Una corriente feminista muy presente en los medios asegura que la mujer se siente excluida del llamado “masculino genérico”. Algunas de sus promotoras (sociólogas, juristas…, raramente las filólogas) consideran machista este rasgo de la lengua española y propugnan que en una artificial “lengua cultivada”, certera denominación de Juan Carlos Moreno Cabrera (Diversidad lingüística y diversidad cultural, 2011), se pronuncien duplicaciones como “ciudadanos y ciudadanas”, “españoles y españolas”, “todos y todas”, a fin de evitar la “invisibilidad” de la mujer.
Para aportar nuevas reflexiones sobre este asunto, con otro punto de vista, partiremos de la diferencia entre “significado” y “significante”.
Lo mismo sucede con expresiones como “Estatuto de los Trabajadores” o “Congreso de los Diputados”. Los significantes femeninos “trabajadoras” y “diputadas” no se hallan presentes ahí, pero sí se activan sus significados. Porque, igual que al oír “casa” pensamos en ventanas, conocemos que la legislación laboral afecta del mismo modo a las trabajadoras y que en los escaños se sientan también las diputadas, aunque ni unas ni otras se mencionen. Los contextos compartidos completan, pues, los significados. El significante “casa” (es decir, la palabra “casa” pronunciada o escrita) nos hace pensar en la imagen (el significado) de un edificio con puertas y ventanas, tal vez también con chimenea. Al pronunciarse el significante “casa” no se expresan los significantes “ventana”, “puerta” y “chimenea”; sin embargo, todos los conceptos que ellos representan vienen a nuestra mente en el significado cuando oímos o leemos la palabra “casa”. La ideación activada por el significante “casa” incluye esos elementos porque están en nuestra memoria de una casa. Por tanto, el significante “casa” son unas letras o unos sonidos. Y el significado, la idea que tenemos de una casa. Las ventanas y la puerta no están en el significante, pero sí en el significado.
Así pues, al analizar el significado de una palabra conviene observar a la vez su sentido (entendemos aquí el sentido como “el significado más el contexto”). Veamos. La palabra “copa” se vincula a bote pronto en una conversación familiar con un recipiente de cristal; pero con un trofeo en la conversación entre futbolistas, o con la parte superior de un árbol si habla un grupo de ingenieros forestales. El contexto de cada caso influye en el sentido que activa el significante en nuestra mente.
El sistema lingüístico del español acoge fenómenos similares en algunos otros supuestos. Por ejemplo, cuando el singular representa al plural del mismo modo que el masculino representa al femenino. Si hablamos de que “este año se ha adelantado la caída de la hoja”, el significante “la hoja” se expresa en singular, pero la representación mental nos hace imaginar una pluralidad de hojas. Lo mismo sucedería con una oración como “tiene mucha afición al naipe” (ante la cual nadie imagina que se experimente tal inclinación por una sola carta).
Estamos aquí ante lo que los filólogos llaman “automerónimos”. Victoria Escandell, una de los grandes especialistas españoles en pragmática (el estudio del sentido más allá de los significados exactos), compara el caso del genérico masculino con ejemplos como “noche” y “día” (Reflexiones sobre el género como categoría gramatical, 2018). Cuando decimos que alguien “tardó tres días en llegar”, en ese periodo se sucedieron la noche y el día durante tres fechas. El término “noches” no ha figurado en el significante, “días”, pero esa idea no está ausente de lo que se entiende al oír “tres días”. Así pues, “día” engloba “noche” y “día”, del mismo modo que “los trabajadores de la empresa” engloba a los trabajadores y a las trabajadoras. En todos estos casos, una palabra puede abarcar a su opuesta conjuntamente o sólo a sí misma por separado. El contexto lo descifra con facilidad.
El dominio social masculino
Quienes entienden que el masculino genérico “invisibiliza” a las mujeres ponen en juego factores emocionales legítimos, basados en una realidad injusta, y proyectan sobre la lengua algunos problemas y discriminaciones que se dan en ámbitos ajenos a ella. De ese modo el dominio masculino en la sociedad se presenta como origen del predominio masculino en los géneros gramaticales.
