Casi 40 universidades de todo el mundo concedieron a Umberto Eco
el doctorado honoris causa. Eso no honró a Umberto Eco, sino a todas esas
doctas casas que, coincidentes en el legítimo afán de buscar
referentes/asideros para afrontar la tormenta de un tiempo nuevo e incierto,
dieron con este inmortal disfrazado de hombre, con este humanista travestido en
duda metódica: desde Santo Tomás de Aquino hasta la Wikipedia y desde Kant
hasta el grito de auxilio en defensa del libro de papel, pasando por los
comics, el Medievo, la semiótica, la leyenda, el arte, la novela, la política y
las masas —y por ende, el superhombre de masas, objeto de su bisturí
incansable— la impronta de este verdadero caballero andante de la cultura en el
más amplio espectro del concepto quedará grabada en la historia de lo escrito y
lo dicho. Pocos como él, pocos como Umberto Eco en el devenir del tiempo que va
desde Altamira y Lascaux hasta el troll cibernético-megalítico de los 40
caracteres. Con los dedos de una mano hay que contar fiscales de la estulticia
y la ignorancia tan solventes como él, tan trabajadores, tan insistentes en la
preocupación por la estupidez y la patraña. Solo tenemos que releer El nombre de la rosa (1980), uno de los
debuts literarios más conmovedores de la historia por su aparente costra de
novela negra y su irremediable condición de tratado filosófico (más que
pertinentemente trasladada al cine por Jean-Jacques Annaud y un Sean Connery
que, más que Guillermo de Baskerville, parece Umberto Eco, para caer en la
cuenta de ese empeño). Cuidado: son posibles múltiples lecturas —la narrativa,
la filosófica, la moral, la histórica— , es un libro que acuña un género
fascinante, el thriller medieval, pero también un pasquín revolucionario frente
a los profesionales de la verdad absoluta, lleven en el macuto metralletas,
biblias, coranes o banderas: “Huye, Adso, de los profetas y de los que están
dispuestos a morir por la verdad, porque suelen provocar también la muerte de
muchos otros, a menudo antes que la propia, y a veces en lugar de la propia”. Y
de ahí, seguidito, a las cruzadas de los cruzados de uno u otro signo. “El arte
solo ofrece alternativas a quien no está prisionero de los medios de
comunicación de masas” fue uno de sus gritos de guerra, proferidos desde debajo
de un sombrero negro, desde dentro de un gabán negro, desde lo alto de un
magisterio luminoso. Avisaba a navegantes, ya hace mucho, y no solo a navegantes,
también a los políticos y a los periodistas, gremios que se creen/nos creemos
infinitamente más de lo que son/somos. Solo el advenimiento de zarpazos lúcidos
de pensamiento, de creación literaria o artística, de luz, de autenticidad, nos
salvará contra tanta falacia, pactista o no. Es el mundo en marcha de Umberto
Eco, tejido en libros y tratados, en artículos y conferencias, incrustado por
igual en la confesa nostalgia personal de Gutenberg y el reconocimiento de
Internet como herramienta a domesticar… y aprovechar. Desde la Historia de las tierras y los lugares
legendarios (una de sus últimas obras traducidas al español), Eco nos habla
de dragones e islas ignotas, del Santo Grial y del país de Jauja, pero sin
olvidar nunca a Fray Bartolomé de las Casas y Montaigne. Los incunables y los
beatos medievales que husmeaba y perseguía como un niño en ferias del libro
antiguo por todo el mundo, los tebeos y el cine, la contemplación y el
hedonismo… Aristóteles sí, Will Eisner también, los papiros, el eterno papel
defendido a ultranza junto a su amigo Jean-Claude Carrière (imprescindible la
lectura de Nadie acabará con los libros, 2010), la comida y la bebida, los
amigos, los viajes. Todo contaba. Umberto Eco, a diferencia de tanto solemne
con carnet, nunca tuvo problema — pero para eso hay que albergar un ingente
bagaje humanista e infinitas dosis de humildad— para unir en el mismo puzle
irresuelto aquello de la alta y la baja cultura. Él era un aristócrata de las
dos. Y a la vez, un proletario de las dos.
Secciones
Degollación de la rosa
(599)
Artículos
(440)
Crónicas desde la "indocencia"
(152)
Literatura Universal
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Bachillerato
(128)
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(75)
Libros
(63)
El Gambitero
(32)
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(27)
Torrente maldito
(27)
Te negarán la luz
(22)
Bilis
(19)
Fotomatón
(19)
La muerte en bermudas
(18)
Las mil y una noches
(15)
Sintaxis
(13)
El teatro
(10)
XXI
(6)
Reliquias paganas
(3)
Farsa y salvas del Rey Campechano
(2)
Caballero Reynaldo
(1)
sábado, 20 de febrero de 2016
"Umberto Eco, eterno y lúcido zarpazo" por Borja Hermoso
viernes, 19 de febrero de 2016
Europa y Lady Macbeth
Lady Macbeth pide un deseo para someterse a la crueldad y vencer al remordimiento: "¡Venid hasta mis pechos de mujer y transformad mi leche en hiel, espíritus de muerte que estáis por todas partes -esencias invisibles- al acecho para que Naturaleza se destruya!" Lady Macbeth concita a los espíritus de la muerte, a esas esencias invisibles que están siempre cerca de los gobernantes y los poderosos. Lady Macbeth los invoca y acuden para que su marido cometa un crimen horrible.
