miércoles, 6 de mayo de 2015

"Guía práctica para orientarse en el infierno" por Javier Bilbao



Con el debido respeto, estimado lector, el —esperemos lejano— día en que muera muy probablemente irá de cabeza al infierno. Usted conoce mejor que nadie su propia vida y sabe por tanto los motivos. Así que no le vendrá mal cierta información básica sobre las características del lugar que le acogerá por toda la eternidad.
Al fin y al cabo, según un cálculo hecho público hace unos años por la Iglesia Bautista Sureña el 46,1% de los seres humanos iremos al infierno (qué curiosa la apariencia de rigor y verosimilitud que adquiere cualquier cosa cuando se expresa en porcentajes). Una creencia común a la gran mayoría de religiones es la de que poseemos una o varias almas dentro del cuerpo, que al morir va a un Más Allá en el que —también según un buen número de doctrinas— será recompensada en un cielo o castigada en un infierno en función de su comportamiento en este mundo.
Así que lo primero es ver qué hacemos con el cuerpo que dejamos atrás. Sobre las circunstancias y diferencias culturales que rodean a un enterramiento no me extenderé mucho porque para ello está la excelente serie A dos metros bajo tierra. Se trata de una práctica ya llevaba a cabo por los neandertales y que de acuerdo a la tradición cristiana debe hacerse con el muerto tumbado, dado que la posición vertical facilita la entrada en el infierno. Pero en las últimas décadas está ganando terreno en los países occidentales la incineración, tras la cual se guardan las cenizas en una urna, se esparcen en el mar, en la montaña o, como cierto empleado del Museo Británico, se pide a un amigo que se lancen a los ojos del antiguo jefe del finado. Ahora bien, ¿qué ocurre entonces con la ancestral costumbre de vestir al difunto con sus mejores ropas y hacerlo acompañar en su ataúd de riquezas y objetos útiles para el otro mundo, si todo va directo al fuego?
Aparentemente nada, continúa intacta. Según el testimonio del trabajador de un crematorio recogido en Bailando sobre la tumba por Nigel Barley “he visto a viudas introducir subrepticiamente un paquete de las galletas favoritas del difunto; o cuando no es eso, son las gafas de repuesto o la dentadura. No se imagina usted la cantidad de tubos de fijador dental que pasan por aquí cada semana. La gente mayor siempre se acuerda de eso”. Mal hecho, aunque esté inspirado por la mejor intención. Ya vaya uno al cielo o al infierno, un fijador dental no le resultará especialmente útil. Lo que el muerto sí necesitará —y explicaremos a continuación por qué— serán unas monedas, repelente antiinsectos, buen calzado, una cantimplora, una linterna, una cuerda y un pollo de goma con polea (bueno, esto último no es realmente imprescindible, pero nunca se sabe). Si bien todo lo anterior será de utilidad ante un infierno como el descrito por Dante… ¿Qué ocurre si al final la religión cristiana no es la única, buena y verdadera?, ¿y si quienes acaban dando en el clavo son los zoroastristas, los vikingos o los budistas? Mejor ser prudentes, así que hagamos un breve repaso de lo que puede esperarnos.

Diferentes infiernos, a cada cual peor

Los antiguos egipcios por su parte lo que preferían introducir en la tumba de los difuntos (en las de aquellos de elevado estatus, al menos) era su propia guía práctica para orientarse en el más allá, a la que llamaban El libro de los muertos. Un compendio de consejos para desenvolverse durante el viaje por el inframundo, que consistía básicamente en acudir al salón del trono de Osiris, donde uno debía declararse inocente ante él y ante los 42 magistrados que le ayudaban en la tarea de juzgar a las almas. Entonces Anubis extraía el corazón del acusado y lo ponía en una balanza en cuyo otro platillo se ponía una pluma de la diosa Maat. Si el corazón pesaba más es que algo malo guardaba y el siguiente paso era convertirse en el almuerzo de la Devoradora de Muertos. Al parecer había algún conjuro para sortear esa prueba, si alguien está especialmente preocupado al respecto puede leer aquí un fragmento del citado libro, no sé si se entenderá bien la letra.
Como veremos, es recurrente en multitud de mitologías y narraciones la idea de uno o varios jueces decidiendo tras la muerte si esa alma debe ir al cielo o al infierno. En el décimo libro de La República, Platón narra la historia de Er, un guerrero cuya alma salió de su cuerpo tras morir en el campo de batalla para llegar a un pradera con dos aberturas en el suelo y otras dos en el cielo, en medio varios jueces decidiendo por cuál debía entrar cada alma según sus pecados. Tras mil años de viaje las almas salían por la otra abertura y se saludaban con otras en una fiesta que tenían montada en la pradera durante siete días seguidos, donde “unas contaban sus aventuras gimiendo y llorando al recordar los males de toda índole que habían sufrido y visto sufrir en su viaje subterráneo, viaje de mil años de duración, y, a su vez, las que venían del cielo hacían el relato de placeres deliciosos y espectáculos de una belleza infinita”. Por alguna misteriosa razón Er no bebió agua del Leteo —el río del olvido— a diferencia de otras almas y pudo volver a su cuerpo, justo cuando estaba ya en la pira a punto de ser incinerado.

Demonios haciendo una paella con los condenados
Demonios haciendo una paella con los condenados
Hay un término griego para definir esta clase de narraciones, Katabasis, en las que el protagonista desciende a los infiernos para luego volver al mundo de los vivos y contarnos lo que vio. Son tan frecuentes –no solo en la cultura griega, sino en otras muy distantes– que parece más fácil darse una vuelta por el infierno que adentrarse en una barriada gitana especializada en el narcotráfico. Así tenemos la catábasis de Perséfone, raptada por Hades; la de Orfeo en busca de Eurídice, que modernamente cantó Rilke; la de Heracles en uno de sus doce trabajos; la de Ulises en La Odisea; la de Eneas en La Eneida; Endiku en la epopeya de Gilgamesh; Mahoma tuvo también su viaje al Más Allá y hasta el mismo Jesucristo tiene una catábasis apócrifa, el Evangelio de Nicodemo, según la cual bajó con tal ímpetu que provocó un terremoto en el séptimo infierno. Incluso historias contemporáneas como la magnífica Apocalipsis Now podrían en cierta forma inscribirse en este género.
Hasta en China hay un ejemplo de ello: La narración de Lo Mou-teng, de finales del siglo XVI. Trata sobre un oficial chino que en una expedición a La Meca llega a la costa de un insólito lugar formado por seres mitad animales y mitad humanos, entre los que se encuentra a su difunta esposa, ahora casada con el Señor de los Muertos. Este lo invitará a recorrer el infierno, franqueado por un río de sangre cuyo puente solo puede ser atravesado por quienes han sido buenos. Los malos deberán atravesarlo a nado mientras luchan contra serpientes de bronce y perros de hierro. Tras él se encuentran diez tipos de fantasmas (clasificados como avaros, derrochadores, suicidas, mendigos o de dientes irregulares, entre otros). Una vez se llega al Palacio del Resplandor Espiritual, ve en su interior diez habitaciones con cada uno de los infiernos, divididos entre purgatorios para gente honorable e infiernos horrísonos para aquellos que hubieran pecado contra alguna de las ocho virtudes confucionistas. En la parte trasera había además otros 18 infiernos. Por lo que parece, uno en el infierno lo pasará mal pero no por falta de espacio.
Si bien todos los infiernos descritos en todas épocas y lugares son… eh… un infierno, hay uno tan rematadamente disparatado que merece una mención especial. Se trata del descrito en El libro de Arda Viraf, perteneciente al zoroastrismo. No se conoce la fecha exacta en que fue escrito, pero se estima que es de la época del imperio sasánida, entre el siglo III y el VII d.C. En él, se narra cómo Arda Viraf es elegido para viajar al inframundo y comprobar así si las enseñanzas del zoroastrismo son correctas. Tras el debido trance inducido por drogas, vuelve con los suyos y describe toda clase de tormentos:
“También vi el alma de una mujer quien estaba suspendida, colgada de sus pechos, en el infierno; y criaturas nocivas rondaban alrededor de todo su cuerpo. Y pregunté así: ‘¿Qué pecado fue cometido por este cuerpo, cuya alma sufre tal castigo?’ Srosh el pío, y Adar el ángel, dijeron así: ‘Esta es el alma de aquella condenada mujer quien, en el mundo, dejó a su propio marido, se entregó a otro hombre y cometió adulterio.”
No estoy seguro de si esta escena resultará espantosa para todo el mundo, tal vez más de uno encontrase ahí su particular paraíso… Otros tormentos consisten en comer excrementos, tener estacas de madera clavadas en los ojos, pasar la lengua por un horno caliente o que sapos, escorpiones, moscas y gusanos entren por boca, nariz y orificios inferiores. El consuelo de este pestilente infierno es que al menos no es eterno, como otros, ya que cesa con la renovación del mundo.

