sábado, 14 de julio de 2018

"La vida es sueño" de la compañía "Théâtre de la Tempete" en Almagro



A pesar del calor (culpa de la naturaleza), a pesar de la incomodidad insufrible de las sillas (culpa imperdonable de la organización), a pesar del empacho (culpa mía por comer tarde y sin medida), a pesar del humo y el polvo (imponderables de la representación), a pesar de que los sobretítulos no funcionaban ni se veían como debieran (culpa de la organización y de la compañía), a pesar de que muchos monólogos se representan en el pasillo de butacas con la consecuente imposibilidad de atender a los sobretítulos y a la actuación a la vez (culpa de la compañía), a pesar de que uno se va convirtiendo en un viejo cascarrabias a la altura de Javier Marías (solo en lo de cascarrabias, culpa mía), a pesar de todos estos achaques, la representación de La vida es sueño de Calderón por la compañía francesa "Théâtre de la Tempete" ofrece un espectáculo intenso y desgarrado.
La versión completa de La vida es sueño de Calderón de la Barca, sin la purga que se hace a veces de esa segunda trama paralela de comedia de enredo, no se presta a que el espectador se someta de lleno al dramatismo de la trama principal.
La escenografía (un páramo nevado dividido por jirones de lona sucia) y el vestuario nos remiten a la versión cinematográfica que de Frankenstein hizo Keneth Branagh. Los estruendos, los gritos, la desmesura, convierten esta versión en un drama romántico en toda su expresión. Segismundo es un Prometeo encadenado, un monstruo producido por la idiotez supersticiosa de su propio padre, un ser abrumado por lo inexplicable de su existencia. El protagonista (Makita Samba) aparece siempre con los ojos inyectados en sangre (vamos de tópicos) y en su primera liberación no hace sino confirmar lo que se le había impuesto con su encarcelamiento absurdo. Basilio me recuerda en esta versión a un Ubú rey "avant la letre" (y sigo), un demente poseído por la fiebre de la nigromancia que somete a su hijo al destino más cruel. Clotaldo (Laurent Ménoret), Astolfo (Pierre Duprat), Clarín (Thibaut Corrion) y Estrella (Louise Coldefy) le hacen los coros del una corte absurda con corrección. Y sobre todas estas precisiones dramáticas descuella la figura de la actriz que interpreta a Rosaura (Morgane Nairaud). Cada vez que irrumpe en escena con su voz aguardentosa, de papel de lija, lo inunda todo de pasión y rabia. Una interpretación explosiva que difumina el buen trabajo de sus compañeros, cada vez que se retuerce y vocifera sobre el suelo nevado de Polonia. Lástima que los monólogos de Rosaura no contengan la carga poética y metafísica de los de Segismundo, lástima también que su personaje sea el protagonista de esa trama secundaria de enredo que siempre he visto como un apósito en la obra de Calderón, lástima no haberla disfrutado de Segismundo (aunque Makita no lo hace nada mal), lástima que varias de sus intervenciones se perdieran en el pasillo de butacas (donde yo solo podía oír su voz). Solo por asistir a la representación de Morgane, imponente, vale la pena dejarse los lomos en esas sillas del infierno, digerir las patatas a lo pobre con oreja con dificultad, sudar y padecer la tortícolis de los sobretítulos.
Lástima no dominar el francés como debiera y carecer de dos cabezas o de la mirada periférica de un camaleón, porque el espectáculo merecía que uno se abandonara en él como es necesario ante la contemplación del arte. Me rozó esa sensación, si no pude completarla fue porque la naturaleza, la organización, la dirección de la compañía y yo mismo no tuvimos en cuenta que para disfrutar de La vida es sueño en francés hay que verla ligero de estómago, tras un mes en Avignon y con el culo menos burgués.     

miércoles, 11 de julio de 2018

"El suicidio de Europa según Klaus Mann" por E. J. Rodríguez


El hombre occidental, el Homo Occidentalis, que se había considerado a sí mismo una criatura básicamente racional, resultó estar, en buena medida para su propia sorpresa horrorizada, todavía poseído por sus demonios, impulsado por fuerzas irracionales y salvajes. Los más siniestros presentimientos y las más sangrientas fantasías de los pesimistas del siglo XIX fueron sobrepasados por la aterradora realidad del veinte. El Anticristo, cuyos gestos y acentos Nietzsche imitó sacrílegamente, adquirió existencia real y demostró su poder devastador. Cámaras de gas y grandes explosivos, propaganda venenosa y explotación organizada, los atropellos de los regímenes totalitarios y el diabólico mal gusto del entretenimiento comercial, el cinismo de las camarillas gobernantes y la estupidez de las confundidas masas, el culto a los asesinos de alto rango y las máquinas de hacer dinero, el triunfo de la vulgaridad y el fanatismo, el terror de la ignorancia; son las armas y métodos que usa el Maligno. Con ellos pretende subyugar a la raza humana. (Klaus Mann)

El artículo «Europa en busca de un nuevo credo» fue publicado por la revista estadounidense Tomorrow en junio de 1949, un mes después de que su autor, el escritor alemán Klaus Mann, hubiese muerto por sobredosis de barbitúricos a la edad de cuarenta y dos años. La tesis oficial sobre su fallecimiento hablaba de suicidio; sus allegados y apreciadores la pusieron en duda, más como un gesto elegante de respeto que por convencimiento. Descontando si queremos los antecedentes de suicidio en la familia —lo habían cometido dos de las hermanas de su padre, el insigne Nobel de literatura Thomas Mann—, sus personas cercanas no pudieron sino admitir que Klaus había jugueteado con la idea de la muerte con mucha más frecuencia de la debida.

En aquel artículo póstumo, además, Klaus había puesto en boca de un anónimo estudiante sueco (quién sabe si ficticio y mero vehículo para expresar sus pensamientos íntimos) la petición de que los intelectuales europeos ejecutasen un dramático suicidio colectivo para denunciar las nubes que, incluso terminada la Segunda Guerra Mundial, pensaba él que continuaban oscureciendo el porvenir del continente. Citaba la muerte del poeta alemán Ernst Toller, autor de la famosa obra teatral Hoppla, wir leben! (¡Vaya, estamos vivos!). En 1939, Toller estaba arruinado por su apoyo a la causa republicana en la guerra civil española y con el ánimo hundido tras la victoria final de Franco. Se quitó la vida en un hotel de Nueva York, ahorcándose con el cordón de seda de su batín. Los periódicos nazis, en un despiadado acto de burla, le dedicaron el inhumano titular Hoppla, wir sterben!, («¡Vaya, estamos muertos!»).

