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domingo, 18 de diciembre de 2016
Epopeyas modernas: el hombre contra la bañera
El lugar de la batalla es de lo más inhóspito: un "hotel spa" inaugurado en 2015, dotado de todos los elementos modernos capaces de desmoronar la fortaleza del más intrépido guerrero. Al entrar en el baño de la habitación 207, se cierra la puerta estrepitosamente, gracias a un mecanismo fotoeléctrico. De allí no se puede salir sin derramar valor y sangre. Se entra desnudo, con la esperanza de que la batalla será limpia, sin juego sucio. El baño es un cubo gris, pulido, como un refugio nuclear. A través de las rendijas del techo llega la banda sonora: ritmos tenues del más variado electrolatino. El guerrero entra en la bañera. Los apliques de fontanería no parecen apliques, sino adornos de tanatorio. Tras un análisis visual, el héroe da con el mecanismo que hace salir el agua por el grifo. Intenta averiguar cuál es la espita para que se active el chorro de la ducha. Encuentra un pitorro (no conozco el término técnico) de aluminio, prueba a levantarlo, pero no puede. Prueba a girarlo. Se mueve, gira, gira más, salta el pitorro y sale un chorro fino y violento de agua que riega el techo del búnker. Suda el héroe para introducirlo de nuevo en su ubicación original. Cierra el grifo. Prueba de nuevo, grita, pide ayuda, pero nadie lo oye. El búnker es hermético. Nadie puede salir de allí si no es con la victoria entre los dientes. Por fin consigue subir el pitorro. El agua brota por los agujeros de la ducha y el héroe está a punto de llorar de emoción. La ducha no es de alcachofa. Su forma es la de un tubo de relevos. Con las manos mojadas resulta muy difícil dominarlo y, de hecho, gira y gira. Se riegan las paredes del búnker con el agua a presión. Salta el testigo de las manos del guerrero y se retuerce en el fondo de la bañera como una culebra de plata. Cierra de nuevo el grifo. El agua está helada. Nada indica hacia dónde girar el grifo para que salga agua caliente. Ni color rojo ni azul. Un cilindro brillante que se hace difícil de manejar. Aterido, el guerrero se seca las manos, después de alcanzar con dificultad la toalla que está colgada a un brazo y medio de la bañera. Abre de nuevo el grifo, controla la serpiente de aluminio y consigue hacer salir el agua caliente. Cierra de nuevo el grifo, animado por la conquista. En una bandeja de nácar reposa el tubo de gel. Abre el tapón y comprueba que una lámina también plateada impide la salida del jabón. Intenta arrancarla, no encuentra la pestaña, se desespera, grita, pide ayuda, pero solo se oye el rumor electrolatino, "Caliente, nena, caliente...". De nuevo el frío atenaza sus manos. Al fin, con la esquina de una uña, abre una brecha y sale el gel del tubito. La emoción embarga al héroe, que tiembla, y no de miedo, en el fragor de la batalla. Un aroma extraño le cubre la piel. Con las manos enjabonadas todavía resulta más difícil accionar el grifo, subir el pitorro y sujetar el testigo de ducha. Un sudor de impotencia recorre la voluntad del guerrero. Tiembla de frío. Renuncia. Intenta coger la toalla, está demasiado lejos, cae, grita, pide ayuda, un dolor intenso en la cadera le impide levantarse. El agua sale de nuevo a presión por el pitorro mal cerrado, se estrella contra el techo y, por fin, cesa el electrolatino. Se ha dado paso a la música marcial, mucho más adecuada al momento de la derrota. Héctor ha caído. Lo celebra el diseñador de los "hoteles spa".
"La impotencia y la inocencia" por Enric González
Habrá tal vez quien recuerde Heimat. Lo suyo sería no recordar esa película-serie, uno de los
productos más celebrados de la industria audiovisual alemana, porque versaba
sobre la memoria de un país y su director, Edgar Reitz, sostenía que lo
más importante de la memoria son los olvidos. La serie, estrenada en 1984 y
emitida por Televisión Española en 1988 y 1989, contaba la historia de un
pueblecito del Rhin entre 1919 y 1982. En esa historia de la Heimat (un término alemán que
abarca desde «patria» a «terruño») filtrada por la memoria, el auge del nazismo
aparecía como una época vibrante y próspera y se reflejaba en la construcción
de una autopista cerca de Schabbach, el imaginario e idílico pueblecito. De
esos tiempos felices (1938) se pasaba a tiempos dolorosos (1943) en los que
miles de jóvenes alemanes eran víctimas de la crueldad comunista en el frente
ruso.
La tesis explícita, reiterada por Edgar Reitz, consistía más o
menos en que los alemanes tenían buenos recuerdos (pasajes en color), malos
recuerdos (pasajes en sepia) y unas cuantas cosas que se negaban a recordar.
Cosas como Auschwitz. La tesis implícita podría resumirse con la palabra
«impotencia». Las cosas pasaron sin que los alemanes pudieran resistirse. Los
alemanes siguieron trabajando y se dejaron llevar. Los alemanes, en resumen,
fueron inocentes, y no tienen otra opción que borrar de su memoria colectiva
unos horrores que les son ajenos.
Los episodios de Heimat saltaron
por encima de 1942, el año en que murió Stefan Zweig, muy lejos de la heimat pangermánica. Ahora
cuesta hacerse una idea de la celebridad de Zweig, que en los años
veinte y treinta del siglo XX era uno de los escritores más
populares de Europa. Si en una casa había un libro, era de Zweig. Y, sin
embargo, Zweig se suicidó junto a su esposa en Petrópolis (Brasil) abrumado por
la impotencia. Las fotos de los dos cadáveres abrazados, él con el nudo de la
corbata escrupulosamente ceñido, siguen siendo conmovedoras.
El escritor dejó una carta en la que citaba la reciente caída de
Singapur en manos japonesas como señal de que el mundo estaba condenado a la
tiranía y él, una de las cabezas más cultas de su época, no podía ya hacer
nada. Su última obra, más o menos autobiográfica, llevaba precisamente el
título El mundo de ayer. Una
reciente biografía (Las tres vidas de
Stefan Zweig, de Oliver Matuschek) sugiere que Zweig temía que
afloraran episodios de su pasado que le avergonzaban (nada terrible:
actividades masoquistas y algún flirteo homosexual) y que, tras una vida
sexualmente muy activa, soportaba mal su impotencia física.
Lo esencial, sin embargo, tuvo que ser la sensación de fracaso histórico.
Nacido en plena edad de oro de Viena (1881), millonario y con raíces judías,
intelectual y cosmopolita, enemigo de los nacionalismos y de las pasiones
irracionales de las masas, convivió con el nazismo (fue libretista de Richard
Strauss) hasta que en 1936 sus obras fueron prohibidas en Alemania. Entonces
comenzó su exilio. Pero cualquiera que lea sus Momentos estelares de la humanidad entenderá que Zweig llevaba
muchos años obsesionado con la pasividad, y la impotencia, del hombre decente.
