martes, 14 de julio de 2020

Criaturas de "La muerte en bermudas". Román de la Vega, hijo adolescente del alcalde.

El discurso de Román era sosegado. No se alteraba lo más mínimo, por muchas amenazas y palabras graves que pronunciara. La defensa del pueblo no solo la exponía en los programas de la televisión regional, sino en cualquier lado, solo había que ver dónde estábamos. No importaba que los vapores insanos de los urinarios agriaran las palabras, él se mantenía al margen de los elementos.

Criaturas de "La muerte en bermudas". Adriss, el inmigrante argelino.

El pelo ensortijado de Adriss y su cómico rostro me recordaron a los personajes de Pasolini. Se quedaba sonriendo en mitad de la frase, con el plano detenido, como si lo hubieran sacado del Decamerón para contar, no una historia erótica, sino su miserable periplo por tierras de Canarias, Andalucía y Castilla. Hasta el cuento de sus desgracias en la patera lo intercalaba con estampas de una sonrisa inocente y cariada. Detenía el gesto en una breve pausa para digerir las penas sin tanta gravedad.

domingo, 12 de julio de 2020

"El infinito en un junco" de Irene Vallejo


El infinito en un junco es una clase monumental de introducción a la literatura universal. La prosa ligera de Irene Vallejo y su empeño en hacernos partícipes de la Antigüedad griega y latina, a través de continuas visitas a nuestra cultura actual, convierten este ensayo en una delicia para cualquiera que sea aficionado o amante de la palabra. Desde el papiro, pasando por las tablillas de cera, el pergamino, los códices y la piedra Rosetta, la autora repasa la historia de los libros en sus primeros pasos y nos ofrece un magnífico trampolín desde donde conocer las obras fundamentales que han pervivido a pesar del empeño del fuego, los insectos y los fanáticos por que la tradición cultural se perdiera. No solo menciona a los monumentos escritos, sino que también repara en la importancia de la literatura oral. Trata el tema como si de una biografía se tratara, desde el nacimiento de los alfabetos fenicio y griego, hasta el almacenamiento electrónico actual de los libros.   
La desaparecida biblioteca de Alejandría es el Olimpo de Irene Vallejo. El ensayo parte de este lugar, que los griegos quisieron convertir en despensa cultural de Oriente y Occidente, en un intento mastodóntico que el fanatismo religioso no podía consentir. 
Consigue la autora algo que los profesores de Literatura Universal pretendemos lograr en nuestras clases: entusiasmar al potencial lector y hacerles ver que no hay magia tan soberbia como la de las palabras. He disfrutado viendo pasar en la lectura a todos los autores y libros que destripamos en clase y no solo eso. Una serie de episodios no demasiado importantes han hecho de este ensayo algo muy especial, por ejemplo la alusión a El lector de Bernard Schlink (lo leemos en clase) o a las latomías de Siracusa (hace poco estuvimos allí de vacaciones) o el proceso de fabricación del papiro (visitamos en Siracusa un museo del papiro) o la mención de Haneke y La cinta blanca (una de mis películas favoritas)... Es curioso cómo a veces los libros ajenos ponen en tus manos experiencias propias y las gozas con especial delectación. 
En El infinito en un junco desfilan los libros mayores de griegos y latinos, se les dota de una vida propia que enlaza directamente con nuestro mundo de internet. Un placer y una suerte contar con autoras y editores que transmitan de manera tan sencilla el gusto y el honor de ser herederos de griegos y romanos y no precisamente por celebrar sus batallas.

Algunas referencias curiosas de El infinito en un junco:

-"En el palacio de Hattusa (capital hitita), en Turquía, se han encontrado varios especímenes de un curioso género literario: oraciones para combatir la impotencia sexual".
 -"Los orgullosos aristócratas tuvieron que soportar a un número creciente de advenedizos que, con atrevimiento insoportable, pretendían iniciar a sus hijos en los secretos de la escritura y estaban dispuestos a pagar para conseguirlo. Así nació la escuela". 
-Un vendedor de libros: "Cuando le vendes un libro a alguien, no solamente le estás vendiendo doce onzas de papel, tinta y pegamento. Le estás vendiendo una vida totalmente nueva. Amor, amistad y humor y barcos que navegan en la noche. en un libro cabe todo, el cielo y la tierra, en un libro de verdad, quiero decir".
-"En la época helenística, la "paideia" (en griego, "educación") se transforma para algunos en la única tarea a la que merece la pena consagrarse en la vida".
-"La risa es molesta al poder. Por eso no queda ninguna obra de Menandro".
-Consejos de Ausonio (s. V) a su nieto sobre la escuela: "Ver a un maestro no es una cosa tan espantosa. Aunque tenga una voz desagradable y amenace con ásperos regaños arrugando la frente, te acostumbrarás a él. No te asustes si en la escuela resuenan muchos golpes de fusta. Que no te perturbe el griterío cuando el mango de la vara vibre y vuestros banquitos se muevan por los temblores y el miedo".       

viernes, 10 de julio de 2020

Criaturas de "La muerte en bermudas". La pobreza.

