martes, 2 de agosto de 2016

"Verano Baudelaire" por Antonio Muñoz Molina



Baudelaire es un fervor que se adquiere de joven y no se pierde ya nunca. Su lectura está asociada para mí al despertar definitivo de la vocación. La vocación de escribir, desde luego, pero sobre todo la de observar apasionadamente el espectáculo de la vida diaria, de encontrar las máximas posibilidades de la belleza en las caminatas por la ciudad y en todos los regalos que se ofrecen mezclados a los cinco sentidos. El despertar verdadero de la vocación es el de la mirada y el oído, y el hallazgo de un tono de voz que se corresponda justamente con aquello que uno siente que tiene que celebrar y contar. Al llamar a sus breves textos narrativos y reflexivos “poemas en prosa”, Baudelaire estaba rompiendo por primera vez el dique expresivo no entre el verso y la prosa, sino entre el lenguaje de la poesía y el de la narración, fundiendo el uno con el otro en una escritura incandescente que reunía las capacidades más poderosas de los dos: la precisión del documento y la resonancia misteriosa de las palabras del idioma; la crónica y el vaticinio, la crítica social y el arrebato visionario. Baudelaire lanza como una consigna subversiva su apelación a la ebriedad, Enivrez-vous!, pero de todas las ebriedades que exalta la más indudable y la más duradera es la ebriedad misma de la literatura. Leer en voz baja cualquier poema de Las flores del mal tiene un efecto físico e intelectual inmediato, como la llegada a la sangre y de ahí al cerebro de un principio activo de lucidez y ensoñación simultáneas. Pero no es menos poderoso el influjo de sus escritos de crítica de arte o sus ensayos sobre la música. Baudelaire enseña a escuchar y enseña a mirar. Escuchando a Wagner después de leer las páginas que él le dedica, nuestros oídos se dilatan igual que nuestra capacidad de atención. Baudelaire mira con avidez de descubridor la pintura moderna, la fotografía, las ilustraciones de las revistas, pero esa mirada abarca en el mismo vuelo la observación de la vida de la que todo ese arte está naciendo y la admiración por los mejores maestros del pasado que forman su genealogía. Antes que Rimbaud, Baudelaire ya había dictaminado que es preciso ser absolutamente moderno, pero su modernidad nunca incluyó la amnesia, y menos aún la superstición alelada del puro presente. Sus poemas son tan subversivos que algunos de ellos siguieron proscritos en Francia hasta 1949, y su dicción es de una radicalidad que todavía estremece, pero la métrica, la rima y el ritmo son en gran medida los del gran clasicismo francés, los alejandrinos suntuosos que nos recuerdan muchas veces el fluir de los largos monólogos de Racine. En este verano errante no deja de acompañarme Baudelaire. Se me quedó en un guardamuebles el volumen de la obra completa de Seuil, que lleva treinta y tantos años conmigo, pero en el equipaje ligero de mi itinerancia llevo ediciones manejables: Mi corazón al desnudo en la edición bilingüe de Antonio Martínez Sarrión, Las flores del mal en la de Jacinto Luis Guereña, El Spleen de París y Les paradis artificiels en tomos livianos y flexibles de Le Livre de Poche. Quizás el idioma de la literatura moderna, no solo en las lenguas romances, lo fundan al mismo tiempo Baudelaire y Flaubert, igual que Manet, conocido de los dos, funda el de la pintura. Me acuerdo del modo en que mi propio lenguaje de aprendiz de escritor nació de Baudelaire. Me acuerdo más porque sucedió