En el capítulo dedicado a las jornadas posteriores al asesinato de Julio
César(44 a. C.), quizá los días más cruciales en la historia occidental,
condena a Cicerón: justo, sabio, inteligente y dispuesto a morir para
salvar la República, pero en último extremo incapaz de asumir su
responsabilidad cívica y enfrentarse a los tiranos. En el capítulo dedicado a
Waterloo, la impotencia se encarna en un hombre leal, eficaz y sin duda
valiente, el mariscal Emmanuel de Grouchy: enviado por Napoleón a
perseguir a los prusianos, se escuda en las órdenes recibidas para no acudir al
campo de batalla, donde la presencia de sus tropas habría sido decisiva.
Para abundar en las obsesiones de Zweig resulta también
recomendable su Castellio contra
Calvino, conciencia contra violencia. Como es de esperar, vence el fanático Calvino.
Nuestros tiempos no son demasiado estelares, pero el material
humano es el de siempre. Muchos se sienten impotentes ante lo que ocurre. Sobre
la gran mayoría se podrá hacer, en algún momento del futuro, una serie como Heimat:
no sabemos, no podemos, y ocurra lo que ocurra nos sentiremos inocentes.
sábado, 17 de diciembre de 2016
"Todos los cuentos del mejor cuentista" por José Andrés Rojo
El
22 de marzo de 1897 Chéjov cenó
en el restaurante L’Érmitage de Moscú con su viejo gran amigo, el editor de Tiempo Nuevo. “Acababa de sentarse a la
mesa, frente a Suvorin, cuando repentinamente, sin el menor aviso previo,
empezó a brotarle sangre de la boca”, cuenta Raymond Carver en Tres rosas amarillas, el cuento donde
reconstruye la última época del escritor ruso.
Lo ingresaron, estaba francamente mal, así que ya no
podría seguir desentendiéndose de la tuberculosis que lo estaba matando poco a
poco. Su producción literaria empezó a dilatarse. A finales de 1899 publicó,
tras casi un año de silencio, La
dama del perrito, seguramente uno de los mejores relatos de la literatura
universal. Paul Viejo, el responsable de la edición de los cuatro volúmenes de
los Cuentos completos que
acaba de terminar de publicar Páginas de Espuma, contó
hace poco en la presentación de la última entrega que no entendió las sutilezas
de aquella pieza la primera vez que la leyó. Tampoco lo tuvo fácil la segunda,
pero el veneno le corría ya por las venas. Y así, hasta hoy. Aprendió ruso,
terminó comprendiendo la hondura de cuanto ocurría en ese puñado de páginas que
escribió con tanta maestría aquel médico que había nacido en 1860 en Taganrog y
que murió el 2 de julio de 1904 en el balneario de Badenweiler. Y lleva ahora
unos años entregado por completo a Chéjov.
El
cuarto volumen recoge los cuentos que escribió entre 1894 y 1903, donde están
algunos de los que elaboró con mayor parsimonia. El primero reunió
los que Chéjov publicó entre 1880 y 1885, acaso los más juguetones y
humorísticos; los del segundo, de 1885 a 1886, muestran ya a un autor dueño de
sus recursos; el tercero, de 1887 a 1893, recoge piezas que lo confirman como
un referente indiscutible de la distancia corta. Son más de 600 relatos, cada
volumen tiene más de mil páginas. A Paul Viejo le gusta insistir en que también
se trata de una antología de los traductores del escritor ruso al español: hay
versiones de autores diversos y épocas muy diferentes. Y prólogos,
ilustraciones, fotografías y un aparato de notas para situar el contexto e
historia de cada relato. Un trabajo imponente.
Los
vómitos de sangre, la época final: de un lado a otro, buscando climas propicios
para aliviar el mal. Chéjov
estuvo varias veces durante esa temporada en lugares diferentes de Europa: en
Italia, en Francia. Se interesó por el caso Dreyfus. En septiembre de 1898
acudió a uno de los ensayos del Teatro de Arte de Moscú, que habían fundado
Dánchenko y Stanislavski, y se enamoró de una actriz de 28 años, Olga Knipper.
Son años en los que vende su casa de Mélijovo, cerca de Moscú, y se compra otra
en Yalta, Crimea. Firmó un contrato leonino con el editor Adolf Marx para
publicar sus obras completas, recaudó fondos para construir un sanatorio de
tuberculosos, lo eligieron miembro de la Sección de Letras de la Academia de la
Ciencia. Visitó a Tolstói,
viajó con Gorki por el Cáucaso. El 25 de mayo de 1900 se casó por fin con Olga
Knipper, aunque no llegaran a vivir mucho tiempo juntos. En 1903 escribió La novia, su último relato, y a finales
de año se pasaba por los ensayos de El
jardín de los cerezos, su última pieza teatral.
Se
estrenó el 17 de enero de 1904. Stanislavski, que dirigió la obra, cuenta en Mi
vida en el arte que consiguieron que Chéjov fuera al estreno. “Cuando,
después del tercer acto, se hallaba en el escenario, delgado y mortalmente
pálido, sin poder reprimir la tos mientras lo saludaban con pergaminos y
obsequios, se nos estremecía el corazón de dolor”. Unas semanas después, le
contó el argumento de su próxima obra. Stanislavski lo resume así: “Dos amigos,
ambos jóvenes, aman a la misma mujer. El amor común y los celos crean
relaciones sumamente complicadas, que culminan con la partida de ambos hacia el
Polo Norte. Los decorados del último acto muestran un enorme navío aprisionado
entre los hielos. Al final de la pieza, ambos amigos ven a un fantasma blanco
que se desliza por la superficie de la nieve. Evidentemente, la sombra, o el
alma de la mujer amada que había fallecido allá lejos en el rincón de la
patria”.
Cuando Chéjov agonizaba al empezar julio en el hotel
Sommer de Badenweiler, tenía delirios en los que aparecía un marinero. Estaba
con Olga Knipper. “Ella le colocó una bolsa de hielo sobre el pecho”, cuenta Natalia Ginzburg en
su librito sobre el autor de El tío
Vania. Cuando Chéjov recuperó la lucidez le preguntó: “¿Para qué poner
hielo sobre un corazón vacío?”.
“El
doctor Schwörer llegó a las dos de la mañana. ‘Ich sterbe’ —le dijo Chéjov—. Me
muero”, continúa Ginzburg. El médico le puso una inyección de alcanfor y, al
rato, encargó que les subieran una botella de champán. “Chéjov aceptó la copa
que le ofrecieron y dijo: ‘Hace tiempo que no bebía champán’. Vació la copa y
se acostó de lado. Poco después dejó de respirar. Era el 2 de julio de 1904”.
martes, 13 de diciembre de 2016
"Ronaldo y el ardor", un cuento erótico extraído de "Te negarán la luz"
Don Pedro de Portugal tenía un escudero enamoradizo, joven
y falto de toda discreción. Una mañana, el muchacho paseaba por la villa de
Oporto cuando vio, asomada a la ventana, a una mujer que exhibía una blancura
tintada en el infierno. Era verano. La joven enseñaba los brazos y el cuello desnudos,
liberados de las joyas con que las damas se los suelen adornar en las iglesias.