"La pobreza te desposee hasta del nombre. Se ríe de los caprichos, de los melindres y termina difuminando la dignidad hasta que te conviertes en humo y no te importa pasearte desnudo o cubierto de andrajos porque nadie te ve, nadie va a tocarte, nadie va a pedirte que te cubras, ni va a ofrecerte un traje nuevo, ni un cuerpo sin quemaduras. Cuando pasamos cerca de la miseria, nos tapamos las narices para no contagiarnos con el hedor. La pobreza te nutre de estas cosas: asco e indiferencia. Te avisa de que hasta el animal solo hay un escalón y de este a la nada ninguno".

https://www.plateroeditorial.es/libro/la-muerte-en-bermudas_108918/

jueves, 9 de julio de 2020

Criaturas de "La muerte en bermudas". Miguel, el "Fantástico", médico y bailarín.

El médico forense también parecía sacado de una ficción, del saloon de una película del Oeste. Su desaliño, su barba de tres días y el aliento de benceno me lo retrataron como un personaje de Sergio Leone o del último Tarantino. (...) Los hábitos de Miguel, el “Fantástico”, se apartaban tanto de los mandamientos de la salud y las costumbres, que los pobladores del tanatorio le auguraban lo peor. No consentían que el comportamiento de Miguel alterara la monotonía de las tardes y el sopor de las noches, mientras ellos paseaban a la muerte de la mano.

miércoles, 8 de julio de 2020

Criaturas de "La muerte en bermudas". Agustín (Áigor), el loco.

"Miguel me explicó que Áigor —Agustín— no andaba muy bien de la cabeza. Que se le había ido el ojo a un lado a la vez que un manojo de circunvoluciones cerebrales. No parecía una definición muy científica, aunque tampoco era el momento de analizar la teoría de su locura. El tarado nos vendía a las chicas como si fuera su proxeneta. Ellas lo miraban entre la diversión y la resignación".

Criaturas de "La muerte en bermudas". Agnes, la adolescente de Tallin.

"Agnes también lucía cabello dorado y andaba desplazada. Era una de esas criaturas que se quedan al margen y no consiguen familiarizarse con quienes los rodean. Sufren su violencia sin que nadie haga nada por evitarlo. El negro de sus labios y uñas contrastaba con la palidez de rostro y manos. Los aretes en la nariz y las cejas eran desafíos contra la gente que no la reconocía, que la miraba como a una criatura extraña a quien ignorar o expulsar. Sin duda, tanto ella como Tatiana habrían sido presas fáciles para cualquier secta mandinga, satánica o hasta católica".

martes, 7 de julio de 2020

"Platón y la sombra de Sócrates" por Rafael Narbona



Platón fue un místico. Así lo creía Simone Weil. Su obra es una manifestación de fe. No en el Dios cristiano, que no conoció, sino en la profundidad del ser, cuya matriz última solo puede conocerse por medio de la razón. Es imposible deslindar su figura de la de su maestro, Sócrates, que se bautizó a sí mismo como el “tábano de Atenas”. Su ironía, que desmontaba con implacable rigor los argumentos de sus adversarios, no brota de la insolencia, sino del propósito de enseñar a los hombres a ejercitar su propia razón, tal como señaló Condorcet en su Esbozo de un cuadro histórico de los progresos del espíritu humano. Es imposible averiguar hasta qué punto Platón atribuyó teorías propias a Sócrates. Platón es un misterio. Conocemos bastantes cosas sobre su vida, pero muy pocas de su intimidad. Aparentemente, no se casó ni tuvo hijos. O tal vez ni siquiera lo mencionó, por considerarlo irrelevante. Tampoco podemos descartar la posibilidad de que abrazara un ideal ascético para consagrar todo su tiempo al estudio. Quizás, pensó que los lazos sentimentales solo eran un estorbo. Diógenes Laercio nos contó que su verdadero nombre era Aristocles y que Platón era un apodo, que significa “el que tiene las espaldas anchas”. Se lo puso su profesor de gimnasia. Nadie cuestiona la importancia de su filosofía, una bisagra entre Occidente y Oriente. Es conocida la frase del filósofo y matemático inglés Alfred Whitehead, según el cual la historia de la filosofía europea solo es un conjunto de notas a pie de página del pensamiento de Platón. 

Platón, que elaboró tantos mitos, ya es un mito, como Sócrates o Aristóteles. Todos caminaron por la historia, pero ahora lo hacen por esa Academia celeste pintada por Rafael Sanzio, indicándonos que el centro del saber es un eterno debate entre la tierra y el cielo, la caducidad de la materia y la perennidad del espíritu. Coleridge dijo que todos los hombres nacen platónicos o aristotélicos. Yo, sin negar el genio de Aristóteles, me siento más cerca de Platón. En su Oda a un ruiseñor, John Keats escribió: “Pero tú no naciste para la muerte, ¡oh, pájaro inmortal!”. Pienso que el canto del ruiseñor triunfará sobre la muerte. La belleza no es una ínfima mota en la corriente del ser. El devenir solo adquiere sentido sub specie aeternitatis. 