Nosotros, los europeos, ya no tenemos que llamar a esas fuerzas terribles porque están siempre asomadas a las ventanas de nuestras pantallas, gobiernan nuestros países y rigen nuestros destinos. Porque nuestros pechos hace tiempo que se llenaron de hiel. De otra manera no se puede entender lo que está ocurriendo con los refugiados en Lesbos o en cualquiera de las costas griegas regadas de muertos con la connivencia de la gran Europa. Europa no es Lady Macbeth, Europa es esa esencia invisible a la que ella invocaba, ese espíritu de la muerte que deja morir sin piedad a todos aquellos que no son de su estirpe. Europa es una cloaca de lujos donde nos pudrimos de soberbia, crueldad e hipocresía. Hace tiempo que nos arrancaron el sexo. Nos desayunamos la muerte y el sufrimiento, los envolvemos en rebozados de tres estrellas Michelín y los engullimos con deleite, cerrando los ojos, paladeando el exquisito sabor de la sangre y lamiendo los cuerpos hinchados. Hace tiempo que un manto de tinieblas ha impedido que el cielo grite, "¡basta, basta!". Si Lady Macbeth levantara la cabeza se horrorizaría de pertenecer a una comunidad como esta.
martes, 16 de febrero de 2016
viernes, 12 de febrero de 2016
"Escrituras al pie del abismo: literatura y periodismo durante la Gran Guerra" por Luis Pousa
Antes de
Joyce, Kafka y Proust
El 2 de agosto de 1914 Franz Kafka anotaba
en sus deslumbrantes diarios:
Alemania ha
declarado la guerra a Rusia. Tarde, escuela de natación.
Escribía Kafka, claro, en un mundo sin Franz
Kafka. En un mundo sin James Joyce. En un mundo sin Marcel Proust. Los
tres autores que exploraron abismos hasta entonces desconocidos y que pusieron
patas arriba la literatura del siglo XX (y, tal vez, la literatura desde sus
orígenes mismos) todavía no habían emergido.
Kafka, como se sabe, no fue Kafka hasta junio
de 1924. Después de muerto. El estallido de la Gran Guerra llegó mientras el
joven autor estaba escribiendo El proceso y En la colonia
penitenciaria. Apenas tenía obra publicada (solo el volumen Meditaciones),
pero entre 1913 y 1919, aquejado ya de los primeros síntomas de la
tuberculosis, escribió nada menos que La transformación, La condena y Un
médico rural. Casi nada.
James Joyce publicaba ese mismo año 14, en el
que todo amenazaba con derrumbarse entre las tinieblas, una prodigiosa
colección de relatos titulada Dublineses. No llegaría hasta 1916, todavía
en plena guerra, Retrato del artista adolescente, y mientras Europa se
desangraba en los campos de batalla, Joyce acometía la tarea épica de dar forma
a su inabarcable Ulises.
Proust tampoco era Proust en agosto de 1914.
Había iniciado en 1907 la formidable aventura de escribir (y publicar) En
busca del tiempo perdido, interrumpida a su muerte en 1922. El primer volumen
de esta formidable novela, Por el camino de Swann, apareció en 1913 y la
Gran Guerra provocó un intermedio forzoso en la edición de la obra maestra de
Proust hasta 1919, cuando se publicó A la sombra de las muchachas en flor,
que obtuvo un éxito fulminante a raíz de la concesión del premio Goncourt.
En las trincheras estaba naciendo, a sangre y
fuego, una nueva Europa y en la trastienda del conflicto Franz Kakfa, James
Joyce y Marcel Proust reinventaban la literatura moderna. Paradojas del homo
sapiens.
Muy lejos de estas coordenadas estéticas
navegaba felizmente Gilbert Keith Chesterton, que al arrancar la Gran
Guerra ya había publicado dos entregas de la saga detectivesca del padre Brown
y títulos como El Napoleón de Notting Hill o El hombre que fue
jueves (una pesadilla). Brillante polemista, Chesterton había criticado muy
duramente la guerra de los boers, pero fue un firme defensor de la
participación de Inglaterra en la Primera Guerra Mundial, sobre la que señaló
tajante en su Autobiografía:
Los hombres
cuyos nombres están escritos en el monumento a los caídos de Beaconsfield
murieron para evitar que Beaconsfield fuera eclipsado inmediatamente por
Berlín, que todas sus reformas siguieran el modelo de Berlín y que todos sus
productos fueran utilizados para los propósitos internacionales de Berlín, a
pesar de que el rey de Prusia no se proclamara explícitamente soberano del rey
de Inglaterra. Murieron para evitarlo y lo evitaron. A pesar de los que
insisten en que murieron en vano, y además disfrutan con la idea.