La despreocupación de estar en casa la convertía en una apetitosa virgen de
marfil. Sin que ella lo advirtiera, el escudero se
recreaba en la acción de sus dedos, que acanalaban el rojo de su cabello como la
lujuria del arado penetra en la tierra. Desde la calle, el breve valle de sus
pechos se atisbaba inalcanzable y provocaba el sudor copioso de Ronaldo -así se llamaba el muchacho.
Poco tenía que hacer ese día Ronaldo. Decidió esperar a la dama para verla a ras de suelo y para
asegurarse de que no era la distancia la que removía su deseo. Las campanas de
la iglesia tocaban a misa. Por fin, se abrió la puerta que el escudero guardaba
desde hacía más de tres horas. Una vieja muy agrietada por los años acompañaba
a la joven. Aunque la muchacha no era muy alta, a él le pareció que seguía
asomada al alféizar de la ventana. El escudero tragó saliva una y otra vez para
contener el agua que le llenaba la boca. No era la primera vez que sentía esa
tensión violenta en las calzas, pero nunca la había notado con tanta
insolencia.
Ronaldo era fibroso y lacio como palo de
regaliz. La calavera le huía de la carne. Solo su piel curtida impedía que
mostrara el color del hueso. Los ojos le bailaban en las cuencas y el pelo le
caía desmayado por falta de arraigo. Al caminar, las rodillas le cloqueaban
como castañuelas de marfil y solo su gran miembro carnoso avisaba de que ese
hombre estaba vivo. No tenía otra pieza de la que enorgullecerse en todo el
cuerpo. La sustancia de lo que comía la absorbían sus partes bajas y nada
dejaban para el resto del cuerpo. Por eso, cuando el único órgano vivo de su
fisonomía despertaba, le prestaba toda la atención del mundo e intentaba
alimentarlo con las mejores hembras de la corte.
Salió tras la vieja, embebido por la joven
pelirroja y arrastrado por la intemperancia de su verga. Llegó hasta la iglesia
y antes de entrar probó a ocultar con la capa la insoportable erección que
tiraba del resto de su esqueleto. Vio a la dama en las tinieblas del templo con
tanta claridad como en la ventana de su casa. Cuando una hembra se adueñaba de su
centro, ninguna otra cosa ocupaba su imaginación. Así pasó el día, trempado
y paseando de la iglesia a la casa del corregidor. Porque Ronaldo, en el fragor
de la pasión, y pese a conocer la corte de Oporto al
dedillo, no se apercibió de que la ventana pertenecía al alcalde de la ciudad.
La joven que se había apoderado de su deseo era la corregidora, doña Ana de
Medeiros.
Anduvo despierto al día siguiente para
seguir en la brecha Ronaldo. Vistió sus mejores galas, se apretó las cintas de
cuero para retener la holgura de los tejidos y salió a por la presa. Averiguó
por fin quién era su amada y quién era su dueño, y no por ello cejó en el
intento de rondarla. Es más, el hecho de que fuera tan alta dama y casada,
azuzó con más violencia el apetito de su miembro. La perseguía no solo por la
calle y por el templo, también la esperaba en las salas de la corte y pudo
mostrarle su arte como trovador y tañedor de vihuela. Compuso coplas para ella.
Su cuerpo de espectro se amojamó todavía más, cuando todos pensaban que en esos
huesos solo quedaba piel estampada.
Ana comenzó a prestarle atención. Lo veía
por todas partes. Su dueña le descubrió la identidad del hombre que la seguía y
le refirió las maravillas que algunas damas contaban acerca del arma que lo
adornaba. A la corregidora le parecía un hombre enfermizo, tan delgado como
niño tísico y tan breve que no creyó los cuentos que la vieja le acercaba al
oído. Sentía pena por él, nunca deseo, y solo al oírlo cantar se le animaba
el espíritu hacia la persona del escudero. Era tan poca cosa que ni siquiera
los versos bien templados de Ronaldo la animaban a la lujuria, solo a la
compasión.
Una noche, el conde de Portugal invitó a
todos sus cortesanos a un banquete para celebrar la última villa ganada a los
moros. Ana resplandecía junto a su esposo. El escudero fue el primero en
entonar unas coplas de loa que interpretó en lo alto de un estrado. La muchacha
vio desde abajo cómo surgía un bulto enorme por debajo de la cintura de Ronaldo
y no prestó atención desde ese momento ni a la voz ni a las
ojeras ni a la delgadez del escudero. Su dueña, que estaba a su lado, le dio
con el codo para reafirmar lo que tanto había negado doña Ana de Medeiros. En
cuanto terminó la canción, el escudero se escabulló de la sala y la muchacha
salió en su busca, entregada por completo a la curiosidad del bulto.
Encontró a Ronaldo sollozando en la
oscuridad de un corredor angosto, apoyado en la frialdad de la piedra y con la
vihuela colgando de la mano. Lo calmó como a un niño enfermo, bebió sus
lágrimas de desconsuelo y atrapó el arma del escudero con el placer de
confirmar con la mano lo que la vista ya le avisaba. En cuanto Ronaldo notó la
palma fría de su amada agarrándole el miembro, se transformó en un animal
distinto. Sorbió sus humores y arremetió allí mismo contra Ana, quien agradeció
la mutación en hombre entero del niño enfermo que hasta entonces había visto.
La afición de la dama creció y creció de
tal forma que si temerario fue el primer encuentro aún más lo fueron los
siguientes, hasta que el adulterio de su escudero con la esposa del alcalde
llegó a oídos del mismo conde de Portugal.
Don Pedro era conocido por su fe
convencida y por la entrega absoluta a las encomiendas de su confesor. De
naturaleza enfermiza, siempre le rondaba la muerte alrededor y esto lo hizo
temeroso y muy sumiso a los consejos e indicaciones de los clérigos. No
consentía que ninguno de sus súbditos se comportase de manera pecaminosa y
menos que faltara a los mandamientos de la ley de Dios. Estaba seguro de que si
en su corte permitía el pecado, él mismo padecería los suplicios del infierno
sin ninguna duda. Su endeble salud lo convertía en un hombre temeroso que veía
en la muerte y en la condenación eterna postas demasiado próximas.
Cuando uno de sus criados le comunicó la
noticia del adulterio de la corregidora con su propio escudero, montó en cólera
y lloró con desconsuelo. Don Pedro estaba seguro de que sería llevado a las
lagunas de fuego del infierno esa misma noche, en cuanto lo remataran los dolores
de pleura que lo habían martirizado durante todo el invierno. Para evitar su
condena, debía castigar con saña y sin piedad a quien lo iba a enviar al mayor
de los suplicios. Solo le quedaba el intento de salvarse por medio de un
castigo ejemplar, digno de un servidor de Cristo.