Mann mencionaba también el suicidio de Stefan Zweig quien, cansado de dar tumbos de exilio en exilio, se había establecido con su mujer en Brasil, donde parecía tener por fin un futuro estable en un país que les gustaba. Por desgracia, el tétrico devenir de la historia los había sorprendido ya alejados de la juventud y no encontraron la motivación para disfrutar de un retiro baqueteado por el pesar ante los horrores europeos. Zweig dejó escrito en su nota de despedida: «Comenzar algo nuevo después del sesenta cumpleaños de un hombre requiere una fuerza particular, y mi propia fuerza ha sido agotada después de años de deambular sin un hogar». Un día, ambos se vistieron de punta en blanco, se peinaron, bebieron un elixir mortal y se tumbaron en la cama, donde fallecieron unidos por un último abrazo.

Otro suicida recordado por Mann era Jan Masaryk, a la sazón ministro de exteriores checoslovaco, que en 1948 había caído, vestido con un pijama, desde la ventana del cuarto de baño de su despacho (aunque la discusión sobre un posible asesinato a manos del núcleo duro de los comunistas iba a eternizarse durante décadas, Mann no vivió lo suficiente para asistir al debate). También otorgó carta de naturaleza filosófica al suicidio de la escritora británica Virginia Woolf. En la carta de despedida que Woolf dejó para su marido había expresado su horrorizado desaliento ante el retorno de sus enfermedades mentales, diciendo: «No me recuperaré esta vez». En un ejercicio de triste poesía, se llenó los bolsillos de piedras y se dejó llevar por las aguas del río cercano a su casa. El cuerpo no apareció hasta semanas después. Para Mann, sin embargo, también formaba parte de una oleada inevitable de rendiciones en tiempos donde la realidad europea resultaba insoportable para los espíritus refinados.

Los intelectuales europeos, decía, conformaban un «pequeño y desconcertado grupo» al que se miraba en busca de unas respuestas de las que carecían. El escritor y actor francés Antonin Artaud acuñó la expresión «suicidado por la sociedad» en un ensayo sobre Van Gogh; paciente mental él mismo, Artaud la había empleado para criticar a la psiquiatría. De manera análoga, Mann creía que los pensadores suicidas de su tiempo habían sido victimizados por la situación social y política, no solo por sus propios demonios. En los años treinta y cuarenta, las personas de gran sensibilidad no podían sino sentir angustia. Las de gran inteligencia no podían sino sentirse forzadas a buscar explicaciones para el desastre, desgastando su energía mental en el imperioso, aunque inútil y agotador, intento de descifrar el presente y el porvenir inmediato. Quienes combinaban ambas cualidades, gran inteligencia y gran sensibilidad, estaban destinados a la melancolía. De entre los melancólicos, varios estaban condenados a la consunción y a una muerte prematura.

Su llamamiento al hara-kiri —un extraño borrón que cerraba de manera un tanto desconcertante aquel, por otra parte, clarividente texto— podría ser calificado sin demasiado reparo como una expresión de su creciente culto a la muerte, y en concreto, a la suya propia. El estudiante sueco sin nombre sugería: «Alistémonos en un absoluto abatimiento, es la única actitud sincera, y la única que puede ser de alguna ayuda». Palabras que suenan demasiado a Mann como para no ser suyas, aunque cabe otorgarle el beneficio de la duda; quizá aquel estudiante, rara alma gemela, sí existió y compartía sus más que evidentes indicios verbales de estar padeciendo una depresión. Como fuese, el diagnóstico de la personalidad de Klaus Mann es irrelevante con respecto al grueso de las ideas que expresa en sus escritos filosóficos y políticos, salpicados aquí y allá de desaliento personal, pero punzantes como los de George Orwell en lo político y lo social. El análisis freudiano y demasiadas veces sensacionalista de las relaciones de Klaus con su colosal figura paterna, o de las disfunciones reales e imaginadas de la familia Mann al completo, queda como materia de algunas biografías oportunistas y el intercambio de desmentidos entre los familiares y amigos que lo sobrevivieron. Un intercambio amarilleado por el paso del tiempo y amarillento por el tono, pues los Mann, como es sabido, se convirtieron en objeto de las comidillas vecinales del no siempre magnánimo mundillo del comentario literario.

Klaus Mann, pese a todo esto, no era un nihilista, aunque a veces esa deducción errónea se haya desprendido como una costra de su suicidio y sus ocasionales arrebatos de una desesperanza redactada con sobrecogedora precisión. Era un idealista primero y un pesimista después. Izquierdista liberal y humanista, su pesimismo era legítimo. No provenía solo de la melancolía; su análisis del presente siempre fue lúcido. Advertía los problemas, pero intuía las soluciones, y aquel pesimismo estaba fundamentado no en la ausencia de dichas soluciones sino en el desinterés de las sociedades de posguerra hacia la aplicación de las mismas. Su apuesta por la nada era personal, nunca política. Incluso reprochaba el nihilismo de figuras como Heidegger y Sartre, aun reconociendo que a ninguno de los dos gustaba la etiqueta. En el original inglés de su texto desdeñaba la escuela existencialista entonces muy en boga, con melódica aliteración: remarkably unsystematic philosophical system seems to consist of inconsistencies (una definición no menos musical en español: «sistema filosófico marcadamente asistemático que parece consistir en inconsistencias»).

Como Orwell, Mann vivió la posguerra señalando, sin distinción de color o de régimen, unos peligros del totalitarismo que no creía extinguidos con la caída del fascismo europeo. Con un dilatado pedigrí izquierdista y respetado como el decidido enemigo de los nazis que había sido siempre, alienó a sus antiguas amistades comunistas denunciando la dictadura soviética. Y aún le quedó munición para denunciar la arbitrariedad de la incipiente fiebre anticomunista en los Estados Unidos. No se casaba con nadie ni con nada, excepto con sus propias ideas. Que, como las de Orwell, eran cada vez más propias y menos parecidas a las de otros. Eso lo aislaba y lo hacía sentirse incomprendido en su propio tiempo, pero dejó para la posteridad una constelación de sentencias reveladoras.

Desencantado con el seguidismo irreflexivo y la cobardía de las masas, depositaba la responsabilidad del equilibrio mental de la nueva Europa en los intelectuales, en quienes debía recaer la tarea de ejercer un liderazgo ideológico efectivo. Sus opiniones sobre los intelectuales más destacados no siempre eran positivas, sin embargo. Dejando a un lado el desprecio que le habían provocado quienes se habían aliado con el régimen nazi —una repulsión indisimulada y vitriólica condensada en su novela más famosa, Mefisto—, comentaba con perplejidad la moralina acartonada que se había apoderado de la intelligentsia europea. De repente, los pensadores parecía buscar en los cielos las respuestas que no habían sido capaces de hallar en la tierra: «Incluso algunos de los autores antes conectados con movimientos ateos de extrema izquierda se complacen ahora en modos píos y especulaciones metafísicas».