Ortega entra
en escena
En 1914 aparecía en el sello de la Residencia
de Estudiantes de Madrid uno de esos libros cruciales, destinados a priori a
cambiar el curso de la historia de una cultura, pero que luego, en un país poco
dado a adentrarse en la profundidad de sus grandes voces, no tuvo el alcance ni
la repercusión que merecía el contenido de sus páginas. El ensayo, titulado Meditaciones
del Quijote, lo firmaba el profesor de Metafísica José Ortega y Gasset.
Siguiendo las huellas del texto más extraordinario de la literatura española,
Ortega sentaba algunas líneas maestras de su posterior teoría de la razón
vital. Ese mismo año nacía en Madrid Julián Marías, y ya en 1950 el gran
discípulo de Ortega se lamentaba de que este libro singular no había sido leído
en serio «por más allá de media docena de personas». En esas seguimos.
Un volcán
llamado doña Emilia
En 1914 la Pardo Bazán ya era doña Emilia.
Había publicado sus grandes obras (La piedra angular, La tribuna yLos
pazos de Ulloa) y estaba en la cima de su carrera. El 5 de diciembre de 1916
acudía a la Residencia de Estudiantes para impartir una conferencia titulada Porvenir
de la literatura española después de la guerra, en la que expresaba sus temores
sobre la perturbación que la contienda podría suponer para la futura narrativa:
Temo también
si he de decir la verdad, al cambio inminente. El sacudimiento es tan violento,
los sucesos tan decisivos, el trastorno tan completo, venza quien venza, que la
más probable de las hipótesis es la de su influencia arrolladora en las letras
y en el arte, al menos mientras vivan los que presenciaron y padecieron la
tragedia. Temo una literatura excesivamente impregnada de elementos sociales,
políticos, morales y patrióticos. He dicho que la temo, aunque de ella resulte
quizá un bien general, esto no lo discuto. Como artista, antepongo a la
utilidad la belleza. Reconozco todos los peligros de aquel individualismo
romántico que emancipó la personalidad, que reclamó para el artista y el
escritor la libertad de afirmarse contra todo y contra todos; reconozco
igualmente la exaltación ilimitada de tal principio en el segundo romanticismo
neoidealista, pero también reconozco que son bellos y que en tales evoluciones
hubo un germen vital. No fue época muerta. Y el arte es vida intensa,
hirviente, libre. Y después de la guerra, ese germen y su florecimiento
individualista han de ser reprimidos y hasta condenados. ¿No notáis ya cómo
todo se opone a la expansión individualista? ¿No oís las máximas, no observáis
cómo cuajan los programas futuros? Escuchad lo que se repite: organización,
organización, disciplina, disciplina. Formémonos, alineémonos, no consintamos
que se salga de filas nadie. Bien sé yo que en España se corre poco riesgo de
adoptar semejante dogma; nadie es menos reductible a organizaciones compactas y
bien trabadas que el español. Sin embargo, o un fenómeno constante habrá de
desmentirse ahora, o cuando toda Europa esté empantanada en la literatura útil,
nosotros también seguiremos el movimiento. Y se dará el espectáculo curioso de
un pueblo muy anárquico en la vida y muy disciplinado en el arte. Más valiera
que fuese al revés.
Valle-Inclán
se va al frente
Valle-Inclán no se limitaba entonces a
sus poemas, a su kif, a su prosa infinita. No fue un espectador pasivo de «la
más alta ocasión que vieron los siglos». El 21 de enero de 1916 llegaba a París
con el objetivo de pisar las trincheras y ejercer de corresponsal de guerra de El
Imparcial, de Madrid, y de La Nación, de Buenos Aires.
Además de las crónicas para la prensa, de su
intensa experiencia en el frente occidental —que incluyó un periplo en avión
militar sobre cuya veracidad los expertos no acaban de ponerse de acuerdo— emergieron
dos libros de extremada fiereza literaria y vital: La media noche y
su prolongación, En la luz del día, donde retrata muy a su manera la
peripecia bélica. Así avanzaba el propio autor su objetivo:
La guerra no
se puede ver como unas cuantas granadas que caen aquí o allá, ni como unos
cuantos muertos y heridos que se cuentan luego en las estadísticas; hay que
verla desde una estrella, amigo mío, fuera del tiempo, fuera del tiempo y del
espacio.
Y así arrancaba, a fin de cuentas, La
media noche:
Son las doce
de la noche. La luna navega por cielos de claras estrellas, por cielos azules,
por cielos nebulosos. Desde los bosques montañeros de la región alsaciana,
hasta la costa brava del mar norteño, se acechan los dos ejércitos agazapados
en los fosos de su atrincheramiento, donde hiede a muerto como en la jaula de
las hienas. El francés, hijo de la loba latina, y el bárbaro germano, espurio
de toda tradición, están otra vez en guerra. Doscientas leguas alcanza la línea
de sus defensas desde los cantiles del mar hasta los montes que dominan la
verde plana del Rhin. Son cientos de miles, y solamente los ojos de las
estrellas pueden verlos combatir al mismo tiempo, en los dos cabos de esta
línea tan larga, a toda hora llena del relampagueo de la pólvora y con el
trueno del cañón rodante por su cielo.