Esa relación de causa-efecto (es decir, que el dominio social masculino provocó el masculino genérico) puede parecerse a la teoría de los dos relojes formulada hace siglos (con otro propósito) por el holandés Arnold Geulincx: Dos relojes de pared marchan perfectamente. Uno marca la hora y el otro da las campanadas, de modo que si miramos al uno y oímos al de al lado podría pensarse que el primero hace sonar al segundo.Se trata de una traslación fácil, que parece de cajón. Sin embargo, nos hallamos ante “una hipótesis científicamente indemostrable” (María Márquez Guerrero, Bases epistemológicas del debate sobre el sexismo lingüístico, 2016), aunque la veamos como probable con nuestros ojos de hoy. Pero, repetida tantas veces sin discusión, hasta se hace difícil contradecirla, por la influyente presión general y porque quienes la sostienen están defendiendo una lucha justa.
Dicho de un modo más rural: sabemos que el canto de los gallos no hace que salga el sol.
Si el dominio del sexo masculino en la sociedad fuera la causa inequívoca del predominio del género masculino en la lengua, eso habría de ejecutarse en todo tipo de condiciones, del mismo modo que dos y dos son cuatro en cualquier clase de problema.
Todos podemos observar, sin embargo, que con una misma lengua se dan sociedades machistas y sociedades más próximas a la igualdad. Unos idiomas tan extendidos como el español o el inglés ofrecen muchas posibilidades al respecto.
Por otro lado, si se cumpliera esa relación entre el predominio social masculino y el uso del genérico masculino en el idioma, las sociedades que hablan lenguas “inclusivas” deberían ser menos machistas. Por ejemplo, el idioma magiar no tiene género, de lo cual debería deducirse que la sociedad húngara es más igualitaria que la sociedad española. Y lo mismo sucede con el turco, un idioma con escasísimas palabras dotadas de género. Y con el farsi (o persa), la lengua que se habla en Irán. Si la sociedad iraní no ha dado lugar a un idioma de predominio masculino, eso habría de estar relacionado con la supuesta realidad de una sociedad menos masculina que la española.
Sin embargo, otras lenguas con femenino genérico, como el mohawk o mohaqués (ahora 3.000 hablantes en EE UU y Canadá), sí se dieron en sociedades con notables rasgos matriarcales.
Dos tipos de dobletes
Asimismo, si el supuesto dominio masculino del idioma español hubiera respondido a un impulso machista o patriarcal, este habría dominado todos los aspectos de la lengua, y no solamente algunos. El mismo sistema que no activó durante siglos “juez” y “jueza”, ni “corresponsal” y “corresponsala”, ni “criminal” y “criminala” o “mártir” y “mártira” sí permite “bailarín” y “bailarina” o “benjamín” y “benjamina”.
Y en efecto, el genérico “niños” engloba a niños y niñas; pero el masculino “yernos” no engloba a las nueras; ni “curas” engloba a las monjas. No podemos decir “mañana vienen mis yernos” si en el grupo hay nueras. Eso sí sería lenguaje no inclusivo. Y habría de afirmarse por tanto “mañana vienen mis yernos y mis nueras”; del mismo modo, una reunión de curas y monjas no se puede definir como “una reunión de curas”. Ni una asamblea de hombres y mujeres como “asamblea de hombres”.
Si hubiera existido algún día esa directriz machista original y duradera, el mismo masculino que se impone en los dobletes morfológicos (es decir, “los niños” para nombrar a “niños” y “niñas”) se habría impuesto también al femenino en todos los dobletes que no son de carácter morfológico sino léxico (“toro / vaca”, “jinete / amazona”, “dama / caballero”, “marido / esposa”…).