en verano y ahora es verano. Cuando digo lenguaje me refiero también a una actitud ante el mundo, el hallazgo no ya de una voluntad abstracta de escribir, sino de un objetivo, un imán, un mundo que incitaran la escritura y se revelaran a través de ella. Era el primer verano de mi vida de adulto, porque era el primero en que tenía un trabajo y un sueldo. No eran gran cosa ni el uno ni el otro, y su precariedad me mantenía en un equilibrio inestable, pero también me concedían por primera vez una vida más o menos autónoma, tardes de indolencia, un alojamiento compartido, una mesa de trabajo junto a una ventana, algo de dinero para comprar libros. También me había comprado a plazos un radiocasete y escuchaba copias de discos de mis amigos —aquel verano, sobre todo, Charles Mingus y Monteverdi—. Leía sin pausa El Spleen de París, Los paraísos artificiales, las Confesiones de un inglés comedor de opio, de Thomas de Quincey. Walter Benjamin, el gran heredero de toda esa literatura, dice que el París de Baudelaire no es un retrato, sino una profecía, porque la ciudad de sus poemas y sus crónicas de periódico solo existió del todo después de su muerte. Es probable que el París de Baudelaire, como el Londres de De Quincey o el de El hombre de la multitud, de Poe, fueran en gran medida imaginarios. Pero a mí me hicieron ver de golpe la ciudad donde vivía entonces, Granada, como no la había visto nunca antes, real y fabulosa, con ese resplandor que solo poseen las cosas y los momentos que uno tiene ante los ojos; no como el escenario de posibles historias inventadas, sino como la materia misma de la contemplación y de la literatura. De todas las ebriedades que exalta la más indudable y la más duradera es la ebriedad misma de la literatura Las cosas suceden un día preciso, una sola vez. Llevaba en un bolsillo un sobre con el sueldo del mes. El dinero en efectivo tenía una materialidad confortadora. Había pasado la mañana tranquilamente en la oficina sin jefes y casi sin público, en la placidez de agosto. Había comido en un restaurante casero y barato. Crucé la Gran Vía y bajé por el Zacatín, umbrío y fresco en un día de no mucho calor. Tenía la cabeza llena de las peregrinaciones exasperadas de De Quincey por Oxford Street, “madrastra de corazón de piedra”, y de las de Baudelaire por París, con sus éxtasis de bellezas pasajeras, de ruido urbano, de lámparas de gas. Desemboqué en la plaza de Bib-Rambla como si de repente acabara de llegar a una ciudad portuaria y desconocida, a un zoco deslumbrante en alguna capital en la Ruta de la Seda. La misma plaza por la que había cruzado tantas veces me enardecía con la multiplicación de su belleza. Los tilos enormes invadidos de pájaros, los puestos de flores, el sonido del agua en la fuente central, el clamor de las voces mezclado al de los pájaros y al del agua, las mujeres jóvenes que aquel verano volvían a llevar minifaldas, el brillo de la pulpa de los higos chumbos que las gitanas vendedoras sumergían en cubos de agua fresca antes de pelarlos y abrirlos, la valla publicitaria con un cartel muy grande y a todo color de cigarrillos Winston, en el que estaba dibujada Rita Hayworth con su vestido negro de Gilda. La invitación al viaje de Baudelaire se cumplía gratuitamente para mí en la ciudad donde vivía, a unos pasos de la oficina en la que trabajaba. Ahora tenía que seguir leyendo y mirando y tanteando borradores para encontrar una prosa que se correspondiera con mi descubrimiento.