Valle, empotrado con el ejército francés en
el frente, no escondía su predilección por el bando aliado y arremetió sin
piedad contra alemanes y germanófilos.
Así describe, en La media noche, el
ambiente entre las tropas galas:
Los
oficiales se encorvan consultando las grandes cartas geográficas. Cuando alguna
vez nombran a los alemanes lo hacen sin odio ni jactancia […] De tarde en tarde
aparece en la puerta un oficial que saluda cuadrándose: viene de la oscuridad,
del barro, de la lluvia, y trae un pliego. El general le estrecha la mano y le
ofrece una taza de café caliente. Después, le ruega que hable, con esa noble
cortesía que es la tradición de las armas francesas.
En cambio, reflejaba de esta guisa la
atmósfera en las trincheras alemanas:
Las bombas
caen en lluvia sobre las trincheras alemanas. Los soldados, atónitos, huraños a
los jefes, esperan el ataque de la infantería enemiga, sin una idea en la
mente, ajenos a la victoria, ajenos a la esperanza.
[…]
Los jefes
sienten la muda repulsa del soldado. A los que sirven las ametralladoras se les
trinca con ellas para que no puedan desertar, y el látigo de los oficiales, que
recorren la línea de vanguardia, pasa siempre azotando.
Valle transitaba esos días su viaje interior
desde el modernismo al esperpento, que ya afilaba sus zarpas en la prosa del
gigante:
Dicen que es
la guerra… ¡Mentira! Nunca el quemar y el violar ha sido una necesidad de la
guerra. Es la barbarie atávica que se impone… Todavía esos hombres tienen muy
próximo el abuelo de las selvas, y en estos grandes momentos revive en ellos.
Es su verdadera personalidad que la guerra ha determinado y puesto de relieve,
como hace el vino con los borrachos.
Sofía
Casanova, en las trincheras
Un caso excepcional fue el de Sofía Casanova.
Casada con un diplomático polaco, el estallido de las hostilidades la
sorprendió en Varsovia, donde luego trabajó como voluntaria de Cruz Roja y
desde 1915 ejerció de corresponsal de guerra para ABC, diario para el que
también cubrió la Revolución rusa y la invasión nazi de Polonia durante la
Segunda Guerra Mundial.
En diciembre de 1917, Sofía Casanova, un
talento sin equivalentes en el periodismo de su tiempo, entrevistó en San
Petersburgo a León Trotsky, al que interrogó sobre el posible fin de la
contienda:
Nuestra política es la única que puede
hacerse en el presente. El mundo está hambriento de paz y nosotros tenemos la
esperanza de que se haga no la paz aislada de Rusia, sino la general, la de
todos los pueblos combatientes. Ahora mismo acabo de recibir un radiotelegrama
de Czernin de conformidad con nuestra iniciativa de armisticio y de gestiones
pacifistas.
Casanova, tras la charla, dedicó unas
palabras proféticas a los revolucionarios:
Al fanatismo
jerárquico del Imperio sustituye el otro, el de la ergástula en rebeldía. ¿Qué
pueblo podrá ser feliz gobernado por el terrorismo de abajo?
En sus textos de la época, recogidos
parcialmente en De la guerra, destilaba Sofía Casanova una asombrosa
profesionalidad:
Combato las
noticias escritas, discuto los hechos que me comunican, indago, deduzco, doy
ejemplos de la barbarie de todos […] Y me duele la confusión, el recelo, el
dolor de todos y el esfuerzo que hago equilibrándome, buscando el punto de
apoyo de la verdad en la vorágine de nombres, cifras, muertes, martirios,
sangres y llamas.
Católica y pacifista hasta el tuétano,
calificaba la guerra como «un horrendo crimen» que «bestializa a los hombres y
ciega sus almas con un odio colectivo». Amén.
En febrero de 1917 La Voz de Galicia,
donde la periodista colaboraba ocasionalmente, se hacía eco en la portada de la
publicación de De la guerra, que recogía «la serie de admirables crónicas
escritas desde Polonia y Rusia por la notable escritora y distinguida
coterránea nuestra, Sofía Casanova». «Es Sofía Casanova el único español que ha
visto y ha sentido la guerra, y tal vez por eso la describe como nadie»,
subrayaba la nota, publicada bajo un artículo enviado desde Madrid por una
firma clásica del diario en la época, Francisco Camba, hermano pequeño
(pero no menor) del enorme Julio.
Camba, un
periodista de otro mundo
Fue Julio Camba un periodista de otra
galaxia, único en su especie. No tuvo antecesores, ni tiene sucesores. Fue
testigo excepcional (en muchos sentidos de la palabra) de la Gran Guerra. En el
otoño de 1913 fichó por ABC y debutó como corresponsal en un Berlín
donde ya retumbaban los tambores de guerra. En Alemania asistió al estallido de
la contienda y allí permaneció hasta marzo de 1915, cuando su diario lo envió a
Londres. Estuvo otro año en el Reino Unido, aunque, como en Berlín, tendía a
escapar del omnipresente monotema de las batallas y, fiel a su estilo, se
deslizaba por las calles a la caza de esa trastienda de las ciudades que él
buscaba (y encontraba) como nadie. En Berlín contaba anécdotas mínimas de las
terrazas de los cafés y de la semana blanca, y en Londres, en lugar de analizar
la geoestrategia ministerial, se dedicaba a recorrer y describir losnight clubs.
