sábado, 27 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA CÁRCEL (Capítulo XIII)



Del paso de Ricardo García por el campo del monasterio de El Puig. De la falta de higiene y de la epidemia de tifus que asoló en el 40 el campo. Del hambre que pasaron ese año alimentándose de nabos y del cambio de dirección de la prisión. De la toma de declaración a principios del 41.

El 26 de mayo de 1940 me incorporé a la prisión de El Puig, en la que cumplí las mil y una noches en la cárcel, después de haber pasado por dos campos de prisioneros y doce prisiones. Aquí fijé mi residencia. Me reclamaban para Requena, pero ya la habían agregado a este monasterio histórico. Desde luego no se puede comparar con el de La Espina.
Al llegar a este edificio, me cuentan y no acaban sobre las calamidades que pasaron en los primeros años. Por lo que yo pude ver, no era tanto, aunque algunos estaban de cualquier manera. No había nada de higiene, parecía todo una cuadra. Apenas había agua, solo un par de veces a la semana para lavarse y se daba racionada: con el plato de la comida la cogíamos hasta completar un bote de leche, era lo que nos tocaba para lavarnos. Algunos solo se lavaban en el patio cuando llovía. Agua para beber también muy poca y mala. Muchas noches, después de echarnos a dormir, había que levantarse para ir a beber porque solo entonces caía algo de los grifos. Esto ocasiona malestar entre la población porque no se podía uno dormir en paz. Así pasé el primer año, o sea, el 40.
Debido a la escasez de agua y a la poca higiene, al final de ese año se declara el tifus, además de otras epidemias como el paludismo, sarna, etc., etc. La miseria creció, junto a la falta de higiene y mueren algunos. La declaración de esta enfermedad causó muchas desgracias. El médico preso no toleró el silencio alrededor de ella y lo denunció. No estaba dispuesto a que muriera la mitad de la gente. El médico oficial quería dejarlo pasar sin que se dijera nada. Esta muestra de dignidad y de cumplir con su deber se la tenemos que agradecer muchos porque, una vez informada la dirección de prisiones, actuaron mandando los mejores médicos, como Mario del Rey. Se tomaron la cosa en serio y cortaron todas las epidemias. Sustituyeron al director de prisiones por otro, mucho más humano. Se puso manos a la obra y con gran preocupación consiguió acabar con la miseria.
Al terminar esta campaña de las mil y una noches, la situación de la prisión no parece la misma, de transformada por obras y de limpia y pintada que está.
El asunto de la comida era lo peor porque no dejaban pasar de la calle más que tres kilos cada quince días y, según tengo entendido, antes fue menos y en otras ocasiones nada. Al ser tan poca y mala la comida, se pasaba hambre en general: pasamos cuatro meses comiendo solo nabos cocidos y pocos, cuando se acababan, zanahorias y hojas de col y remolacha. Un mes patata y otro par de meses, boniatos, dependiendo del tiempo de recolección de las hortalizas. Lo peor fue a últimos del 40, cuando solían dar una vez a la semana pan y de suplemento dos naranjas heladas y otra peor. Se puso la cosa muy mal porque en el economato no vendían más que naranjas y como no había otra cosa llevaba unas tripas como un acordeón.
Cuando llegó el 17 de enero de 1941, me llamaron a Jefatura para tomarme declaración. Me presenté ante un juez, a su lado dos pollitos peras de unos veinte años. Me interrogaron con mucha seriedad, sin amenazas ni insultos y después leyeron el acta de proceso donde iban apuntando todo. En el acta de proceso aparecieron una barbaridad de cosas de las anteriores declaraciones. Llevaban denuncias para ponerle a cualquiera diez penas de muerte si hubiera sido verdad, desde luego no era así. Prueba de ello es que ellos mismos dijeron que no había datos concretos, solo suposiciones y sospechas. No podían comprobar nada porque era mentira. 
Desde el interrogatorio, no me han dicho ni media con respecto al expediente. Va pasando un día y otro día y así vamos tirando.
En esta prisión no se pega. Hay muy buen trato y mucha libertad. Algún que otro arresto, pero sin importancia. Durante la época del primer director había celdas de castigo, pero con el actual ya no existen. Se dan arrestos de limpieza o cosa parecida, de poca importancia, salvo en los casos de los “chorizos”, que se suelen llevar alguna paliza, un buen procedimiento con esa clase de gente.