Platón nació en Atenas en 427 a.C. De linaje aristocrático, nunca creyó en las bondades de la democracia. El primo de su madre, Critias, fue uno de los Treinta Tiranos. Platón siempre se mostró partidario de que gobernasen los mejores, una elite de sabios y guerreros. Se especula que fue alumno de Cratilo, seguidor de las enseñanzas de Heráclito. En 407 se produjo el acontecimiento capital de su vida: conoció a Sócrates. Durante ocho años, fue su discípulo. Sócrates le enseñó que la filosofía no es un certamen agonístico, sino una divagación de resultado incierto. Esa perspectiva no agradó a sus conciudadanos, que entendían el debate filosófico como un concurso entre oradores que arrojaba vencedores y vencidos. No comprendían que se pudiera discutir tan solo para tantear, explorar, esbozar, conformándose con un final infructuoso. Platón aprendió de Sócrates, “un samurái de la sabiduría, impasible, sencillo, sin afectación” (Yvon Belaval), que la filosofía es autodominio, una victoria sostenida sobre uno mismo. La sabiduría no es un saber positivo y empírico. Platón muestra a Sócrates buscando inútilmente una definición universal del valor (Laques), la piedad (Eutifrón) o la moderación (Cármides). En el Hipias mayor, no se atreve a definir la belleza, pues no sabe con claridad en qué consiste, y no oculta sus vacilaciones y dudas: “Ando errante por todas partes en perpetua incertidumbre”. Sócrates solo desea pasar a la posteridad como una comadrona que ayudó a alumbrar ideas. No presume de certezas, pero no es un hombre sin convicciones. Piensa que no hay que responder a la injusticia con otra injusticia. Hay que hacer el bien por sí mismo, sin esperar recompensa. No es pesimista. Entiende que solo el bien engendra alegría. La virtud no es una pasión triste. Nuestra naturaleza nos inclina a hacer el bien y solo cuando obedecemos ese impulso, logramos paz y serenidad. El mal solo es insuficiencia, carencia de bien. 

Para sus contemporáneos, Sócrates fue un pez torpedo, que marea, paraliza y desconcierta, obligando a rectificar el rumbo. Su sabiduría les resultó una provocación con tintes de bufonada. Cuando en 399 fue acusado de ateísmo y de corromper a los jóvenes, y condenado a quitarse la vida con una copa de cicuta, Platón huyó a Megara, temiendo sufrir alguna clase de represalia. No presenció la muerte de Sócrates, pero reconstruyó sus últimos momentos en el Fedón, basándose en los testimonios de los testigos presenciales. En los años posteriores, Platón viajó a Egipto, la Cirenaica (una meseta situada en la costa noroeste de lo que hoy es Libia) y a la Italia meridional, donde se relacionó con los círculos pitagóricos. Se dice que Filolao le vendió los escritos secretos de Pitágoras. En esas fechas, comienza a escribir sus primeros diálogos: Apología de Sócrates, el Protágoras, el Gorgias, el Menón. 

En 388 viaja a Siracusa para asesorar a Dionosio I, soñando con instruirlo hasta convertirlo en rey-filósofo, pero el tirano se harta de sus consejos y lo vende como esclavo. Rescatado por un amigo, vuelve a Atenas y en 387 funda la Academia, la primera gran escuela de la Antigüedad, con aulas y biblioteca. La institución se mantendría en funcionamiento hasta que Juliano I ordenó cerrarla en el 529 d.C., alegando que todas las escuelas paganas representaban un peligro contra el cristianismo. En esa época escribe sus grandes diálogos: el Fedón, el Banquete, el Fedro y comienza la República. A la muerte de Dionisio I, su sobrino Dión, habla con Platón y le pide que vuelva a Siracusa para educar a Dionisio II, el Joven. Cuando desembarca en la isla, descubre que Dión, caído en desgracia, ha sido desterrado. Platón se convierte en un huésped no deseado. Durante un año, vivió casi como un prisionero. De regreso en Atenas, escribió el Parménides, el Teeteto, el Sofista, el Político y el Filebo. Dionsio II, el Joven, invita de nuevo a Platón y este acepta. No podemos negarle el don de la tenacidad. El resultado será catastrófico. Confinado en una villa, Platón logra abandonar Siracusa a duras penas. Ya a salvo, declara que jamás volverá a inmiscuirse en cuestiones políticas. Sin embargo, su última obra, Leyes, que queda inconclusa, redunda en el asunto del gobierno de la polis. Muere en 347 a.C. Su vida sigue envuelta en el misterio. Quizás es el destino de los grandes hombres que rompen la monotonía del devenir histórico.

Platón nos dejó en sus diálogos un conmovedor y elocuente retrato de Sócrates, cuya filosofía es una invitación a vivir bien, es decir, con sabiduría y justicia. El hombre solo se separa del reino de los brutos cuando ejerce la razón. Aunque estaba en juego su vida, Sócrates no halagó ni suplicó al tribunal que lo juzgó, como solía ser costumbre. En su Apología, Platón nos cuenta que habló con el mismo tono irónico que empleaba en el ágora. Cuando le preguntan si no ha preparado su defensa, responde que su único alegato es su vida, enteramente dedicada a “considerar qué es lo justo y lo injusto” y a “practicar la justicia y a huir de la iniquidad”. No acepta las acusaciones de sofista, señalando que nunca ha cobrado por sus clases. Aclara que solo busca una sabiduría “a la medida del hombre”. 