A ciertos pensadores del momento, aunque pocos, los consideraba dignos de capitanear la reconstrucción cultural europea. Señalaba en especial al filósofo Bertrand Russell, afirmando que «ciertamente merece el rango de líder intelectual», aunque no albergaba muchas esperanzas de que la equilibrada ponderación del británico encontrase eco en los demás intelectuales, entretenidos con las recompensas fugaces y estériles de las argumentaciones bizantinas tan comunes por entonces. Mann creía que Russell tenía respuestas, pero destinadas a no ser tenidas en cuenta: «Su algo evasivo agnosticismo y su poco imaginativo sentido común pueden no ser particularmente atractivos para las mentes más fastidiosas». También elogiaba al italiano Benedetto Croce aunque, después de haberlo visitado en Nápoles, albergaba dudas sobre su asidero con la contemporaneidad: «Me sentí en presencia de una magnífica reliquia, una conmemoración viva de proezas pasadas y principios olvidados». Lo contrario decía de Ortega y Gasset, a quien consideraba «muy versado en las cuestiones de nuestro tiempo» y cuyas «brillantes especulaciones de La rebelión de las masas han ayudado a aclarar los sucesos tumultuosos de las pasadas décadas». Pero, con pesar, Mann creía que Ortega, como Russell, les parecía insuficiente a las nuevas generaciones, ansiosas de controversias pirotécnicas.

Suele decirse, y es verdad, que Klaus estuvo a la sombra de su padre en lo literario, y que su apellido fue una bendición y a la vez un lastre. Pero gozaba de su propio prestigio entre los intelectuales demócratas, porque había sido uno de los alemanes que jamás había flaqueado en su rechazo del nazismo, sobre cuya verdadera naturaleza advirtió a todo aquel que quiso escucharlo. Ya desde los años veinte, cuando los nazis eran un pequeño grupo de outsiders de quienes conservadores y progresistas se reían por igual. Klaus se había marchado de Alemania en el mismo momento en que Hitler ascendió al poder, en 1933, previendo un cataclismo que no muchos otros querían creer posible. Siendo hijo del alemán más insigne y respetado junto a Albert Einstein, Klaus Mann continuó siendo una molestia en el exilio. Los nazis, en una de tantas demostraciones de su desprecio por el talento, lo despojaron de la nacionalidad en 1934. En 1936, cuando las democracias occidentales aún se empeñaban en creer que resultaría posible convivir en términos amistosos con el III Reich, Mann publicó Mefisto, novela en la que rodeaba al régimen de una aureola de pesadilla. Además de sus escritos hablaba en público del «verdadero y repulsivo rostro de los nazis». Al acabar la guerra, resultó haber sido uno de los pocos intelectuales germanos que jamás se había adormecido en lo tocante a la podredumbre hitleriana.

Por fin había visto caer a sus peores enemigos, pero eso no lo volvió más optimista. Como Orwell, desdeñaba aquella idea de «muerto el perro, se acabó la rabia», porque pensaba que la rabia era intrínseca a la naturaleza humana. Los mecanismos que habían conducido al auge del fascismo podían revivir en cualquier momento, y de hecho continuaban activos en el régimen estalinista y en dictaduras de mínima influencia, pero ilustrativas, como la de Franco en España. Orwell, en sus advertencias, se centraba en el análisis del poder en sí mismo, de sus ejecutores directos y de las herramientas y métodos usados por la maquinaria del sistema opresor. Mann abordaba la cuestión desde otra perspectiva: el totalitarismo precisaba del silencio o la aquiescencia de del pueblo, de la nación y de sus fuerzas vivas. Del colaboracionismo, en definitiva. En 1938 había dicho, durante un discurso ante emigrantes alemanes en los Estados Unidos, que «Hitler no es Alemania. Hay una resistencia contra él en nuestro país y entre los alemanes que residen en el extranjero; los nazis pueden amordazarla con su Gestapo, pero no la destruirán». Para su desaliento, la resistencia alemana nunca había estado cerca de triunfar, salvando un atentado fallido planeado por los militares.

Mefisto narraba la carrera de un actor de segunda que coqueteaba con el régimen nazi para alcanzar el éxito. Describía una Alemania seducida por un movimiento demagógico y siniestro del que, como bien demuestra ese libro, ya se conocían los perfiles diabólicos; Mefisto es un libro incómodo para los defensores de la tesis de que los alemanes no entendían bien lo que implicaba el ascenso de alguien como Hitler. El protagonista estaba inspirado en un personaje real, el actor Gustaf Gründgens, exmarido de la querida hermana del escritor, Erika Mann. Para Klaus, de entre sus cinco hermanos, Erika siempre había representado un papel especial. Ambos eran homosexuales, lo que en aquellos tiempos hacía casi imposible mantener una relación sentimental pública y verdadera, y además les había ganado la incomprensión de su padre. Enfrentados a similares obstáculos, escritores ambos, los dos hermanos se habían apoyado siempre; habían compartido viajes y aventuras, bohemia artística y compromiso político.

Erika estuvo casada con Gustaf Gründgens entre 1926 y 1929. El matrimonio había sido, cabía sospechar, no mucho más que una tapadera, dado que Gründgens también era homosexual, pero el actor era buen amigo de los dos Mann. Simpatizante comunista, lo consideraban uno de los suyos en cuestiones políticas y sociales. Cuando Hitler era todavía una figura exótica en la política alemana, Klaus y Erika nunca lo hubiesen imaginado formando parte de un movimiento fascista. En apenas unos años, sin embargo, lo impensable sucedió. En 1934, justo cuando Klaus se quedaba sin su ciudadanía alemana, Gründgens fue nombrado director del teatro estatal de Prusia, cargo para el que fue designado por el entonces gobernador de la región y figura destacada del NSDAP, Hermann Göring, Después, el actor entró a formar parte de la sección teatral de la Cámara de Cultura del Reich, institución concebida por Joseph Goebbels para controlar la creación artística nacional. Klaus Mann, decepcionado, usó a Gründgens como modelo para el protagonista de la novela: Hendrik Höfgen, perfecto retrato del arribista nacionalsocialista: un individuo que no es un monstruo con rabo y cuernos, sino un ser humano cualquiera. La tentación de vender el alma al diablo es idéntica para todos; depende de cada cual el resistirla.

El título de la novela, Mefisto, hacía referencia a Mefistófeles, el enviado del diablo con el que Fausto firma un acuerdo para entregar su alma a cambio de obtener a la bella y virginal Gretchen. La lujuria —sumada, según la versión del mito, a la riqueza o el ansia de saber— era la motivación para pactar con Satán, pero no la maldad. Fausto no es intrínsecamente malvado, como tampoco lo es Hendrik Höfgen. Mann no cree que todo un pueblo pueda asimilar con sinceridad una ideología detestable, y menos de un día para el otro. Piensa que quienes se «convierten» lo hacen con la misma mentalidad de quien cierra un trato con el diablo. Estampando su firma, el arribista vocinglero obtiene ventajas sociales y profesionales. El cobarde, a su vez, se conforma con la supervivencia; camuflado entre la manada, busca una sensación de seguridad por el alto precio de renunciar a su libertad y a su derecho de disentir de la mayoría. Cuanto más aplastante esa mayoría, más rápido el proceso de contagio ideológico. No es que los alemanes fueran en su mayoría nazis de corazón, porque no lo eran; es que se acobardaron ante el creciente empuje del NSDAP y, una vez los vieron instalados en el poder, decidieron acomodarse al nuevo statu quo. El corazón ideológico está reservado para la élite del partido; los demás no necesitan convencerse, sino comportarse como si hubiesen sido convencidos. No necesitan creer lo que se les dice, sino repetirlo sin titubear. Y, sobre todo, deben someterse.

