Cuando se habla de la poesía joven difundida en las redes sociales se suele confundir fondo y forma, contenido y continente. Porque si es cierto que ciertos textos han encontrado su natural forma de divulgación en Twitter, Facebook, Instagram y otros lugares por el estilo, no tan exacto es que sean poesía.
Podría más bien hablarse de subprosa (líneas cortadas caprichosamente que no alcanzan la condición de la prosa cuidada, a la que hay que exigir rigor, precisión e inteligencia) o de prepoesía (si concedemos que hay un runrún de símiles y sentimientos que podrían constituir la materia prima del poema, suponiendo que el texto se considere borrador y punto de partida, no final digno de darse a la estampa). Por lo tanto, cuando las listas de más vendidos bajo el epígrafe poesía están copadas por nombres de este nuevo fenómeno (muchos de ellos seudónimos como si en el fondo se avergonzaran de sus obras), se impone hacer una enmienda a la totalidad, una impugnación: no se trata de poesía.
Cierto es que entonces la lista bestselleriana quedaría raquítica, pero la literatura saldría gananciosa. Que no es poesía lo que quiere pasar por tal no es opinión gratuita, reproche elitista o desahogo temerario: es constatable si se tienen en cuenta algunos de los criterios que acompañan a la poesía. En primer lugar, esta es una tradición viva que los autores advenedizos parecen ignorar, víctimas de ese adanismo propio de la juventud (si es indocumentada, aún más); en segundo, sonroja una total falta de oficio, desconocimiento de los tropos, sentido de la contención, dominio de la arquitectura.
Finalmente, para no hacer el diagnóstico interminable, son textos que carecen de ritmo: como es sabido, la poesía puede hacer acto de presencia también en la prosa, no solo en el verso, pero en este subgénero que nos ocupa, cortado en renglones émulos de los que conoce la versificación, la prosodia está ausente casi por completo, no por voluntad sino por ignorancia, impericia y, por qué no decirlo, soberbia a la que amamanta el desprecio.
Esta seudopoesía es un fenómeno nuevo, pero no tan novedoso. Parece ceñirse a España y, por contagio, a algunos países de nuestro idioma, como México o Argentina, por los que han girado y giran representantes del engendro. Colinda con la Spoken Word y, menos, con el rap. Tiene mucho que ver con las formas populares de la literatura pensadas para un gran público poco o nada exigente. Letra impresa para un público alfabetizado pero no culto, hijo del folletín. No es necesaria en realidad la lectura, pues muchos de los representantes de esto de lo que hablamos difunden como rapsodas de nuevo cuño su creación en Youtube, en canales propios en los que recitan sus obras o, en puridad, sus desahogos sentimentales.
Es como una ficción pulp, pero del verso: la etiqueta de Pulp poetry le conviene. Una lectura ligera, sin pretensiones, en este caso especializada en la casquería (aunque con menos presencia de los sesos que de las criadillas y su equivalente femenino, junto con los higadillos y los corazones, muchos corazones). Equivalen a las novelas del Oeste que se vendían en los quioscos pero sin el talento de César Mallorquí o Marcial Lafuente Estefanía, o las novelitas románticas al por mayor de Corín Tellado, también sin su solvencia técnica.
Igualmente, se la puede calificar de pornografía soft, fruto de un estado confuso de ideas, emociones e identidad sexual. No es ociosa, tampoco, la comparación con las telenovelas, con el uso de clichés y apasionamientos de garrafón. Es una poesía (aunque no lo sea propiamente dicha) más hecha con barrillos y granos de la inmadurez que con sílabas y acentos. Un batiburrillo que da la espalda a una verdad desde antiguo contrastada: los sentimientos desbordados no hacen la poesía; esta es, por el contrario, su sosegada reelaboración, con labor de artífice. Evidentemente, a ninguno de estos subpoetas se les podría aplicar el título de miglior fabbro, elogio que Dante refirió a Arnaut Daniel y desembocó, vía Eliot, en Pound.
¿Pasarán luego los lectores de este subgénero a leer verdadera poesía, como a veces se apunta de manera un tanto benévola? ¿Saltarán de Irene X o Defreds a García Lorca? Seguro que algunos sí, por curiosidad, pero no parece que vayan a ir más allá, pues un mínimo grado de dificultad retrae, así sean copiosas las recompensas. No es previsible que extiendan su interés a Montale, Heaney, Shakespeare o, por mantenernos en España, y sin que entrañe especial dificultad, Cernuda. Si hemos de buscar en la poesía joven, la verdadera, la valiosa, mejor miremos a María Alcantarilla, Andrés Catalán, Ben Clark, Jorge Villalobos, Rocío Acebal o, más vanguardista, Berta García Faet.
Internet ha ayudado sin duda a la distribución de la poesía: comenzó con el fenómeno ya en retirada de los blogs, los cuales permitieron que unos poetas de diferentes lugares se conocieran y leyeran entre sí. Luego han venido las redes sociales y otras formas de conectar al autor con sus lectores o, más bien, en el caso de este sarampión, su público. Quien edite una revista de poesía hoy puede bucear en la red y pescar a muchos autores interesantes que merecen trasladarse de la pantalla a la página impresa.