Sócrates no presumía de exponer teorías incontrovertibles. Solo compartía su perplejidad con los demás. Cuando Querefonte, ciudadano de notoria virtud, interrogó al oráculo de Delfos, preguntándole quién era el hombre más sabio, respondió que Sócrates, pues era el único hombre que comprendía la magnitud de su ignorancia. Ese reconocimiento es particularmente fecundo, pues constituye un irrenunciable punto de partida para avanzar hacia un saber libre de dogmas, absolutos y supersticiones. Sócrates atacó a la elite de Atenas: oradores, políticos, técnicos, hombres de negocios, poetas. Lo hizo porque apreció que no les movía el anhelo de verdad y belleza, sino una insaciable voluntad de poder. Su desafío no quedó impune, pues se le consideró un peligro para los intereses de las clases dominantes. En el juicio contra Sócrates, Meleto representa a los poetas, Licón, a los oradores, y Anito, a los políticos y hombres de negocios. No era fácil encontrar frentes vulnerables contra un hombre que no había acumulado riquezas ni privilegios. Su integridad y coraje eran su único patrimonio. ¿Por qué le consideran una amenaza? Porque los jóvenes lo escuchaban con fervor y lo imitaban, preguntándose si la polis está gobernada por los hombres apropiados. Porque removía las conciencias. Porque examinaba la tradición con una perspectiva crítica. Humano, demasiado humano, se equivocaba y rectificaba, sin sentir que se humillara por reconocer un error. Sentía un profundo amor por Atenas, pero ese sentimiento no oscurecía su mente. Pensaba que el afecto solo es fecundo cuando señala las imperfecciones. Un caballo brioso y de buena raza es torpe y pesado sin un tábano que lo pique y lo despierte. 

Sócrates no deseaba tener discípulos, sino amigos. Su discurso es político y pedagógico, pero sobre todo es moral y filosófico. En la Apología, comenta: “Nunca he sido yo maestro de nadie. Pero si alguien tiene ganas de oírme cuando hablo y cumplo mi misión, sea joven o viejo, no se lo prohíbo”. Sócrates intenta desenmascarar lo falso, mostrando los abusos e inconsistencias de quienes se erigen en jueces y se atribuyen el poder de decidir sobre la vida de sus conciudadanos. La vida de Sócrates es un ejemplo de responsabilidad cívica y exigencia moral. No conspira ni se plantea utilizar la fuerza para hacerse con el poder. Únicamente invita a pensar, sacudiendo la ceguera que acarrea vivir apegado a la rutina y el conformismo. Cuando los jueces le plantean varias penas, rechaza todas las alternativas. No quiere ser un prisionero que vive a expensas de las arcas públicas. No tiene dinero para pagar una multa. No está dispuesto a cerrar la boca, pues se niega a desobedecer a la voz de su conciencia, a ese dios que le instiga sin cesar, obligándole a pensar y hablar. La posibilidad del destierro le resulta inaceptable: “¡Sí que iba a ser hermosa la existencia para mí, a mi edad, partiendo para el destierro, cambiando siempre de residencia, de ciudad en ciudad, expulsado de todas!”. Ser condenado a muerte no le preocupa. El alma es demasiado valiosa para acompañar al cuerpo en su proceso de putrefacción. 

Confinado en una villa para que ejecute él mismo la sentencia, su amigo Critón lo visita, suplicándole que huya. Nadie lo perseguirá. Sócrates responde que su compromiso cívico le impide infringir la ley, aunque la pena impuesta sea injusta. Sócrates muere rodeado de sus amigos. Platón escribe con dolor que la polis acabó con la vida del mejor y más sabio de los hombres. Su injusto final será el punto de partida de su determinación de filosofar. No tardará en concluir que abominaciones como la condena de muerte contra su maestro solo podrán evitarse cuando los gobernantes sean filósofos. Su catastrófica experiencia en Siracusa le aconseja olvidar la política, pero no renuncia a su ideal del rey-filósofo. Eso sí, subraya que la filosofía no puede ser simple retórica, sino un pensamiento claro y consecuente. Por eso, no todos pueden participar en los asuntos de la política. Solo los mejores deben gobernar la polis. Sería deseable una sabiduría colectiva, pero esa esperanza es vana. La excelencia solo es una meta asequible para una exigua minoría.

En La sociedad abierta y sus enemigos, Karl R. Popper colocó a Platón entre los enemigos de la libertad, asegurando que utopía apuntaba hacia la dominación totalitaria. ¿Merece ese juicio? ¿Heredó esa perspectiva de Sócrates, su maestro? Sería absurdo juzgar el pensamiento de dos griegos de la Grecia clásica con el criterio de nuestro tiempo. Si lo hacemos, solo llegaremos a conclusiones grotescas. Lo cierto es que hoy nadie cuestiona la necesidad de una pedagogía selectiva que promocione a las inteligencias más notables para asumir la gestión de las áreas más complejas. Si se quiere rebatir a Sócrates y Platón, hay que impugnar la autoridad de la razón, invocando otros valores, como el genio irracional y la voluntad de poder. Es lo que hizo Nietzsche. La sombra de Sócrates ha llegado hasta nuestros días. Sus ideas aún nos ayudan a clarificar el presente. Erasmo de Rotterdam escribió: ¡Sancte Socrates, ora pro nobis! No se me ocurre ningún motivo para interpretar sus palabras como una hipérbole.