viernes, 26 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA CÁRCEL (Capítulo XII)



De la estancia de Ricardo en la cárcel Modelo de Valencia, del encuentro con sus cuatro hermanos, de los 69 presos que sacaron para fusilar y de su noche con cuatro condenados a muerte.


Cuando llegamos a la prisión Celular de Valencia, nos hicieron la ficha los propios presos y les pregunté si había algún hermano mío allí, porque me habían llegado noticias de que estaba detenido alguno de ellos. En concreto no sabía cuántos ni dónde. El muchacho solo supo decirme que había algunos con los mismos apellidos, nada más. Al día siguiente, me encontré en el patio a Gonzalo. Apenas lo conocí por la transformación que había sufrido en el pelo. Después de conversar con él, me entero de que estamos cuatro hermanos y yo, cinco hermanos en la misma cárcel.
El primer día por la tarde, sacaron a 69 de allí, denunciados por un chivato. Por suerte no conocía a ninguno. Durante los cinco días que permanecí en dicha prisión, me entrevisté con una gran cantidad de conocidos. Por ellos me enteré de lo que pasaba en la provincia y, sobre todo, en el pueblo.
Después de pasar por tal cantidad de cárceles, entre ellas el penal de Burgos, me causaron mucha impresión los pocos días que estuve en la Modelo, posiblemente debido a la “saca” que vi. Por eso me alegré mucho cuando salí de allí y deseé no volver más mientras estuviera detenido. Para postre, la última noche de mi estancia, tuve que dormir junto a los cuatro que habían condenado a pena de muerte. Cuando charlé con ellos, me informaron de lo triste que era estar en esas condiciones.

jueves, 25 de julio de 2019

Veranos viajeros: hoy, Benidorm


Me llamo Jeremy, vivo en Nottingham y soy alicatador. Peso 130 quilos y trabajo todo el año con un objetivo único: irme a Benidorm en verano. Llevo yendo allí de vacaciones tres, cuatro o cinco años, no lo recuerdo bien del todo. Ir a otro país y sentirte como en tu casa es lo mejor de un viaje. Sentirte como en tu casa y sin tus padres, porque Benidorm es eso para nosotros: nuestro patio de recreo, sin reglas y sin padres. Los intensos quince días en la playa nos transforman física y espiritualmente: por fuera, el pellejo se vuelve rojo langosta, con las bandas blancas del triquini; por dentro,  la descomposición intestinal me martiriza un mes mínimo después de volver a Nottingham. 
Siempre nos alojamos en un hotel de la playa de los ingleses. Mis colegas y yo somos gente festiva y escandalosa, le damos ambiente al sitio al que llegamos enseguida. Solemos contratar un todo incluido para no tener que andar con la cartera en la mano. Es una delicia estar los quince días en Benidorm con una sola prenda, el triquini, sin preocupaciones de chaquetas, corbatas ni otras prendas molestas. Solo cuando vamos a la discoteca por la noche nos ponemos unas bermudas y una camiseta del Nottingham Forest. 
El clima infernal de la Costa Blanca no lo aguanta nadie sin aditivos, no paramos de sudar en todo el día y hay que recuperar líquidos desde que uno se levanta hasta que se acuesta. La cerveza es nuestro alimento natural durante los quince días. A veces echamos mano del champán o de la sangría, pero la cerveza es un bien necesario desde que amanecemos. James y Cale son amigos también de las pastillas y los estupefacientes, pero a mí no me hacen falta. 
Nuestro espíritu aventurero provoca que tengamos que visitar los servicios de urgencias como mínimo tres o cuatro noches de las quince, siempre con resultados felices, salvo la vez en la que mi colega Perry le tocó el culo a una enfermera y nos enzarzamos en una pelea con los médicos. 
No hacemos balconing, no, no todos los ingleses somos unos descerebrados. Como mucho, hemos lanzado uno o dos colchones desde la ventana del hotel, en plan broma inocente, pero sabemos cuidar nuestros cuerpos. Tampoco es habitual participar en pendencias, salvo cuando nos colocamos. Entonces sí, pero ¿quién no ha hecho alguna locura cuando se emborracha? ¿Quién no se ha pegado cuatro o cinco puñetazos en un bar de Benidorm? Cierto es que de los quince días que pasamos aquí, uno o dos vamos serenos, pero para eso son las vacaciones, ¿no?, para liberarse. También nosotros hemos padecido las consecuencias de ponernos hasta el culo, no solo los españoles con los que nos encontramos. Una noche, a mi colega James una negrita africana le birló la cartera, aprovechando que llevaba los pantalones por las corvas. 
Benidorm es la polla, es como Nothingam, solo que sin padres, sin policía, sin obligaciones, con sol, playa, ríos de alcohol y pastillas. Bebemos cerveza, comemos salchichas y chips and fish. Todos en esta playa somos ingleses, todos nos conocemos desde hace tiempo y lloramos cuando nos despedimos. Hay que ver un partido de la liga inglesa en Benidorm para saber lo que es un sentimiento religioso. Nunca he llorado tanto, y no lo digo por el día que nos liamos a sillazos los del Nottingham y los del Liverpool. Dickens habría llorado con nosotros. 
El último día siempre le compro algo a mi abuela, una figurita de Lladró o un imán del Quijote (ella es muy leída). En el fondo soy un sentimental.   