lunes, 1 de agosto de 2016

Aventuras paralelas: Pokemon versus la Virgen


Él era un chico normal de 15 años, con sus granos, sus calentones, su enganche por el móvil, sus erecciones mañaneras y su pavo de medio tono.
Ella era una mujer madura normal, con su sofocones, sus broncas con el marido, sus achaques de medio siglo y sus pérdidas de orina.
Él era un empedernido de los videojuegos. Se pasaba horas y horas dándole caña a los amigos virtuales a través del ordenador.
Ella era una devota de la tradición. Le gustaba arreglarse los domingos para ir a misa y visitar la iglesia con sus amigas en las fiestas señaladas.
Él descubrió un nuevo reto en internet. En pocos días, su marca favorita de videojuegos sacaría un bombazo. No dormía esperando el estreno.
Ella se desvivía cuando se aproximaba el día de la patrona. Le habían cambiado el manto a la virgen. Soñaba con la romería y los preparativos.
Cuando salió el "Pokemon Go", él fue el primero de sus amigos en salir a cazar esas imágenes virtuales que representaban a los personajes que había adorado en su infancia.
El día de la romería, ella, pese a sus amagos de artrosis, fue la primera en salir hacia la ermita y calzarse los ocho kilómetros que la separaban de la imagen que había adorado desde su infancia.
Él tenía 15 años. Se recorrió todo el pueblo con el móvil en la mano y no descansó hasta que capturó a todos los pokemon, hasta que se hizo con el poder en los gimnasios y ganó en todas las "quedadas".
Ella pasaba de la cincuentena. Recorrió los 16 kilómetros (ida y vuelta). Lloró ante la imagen que adoraba, gritó con euforia su nombre y se rompió una uña por tocar durante un rato las andas.
Él tenía 15 años. Se vio arrastrado por la fiebre de un juego inventado por las multinacionales para atrapar adolescentes adocenados. Pero él sabía que las imágenes que perseguía eran virtuales, que no era más que un juego. Él tenía 15 años. Su espíritu gregario estaba a flor de piel.
Ella pasaba la cincuentena. Se vio arrastrada por el peso de la tradición, por la imagen de la patrona inventada por una multinacional para atrapar maduros adocenados. Ella creía de veras en la realidad de la imagen, su patrona no era ningún juego. Ella tenía más de 50 años. Su espíritu gregario estaba a flor de piel.

