían decirnos que nuestro padre es un asesino o un violador y quizá encontraríamos un sentido a la vida. Podrían comentarnos que nuestra madre nunca nos ha querido, que nos soltó en el paritorio y nos rechazó y así todo cuadraría. Por fin encajarían nuestros pensamientos de pérdida y abandono, el despido laboral, aquel novio o novia que nos dejó, y esa mirada a los veinte metros cuadrados en los que vivimos. Con suerte.

Esta brumosa oscuridad mental, esta bajada a los infiernos que a veces proponen las neuronas se halla en muchas de las novelas que en los últimos años han gozado del éxito de lectores y crítica. Sus escritores son los nuevos reyes de la gran novela (americana): la que dicta el pensamiento mundial. Son los David Vann y Cormac McCarthy, que beben de otros autores disfrutadores de la tragedia como Raymond Carver, Herman Melville o William Faulkner, revivido ahora por la celebración del cincuenta aniversario de su muerte. La tragedia y la brutalidad. El lobo es un lobo para el hombre. La naturaleza depredadora. Una oda al filósofo Thomas Hobbes, que debe estar retozando en su tumba mientras el vitalismo de los Nietzsche y compañía se ha ido dando vueltecitas por el sumidero.

«No hay ninguna razón para pensar que las cosas van a mejorar. Corren tiempos muy peligrosos para el mundo y no me refiero solo al tema económico, no sabemos lo que va a pasar. Soy pesimisita, pero no infeliz», señaló McCarthy recientemente en una entrevista. El autor de La carretera o la famosa trilogía de La frontera, en la que despliega todo su arsenal de los peores instintos que puede poseer el ser humano, apenas ofrece un atisbo de lo que podemos entender por bondad o solidaridad. Al contrario: lo oscuro está en el alma humana, y debemos vivir con ello.

Algo muy parecido a lo que ha expuesto Vann cuando se le ha preguntado por la crudeza de sus novelas, todas ellas plagadas de la tensión emocional entre los hombres, como si no supiéramos relacionarnos entre nosotros y, mucho menos, con los que tenemos más cerca. Acérquense a Caribou Island, Tierra o Goat Mountain. Hijos y padres siempre en conflicto, parejas que no son capaces de encontrar el vínculo común. «En EE. UU. tenemos la idea de que un libro tiene que tener personajes entrañables y dejarnos con buen sabor de boca cuando lo terminamos», afirmó una vez. «Esa nueva y estúpida idea echa por tierra dos mil quinientos años de cultura literaria. La tragedia consiste en exponer la maldad humana, dejándola al desnudo. Los europeos son mucho más receptivos a ese tipo de cosas», añadió.

Los europeos sí sabemos mucho de guerras y holocaustos. Y ahora sabemos dónde tenemos que acercarnos para que nos digan en toda la cara cómo nos están matando económicamente. Si esto fuera un análisis freudiano casi podríamos decir que en la infancia nos desvirgaron de una forma sádica, y el resultado es leer a estos autores vorazmente.

O regresar al condado de Yoknapatawpha de William Faulkner. Hacer una inmersión en ese mundo agostil, asfixiante, claustrofóbico y violento de El ruido y la furia, Mientras agonizo, Luz de agosto o Absalon, Absalon. Familias que se rompen después de siglos de tradición. Miserias escondidas que muestran tiempo después que aquel padre no era tan bueno como parecía. Que lo normal es que te retuerzan el estómago hasta que sangres o escupas bilis. Y si esto no lo han comprobado en su obra de ficción, ahí tienen los ensayos y discursos recientemente publicados en español donde, en una carta al editor del Memphis Commercial Appel enviada el 15 de febrero de 1931, al hablar sobre la segregación racial, destaca: «Hay cierta clase de gente de color que comercia con la humildad exactamente igual que hay cierta clase de gente de color que comercia con otras debilidades y vicios del hombre; únicamente sucede que el hombre negro está más en forma para comerciar con la humildad, como el irlandés lo está para la política». Nadie es bueno simplemente por su color. ¿Tea Party o un chorro de agua fría realista? ¿Una mirada hacia la pasta de la que, sin remilgos almibarados, realmente está hecho el hombre?

Faulkner escribió su mejor obra a partir de 1929, cuando publicó El ruido y la furia. Aquel fue el año del crack del 29 en el que EE. UU. se adentró en su nebulosa después de una década de dólares que se esparcían sobre la cama tejiendo la manta de la felicidad. Aunque fuera ficticia. El escritor sureño fue un agudo intérprete de la nueva realidad, como también haría John Steinbeck con Las uvas de la ira, en 1939, si bien esta novela posee una mayor comprensión sobre las posibilidades de salir adelante de los hombres. La voluntad de poder, que diría Nietzsche. El arrojo, que sostendría Ernest Hemingway. Faulkner, como un cowboy, les retó a duelo, disparó y ochenta años después, sale vencedor. Casi como el hoy también recuperado e idolatrado Shakespeare, en el que Faulkner se inspiró para El ruido y la furia. De hecho, el título de esta novela está tomado de uno de los versos de Macbeth:

La vida no es más que una sombra andante jugador deficiente
que apuntala y realza (la señora Compson) su hora en el escenario
y después ya no se escucha más. Es un cuento
relatado por un idiota, lleno de ruido y furia,
sin significado alguno.

Llegado este punto podemos fijarnos sin pudor en uno de los coetáneos del inglés, Calderón de la Barca, un autor con muchas más posibilidades de ser moderno que el mujeriego Lope de Vega. La negrura que respiran sus autos sacramentales o su famosísima La vida es sueño no se halla en las exhortaciones vividoras de Lope en las comedias de enredo La dama boba, El perro del hortelano o sus dramas de honor, como Fuenteovejuna. Calderón está atormentado por sus disquisiciones religiosas. Lope, aunque al final de sus días se ordenara sacerdote, vive una juventud entre mujeres y la fama de ser uno de los autores más taquilleros del momento. Lope es el cínico vitalista; Calderón es el tormento existencial.

Es interesante que el hálito religioso que se respira en las obras de Calderón esté también en estas novelas de nuevo cuño. En ellas hay una focalización, sobre todo, hacia el Viejo Testamento, las historias del Génesis y el pecado original. Como si la horrible naturaleza del hombre no fuera tal, sino que estuviera imbuida por lo que dicen las Sagradas Escrituras. De nuevo salen a la palestra Caín y Abel, Abraham e Isaac y hasta el arca de Noé. «Caín fue el primer vástago. El primer hijo de Adán y Eva. Caín es el inicio, el primero de los que no pudimos empezar en el paraíso», escribe David Vann en Goat Mountain, novela en la que se relata cómo una familia puede autodestruirse por culpa de un hijo. El autor criado en Alaska, esa tierra salvaje que debe de dar lugar a una interiorización profunda en uno mismo, retoma la Biblia en sus episodios más sangrientos y violentos, para avanzarnos que más allá de eso no hay nada, y que todo lo que ha podido venir después son bobadas. Como la moda New Age, la Era de Acuario y todas esas pamplinas. En la novela Tierra, precisamente, desbroza cualquier búsqueda de lo trascendente. Como manifestó en una entrevista: «La filosofía nos puede conducir a la brutalidad». Y, si bien es cierto que toda inmersión en la diosa Razón conduce al escepticismo —y de ahí al cinismo hay un paso—, habría que preguntarse si la fe no te dispone también al fundamentalismo que, cuando menos, suave no parece.

También en Meridiano de sangre, de Cormac McCarthy, encontramos numerosas referencias místicas y religiosas con esa visión de cómo se hicieron los Estados Unidos, mediante guerra y muerte. Un holocausto, resume el escritor. Hobbes vuelve a respirar tranquilo bajo tierra.