Semen de demonios salpica las bocas de mujeres atadas boca abajo en el infierno zoroástrico
Según lo descrito por Arda a los sodomitas les espera el empalamiento. A las mujeres infieles beber copas rebosantes de excrementos. A otro que tuvo relaciones sexuales con una mujer que estaba menstruando, se le vertía constantemente en la boca tales líquidos, además de haber tenido que cocinar y comerse a su propio hijo. Caminar descalzo supone como castigo que te arranquen los brazos y las piernas (esto lo veo bien, mira). A una mujer que con su locuacidad atormentaba a su marido le cortaron la garganta para que le saliera la lengua por el cuello. Aquellas que se negaron a complacer sexualmente a sus maridos eran colgadas boca abajo y se salpicaban sus bocas y narices con semen de demonios. Asimismo robar, mentir, matar, ensuciar el agua con inmundicias, no obedecer al gobierno, maquillarse y ahorrar mucho dinero también eran gravísimos pecados que se pagan con toda clase de imaginativos tormentos. Como sospecho que más de un lector que tendrá curiosidad por conocerlos, aquí va un pdf con el libro.

Otro infierno, algo menos obsceno, es el descrito en Las mil y una noches:

“Alá fundó un infierno de siete pisos, cada uno encima de otro y cada uno a una distancia de mil años del otro. El primero se llama Yahannam, y está destinado al castigo de los musulmanes que han muerto sin arrepentirse de sus pecados; el segundo se llama Laza, y está destinado al castigo de los infieles; el tercero se llama Yahim, y está destinado a Gog y a Magog; el cuarto se llama Saír, y está destinado a las huestes de Iblis; el quinto se llama Sakar, y está preparado para quienes descuidan las oraciones; el sexto se llama Hatamah, y está destinado a los judíos y a los cristianos; el séptimo se llama Hauiyah, y ha sido preparado para los hipócritas. El más tolerable de todos es el primero; contiene mil montañas de fuego, en cada montaña setenta mil ciudades de fuego, en cada castillo, setenta mil casas de fuego, en cada casa, setenta mil lechos de fuego, y en cada lecho, setenta mil formas de tortura. En cuanto a los otros infiernos, nadie conoce sus tormentos, salvo Alá el Misericordioso.”
Esta última frase no es del todo cierta ya que el propio Corán hace una breve descripción de los tormentos que esperan a los pecadores:

(14,19-20. Sura Ibrahim: Vers. de Abraham)
Los que no creen en nuestros signos
les quemaremos con el fuego.
Cada vez que su piel sea ceniza,
le daremos otra para que no deje
de sentir el suplicio.


(78,21-26. Sura An Nabaa: Vers. de la noticia)
Detrás de cada uno de ellos está el Infierno,
donde tendrán como bebida agua mezclada con pus
que beberán a tragos;
pero se les atragantarán en la garganta


(2, 75. Sura Al bacará: Vers. de la vaca)
Y estarán quemados por un fuego ardiente.
Y beberán en un manantial de llamas.
Y no tendrán otro alimento, excepto espinas,
que ni les nutrirá ni apagará su hambre.

El infierno japonés por su parte se llama Jigoku, y su soberano Emma O, que juzga las almas de los hombres —mientras que de las mujeres se encarga su hermana— y los envía en función de la gravedad de sus faltas a alguno de los dieciséis infiernos, ocho de fuego y otros ocho de hielo. Dicho sintoísmo establece además que habrá un gran espejo en el que cada uno podrá ver reflejados sus pecados, un poco a la manera de El retrato de Dorian Grey. Mientras que el Naraka o infierno de los hinduistas está gobernado por Yama y tiene tres puertas —la Lujuria, la Cólera y la Avaricia— y siete habitaciones en las que distribuir a los pecadores según cómo tengan su karma para ser castigados de muy diversas maneras: “unos son arrastrados sobre hachas cortantes; otros están condenados a pasar por el ojo de una aguja; éstos sufren que un buitre les roa los ojos, aquellos que los cuervos picoteen su cuerpo”.
El infierno de la mitología nórdica tiene una particular belleza poética, al menos según la descripción que hacen de él Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares en su Libro del cielo y el infierno:
“El Niflheim o infierno fue abierto muchos inviernos antes de formar la tierra. En medio de su recinto hay una fuente, de donde salen con ímpetu los ríos siguientes: la Congoja, la Perdición, el Abismo, la Tempestad y el Bramido. A orillas de estos ríos, se eleva un inmenso edificio cuya puerta se abre por el lado de la medianoche y está formado de cadáveres de serpientes, cuyas cabezas vueltas hacia el interior, vomitan veneno, del cual se forma un río en que son sumergidos los condenados. En aquella mansión hay nueve recintos diferentes: en el primero habita la Muerte, que tiene por ministerios al Hombre, la Miseria y el Dolor; poco más lejos se descubre el lóbrego Nastrond o ribera de los cadáveres, y más lejana una floresta de hierro en la que están encadenados los gigantes; tres mares cubiertos de nieblas circundan esta floresta y en ella se hallan las débiles sombras de los guerreros pusilánimes. Sobre los asesinos y perjuros vuela un negro dragón, que los devora y los vomita sin descanso y expiran y renacen a cada momento entre sus anchos ijares; otros condenados son despedazados por el perro Managarmor que vuelve a derecha e izquierda su deforme y asquerosa cabeza; y alrededor de Nifleim giran de continuo el lobo Fenris, la serpiente Mingard y el dios Loke, que vigila por la continuidad de las penas impuestas a los malos y a los cobardes.”

El infierno de Dante
De todas las descripciones de lo que nos espera según cómo nos portemos la más minuciosa e imaginativa es sin duda la de La divina comedia, una obra cumbre de la literatura universal. Dante va topografiando palmo a palmo el infierno con la precisión de Google Maps guiándose siempre por las dos grandes referencias de su tiempo: la cultura grecorromana y el cristianismo.
La narración comienza con el protagonista, Dante, perdido en el bosque tras haber tenido que huir de una pantera, un león y una loba. Allí se le aparece el poeta Virgilio, alma ilustre que vive para la eternidad en el limbo, que ha recibido el encargo de la amada de Dante —Beatriz, que vive allá en lo alto haciéndole compañía a Dios— de que lo guíe a través de todos los niveles del infierno, el purgatorio y el cielo para que ambos puedan reunirse de nuevo.
Una vez traspasadas las puertas del infierno, en el vestíbulo, Dante y Virgilio se cruzan con las almas en pena que no han sido admitidas ni en el cielo ni en el infierno. De natural envidioso del destino de otras, vagan desnudas siendo aguijoneadas eternamente por mosquitos y avispas, cuya sangre mezclada con sus lágrimas era recogida a sus pies por asquerosos gusanos. Mejor no ir con sandalias por ahí. Pronto llegan al río Aqueronte, donde un barquero de nombre Caronte lleva a las almas al otro lado a cambio de una moneda. Puesto que Dante no está muerto el barquero se niega a ayudarle a cruzar el río. Ahí es cuando un pollo de goma con polea podría haber sido de gran utilidad, pero el narrador prefiere desmayar a su protagonista y hacerlo despertar en el otro lado, sin dar mayores explicaciones.
Virgilio le muestra entonces el primer círculo del infierno (ya que al igual que todo el universo en su conjunto, el infierno se organizaba por círculos superpuestos) que es el Limbo. Allí viven los niños que no han sido bautizados y hay que estar atento porque se ven también muchas celebridades: los hombres ilustres de otros tiempos previos al cristianismo. No se está nada a disgusto en este lugar, aunque la pena de todos ellos es vivir con un deseo sin esperanza.
Siguiendo el camino se llega al segundo círculo, donde se halla a Minos, juez del infierno que rechinando los dientes juzga a cada alma y según las vueltas que de a su cola las envía a uno u otro círculo del infierno, dependiendo de la gravedad de sus pecados. Tras él se llega a un lugar que está a oscuras y donde vagamente puede el ojo ver torbellinos que arrastran eternamente en vuelo a los pecadores carnales. Entre ellos encuentra a personajes destacados de la Florencia de la época (de la que Dante fue desterrado por rivalidades políticas), circunstancia que se repetirá en cada uno de los lugares que van visitando. El autor de La divina comedia parece encontrar cierto placer en imaginarse a sus enemigos sufriendo tormentos eternos.
Tras él, en el tercer círculo, bajo una fría lluvia que no cesa jamás sufren sus penas los glotones, que viven atemorizados por Cancerbero, una bestia de tres fauces y muy mal carácter que no tiene nada que envidiarle a Plutón, feo como él solo y encargado del cuarto círculo, donde avaros y manirrotos reciben su castigo por no haber sabido gastar razonablemente en vida teniendo que luchar entre ellos tirándose fardos.
En el quinto círculo se llega a la Laguna Estigia, de aguas estancadas y malolientes, como todas las que pueden encontrarse en el infierno, por otra parte. Bajo la superficie pueden verse a los iracundos peleándose unos con otros, mientras los melancólicos a su lado hacen gárgaras. Tras cruzar la laguna se llega a la ciudad de Dite o de Lucifer, también conocida como “La ciudad del dolor”. Ante la negativa de los demonios a abrirles las puertas a Dante y Virgilio, este debe solicitar apoyo aéreo, que un rato más tarde se aparece en forma de ángel y les allana el camino. Como al profundizar en el infierno cada paso es peor que el anterior, lo siguiente en aparecer son las Furias y Medusa, una Gorgona cuyos cabellos son serpientes cuya mirada te deja de piedra.