Los hechos le daban la razón a Klaus: en 1934, los nazis «de corazón» que habían protagonizado en las calles los años de ascenso del partido, los «camisas pardas» de las Sturmabteilung (SA), fueron purgados por el propio Hitler. Y fueron purgados antes que los judíos, incluso. En el nuevo régimen los primeros en caer habían sido los nazis que todavía creían que podían tener ideas propias, que todavía podían hacer y deshacer por el mero hecho de lucir un brazalete con una esvástica. La Noche de los cuchillos largos les abrió los ojos, a ellos y a los demás alemanes: quienes ascendían eran los que asimilaban y repetían las ideas descendidas desde la élite y no causaban problemas. Ser nazi debía implicar no la comprensión del ideario, sino su disciplinado acatamiento. Si Orwell insiste en que la desobediencia es castigada, Mann nos recuerda que la obediencia es premiada y que la búsqueda de la recompensa, como la lujuria de Fausto, es motivación más que suficiente para sucumbir a la barbarie.

Una década después de la publicación de Mefisto y desaparecido el III Reich, Mann extendió los mecanismos del arribismo a todas las ideologías, como Orwell hizo con los mecanismos de la opresión. Decía Mann: «Aquellos que ahora colaboran con Rusia, los que predican y propagan el Evangelio comunista, ¿son también “traidores”? Algunos de ellos, sobre todo en los países del Telón de Acero, incluyendo la parte de Alemania ocupada por los soviéticos, pueden haberse convertido en marxistas por oportunismo y miedo». Lo mismo podía suceder en una democracia. Hitler no había sido un revolucionario exitoso; su pasado golpista había terminado en ridículo y con sus huesos en la cárcel. En los años treinta, sin embargo, había llegado al poder dentro del marco constitucional. Había ganado unas elecciones, se había vestido de corbata, había inclinado la cabeza en una respetuosísima reverencia mientras le estrechaba la mano al jefe del Estado. Hitler había desempeñado de manera impecable su papel institucional, había cumplido con la ley y había respetado las formas, hasta que decidió dejar de hacerlo para convertirse, él mismo, en la nueva ley. Klaus Mann había contemplado y comentado todo el proceso, desde que el NSDAP era un partidito marginal hasta que, incluso antes de que Hitler hubiese obtenido la cancillería, las concentraciones nazis ya auguraban un totalitarismo desenfrenado. Había visto cómo los oportunistas se afiliaban a alguna de las ramas uniformadas del partido para poder aprovecharse del creciente terror que los nazis despertaban entre la población. Una población que iba cambiando de bando para no estar en el de los perdedores. Pronto no quedó nadie dentro de Alemania capaz de levantar la voz; los pocos que lo hacían terminaban muertos o en un campo de concentración. Alemania no había atravesado una guerra civil ni una guerra revolucionaria. La demagogia era la que había librado y ganado todas las batallas, y nunca hubiese vencido sin la aquiescencia de la gente de a pie.

La Europa de posguerra no iba a estar libre de demagogia. Hitler y Mussolini habían muerto, el fascismo se había derrumbado, pero el continente estaba devastado y sumido en la confusión. Mann pensaba que los «turbados europeos» buscaban respuestas fáciles en la religión, el marxismo, el orientalismo, el existencialismo, y demás dogmas cuyas estructuras sistemáticas parecían ofrecer un antídoto contra la incertidumbre. Sin criticar esas ideologías, recordaba que quien busca respuestas fáciles puede terminar sucumbiendo bajo el encanto de alguna figura emergente que sepa hacerse escuchar y prometa las ansiadas respuestas. Recordaba que el ciudadano no comprometido o bienintencionado podía ceder ante la presión grupal de quienes defendiesen dogmas para ellos indiscutibles. La polarización de las ideologías le preocupaba de manera especial. Cuando las ideas se presentan en forma de dicotomía entre dos únicas opciones (conmigo o contra mí), «se nos obliga a elegir un bando y, haciéndolo, a traicionar todo lo que deberíamos defender y celebrar». Los malvados no arrastran los países al caos, salvo que sean facilitados por la polarización de los no malvados. El portador del mal no por necesidad es alguien malvado, como el portador de un virus no por necesidad está enfermo, aunque terminará pagando, como todos, el precio de la propagación de la epidemia.

Klaus Mann murió en los albores de la Guerra Fría, con una Europa reducida a escombros. Expresaba, como Orwell, una sorda preocupación por el futuro del continente, aunque también lo hacía sin caer en el juego del vaticinio. No intentaba adivinar qué iba a suceder y, lo más importante, tampoco cuándo. Pero sí exponía con detalle los engranajes, bien conocidos ya para él, del avance de la demagogia y el fanatismo. Aquellos mecanismos mediante los cuales unos pueblos que se consideran civilizados y repletos de buenas personas, terminaban ensalzando a figuras que representaban no lo mejor de esos pueblos, sino, por efecto de la simplificación ideológica y la instrumentalización de la moral, lo peor.

Estamos estupefactos. Quisiéramos alejarnos, pero nos vemos obligados a mirar. El peligro de que Europa ya no escuche, de que nos acostumbremos a esa gente, es temible. ¡Sintámonos, al menos, obligados a permanecer atentos! ¡Leamos sus escritos! ¡No olvidemos lo que han sido desde el principio! Estamos recopilando todo lo que un día —¿cuándo exactamente?— la memoria del mundo entero recuperará.