En la primera página de Alemania, ya
incluía una rotunda «advertencia del autor»:
Este libro
fue escrito en los meses inmediatamente anteriores a la primera Gran Guerra.
Así era en aquella época Alemania y así éramos nosotros. Desde entonces, a
nosotros se nos han caído algunos dientes y bastante pelo, y a Alemania no solo
se le cayeron las fábricas, los puentes, los altos hornos y las catedrales,
sino que hasta se le llegaron a caer provincias enteras; pero, en lo
fundamental, quizá ni Alemania ni nosotros estamos tan cambiados o tan
disminuidos como pudiera parecer a primera vista.
Antes de que rematase la Gran Guerra tuvo
tiempo de ejercer de corresponsal en otros dos países. Pasó doce meses en Nueva
York, tiempo que plasmó en las crónicas de Un año en el otro mundo, y al
volver a Madrid en 1917 abandonó el conservador ABC para fichar por
el liberal El Sol, que de inmediato lo despachó rumbo a París para que
asistiese en la capital de Francia a los estertores de la contienda.
Había estado en cuatro escenarios
privilegiados para narrar el conflicto, pero no había contado su particular
visión de la lucha. Solo a toro pasado, en las postrimerías, se zambulló en la
cuestión. Lo podemos leer en La rana viajera (Una nueva batracomiaquia),
donde apuntó:
La guerra ha
terminado en todo el mundo excepto en España. Los alemanes se han rendido, pero
no así los germanófilos, quienes siguen apoyando al káiser y cantando las
victorias de Hindenburg. Los aliados, por nuestra parte, seguimos creyendo que
Inglaterra y Francia representan la libertad, la democracia, el derecho de los
pueblos, etc.
Camba se despachaba a gusto con germanófilos
y teutones, por ejemplo, en el delicioso texto titulado Si los alemanes
hubiesen ganado:
Si los
alemanes hubiesen ganado, en efecto, el problema de las nacionalidades dejaría
de ser un conflicto, porque todos seríamos alemanes. Todos seríamos alemanes, y
hasta es posible que todos fuésemos rubios. Y, siendo alemanes todos los
hombres, no tan solo no habría conflictos internacionales, sino que no habría
tampoco discusiones particulares. Todos tendríamos las mismas ideas.
Y en El libro futuro apostillaba,
como sutil indagador de la realidad humana:
Todo el
mundo sabe que los alemanes no suelen reír los chistes hasta veinticuatro horas
después de haberlos oído, que es cuando «les ven la punta». Dentro de veinte
años le verán también la punta a la guerra europea y romperán a llorar.
Llorarán en verso y llorarán en música. Llorarán todos los violines, todas las
arpas, todas las gaitas, todos los saxofones, todos los contrabajos del
eximperio. Alemania entera llorará, y llorará mucho; pero llorará tarde.
Pero esa ya es otra historia. Esta acaba en
el bosque de Compiègne el 11 de noviembre de 1918. Diez millones de muertos
después, ha concluido la Gran Guerra.
Ese día Kakfa no se asomó a sus diarios. De
hecho, no escribió ni una sola línea durante 1918.
Pero el 4 de agosto de 1917, tres años
después de su tarde en la escuela de natación de Praga, había anotado
premonitoriamente en su cuaderno:
Las
trompetas resonantes de la nada.
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Bachillerato,
Literatura Universal
miércoles, 10 de febrero de 2016
Te negarán la luz: ebanistería literaria
Reviso por última vez la nueva novela que voy a publicar en marzo. Cepillo las superficies sin lustre; desbasto (que no devasto, o sí) los nudos más ásperos; suavizo las aristas, las redondeo; perfilo la filigrana más delicada; barnizo el estilo; vuelvo a cepillar las superficies sin lustre; desbasto los nudos; suavizo las aristas, las redondeo; perfilo la filigrana... y vuelvo a empezar. Mi frustrada pasión de ebanista me lleva a estos menesteres. Es posible que al final quede poca cosa, aunque el serrín siempre se aprovecha para calentarse uno.