lunes, 22 de julio de 2019

Veranos viajeros: hoy, Paradores.


Como ciudadano alemán, asiduo a los Paradores españoles, quiero mostrar mi repulsa e indignación por la vulgarización que están sufriendo estos alojamientos, antes de lujo. Los turistas alemanes con categoría no tenemos por qué soportar esta avalancha de españoles de clase media en lugares tan exclusivos. Bastante hacíamos ya con aguantar a los ingleses. No, no y no. ¿Para qué quiere ser uno millonario si no puede disfrutar de los privilegios que se asocian con esta condición? Llevo años yendo a Paradores y voy a tener que dejar de hacerlo. Hay demasiados españoles alojados. Arman mucho jaleo, ríen, conversan y hablan de tú a tú con los empleados. El primer día que entraba en un parador me gustaba sentarme en el zaguán y comprobar cómo paraban a los turistas españoles en el vestíbulo para impedirles visitar las dependencias exclusivas de los clientes. Ahí podía uno gozar de su clase. Hoy, no solo hay muchos clientes de medio pelo que entran a cualquier parte, sino que no se pone ningún medio para que los turistas de clase media no deambulen por los pasillos, patios y salones. 
La tasa de mortalidad en los Paradores es de las más altas de la Unión Europea. La edad provecta de los clientes y esos desayunos libres en los que uno se puede llenar el plato hasta que rebose de jamón ibérico y queso de tetilla, han provocado siempre un alto número de decesos. ¿También queremos acabar con esto? ¿Queremos llenar de jóvenes sin operar y de adultos sin bastón los conventos y castillos destinados antes a alojar a las más insignes momias de la Europa Central? Ya está bien, no. Cuando veía a uno de estos viejos sentado a mi lado en el desayuno, pensaba, "yo seré uno de ellos (mañana mismo), moriré atragantándome con una bierwurst o con un eisbein, tendré el privilegio de formar parte de la nómina de víctimas de estos antiguos palacios restaurados". Ahora ya no, ni siquiera la bendita crisis de 2011 ha impedido a esta clase media escandalosa compartir conmigo las alfombras y los sillares de estos antiguos edificios. Si nosotros no molestábamos a los españoles en sus sucios bares ni en sus callejuelas, que apestan a orines, ¿por qué invaden ellos estas dependencias destinadas al cliente exclusivo?
Directores de Paradores y administradores del turismo en España, alejad a la chusma de nosotros. Subid los precios, limitad las plazas, no dejéis entrar a gente sin sandalias ni calcetines blancos, hacedlo por los que aún sabemos apreciar la sociedad estamental y a Carlos V.          