Está por otra parte el asunto de los intereses comerciales: salvo el caso de Visor con Elvira Sastre (poeta que procede de este mundo de la subpoesía pero en la que se aprecian ganas de superarla, y acaso capacidad de conseguirlo, aunque sonrojen los elogios que sobre ella ha vertido Fernando Valverde y el epílogo esforzado de Joan Margarit), ninguna editorial tradicional del género ha caído -y la palabra está aquí escogida deliberadamente- en la publicación de esta escritura débil que tampoco se asoma a ninguna de las revistas prestigiosas.
Valparaíso, con tantos vínculos con Visor, sí ha jugado con las dos barajas, la de la poesía de ley y la falsa. No merece la pena citar nombres. Quien lo desee puede consultar su catálogo, en el que poetas como Claribel Alegría, Piedad Bonnett, Rafael Cadenas, Charles Simic o Carol Ann Duffy se codean --o mejor, reciben los codazos-- de los no poetas. Luego hay un puñado de editoriales que han aprovechado la moda, cuando no la han creado. Y sellos de grandes grupos que se han subido a la cresta de la ola y, en este tsunami arrasador, han fichado a algunos de estos autores (los que pueden ofrecer más beneficios).
La pulp poetry es un fenómeno afín al de la comida basura o los 40 Principales: satisfacción de instintos primarios sin mayor complicación. La industria sabe de eso. En descargo de los lectores hay que decir que, cuando se tiene hambre, a falta de otra cosa una hamburguesa llena de toxinas llena el estómago; si uno quiere embriaguez barata, tiene el alcohol barato o esas marcas de whisky que no son el orgullo de Escocia; si no se sabe distinguir un buen café de un bodrio y se tiene el reflejo de tomar algo caliente, se acude a un Starbucks; si uno es incapaz de disfrutar del silencio, cualquier ruido industrial aplaca el ansia, como la música enlatada que inunda las tiendas de ropa igualmente desechable, paraíso del consumismo.
Si alguien desea escuchar música -música de verdad- prestará oídos a Jessie Norman, Lúnasa, John Lee Hooker, Sandy Denny, Joaquín Díaz, Antonio Mairena. Naturalmente que lo popular no está reñido con la calidad: Pedro Infante fue muy popular, como Carlos Gardel, como los Beatles. Como Bécquer, pese a su quinceañerismo adherido. Lo popular puede ser bueno, excelente. El problema está cuando lo popular es un subproducto (subráyese la connotación industrial).
La lista de libros más vendidos en el apartado poesía son, por este orden, Defreds, Patricia Benito, Rozalén, Irene X, César Brandon, Defreds (sí, otra vez), Marwan, Srtabebi, Ripi Kaur y el pobre, como colado en una fiesta a la que no ha sido invitado, Roberto Bolaño. La lista de editoriales que publican estos libros es esclarecedora: todas, absolutamente todas pertenecen a los dos grandes conglomerados que copan el mercado del libro en general: Grupo Planeta (Espasa, Planeta y Seix Barral) y Penguin Random House (Aguilar, Montena y Alfaguara). Esta concentración no es dispareja de la que se viene dando desde hace años en la ficción y en la no ficción (la misma semana todos los títulos del hit parade en ficción pertenecen a los citados grupos; en no ficción, excepción hecha de un título aupado a la clasificación por circunstancias extraliterarias (Fariña, de Libros del K.O.), sucede igual.
Pero esta plaga de la pulp poetry comenzó siendo un fenómeno independiente (la editorial Frida, nombre que explota el filón de la pintora Kahlo, o Harpo Libros). Como se ve, el mercado, que ha destacado un filón de ventas, ha engullido a los autores que despuntaban. Las grandes imperios editoriales compran a los señores feudales de estos textos con los respectivos siervos de la gleba (sus seguidores) en lo que es un suceso netamente español.
Muchos de quienes no son ni poetastros realizan recitales para los que se compra entrada. Una cosa es ser letrista de canciones y otra bien distinta, y superior, ser poeta. Patricia de Benito confiesa tener “incontinencia sentiverbal”. Los poemas se aderezan con un “joder” aquí y un “cojones” allá, y listo. O se llenan de cursilerías sin cuento.
Defreds muestra sus cartas: “A la hora de escribir sobre sentimientos, no hay nada más honesto que hacerlo desde el corazón”. En la breve presentación que el autor hace de sí mismo en su página personal, tres faltas de ortografía. Ha vendido, según declara, 225.000 ejemplares. de sus tres primeros libros. Irene X ha declarado que escribe por necesidad y como quiere, pero confiesa que no hace poesía. Brandon también niega que escriba poesía. Al menos ellos lo reconocen. Mejor así, porque si lo que ellos escriben es poesía esta sería susceptible de crítica, y no resistiría la prueba.
Auden dijo que reseñar un libro malo es perjudicial para quien lo hace. Pues eso, mejor el silencio. Martín Rodríguez-Gaona ha ganado el X Premio Málaga de Ensayo con La lira de las masas, un libro que publicará pronto Páginas de Espuma y que estudia este tipo de poesía o no poesía. Todo indica que de ella, en el futuro, no quedará más que el fenómeno sociológico.