Para ajustar la pena contra el escudero, el
conde necesitaba una prueba concluyente del adulterio. Preparó un banquete en
su propio castillo y procuró que el alcalde estuviera ocupado en los asuntos de
gobierno con el fin de despejar el campo a los dos amantes. No lo
desaprovecharon. El consumido Ronaldo, en cuanto tuvo ocasión, desapareció de
la sala y tras él salió de inmediato la dama. Ni siquiera esperaron a los
postres. Don Pedro los vio desaparecer y los maldijo una y otra vez por manchar su santa casa con el
pecado de la lujuria. El conde sufría su condición de
mortal como si él mismo estuviera mancillando la justicia de Cristo, como si su
propio miembro se hubiera levantado en armas contra natura. Sentía el estigma y
la maldición que caería sobre él en cuanto desapareciera de este mundo. Llamó a
dos de sus guardias y salió con ellos a por los pecadores.
A Ronaldo no le había dado tiempo a
despojarse por completo de sus calzas. Ana trasteaba en ellas con desesperación
en el intento de liberar cuanto antes el miembro descomunal del tísico, que
tanto bien le daba. Así los sorprendió don Pedro: la corregidora de rodillas,
tirando de la prenda y Ronaldo pataleando y mostrando las costillas a la luz de
las hachas. La ira del conde se cebó con el escudero y no con la
dama. Los pecados de sus súbditos eran también los suyos. Rolando
era su lacayo más amado: la mano en la que ponía el pie para subir al caballo,
el que le guardaba las armas y los misales, el
hombro exiguo en el que se apoyaba cuando lo vencían las enfermedades. Casi era el cuerpo noble del conde el que estaba pecando contra varios mandamientos de la ley de
Dios y no había otra solución que el castigo ejemplar. En su desesperación de
condenado a los infiernos, decidió que la única manera de purgar la culpa de
su escudero era ofrecer a Dios la prenda causante del adulterio. Arrastró a
Ronaldo del pelo a través de los corredores. El cuerpo menguado del escudero no
ofrecía apenas resistencia a los brazos
del conde. El muchacho se aferraba a sus calzas por pudor. No quería acudir a
su ejecución medio desnudo y con la prenda a media rodilla. El conde lo arrojó
en el suelo de una celda y ordenó al guardia que le diera la daga con que
desmembraban a los corzos de la dehesa.
Don Pedro terminó lo que había dejado a
mitad Ana de Medeiros: descubrió del todo la verga del escudero, ya apaciguada por el
pánico, y la segó junto a los cojones con tajo limpio de matarife. Ronaldo
aullaba y se retorcía en el suelo con el azogue de un poseído. “¡Taponadle la herida!”,
ordenó el conde a sus lacayos, quienes obedecieron con presteza. Fue lo único
que dijo don Pedro. Lanzó la daga, la verga y los testículos contra el suelo y se limpió la mano ensangrentada en la áspera piedra
del calabozo. Luego corrió hasta la capilla para orar ante el Señor y ofrecerle
el sacrificio.
Ronaldo no murió. Le pararon a tiempo la
hemorragia y aunque estuvo varios días a punto de abandonar este mundo,
sobrevivió a la penitencia. Ninguno de los físicos daba nada por él, pero su
endeble complexión encerraba una fortaleza mayor de la que todos esperaban. En
cuanto empezó a mejorar, fue memorable su forma de hincharse. En pocos días, se
convirtió en otro muy distinto. Se abombaban su vientre y sus muslos con tal
rapidez que sus guardias hablaban del suceso como de un milagro. La falta de su
sexo había cambiado la naturaleza de Ronaldo. Engordó como gato castrón y
pasaba los días tumbado en un jergón y orinando a
través de una cañizuela para no empaparse los muslos. El conde de Portugal,
avisado de la metamorfosis de su escudero, decidió sacarlo de la celda y
desterrarlo del condado. La supervivencia y la rolliza apariencia de Ronaldo
animó al pusilánime don Pedro, quien se creyó salvado de toda maldición, redimido.
La recuperación milagrosa del pecador y su transformación en cerdo capón eran
señales inequívocas de la gracia divina.
"Alegato a favor de la explayación" por David Araújo
La primera intención era titular este
artículo «Alegato a favor de la dilatación de los textos literarios, la
sentencia larga y el discurso elaborado. Compatibilidad de la longitud del
escrito con la amenidad del mismo», pero resultaría demasiado extenso, ahora
que la brevedad se ha convertido en sinónimo de virtud y que parecemos estar
seguros de que la concisión nos abrirá de par en par las puertas del cielo.
Bendita concisión, siempre que sea fruto de la conveniencia o la necesidad y,
sobre todo, de la libertad de elección. Lógico es huir del charlatán y
necesaria la censura de la perorata tediosa. Pero tan criticable puede resultar
el extender por extender el discurso como el reducirlo porque sí. Me irrita
este entusiasmo por la síntesis, esta entrega incondicional a la reducción,
este frenesí por lo corto. En definitiva, este dámelo ya.
Y me encrespa especialmente que esta cláusula
de la brevedad se imponga en el lenguaje literario. Conocidos son los ejemplos
con los que Machado criticó el retoricismo y la palabrería hueca del
barroco. Claro que resulta ridícula, en casi todos los contextos imaginables,
la construcción «los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa» para
referirse a lo que pasa en la calle; u ofrecer a alguien una pera con un
«Darete el dulce fruto sazonado del peral en la rama ponderosa». Pero
postularse a favor de simplificar semejantes cachivaches gramaticales no puede
servirnos de coartada para buscar la proclamación del Estado Universal del
Laconismo en cualquier forma de comunicación.
Cuando escribimos disponemos de unos segundos
adicionales, respecto a cuando hablamos, para elaborar el discurso. ¿Por qué
molesta tanto que el emisor aproveche esta ventaja para permitirse mimar su
modo de expresarse? ¿A qué viene ese empeño por menoscabar el esfuerzo dedicado
a embellecer las palabras para convertirlas en algo más que meros códigos de
comunicación? ¿Por qué no puede sacar partido el lector a ese plus temporal
para recrearse en la comprensión, aunque sean más complejas las frases que ojea
que las que percibe acústicamente? Esta incondicional exigencia de brevedad y
sencillez al escritor podría llevarnos a inferir que el que lee pretende
dedicarle poco tiempo a tan noble actividad haciendo el mínimo esfuerzo de
comprensión; y yo quisiera pensar que la lectura es la mayoría de las veces un
placer y no un trámite o una pose autoimpuesta.