lunes, 9 de julio de 2018

"Blonde" de Joyce Carol Oates


La literatura, la narrativa, a veces te proporciona emociones más intensas que la vida, mucho más. Esto ocurre con Blonde de Joyce Coral Oates. Al finalizar la lectura he sentido la impotencia, la rabia y la desazón de no haber podido ayudar a esa pobre muchacha que muere a manos de los hombres poderosos, he experimentado la angustia de haber vivido junto a Norma Jean y me he lamentado por no poder actuar para que su vida fuera de otra manera. La ficción, la buena ficción, te somete a estos trances. 
He estado sumergido durante varias semanas en el mundo de Holliwood de los años 50, en la neurosis permanente de una actriz que sufrió los manoseos, los abusos, las violaciones, las tropelías de un mundo de lujo, "glamur", capitalista y profundamente inhumano. 
No sé si Norma Jean Baker sería así, pero la ficción de Joyce Carol Oates ("Blonde") nos hace creer que todo fue así realmente. Una narración impresionista, estimulante, en la que las voces de la protagonista y sus alrededores suenan tan próximas como si de veras estuviéramos tomando Nembutal o leyendo a Chéjov o asistiendo a la felación de un presidente de los Estados Unidos. El personaje que crea Joyce, sea o no próximo a la verdadera Norma Jean, es un verdadero prodigio narrativo que nos subyuga y nos somete a esa experiencia mágica de la literatura: la de enredarnos en un mundo ajeno en el que satisfacer la perversión del voyeur sin mancharnos, por obra y gracia de la pericia de autoras como ésta.
Marilyn Monroe es un personaje de culebrón, de novela sentimental, que Joyce consigue realzar hasta la altura de una creación literaria sólida y de una riqueza sublime. Norma Jean es paria desde su infancia (una madre loca e incendiaria y un padre imaginario) y víctima, desde su adolescencia, de la violencia de los hombres y de la envidia de las mujeres (su madre adoptiva la casa a los 16 años para evitar las miradas lascivas de su marido). El fotógrafo que la descubre actúa con ella como casi todos lo van a hacer: como un desaprensivo. La explota como la van a explotar los hombres de la industria del cine que ven en ella a un producto sexual del que gozar y al que sacarle provecho monetario. Y el drama de sus historias reside en una clave: ella es demasiado consciente de todo esto. 
Marilyn tiene el don de la actuación espontánea y, además, quiere cultivarse, en la música, en la literatura, en el teatro, en el cine. Está ávida de conocimientos y estos conocimientos provocan en ella una desolación absoluta que la desespera. La única solución que encuentra para calmar su ansiedad está en las pastillas, en esos calmantes y somníferos que su madre consume en dosis industriales y que la aletargan, la sedan, para no sufrir la crudeza del mundo. 
Las escenas impresionistas que retratan a algunos de sus hombres (Bucky Dougherty, Cass Chaplin, Edward G. Robinson Jr., el exdeportista Dimagio, el dramaturgo Miller, el presidente Kennedy...) son claves para entender los anhelos y las desdichas de una mujer que persigue el amor y la vocación de actriz con un cuerpo (el de Marilyn Monroe) que no es apto para romanticismos. Recela de que todo el mundo quiere reírse de ella, de que solo sirve para la diversión de los otros, mientras que ella no disfruta ni siquiera del sexo. Norma Jean se ve obligada a pasar por los despachos de los productores/violadores, por los caprichosos espacios de drogas y sexo de los hijos de las estrellas, por las veleidades pornográficas de los actores con los que comparte reparto... Se convierte en otra, en una especie de invención de su maquillador y de su médico, una esclava de una imagen que no es la suya. Un producto artificial que los productores han vendido al público. Y todo con la conciencia de que ella no es Marilyn Monroe, de que ella no es una rubia tonta cuyas únicas virtudes residen en complacer las necesidades sexuales de los hombres. Lee a Schopenhauer, a Dostoievski, a Freud, a Darwin..., intenta comprender el mundo para salvarse de él, pero solo consigue enfangarse más y más en su suciedad. Se obsesiona con la maternidad y aborta una y otra vez. Su vida es un continuo vapuleo del que siempre sale sola. "¡Me lo estoy pasando tan bien en la vida que creo que van a castigarme!", esto lo escribe en su diario, en su diario de niña. Pero Marilyn destrozará a Norma Jean porque, como dice John Huston: "Monroe arrastraba a los hombres como una hembra en celo. Cuanto menos les daba, más deseaban ellos." Mantiene una relación de temor con el público porque "todo actor arrastra una maldición y es que siempre necesita público. Y cuando el público ve esa necesidad, es como si oliera la sangre. Empieza su crueldad." 
En cada una de sus películas, desde Niágara hasta Vidas rebeldes, Norma Jean se transforma en su personaje, vive su personaje y se lo lleva a casa para utilizarlo. Joyce sabe introducirnos en la obsesión a la que se sometía Norma Jean con sus actuaciones. Tiene a sus personajes protagonistas siempre presentes, como si en la vida real también estuviera actuando y, a veces, se siente Angel (La jungla de asfalto), Rose (Niágara), Lorelei Lee (Los caballeros las prefieren rubias), Nell (La tentación vive arriba), Cherie (Bus Stop), Elsie (El príncipe y la corista), Sugar Kane (Con faldas y a lo loco), Roslyn (Vidas rebeldes)... Se siente todas ellas en diferentes episodios de su vida, como se siente Marilyn o Norma Jean según su maquillaje.
A la protagonista de Blonde, un "francotirador" a sueldo de la "agencia" (la CIA) la asesina con una inyección de Nembutal. Ella no se suicida porque no quiere morir. No sabe cómo vivir, pero, desde luego, no quiere morir. De todas formas, su destino fatal, el de Norma Jean, estaba escrito en una de las baldosas de su casa: "CURIUM PERFICIO" ("Estoy llegando al final de un viaje"). Su amigo Chaplin llegó unas semanas antes, a su amigo Brando le dolió su partida, pero ninguno de los dos estaba junto a ella.      

sábado, 7 de julio de 2018

"Nietzsche y el caballo de Turín" por Rafael Narbona


Nietzsche sigue fascinando a los jóvenes, pero su prosa deslumbrante y su indudable originalidad no deberían ocultar las miserias de su filosofía. No sirve alegar que reproduce la mentalidad de una época, pues la Ilustración, que le precede en el tiempo, luchó por un mundo más libre, humano y compasivo, estableciendo las bases teóricas de las sociedades plurales y tolerantes, donde el hombre ya no es un súbdito, sino un ciudadano con derechos inalienables. El punto de vista de Nietzsche no es el del Antiguo Régimen, sino el de Atenas y Esparta, con sus políticas eugenésicas y su exaltación de la guerra. “La cultura debe verse desde el punto de vista de la raza”, afirma una y otra vez. En El Anticristo (1888) se muestra aún más explícito: “Los débiles y los malogrados deben desaparecer: artículo primero de nuestro amor a los hombres. Y además se debe ayudarles a perecer”.

Nietzsche sostiene que corresponde a los “mejoradores de la humanidad” actuar como “policía sanitaria”, imponiendo prohibiciones y restricciones a la libertad y, si es necesario, castraciones. […] La propia vida no reconoce solidaridad alguna, ninguna igualdad de derechos entre las partes sanas y las partes enfermas de un organismo; estas últimas deben ser amputadas o el todo sucumbe. Compasión con los decadentes, igualdad de derechos para los fracasados; si esta fuera la más profunda moralidad, sería la contra-naturaleza misma como moral” (El crepúsculo de los ídolos, o cómo se filosofa a martillazos, 1889). La admiración de Nietzsche hacia la cultura griega, donde la virtud se identifica con la fuerza y la excelencia, le prohíbe cualquier forma de simpatía hacia las tendencias igualitarias. La agudeza de sus opiniones en el campo filológico no le impide participar del horror de la burguesía ante la agitación obrera: “El hombre que se ha liberado, y ¡cuánto más el espíritu que se ha liberado!, pisotea la despreciable manera de bienestar con la que sueñan tenderos, cristianos, vacas, mujeres, ingleses y otros demócratas”.