Y, sin embargo, hubo una época en la que esta oscuridad literaria, en la que también se recreó Richard Yates con su Vía revolucionaria o Las hermanas Grimes (no esperen finales felices), no era tan evidente. También hemos tenido fases luminosas como la que trajeron los Beat en los años cincuenta. Puede que hallemos una explicación sociológica: EE. UU. dejaba atrás la Segunda Guerra Mundial, la crisis económica ya no era tal —el movimiento de la industria armamentística hizo los deberes— y comenzaban a ondear vientos de vitalismo, de libertad, de pasarlo bien. El escritor descubría que el ser humano, pese a todo, también era divertido. Y que sí, el hombre mata y hace daño, pero también somos capaces de dar un abrazo. O besar. O hasta hacer el amor con amor.

Cuando se ha buceado en las obras de Jack Kerouac, Allen Ginsberg o William Burroughs se ha puesto el acento en las drogas y en la autodestrucción de los personajes, pero posiblemente sea una visión muy superficial. En Aullido, Ginsberg reclama las mentes lúcidas de su generación y lo que busca es salir de ese infierno para adentrarse en la luminosidad. Es un grito desesperado. Como el de Kerouac en La carretera o en Big Sur, donde en ese desparrame de páginas y páginas lo que hay es un poderoso afán lúdico: viajar y disfrutar de todo lo que venga. Los Beat no usaron las drogas, el sexo, la bebida como un método para hacerse daño —o si lo hicieron personalmente, eso no aparece en las novelas— sino como el agujero para entrar en nuevas dimensiones abandonando la realidad negra, asfixiante, agostil, que describiría Faulkner. Entrar en si aquello se convirtió en una adicción y por tanto es limitador de la libertad daría ya para otro artículo.

Los Beat nos llevan a otro vividor de varias décadas anteriores: Jack London, el viajero impenitente que también hizo que su literatura copulara con la naturaleza salvaje, pero no para mostrarnos una relación teñida de oscuridad, sino para crear un haz de luz en el lector. Vida y nada más. Acción frente a reflexión. Como los cánticos de Walt Whitman que luego copiara Barack Obama en aquellos primeros discursos como candidato a la Presidencia de Estados Unidos en 2008. Pero claro, aquello era antes de la crisis, antes de sumirnos en el malhumor. Antes de matar a los hiperkinéticos y dejar paso a los que escriben que un niño de once años podría matarte (guiño, guiño a David Vann).

Los hermanos Coen le pusieron una peluca a Javier Bardem y le convirtieron en un asesino. En 2007, No es país para viejos consiguió el Óscar a la mejor película. Lehman Brothers cayó meses después. Todos éramos malos y responsables por no haber olido aquella burbuja financiera que trajo despidos mientras otros se habían llenado los bolsillos. Y echamos mano de aquellos novelistas que nos desgarran el corazón con un cuchillo. Casi podría ser un acto catárquico. Estamos jodidos y nos gusta hacernos daño. Quizá para renacer de nuevo. Gracias McCarthy, gracias Vann.

miércoles, 2 de agosto de 2017

La mancha humana de Philip Roth


Fragmentos de La mancha humana de Philip Roth.

-El protagonista, Coleman Silk, aun siendo negro tiene un físico que podría pasar por blanco. Y ser negro en los años 40 y 50 en Estados Unidos no era una carga fácil de llevar. Coleman opta por simular ser blanco para evitar, sobre todo, que su yo quedara absorbido por la condición de pertenencia a la raza oprimida:
...y se vio convertido en un negro y nada más que un negro. Vio el destino que le aguardaba, y no estuvo dispuesto a aceptarlo. Lo comprendió intuitivamente y se replegó de una manera espontánea. No puedes permitir que los grandes te impongan su intolerancia, del mismo modo que no puedes permitir que los pequeños se conviertan en un nosotros y te impongan su ética. No aceptaría la tiranía del nosotros, la cháchara del nosotros y todo lo que el nosotros quiere volcarte encima. Jamás se doblegaría ante la tiranía del nosotros que se muere por absorberte. el nosotros coactivo, inclusivo, ineludiblemente moral... 

-Opinión de Coleman Silk, profesor de universidad, sobre el estado de la enseñanza en los años 90 en Estados Unidos:
...la ignorancia de nuestros alumnos es abismal. La educación que han recibido es increíblemente mala. Sus vidas son yermas en el aspecto intelectual. Llegan aquí (la universidad) sin saber nada y la mayoría de ellos se marchan sin saber nada. Y lo que saben menos es la manera de leer el drama clásico. (...) ...enseñar a la que sin duda es la generación más estúpida de la historia norteamericana, es lo mismo que caminar en Broadway y en Manhattan hablando contigo mismo, excepto que en vez de las dieciocho personas que te oyen hablando solo en la calle, están todas en el aula. No saben nada de nada.

-Reflexión de Coleman acerca de lo que sabemos o de lo que creemos saber, muy útil para aplicarlo a a la actualidad del juicio sumarísimo de las redes sociales:
¿Cómo saber lo sucede tal como sucede? ¿Lo que subyace a la anarquía de los acontecimientos, las incertidumbres, los contratiempos, la desunión, las espantosas irregularidades que definen los asuntos humanos? Nadie sabe, profesora Roux. "Todo el mundo sabe" es la invocación del cliché y el comienzo de la trivialización de la experiencia, y lo que resulta tan insufrible es la solemnidad y la sensación de autoridad que tiene la gente al expresarlo. Lo que sabemos es que, si hacemos abstracción de los clichés, nadie sabe nada. No es posible saber nada. No sabes realmente las cosas que sabes.

-Sentencia de Faunia, la última amante de Coleman, la primera noche que se queda a dormir con él:
Y recordó lo que las furcias le habían dicho, la gran sabiduría de las putas: "Los hombres no te pagan para que te acuestes con ellos. Te pagan para que te vayas a casa". 


-Después de un trágico accidente, surge un bulo que se convierten en una verdad absoluta para los habitantes de la pequeña ciudad de Athena. El veneno de las sociedades cerradas:

El Diablo del Pequeño Lugar: el chismorreo, los celos, la acritud, el hastío, las mentiras. No, los venenos provinciales no ayudan. Aquí la gente se aburre, es envidiosa, su vida es como es y como será, y por eso, sin poner el relato en tela de juicio, lo repiten, por teléfono, en la calle, en la cafetería, en el aula. Lo repiten en casa a sus maridos y esposas. 

lunes, 31 de julio de 2017

"Safo, cuando la alegre fiesta" por Martín López-Vega



La poesía de Safo de Lesbos, Safo de Mitilene, o Safo a secas, ha llegado hasta nosotros como cualquier otra de las cosas que nos han alcanzado desde el siglo VII antes de Cristo; en ruinas. “Dormida en el pecho de la tierna amiga…” dice uno de los versos que han sobrevivido; no ha quedado nada más de ese poema, casi como una columna rota que mal se tiene en pie o un pedazo de friso tirado por el suelo que puede servir de asiento a un turista despistado. ¿Por qué nos maravilla Safo, si en la mayoría de sus poemas somos nosotros quienes tenemos que ponerlo todo, a partir de una sugerencia abandonada al capricho de nuestra imaginación? ¿Hay en sus poemas, en lo que queda de ellos, algo más allá del mito de su existencia, de su capacidad de ser símbolo de tantas cosas?