Demos gracias a que Cervantes vivió
hace cinco siglos, porque hoy se le hubiera presionado para que empezara el
Quijote con algo parecido a «Ocurrió en la Mancha. No tengo un buen recuerdo de
aquel lugar. Allí vivía un hidalgo». Y es que necesitamos abarcar con la mirada
fragmentos cuya longitud nos permita columbrar signos de puntuación
(preferiblemente los redonditos) en lo escrito. Son nuestro balón de oxígeno.
Inconscientemente miramos de reojo para cerciorarnos de que un punto y seguido
alentador está cerca. Amigos de la frase corta, treinta y tres palabras tardó
Miguel de Cervantes en escribir el primer punto y seguido en su novela de
novelas. El núcleo del sujeto de su primera frase —«hidalgo»— no aparece hasta
después de la mitad de la oración, cuando la mayoría de los lectores actuales
ya se han desorientado por no disponer de una palabra que le sirva como báculo
y brújula para peregrinar por ese laberinto literario, un verdadero entuerto a
desfacer. «Pero entonces bailaban por las calles como peonzas enloquecidas, y
yo vacilaba tras ellos como he estado haciendo toda mi vida, mientras sigo a la
gente que me interesa, porque la única gente que me interesa es la que está
loca, la gente que está loca por vivir, loca por hablar, loca por salvarse, con
ganas de todo al mismo tiempo, la gente que nunca bosteza ni habla de lugares
comunes, sino que arde, arde como fabulosos cohetes amarillos explotando igual
que arañas entre las estrellas». ¿Quién osaría recriminar a Kerouac la
utilización de casi un centenar de términos sin que haya un solo punto entre
ellos? Y, próceres utilitaristas, hostiles a la anáfora y a otros recursos literarios
con fines estéticos, decidme: ¿tan inoportuna os resulta la continua repetición
de palabras como «loca» o «gente» en este texto? ¡Ah, la repetición, esa
villana del estilismo, que tiene en la redundancia su máxima expresión de la
mediocridad literaria! Especialmente desde que hemos aprendido la palabra
«pleonasmo» nos dedicamos a señalar de manera acusadora toda agrupación de
vocablos con indicios de reiteración. Yo nunca me enamoraría de una
redundancia, pero la compadezco por la condición injusta de paria a la que la
hemos abocado.
Por supuesto que lo conciso puede ser bello.
Pero algo es bello por ser bello, no por el simple hecho de ser conciso, y
algunas veces lo hermoso armonizará con lo breve y otras con lo extenso.
Aludíamos a la archiconocida primera frase de el Quijote, pero hay también comienzos escuetos dignos de ser gozados,
como el que nos regala Rafael Sabatini en Scaramouche: «Nació con el don de la risa y con la intuición de que
el mundo estaba loco. Y ese fue todo su patrimonio». ¿Qué más se puede
añadir a esto o al sublime principio de Lolita, un monumento a la sucesión de frases cortas bien
hilvanadas? Qué efecto tan maravilloso producen los sucintos versos de Salinas «Tus
besos son ofrecerme los labios para que los bese yo», pero también qué
placenteramente larga resulta la definición de «tu boca» de Cortázar en
su Rayuela. Qué inspirador es El Principito y con qué amargura
puede uno darse cuenta de que ha llegado a la última de las más de mil páginas
de Fortunata y Jacinta, el otro
gran «Quijote» de nuestra literatura, porque querría que le quedasen todavía
otras mil para seguir entre los Arnaiz-Santa Cruz.
Más allá de los debates sobre el número de
páginas de los libros o de la exaltación de la frase corta en la literatura,
esta tendencia tiene una mayor repercusión en la «otra literatura»: los
artículos periodísticos, los blogs, los correos electrónicos o las respuestas
de los exámenes. No tengo nada que objetar a los límites establecidos, y
justificados, en función del tiempo o del ahorro económico, por ejemplo cuando
hablamos del gasto de papel. Pero no se me negará que subyace la idea de que el
lector prejuzga un texto por su extensión antes de empezar a leerlo y, aunque
disponga de todo el tiempo del mundo y el coste monetario derivado de la
impresión le sea indiferente, su predisposición será mejor cuanto menos espacio
ocupe.
La exagerada buena reputación de lo breve en
lo escrito es el reflejo de esta ansia universal por palparlo todo aunque sea a
costa de no pararse a acariciar nada. Ocurre cuando viajamos, como bien expuso Gila en
una de sus más famosas disertaciones sobre esos tours frenéticos por diferentes
lugares del mundo. Hoy el objetivo es hacerse el selfi —una especie de ritual
equiparable al de poner la bandera— en todos los lugares posibles. Es la filosofía
del picoteo de las experiencias. Recuerdo una conversación con un amigo en la
que contabilizábamos los países que habíamos visitado e intentábamos poner un
requisito restrictivo: ¿se tenía en cuenta una simple escala en un aeropuerto;
atravesar un país por carretera cuando vas rumbo a otro; valía con hacer noche
aunque apenas vieras el lugar a la luz del día…? Él decía que solo se podían
contar los sitios en los que hubieras hecho de vientre. Lo consideré un
argumento ridículo, pero ahora me apropio de su razonamiento para darle un
sentido metafórico: los lugares hay que digerirlos. Las cosas no se han de
hacer siempre para conseguir cuanto antes el resultado previsto. ¿Por qué las
pipas peladas no han llegado a desplazar a las que vienen con cáscara? Este es
el mejor ejemplo de que recrearnos en los procesos, aunque se retrase el
resultado, puede también proporcionar satisfacción.
Y aunque, como hemos apuntado, la concisión
tiene más razón de ser en la comunicación oral que en la escrita, digo yo que tampoco
hay por qué fomentar esa especie de apremio para que el que está hablando
termine de hacerlo cuanto antes. Cada vez lo paso peor cuando veo en la
televisión o escucho en la radio una entrevista. Me pone nervioso la actitud de
urgencia que el entrevistador muestra hacia el entrevistado, que ha de tener la
sensación tan pronto como abre la boca de que está molestando. Ya puede ser una
señora con un cáncer terminal la que esté comentando su angustiosa situación,
que habrá un periodista interrumpiéndola y azuzándola para que acabe las frases
cuanto antes. Pareciera que el riesgo de tedio resultara un asunto más delicado
que el desahogo de una persona enferma y que hubiera que ser especialmente
cuidadoso con lo que se va a decir para que el que escucha (verbo
optimistamente empleado) no se aburra.