La insurrección del proletariado es la “rebelión de los esclavos”. Su triunfo significaría el fin de la cultura, su irremediable destrucción. En Más allá del bien y del mal (1886), Nietzsche define el aristocraticismo como la consecuencia inevitable de la profunda diferencia entre los hombres en virtud de su origen y cualidades. Esta diferencia justifica la esclavitud. Los aristócratas (es decir, los mejores) no deben permitir que les afecten las promesas humanitarias ante “el sacrificio de un sinnúmero de hombres”. Es completamente legítimo que los inferiores –pueblos o individuos– sean “rebajados y disminuidos hasta convertirse en hombres incompletos, esclavos, instrumentos”. A fin de cuentas, la vida no es más que “apropiación, ofensa, avasallamiento de lo que es extraño y más débil, opresión, dureza, anexión y, al menos en el caso más suave, explotación”.

En Más allá del bien y del mal y en La genealogía de la moral (1887), Nietzsche propone la transmutación definitiva de todos los valores. Hay que abolir la moral cristiana para restaurar el sentido original de la virtud. La virtud no tiene otro fundamento que el instinto, que repudia la libertad y la igualdad. Hay que recuperar el sentido aristocrático de la moral, un sentido que implica “jerarquía”. Bueno es todo lo que eleva, todo lo que implica grandeza, poder. Lo santo no es la piedad hacia los otros, sino el espíritu de conquista del soldado. La moral aristocrática es ante todo una moral de virtudes guerreras, que establece diferencias esenciales entre los individuos. La moral cristiana es una moral plebeya, que nace de la pobreza de instintos, de la anemia, de la carencia de fuerza. La matriz del cristianismo es el rencor, la impotencia. Las culturas superiores se caracterizan, en cambio, por su poder afirmativo. Su crueldad es el rasgo característico de su grandeza. Procede de su alegría, de su ebriedad de vida.

La derrota definitiva de la moral cristiana desborda el campo de la especulación filosófica. Hace falta una “gran política”. “Será preciso preparar grandes empresas colectivas de disciplina y selección”, conducidas por “una especie nueva de filósofos y de jefes” (Más allá del bien y del mal). Esa “gran política” será “como un martillo que hará pedazos a las razas decadentes y agonizantes, para apartarlas de camino y abrir el paso a un nuevo orden de vida, o para inspirar a los seres degenerados y lánguidos el deseo de morir” (La voluntad de poder, póstumo). En El estado griego(1871), obra inacabada concebida en sus orígenes como ampliación de El nacimiento de la tragedia(1872), Nietzsche sostiene que “a fin de que haya un amplio, profundo y fructífero suelo terrestre para un desarrollo del arte, la inmensa mayoría tiene que estar sometida como esclava al servicio de una minoría”. La “necesidad de la vida” está por encima de las “necesidades individuales”. Desde esta perspectiva, la reducción de la jornada laboral, la abolición del trabajo infantil o la creación de asociaciones obreras, se convierten en demandas inaceptables. Nietzsche se opone a estas reformas en Basilea durante sus años de catedrático de lengua y literatura griega, pero recomienda que no se extenúe al trabajador, pues una innecesaria dureza podría malograr su rendimiento y el de su descendencia.

Nietzsche profetizó “guerras tales como no se han visto jamás” y se refirió al superhombre como “ese forastero que llama a la puerta, el más horrible que hayamos visto. [… ] Se precisa tener mucha fuerza para poder vivir y olvidar hasta qué punto vivir y ser injusto es lo mismo”. Esta es la razón de que el superhombre sea el hombre en el cual “son máximas las propiedades específicas de la vida: la injusticia, la mentira, la explotación”. Nietzsche no escatimó elogios para el soldado que “vuelve a casa, tras una serie abominable de asesinatos, incendios, violaciones y torturas, con igual petulancia que si volviera de una travesura infantil” (Humano, demasiado humano, 1878). Tampoco ocultó su simpatía por la guerra: “No hay buena causa que santifique la guerra, sino que es esta la que santifica toda causa”. En El crepúsculo de los ídolos, se detalla un programa eugenésico de escala planetaria, llamado “moral para médicos”, que libraría al mundo de enfermos y desvalidos, sentando las bases de una higiene racial que permitiera regular la selección, cría y reproducción de la especie humana.

Thomas Mann consideraba que Nietzsche no era un bárbaro ni un precursor del nazismo, sino un alma trágica que se dejó llevar por la “embriaguez estética”. En ese sentido, se parece a Oscar Wilde, fascinado por el mal desde un punto de vista del Romanticismo tardío, con grandes dosis de ingenuidad e inmadurez. “Nosotros que hemos conocido el mal en toda su miseria –escribe Thomas Mann-, y ya no somos lo bastante estetas como para tener miedo a proclamar nuestra fe en el bien, como para avergonzarnos de conceptos y de pautas tan triviales como la libertad, la verdad, la justicia. A fin de cuentas, también el esteticismo, bajo cuyo signo los espíritus libres atacaron la moral burguesa, pertenece a la edad burguesa. Y superar esa edad significa salir de una época estética y penetrar en una época moral y social” (Schopenhauer, Nietzsche, Freud). Nietzsche continúa seduciendo a las mentes más jóvenes y no tan jóvenes, pero debería hacerlo por sus reflexiones sobre el lenguaje, los conceptos, el tiempo, la poesía, la religión o el amor fati, no por su “gran moral”, que se gestó como un ataque contra el cristianismo, el humanismo, la Ilustración y el igualitarismo democrático. Es cierto que su reivindicación de la vida como algo trágico y finito nos ayuda a reconciliarnos con el mundo, con sus grandezas e insuficiencias, pero no es menos real que proporcionó argumentos al nazismo, exaltando la guerra, la esclavitud y la eugenesia. Nietzsche escribió con la arrogancia de los ídolos, sin reparar en las consecuencias de sus palabras. Podemos apreciarle como poeta y pensador, pero no como moralista. La embriaguez dionisiaca puede inspirar un éxtasis lírico, pero también contiene la flecha del arquero, preparada para hundirse en el corazón de las “formas de vida sin valor” (es decir, los débiles y enfermos). Paradójicamente, Nietzsche no era un nuevo Zaratustra, el profeta del superhombre, y, menos aún, un bárbaro, sino un tímido profesor que se abrazó al cuello de un caballo en Turín para evitar que un brutal cochero continuara azotándolo.

"Arte de la novela" por Antonio Muñoz Molina


He terminado de leer The Other House y me he quedado un rato con el libro en las manos, sin hacer nada, dejando que la novela cale en mí, como cuando termina una película en el cine y uno está tan empapado en ella que no se mueve de su asiento y no tiene ganas de levantarse ni de salir todavía a la calle. (Debería haber momentos así en un concierto, al final de una obra, paréntesis respetuosos de silencio, antes del frenesí algo exhibicionista de los aplausos). He terminado The Other House y al cabo de un rato he vuelto al principio y me he concentrado de nuevo en la lectura, ahora con la claridad de la segunda vez, que me permite darme cuenta de todas las sugerencias que Henry James va insinuando desde la primera página. Uno está distraído cuando empieza una novela. Es como entrar desde la calle en una habitación en penumbra. Hay pormenores fundamentales que no se advierten de primeras: motivos que se enuncian muy pronto, pero que el oído aún no sabe distinguir. Por eso una novela que merezca ser leída ha de leerse al menos dos veces, y a ser posible sin pausa, para no dar tiempo a que actúe el olvido.