La Oficina reedita ahora sus Poesías en la traducción de Juan Manuel Macías que ya publicara en tiempos DVD ediciones. El libro viene enriquecido con varios textos del traductor sobre la poeta y el arte de la traducción y la filología; “el filólogo es una corrupción morbosa del bibliotecario”, afirma en el prólogo (y cualquier obsesivo podador de aforismos y/o chistes podría reducir a tal, jibarizándola, una afirmación que tiene mucho sentido en su contexto). Con las traducciones de Safo pasan las dos cosas que pasan siempre con los clásicos; que los lectores compulsivos las coleccionamos con el mismo ánimo que los coleccionistas de dedales, y que lo normal es que nuestra favorita sea la primera que leemos, casi nunca por ser mejor, sino por guardar la huella de nuestro asombro y admiración primera. Así pasa con Safo, y con Jayyam, y con Catulo

Esta traducción de Juan Manuel Macías merece un lugar entre las mejores que ha dado nuestra lengua. No sé si por su fidelidad al griego clásico, del que me queda muy poco pese a los dos años estudiados en el instituto cuando aún estudiábamos estas cosas; pero sí desde luego por cómo suena en castellano, por el tono de los poemas “enteros” y por la gracia con que se mantiene el encanto de los fragmentos. Uno la relee a ratos aquí y a ratos en la edición que Aurora Luque preparó para Acantilado, quizás la versión en la que Safo suena más hedonista. Suena así traducida por Macías:



Ven a mí desde Creta hasta este sacro

templo; donde, en tu honor, una arboleda

amable de manzanos; donde altares

perfumados de incienso;



agua fresca murmura aquí entre ramas

de manzano, y umbrío está de rosas

todo el recinto, y de la fronda trémula

un sopor se desprende;



y el prado que apacienta a los caballos

copioso está de flores primaverales; soplan

aires de olor a miel…



Aquí, pues, tú, chipriota, coronada,

en copas de oro, delicadamente,

escáncianos el néctar ya mezclado

cuando la alegre fiesta



…¿cuando la alegre fiesta qué? Decíamos antes que era justo preguntarse si hay algo más que arqueología en estas bellas ruinas. Pero basta leer unas pocas páginas para darnos cuenta que rebosan de vida, que apelan a todos nuestros sentidos de una manera que los poetas que vinieron después alcanzaron alguna vez a imitar. Cuánta vida en estos poemas que se hicieron para celebrarla, que es la mejor forma de salvarla. Hermosa edición de La Oficina, gran traducción de Juan Manuel Macías, eterna Safo. Qué más se puede pedir, cuando la alegre fiesta…

domingo, 30 de julio de 2017

"1, 2, 3... ¡Despierta! (Y luego escríbelo)" por Rafael Ruiz Pleguezuelos



Me gustan los escritores desastrosos y poco metódicos porque suelen tener una teoría para todo distinta al resto del mundo, que además con frecuencia es la más acertada. La explicación a esta aparente infalibilidad de las mentes más desordenadas se encuentra en el hecho de que elegir en el mundo del arte el camino imposible es normalmente lo más adecuado para llegar a la verdad. En estos tiempos de talleres de escritura, cursos y cursillos de habilidades literarias y manuales que te enseñan cómo ganar un premio Planeta en un par de meses, me gusta recordar la frase de William S. Burroughs, aquel autor adicto a un buen número de sustancias que escribió esa joya llamada El almuerzo desnudo, que decía que intentar enseñar a escribir era una tarea tan imposible como la de intentar enseñar a alguien a soñar.

La frase de Burroughs me ha llevado de manera inmediata al tema de los sueños y la relación de los escritores con ellos. Siendo estudiante universitario, me sedujo de una manera irresistible aquella vieja historia del poeta Samuel Taylor Coleridge y el origen de su inolvidable poema «Kubla Khan». Coleridge subtituló el poema con la expresión «Una visión en un sueño», un segundo nombre que en mi opinión ya constituye un poema en sí mismo. Según la leyenda, el poema fue fabricado y dictado a su mente por una voz mientras soñaba. El poeta también cuenta que despertó del sueño conociendo de una manera mágica el poema en su totalidad, de modo que para obtenerlo no tuvo más que tomar papel y tinta y comenzar a escribir, aunque más bien deberíamos decir transcribir. Todas las historias mágicas deben incluir un final sorprendente, y esta no iba a ser menos: cuando Coleridge transcribía al papel a una velocidad febril el poema soñado, alguien llamó insistentemente a la puerta de su casa. El poeta no tuvo más remedio que abrir y atender al visitante, un vecino de una localidad llamada Porlock. El final del cuento, habrán imaginado, es que, cuando el individuo que había interrumpido la transcripción de Coleridge se hubo marchado, el poeta ya no podía recordar más versos del poema, de manera que quedó interrumpido para siempre en el verso cincuenta y cuatro, desde ese momento un número mágico para la relación de los autores con los sueños. El último verso de «Kubla Khan» dice «and drunk the milk of Paradise» («y bebieron la leche del Paraíso»), y ahí se detiene el poema que creó en sueños. He conocido personas que afirman que cuando leen el poema y llegan a ese último verso, no pueden menos que oír los nudillos del vecino de Porlock golpeando la puerta de Coleridge.

El carácter fragmentario e interrumpido del poema no ha impedido que este sueño en verso de Coleridge sea un imprescindible de la poesía inglesa y como tal figure en cualquier antología decente. Por su parte, la historia del poeta y el vecino inoportuno ha llegado a ser tan popular en las letras inglesas que constituye una frase común en este idioma hablar de «una persona de Porlock» para referirse al individuo que interrumpe abruptamente el proceso creativo de un artista. Siendo Coleridge en aquella época un consumidor habitual de opio, la tradición añadida a la historia es que el sueño creador del poeta inglés muy probablemente se encontraba inducido y alimentado por el poder de la droga en su organismo.

Una de las cuestiones más sugestivas —por misteriosas— de los sueños es que no parece afectarles el tiempo. Me refiero a la época en que vivimos, nuestro entorno cultural. Narrativamente hablando, es muy probable que soñemos exactamente igual que lo hacía un humano del siglo XII o de la Edad de Piedra. Resulta maravilloso notar que a los sueños no parece afectarles la ficción dominante. Tienen el mismo lenguaje antes y después del descubrimiento del cine o los efectos especiales. No incorporan flashbacks o juegos de enfoque, ni añaden alguno de los métodos de contar historias que el hombre ha producido a lo largo de su historia. Antes al contrario, parecen tener su propia sintaxis y lenguaje, y no parecen dejarse afectar por ninguna de las narrativas que les rodean en las distintas épocas y culturas. Constituyen por tanto un género literario privado, de manera que no parece exagerado afirmar que son la ficción más pura —por sincera— que existe.

Esa idea de ficción pura y rotundamente personal es la que ha llevado a tantos escritores a sentirse atraídos por el poder creativo de los sueños. Se ha dicho muchas veces —y a mí me encanta repetirlo— que Sigmund Freud debe considerarse más un buen escritor (uno realmente bueno) que un verdadero científico. Su La interpretación de los sueños es, por encima de todo, un precioso ejercicio literario. Al austriaco le maravillaba la idea del sueño como nuestra resistencia a dormir, una teoría que convertiría cada uno de nuestros sueños en un intento por seguir conectados, y continuar reproduciendo una realidad que nos provoca adicción hasta el punto de que intentamos tenerla delante incluso cuando cerramos los ojos. Soñamos porque queremos seguir despiertos, se podría decir, y producimos sueños porque nuestra mente desea continuar viviendo esas historias del mundo real que le fascinan. No soñaríamos si nuestro inconsciente realmente descansara. En ese trabajo permanente del inconsciente se forjan las imágenes artificiales con las que decoramos nuestro descanso.