Si buscamos la forma precisa, exacta y
concreta de expresarnos acabaremos todos diciendo lo mismo. Y cuando hablamos
no solo enviamos un mensaje con lo que decimos; el cómo lo decimos es otro
mensaje, que muchas veces habla de nosotros mismos, de nuestro estado de ánimo,
de nuestra forma de ver la vida y de nuestra actitud hacia los demás. En
resumen, hablando nos definimos y nos realizamos, y podemos hacer ostentación
de la capacidad que mejor nos singulariza como seres humanos, como homo loquens que somos. ¿Sabéis
quiénes practican una perfecta concisión en su forma de comunicarse? Las
abejas. Unos cuantos bailes para guiar a sus congéneres hacia la fuente de
alimento es todo lo que necesitan, en materia de transmisión de información,
para sobrevivir: la danza en círculo y la danza de la cola es todo lo que
tienen que «contarse». Otros que también se muestran poco amigos de los ripios
y van al grano son los cercopitecos, primates que emiten unas precisas señales
de alarma especializadas en función del grado de peligro por el que se ven
amenazados. Y como los cercopitecos no pueden estar equivocados en este
ejercicio de la concisión, en este hermetismo de la sencillez, yo os pido que,
en caso de incendio, evitéis oraciones como «hay flamígero elemento que pone en
riesgo la existencia de los presentes, por ello se hace menester huir» y os
concentréis en ser precisos para alertar. Poned toda la atención en que la
única palabra que tenéis que gritar, «¡fuego!», sea entendida, sin adornos.
Pero si os pregunto «¿qué tal te va la vida?» sabed que, al menos en lo que a
mí respecta, sois muy libres para responder tanto con un «bien», «mal», «sin
novedad» o para, si el ánimo ese día os incita a ello y yo no tengo nada
urgente que hacer, contarme todos y cada uno de ingredientes con los que habéis
cocinado el pato laqueado.
Hablemos sin tantas restricciones y relajemos
los corsés a los que nos somete el imperio de la brevedad, cuando este deriva
de la dictadura de la prisa y no de la del buen gusto; no excluyamos deliberadamente
nada, ni aceptemos deliberadamente nada, como decía Neruda en su
defensa de una poesía impura como un traje, como un cuerpo, con manchas de
nutrición y actitudes vergonzosas, con arrugas, observaciones, sueños, vigilia,
profecías, declaraciones de amor y de odio, bestias, sacudidas, idilios,
creencias políticas, negaciones, dudas, afirmaciones, impuestos. En definitiva,
no coartemos la libertad de expresión, expresión (valga la repudiada
redundancia) que utilizamos de manera poco precisa.
(1) Y tanto que necesita un alegato la
explayación. Para empezar, la RAE —que sí contempla «concisión», «brevedad» o
«concreción»— no reconoce este sustantivo, aunque sí el verbo explayar.
lunes, 12 de diciembre de 2016
"En las profundidades del bosque alemán" por Sergio Molina
«Voces de una amabilidad indescriptible me hablaron desde arriba, desde los árboles: “No llegues a la oscura conclusión de que todo cuanto hay en el mundo es duro, falso y malvado. Ven a vernos a menudo; al bosque le gustas. En su compañía encontrarás salud y buenos ánimos de nuevo, y abrigarás más elevados y preciosos pensamientos». El escritor Robert Walser daba cuenta de este singular paseo berlinés en uno de sus artículos publicados en la prensa alemana y recogidos en el libro Berlin Stories. A Walser, que sería internado en un psiquiátrico años más tarde, pasear por el bosque le apaciguaba el alma. El silencio y la presencia imponente de los árboles, como columnas, «como en el interior de un templo», le transmitían la paz y serenidad que no parecía encontrar en otras partes. Que apareciera muerto en un campo helado el día de navidad de 1956, tras un paseo por el bosque cerca de su psiquiátrico de Herisau en Suiza, no deja de ser un oscuro y poético desenlace. El bosque, en Alemania, arroja luces y sombras. Alimenta mitos, rinde leños a las leyendas contadas al calor de las hogueras y acompaña con su frondosidad la turbulenta historia del país. En pocos sitios puede tomarse mejor el pulso de la historia y el mito alemán que en las profundidades del bosque.
La emboscada de Teutoburgo
Deutschland? Aber, wo liegt es? Ich weiss das Land nicht zu finden
(¿Alemania? ¿Pero dónde está? No sé dónde
encontrarla)
Se lo preguntaba Schiller, retóricamente
o no, en uno de los poemas recopilados en Xenien, junto a Goethe. No
era una pregunta gratuita, pues la Alemania de entonces era un territorio
históricamente «desgarrado y dividido», en palabras de Hölderlin; dividida
en unidades políticas de distinto tamaño y complejas lealtades, como las
múltiples partes de un puzle imposible; desgarrada por los contratiempos
europeos; y unida, tal vez, con el idioma como única brújula de un destino
común. En ese contexto, tal vez la pregunta más acertada, entonada al ritmo de
las canciones patrióticas, la formuló Ernst Moritz Arndt: «¿Qué es la
patria alemana? ¿Es Prusia? ¿Es Suabia? ¿Es el Rin, donde florece la vid?».
Para remontarse a los mitos fundadores de la nación, hay que viajar lejos,
adentrarse en la maraña del tiempo y la espesura de los campos, donde crecen los
árboles a voluntad.
«Los árboles son santuarios», asegura Hermann
Hesse en su libro Árboles: poemas y reflexiones, «aquellos que sepan
cómo hablarles y escucharles, encontrarán la verdad». Si los árboles del bosque
de Teutoburgo hablaran, contarían la historia del intrépido guerrero Arminio —rebautizado
con el germánico nombre de Hermann en crónicas posteriores— que
se enfrentó a las legiones de Roma en el año 9 a. C. Era la primera vez que los
árboles se ofrecían como escenario para la forja del mito alemán. Como recuerda
el exdirector de la Galería Nacional de Londres, Neil MacGregor, en su
libro Memories of a nation, «en el bosque de Teutoburgo hay coníferas,
hayas y robles. Es inmenso, verde y denso, aterrador y oscuro, con confortables
cabañas de madera y alarmantes animales salvajes. Si uno se pierde, tal vez no
vuelva a ser visto nunca más». Precisamente de la espesura del bosque se
sirveron Hermann y sus guerreros con el objetivo de frenar el avance de los
soldados del general Quintus Varus. Allí murió el general, de hecho,
emboscado él y sus tres legiones por aquellas tribus salvajes de las que antes
había llegado a decir que «nada humano tenían salvo la voz y las extremidades».
Según Will Vaughan, profesor emérito del Birbeck College de Londres, «cuando
Hermann derrotó a los romanos en el bosque de Teutoburgo, fue casi como si el
bosque hubiera estado de su lado». El bosque se erigía así en un personaje más
de la historia y la leyenda, usurpando incluso el papel protagonista, como la
isla de Perdidos jugando con los destinos de sus desorientados
supervivientes. Tal es el impacto de Teutoburgo que sus huellas sobrevivirían
al paso de los años, cabalgando los siglos hasta hacerle sombra al nazismo. De
este modo, la desolación causada por el bombardeo de las ciudades alemanas
durante la Segunda Guerra Mundial se convertía en «el resultado definitivo de
esta nueva batalla del bosque de Teutoburgo, que deja grandes extensiones de
ciudades alemanas en ruinas», a ojos de W. G. Sebald, en Sobre la
Historia Natural de la Destrucción.