lunes, 6 de julio de 2020

Cafés del siglo XIX


Los cafés del siglo XIX se inventaron para conversar, fumar cigarros y beber absenta en vasos pequeños. Eran grandes salones con el suelo de madera, mesas de forja con tabla de mármol y sillas modernistas. El solitario se retrepaba en su atalaya, apoyaba la espalda en el diván y dejaba que murieran las horas aspirando el humo de los cigarros y sorbiendo el aliento de camareros con chaquetilla blanca. La enamorada esperaba, apoyado el codo en la barra, al joven con el que compartiría una paloma o un carajillo de anís, para luego dejarse magrear en un callejón oscuro.  El hombre de sociedad, el desharrapado, el poeta, el pintor, el delincuente, el faccioso, el comunista, el noctámbulo, todos ellos buscaban en esos antros a sus compadres, a sus enemigos, a sus dispensadores de cazalla. Las charlas bulliciosas partían la niebla de los cigarros y los jugadores de cartas se rompían los nudillos sobre los tapetes de fieltro verde. 
Fue en 1800, pero el fervor de solitarios, enamorados, conversadores, fumadores, tahúres y bohemios, continuó durante el siglo XX. Los cafés se convirtieron en escenario de tertulias famosas, novelas, películas y redadas. Valle-Inclán, Rubén Darío, Gómez de la Serna y luego Cela les dieron carta de asiento entre los lugares que los artistas debían visitar para compartir sus neuras, sus copas de aguardiente y sus bastonazos. 
En mi pueblo, Utiel, pese a sus escasos diez mil habitantes, tuvimos la suerte de contar con dos cafés del XIX. En cuanto a diseño, poco le tenían que envidiar a los de la capital. El café Gijón no era más decadente que al café salón Pérez, no. El suelo de madera vieja, las columnas modernistas de hierro forjado, la botillería empolvada, los divanes corridos, las mesas de mármol, la magia de los espejos, conformaban un espacio de culto, una catedral del vicio y la palabra. 
Pasé gran parte de mi adolescencia en ese café. A una parte graznábamos los jóvenes; en la otra, los viejos se consumían con sus cigarros y jugaban al "hijoputa". Los divanes centrales dividían una y otra etapa de la vida. A la izquierda, la pócima preferida era el coñá; a la derecha, el Trinaranjus y el cubalitro. No hay nada como la organización espontánea y anárquica de la sociedad. Recuerdo la muerte sosegada de uno de los viejos que contemplaba a los tahúres con el caliqueño en el rincón de la boca. Cayó sobre el respaldo de la silla como la ceniza del cigarro.
En el siglo XXI muchos de estos cafés han desaparecido o agonizan. Por suerte, el café salón Pérez lo están restaurando para abrirlo al público de nuevo. Es una gran alegría. Cómo hemos podido ensalzar los Starbucks y abandonar los cafés del XIX. Es como preferir beber agua de un cenagal, teniendo al lado una fuente fresca rodeada de praderas y pájaros cantores. En cuanto lo abran, buscaré un diván a la izquierda, junto a los que en el siglo XX abrevaban Fundador y quemaban el mármol con las colillas. 

"LA MUERTE EN BERMUDAS" A LA VENTA


Ya ha salido en preventa mi última novela "La muerte en bermudas". De momento solo se puede adquirir en el enlace de la editorial. A partir de septiembre, después de la presentación, aparecerá en librerías. Andrés Rubio, un excompañero, lector empedernido, opina sobre la historia: "El páramo de "La muerte en bermudas" es un lugar sin lindes, entre ficción y realidad y en cuyo suelo apenas el esparto sobrevive. El páramo no está bajo nuestros pies, sino en las mentes. Una novela cruda, bella en su desnudez, devastadora, genial. De verdad. No dejará a nadie indiferente". Mi madre ya la ha comprado. https://www.plateroeditorial.es/libro/la-muerte-en-bermudas_108918/

Criaturas de "La muerte en bermudas". Tatiana (Tanya), la adolescente rusa.

"...se me quedó grabada la tristeza insondable de Tanya. Detrás de sus ojos limpios, casi transparentes, se escondía una intranquilidad que enturbiaba de misterio la perfección de sus rasgos eslavos. Los labios encendían con vivo color la sordidez de una juventud que no parecía tal. Aquella fijeza en la melancolía no era la de una chica de 18 años, sino de muchos más. Tanya se rodeaba de jovialidad, de locura, de juerga, pero no participaba de ellas. Quedaba en el centro de la fiesta, incrustada como una corona de flores en mitad de un cumpleaños, estigmatizada por el anillo que le atravesaba la ceja. Rotunda, magnífica, con las potencias de mujer exaltadas hasta la indecencia, pero apagada por un interruptor oculto que la desconectaba del mundo febril que la rodeaba".

domingo, 5 de julio de 2020

"Cómo enfrentarse a Ulises" por E.J. Rodríguez

Ezra Pound visita la tumba de James Joyce en Ginebra (1967)