A los escritores les atrae especialmente el hecho porque crea un mundo ficticio desde la manipulación de nuestros recuerdos, algo que se parece mucho al trabajo del autor literario. La luz de los sueños no es real, ni los paisajes que se ofrecen en ella. Todas las voces de un sueño, todas las personas que aparecen en él son orquestadas por una sola mente, capaz de mostrar una luz igual que la del sol sin ser la del sol, y un agua igual de cristalina y bella pero que no puede mojar por la sencilla razón de que no existe. Exactamente igual en un sueño que en un libro. Forzando un poco la interpretación de una colección de relatos tan antigua como Las mil y una noches, lo que hace Sherezade es impedir con sus historias (¡literatura!) que el sultán duerma y caiga en esa muerte de unas horas que es el sueño.

Volviendo a Freud, el intelectual austriaco estaba convencido de que las imágenes de nuestros sueños representan palabras, y que cualquier soñador de alguna forma está ejercitando una capacidad de escritura que todos, hasta el menos literario de los seres, poseemos dentro. Otra curiosidad que ha ejercido una fascinación sobre escritores y psicólogos/escritores como Freud es que uno puede elegir no escribir, literariamente hablando (la mayor parte de la humanidad elige eso y en ocasiones les envidio), como se puede ignorar cualquier otro arte, pero el individuo no puede elegir no soñar. El sueño es maravillosamente involuntario e imposible de manipular. Se sueña cuando nuestro inconsciente quiere y sobre lo que él quiere, y no hay más forma de mediatizarlo que con nuestras vivencias anteriores a soñar, y aun así de manera involuntaria. No podemos compartir los sueños más que si los verbalizamos (y de alguna manera les damos forma literaria, de cuento o relato de nuestro sueño). No hay por tanto forma alguna de reproducirlos como eran verdaderamente, tal y como se nos han reproducido mientras dormíamos, sino como los recordamos. Simplificando mucho algo bastante más complejo, para Freud la interpretación de los sueños contiene el desafío de transcribir las imágenes que recordamos en palabras, y después tratar de desentrañarlos a partir del descifrado de los símbolos que contienen, en un proceso deliciosamente similar al que se sigue para comentar un poema. Para interpretar los sueños antes hay que convertirlos en literatura, definitivamente.

El poema de «Kubla Khan» que mencionaba al principio, de ocurrir realmente como el testimonio de Coleridge transmite, equivaldría sin embargo a un tipo de sueño muy distinto de los descritos anteriormente, que de ser cierto desafía las normas de esa sintaxis de los sueños a que nos referíamos. Podríamos llamar a este tipo de experiencias sueños productivos, pues tienen la peculiaridad de que se rigen por las reglas de la literatura, y no por las del universo onírico.

Se pueden rastrear ejemplos de estos sueños productivos más populares y cercanos en el tiempo que el del poema de Coleridge. Stephen King ha declarado más de una vez que la historia de Misery, el best seller que ha aterrorizado a generaciones, se fraguó en su mente mientras dormía en un vuelo a Londres. Por suerte para los seguidores de Stephen King, en esa ocasión no hubo hombre de Porlock, y el autor tuvo una imagen completa de la obra al despertarse sin que nadie apartara la idea de su mente. Tan pronto hubo aterrizado buscó un lugar apropiado en el aeropuerto y escribió de un tirón las primeras cincuenta páginas de la obra.

Edgar Allan Poe, escritor torturado donde los haya, sufrió durante toda su vida de pesadillas y sueños agitados que después utilizó hábilmente para sus obras, especialmente su poesía. La rentabilidad artística que el escritor norteamericano supo sacar de su desgracia es digna de admiración. Para leer interpretaciones extrañas y rotundamente originales de nuestra relación con los sueños, no dejen de acudir a poemas de Poe como «A dream within a dream» o «Dream-land», dedicados a representar esa intangible tierra de los sueños, descrita desde la experiencia negra del poeta de Baltimore como una especie de larga ruta oscura y solitaria.

La leyenda también atribuye al poder de los sueños para crear universos literarios la aparición de clásicos de terror decimonónicos como el Frankenstein de Mary Shelley o el inefable juego de dobles que es Dr. Jekyll y Mr. Hyde. R. L. Stevenson también confesó haber imaginado la historia del doctor con doble personalidad en el transcurso de un sueño agitado, y dijo tener el argumento prácticamente completo cuando despertó, listo para ser escrito. Después aumentó el mito de la creación de Dr. Jekyll y Mr. Hyde con algunos detalles más, como el que cuenta que el genio escocés no tardó más de diez días en tener el manuscrito listo, y que unos días más tarde tuvo que reconstruirlo de la nada porque en un momento de furia lo arrojó al fuego, al parecer porque su mujer le intentó hacer alguna crítica al primer manuscrito.

Shakespeare tomó los sueños como un pivote de movimiento fundamental en sus obras. Cuesta encontrar un dramaturgo de la época en el que la conexión entre realidad y sueño tenga más correspondencias, y al respecto no solamente hay que tener en cuenta la obra que ya ofrece esta clave en su título: El sueño de una noche de verano. Julio César mantiene juegos constantes entre sueño y realidad, a través de los abundantes sueños premonitorios que invaden a sus personajes. Calpurnia, mujer de César, sueña con una estatua de la que emana sangre como aviso de la muerte de su marido, en un episodio de fantasía onírica que se encuentra al nivel de los grandes surrealistas del siglo XX. 

Jack Kerouac mantuvo un libro de los sueños entre 1952 y 1960, que reescribió en forma de novela experimental, jugando a presentar al lector un interesante diálogo entre los personajes de sus obras y los motivos de sus sueños. La obra de Kerouac me remite a lo que decía al principio: los autores estrafalarios —y Kerouac podría ser el rey de todos ellos— muestran caminos que jamás hubiera imaginado un autor modelo. Me gusta este tipo de libros que nadan entre la biografía, la ficción y los paisajes oníricos, porque constituyen una especie de biografía paralela del autor, la que atañe a su mente y alma antes que a las peripecias vitales. Este Libro de los sueños contiene imágenes muy poderosas, como todo Kerouac, y también paisajes erráticos y difíciles de leer, de nuevo como todo Kerouac, a quien siempre he visto como el escritor del exceso para bien y para mal.

Leí hace unos días que también Stephenie Meyer, la creadora de la saga Crepúsculo, reconocía que la idea de la saga le surgió mientras dormía. Sin embargo, en este caso tengo mis dudas acerca de si más de uno hubiera preferido que no hubiera recordado nada al despertarse.