Es en la segunda lectura cuando me doy cuenta de verdad de cómo está hecha la novela. Quizá me gusta todavía más porque he tardado muchos años en llegar a ella. Algunas novelas nos esperan. Esperan a que alcancemos el grado necesario de madurez, o a que encontremos un periodo sostenido de sosiego, o a que dominemos mejor el idioma en el que están escritas. Yo sé que compré The Other House hace 13 años porque he encontrado entre sus páginas el recibo de una librería de Nueva York que ya no existe, Crawford Doyle, con su escaparate a la sombra de un toldo azul en una acera de la parte lujosa de Madison Avenue. Es una de esas ediciones sólidas y atractivas de The New York Review of Books. Atrae al tacto igual que a la mirada. Quizá la empecé entonces, pero la dejé a un lado, porque exigiría una atención de la que yo no era capaz en aquel momento. No la leí, pero siguió conmigo en mudanzas diversas, en mi biblioteca errante que iba creciendo o reduciéndose según el espacio de cada domicilio, y según la necesidad de aliviarse uno la vida y de desprenderse del peso muerto de lo acumulado porque sí.

Es bueno que los libros ocupen un lugar visible en el espacio. En una nueva estantería, en otra ciudad, al otro lado del océano, lo que queda de la biblioteca resume una parte de lo mejor de aquellos años de mi vida. Rescatados del guardamuebles donde han permanecido casi un año, sacados de las cajas, los libros son a la vez un recordatorio y un proyecto, el testimonio de lo ya leído y la promesa seductora de todo lo que hay en los que me faltaba por leer. En otra casa de otra ciudad el primer libro que he empezado a leer ha sido The Other House, tal vez inducido por su título, que en su simplicidad misteriosa contiene cifrada la novela entera. Alba la tiene publicada en español en una edición igual de atractiva. Empecé la lectura en la cama, pero aunque el tono me seducía desde la primera frase con esa música sinuosa de James, no me enteré de mucho, porque tenía sueño, y al día siguiente no recordaba nada.

The Other House empieza pareciendo una comedia inglesa de costumbres y deriva gradualmente en una historia de horror. Solo al leerla por segunda vez es posible darse cuenta de los pasos que llevan como por azar de la claridad a la negrura, con una naturalidad semejante a la del paso de las horas en un solo día, de la mañana a la noche, de la cotidianidad trivial a la desgracia, de los buenos modales al crimen. The Other House empezó siendo el boceto de una obra teatral que James no llegó a escribir. Su infortunio como autor dramático fue una ventaja para nosotros, sus lectores futuros. La forma teatral determina lo limitado de los espacios de la historia y la compresión del tiempo, y también la polifonía del diálogo, y la sensación de simetría. La primera parte sucede en un solo lugar, en una mañana; la novela continúa y culmina cuatro años después, de la mañana a la noche. El fluir del tiempo se hace todavía más visible en las escenas finales, cuando el atardecer da paso a la noche, y los personajes hablan sin darse cuenta de que está oscureciendo, y se quedan mudos cuando alguien entra trayendo una lámpara. Hay una casa y otra, cercanas pero separadas por un río, unidas por el puente que va de un jardín a otro. Hay un narrador que parece moverse invisiblemente entre los personajes, porque no está en el patio de butacas, sino en el mismo escenario, de modo que puede acercarse como en primeros planos de cine, o bien observar desde un rincón, o atisbar por las ventanas abiertas lo que sucede al otro lado, en la otra casa, y también detrás de esas puertas teatrales que no se llegan a abrir, o en ese fondo que podría ser un paisaje pintado. Como en el teatro, los personajes son mensajeros que llegan para contar lo que no es lícito que veamos en escena, lo que es tan espantoso que nos haría apartar los ojos si pudiéramos verlo. Hay que estar muy despierto y muy lúcido para leer una novela. Y el grado de concentración exigido es mayor cuando se trata de una novela de Henry James, porque sus historias tratan de lo que sucede por debajo de las apariencias y lo que permanece oculto bajo las palabras que las personas se dicen entre sí, y lo que están diciendo sin decir, y lo que nunca cuentan y casi no llega a saberse, lo que es posible adivinar o intuir, sin lograr nunca una certeza, o descubriendo de golpe algo inaudito o atroz: una frase trivial segrega el veneno que intoxica una vida; en una tarde de verano, en un jardín inglés, puede irrumpir un fantasma, o se cometerá un crimen.

Hay una sensación de plenitud al terminar la segunda lectura. Han valido la pena los años de espera. No hay arte narrativo como el de las novelas. Escribiéndolas uno está preso de sus propias limitaciones, sus errores, sus angustias, sus incertidumbres. Es en leer las mejores novelas de otros donde está la felicidad.

Clases virtuales

15  de septiembre de 2018. Clase de Lengua de 2º de bachillerato. En un instituto cualquiera de la provincia de Cuenca. Un aula de 50 metros cuadrados, 38 bigardos y señoritas de 17 y 18 años.
El profesor entra en clase con dificultades para abrir la puerta. El alumnado se enreda y vocifera como si aquello fuera un corral de comedias antes de comenzar la representación. En abigarrada componenda, se pueden advertir los mosqueteros, los privilegiados, las mujeres de la cazuela, los herederos de Cristiano Ronaldo... Pero aquí no hay lugares destinados para cada grupo, se hacinan, se confunden, se trompican en graciosa multitud de voces y torsos. El profesor se sube sobre la mesa para captar la atención, como el cómico que sale al escenario para presentar la obra. Con su postura, su atuendo desastrado y su silencio, consigue calmar a la turba.
-Profesor.- Comenzaremos con la loa, como corresponde a cualquier tragedia que se precie. Cantemos entonando la música del salmo religioso, "Santo, santo, santo es el Señor". Vamos todos:
"Santa, santa, santa es Cospedal
ella dictó normas,
éstos las respetan
y todos juntitos
sufrimos sus proezas.
Santa, santa, santa es Cospedal."
-Profesor.- Mañana el primer acto: "Subordinadas sustantivas entre vítores y sudores."