El bosque de los suicidas, también habitado por arpías
Pero el viaje debe continuar y en el sexto círculo llegamos a un cementerio, donde se encuentran a los herejes enterrados de cintura para arriba. A partir de aquí ya nos encontramos a lo peor de lo peor: almas por las que Dante deja de sentir compasión, tales son las maldades que cometieron en vida. Al comienzo del séptimo se halla el minotauro, al que Virgilio encabrona soltándole una burla, por lo que ambos deben huir corriendo de su envite hasta que llegan a un río lleno de sangre, donde se ahogan aquellos que fueron violentos contra el prójimo. En torno a él corren centauros armados con arcos, vigilando que ningún alma se acerque a la orilla.
Cerca de allí ven un bosque, en el que los árboles son en realidad almas de suicidas y tras él, un desierto en el que llovían copos de fuego sobre las almas de aquellos que insultaron y desafiaron a Dios. Encaja mal las críticas, por lo que se ve. La pareja protagonista continuó su camino hasta que Virgilio tuvo que emplear una cuerda que llevaba Dante encima para poder bajar por una zona muy escarpada, hasta llegar a un monstruo volador llamado Gerión, que los ayudará a llevarlos en vuelo al octavo círculo.
Dividido en diez fosos vigilados por demonios con látigos, allí penan los fraudulentos de toda clase: aduladores sumergidos en estiércol; acusados de simonía enterrados cabeza abajo con los pies ardiendo; adivinos con la cabeza del revés, caminando de espaldas en castigo a su pretensión en vida de ver el futuro; falsificadores llenos de pústulas malolientes; corruptos que traficaron con cargos públicos sumergidos en una resina hirviente, que en cuanto asoman cabeza a la superficie algún demonio les pincha con un arpón; hipócritas que cargan con capas de apariencia dorada pero que en su interior son de pesado plomo… en fin, de todo se encuentran por ahí, hasta a un navarro, al que tienen particular interés en atormentar unos demonios que usan sus anos como trompetas.
Y por último, en el centro mismo de la Tierra, el noveno y último círculo. Tres gigantes, que representan a la estupidez, la rabia y la vanidad son los guardianes del lugar y uno de ellos les ayudará a llegar al lago helado, llamado Cocito. En este lago se encuentran atrapados aquellos que han cometido el peor de los males, que es la traición. A medida que van caminando, Dante descubre de dónde proviene el frío viento que congela el lago: de las alas del mismísimo Lucifer, el emperador del doloroso reino. Tres cabezas tiene este gigante —negra, blanca y amarilla, como las razas humanas que habitaban la Tierra— y con cada una de esas bocas mastica a los tres mayores traidores de la historia: Casio, Bruto y Judas.
Escalofriante. Creo que todo esto que hemos descrito puede definirse sin temor a exagerar como auténticamente dantesco. Todos los infiernos son a cada cual más horrible, así que no se ocurre mejor opción que postergar la muerte todo lo posible y cruzar los dedos para que el verdadero Averno al que acaben yendo nuestras almas descarriadas sea el del pastafarismo, en el que hay volcanes de cerveza hasta donde alcanza la vista, aunque a diferencia del Paraíso, esté caliente y sin gas.

martes, 5 de mayo de 2015

"Ramón Mª del Valle-Inclán, la matemática perfecta del esperpento" por Rafael Narbona



Los cuernos de don Friolera (1921) es la segunda obra en la que se aplica la poética del esperpento. Dividida en doce escenas, Valle-Inclán expone su concepción del teatro mediante el diálogo entre don Manolito y don Estrafalario, que contemplan una pieza de guiñol desde la balaustrada de una corrala. Su posición elevada se corresponde con la estética del esperpento, que descarta escribir de pie o de rodillas, pues no considera a los personajes seres admirables, lastimosos o semejantes, sino simples marionetas cuyo destino está sujeto a los caprichos del autor, un demiurgo “que no se cree en modo alguno hecho del mismo barro que sus muñecos”. Don Manolito y don Estrafalario observan al bululú (un cómico o mimo que inventó el teatro popular gallego) y a su acólito escenificando una parodia de Otelo con sus muñecos de madera. Don Manolito es pintor y recorre España con don Estrafalario, con la idea de componer un libro de dibujos y pequeños textos que refleje la vida profunda de los pueblos, con sus corridas, ferias, carnavales, procesiones, tertulias de botica o sacristía, bailes populares y espectáculos de gigantes y cabezudos. Don Estrafalario es “un espectro de antiparras y barbas”, “un clérigo hereje que ahorcó los hábitos en Oñate”. Sarcástico, agudo y profundo, presta su voz a Valle-Inclán para expresar su interpretación del arte y la realidad. “Mi estética –proclama don Estrafalario- es una superación del dolor y la risa, como deben ser las conversaciones de los muertos, al contarse historias de los vivos. […] Yo quisiera ver este mundo con la perspectiva de la otra ribera. Soy como aquel pariente que usted conoció, y que una vez, al preguntarle el cacique qué deseaba ser, contestó: “Yo, difunto” […] Todo nuestro arte -concluye con desengaño de moralista barroco- nace de saber que un día pasaremos. Ese saber iguala a los hombres mucho más que la Revolución francesa”.

El guiñol que presencian don Manolito y don Estrafalario representa la historia del teniente don Friolera, que debe matar a su esposa infiel para no ser un cornudo consentido y deshonrar a la Guardia Civil, un cuerpo que hunde sus raíces en las nociones de honra y desagravio de la vieja hidalguía española. Doña Loreta, su esposa y madre de su hija Manolita, le engaña con Pachequín, un barbero con ínfulas de donjuán, pese a su cojera y a su nuez descomunal. Doña Loreto no es una heroína enfrentada con la moral y los prejuicios, sino un ser ridículo y repulsivo. Solo es una tarasca “jamona, repolluda y gachona”, con unos enormes senos y una sonrisa escandalosa. Pachequín no es un seductor que corteja al demonio –como el Marqués de Bradomín-, sino un fantoche narigudo que se pisa la capa al caminar y toca la guitarra con los ojos en blanco, incapaz de pulsar una nota sin desafinar. Don Friolera no es más afortunado. Sus escasos pelos “bailan un baile fatuo” cuando el viento los agita y su mostacho tiembla como los bigotes de un gato al estornudar.

Don Estrafalario afirma que el tono burlesco de la pieza no se compadece con la tradición literaria castellana, reacia a hacer chanzas con el adulterio. La hipérbole y la risa son elementos extraños en una literatura, cuya “crueldad y dogmatismo” beben del espíritu sanguinario y truculento de las Sagradas Escrituras. “La crueldad española tiene toda la bárbara liturgia de los Autos de Fe. Es fea y antipática […]. Es furia escolástica”. El “honor teatral y africano de Castilla” es incompatible con las desenfadadas burlas de cornudos de las letras portuguesas, gallegas, cántabras o catalanas. Don Estrafalario opina que el teatro español podría regenerarse, impregnándose del “temblor de las fiestas de toros”. Si lograse incorporar “esa violencia estética, sería un teatro heroico como la Ilíada”. La matemática perfecta del esperpento exige al artista escribir “desde la alturas”. Solo así podrá transmutar al héroe clásico en mamarracho.