viernes, 29 de julio de 2016

Crítica cinematográfica comparada: "Teresa: el cuerpo de Cristo" versus "La trastienda"


Dos obras magistrales de la cinematografía española, dos ejemplos de cómo se puede tratar el asunto de la religión con elegancia en las pantallas, sí. Inolvidables las interpretaciones de Paz Vega (Teresa de Ahumada) y Mª José Cantudo (enfermera de Pamplona). Yo juzgaba a la segunda únicamente por mis recuerdos lúbricos de la adolescencia, pero al verla en la madurez he podido apreciar el legado inmemorial que ha dejado en la historia del cine español. Haremos una valoración comparativa de estas dos genialidades atendiendo a una serie de cuestiones:
1. Asunto religioso: mayor profundidad en La trastienda (los estigmas del médico del Opus por apretar el crucifijo cuando se ve asediado por la tentación de la joven enfermera no se pagan con dinero).
2. Desnudos: tanto en una como en otra están totalmente justificados.
3. Actrices: el duelo Mª José Cantudo / Susana Estrada se mantiene equilibrado con el de Paz Vega / Leonor Watling, incluso en la dicción.
4. Diálogos: aquí gana con diferencia La trastienda. Nunca desde Romeo y Julieta se había plasmado tan bien la tensión amorosa.
5. Momento histórico: aquí también gana La trastienda. Desde Hemingway, nadie había dado un testimonio tan naturalista de los Sanfermines.
6. Trances: tanto el momento del éxtasis de Paz Vega como el intento de suicidio de Mª José Cantudo nos elevan al mejor misticismo.
7. Vestuario: aunque las pañoletas sanfermineras y las camisas blancas ondean impolutas durante toda la película, hay que rendirse a los hábitos renacentistas.
8.  Exteriores: Ávila y Pamplona quedan muy bien representadas en ambas películas. Una buena promoción turística, al nivel de las últimas películas de Woody Allen.
9. Erotismo: a mí me pone más Eusebio Poncela con capirote.
10. Comercialidad: tanto una como otra película son de culto. No están hechas para el común de los mortales, a pesar de que La trastienda fuera un bombazo en su estreno (el primer desnudo en el cine español es lo que tiene). Comparables a un Fellini o un Godard.
¿Y por qué veo yo estas cosas en verano?, a saber, la mente humana es inescrutable.

miércoles, 27 de julio de 2016

La última carrera (relato de verano)


Organizada por la empresa de pompas fúnebres "Cuídate mucho", se celebró ayer la primera carrera de Fórmula Funeraria. En la parrilla del tanatorio, los tres coches más rápidos eran revisados para participar en el acontecimiento del año. La salida estaba prevista a las cinco de la tarde, eran las cinco de la tarde.
Los fiambres se cargaron en las fiambreras y se pusieron a punto los motores. Según la normativa, los ataúdes no podían pesar menos de 20 kilogramos; los motores, 120 caballos máximo y las coronas, un mínimo de 5 kilos. Se efectuó la revisión oportuna. Los tres coches cumplían los requisitos establecidos. Se dispuso la salida en la puerta del tanatorio. Era indispensable que los familiares de los muertos no supieran nada. Se extrañaron de la coincidencia de los tres finados en el mismo sitio y a la misma hora. La meta se fijó en la puerta de la iglesia. Se podía cortar con una sierra de trepanar la emoción del momento. Rugían los motores. Los duelos respiraban el anhídrido carbónico con sorpresa y desagrado. El responsable del tanatorio, una vez cargadas las cajas y las coronas, dio la salida. La gente corría detrás de los coches. Nunca se había visto nada igual. Los familiares más cercanos se afanaban con la lengua fuera por perseguir el féretro. Otros cejaron en el empeño a las primeras de cambio. Una de las viudas ni siquiera hizo ademán de seguir al ataúd, incluso se la vio feliz por el raudo alejamiento del cadáver. En la puerta de la iglesia, el páter, ataviado con las mejores galas, esperaba con el botafumeiro al primer clasificado. Fue él quien determinó el vencedor de la carrera, rociando de agua bendita el paso del primer coche. No se podría haber encontrado mejor juez.  El señalado por Dios eligió al primer vencedor de la competición de coches fúnebres.
El chófer triunfador lloraba de emoción, besaba las manos del párroco y agradecía al Creador ser tan afortunado. Hasta el ataúd que llevaba en el maletero parecía removerse de alegría por el triunfo conseguido. Le colgaron una corona de crisantemos alrededor del cuello y lloró con la emoción de un recién nacido. El páter emocionado, y excitado por la juventud lampiña del piloto, lo besó con golosina en ambas mejillas.  