"Curso para políticos" por Álex Grijelmo



Usted quiere ser político y no sabe cómo empezar. Siente la vocación de servir al pueblo y ha superado la barrera de entrada que constituye el desprestigio general del oficio; pero eso: que no sabe por dónde empezar.
No se preocupe. Lo primero que ha de hacer para convertirse en político es hablar como un político. Cuando se presente en la oficina de admisión de políticos, procure entrar hablando ya de manera distinta a como lo hacen el resto de los españoles.
Los políticos no deben parecer alguien del montón. Y, lamentablemente, ese toque peculiar que los diferencie no lo pueden alcanzar con la ropa, por ejemplo, porque ellos no llevan un uniforme como la Guardia Civil. Tampoco se hacen notar por el peinado, pues no se ha diseñado una línea de moda específica para ellos. Quizás más adelante.
Ahora bien, con el lenguaje es otra cosa. Ahí sí que se pueden establecer diferencias notorias. Por eso cuando usted se presente en la oficina de admisión debe decir cuanto antes “poner en valor”. Con eso le reconocerán sus aptitudes de inmediato.
La gente normal destaca algo, o lo resalta, o le da realce, o lo elogia, o lo revaloriza, o lo muestra con orgullo. Pero eso queda para el pueblo; usted es de otra clase y debe empezar por poner en valor alguna cosa.
El siguiente paso consiste en utilizar palabras largas cambiándoles el acento prosódico. Si oye que por la calle se habla de “la administración”, con acento en la última sílaba, déjese de vulgaridades. Los de su clase deben decir “la ádministracion”, con acento en la primera. Y aún quedará usted más elegante cuando hable de “la cónstitucionalidad”, de modo que el primer impulso de la voz en esa palabra llegue a lo más alto para atraer la atención, y luego decaiga con suavidad a fin de que se saboree cada sílaba de su prosodia.
Pero sólo con eso no aprobará el examen de ingreso. También debe esforzarse por colar cada poco tiempo la expresión “el conjunto”. No importa si el sustantivo que viene a continuación ya implica un conjunto. Esta simpleza expresiva es la de sus administrados, y usted debe distinguirse también en eso. Diga por ejemplo “el conjunto de los españoles”, “el conjunto de los ciudadanos”, “el conjunto de la sociedad”. Si no dice “el conjunto”, nadie le tomará por un político. No caiga en la vulgaridad de referirse a “los españoles”, “los ciudadanos”, “la sociedad”. Qué pobreza, por favor.
Y como conviene alargarlo todo, no diga posición, sino posicionamiento; no diga método, sino metodología; no diga obligación, sino obligatoriedad; no diga motivos, sino motivaciones. Y así hasta el infinito. Ah, y no diga “las fuerzas de seguridad” sino “las fuerzas y cuerpos de la seguridad del Estado”.
Alargar sus expresiones hará creer a los incautos votantes que se agrandan sus ideas. El común de los ciudadanos dice “hoy”, por ejemplo. Pero usted, para ser un buen político, debe decir “a día de hoy”. En vez de “eso hoy no es legal”, diga “eso a día de hoy no es legal”. Y no lo sustituya por “hasta la fecha”, “por el momento” o “hasta ahora”. “A día de hoy” es su única opción. No se descuide, esto es fundamental para su carrera, tanto si aspira a entrar en un partido veterano como si ha elegido uno emergente.
Hasta aquí le hemos ofrecido una simple muestra para el ingreso. El curso completo lo puede seguir por Internet con nuestro programa Cómo aprender politiqués en 30 días. Tiene todo agosto por delante.

lunes, 24 de julio de 2017

"Pertenencia y claridad" por John Carlin



"¿Quién me puede decir

quién soy?”

Rey Lear, Shakespeare.

Vi hace unos días un documental en Netflix titulado en inglés Keep Quiet, “callar” en español. Se centra en Csanád Szegedi, un personaje húngaro que asciende al alto mando de un partido neonazi llamado Jobbik y funda su brazo paramilitar, la Guardia Húngara. Mucha bandera, mucho símbolo, mucho uniforme, mucho desfile. Y muchas consignas, todas ellas tan bestias como poco originales. El “futuro radiante” que anuncian pasa por la “¡muerte a los judíos!”, “los sucios judíos”.

Szegedi, que hoy tiene 34 años, se incorporó a Jobbik en 2003, fue elegido vicepresidente nacional del partido en 2006 y al Parlamento Europeo en 2009. En 2012 descubrió que era judío. Su abuela, la madre de su madre, le confesó un secreto que había callado desde la Segunda Guerra Mundial: era una sobreviviente de Auschwitz. Se lo probó a su estupefacto nieto mostrándole el número que le habían tatuado los nazis en el brazo izquierdo.

Szegedi abandonó Jobbik, asimiló su herencia matrilineal, se arrepintió públicamente de su antisemitismo, se hizo la circuncisión, se limitó a comer comida kosher y se convirtió a una secta ortodoxa de la religión judía. Ha visitado Auschwitz, ha visitado Israel, visita sinagogas por el mundo donde confiesa sus pecados y celebra su redención.

Como el documental demuestra, algo elemental en Szegedi le pidió subsumir su identidad individual en la identidad colectiva, hallar su dignidad y su relevancia en la lealtad a un grupo. No puede vivir sin códigos compartidos, sin reglas, sin bandera.

La lección del caso de Szegedi es aplicable a la mayor parte de la humanidad. O, mejor dicho, las dos lecciones. Primero, necesitamos pertenecer a algo, motivados seguramente por un antiguo impulso tribal que compartimos con los chimpancés, los leones, los elefantes y demás mamíferos. Segundo, y a diferencia de los animales, queremos darle sentido a la vida. Buscamos claridad, la claridad terrenal o cósmica que nos ofrece la ideología o la religión.

Pero lo primordial es el impulso de la pertenencia, encontrar nuestro equipo. Esto ocurre con todos, como con Szegedi, por pura casualidad, empezando por dónde nacimos y quiénes fueron nuestros padres (que por otra casualidad un día se conocieron y decidieron que se querían lo suficiente como para reproducir juntos). Es decir, son las circunstancias de la vida las que determinan, en primer lugar, el grupo con el que uno se asocia, sea este político o religioso. Después, solo después, damos el paso evolutivo que nos distingue de las demás especies y nos comprometemos con la doctrina del grupo en el que nos encontramos.


Uno se convence de que su fe no solo es la buena, sino la única y la verdadera, cuando obviamente eso no puede ser. Las casualidades de la vida conducen a que uno opte por determinado bando; la inteligencia y su necesario cómplice, el autoengaño, son las armas con las que uno defiende su bastión. Y después, si hay mala suerte, nos matamos; después llega un Hitler o un Stalin, volcamos nuestra necesidad de pertenencia y de claridad en uno o el otro, y arranca la carnicería.El tercer paso, el que ha derivado en la mayoría de los conflictos y guerras de la historia, consiste en adquirir el hábito mental de señalar como certeros los datos y los argumentos que sustentan nuestra doctrina y en cerrar los ojos, o desdeñar a los que la ponen en duda. La misma regla de tres se percibe en todos los casos, sea uno de la izquierda o de la derecha, musulmán o católico, nacionalista, peronista o terrorista.

Hay excepciones a la regla. Hay algunos bichos raros. Gente que no aparta la vista de la insondable complejidad de cada persona y del inevitablemente confuso destino de la humanidad. Somos bastantes, la verdad. Yo tuve, debo reconocer, mi fase de pertenencia y de aparente claridad. Pero mi fe cristiana murió con mi padre cuando yo tenía 17 años. Desde entonces, ver que niños fallecen de enfermedades o en desastres naturales, o ahogados en el Mediterráneo o bajo las bombas de Estados Unidos o del ISIS me conduce a exclamar: no me hablen, por favor, de un Dios bondadoso que todo lo controla. Porque aunque exista, no me interesa. No pienso, ni como precaución contra el infierno, darle las gracias y alabarle.

Lo probé con la política. Como joven adulto trabajé seis años de corresponsal en Centroamérica, donde la izquierda revolucionaria estaba en guerra contra “el imperialismo yanqui” y sus sátrapas. Yo estaba con los sandinistas de Nicaragua y con el FMLN de El Salvador. Después, en Sudáfrica, con el Congreso Nacional Africano de Nelson Mandela. Hoy, aunque siga viendo el mundo más desde la izquierda que desde la derecha, me he pasado a la tribu de los escépticos.

¿Por qué? Porque vi cómo partidos o movimientos políticos con los que me había identificado traicionaron mi buena fe y cayeron en la eterna tentación de sacrificar sus ideales por el dinero y el poder. Pienso, entre otros, en el Congreso Nacional Africano, en el sandinismo de Daniel Ortega. Por eso, aparecen el chavismo bolivariano o la izquierda soñadora que representa el líder laborista británico Jeremy Corbyn, o el mesianismo light de Pablo Iglesias y se me encienden las alarmas. No me vuelco con ellos como hubiera hecho en otra etapa de mi vida. Y menos, por supuesto, con cínicos derechistas, burdos explotadores de los pobres como Putin o Trump.