Noche y Niebla; Tormenta e Ímpetu
La importancia del bosque le debe mucho a la
mitificación que vino de la mano del romanticismo alemán, a finales del siglo
XVIII; un romanticismo que proporcionó refugio sentimental a escritores y
poetas alemanes ante el imparable avance de las tropas napoleónicas, mientras
las tropas de liberación alemanas se refugiaban literalmente entre los árboles.
Lo atestigua el cuadro En el puesto del centinela, del pintor Georg
Friedrich Kersting en 1815. «¿Dónde está nuestra patria ahora que los
franceses se ciernen sobre nosotros?», parecía preguntarse la confusa nación.
En un tiempo en el que Francia lucía fuerza y centralismo, el antiguo Sacro
Imperio Germánico parecía un amasijo de hierros a los pies de los caballos. La
reacción a este complejo de inferioridad alemán, patente en distintos momentos
de la historia europea, se serviría de las armas que les ofrecía el
romanticismo: una introspección tendente a la melancolía, la exaltación de un
pasado que nunca sucedió como tal y el cobijo del carácter nacional a buen
recaudo bajo la sombra de un roble. El roble constituye, de hecho, la unidad de
medida básica en la larga relación entre el bosque y el pueblo alemán. Para
Will Vaughan, el roble ha estado siempre en su imaginario colectivo, como
símbolo de fuerza y resistencia, ya fuera contra los romanos o contra Napoleón.
Hasta el punto, como recuerda MacGregor, de que las hojas de roble aparecieron,
no solo en la condecoración prusiana de la Cruz de Hierro otorgada por Prusia
en 1813, sino también en las monedas de la Alemania posterior al nazismo. El
cuadro del pintor Caspar David Friederich, El árbol solitario, es
otro testigo de esta incondicional relación.
El romanticismo ha sido siempre en Alemania
un arma de doble filo. Esta tesis no es nueva, pero pocos la ilustran con tanta
brillantez como el filósofo y ensayista Rüdiger Safranski en su libro Romantik, en
el que traza una sombría línea genealógica que une a Hölderlin y Hitler como
vástagos del mismo padre. Sturm und Drang! Nacht und Nebel! (¡Tormenta
e Ímpetu! ¡Noche y Niebla!). No, no se trata de los hechizos del último libro
de J. K. Rowling. Estas dos fórmulas, puestas de lado, ilustran las dos
caras del Romanticismo: la primera corresponde al nombre del movimiento
artístico que lo precedió y con el que se pretendía dar una respuesta a la
Ilustración francesa mediante un viraje de la razón hacia los sentimientos; la
segunda, extraída de uno de los diálogos de El Oro del Rin de Richard
Wagner, fue la fórmula eufemística con la que se conoció la orden del Tercer
Reich, en 1941, de eliminar a todos los oponentes políticos del nazismo en los
territorios ocupados. La sombra de Wagner y sus nibelungos del bosque, como la
de Hitler, está siempre presente cuando la épica chispea al calor de las
hogueras.
También junto a la hoguera, los hermanos Grimm fueron
otros de los que protagonizaron largas noches con el bosque como telón de
fondo. Blancanieves o Hansel y Gretel son solo algunos de
los cuentos que transcurren allí y que marcarían la adolescencia de
generaciones enteras de alemanes. Los cuentos de los Grimm —que editaban además
una revista cultural llamada Altdeutsche Wälder (Bosques alemanes
antiguos) y en la que recopilaban las costumbres alemanas— cobraban,
como la historia de la nación, una tonalidad u otra en función de la misión a
la que servían. En los hogares burgueses, los cuentos de los Grimm se leían al
abrigo de una manta y una chimenea, en un entorno confortable y apacible,
mientras la cálida voz de la madre acompañaba a su hijo como guía en esas
primeras ediciones, más oscuras, todavía sin el filtro de Disney. Los cuentos,
sin embargo, hallaron también a unos admiradores inesperados en los nazis, que
veían en sus escenas una fuente para curtir el espíritu nacional de las
generaciones venideras.
Como recuerda Christopher Hitchens en
su ensayo Imagining Hitler sobre el Führer —su sombra planeando
de nuevo—, «[su] película favorita era la versión de Disney de Blancanieves
y los siete enanitos, su actriz favorita Shirley Temple y, musicalmente,
prefería la opereta kitsch». Hitler, además de su predilección por Wagner
y las boscosas aventuras de los Grimm, decidió instalar su residencia de verano
en lo alto de la localidad de Berchtesgaden tras ver el cuadro Der
Watzmann de Caspar David Friedrich; un paisaje con los alpes bávaros de
fondo, alzados sobre una esplendorosa masa verde. Los nazis se veían a sí
mismos como hombres de los bosques, frente a los judíos, un pueblo que venía
del desierto. Y si el bosque dejó su huella en el nazismo, el nazismo también
dejaría su huella en el bosque: en 1938, los nazis se internaron en un pinar
frondoso de la región de Brandenburgo, abrieron la masa forestal trazando una forma
irregular y plantaron hileras de alerces, una especie de árbol nórdico de
amarillo intenso. Como en una especie de ofrenda a los dioses, la forma y el
color trazado por los nuevos árboles conformaba una esvástica enorme que solo
podía verse desde el aire. No fue hasta 1992 que se descubrió.
La mitificación de la masa arbórea va más
allá de Wagner, Hitler o los Grimm. Elias Canetti aseguró una vez que
si bien «el ejército era el símbolo de masas alemán, el ejército era algo más
que un simple ejército: era un bosque andante». Es difícil no acordarse en este
momento de Walser y Hesse conversando con los árboles, como
si se tratara de los ents de Tolkien o el bosque de Macbeth.
El Caminante
Brujas y hechiceros, troles y espíritus no
tienen lugar aquí; Fausto y Mefistófeles ya no deambulan alrededor […] hay
postes y letreros marcando los kilómetros para cualquiera que quiera ir de
Schierke a Elend […] El misterio se ha desvanecido y, con ello, la inquietud,
la inspiración.
Las anotaciones corresponden a uno de los
viajes a las montañas del Harz de Cees Nooteboom, eterno candidato al
Nobel con el permiso de Murakami, en su libro Roads to Berlin. Nooteboom,
que hace gala de un lirismo que en la literatura de viajes solo ha sido
igualado por Colin Thubron o Jan Morris, se lanzó a recorrer la
célebre cordillera siguiendo los pasos literarios y vitales de Goethe;
literarios, porque allí, en la alta montaña del Brocken, Goethe recordó en Fausto cómo
las brujas se reunían cada 1 de mayo en la ladera de la montaña, inaugurando
una tradición alemana que se ha celebrado hasta hoy —celebrada por el
ciudadano, no por las brujas, entiéndase—; vitales, porque el propio Goethe,
cuya capacidad multidisciplinar está más que probada, se lanzó a recorrer estos
parajes, en su calidad de jinete, de escritor, de apasionado por la geología y
hasta de alto oficial de la corte de Sajonia-Weimar-Eisenach. Nooteboom, por su
parte, no pudo más que echarse la mochila al hombro en calidad de ser humano,
seguir su ejemplo y adentrarse en el camino: «Los bosques son buenos para el
alma y tengo la imagen de los viajes de Goethe en el ojo de mi mente». El
paisaje que encontraría, sin embargo, distaría mucho de ser tan mágico.