martes, 26 de julio de 2016

"Antonio Machado, la espina de una pasión" por Rafael Narbona


¿Se puede añadir una nueva página al caudaloso río de interpretaciones, comentarios y análisis que ha inspirado la obra de Antonio Machado? Quizás no. Por eso, sólo escribiré un apunte, sin otro criterio que reflejar mi experiencia personal como lector. Me limitaré a los poemas de Soledades aparecidos en 1903, sin explorar los textos añadidos hasta completar la versión de 1907, titulada Soledades. Galerías. Otros poemas. He envejecido leyendo a Antonio Machado y sería una temeridad pensar que con la edad he avanzado hacia una comprensión más atinada y profunda. El joven que leía bajo la sombra de un álamo blanco del Parque del Oeste se ha desvanecido con el tiempo y en su lugar ha aparecido un crítico literario de mediana edad que pasea por la estepa castellana, sobrecogido por un paisaje con la belleza de lo elemental, humilde y sencillo. Podría rescatar algún ensayo sobre Antonio Machado, pero prefiero adentrarme en sus primeros poemas con una mirada ferozmente subjetiva, dialogando con el autor. No se escribe para la historia, sino para apropiarse de la realidad y sentir cada árbol –o cada verso- como algo cercano, elocuente y humano. La aventura de leer siempre representa el encuentro de dos sensibilidades. No es un contacto fugaz, sino una vivencia que transfigura el texto. Los libros fluyen como el río de Heráclito. Nadie se baña dos veces en sus palabras. Antonio Machado era consciente de ese fenómeno y no se conformó con arrojar metáforas e intuiciones a la corriente. Su intención era convertir el poema en duración, eco, huella, vibración. Ser hombre significa ver volver, sí, pero también contemplar el mundo con la perspectiva de un aciago demiurgo que soporta el devenir, garantizando la pervivencia de las cosas, aunque sólo sea como lejana rememoración.
Antonio Machado goza de la consideración de escritor nacional y ciudadano ejemplar, pero esos laureles desdibujan su fecunda síntesis del nihilismo y fe utópica. No hablo de utopías políticas, sino de un estado del alma que sólo es posible en un horizonte de perfección estética, con hojas otoñales, rosales, ramas de eucalipto y encinas negras. El paraíso no es una hipotética eternidad, sino: “¡Alegría infantil en los rincones / de las ciudades muertas!… / ¡Y algo de nuestro ayer, que todavía / vemos vagar por estas calles viejas!” (“El viajero, III”). La poesía celebra la vida y preserva el ayer, quizás como un débil latido, pero ese sonido es la imagen de nuestra esperanza. Conviene recordar que el joven Antonio Machado es un poeta simbolista y advierte en la sinestesia la clave oculta del cosmos. El sonido puede transfundirse en materia y la imagen en sonido. El ser acontece como analogía. La palabra poética no puede derrotar a la muerte, pero se incorpora a los signos en rotación que tejen la trama de lo real. El nihilismo de Machado se manifiesta en una dolorosa melancolía. La vida se parece a una canción infantil: “un algo que pasa / y que nunca llega; la historia confusa / y clara la pena” (“Recuerdo infantil”, VIII). Sin embargo, el paisaje es espíritu que vivifica y renueva: “El Duero corre, terso y mudo, mansamente. / El campo parece, más que joven, adolescente. / […] Belleza del campo apenas florido, / y mística primavera!”. Esta vez no es el fatal río de Jorge Manrique, que también circula por las páginas de Machado, sino una fuerza que prodiga vida y florece como una epifanía. El paisaje es inseparable de una tradición cultural, pero la conciencia nacional, de raigambre romántica y liberal, aflora con versos depurados, sin afectación política o retórica: “¡Chopos del camino blanco, álamos de la ribera, / espuma de la montaña / ante la azul lejanía, / sol del día, claro día! / ¡Hermosa tierra de España!” (“Orillas del Duero” IX).
Para Machado, la poesía no es una emoción recreada desde la serenidad, sino creación, génesis: “Yo voy soñando caminos / de la tarde. / ¡Las colinas / doradas, los verdes pinos, / las polvorientas encinas!…”. / ¿Adónde el camino irá?”. El poeta no inventa el mundo, pero el mundo se ordena y revela gracias a sus palabras. Eso sí, las palabras desconocen la finalidad de la vida, si es que existe. Machado busca un sentido al mundo, pero no lo encuentra. Se dirige a Dios y no obtiene respuesta. Invoca el amor y sólo cosecha dolor: “En el corazón tenía / la espina de una pasión; / logré arrancármela un día: / ya no siento el corazón”. El dolor nos hace daño, pero nos recuerda que estamos vivos. No debemos rehuir sus zarpazos: “Aguda espina dorada, / quién te pudiera sentir / en el corazón clavada” (“Orillas del Duero”, XI). Machado se mantiene fiel a su pesimismo existencial: “Bajo los ojos del puente pasa el agua sombría. / (Yo pensaba: ¡el alma mía!”)” (“Orillas del Duero”, XIII). El Amor es una llama que devora a los amantes, la Muerte es un soplo que reduce todo a barro y ceniza, la Angustia se pasea por las calles en sombra, la Belleza se muestra esquiva, amarga, hermética, el Mañana sólo es una promesa de hastío, la Melancolía crece en el alma como el musgo, invadiendo y enmoheciendo hasta la última estancia. Sin embargo, una “linda doncellita” llena su cántaro con agua transparente. La vida está hecha de “sed y dolor”, pero unos ojos despiertos alivian cualquier penar, paseándose por una huerta, regocijándose con la rutina de una “noria soñolienta” o expandiéndose con una tarde de julio animada por “la sempiterna tijera de la cigarra cantora”.
Antonio Machado esboza un primer autorretrato: “Y otra noche / sintió la mala tristeza / que enturbia la pura llama, / y el corazón que bosteza, / y el histrión que declama” (“El poeta”, XVIII). El destino del poeta no es la felicidad, sino arder en las cosas, como un cohete que incendia el cielo antes de apagarse y perderse en el olvido. No obstante, su vuelo apunta hacia la única utopía posible: “La tierra de un sueño no encontrada”.