Asimismo, esas teorías que aquí cuestionamos deberían considerar más igualitario el laísmo castellano (con su desdoblamiento “la dije” a ella / “le dije” a él) que el uso general en español (“le dije” tanto para ella como para él). Sin embargo, ese laísmo igualitario sería rechazado seguramente por la mayoría de las hablantes. Eso no sucede, como señala Victoria Escandell, cuando la referencia a varones o mujeres, o machos y hembras, está lexicalizada. Así pues, añade, la oposición masculino-femenino se neutraliza en unos casos, pero no en otros.
De todos estos ejemplos se puede deducir, si así se desea, que no existe una relación comprobada de causa-efecto entre la sociedad y la lengua en cuanto al dominio masculino.
Plantear esa relación como si fuera cierta y tenaz equivale a ver el problema en un plano (la desigualdad real) y poner la solución en otro (la gramática).
Hipótesis inversa (falsa)
Es cierto que la mujer sufre una discriminación insoportable, y eso dispara los juicios y los prejuicios contra el genérico masculino una vez que éste ha sido erigido como símbolo de la dominación del varón. Lo curioso es que si la sociedad discriminara al hombre (lo cual planteamos solamente a efectos dialécticos, pues sabemos que no sucede así) unas hipotéticas (y absurdas) organizaciones masculinistas tendrían también argumentos (o falacias) para culpar al lenguaje. Es decir, podrían plantear sus propios relojes de Geulincx.
Esa visión igualmente desenfocada (aunque en distinto grado) daría lugar a hipotéticas razones como éstas (que serían en realidad unas cuantas sinrazones):
1. La circunstancia de que un mismo significante sirva para el genérico masculino y también para el masculino específico (del mismo modo que el significante “día” abarca el significado del día y de la noche) priva a los hombres de un género propio e individualizado como sí tienen las mujeres. Los hombres deben compartir su género, pero las mujeres no.
El término “varón” hace falta ahí porque el masculino no se basta a sí mismo para identificar a un hombre si el contexto implica que se incluye a mujeres (como sucedía claramente en ese caso, pues en aquellas fechas era de general conocimiento que Margaret Thatcher había precedido a Major).
Si en esa noticia se suprimiera el término “varón”, Major quedaría como “el primer representante del Reino Unido en una cumbre comunitaria desde hace 11 años”, lo que resultaría falso (pues no era la primera vez que el Reino Unido estaba representado ahí). Así pues, la necesidad de añadir “varón” demuestra que el genérico masculino incluye objetivamente a las mujeres.
2. Por otro lado, el genérico masculino excluye supuestamente a las mujeres de las acciones meliorativas (aquellas en las que se suele pretender la visibilidad), pero también de las peyorativas: Veamos esta afirmación: “Han entrado unos ladrones y se lo llevaron todo”. Siguiendo las teorías de una parte del feminismo, con esa afirmación se excluye la posibilidad de unas ladronas; a pesar de que se desconoce la autoría del latrocinio. Un sistema lingüístico construido para beneficiar a los hombres habría impedido eso. Y en una hipotética situación de inferioridad social masculina, esta circunstancia gramatical habría podido usarse para reforzar (absurdamente) sus reivindicaciones.
El contexto cambia el significado
En cualquier caso, en el debate sobre lenguaje inclusivo se suelen analizar las palabras aisladas, como en un laboratorio. Y el lenguaje sólo se entiende en su uso, en su aplicación concreta.
Como hemos visto, ante la palabra “casa” construimos nuestro significado a partir del contexto que conocemos (y por eso imaginamos las ventanas). El contexto, en efecto, rige el sentido de lo que expresamos.
Imagine usted, atento lector o atenta lectora, que lee esta oración:
“Hernández es representante de España en la ONU y una estrella de la diplomacia”.
¿Ha pensado usted en un hombre o en una mujer? Seguramente en un hombre, porque eso es lo que proyecta el contexto compartido. Pero no hay ninguna marca de género masculino en esa oración (al contrario, se cuentan más palabras en femenino). Si su conocimiento de la realidad le permitiese saber que “Hernández” es una mujer, pese al predominio de diplomáticos varones, la interpretación habría sido la contraria incluso con esa misma frase.