Pero el escéptico no tiene por qué ser estéril, o aburrido. Apuesto por la generosidad como valor máximo en la vida y apuesto por el humilde sueño de luchar para mejorar la condición humana poquito a poco. No creo en aquellos que prometen utopías en el cielo o en la tierra. Renuncio a la claridad y, salvo que esté hablando de Trump o de Lionel Messi, no me creo ni a mí mismo cuando la propongo. Por eso soy incapaz, aunque a algunos les ofenda, de reprimir el impulso a reírme de lo tontos que somos.

sábado, 22 de julio de 2017

"La fe de Unamuno" por Rafael Narbona



Miguel de Unamuno fue un heterodoxo contumaz. Nunca buscó la sombra de un dogma que aplacara sus inquietudes. Por el contrario, siempre cultivó la paradoja, la duda, la polémica y la angustia existencial. Desde su punto de vista, la esencia del pensamiento no es la paz, sino la guerra, el conflicto permanente, la beligerancia sin tregua, el choque dialéctico, la autocrítica feroz. La posteridad ha ridiculizado esa actitud, atribuyéndola a un histrionismo hambriento de notoriedad, pero yo creo que la exaltación de Unamuno no nace de un ego desmesurado, sino de una sincera honestidad y un inconformismo irreductible, que le hace preguntarse una y otra vez por el sentido de la vida y el fondo último de las cosas. Ese talante explica su búsqueda de Dios, sus continuas divagaciones sobre el cristianismo, sus fervores y sus perplejidades. Se ha especulado mucho sobre su posición en materia religiosa. ¿Se le puede considerar un hombre de fe? ¿Pertenece al linaje de los místicos? ¿Intentó conciliar el catolicismo con el espíritu de la Reforma luterana? ¿Cómo interpretar su aspecto de pastor luterano, que revela un interior austero y una espiritualidad severa? ¿Era un hereje o un librepensador?

El 6 de noviembre de 1907 publicó Unamuno un artículo esclarecedor en el periódico bonaerense La Nación, que tituló “Mi religión”. De entrada, señalaba que el dogmatismo era el recurso de la pereza y el miedo. Frente a esta claudicación del espíritu, sólo cabe una posición crítica y escéptica. Unamuno aclaraba que ponderaba el escepticismo desde el punto de vista etimológico y filosófico: “Escéptico no quiere decir el que duda, sino el que investiga o rebusca, por oposición al que afirma y cree haber hallado”. Sería absurdo esperar soluciones definitivas en el campo de las creencias religiosas. La expectativa de un orden trascendente nace de un impulso moral, particularmente cuando se asocia a la posibilidad de superar cualquier forma de mal: “El que siendo bueno cree en un orden trascendente, no tanto es bueno por creer en sí cuanto cree en él por ser bueno”. La fe crea realmente un orden inteligible que tal vez sólo posea el rango ontológico de los mitos, pero eso no quita ni añade nada a la exaltación del bien y la esperanza. Por el contrario, el que se abstiene de ciertos comportamientos por miedo a un castigo sobrenatural, sólo busca una justificación para su visión del mundo, mezquina e insolidaria. La justificación por la fe no debe interpretarse como una forma de arbitrariedad, sino como una exigencia moral que va más allá de las obras, demandando una motivación verdaderamente ética.

Ante la necesidad de definir su postura en materia religiosa, Unamuno responde con su habitual agonismo trágico: “Mi religión es buscar la verdad en la vida y la vida en la verdad, aun a sabiendas de que no he de encontrarla mientras viva; mi religión es luchar incesante e incansablemente con el misterio; mi religión es luchar con Dios desde el romper del alba hasta el caer de la noche, como dicen que con él luchó Jacob”. Aunque Dios sea incognoscible y quizás una quimera, Unamuno reclama el derecho de aventurarse hacia la derrota. “¿No elogiamos a los que se dejaron matar peleando antes que rendirse? Pues esta es mi religión”. Ni católico, ni luterano, ni calvinista, ni ateo, ni racionalista. No acepta ninguna de esas definiciones, que eximen de pensar, proporcionando una falsa tranquilidad: “yo no quiero dejarme encasillar, porque yo, Miguel de Unamuno, como cualquier otro hombre que aspire a conciencia plena, soy especie única”. La libertad es el rasgo distintivo del que busca insobornablemente la verdad. Unamuno admite que su corazón se identifica con el cristianismo, pero no con las iglesias que administran su legado, descalificándose mutuamente con odio cainita. “Considero cristiano a todo el que invoca con respeto y amor el nombre de Cristo, y me repugnan los ortodoxos, sean católicos o protestantes”, particularmente cuando condenan y repudian “a quienes no interpretan el Evangelio como ellos”. No le resultan convincentes las pruebas clásicas sobre la existencia de Dios. Se identifica con Kant, que desmontó los distintos argumentos (cosmológico, ontológico, teleológico), sacando a la luz sus paradojas, antinomias y paralogismos. Los razonamientos del ateísmo no le parecen menos inconsistentes, pues reducen el conocimiento a primarias evidencias empíricas que frustran la ambición de una comprensión profunda. No oculta que su fe se basa en la voluntad y el sentimiento: “Y si creo en Dios, o, por lo menos, creo creer en Él, es, ante todo, porque se me revela, por vía cordial, en el Evangelio y a través de Cristo y de la Historia. Es cosa de corazón”. Para no dar pie a malentendidos, añade: “Lo cual quiere decir que no estoy convencido de ello como lo estoy de que dos y dos son cuatro”. A pesar de los titubeos, no puede eludir la cuestión religiosa, pues le va en ello su paz interior y la justificación de sus actos. “Quiero saber”, exclama, presumiendo que su anhelo nunca será enteramente satisfecho: “Y me pasaré la vida luchando con el misterio y aun sin esperanza de penetrarlo, porque esa lucha es mi alimento y es mi consuelo. Sí, mi consuelo. Me he acostumbrado a sacar esperanza de la desesperación misma”.

Unamuno desconfía de los que eluden con indiferencia el problema de Dios. Su tibieza le recuerda a los que jamás levantan la voz por razones de decoro. Un pensador no tiene miedo a gritar o a hacer el ridículo. Unamuno sabe que su poesía no es melodiosa, ni grata al oído. Nunca lo pretendió. Sus poemas son “gritos del corazón”, semejantes a los de un padre que ha perdido a un hijo. Y sabe de lo que habla, pues él ha pasado por la terrible experiencia con su hijo Raimundo, fallecido a los seis años a causa de una meningitis. Sus poemas intentan “hacer vibrar las cuerdas dolorosas de los corazones de los demás”. El que inhibe su dolor o estrangula sus gritos tal vez esconde un secreto temor a pensar, a abandonar sus certezas y a quedar a la intemperie, incomprendido de todos. Con admirable humor, Unamuno se anticipa a sus antagonistas, que no aceptarán su interpretación del sentimiento religioso: “Los liberales o progresistas tontos me tendrán por reaccionario y acaso por místico, sin saber, por supuesto, lo que esto quiere decir, y los conservadores y reaccionarios tontos me tendrán por una especie de anarquista espiritual, y unos y otros, por un pobre señor afanoso de singularizarse y de pasar por original y cuya cabeza es una olla de grillos”.