Don Friolera hierve de cólera desde su primera aparición, proclamando que no dejará impune la afrenta, pues “en el Cuerpo de Carabineros no hay cabrones. […] El principio del honor ordena matar. ¡Pim! ¡Pam! ¡Pum!”. Admite que tal vez una separación honrosa sería lo más razonable, pero resulta insuficiente para la galería. No le debe dar vueltas al asunto: “Soy un militar español y no tengo derecho a filosofar como en Francia”. Mientras tanto, Doña Loreta flirtea con una risa que dibuja “escalas buchonas”, acompañada por el rasgueo “chillón y cromático” de la guitarra de Pachequín, el barbero que la corteja ataviado “con capa torera y quepis azul”. La vieja beata Tadea Calderón –“pequeña, cetrina, ratonil” y “con ojos de pajarraco”- fisgonea el romance e informa con notas anónimas al burlado teniente, incitándole a cobrarse venganza. La beata es “un garabato con reminiscencias de vulpeja” y “perfil de lechuza”. Es la encarnación de los prejuicios “morunos y judaicos”, que Valle-Inclán opone al espíritu libertario. No hay que olvidar que don Manolito exclama al escuchar los razonamientos de don Estrafalario: “Es usted anarquista”, obteniendo por respuesta un regocijado: “¡Tal vez!”.

Don Friolera avanza hacia un desenlace trágico con la indignidad de un pelele. “Zancudo, amarillento y flaco”, solo es un “adefesio con gorrilla de cuartel”. Sus superiores de la Benemérita no son menos grotescos. Algunos parecen gatos, “filarmónico y orondos” y otros ranas, “con sus ojos saltones y su boca de oreja a oreja”. Don Lauro Rovirosa, “teniente veterano graduado de capitán”, tiene un ojo de cristal y media cara paralizada. El ojo de cristal a veces se desprende de su órbita y regresa a su lugar tras rodar por el mármol de un velador. Las panzas de los guardias “se inflan con regocijo saturnal” al comentar que el teniente don Friolera solo sabe hacer “posturitas de gallina”, mientras el barbero se trajina a su mujer. Todos se manifiestan partidarios de expulsarle del Cuerpo de Carabineros, con escarnio y deshonor. Manolita, la hija de don Friolera, asiste al drama “con la tristeza absurda de esas muñecas emigradas de los desvanes”. El “bigote mal teñido” del cornudo sólo añade más oprobio a “sus ojos vidriados y mortecinos”.

Don Friolera finalmente dispara contra su mujer, pero la fatalidad determina que la bala acabe con la vida de su hija. “Las estrellas se esconden asustadas” ante la desgracia y el infortunado teniente es confinado en el Cuarto de Banderas. Ha hecho lo que todos exigían, pero la suerte no le ha acompañado: “el mundo solo es engaño y apariencia –exclama acongojado-. Este tinglado lo gobierna el Infierno. Dios no podría consentir esos dolores”. El Coronel que ordena su arresto también es un marido ultrajado, pues Doña Pepita, su mujer, le engaña con el asistente, lo cual viene a significar que el Cuerpo de Carabineros está lleno de cabrones, impugnando la sentencia de don Friolera, que ingenuamente creía lo contrario. La obra finaliza con un romance de ciego que refiere los acontecimientos posteriores: indultado, don Friolera sale de la cárcel y degüella a la adúltera y a su amante; la ley, lejos de castigarle, le impone una medalla. Después, lava la pena por la hija muerta en los campos de Melilla, matando a cien moros. Su nombre llega a oídos de la Casa Real, que le nombra ayudante de palacio y le premia con una banda honorífica. Detenidos por presuntos anarquistas y por echar mal de ojo a un burro de la Alpujarra, don Manolito y don Estrafalario comentan la obra representada y extraen una desoladora conclusión: el teatro popular retrata a los españoles como bárbaros sanguinarios, cuando en realidad solo son borregos.

Durante mucho tiempo, resultó imposible adquirir la obra completa de Valle-Inclán. En 1952, Editorial Plenitud lanzó dos volúmenes que reunían una buena parte de sus libros, con papel fino, piel roja y oro en los lomos. En 2002, Joaquín Valle-Inclán, nieto del autor, recogió toda la obra de su abuelo en dos gruesos volúmenes integrados en Clásicos Castellanos, la famosa colección de Espasa Calpe, con un extenso glosario que facilita enormemente la lectura. Se puede decir que se ha convertido en la edición canónica, pues incluye colaboraciones periodísticas y raros textos de adolescencia. Yo siento un especial aprecio por la Biblioteca Valle-Inclán, una edición dirigida por Alonso Zamora Vicente, cuidadosamente anotada y prologada en 27 volúmenes. Publicada en 1990 por Círculo de Lectores, el proyecto inicial contemplaba 30 libros, pero los problemas entre los herederos legales impidieron publicar cuatro títulos.

Después de conocer la miseria de los peones en México y el sufrimiento de los soldados en los campos de batalla de la Primera Guerra Mundial, Valle-Inclán experimento un giro político hacia posiciones de izquierda radical. Algunos dicen que podría haber sido el presidente de la Alianza de Intelectuales Antifascistas creada el 30 de julio de 1936, pero en esas fechas ya llevaba algo más de seis meses muerto. Su fascinación por el boato imperial del fascismo italiano arroja una sombra de contradicción sobre sus convicciones, pero está fuera de cualquier duda que jamás habría apoyado la sublevación de Mola y Franco. Desde el punto de vista estético, Valle-Inclán creó una nueva categoría: el esperpento. Al igual que lo sublime, el esperpento no se basa en la sensación de armonía o equilibrio, sino en la desmesura y el exceso. Los cuernos de don Friolera refleja esa percepción hiperbólica de la realidad, mostrando que lo sublime y lo ridículo a veces se confunden en el mismo estrépito. En su obra dramática, Valle-Inclán fundió tradición y vanguardia para pintar el ruedo ibérico y recordarnos que solo el arte puede salvarnos. Nuestro teatro no ha vuelto a repetir esa hazaña.

Estampas III



Cuando el cura le dijo que debía leer más, que no sabía lo que decía, comenzó a devorar todos los libros que cayeron en sus manos. Se aficionó a la literatura por despecho, por reacción contra el que lo había humillado públicamente. Él no habría elegido Religión como materia optativa, pero el profesor de Ética lo ponía muy difícil y hubiera sido incapaz de soportar en silencio su cara de chivo muerto durante dos horas a la semana.Con 15 años, la elección era sencilla: el cura no exigía nada y los amigos se lo habían recomendado porque era un hombre muy afable, nunca lo habían visto tirar de las orejas a ningún alumno. Sin embargo, en la segunda clase, ya se había arrepentido de la elección. No pudo callarse. "No debéis atentar contra las leyes de Dios, el Señor os ama y os premiará con la vida eterna si no os tocáis". "¿Y si lo hacemos qué nos pasará?". "Sufriréis los castigos que se reservan a los sucios de corazón, esos granos que tienes en la cara son un aviso del Señor". Lo dijo delante de las dos chicas que más le gustaban y a él le pareció que se reían de él, que se burlaban de sus vicios y que se mofaban de su aspecto. "Pues usted debe hacerlo a menudo porque esa barriga no se consigue por tirar piedras al río". El cura se aproximó a él con la ira contenida. Todos creían que iba a perder su talante, pero no. "Debes leer más, hijo mío. Cuando se debate sobre asuntos del alma uno debe estar más informado". Le habría sabido mejor que le soltara una colleja o que le tirara de los pelos del cogote o que lo echara de clase. Aquellas palabras se le fijaron en la memoria para siempre, sobre todo en cuanto vio a las dos chicas reírse de él sin ninguna piedad.Se fue del aula y no volvió a pisar la clase de Religión, sin embargo, recordaría a ese cura durante toda su vida. Fue el único alumno que suspendió la asignatura en muchos años.
El día que escribió su segundo tratado sobre el disfrute de la masturbación apoyándose en los más ilustres sabios griegos y latinos, se acordó de aquel cura y le dio gracias por impulsar su carrera y su placer.  