Para escribir esta nota, he manejado la primera edición de las obras completas de Manuel y Antonio Machado. Apareció en Madrid en 1947. Se lanzaron 3.000 ejemplares numerados a mano. Desgraciadamente, mi ejemplar omite la numeración. El papel fue fabricado expresamente por Papeleras Reunidas, S. A., de Alcoy. Lo ornamentó Fernando Marco y lo encuadernó Carrascosa en piel roja, con un cartón flexible y una guía de cortesía. Una hermosa edición es una utopía posible. Quizás no para Antonio Machado, que maltrataba los libros a conciencia, pero sí para sus lectores, que rastrean en sus poemas “historias viejas de melancolía”.

Correrías de un pene (basada en hechos reales)


El profesor de guardia llega a clase flojo, sin ánimo, con la dejación de la última hora. El alumnado de 1º de ESO se cobrará con facilidad su pieza. Nada más verlo entrar, con el paso perdido, la vista difusa y la blandura en la voz, los muchachos se frotan las manos por debajo de la mesa. A esa hora tendrían clase de Biología en inglés. La profesora titular los vigila, les pregunta, les hace participar, los mantiene en una constante atención que no les permite recrearse en menudencias. Carotenuto (vamos a llamarlo así), un muchacho que parece sacado de una película italiana de los 80: pequeño, con gafotas y regordete, maquina nuevas experiencias en el aula. Es un innovador, un emprendedor de la gamberrada clásica. Es el primero en percibir la desidia del profesor de guardia y el abanico de posibilidades que les promete.
En el aula de Biología hay un muñeco que se puede desmontar hasta en sus partes más íntimas y, por supuesto, consta de pulmones, corazón, hígado y también pene. Carotenuto, sumido en la efervescencia de su mente sin barreras, detiene la mirada en el pene del muñeco. Lo tiene al alcance de la mano. Solo hay que desmontar la pelvis y los testículos y el pene será suyo. Se lo comenta a su compañero Vitali (otro nombre ficticio), un muchacho con cara de buena gente, pero con la mente tan abierta como Carotenuto. Están unidos no solo por su telepatía, sino porque han atado las patas de sus mesas en el primer descuido del profesor. Cuando se conjuntan ambas inteligencias, la innovación está asegurada. En la modorra del profesor de guardia, Carotenuto desmonta el aparato reproductor y se hace con el pene de plástico duro. Lo introduce en la mochila de Vitali, que siempre está abierta en previsión de circunstancias como aquella. Termina la clase. La tensión que vivirían a la salida si estuviera la profesora titular sería intensa, de las que gustan cuando uno es un habitual de la gamberrada. Pero el de guardia bosteza. Ni siquiera sirve para generar la emoción de la vigilancia. A pesar de su desinterés, los chicos, al sacar el pene de la mochila, gritan eufóricos imaginando la cantidad de satisfacciones que les proporcionará el artilugio. Es una copia perfecta y además se abre por la mitad. En su interior los vasos cavernosos ofrecen el aspecto de un chupachups de fresa y nata. Se lo enseñan a las chicas de clase y amenazan con pasárselo por sus partes más íntimas. Ellas ríen con nerviosismo ante el asedio del pene de plástico. Lo rebozan con silicona; lo exponen en la clase de Religión, sobre la pizarra, como un icono al que adorar; le fabrican una banda de honor y un birrete y lo someten a una ceremonia de graduación...Toda la clase celebra las hazañas del nuevo compañero, convertido en el nuevo ídolo de las masas de 1º de ESO. En lo más alto de su popularidad, la profesora de Biología se da cuenta de su desaparición. Llama a Vitali al despacho, después de una breve investigación:
-Yo sí lo vi una vez, pero no sé dónde está.
No hace falta presionar demasiado. Vitali, en el fondo, está deseando contar las hazañas del pene articulado. Eso sí, sin culparse de lleno. Llaman a Carotenuto al despacho. Está presente su madre.
-No sé. Yo lo encontré en mi mochila. No sé quién lo puso ahí.
-O sea, ¡que lo cogiste tú!
-No, mama, yo lo encontré ahí. Pero no sé dónde para. La última vez que lo vi tenía la punta llena de silicona.
-¡Nene!
La madre llama al cabo de dos horas. El pene ha aparecido (¡oh, sorpresa!) en el estuche de su hijo.
Y ahora vienen las preguntas sesudas: ¿Es a esto a lo que llaman aprendizaje por proyectos?, y lo más importante, ¿serían capaces los alumnos finlandeses de graduar a un pene de plástico?

lunes, 25 de julio de 2016

Presentación de "Te negarán la luz" en San Clemente (con Javier Castellanos y "Juanan y su pandero").

No se oye del todo bien, pero es un documento impagable, sobre todo por el sonido del pandero y la voz de Juanan interpretando coplas eróticas del Renacimiento. El escenario no podía ser más propicio: el Teatro Viejo de San Clemente, una antigua capilla restaurada para fines menos sagrados.