El 10 de mayo de 1909 Unamuno publica en Los Lunes de El Imparcial un artículo sobre su particular concepto de la fe, inseparable de su sentir como español. Se titula “El Cristo español” y redunda en su cristianismo afectivo, trágico, donde el sentimiento prevalece sobre cualquier especulación filosófica o teleológica. Cuando un extranjero le comenta que le repugnan los Cristos brutalmente martirizados de las iglesias españolas, Unamuno le contesta que forman parte de la idiosincrasia de nuestro país. España es tierra de ascetas e inquisidores, una nación fronteriza, con un pie en Europa y otro en África. Estamos más cerca de Tánger, donde nació san Agustín, que de París, poderoso foco de laicismo. Aunque nos separe la religión de los habitantes del Magreb, vivimos bajo el mismo sol ardiente y alimentamos pasiones similares, que giran alrededor del dolor y la muerte. Unamuno confiesa que no le gustan los toros, que no frecuenta las corridas, pero que la sangre sobre el albero expresa la tensión dramática de un pueblo incapaz de amarse a sí mismo: “El pobre toro es también una especie de cristo irracional, una víctima propiciatoria cuya sangre nos lava de no pocos pecados de barbarie. Y nos induce, sin embargo, a otros nuevos. ¿Pero es que el perdón no nos lleva, ¡miserables humanos!, a volver a pecar?”. Unamuno proclama que su fe está asociada a la imagen de Jesús en la Cruz, con su terrible carga de sufrimiento físico y moral: “A mí me gustan los Cristos tangerinos, acardenalados, lívidos, ensangrentados y desangrados. Sí, me gustan esos Cristos sanguinolentos y desangrados”. Y añade, notablemente emocionado: “Y el olor a tragedia. ¡Sobre todo, el olor a tragedia!”.

Horrorizado por los razonamientos de Unamuno, su interlocutor acusa a los españoles de rendir culto a la muerte. El escritor responde que no es cierto, que no se exalta la muerte, sino la inmortalidad: “La esperanza de vivir otra vida nos hace aborrecer esta”. Los españoles no conocen la alegría de vivir, “la joie de vivre”. De hecho, esa expresión no aparece en ninguno de nuestros clásicos. En realidad, ese galicismo constituye la negación del sentimiento trágico de la vida, que considera un desdicha haber nacido. El español se odia a sí mismo. Si lo hace de forma inconsciente o instintiva, le convierte en un ser egoísta y abyecto, pero cuando ese sentimiento sube hasta la conciencia y se hace claro, racional, se transforma en heroísmo, abnegación, quijotismo. Ningún pueblo ha asumido esa paradoja de una forma más noble y magnánima, cumpliendo el precepto evangélico que pide negarse a sí mismo, tomar la cruz y seguir al Hijo del Hombre. Unamuno siempre situó a Nietzsche por debajo de Kierkegaard, pues entendía que el verdadero coraje no consiste en rebelarse contra Dios, sino en confiar ciegamente en Él, incluso cuando nos pide subir al Monte Moriá para inmolar a nuestro primogénito. Nietzsche reivindica el gay saber, la alegría de vivir, la ópera bufa, lo solar y luminoso; Kierkegaard desprecia el saber, la alegría y lo cómico. Sólo cree en la virilidad de la fe, que se somete incondicionalmente a la expectativa de un absoluto indemostrable, internándose con paso firme en la noche oscura. Unamuno no se conformó con imitar al filósofo danés, sino que fue mucho más lejos, postulando una fe que asume y soporta el peso de la duda, sin renunciar a Dios en ningún momento. Al igual que Dostoievski, ante el dilema de elegir entre Cristo y la verdad, escoge a Cristo, pues Él es la vida y la verdad. O, al menos, eso quiere creer heroicamente la voluntad, sedienta de vida, de eternidad.

Las nuevas generaciones de escritores apenas muestran interés por Unamuno. Consideran que su estilo y sus ideas pertenecen a otra época, que su obra está muy lejos del mundo actual, movido por otros horizontes y otras prioridades. Poco después de la muerte del escritor, Ortega y Gasset escribió: “La voz de Unamuno sonaba sin parar en los ámbitos de España desde hace un cuarto de siglo. Al cesar para siempre, temo que padezca nuestro país una era de atroz silencio”. Ese atroz silencio ha llegado hasta hoy.

viernes, 21 de julio de 2017

"Breve historia de la prohibición del humor" por Javier Bilbao



Que tras contar un chiste no se ría nadie no es lo peor que uno puede esperar. Sótades de Maronea allá por el siglo III a. C. escribió unos versos humorísticos sobre ciertos aspectos de la vida sexual de Ptolomeo II y acabó encerrado en una caja de plomo y tirado al mar. Hay gente que no encaja bien las bromas. Especialmente cuando ostentan algo de poder, siempre tan necesitado de un aura de pompa y solemnidad. Así que no es de extrañar que a menudo la sátira y la caricatura hayan sido prohibidas y sus autores generalmente acabaran cayendo en desgracia, como veremos con algunos ejemplos.

Probablemente El nombre de la rosa es la mejor descripción que se haya hecho nunca de esa capacidad subversiva del humor. Como recordarán si han leído el libro o visto su fascinante adaptación al cine, a finales del año 1327 el erudito y audaz franciscano Guillermo de Baskerville llega acompañado de su novicio a una abadía en la que están sucediéndose una serie de crímenes. Durante su investigación nuestro protagonista acude al scriptorium, donde tendrá una disputa dialéctica con el bibliotecario ciego Jorge de Burgos (en evidente alusión a Jorge Luis Borges). Este sostiene que la risa sacude el cuerpo, deforma los rasgos de la cara, hace que el hombre parezca un mono. La risa es signo de estulticia y hay que evitar los chistes como si fuesen veneno de áspid, concluye, puesto que Cristo no reía y además la risa fomenta la duda. Pero Guillermo no puede estar más en desacuerdo: no hay constancia de que Cristo riera pero tampoco de que no lo hiciera. La risa es signo de racionalidad, asegura, sirve además para confundir a los malvados y poner en evidencia su necedad. Esta primera discusión es una buena pista de la causa última de todas las muertes ocurridas en la abadía, debidas a que Jorge quería mantener a toda costa oculto el libro segundo de la Poética de Aristóteles. Una obra sobre la que hay varios indicios de que existió realmente y que estaba dedicada a analizar la comedia y su capacidad catártica en el espectador. Tal como dice en su discurso final, una vez desenmascarado por la investigación de Guillermo:

La risa distrae, por algunos instantes, al aldeano del miedo. Pero la ley se impone a través del miedo, cuyo verdadero nombre es temor de Dios. Y de este libro podría saltar la chispa luciferina que encendería un nuevo incendio en todo el mundo (…) Si la risa es la distracción de la plebe, la licencia de la plebe debe ser refrenada y humillada y atemorizada mediante la severidad. Y la plebe carece de armas para afinar su risa hasta convertirla en un instrumento contra la seriedad de los pastores que deben conducirla hasta la vida eterna y sustraerla a las seducciones del vientre, de las partes pudendas, de la comida, de sus sórdidos deseos. Pero si algún día alguien, esgrimiendo las palabras del Filósofo y hablando por tanto como filósofo, elevase el arte de la risa al rango de arma sutil (…) si algún día alguien pudiese decir: me río de la Encarnación… Entonces no tendríamos armas para detener la blasfemia.

Como vemos Jorge simplemente está intentando mantener el orden establecido. El poder de la Iglesia podía ser enorme, pero como todo poder necesita ser aceptado y/o temido por sus súbditos. Sin ese acatamiento final de la base social, la autoridad se desmorona. Dado que la sátira y la burla atacan tales cimientos este anciano bibliotecario podía ser perverso, pero desde luego no estaba loco. Algo parecido debía pensar el emperador Septimio Severo cuando mandó ejecutar a varios senadores, según se recoge en Historia Augusta:

Eran condenados a muerte en gran número, unos por haber hecho algún chiste, otros por haberse callado, algunos por decir cosas de doble sentido como «he aquí un emperador que hace honor a su nombre, que es verdaderamente Pertinaz, verdaderamente Severo».