sábado, 20 de julio de 2019

LAS MIL Y UNA NOCHES EN LA CÁRCEL (Capítulo XI)


                                            Presos en el convento de San Miguel de los Reyes (Valencia)

Donde se cuenta el traslado del campo de la Santa Espina al de San Miguel de los Reyes en Valencia. Del paso por las cárceles de Medina del Campo, Segovia, Ávila, Madrid, Alcázar de San Juan, Albacete, y Valencia con mucha hambre y pocos víveres.

La noche del 2 de mayo de 1940 estaba tranquilamente acostado cuando apareció un escribiente de oficinas dando voces. Me despertó y me dijo lo siguiente: “Estate preparado para salir mañana a las seis en traslado hacia Requena”. Según él había podido comprobar, el traslado obedecía a una denuncia que me habían puesto en dicho pueblo. Esto me agradó muy poco. Le agradecí al escribiente el interés que se había tomado. 
A las seis del día tres salgo con ocho más, acompañados de dos guardias civiles, a coger el tren. Íbamos sueltos y fuimos bien tratados. Al llegar a Medina del Campo, nos apearon y nos llevaron al gran castillo de dicho pueblo, donde estuvimos un día. Al día siguiente, marchamos para Segovia, donde estuvimos dos días en la cárcel, luego continuamos hasta Ávila (también dos días) y continuamos hacia Madrid. Allí permanecimos diez días en la prisión de Yeserías. Continuamos el viaje hasta Alcázar de San Juan. En la cárcel de partido, un corral sin cubierta, permanecimos dos noches al raso. A la tercera noche, partimos hacia Albacete, donde estuvimos dos días más. Dos noches de reposo en un departamento donde estábamos unos encima de otros. De mañanita salimos para Valencia. Llegamos a la estación a las cuatro de la tarde. Éramos 69. Se los llevaron a todos menos a mí en camiones. A mí me conducen a prisiones militares: al cuartel de Ingenieros de Monte Olivete y de allí a San Miguel de los Reyes en Valencia. Como estaba sin juzgar, me tiran a la Modelo a la una de la mañana del día 20 de mayo, y el 26 me trasladaron a la prisión que fijó mi residencia.
De forma que he pasado detenido por el campamento de la Santa Espina y por el de Villagarzo; por las cárceles de Valdesillas, Zamora, Burgos, Valladolid, Medina del Campo, Segovia, Ávila, Madrid, Alcázar de San Juan, Albacete, Monte Olivete, San Miguel, Modelo y el Puig.
Los primeros días del traslado no los pasé muy mal, pero en Madrid se me acabó la comida que llevaba para el viaje y se puso aquello negro porque solo nos daban las sobras de los que allí había. En Alcázar no nos dieron ni agua en dos días. Mi compañero Palomares de Sinarcas, al que conocí en el traslado, llevaba dinero y le dio cinco duros a una recadera para que nos pasara comida. No volvió por allí, así que perdimos los cinco duros y nos quedamos sin comer. En Albacete nos dieron un cazo de lentejas cada día. Cuando llegamos a la Modelo de Valencia nos hartamos a comer arroz. No dejé ni las sobras de los seis cazos que me comí. No nos habían dado de comer en ninguna parte porque veníamos suministrados desde el punto de salida y así constaba en el pasaporte. El suministro era de 1,40 cada día y para dos días, son dos pesetas y dos sellos de cuarenta y con eso estuve desde el día 3 que salí hasta el 26 que llegué al punto de destino. ¡Vaya suministro!