Fue mi padre quien me aconsejó una y otra vez, con énfasis, la lectura del Ulises. Sus recomendaciones siempre eran certeras y su pasión por este libro más que evidente —él se lo había leído casi de tirón la primera vez y creyó, craso error, que a mí me iba a suceder lo mismo—, así que intenté sumergirme en su lectura dos o tres veces. Y dos o tres veces abandoné la novela después de leer, o mejor diría de tropezar entre renglones, durante un par de capítulos. Pensaba que mejor dedicaría mis esfuerzos a libros menos inhóspitos.
Hay algo en el inicio del Ulises que puede desinflar el ánimo incluso de lectores bien entrenados y dispuestos. Puedo decir es el único libro que tuve que abandonar no porque fuese un mal libro, sino porque me sentía sobrepasado. Esta es una sensación que muchos lectores experimentan con esta novela, aunque hay una minoría privilegiada, o afortunada, o quizá más evolucionada, que consigue sumergirse en la obra ya con un primer contacto. Pero si escribo estas líneas es precisamente porque no pertenezco a esa selecta minoría. Y aun así conseguí terminar amando el Ulises y me gustaría animar a otros para que lo consigan también. La curiosidad por descubrir los ignotos alicientes de esta monumental y abrupta novela —y, por qué no decirlo, el orgullo de “voy a ser capaz de leer este artefacto y no solo de pasear los ojos por los renglones”— me impulsó a no dejarme vencer, a buscar los ratos indicados en que poder prestarle la debida atención, a centrar mi ímpetu en superar esos primeros capítulos. El esfuerzo fue recompensado. Aun así, hay que admitir que no se trata de un libro para todos los públicos y que su lectura es difícil, pero no es un callejón sin salida. Si yo pude, usted también puede.

Qué es este libro y para qué sirve

Ulises es, ante todo, un experimento. Un juguete literario. El juguete de James Joyce; el escritor irlandés quiso crear una obra repleta de paralelismos encubiertos y significados ocultos, cuyo descubrimiento tuviese ocupados a los críticos durante generaciones. No cabe duda de que consiguió su objetivo: aún hoy, las innumerables referencias camufladas en el texto son objeto de estudio. No nos detendremos aquí en hacer un sesudo análisis de los significados del libro, pero es inevitable apuntar algún comentario al respecto. Ulises narra una jornada en la existencia de varios habitantes cualesquiera del Dublín de los años veinte. Lo hace a través de dieciocho capítulos muy diferentes entre sí, tanto en tono como en estilo. Según el propio Joyce indicó a algunos amigos, cada capítulo hace referencia a un personaje o episodio de la Odisea de Homero, y el título de la novela ya da una pista de ello. El Ulises de la Odisea era el personaje literario favorito de Joyce, así que lo convirtió en título y centro de su juguete literario, aunque en el libro no hay ningún personaje con ese nombre. El equivalente del griego Ulises en la novela es Leopold Bloom, y su particular odisea no transcurre a través del océano sino por las calles de la pintoresca capital irlandesa. Molly Bloom, su esposa, es una moderna encarnación de Penélope. Y Stephen Dedalus no solo refiere a Telémaco —el hijo de Ulises y Penélope—, sino que es una especie de alter ego del propio Joyce. Además, ciertos capítulos hacen alusiones veladas a los cíclopes, las sirenas, Calipso, Proteo y demás mitología homérica. No vamos a adentrarnos más en todos estos paralelismos y en otros secretos del texto. Cualquier lector puede recurrir a los esquemas que el propio James Joyce envió a sus amigos Carlo Linati y Stuart Gilbert. Ambos esquemas difieren un tanto entre sí, hay que decir, pero dan una muy buena idea de cuáles son todos los motivos ocultos en la novela.

Qué me va a ocurrir cuando lea esta novela

…si es que podemos llamarla novela. Ulises es como una de aquellas viejas radios de onda larga, en las cuales uno giraba la rueda intentando captar lejanas emisoras que hablaban en lenguas desconocidas. De la radio surgían ecos, silbidos y fragmentos de charla o música; parecían llegados de otro mundo, una aparente cacofonía sin sentido que podía aburrirte, exasperarte, hasta que comenzabas a acostumbrarte a ella. Al final, los extraños sonidos del cósmico vacío de la radio se transformaban en un nuevo tipo de música, cuya rareza formaba parte del encanto del acto mismo de intentar localizar nuevas emisiones. En Ulises, el lector está obligado a hacer el esfuerzo de sintonizar su radio para poder captar la emisora de Joyce. Es muy difícil estar en la misma onda justo al empezar la lectura, y eso produce aburrimiento o exasperación en muchos lectores; sufren lo que en términos ciclistas podríamos llamar la “pájara del Ulises”. Pero esa pájara esconde una recompensa. Si uno hace el esfuerzo de seguir pedaleando, la cuesta inicial del libro puede llegar a ser superada. Eso sí, hemos de volver a sintonizar nuestra radio al comenzar cada nuevo capítulo —tan diferentes son entre sí—, pero llega un momento en que comenzamos a entender las reglas del juego que plantea Joyce. Y es entonces cuando empezamos a disfrutar incluso de los pasajes más experimentales y estrafalarios.
El único error que nadie debería cometer al enfrentarse a Ulises es pretender encontrar un argumento convencional, bien expuesto a la vista del lector y que permita seguir leyendo por el mero interés de comprobar cómo se desarrollarán los acontecimientos. No existe tal cosa en este libro; el argumento es lo de menos. Ulises es un collage, una narración cubista, tan descompuesta en pedazos que deja de parecer una narración. Hay que leerlo sabiendo de antemano que resultará difícil empezar a disfrutarlo hasta no conseguir formarse cierta visión global de lo que el libro pretende. Y para ello es necesario leer unos cuantos capítulos que nos permitan tomar perspectiva sobre el conjunto, como cuando uno se aleja unos metros de un gran cuadro para poder contemplarlo —y entenderlo— mejor.