"Metidos en el "jardín" de Las flores del mal" por Winston Manrique Sabogal


Ese es. Ahí está parte del corazón de Charles Baudelaire en Las flores del mal. Poemas preñados de fervor y furia bajo la luminosa oscuridad del amor y del deseo. Baudelaire (1821-1867) se convierte en un asaltador de la belleza donde los demás no la ven, o la penalizan, o la mezquinan, o la destierran. Un libro con 126 poemas publicado en 1857 que cerró el Romanticismo y abrió la modernidad que acaba de ver la luz en una nueva y arriesgada traducción bilingüe en la editorial Vaso Roto, a cargo de Manuel J. Santayana. Ha apostado por una traducción que busca no solo el ritmo, sino la endiablada métrica original.
Antes que Santayana, ya lo hicieron a su manera Antonio Martínez Sarrión, Luis Martínez de Merlo, Pedro Provencio y Enrique López Castellón. Ellos saben lo que es, de verdad, entrar en ese jardín literario dionisiaco y apolíneo a la vez para sacarlo del francés al insuflarle nueva vida en español. Conocen senderos-latidos de Baudelaire como:
“Y tu cuerpo se estira y se ladea / cual frágil navecilla / que hunde sus palos bajo la marea / cuando roza la orilla”. O “Tu mano roza en vano mi pecho que se arroba; / lo que ella busca, amiga, es sitio que ha saqueado / la mujer con sus garras y sus dientes de loba. / No hay corazón; las bestias ya lo han devorado”.
Sentidos baudelaireanos que confrontan al ser humano con su naturaleza para descubrirle las cosas que piensa y desea sin saberlo. Aún. O que centellea lo que en cada uno aguarda agazapado y anhelante para hacerse visible.
El último en revivirlo ha sido Santayana. Entró en Las flores del mal allá por 1974, ya en el exilio en EE UU, con su francés precario. Leyó diversas y autorizadas ediciones francesas críticas: “Durante muchos años abandoné el proyecto, pero en 2012 regresó el impulso, tras una intensa relectura de la obra completa, y me di a la tarea trabajando, como dice un octosílabo de mi venerado Alfonso Reyes, ‘a hurtos de la labor”.
Entrar en ese jardín, recuerda el traductor, es dialogar con un espíritu incomparable: “Acceder al horror, a la admiración y a la piedad. Y a un fervor y una fe en la poesía más allá de toda vanidad”. La aportación del maestro francés es su “ejemplo de exactitud formal para desnudar los abismos de la conciencia humana y revelar —poéticamente— la complejidad de la inteligencia, la sensibilidad y la imaginación de un ser humano, sus perplejidades y contradicciones”.
Lo más complicado de trasladar esos bordes del precipicio, reconoce Santayana, son las dificultades del rigor: “Sintácticas, silábicas, métricas. Vencerlas depende de las aptitudes que el traductor ponga al servicio de su objetivo”. De elegir un poema, él se queda con Recogimiento, entre los breves:
“Sé juiciosa, oh mi pena, y a la calma ya vuelve. / Pedías el Ocaso; ya desciende, aquí llega; / una atmósfera oscura a la ciudad envuelve, / y a unos trae la paz que a los otros les niega”.
Y entre los más largos elige, El viaje, uno de cuyos pasajes aclara: “Pero viajeros solo son aquellos que parten / por partir; corazones como globos, ligeros, / sin que de un fatal sino ellos jamás se aparten, / y siempre: ¡vamos! A ignotos derroteros”.
El viaje de Enrique López Castellón por el territorio Baudelaire empezó en los años noventa con una traducción literal en bolsillo para Busma. Siguió recorriendo lento sus caminos y su biografía y su época, hasta que empezó a preparar una nueva traducción para la editorial Abada en 2012. “Quería mantener la métrica, pero no el ritmo, porque es imposible. Es un jardín muy complicado, porque Baudelaire expresa nuevas sensaciones del hombre moderno en lenguaje popular, corriente o ramplón, y poetiza el lenguaje periodístico, que al verterlo resulta difícil. Su estética es revolucionaria”. Ahí está, dice, el arranque de su inolvidable El balcón:
“¡Madre de los recuerdos, la amante más querida, / Tú, mis placeres todos! ¡Tú, todos mis deberes! / Te acordarás de cada caricia compartida, / del hogar, del hechizo de los atardeceres, / ¡madre de los recuerdos, la amante más querida!”.
Hace 40 años este poeta maldito empezó a llegar con gozosa claridad a España. Quien decidió darlo a conocer en serio fue Antonio Martínez Sarrión. Lo hizo para desagraviarlo. Un día de 1974, Sarrión entró a una librería, cogió un tomo de Las flores del mal, de editorial Río Nuevo, y quedó consternado “ante esa traducción infame”. Fue a su casa, abrió una edición en francés al azar y tradujo tres poemas que en 1975 publicó en la revista La ilustración poética española e iberoamericana, en la que colaboraba junto a José Esteban y Jesús Munárriz. El poeta Jaime Gil de Biedma y el editor y también poeta Carlos Barral leyeron esas versiones y le dijeron que debía traducir toda la obra.
Dos años después, en 1977, La Gaya Ciencia publicó su versión con tal éxito que se agotó y se convirtió en referencia. Después, Javier Pradera, editor de Alianza, le dijo que le gustaría publicar el libro. Sarrión aceptó y eligió hacerlo en formato bolsillo, “porque al ser más barata todos podrían leer a Baudelaire”. Llegó a las librerías en 1982. La última se publicó en 2012, tras 22 ediciones y más de 60.000 ejemplares vendidos, “revisada y con algunos ajustes”. Lo hizo a petición del editor. Sarrión, con 73 años, pensó que estaría bien hacerlo “antes de desaparecer de este mundo”.
Mientras, Baudelaire le susurra: “Haces bien en ocuparte de mis flores; que te paguen lo que a mí no me pagaron”. De ese jardín prefiere Una que pasaba, en cuya segunda estrofa muchos se ven, en secreto y sin saberlo: “Ágil y noble, alzando su pierna escultural. / Yo bebía, crispado en grotesca postura, / de sus ojos de cielo que el huracán augura / el dolor que fascina y el deleite fatal”.

LA GRACIA Y EL ABISMO DE ÁNGEL RUPÉREZ



Algunos hechos marcaron para siempre la vida de Baudelaire (1821-1867) y, sin duda, contribuyeron a que forjara una visión sombría de la existencia que, a su vez, penetró en todos los intersticios de su poesía. Se quedó huérfano de padre a los seis años y, a partir de entonces, estableció una profunda e intensa relación con su madre que duró hasta que esta decidió casarse de nuevo. Este hecho supuso para él el fin del idilio, cuyo causante fue su padrastro, al que vio, sin duda, como el peor ladrón, el intruso más intolerable, el más bárbaro Atila que arrasó con su infancia dorada e irrecuperable.

A partir de aquí empieza el descalabro, la mala vida, el lujo inmoderado, los burdeles oscuros, la bohemia de altura, el dandismo más exaltado y la poesía más original, descarnada, profunda y anhelante que quepa imaginar. Se puede decir que de esa grieta existencial incurable nació el remedio doloroso de su poesía, que empezó a escribir pronto, “con paciencia y con furia”, y a la que le puso distintos títulos — Las Lesbianas, Los limbos— hasta que acabara siendo Las flores del mal.
La primera edición tuvo lugar en 1857, con el consiguiente proceso judicial, que acabó en condena y escándalo. Baudelaire tuvo que quitar seis poemas de su libro en la reedición de 1861, entre ellos el magnífico Mujeres condenadas (es decir, lesbianas), por no hablar del portentoso Una mártir, que termina de una manera tan escabrosa que, sin duda, tuvo que horrorizar a los jueces que lo condenaron. Estos poemas excluidos reaparecieron en la edición de 1866, hecha en Bruselas por el gran escudero del poeta, su editor Auguste Poulet-Malassis. A esta edición le siguió la de 1868, ya póstuma y con nuevos añadidos a los que ya se habían producido en la segunda edición, la de 1861.
La traducción y la edición que celebramos ahora se apoya en esas dos ediciones, la del 61 y la del 68. El diseño como tal es rompedor, atrevido, fantasioso y recuerda a una caja multicolor, con los bordes (el canto) rojos, en cuyo interior se encuentra ¡ese regalo, esa joya!, los poemas gloriosos de Baudelaire. El diseñador es Quim Díaz y la fotógrafa, Fiona Morrison, autora de las fotos que entrelazan la figura mayestática y dandística de Baudelaire, junto con unas floraciones multicolores que expanden la mirada del poeta a ¿sus paraísos artificiales?
Y luego está la traducción de Manuel J. Santayana, que ha apostado por la métrica y la rima más estrictas. Para calibrar esa audaz opción —llena de peligros— hay que mirar los resultados y los resultados son excelentes, con muchos aciertos brillantes, con un respeto escrupuloso por el sentido del original, con muy pocas cabriolas —o ninguna— que lo desfiguren en favor de las geniales ocurrencias del traductor de turno.
Su patrón métrico básico es el alejandrino, siguiendo al alejandrino francés, pero también usa el endecasílabo, el heptasílabo, el eneasílabo, siempre según la pauta marcada por el original. A este estricto rigor métrico se suman las rimas, siempre consonantes, con una disposición que calca la del poema baudelairiano. El esfuerzo es, sin duda, titánico y los resultados son regularmente buenos, sin los temibles ripios al acecho, o esas otras componendas ridículas que, para facilitar la rima, se convierten en horrísonas patochadas, que afectan tanto al sonido como al sentido. Poemas fabulosos como Moesta et Errabunda ( Tristes y errantes), La campana quebrada, Paisaje, Las viejecitas, A una que pasaba o El cisne, entre otros, están fenomenalmente traducidos y suenan muy bien cuando se leen en voz alta.
A veces resuena Rubén Darío, o cualquiera de sus discípulos hispanos, como en este fragmento del poema La Belleza: “Yo reino en el azur, esfinge postergada; / mi blancura es de cisne y mi corazón, nieve; / porque enreda las líneas, odio lo que se mueve / y no río jamás y no lloro por nada”. Otras, sin más, se oye, en español —¡milagro de las buenas traducciones!—, esa voz baudelairiana del desgarro moderno, como ocurre en el maravilloso A una que pasaba: “Un fulgor… ¡y la noche! Fugitiva beldad, / cuyo mirar me ha hecho nacer una vez más, / ¿no te veré ya nunca, sino en la Eternidad? / ¡Lejos de aquí! ¡Muy tarde! ¡Quién sabe si jamás! / Pues tú ignoras mi rumbo, yo no sé adónde irías, / ¡tú, a quien yo hubiera amado, oh tú, que lo sabías!”.
Cada época debe traducir a los grandes de otras lenguas para sentirse viva. Este Baudelaire vive a lo grande en español. ¡Bienvenido sea!