domingo, 7 de febrero de 2016
Valle-Inclán recita "Sonata de otoño"
"Una forma de leer" por Antonio Muñoz Molina
A punto de salir de viaje, compruebo que llevo conmigo, entre las
cosas necesarias que no pueden olvidárseme, mi libro de Montaigne. Es el
segundo tomo de la edición de bolsillo de Folio, espléndidamente editada y
anotada por Emmanuel Naya, Delphine Reguig-Naya y Alexandre Tarrête. Está muy
moldeado por el trato con las manos y con los bolsillos de chaquetones y
abrigos, y por las muchas idas y venidas en las que me ha acompañado. Es la
segunda vez que lo leo en el plazo de unos meses. Empecé, uno poco por azar,
una lectura seguida de los Ensayos al cabo de una temporada de inmersión en el
Quijote, y en torno a él en otras obras de Cervantes, biografías y estudios. Ir
de Cervantes a Montaigne fue quizás una deriva natural de lector, la intuición
confirmada de ciertas afinidades, dos almas templadas en tiempos de furibundas
explosiones de fanatismos religiosos, dos viajeros por Italia, dos herederos de
la corta era de apertura mental del humanismo de la primera parte del siglo
XVI. Desde hace muchos años he leído a Montaigne en rachas intermitentes, con
bastante frecuencia y con mucho desorden. Este otoño pasado me puse a leer los
Ensayos completos y en orden por primera vez. Lo que me sucedió vino por
sorpresa. Al principio los compartía con otras lecturas. Las notas a la edición
resuelven muchos arcaísmos y alusiones del vocabulario, pero me hacía falta
tener el diccionario a mano, y había pasajes fatigosos. Pero poco a poco, según
avanzaba, y según la familiaridad aliviaba las dificultades, Montaigne fue ocupándome
más y más tiempo, con una parte de exigencia y otra de recompensa gradualmente
acrecentada. El libro se me imponía como se le impone a uno a veces una
historia que está escribiendo, con una presión imaginativa muy sostenida, y
poco a poco excluyente. En trenes, en aviones, en habitaciones de hotel, en
salas de espera, en andenes de metro, en bancos soleados de parques, Montaigne
estaba conmigo, su soliloquio conversador vagabundo no se interrumpía. Salía
para una excursión en bicicleta y en la mochila llevaba el tomo conmigo,
sustancioso y liviano. Los juglares pedigüeños del metro se me volvían más
importunos porque me estropeaban la concentración de la lectura. Una obra que
creía conocer bien me revelaba hallazgos insospechados, momentos de silencioso
fervor, iluminaciones sobre mí mismo y la gente que conozco y el presente en
que vivo. Dice Montaigne que su libro lo ha hecho a él a lo largo de los años
en la misma medida en que él ha hecho el libro. Algo semejante nos ocurre a sus
lectores perseverantes. Los Ensayos nos van haciendo, se convierten en nuestro
talante y en nuestra mirada. Wallace Stevens habla en un poema de un lector que
se convierte en el libro que lee. Llegué al final del último ensayo, el
capítulo XIII del tercer volumen, ‘De la experiencia’, que es una culminación y
una larga despedida al filo de la muerte. Estaba en mitad de un viaje y me
quedó una sensación de vacío, casi de intemperie. Volví a Madrid y empecé de
nuevo la lectura del primer volumen. El mal se agravó porque justo entonces
encontré una biografía recién aparecida, Montaigne, la splendeur de la liberté,
de Christophe Bardyn. A Montaigne uno tiene la tentación de imaginarlo como un
sabio benigno y apacible, aislado en su torre, retirado de las pasiones y de
los conflictos del mundo, un maestro de una especie de autoayuda de lujo:
Bardyn le devuelve todas sus aristas, sus turbulencias de amante pasional, la
amplitud y el coraje de su activismo político. En cada lectura sucesiva, lo que
yo voy viendo cada vez más es ese lado de vulnerabilidad, de rechazo asqueado
del fanatismo religioso y político y de la crueldad inhumana que los alimenta y
a los que sirve de coartada. No hay una idea por la que los hombres no estén
dispuestos a sacrificar vidas, dice Montaigne, que está viendo con sus propios
ojos la destrucción y las matanzas que dejan tras de sí lo mismo los ejércitos
católicos que los protestantes en las guerras de religión. Bardyn ofrece muchos
datos sustanciosos y algunas hipótesis aventuradas: que Montaigne no era en
realidad hijo de su padre, por ejemplo, y que la conciencia de esa ilegitimidad
acentuó un sentimiento de estar al margen o en una posición insegura que
alimentaría su actitud crítica hacia lo aceptado y lo establecido. El indicio
en el que se basa esta suposición es un pasaje, desde luego sorprendente, en el
que Montaigne asegura que su madre tuvo con él un embarazo de 11 meses. Bardyn
especula: ¿estaba de viaje el padre en las fechas que se correspondían con el
plazo biológico? Embriagado por la mezcla de hechos ciertos y zonas de
misterio, el biógrafo se desvía hacia el territorio verosímil pero improbable
de la novela. En unas cuantas ocasiones Montaigne menciona que algunas mujeres
de familias nobles se han enredado con servidores y caballerizos. ¿No es una
manera de insinuar la infidelidad de su madre? ¿No hubo siempre entre los dos
una frialdad hostil, algo muy raro en una persona tan naturalmente afectuosa
como Montaigne? Pero él mismo dice que la rotundidad en las afirmaciones es una
prueba segura de idiotez, y celebra el valor de aceptar la duda, los límites de
lo que puede saberse de verdad, la decisión de dejar en suspenso el juicio
cuando no se poseen pruebas fiables. ¿Con qué derecho puede afirmar nadie que
actúa en obediencia de la voluntad divina? ¿En virtud de qué insensata soberbia
se erigen los hombres en reyes del mundo y señores de los animales? A ningún
tirano, dice Montaigne, le han faltado nunca súbditos que lo obedezcan y lo
adulen. Todavía estoy a la mitad de esta segunda lectura completa. Compruebo
con satisfacción que no me va a faltar este alimento en las próximas semanas o
meses, y también que quizás, después de toda una vida leyendo, he empezado a
establecer una relación distinta con algunos libros y algunos autores: la que
nos une a ellos cuando hemos llegado a conocerlos muy bien, a detenernos en
cada frase y en cada palabra y al mismo tiempo vislumbrar la forma completa de
una obra, porque identificamos cada uno de los hilos y las resonancias
interiores sobre las que se sostiene su arquitectura sin peso. Imagino que es
una lectura que puede parecerse no a la experiencia del aficionado a la música,
sino a la del intérprete, el que la ha tocado nota por nota muchas veces, y
ensayado despacio, y desmontado y vuelto a montar cuando prepara cada nueva
interpretación. No ha compuesto la música, pero la ha hecho suya. Se ha
convertido en ella, como el lector en el poema de Stevens. Una de las últimas
sonatas de piano o de los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven, un cuarteto
de Béla Bartók, un solo de Charlie Parker o de Bill Evans no se acaban nunca.