La Biblia de la vulgaridad

Un ejercicio literario interesante es el de comparar Ulises con otras de las dos grandes novelas de su tiempo: En busca del tiempo perdido de Marcel Proust y La montaña mágica de Thomas Mann. Aparte de su importancia literaria y su contemporaneidad, la comparación entre las tres obras tiene ciertas razones de ser. Para empezar, tenemos tres sensibilidades distintas a la hora de describir la realidad. En busca del tiempo perdido es un libro pictórico que retrata el mundo con la atención al detalle y la profusión de pinceladas de un lienzo barroco. La montaña mágica es un libro musical, como una sinfonía en donde el ritmo y la duración son elementos fundamentales, herramientas para perfilar un concepto de la vida basado en la fugacidad de los años, en lo imparable del paso del tiempo. Ulises, en cambio, es un libro bíblico; distintos textos que, como en la Biblia, parecen provenir de diferentes autores y épocas, escritos con estilos de lo más variopinto, a veces incluso contradictorios. Es imposible atribuirle un estilo dominante. Cada capítulo tiene un narrador diferente, una forma de escribir (y de puntuar) distinta, un carácter ajeno al anterior.
Además, cabría hacer notar, los tres libros citados tienen la banalidad como uno de sus principales temas. En la vasta novela de Proust, la superficialidad burguesa de los entornos y los personajes que los habitan planea por todas las páginas. El propio Proust es partícipe de esta actitud frívola ante la vida, pero su sensibilidad, su aguda inteligencia y su talento literario le permiten convertirla en un complejo objeto de estudio formal; sabe justificarla hasta crear una verdadera Ciencia de lo Banal. Thomas Mann, en cambio, analiza esa superficialidad burguesa desde el exterior, como observador crítico. Aunque admite sus encantos y no niega sentirse atraído por ellos, también los censura y emite un juicio severo sobre una noción insustancial e improductiva de la existencia. Con esa categorización moral y su papel de juez, Mann eleva lo trivial no por sí mismo, sino como objeto —aunque sea negativo— de una reflexión filosófica profunda. James Joyce, sin embargo, ni justifica ni condena. Es la suya otra clase de materia superficial: la vulgaridad, es decir, la vacuidad sin refinamientos de las vidas del pueblo llano. Pero Ulises no reflexiona, por lo menos no de manera abierta, sobre esa vulgaridad. La utiliza como materia prima sin que nunca se perciba un intento de elevarla por sobre sí misma. De hecho, esa vulgaridad, unida a la relativa cualidad insustancial del argumento, sirve a Joyce para destacar la forma sobre el fondo y el continente sobre el contenido. Si Ulises narrase una tragedia o describiese un cuadro conmovedor, ya no sería el libro que es. La odisea vulgar que dura un día y cuyo pedestre escenario es la poco homérica Dublín, esa es la materia prima necesaria para la exaltación de la literatura misma, como artefacto y como arte. La novela está más allá de lo que cuenta y más allá de los personajes que la protagonizan, la novela como pieza artística es aquí lo primero y principal; no ha de importar cuál es el contenido de ese arte. Como en un bodegón donde la imagen de una humilde jarra y un par de ristras de ajos sirven para crear grandeza, lo innoble del tema carece de importancia en Ulises: es la creatividad y el sentido estético del artista que está retratando ese tema lo que debemos admirar.