domingo, 3 de mayo de 2015

Estampas II


El lateral izquierdo corría la banda con ímpetu, había cruzado ya el medio campo y solo se interponía ante él un defensa de cien kilos con cintura de plomo.
¿Cómo había llegado hasta esa posición? Siempre jugó como central y nunca se había enfrentado a jugadores con barriga de preñada. ¿Cómo se había torcido su futuro de futbolista hasta los campos de segunda regional? Había sido un central de físico imponente, recio, sin demasiada técnica, pero con la suficiente pegada y sentido de la estrategia como para triunfar en el primer equipo. Cuando jugaba en el juvenil, disfrutaba con la pelota, gozaba de la solidaridad de pertenecer a un grupo que se divertía en común, que reía tanto en el campo como fuera de él cuando se reunían para tomar la cerveza de después. El juego era lo importante. Al acostarse, pensaba en el partido de la semana, en subir al área contraria y cabecear a gol en el último minuto. Celebraba cualquier jugada con sus amigos, con los camaradas del instituto, con los que lo arropaban en sus fechorías y en sus calaveradas. La responsabilidad solo pasaba por disfrutar de los 90 minutos trenzando jugadas vistosas, por culminar los pases al hueco con acierto.
No era muy hábil con el regate, pero evitó con facilidad la entrada mastodóntica del central de cien kilos. Evitó la patada en mitad de la rodilla y siguió en su incursión hasta la línea de fondo. De reojo vio en la banda a un abuelo sentado en una silla de anea, con la barbilla apoyada en un cayado de pastor. Había dejado a su propio portero bebiendo de una bota de vino que un aficionado del equipo contrario le obligó a no rechazar. Tras la portería, un muro servía de límite entre el campo de fútbol y el cementerio.
Su progresión fue premiada con la subida al primer equipo. Llegó a jugar en algún campo importante, pero ya no era igual. No estaba cómodo, ya no era un juego. Debía competir por su puesto y empezó a pensar demasiado. Cuando le llegaba la pelota, sus movimientos dejaron de ser espontáneos, los nervios lo atenazaban, solía pifiar cada uno de los pases y llegaba siempre tarde al balón. La sociedad con el libre ya no era mecánica, lo oía gruñir en cada una de sus acciones. "Las chicas te están sorbiendo el tuétano", "otro que se echa a perder", "les gusta demasiado la juerga", "ya no disfrutan entrenando como antes", "no tienen voluntad ni capacidad de esfuerzo", "en cuanto se les pone dura, se les reblandecen las piernas"... El fútbol se convirtió en angustia. Los partidos ya no eran una fiesta, el momento más esperado de la semana, sino un trago amargo que había que endulzar como se pudiera. A mitad de temporada era reserva fijo y dos partidos después lo bajaron al equipo de segunda regional.
Cuando se aproximaba a la línea de fondo, pensó, "¿qué voy a hacer ahora?, yo no le doy a un bote con la zurda, ¿cómo había que poner la pierna?, no sé si pararme o centrar al paso..." En ese momento notó el garrote del abuelo enganchando su pierna izquierda. La zancadilla le hizo caer de bruces sobre la tierra prensada. Fue un alivio. La tangana la contempló desde el suelo.

sábado, 2 de mayo de 2015

Estampas I


Las abarcas de su abuelo se hunden en el barro. El frescor del agua del pozo. La sintonía de "Elena Francis" (nana, nananaranana, nanananana, nana, nan...) sale de la radio, a los pies de la abuela, mientras ella remienda un pantalón de pana. El rosal silvestre crece y alumbra la entrada de la casa de campo. Un cristal en forma de huso se incrusta en un muro encalado. El abuelo, con la primera luz, se afeita con navaja barbera y se muerde la costra del labio cuando la cuchilla le muerde la piel. El baño en el abrevadero de las ovejas. La barriga raspada por la poca profundidad del agua. El miedo a la hondura de la balsa y a los monstruos que esconde el agua densa y verde. El miedo a la oscuridad, al aullido del lobo en las noches de verano. La algarabía de la cosecha del trigo en la era, durante una noche tan clara que no parece noche. Las estufas de humo ahuyentan las tormentas de granizo. El parte del tiempo se escucha con atención, en silencio, el mismo silencio que rompen las cucharas golpeando la cerámica durante las comidas y las cenas. La piedra de cal hierve en el agua del carburo y la llama surge silbando para crear perfiles monstruosos. Las servilletas blancas rezuman suero, se huele la leche de oveja y chorrea en los estantes de madera la blancura de los quesos. Los silos en la cámara guardan el trigo y la cebada, dunas de grano que arañan los roedores. El miedo de la noche, la amistad de la luna acompaña al muchacho entre las cepas. Se limpia con una pámpana verde o con una piedra pulida. El miedo de la noche, el aullido del lobo. La voz balsámica de la abuela sonando entre los consejos de Elena Francis y el zumbido de las abejas y las moscas. Las rosas silvestres coloreando la cal de la fachada. Un tebeo de Agamenón ahuyenta las sombras. El agua de la balsa se vacía en los surcos del riego, ríos por donde compiten los barcos de choza. Las abarcas hundidas en el barro y el azadón abriendo nuevo curso al agua liberada. Las gallinas nos han robado las palabras, cloquean sin descanso y el gallo avisa al abuelo para que sangre delante del espejo en forma de huso. Los hombres no hablan, clavan las abarcas en la tierra, se envuelven de polvo y conducen a las ovejas hasta los pastos más lejanos. Entre los silos, en lo más alto de la casa, dormita el muchacho muerto de miedo arrullado por los roedores que arañan las dunas de trigo. Agamenón no es un príncipe griego, valeroso, capitán de la victoria contra los troyanos, sino un labriego con boina que hace reír y alumbra las noches y apaga las voces de los lobos y se yergue en medio de los silos y pisa con su 54 de pie a los ratones que enturbian el silencio. "Igualico, igualico que el defunto de su agüelico", ríe el muchacho y se acaricia la barriga, arañada durante el baño en el abrevadero. Ríe y se duerme en u sueño profundo. El suelo de la cámara cede y el muchacho vuela sobre su cama hasta el establo, allí lo espera una mula torda que, asustada, da coces sobre el pesebre. El muchacho, a pesar del estruendo, no quiere despertar.

viernes, 1 de mayo de 2015

La actualidad revitaliza la portada de "El Gambitero"

La dictadura de la actualidad ofrece en ocasiones estas paradojas: una entrevista hace tres años a Monedero se lee en clave de rabiosa actualidad con mayor fuerza que muchas de las palabras que aparecen hoy en prensa respecto a la dimisión del número tres de Podemos. Un ejemplo: "El País", en su titular, extrae "Es más importante un minuto de televisión que los círculos" para enfatizar el supuesto ataque de Monedero a Pablo Iglesias. Esto mismo nos dijo a nosotros hace tres años, citando a Alfonso Guerra: "Prefiero un minuto en televisión a cien mil militantes". Cuando lo mencionó, no hacía más que reflejar una triste realidad, de la que todo el que se dedica a la política en el mundo actual es consciente. El problema es cómo se interpretan las palabras, cómo se sacan de contexto para utilizarlas con un fin determinado. Y esto está siendo la perdición de la prensa actual.
Es curioso, me resultó más interesante, más profundo (a pesar de las importantes discrepancias), el Monedero de la distancia corta, de la conversación de bar, que el que aparece dibujado en prensa, incluso por él mismo. En su agradecimiento a Pablo Iglesias de hoy mismo en Público, hay demasiada melaza y poca ilustración, justo lo contrario de lo que percibimos en nuestra entrevista. En una de sus respuestas, les contó a los chicos el mito de Casandra. Con un punto de soberbia, venía a decir que los politólogos eran capaces de adivinar lo que le iba a ocurrir a un país, pero tenían la maldición de que nadie los creía y, por tanto, no se ponían soluciones ante los problemas que auguraban esos derviches. No sé si en la dimisión de Monedero han sido los medios los que han actuado de Zeus o el propio Pablo Iglesias, pero más que el mito de Casandra, Monedero parece haber sufrido lo que le ocurrió a Narciso.