Entonces, podemos pensar si no será mejor actuar sobre la realidad que sobre el lenguaje. Cuando la realidad cambie, el contexto alterará el significado de las palabras sin necesidad de alterar su significante, del mismo modo que el término “coche” mantiene sus letras pero ha cambiado con el tiempo la representación mental que provoca (desde los coches tirados por la potencia de los caballos a los caballos de potencia que tiran ahora de los coches).
Por todo ello, al observar el supuesto machismo del lenguaje no se pueden analizar los significantes y los significados en ausencia del contexto que les aporta el sentido.
Pero ante este problema también compartimos la propuesta que formulan las ya mencionadas Catalá y García Pascual: Que las mujeres se apropien de los genéricos, en vez de excluirse de ellos.
Hay precedentes. Por ejemplo, una mujer puede recibir un “homenaje” porque las mujeres se han apropiado de esa palabra de forma que ya nadie recuerda que dentro de tal vocablo se encuentra la raíz home (“hombre”, en el occitano de origen). Del mismo modo, las mujeres tienen “patrimonio” y “patria potestad”; porque a lo largo de los años se han apropiado de esos términos de raíz masculina (pater) en vez de sentirse excluidas de ellos; como han hecho a su vez los homosexuales varones con la palabra “matrimonio” (de mater), de la que también se han apropiado venturosamente.
Si dijésemos (tomo un ejemplo que aporta Escandell) “Margarita ganó la plaza de catedrática”, eso implicaría que sólo podían presentarse mujeres. Pero si Margarita gana la plaza de catedrático, en ese momento invade felizmente el ámbito del genérico masculino. Se apropia de él.
Si las mujeres se adueñan de los genéricos “trabajadores” o “mineros”, o “policías”, o de “la diplomacia”, porque el contexto activa tal ideación, se estarán apropiando de los significados y del sentido del discurso, para dejar a los significantes en su papel residual de simples “accidentes gramaticales” (María Ángeles Calero, Sexismo lingüístico, 1999), portadores de conceptos que van cambiando sin alterar la palabra que los nombra.
Todo eso no impide (y la lengua lo permite) que se usen fórmulas como “señoras y señores”, “amigos y amigas” si así lo desea quien habla. Ya estaban en el Mio Cid (siglo XII): “Exien lo ver mugieres e varones, burgeses e burgesas por las finiestras son”.
Una moderada duplicación —sobre todo en la “lengua cultivada”, en la actuación lingüística concreta— servirá legítimamente hoy como símbolo de que se comparte esa lucha por la igualdad; siempre que esto no implique considerar machista a quien use el genérico masculino por creerlo igualmente inclusivo.
Tampoco está de más evitar masculinos “genéricos abusivos” (en expresión de María Márquez) y decir “la persona” en vez de “el hombre”, o huir de usos asimétricos como “mi señora” o “mi parienta” (puesto que no se emplean “mi señor” ni “mi pariente”); o evitar el elogio de llamar “machada” a una hazaña deportiva, entre otros consejos válidos que suelen partir de filólogas feministas.
Con este mismo sistema de lengua (el sistema es una cosa y los usos son otra) se puede construir una sociedad más justa si nos aplicamos a ello, si desterramos la violencia machista, la brecha salarial o la publicidad sexista, si aplicamos una enseñanza igualitaria o si corregimos el tratamiento de la mujer en los videojuegos, entre otros muchos asuntos.
Cuando todos esos problemas estén resueltos (ojalá pronto) y la igualdad sea completa, el género gramatical perderá seguramente toda la trascendencia que ahora se le otorga. La realidad habrá cambiado los contextos; los contextos habrán transformado el sentido, y los genéricos masculinos se convertirán en una mera convención porque habrán sido asaltados por las mujeres, como ya ocurrió con “homenaje” o “patrimonio”.
Cuando ese momento llegue, quizás a nadie le importe ya la gramática. Pero mientras tanto, es entendible que el genérico masculino siga pagando los platos rotos.