Presuntuosidad, artificiosidad y esnobismo

Que Ulises es un libro pretencioso no lo negaba ni el propio autor. Como ya hemos comentado, sus intenciones estaban más allá de contar una historia; quería epatar, intrigar, dar que hablar a la crítica. Pero no deberíamos caer en la trampa de pensar que por ello el libro carece de corazón. Puede que se trate, en lo primario, de un artificio. Sí, lo es; pero es un artificio edificado sobre la base de un inconmensurable talento y una artesanía cuidada con pasión. Son su complejidad y lo enrevesado de su estructura, así como lo revolucionario de muchas de sus propuestas, los que hacen que el artificio se transforme en Arte con mayúsculas. Aunque Joyce juega al gato y el ratón con las innumerables referencias ocultas del libro, no es necesario conocerlas para disfrutar y juzgar Ulises como una lectura completa y redonda. Es un juego, pero como sucede en el ajedrez, su profundidad estética y filosófica va más allá del mero componente lúdico o competitivo. James Joyce creó una novela demasiado rica, demasiado innovadora y demasiado fascinante como para que no trascienda el divertimento formal.
Cuando se habla de Ulises y se comentan sus virtudes literarias, o las peculiaridades de su estructura y contenido, resulta quizá inevitable sonar algo pedante o dar la impresión de ser un snob. Como es obvio, no estamos hablando de un libro de iniciación a la lectura para preescolares, así que resulta imposible hablar de él en términos demasiado simples. Es un libro difícil, muy difícil; intrincado a varios niveles, retorcido, exigente. Pero, vuelvo a insistir, no se necesita un doctorado en joycelogía para llegar a apreciarlo. El único requisito es estar dispuesto a dar el paso y hacer el esfuerzo de superar los escollos iniciales. Incluso el lector que desconozca que se trata de un compendio de secretos puede llegar a sentirse fascinado por muchos de los momentos de la novela, incluso por varios de los pasajes de apariencia más inconexa, que con una atenta lectura cobran vida como esas láminas de efecto tridimensional a las que uno ha de mirar durante un rato para conseguir ver alguna forma reconocible.
Hay obras que están en boca de los snobs y que, en efecto, no contienen ninguna sustancia más allá de su naturaleza “vanguardista”, “experimental” o “referencial”. Pero ese no es el caso de Ulises. Es un libro que merece muy mucho la pena. El que algunos lo califiquen como obra maestra con la boca vacía y como parte de una pose intelectual no significa que no tengamos razón quienes lo citamos también como obra maestra simplemente porque creemos que derrocha maestría por los cuatro costados. No es una lectura entretenida, no pide llevársela a la playa y no todo el mundo conseguirá apreciarla, porque como sucede con todas las obras diseñadas como un experimento estilístico punzante, habrá paladares que no se adapten. Pero no hubiese escrito este artículo si no creyese que, al igual que me sucedió a mí, hay quienes se lo están perdiendo por no haber encontrado el momento adecuado, o por haberse desanimado demasiado pronto, y que terminarán enamorándose del libro si le conceden una voluntariosa oportunidad. No es para todos los públicos, pero sí hay un cierto público que aún no sabe que podría ser para ellos. Buena suerte, quizá seas uno, o una, de los afortunados. Y entonces podré decir: bienvenidos a uno de esos libros que no se olvidan jamás.

Criaturas de "La muerte en bermudas". Puri


De espaldas aún era menos femenina que de cara. Le faltaban las caderas y las turgencias propias de su sexo. Su rostro era agrio —tal y como lo imaginé cuando la estonia me habló de ella—, capaz de humillar a cualquier adolescente que no se sometiera a sus caprichos. Sin embargo, cuando pronuncié su nombre, me sorprendió su reacción: la vergüenza de una mujer descubierta oliendo unos calzoncillos en los vestuarios de hombres. Los pantalones de Puri no se le ajustaban al culo porque carecía de glúteos. Le hubiera sentado mucho mejor un hábito de monja para ensanchar sus mejillas de hueso y para que su esqueleto no tableteara como si lo acabaran de arrojar al pudridero. No sé por qué no utilizaba los hábitos. Le habrían ido de perlas para camuflar, no solo su físico, sino también la leche cortada de su media sonrisa.

Criaturas de "La muerte en bermudas". Zunilda.

Zunilda había perdido casi por completo el acento de su país, aunque no la dulzura. Solo conservaba algunos dejes que revelaban su procedencia, además de un nombre germánico que no tenía nada que ver con su aspecto, si tenemos en cuenta que su cabellera rubia no era natural. Se la veía muy asentada en el arte de la barra y, al contrario que sus amigas, vestía de manera muy sencilla; sin embargo, no podía disimular la potencia de su sexualidad cuando pronunciaba los diptongos.

Revolución

        
Se están viralizando (qué horrible palabra), empiezo otra vez. Los claustros de profesores se están movilizando estos primeros días de vacaciones, previendo el desastre del comienzo del curso que viene. Sobre todo, impulsados por la irresponsabilidad de las Administraciones Educativas, empeñadas en no reducir las ratios de ninguna de las maneras. Era un clamor anterior a la pandemia, una petición que nunca se ha tenido en cuenta, pese al paradigma positivo de países donde la reducción de las ratios ha contribuido y mucho a la mejora del sistema de enseñanza (véase Finlandia). Pensamos que la urgencia médica y la recomendación de no reunir a más de 20 alumnos por clase serviría para alcanzar una de las reivindicaciones de más larga trayectoria en los claustros de toda España. Ni por esas. Los equipos directivos han recibido los cupos de la Administración y se atienen a los mismos números que en cursos anteriores, 30, 35 y 40 alumnos por aula. 
La reacción en forma de misivas, el renacimiento del género epistolar para reclamar, para no callar, para aullar a la luna (o a la Administración), me parece un medio adecuado, pero no suficiente. Sí, debemos llenar los medios de comunicación y las redes sociales con estas reivindicaciones. Sabemos que los escozores de los poderes políticos se producen, ante todo, cuando las noticias saltan a la palestra pública. Debemos molestarlos con nuestras reivindicaciones sobre las ratios porque, está tan fuera de lugar lo que proponen las administraciones, que no podemos quedarnos callados. Pero, además, en caso de que no surtiera ningún efecto (casi seguro), deberíamos plantear medidas más drásticas a principio de curso. 
No podemos empezar en septiembre con las clases atiborradas de alumnos, por higiene, por salud física y mental. No debemos consentirlo más, no hay que transigir con el hecho rastrero de descargar toda la responsabilidad en los equipos directivos, cuando están atados de pies y manos en cuanto a las ratios se refiere. Debemos, además de cultivar la epístola, negarnos en redondo a asentir ante la incuria y la irresponsabilidad administrativa y no impartir clase a más de 20 alumnos a la vez. Nos ven sumisos y adocenados, vamos a demostrarles lo contrario.