Ahora sé que Don Quijote, En busca del tiempo perdido, Ulises, los Ensayos de
Montaigne me durarán mientras dure mi vida de lector.
domingo, 31 de enero de 2016
"Vida sin cultura" por Rafael Argullol
Quizá lleguemos a ver cómo será la vida sin cultura. De momento ya
tenemos indicios de lo que está siendo, paulatinamente, un mundo que ha optado,
al parecer, por desembarazarse de la cultura de la palabra pese a poseer
índices de alfabetización escolar sin precedentes. Hace poco un editor me
comentaba que el problema — o, más bien, el síntoma— no eran los bajos niveles
de venta de libros sino la drástica disminución del hábito de la lectura. Si el
problema fuera de ventas, decía, con esperar a la recuperación económica sería
suficiente; sin embargo, la caída de la lectura, al adquirir continuidad
estructural, se convierte en un fenómeno epocal que necesariamente marcará el
futuro. El preocupado editor —un buen editor, de buena literatura— añadía que,
además, la inmensa mayoría de los libros que se leen son de pésima calidad,
desde best sellers prefabricados que avergonzarían a los grandes autores de
best sellers tradicionales hasta panfletos de autoayuda que sacarían los
colores a los curanderos espirituales de antaño.
De querer preocupar todavía
más al editor, y a los que piensan como él, se podría analizar detenidamente la
última encuesta sobre la lectura que hace unas semanas apareció en los medios
de comunicación. No sólo un tanto por ciento muy elevado de la población jamás
leía un libro sino que se vanagloriaba de tal circunstancia. Para muchos de
nuestros contemporáneos la lectura se ha hecho agresivamente superflua e
incluso experimentan una cierta incomodidad al ser preguntados al respecto.
Dicen no tener tiempo para leer, o que prefieren dedicar su tiempo a otras
cosas más útiles y divertidas. Nos encontramos, por tanto, ante una bastante
generalizada falta de prestigio social de la lectura que probablemente oculte
una incapacidad real para leer. Dicho de otro modo: el acto de leer se ha
transformado en un acto altamente dificultoso y, para muchos, imposible. Me
refiero, claro está, a leer un texto que vaya más allá de la instrucción de
manual, del mensaje breve o del titular de noticia. Me refiero a leer un texto
de una cierta complejidad mental que requiera un cierto uso de la memoria y que
exija una cierta duración temporal para ir eligiendo en libertad, y en soledad,
los distintos caminos ofrecidos por las sucesivas encrucijadas argumentales.
El
pseudolector actual rehúye las cinco condiciones mínimas inherentes al acto de
leer: complejidad, memoria, lentitud, libertad y soledad. Él abomina de lo
complejo como algo insoportablemente pesado; desprecia la memoria, para la que
ya tenemos nuestras máquinas; no tiene tiempo que perder en vericuetos
textuales; no se atreve a elegir libremente en la soledad que, de modo
implacable, exige la lectura. En definitiva, nuestro pseudolector actual ha
sido alfabetizado en la escuela y, en muchos casos, ha acudido a la
universidad, pero no está en condiciones de confrontarse con el legado histórico de la cultura humanista e ilustrada construido a lo largo de más de dos milenios. Este
pseudolector —en el que se identifica a la mayoría de nuestros contemporáneos—
no puede leer un solo libro verdaderamente significativo de lo que hemos
llamado, durante siglos, “cultura”.
Quien escuche una opinión semejante
rápidamente alegará que hemos sustituido la cultura de la palabra por la
cultura de la imagen, el argumento favorito cuando se conversa de estas
cuestiones. De ser así, habríamos sustituido la centralidad del acto de leer
por la del acto de mirar. Surgen, como es lógico, las nuevas tecnologías,
extraordinarias productoras de imágenes, e incluso las vastas muchedumbres que
el turismo masivo ha dirigido hacia las salas de los museos de todo el mundo.