sábado, 23 de julio de 2016

Avignon poblado por dublineses: el paraíso en la tierra


Avignon fue durante años la ciudad de los papas. La sustituta de Roma, nada más y nada menos. Y estos de la mitra no dan puntada sin hilo. La estrategia está muy bien diseñada: prometen el paraíso en el cielo a quienes les construyan a ellos el paraíso en la tierra. No hay más que ver el Palacio de los Papas de Avignon, de la Edad Media. Los lujos del edificio revelan que allí se podía gozar del paraíso en la tierra. Fuera, la miseria, las guerras, el hambre y otras menudencias que servían para labrarse una vida de sacrificios con galardón después de la muerte.
Junto a la escalinata del Palacio de los Papas un humorista convoca al público y nos hace reír como nunca quisieran los hombres de la Iglesia que lo hiciéramos. También la Comedia del Arte provoca las risas del público en la plaza del papado. Una conjura espontánea contra el poder eclesiástico. ¡El papa ha muerto! ¡Viva la risa!
Detrás de este paraíso en la tierra, asistimos a una función de cabaret burlesco. ¿Qué puede haber más placentero, más hereje y más rompedor que celebrar la vida con sexo y cancán, justo detrás del palacio de esos grandes maestros de la hipocresía? Pocas cosas. El cabaret rememora la antigua afición francesa del libertinaje: con sus plumas, sus tetas con estrella, sus chicas con celulitis y su locaza. Todo frescura y buen humor: pon un espectáculo antipapas en tu vida.
Es el Avignon del siglo XXI, la efervescencia del teatro por todos los rincones: las fachadas, las vallas, los muros, todo está tapizado con carteles de los innumerables espectáculos que se celebran durante el mes de julio: pon una ciudad antipapas en tu vida. Nos cruzamos con el conejo de Alicia, con un cardenal con pene de plástico, con una dentadura mal pegada, con unas monjas de cartón piedra, con cantantes de ópera, con danzantes de hip-hop, con gheisas con pompones, con gorilas, con osos, con señoras del siglo XVIII, con Jango Edwards, con obreros interpretando a Beethoven soplando tuberías, con una fauna variopinta, juguetona, farandulesca, con la vida en su máxima expresión. Y eso que las camareras de los restaurantes parecen actrices francesas y las actrices francesas parecen actrices francesas.
Antes de entrar al teatro, escuchamos a Satie interpretado en unas cacerolas metálicas y a Edith Piaf en un acordeón. Por las calles nos abordan los cómicos. No se habla de Cristiano, ni de Messi. Un hombre mayor nos pregunta: "¿Vous aimez a Beckett?", y nos ofrece la propaganda de su espectáculo. Por la mañana, Shakespeare; por la tarde, Ionesco; por la noche, cabaret; al mediodía, los payasos... Programa extenuante. Otro antídoto contra el papado.
Avignon en julio es el paraíso, bien lo sabían esos zorros del Vaticano. Si lo llenaran de dublineses, yo me vendría a vivir aquí. Me instalaría en el barrio de los Tintoreros, pediría limosna en la puerta de las iglesias y me la gastaría en entradas de teatro, danza, música, payasos, cabareteras... En el barrio de los Tintoreros compraría bocadillos, cerveza, arte, música, vino del Ródano, libros, cerveza, vino de la Provenza y me sentaría en el pretil de la acequia para ver pasar la vida, para oírla correr, como al agua que mueve la aceña restaurada con fondos municipales. El barrio de los Tintoreros no lo tenían controlado los papas y ahora huele a marihuana y a absenta de garrafa. Lo dejaron crecer sin saber en lo que se iba a convertir: un nido de artistas, de cómicos, de tabernas, de funambulistas, de gente de buen vivir. Los antiguos patios se han convertido en escenarios y las casas abandonadas y los sótanos y los colegios, hasta los teatros y las capillas han sido invadidas por los cómicos. ¡Si los papas levantaran la cabeza! En el patio de los palacios papales se celebran espectáculos con chicas a medio vestir -bueno, esto tampoco es tan novedoso.
La vida, la transgresión, el furor del arte resoplando por todos los orificios. Las cabareteras decadentes, los raperos, los cómicos modernos -perdonad que no los cite-, Molière, Shakespeare, Ionesco, Becket..., han sustituido a la curia papal. El colorido es casi el mismo, aunque ahora el lujo exterior es de bisutería, cartón piedra y tejidos baratos; sin embargo, el paraíso en la tierra que solo la curia papal poseía, ahora está en las calles y en los patios, no solo en los palacios.
Desde la otra orilla del Ródano, una vista espectacular de las murallas que circundan la ciudad, aquellas que los papas mandaron construir para que no fueran usurpados sus tesoros, hoy sirven para que nos los llevemos a manos llenas.
¿Y de Petrarca qué? Ninguna noticia. Si hubiera sido irlandés, los bares tendrían su nombre e incluso muchos de sus vinos se llamarían así, aunque nadie hubiera leído el Canzonière.
Teníamos previsto permanecer aquí solo un día, ya van cuatro. Avignon poblado por dublineses: el paraíso en la tierra.