jueves, 30 de abril de 2015

"El número 15 de Usher Island" por Ernesto Baltar

Antes de ir, Dublín es Joyce como Praga es Kafka. Ciudades literarias o absorbidas por la literatura, ciudades que no existen quizá más que en los sueños neblinosos de un libro recordado vagamente. Joyce se ha adueñado de un escenario de literatura excesiva, excedente, rebosante: Beckett resulta más bien francés; YeatsShaw yWilde, ingleses; Jonathan Swift, satírico universal, y de Bram Stoker sólo quedan los colmillos sangrientos de su famoso personaje. Los dos escritores autóctonos más puramente dublineses, Sean O’Casey y James Clarence Mangan, no tienen en cambio la misma proyección internacional. Por último está el caso singular de Flann O’Brian, que nació en Strabane, condado de Tyrone, pero murió en la capital irlandesa después de beberse media nación a tragos largos, casi sin respirar.
Se imagina uno Dublín —literaria, cinematográficamente— como un laberinto de tabernas, con la espuma de la Guinness desbordándose por las jarras, por las barbillas de los borrachos, por el empedrado de las calles, por las puertas de los pubs, por las casas de ladrillo ocre, por las riberas del Liffey. Hombres alegres entonando baladas antiguas con los ojos iluminados por la poesía y resolviendo sus discusiones a puñetazos, como en las historias más o menos sentimentales de John Ford. Quizá sea este norteamericano hijo de inmigrantes irlandeses quien mejor haya sabido transmitir las supuestas paradojas del pueblo irlandés: su simpatía recia, su sequedad cariñosa, su nobleza violenta, su serenidad alocada, su moderada fogosidad… Esa hospitalidad sin dobleces, el deambular etílico entre la iglesia y la taberna, la camaradería exaltada de los borrachos, la sensualidad arisca de las pelirrojas pecosas, esa cáscara de dureza con fondo sentimental. En este sentido El hombre tranquilo, más que una película, sería la epopeya simbólica de una nación. Y su complemento perfecto es otra obra maestra del cine, Los muertos de John Huston, basada en el relato homónimo de Joyce. Desde luego llega uno al aeropuerto dublinés con esa parafernalia referencial —de imágenes, tópicos, recuerdos y valores— en la cabeza.
Cuenta Vargas Llosa que la primera vez que estuvo en Dublín se sintió traicionado porque ese lugar “alegre y simpático” en el que le paraban por la calle para conversar y le invitaban a tomar cerveza no se correspondía con la ciudad densa, sórdida y gris que aparecía reflejada en los libros de Joyce. Sirviéndose de una prosa exacta y fría, a caballo entre el rencor y la nostalgia, Joyce había ido describiendo con precisión matemática “las calles macilentas donde juegan sus niños desarrapados y las pensiones de sus sórdidos oficinistas, los bares donde se emborrachan y pulsean sus bohemios y los parques y callejones que sirven de escenario a los amores de paso”.Según propia confesión, en los relatos de Dublineses se propuso “traicionar el alma de esa hemiplejia o parálisis a la que muchos consideran una ciudad”, objetivándola en un mundo ficticio, artístico, si cabe más verdadero que el real.El Dublín de los cuentos se delinea como un mundo soberano, sin ataduras, gracias a la frialdad de la prosa que va dibujando, con precisión matemática, las calles macilentas donde juegan sus niños desarrapados y las pensiones de sus sórdidos oficinistas, los bares donde se emborrachan y pulsean sus bohemios y los parques y callejones que sirven de escenario a los amores de paso. Una fauna humana multicolor y diversa […] Un mundo sórdido, ahíto de mezquindades, estrecheces y represiones […] Una sociedad en ebullición, hirviente de dramas, sueños y problemas, que ha sido metamorfoseada en un precioso mural de formas, colores, sabores y músicas refinadísimas, en una gran sinfonía verbal” (Vargas Llosa, El Dublín de Joyce). De este modo, Joyce fue uno de los pocos autores de su tiempo que supo “dotar a la clase media —la clase sin heroísmo por excelencia— de un aura heroica y de una personalidad artística sobresaliente”, dignificando la vida mediocre a base de epifanías literarias. Es curioso que una ciudad, e incluso todo un pueblo (el irlandés), hayan quedado fijados universalmente por alguien que decía odiarlos tanto.
La mayoría de los relatos de Dublineses fueron escritos en 1905 y durante nueve años el manuscrito anduvo de editor en editor sin que nadie se animara a publicarlo. Me gusta mucho Un triste caso, que cuenta la historia del señor Duffy. Este hombre vivía en una casa vieja y sombría desde cuya ventana podía ver la destilería abandonada y el río poco profundo en el que se fundó la ciudad. Su cara, “que era el libro abierto de su vida”, tenía el tinte cobrizo de las calles de Dublín. Cuando abría la tapa del escritorio emanaba un olor a lápices nuevos o a goma de borrar o a manzana madura. Pasaba las noches sentado al piano de su casera o recorriendo los suburbios, no tenía colegas ni amigos ni religión ni credo. “Vivía su vida espiritual sin comunión con el prójimo, visitando a los parientes por Navidad y acompañando el cortejo si morían”. De vez en cuando oía un tranvía siseando por la desolada calzada. Se entera por una noticia del periódico de la muerte de una mujer que lo amó (parece ser que ella, que estaba casada, se dio a la bebida ante su desdén y acabó siendo atropellada por un tren al cruzar las vías en la estación de Sydney) y se arrepiente de haberla rechazado. Al final del relato vuelve sus ojos al resplandor gris del río, serpeando hacia Dublín. “No se oía nada: la noche era de un silencio perfecto. Escuchó de nuevo: perfectamente muda. Sintió que se había quedado solo”.
En Un encuentro se reproduce una aventura real que experimentaron Joyce y su hermano Stanislaus en junio de 1895 (James tenía a la sazón trece años). En vez de acudir como todos los días al Belvedere College, esa siniestra cárcel de jesuitas autoritarios, hicieron pellas y emprendieron rumbo a la Pigeon House, una estación eléctrica situada en la bahía. Antes de llegar a su destino, se cansaron de caminar y se sentaron en un banco junto al río Dodder a tomar galletas y limonada de frambuesa. Se les acercó entonces un hombre andrajoso con dientes amarillos y mellados, que se sentó junto a ellos y les empezó a hablar de novelas de aventuras y del pelo sedoso y las manos suaves de los niños pequeños. Al rato el hombre se levantó, se alejó unos metros e hizo algo que sorprendió a Stanislaus (Mahony en el relato), que exclama: “He’s a queer old josser!”. En la traducción al español de esta expresión —“¡Qué viejo más estrambótico!”, según la versión de Guillermo Cabrera Infante— se pierde el probable doble sentido o juego de palabras, puesto que josser (“tío”, “individuo”, que remite a fool, “tonto”, pero asimismo a “Dios” en la lengua franca comercial del Lejano Oriente) recuerda a tosser, literalmente “mamón”, “gilipollas”, pero también “pajero”, masturbator. No parece casual esa cercanía de significantes, ni mucho menos. [Obsesionado por los juegos de palabras, los símbolos y las fórmulas cifradas, Joyce emprendería finalmente el experimento absurdo del Finnegan’s Wake, del que sólo se salva la idea: un hombre tirado, moribundo, en las orillas del Liffey, con la historia de Irlanda y del mundo dándole vueltas en la cabeza]. Todo apunta a que el viejo pederasta se masturba. Cuando vuelve al lado de los chicos sólo les habla de los castigos, azotes y palizas que merecen los niños traviesos. Ellos se marchan asustados.
El último relato de Dublineses es Los muertos, escrito hacia 1906, seguramente uno de los mejores cuentos de la historia de la literatura. La perfección impresa. Antes de ir, mi idea de la ciudad estaba totalmente determinada por el ambiente de esa historia. De hecho, me hubiese gustado haber ido a Dublín en invierno y que estuviese nevando, y ver la nieve caer cruzando el puente de O´Connell, junto a la estatua, en un coche de caballos, y acudir con los chanclos a la casa de las señoritas Morkan, en el número 15 de Usher Island, y beber ponche caliente y trinchar el ganso y escuchar al cadáver de tía Julia entonando los gorgoritos de Ataviada para la boday leer un estúpido discurso (la hospitalidad irlandesa, tristes recuerdos, las Tres Gracias, París, la cita de Browning) y volver de noche al hotel y asomarme a la ventana para sentir la emoción de la nieve que cae, que cae sin parar, que cae sobre toda Irlanda, que cae sobre las sombrías y sediciosas aguas del Shannon, que cae en el solitario cementerio en el que Michael Furey yace enterrado, que cae lánguidamente en todo el universo y lánguidamente cae, como en el descenso de su último final, sobre todos los vivos y los muertos.
*****
Dubhlinn toma su nombre de un “remanso negro” con régimen de marea situado en el estuario del río Poddle. Esto, que podría ser perfectamente un verso de T. S. Eliot, es la primera frase de la guía que saqué en la biblioteca municipal. Pura literatura.
El bed&breakfast que reservamos por internet estaba muy bien situado, junto al puente de O’Connell, pero al llegar allí reparamos en lo cutre del lugar. El váter estaba encajado entre dos paredes estrechísimas y el lavabo era tan pequeño que podía confundirse con un bebedero para hámsters. Quizá lo que pasa es que ya no tenemos edad para dormir en este tipo de sitios, dije yo tratando de convencerme (de convencernos) mientras arrugaba con escrúpulo la nariz. Los dieciocho quedaron lejos. El espíritu mochilero estuvo bien en su día, fue divertido mientras duró, pero ahora ya conocemos el significado de la palabra lumbalgia. Lo único bueno de un antro así es que estás deseando salir corriendo a la calle y descubrir la ciudad. Pateártela de principio a fin y volver derrengado al colchón con los párpados caídos por el agotamiento. Además, al segundo día ya te has olvidado de las directrices de la OMS sobre higiene y hasta los desayunos comunales de café rancio y tostada rota con las universitarias erasmistas tienen su encanto: los bostezos desatados, las preciosas ojeras de tanta juerga saludable, la fragancia del champú en las melenas recién duchadas… Casi apetece quedarse a jugar un campeonato de mus, charlar en el sofá o ver la televisión… y fingir que no vas a clase. Lo fundamental es no mirar cómo friegan las tazas, platos y cubiertos. Te podría dar un mal.
La primera cosa que me llamó la atención al salir a la calle fue la presencia de gaviotas. Me llamó la atención, obviamente, porque no me lo esperaba: la sorpresa se mide siempre por el grado de ignorancia previa. Las ciudades con gaviotas, si no tienen acceso directo y visible al mar desde el centro, me suelen descolocar en un primer momento. Se produce un desajuste de la realidad, un resorte que nos saca fuera de nosotros mismos y hace que nos veamos desde lo alto como si fuésemos aliens o místicos bilocados. Es algo parecido al “extrañamiento” o “desfamiliarización” que postulaban los formalistas rusos. Por decir algo.
Dublín es ahora una ciudad deprimida, callada, triste, en decadencia. Sus habitantes tienen la mirada turbia, abatida y rencorosa, como los mendigos de pasado ilustre. Antes estaban flotando en lo más alto de la burbuja financiera, brincando como niños felices en un castillo hinchable, pero la fiesta terminó y se precipitaron al vacío con gran estrépito y violencia. Hace diez años todo era júbilo, entusiasmo, dinero. Las multinacionales emplazaban aquí sus sedes europeas para beneficiarse de sus óptimas condiciones fiscales. Sobraba la pasta por todos lados y los nuevos ricos hacían alarde de su prosperidad, gastando lo que no tenían. Ahora, en cambio, los pisos han caído a menos de la mitad de su precio, no hay casi servicios públicos y el Estado, al borde de la suspensión de pagos, tuvo que ser rescatado por la UE. De repente se cayeron del guindo y se quedaron con cara de tontos, como cuando el árbitro te roba el partido. Medidas inmediatas: recortes de 15.000 millones de euros en el gasto público y eliminación de 25.000 puestos de funcionarios (y bajada del sueldo de los restantes), así como subida generalizada de los impuestos.
L., que vive a quince minutos del centro, nos pasea en coche por la región: nos lleva al puerto de Howth (junto a la famosa Torre Martello del Ulises, donde Joyce pasó seis noches en 1904 y que ahora es un museo en su honor), al castillo de Malahide, a Bray, a Glendalough, a Dun Laoghaire… Mientras recorremos el paseo marítimo de Bray, con su hilera de chalets, el monte con faro al fondo y la noria a un lado, pienso en nuestro cicerone literario, James Augustine Aloysius Joyce, que vivió aquí de pequeño, en la época más próspera de su padre como recaudador de impuestos, antes de su quiebra total. Fue en esta playa donde este misógino ginéfilo se enamoró por primera vez. La culpable era Eileen Vance, hija de una familia protestante, que después aparecería de manera aleatoria en varios de sus libros.
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Imagino a Joyce con su parche en el ojo izquierdo, mirando de reojo a la posteridad con aires de glaucoma, componiendo la mueca del genio incomprendido. Dice Javier Marías en Vidas escritas que Joyce es de esos artistas que de tanto prodigar el gesto de la genialidad acaban por persuadir a sus contemporáneos y a las siguientes generaciones de que en efecto son genios sin remisión. Joyce era, según propia confesión, un hombre huraño, triste, celoso, solitario, insatisfecho y orgulloso.
Lector compulsivo, bebedor y putero, le escribía cartas obscenas a su mujer, Nora Barnacle, en las que le exigía todo tipo de detalles sexuales íntimos. No andaba muy desacertado H. G. Wells cuando apuntaba a la cloacal obsession de Joyce en una desdeñosa carta que le envió sobre el Ulises. Las opiniones sobre esta novela experimental de otros ilustres escritores de la época tampoco fueron demasiado elogiosas: “En Irlanda se tiene la costumbre de intentar curar a un gato de sus malos hábitos frotándole la nariz con su propio pis. Y el señor Joyce ha probado a hacer lo mismo con el género humano” (Georg Bernard Shaw); “Ulisses fue una catástrofe memorable: inmensa en su atrevimiento, extraordinaria en su desastre […] Parece escrito por un nauseabundo estudiante que se rasca los granos” (Virginia Woolf).
Joyce escribía como leía: con lupa. Como Proust o Ramón, Joyce miraba el mundo a través de un cristal de aumento, atendiendo a lo microscópico de la vida. Por eso, según Ortega, los tres consiguieron superar el realismo extremándolo. El estilo de Joyce, como el de Proust, le obligaba a añadir más y más cosas, compulsivamente, emborronando hasta el infinito las sucesivas pruebas de imprenta. Su manía descriptiva le llevaba al extremo de enviar cartas a sus amigos desde Trieste o Zúrich para preguntarles qué árboles eran exactamente los que había en tal esquina concreta de su ciudad natal.
Ni los celtas, ni los vikingos, ni el Libro de Kells, ni el Trinity College, ni la catedral de San Patricio, ni el trébol de cuatro hojas… Dublín es un chico gordo y pedante subiendo las escaleras de la Torre Martello.