Esto probaría que el hombre actual, reacio al valor de la palabra, confía su
conocimiento al poder de la imagen. Esto es indudable, pero, ¿cuál es la
calidad de su mirada? ¿Mira auténticamente? A este respecto, puede hacerse un
experimento interesante en los museos a los que se accede con móviles y cámaras
fotográficas, que son casi todos por la presión del denominado turismo
cultural.
Les propongo tres ejemplos de obras maestras sometidas al asedio de
dicho turismo: La Gioconda en el Museo del Louvre, El nacimiento de Venus en
los Uffizi y La Pietà en la Basílica de San Pedro. No intenten acercarse a las
obras con detenimiento porque eso es imposible; apóstense, más bien, a un lado
y miren a los que tendrían que mirar. La conclusión es fácil: en su mayoría no
miran porque únicamente tienen tiempo de observar, unos segundos, a través de
su cámara: de posar para hacerse un selfie. Capturadas las imágenes, los
ajetreados cazadores vuelven en tropel a la comitiva que desfila por las
galerías. ¿Alguien tiene tiempo de pensar en la ambigua ironía de Leonardo, o
en la sensualidad de Botticelli, o en el sereno dramatismo de Miguel Ángel? Es
más: ¿alguien piensa que tiene que pensar en tales cosas?
Paradójicamente,
nuestra célebre cultura de la imagen alberga una mirada de baja calidad en la
que la velocidad del consumo parece proporcionalmente inverso a la captación
del sentido. El experimento en los museos, aun con su componente paródico,
ilustra bien la orientación presente del acto de mirar: un acto masivo,
permanente, que atraviesa fronteras e intimidades, pero, simultáneamente, un
acto superficial, amnésico, que apenas proporciona significado al que mira, si
este niega las propiedades que exigiría una mirada profunda y que, de alguna
manera, se identifican con los que requiere el acto de leer: complejidad,
memoria, lentitud, libre elección desde la libertad. Frente a estas propiedades
la mirada idolátrica es un vertiginoso consumo de imágenes que se devoran entre
sí. Al adicto a esta mirada, al ciego mirón, le ocurre lo que al pseudolector:
tampoco está en condiciones de confrontarse con las imágenes creadas a lo largo
de milenios, desde una pintura renacentista a una secuencia de Orson Welles:
las mira pero no las ve.
De ser cierto esto, la cultura de la imagen no ha
sustituido a la cultura de la palabra sino que ambas culturas han quedado
aparentemente invalidadas, a los ojos y oídos de muchos, al mismo tiempo. El
pseudolector, que ha aceptado que a su alrededor se desvanezcan las palabras,
marcha al unísono con el pseudoespectador, que naufraga, satisfecho, en el
océano de las imágenes. La casi desaparición del acto de leer y, pese a la
abundante materia prima visual, el empobrecimiento del acto de mirar llevan
consigo una creciente dificultad para la interrogación. En nuestro escenario
actual el espectáculo tiene una apariencia impactante pero las voces que
escuchamos son escasamente interrogativas. Y con bastante justificación puede
identificarse el oscurecimiento actual de la cultura humanista e ilustrada con
nuestra triple incapacidad para leer, mirar e interrogar. Cuando en la última
reforma educativa se defiende enfáticamente que la lógica filosófica va a ser
sustituida, en la enseñanza escolar, por la “lógica del emprendedor” no hace
sino sancionarse el fin de una determinada manera de entender el acceso al
conocimiento. Aunque ni siquiera quien ha acuñado esta frase sabe qué diablos
significa la “lógica del emprendedor”, aquella sustitución es perfectamente
representativa del modo de pensar dominante en la actualidad.
El mundo político
se ha adaptado sin titubeos al nuevo decorado, expulsando de su retórica
cualquier conexión cultural. Esto habría sido imposible en los últimos tres
siglos. Pero el mundo político, el que más crudamente expresa las oscilaciones
de la oferta y la demanda, no es sino la superficie especular en la que se
contemplan los otros mundos, más o menos distorsionadamente. La expulsión de la
cultura —o de una
determinada cultura: la de la palabra, la de la mirada, la de la interrogación—
es un proceso colectivo que afecta a todos los ámbitos, desde los medios de
comunicación hasta, paradójicamente, las mismas universidades. No obstante, en
ninguno de ellos es tan determinante como en el de los propios ciudadanos, que
han dejado de relacionar su libertad con aquella búsqueda de la verdad, el bien
y la belleza que caracterizaba la libertad humanista e ilustrada. La utilidad,
la apariencia y la posesión parecen, hoy, valores más sólidos en la supuesta
conquista de la felicidad.
Y puede que sea cierto. Igual la vida sin cultura es
mucho más feliz. O puede que no: puede que la vida sin cultura no sea ni
siquiera vida sino un pobre simulacro, un juego que sea aburrido jugar.
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