jueves, 21 de julio de 2016

"Herman Melville" por Lewis Mumford


Cuando Herman Melville murió en 1891, el periódico literario del día, "The Critic", no sabía ni siquiera quién era. Los editores enfrentaron la situación copiando un párrafo sobre él de un compendio de Literatura Americana; y en las semanas siguientes reimprimieron varios comentarios sobre Melville y su trabajo, que se escribieron en las columnas de correo de lectores de los diarios de Nueva York.
Una vieja generación recordaba que Herman Melville, alguna vez, había sido famoso. Que había tenido aventuras en los Mares del Sur en un ballenero; que había vivido entre caníbales; y que en Typpe y Omoo no había hecho más que escribir, de una manera romántica y desordenada, sobre su experiencia. En estos trabajos se había fundado la fama del señor Melville: fue una lástima que no hubiera seguido esa línea; que sus últimos libros, libros oscuros, libros asfixiantes— perdieran el interés de un público que le gusta tomar sus placeres metódicamente. Para los críticos de la obra Melville, tanto su fama como su posterior ausencia de reconocimiento fueron merecidas. En Moby Dick, como señaló la crítica, Melville se había vuelto oscuro: y este fracaso literario lo condenó a la oscuridad personal.
El escritor acerca del cual todas estas sensatas banalidades fueron escritas, comparte con Walt Whitman, así lo creo, la distinción de haber sido el más grande “escritor imaginativo” que América haya producido: su épica, Moby Dick, es uno de los monumentos poéticos supremos del idioma inglés: y en la profundidad de experiencia y conocimiento religioso no hay nadie en el siglo XIX, con excepción de Dostoyevsky, que pueda alcanzar un sitio junto a él.  Para sus contemporáneos, la grandeza de Melville fue un enigma: lo valoraban por esas pequeñas virtudes que por estar cercanas a su modo de ser les resultaban familiares.
No tenían lugar —desde su propia materia y nivel, con los pies en su confidente suelo de ciencia, y sus numerosos y extraños útiles inventos—, para la incomparable luz de la imaginación de Melville, para sus oblicuas revelaciones, para su hábito de cuestionar los fundamentos sobre los cuales se erigió su la vasta superestructura de sus comodidades y complacencias. «Lo que queremos, señor, son hechos»— decían, y aunque Melville les dio hechos, aún les molestaba su visión porque que congelaba los hechos en un estado que desafiaba su fácil comprensión. Cuando acusaron a Melville de oscuro, tal vez no se dieron cuenta que un modo de ver no solo requiere un objeto que se puede ver, sino también de un ojo que sea capaz de hacerlo; con todas sus dudas acerca de Melville, nunca se les ocurrió que la visión defectuosa pudiera ser la de ellos.
En gran medida, la vida y el trabajo de Melville eran uno. Una biografía de Melville implica crítica; y ninguna crítica final o determinante de su trabajo es posible si no conduce a una comprensión de su experiencia personal. Los elementos exóticos de la experiencia de Melville fueron, por lo general, muy deformados; se exageró por completo su fatal alejamiento de la escena contemporánea; las incidentales rocas y los rápidos remolinos, desviaron la atención de los críticos del flujo de la corriente en sí. Es en la fuerza y la energía de Herman Melville en el plano espiritual de lo que me voy a ocupar principalmente. Él permanece vivo, para nosotros, no porque haya pintado los arcos iris de los Mares del Sur, o rectificado los abusos de la autoridad de la marina de los Estados Unidos: él vive porque se enfrentó a los grandes dilemas de la vida espiritual del hombre, y en la búsqueda de resolverlos, logró llegar hasta el fondo. Él dejó los vestidos y las alfombras de la convención, para enfrentarse a la desnudez de la vida, la muerte, la energía, el amor, la eternidad: se apartó de los acogedores salones victorianos y se acercó a la negra noche, tenuemente iluminada con las luces de las antiguas estrellas. De haber sido un romántico hubiera vivido una vida feliz, untando su pan con débiles sueños, tragando su remordimiento en el consuelo del puerto: aquel que anhela escapar de los elementales aguijones de la existencia solo necesita agarrar las manos extendidas de sus contemporáneos, aceptar las metas artificiales que se llaman éxito en los negocios o en el periodismo, y reducir mediante un acolchado aparato físico la fría realidad del universo mismo.

Pero Melville era un realista, en el sentido en el que los grandes maestros religiosos son realistas. Vio que la materia de la crin de un caballo no hacía al universo más benévolo, y que el olvido de la bebida no hacía que las cosas que se olvidaban fueran más agradables. Sus perplejidades, sus desafíos, sus tormentos, sus preguntas, incluso sus fracasos, tuvieron un significado para nosotros: si renunciamos al mundo, como lo hizo Buda, afirmamos una trascendencia futura; o como hizo Cristo, o Whitman, que abrazó la idea de una amalgama entre el bien y el mal; nuestra elección no podrá estar iluminada hasta que no enfrentemos con coraje y valentía, la arenosa e inamisible senda que Melville exploró. Melville, como Buda, dejó detrás de sí una carrera feliz y exitosa, y se sumergió en esas negras y frías profundidades, las profundidades de un océano sin sol, la oscuridad del espacio interestelar; y aunque demostró que la vida no podía ser vivida en semejantes condiciones, trajo de vuelta los pequeños triunfos de los tiempos en los que solo reinaba un elemento, el sentido trágico de la vida: el sentido de que la aspiración más alta de los hombres se sustenta en el triunfo de una guerra, y tal vez, de un abismo inconquistable. En el cénit de la visión de Melville, un hombre se afirma como en el estribo de un glaciar: la naturaleza no ofrece refugio, y la humanidad no lo protege, está solo. ¿Va a vivir o va a morir? Nadie lo puede saber. Pero si regresa a los cálidos valles y a los pueblos hospitalarios será otro hombre; y una parte de él, una parte preciosa, se quedará para siempre sola, inexpugnable.