Por su parte, el antiguo escritor de comedias Éupolis ridiculizó a Alcibíades en una obra titulada Baptae («Los que se zambullen») y este no encontró mejor forma de vengarse que haciendo que se ahogara en el mar. Pero no todos los antiguos reyes, generales y emperadores eran tan ceñudos y susceptibles. El emperador y filósofo Marco Aurelio tenía una esposa que le era infiel y él, lejos de tomar represalias, incluso favoreció la carrera de algunos de sus amantes, como uno llamado Tertulo. Según se cuenta en cierta ocasión se representó ante el emperador una obra cómica sobre un marido cornudo que preguntaba a su esclavo quién era el amante de su mujer, a lo que le respondía que Tulo. Dado que debía ser algo duro de oído le pedía que le repitiera el nombre, por lo que el esclavo finalmente replicó: «ya te lo dije tres (ter) veces, Tulo se llama». Bueno, esto contado en latín tiene más gracia. La cuestión es que a Marco Aurelio no le debió sentar mal, dado que el osado autor no solo conservó la cabeza, sino también su empleo. Y es que para que haya censura y prohibición previamente se requiere que haya autores lo suficientemente audaces o inconscientes. Tras la instauración de la Inquisición uno de ellos fue Quevedo, que sería denunciado a tal institución por su «indecencia del discurrir, la libertad del satirizar, la impiedad del sentir, y la irreverencia del tratar las cosas soberanas y sagradas». Sería en el siglo XVIII, con los ilustrados, cuando la sátira alcanza su apogeo. Autores como Voltaire y Diderot alcanzarían gran renombre en Francia gracias a sus agudezas, y de vez en cuando algún encarcelamiento, paliza y quema pública de sus obras por parte de las autoridades. Mientras que en Inglaterra, publicaciones como The Spectator y The Tatler buscarían lo que denominaban «true satire», en la que no se dirigían las burlas contra alguien en concreto con intención de difamarlo —a la manera de las actuales tertulias televisivas, para entendernos—, sino que el objetivo era abstracto y el tono moderado y basado en la racionalidad.

Con la llegada al poder de Napoléon vino también el cierre de las publicaciones satíricas francesas y fue precisamente un autor inglés, llamado James Gillray, el que lograría sacarlo de sus casillas con una parodia de su ceremonia de coronación. Le sentó realmente mal el dichoso dibujo, hasta el punto de prohibir la introducción de copias en el país y presentar una queja diplomática ante Londres. De hecho, unos años antes ya había intentado incluir una cláusula en el Tratado de Amiens para que los caricaturistas ingleses que lo retrataran fueran exiliados a Francia. Una vez reinstaurada la monarquía, Luis Felipe I pasaría por un mal trago equivalente cuando otro caricaturista, Charles Philipon, lo retrató con forma de pera (que en francés significa también bobo) en una revista llamada precisamente La Caricature. Los ejemplares fueron secuestrados por las autoridades y el autor llevado a juicio, donde se justificó diciendo que a quien realmente debían detener es a todas las peras de Francia, por parecerse al rey. Pasaría en total dos años en la cárcel a cuenta del chiste. La aprobación de leyes que requerían nada menos que la aprobación previa de la persona caricaturizada hacían que esta práctica se volviera realmente complicada. Pero las cosas siempre son susceptibles de empeorar.

La llegada de los regímenes totalitarios del siglo XX llevarían estas preocupaciones hasta extremos en sí mismos involuntariamente cómicos. Tras la revolución soviética fue objeto de debate si las sátiras debían ser permitidas en el nuevo orden y, como era de esperar, la conclusión terminó siendo que no: dado que el sistema era perfecto la función de denuncia de la sátira ya no debía tener sentido. El nuevo código penal calificó las sátiras y los chistes como propaganda antisoviética penada con el gulag. Aun así siguieron contándose incluso aludiendo al propio castigo que suponía contarlos, como el referido a los trabajadores forzosos del canal entre el mar Báltico y el Blanco: «¿Quién cavó el canal? La parte derecha los que contaban chistes, y la izquierda, los que los escuchaban». Con la muerte de Stalin la situación mejoró, aunque ya en los años sesenta autores de sátiras como Valeri Tarsis fueron ingresados en centros psiquiátricos. Dado que el sistema era perfecto, quien lo cuestionase debía de estar loco. No cabía otra explicación. Mientras tanto, en la Alemania nazi, a partir de 1934 quedó prohibido difundir comentarios maliciosos, lo que incluía chistes contra el partido, el régimen o sus dirigentes. Aun así siguieron difundiéndose, o tal vez precisamente por ello, pues basta que no pueda bromearse con algo para resultar irresistiblemente gracioso. Pero las autoridades eran implacables y en 1943 una trabajadora resultó condenada a muerte por contar a una compañera el chiste: «Hitler y Göring están de pie, en lo alto de un radiotransmisor. Hitler dice que quiere dar a los berlineses un poco de alegría. Göring le replica: “¿Entonces por qué no saltamos desde la torre?”». Respecto a la situación en España durante el régimen franquista, poco podremos añadir a los innumerables estudios y comentarios en torno a su censura y a la existencia de figuras como Buñuel, Berlanga o Boadella.

Penas de cárcel o de psiquiátrico, palizas, asesinatos… ¿Y qué hay de la situación actual? Ahí está el ejemplo del caricaturista sirio Ali Ferzat, pero como no es cuestión de que hablando de humor acabemos deprimidos, recordemos también —por si alguien aún no lo conoce— uno de los más hilarantes discursos políticos que se han hecho durante los últimos años, obra de Stephen Colbert.

El autor desconocido denominado Pseudo-Jenofonte hacía una observación, hablando de la democracia ateniense, que me parece particularmente interesante: «No permiten que el pueblo sea objeto de burla en la comedia ni que se hable mal de él para que no se tenga mal concepto de ellos». Es decir, que cuando el poder pasa a manos del pueblo ya no está bien visto burlarse de él, puesto que la gente se dará por aludida y no tolerará ni una broma. La autoridad caprichosa de un tirano no pasa a ser sustituida por un paraíso de la libertad de expresión, sino por un enjambre de censores-ciudadanos no necesariamente más tolerantes. Personalmente, nunca deja de sorprenderme la inmensa provisión de gente dispuesta a indignarse muchísimo por cualquier ocurrencia. Desconozco si es que son los mismos que cada día se muestran airados por un motivo distinto o es que van turnándose, pero ya puedes bromear sobre un santo del siglo XII, una película candidata al Óscar, una exnovia imaginaria, un grupo de heavy o una facción política que inmediatamente surgirá algún lector que por la rabia que expresa parece sentirse él como persona directamente agredido. No sé cómo será en otros países, pero en España se diría que cada uno espera no solo respeto para sí mismo, cosa muy razonable, sino también una completa ausencia de burlas o chascarrillos en torno a cualquiera de sus aficiones, ideas, creencias, series favoritas o edificios de Calatrava que contenga su ciudad. La vida no es para reír, en definitiva. Lo peor de todo es que nuestra legislación ampara esta especie de sentido del ridículo hipertrofiado, como el artículo 525 del Código Penal que prohíbe «hacer escarnio de dogmas, creencias, ritos o ceremonias» de una confesión religiosa. Así que por ejemplo La vida de Brian difícilmente podría pasar ese filtro… y si lo hace entonces estamos ante una ley que se aplica arbitrariamente.