martes, 28 de abril de 2015

El Gambitero 2015

Una nueva edición de "El Gambitero" 2015, la sexta de este periódico escolar con el que participamos en el concurso nacional, "El País de los Estudiantes". A pesar de los problemas con el programa de maquetación y de las, a veces, difíciles reuniones de coordinación, hemos podido completar un trabajo interesante con la entrevista a Juan Carlos Monedero como centro de la portada. Junto a los alumnos que han participado este año, hay que tener en cuenta a los que hace tres hicieron la entrevista con la que abrimos el periódico: Lourdes, Paula (que nos puso en contacto con un Monedero entonces desconocido), Natalia, Jenni, Laura, Arantxa, Leticia, Edu, Míriam... No os perdáis los reportajes, merecen la pena.

Periódico El Gambitero 2015 PDF

domingo, 26 de abril de 2015

Dublineses V


Al final ha aparecido la lluvia y el viento del Ártico para anunciarnos que debemos marchar. Dejamos Dublín con la barriga más hinchada, la garganta enrojecida y la sensación de que me dejo algo (no, no, eso siempre me pasa), de que nos dejamos a alguien encerrado y dando tumbos en los urinarios de un pub de Temple Bar. Seguro que mientras despega el avión, los muertos siguen oyendo caer la lluvia sobre las lápidas de musgo de Glasnevin, donde "Popeye" se engulló en honor a los héroes de la patria una tarta de arándanos. Seguro que mientras despega el avión, los gardas irlandeses siguen cotejando las nalgas de "Cobete" en el fichero de la policía para dar con el culo que se asomó por la ventana del hotel más amable en el que uno pueda reposar. Seguro que a Shaw, a Wilde, a Joyce y hasta a Swift, esta escena les hubiera inspirado para confeccionar un tratado satírico sobre los astros celestes y los culos españoles tomando el fresco a las dos de la mañana bajo la luna de Dublín.
Somos más amables que cuando partimos de Madrid. El contacto con los dublineses nos ha transformado el talante, el problema es que en cuanto nos topemos con el primer funcionario de aduanas o con un espejo es posible que la transformación se deshaga como por ensalmo.