La figura del caminante, reflejada en el
concepto del Wanderung o excursión a pie, tiene una larga
tradición en la cultura alemana; desde los clásicos de la literatura (Heine, Fontane, Hessel,
el propio Walser) hasta la pintura (de nuevo Friedrich con el célebre El
caminante sobre el mar de nubes) pasando por el cine (Werner Herzog recorrió
el trayecto entre Múnich y París para visitar a una amiga enferma), el
caminante está anclado, junto al paisaje boscoso, en el imaginario colectivo.
En su libro Keeping up with the germans, el corresponsal de The
Guardian en Alemania, Philip Oltermann, que vivió gran parte de su
vida en Inglaterra, ahonda en las peculiaridades de esta costumbre alemana y en
las diferencias con la aproximación inglesa. Según Oltermann, mientras los
ingleses utilizan la expresión «we are going to the country for the weekend»
(vamos al campo este fin de semana), los alemanes optan por la fórmula «wir
gehen in die Natur/ins Grüne» (vamos a la naturaleza/vamos al verde), lo que en
su traducción al castellano tiene una connotación mucho más poética y
abstracta. Sin embargo, no es una divergencia conceptual sino empírica. Para
Oltermann, la actitud de los ingleses hacia «el campo» siempre ha sido muy
diferente a la alemana. «El rasgo definitorio de Gran Bretaña no es su paisaje,
sino las masas de agua junto a sus orillas. Cuando los británicos cuentan
historias sobre ellos, miran al mar y a sus ríos». Desde los poemas de William
Wordsworth dedicados al río Támesis («Upon Westminster Bridge»), pasando
por los cuadros de Turner, hasta las legendarias aventuras de
ultramar (desde Drake a Joseph Conrad), el ruido del oleaje sustituye
en el colectivo inglés al ruido de las hojas sacudidas por el viento.
Probablemente mucho tenga que ver en ello, no
solo la situación geográfica —Ignacio Peyró recordaba a J. G.Ballard hablando
de las islas como «un estado del alma»— sino también la limitada presencia
de masa forestal en el paisaje insular. El hecho de que Gran Bretaña tuviera
que importar madera desde fuera —la del Imperio era considerada entonces
de mala calidad— y la reina Victoria contratara a tres expertos
forestales alemanes como asesores (uno de ellos establecería el primer
Instituto Británico Forestal) ilustra hasta qué punto no había comparación en
materias madereras. Ni que decir tiene que, a diferencia de Gran Bretaña, la
masa forestal en Alemania no solo no se había visto amenazada por el
crecimiento demográfico o la ganadería, sino que se había mantenido estable en
un 30% del total del territorio, lo que más tarde explicaría la notable
evolución del partido Los Verdes en la arena política nacional.
«La costa es el lugar al que, en la
imaginación inglesa, la nación marcha a combatir a sus enemigos y a recargar
sus baterías», asegura Oltermann. El joven Patrick Leigh Fermor, sin
embargo, no zarpó para combatir a nadie. El escritor británico, un prodigio de
la literatura de viajes, abandonó las islas en 1933 para lanzarse solo a la
aventura. Los ecos de Schiller («¿Alemania? ¿Pero dónde está? ¡No sé donde
encontrarla!») también debieron resonar en su cabeza mientras el barco de vapor
surcaba las olas, dejando el Puente de la Torre al fondo, abandonando el cauce
del Támesis y adentrándose en el continente. ¿Existiría realmente aquella
Alemania reflejada en las hojas y los cuadros? ¿Aquellas colinas frondosas
pobladas de enanos como los de las óperas de Wagner? ¿Existiría realmente el
Wels, el Kraken, el Grendel del Danubio?
Cuando Leigh Fermor por fin pisó Alemania,
desplegó el mapa, alzó la vista y suspiró:
¡No hay más que ver lo que les sucedió a las
legiones de Quintilio Varo a ciento sesenta kilómetros al noreste! Eran
aquellas unas regiones inciertas, en absoluto similares a las riberas del
brillante Rin: la Frigund del mito alemán, una espesura que proseguía al cabo de
dos meses de viaje y el acoso, cuando los unicornios desaparecieron para ocupar
su lugar en la fábula, de lobos, alces, renos y bisontes europeos. Cuando llegó
la Edad Media no encontró luces que extinguir, pues ninguna había brillado
jamás allí.
Más tarde, durante el camino, Fermor surcaría
el río junto a los riscos que se ciernen sobre el Rin, allí donde la leyenda de
Lorelei, como la de las sirenas del ancho mar, llevaría a los marineros a su
perdición; allí donde, según Wagner y los cantores de antaño, el oro del Rin
aguardaba a su nibelungo. Lejos le quedaría el Walhalla, el templo erigido en
honor a los grandes héroes de la nación alemana, a las afueras de Regensburg,
en Baviera; o la cueva de Barbarroja, en Sachsen-Anhalt, en la que, según
la leyenda, el antiguo emperador espera que, cada mil años, un cuervo irrumpa
en las profundidades de la cavidad para informarle de que Alemania ha sido
unida por fin. El mismo cuervo, tal vez, que aparece solitario en el cuadro de
Caspar David Friedrich, El cazador en el bosque.
Herfried Münkler, profesor de la Universidad
Humboldt de Berlín, asesor de Merkel y autor del libro Los
alemanes y sus mitos, recuerda el filo hilo que une el mito y la realidad
cuando señala que Hermann Göring comparó la derrota del ejército nazi en
Stalingrado con la quema del Hall de Etzel en El anillo del Nibelungo de
Wagner; a su vez, la infame teoría de que los judíos estuvieron tras la Puñalada
por la espalda, evoca al Sígfrido cuyo único punto débil en el cuerpo era,
precisamente, allí dónde la sangre del dragón no le había hecho invulnerable:
en la espalda. Así es la historia en Alemania. Un lugar en el que realidad y
leyenda se trenzan a lo largo de los tiempos: para dar esperanza a una nación
desorientada ante Napoleón; para llenar de épica las mochilas de los
hombres echados a caminar; para llevar a la civilización entera a un Teutoburgo
total. «La gente que sufre gusta de visitar los bosques», escribió una vez
Robert Walser tras uno de sus innumerables paseos. «Para ellos es como si el
bosque sufriera con ellos en silencio, como si este comprendiera cómo sufrir y
estar tranquilo y orgulloso en su sufrimiento».
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