domingo, 24 de junio de 2018

"Antonio Machado: cántico y meditación" por Rafael Narbona


En Españoles de tres mundos, Juan Ramón Jiménez describe a Antonio Machado como “perpetuo marinero en tierra eterna”. Se trata de una descripción de 1919, cuando España bullía en mil conflictos, pero aún no se atisbaba la catástrofe moral que representaría la Guerra Civil. Juan Ramón atribuye la condición de marinero a un poeta afincado tierra adentro, con el alma dividida entre el paisaje andaluz de su infancia y la desnudez de los campos de Castilla, donde conocerá el amor y la pérdida, la plenitud y el vacío, la paz y el desgarro interior. “Perpetuo marinero” porque el alma de un poeta siempre está de viaje, buscando nuevos horizontes. “Tierra eterna” porque no se trata de un viaje físico, sino de una exploración interminable por las regiones del espíritu, perennemente hambrientas de infinitud. Ferviente anticlerical, Antonio Machado se identifica –no obstante– con la metafísica platónica, que sostiene la existencia de una realidad espiritual opuesta al mundo sensible. Casi nadie ignora que la sangre jacobina de Antonio Machado se inclinó desde el primer momento por la causa de la Segunda República. De hecho, alzó la bandera republicana en el balcón del ayuntamiento de Segovia. Su postura le costaría el exilio y la vida. Enterrado el 22 de febrero de 1939 con su madre en el cementerio de Colliure, Francia, la infamia de su muerte se redobló con la expulsión del cuerpo de catedráticos de instituto en 1941. Sin embargo, los poetas de la revista Escorial –especialmente, Dionisio Ridruejo– reivindicarán su legado, asegurando que su obra es una depurada expresión del alma española.

La figura de Antonio Machado no ha dejado de crecer con el tiempo hasta adquirir la condición de “poeta nacional”, trascendiendo los debates ideológicos que desangraron a España en un pasado reciente. Nadie repudia su legado, nadie cuestiona su obra. Casi todos le consideran un poeta de altas calidades líricas e impecable conciencia cívica. La admirable Biblioteca Castro, que no cesa de brindarnos magníficas ediciones de nuestros clásicos, acaba de publicar en un solo volumen su obra esencial, con una rigurosa, extensa y clarificadora introducción de Pedro Cerezo Galán, catedrático emérito, notable ensayista y autor de la obra de referencia Palabra en el tiempo: Poesía y filosofía en Antonio Machado (1975), que marca un hito en los estudios sobre el poeta. Pedro Cerezo destaca la universalidad de la obra machadiana y su búsqueda incansable de la verdad: “La palabra poética obedece, en su obra, a un doble imperativo: el de la esencialidad de guardar un núcleo de creencias y experiencias, que cualquier hombre puede reconocer como suyas, y el de la autenticidad existencial, que depura sus cristales interiores para dejar paso a la luz de lo verdadero”. Antonio Machado nunca se olvidó de sus orígenes, ni de su coyuntura histórica. Su identidad de poeta se forja a partir de sus vivencias, con la muerte como perspectiva última, pero también como eterno interrogante. Su convicción socrática de que la verdad habita –y palpita– en nuestro interior explica que sus símbolos, genuinas intuiciones y no previsibles alegorías, surjan de experiencias biográficas. Al igual que Heidegger, Machado siempre buscó la palabra originaria, elemental, gestada al calor del conocimiento primordial de las cosas. La palabra exacta es un espejo –o, si se prefiere, una derivación– de ese momento inicial, cuando el lenguaje comienza su andadura y aún no ha caído en la escisión, el olvido y la dispersión.

El Machado de las Soledades no es un tardorromántico afligido por desengaños sentimentales, sino un poeta que descubre con frustración el carácter agónico del amor y la irreversible finitud de la vida: “Donde acaba el pobre río, la inmensa mar nos espera”. Por su angustia existencial y su incursión en el mundo de los sueños, Antonio Machado pertenece al siglo XX y no al XIX, como han señalado algunos críticos. Pedro Cerezo aventura que al escribir “¿Qué buscas, poeta, en el ocaso?”, Antonio Machado alude a la muerte de Dios, que deja a la conciencia a la intemperie. O tal vez se refiere a “un Dios imposible”, cuyo rostro se confunde con la nada. La intuición de la nada no excluye la posibilidad de una secreta armonía en el mundo. La zozobra existencial de Soledades se aplaca con Campos de Castilla, donde el poeta inicia un nuevo itinerario hacia la objetividad, que paliará el sentimiento de desamparo de una subjetividad exacerbada y trágicamente escindida. La circunstancia, como advirtió Ortega y Gasset, salva al yo, y le permite concebir el futuro como apertura, proyecto, labor. Pedro Cerezo cita a José María Valverde, que aprecia en este nuevo tramo de la obra machadiana una exaltación del paisaje como “expresión de una realidad nacional e histórica” y no como un reflejo del estado del alma. El impresionismo del Machado modernista, que se limita a esbozar formas y colores, se transforma en descripción precisa y objetiva. Cuando habla de Castilla, con sus “decrépitas ciudades” y sus “sombrías soledades”, lo real y concreto desplaza a la vaga ensoñación. Escribe Pedro Cerezo: “Es un paisaje con alma, pero no del alma, pues la melancolía está en la cosa misma: se ha vuelto objetiva, por así decirlo, y, a la vez, entrañable”.

Los Proverbios y cantares prosiguen ese camino. La conciencia ya no se deja seducir por los sueños. Está despierta y asume la necesidad de afrontar la vida con una visión ética. Machado conjuga estoicismo y cristianismo primitivo para desplegar una mirada indulgente y benévola sobre sus semejantes. La inesperada muerte de su joven esposa, Leonor Izquierdo, colapsa su impulso creador. Piensa en el suicidio, pero el éxito de Campos de Castilla le anima a continuar. No tiene derecho a quitarse la vida, pues la voz del poeta pertenece a todos y no puede callar por razones personales. El ciclo de poemas dedicados a Leonor se mece entre la desesperación y la tibia esperanza: “Late, corazón… No todo / se lo ha tragado la tierra”. La conciencia política y social de Machado se agudiza en esos años. España es un país atrasado y con grandes desigualdades. El poeta considera que esos males sólo se corregirán, aboliendo el poder de los caciques y los curas. No concibe otra alternativa que una república laica, comprometida con las reformas sociales y la creación de escuelas donde puedan formarse las clases populares. Su visión política procede de sus maestros krausistas, pero su acercamiento al socialismo lo convierte –según Pedro Cerezo– en “un Gramsci español” que reflexiona desde su “rincón/atalaya de Baeza”.

En los apuntes que servirán para componer Los complementarios, Antonio Machado se muestra partidario de “una poesía desnuda y francamente humana”, que se distancie de la deshumanización del arte postulada por las vanguardias. El arte es un juego, pero también una forma de conocimiento y un diálogo abierto al otro. La poética machadiana ya no se conforma con la objetividad. No es posible ser completamente humano sin “el tú esencial”. Al mirar al otro podemos cosificarlo, despojándole de su humanidad, pero también podemos comprenderlo y acogerlo en su alteridad. Pedro Cerezo clarifica esta posibilidad: “La apertura al tú no es, sin embargo, una nueva tesis filosófica, sino, ante todo, una nueva fe cordial, poética; es decir, una aventura de búsqueda, que implica descentración y alteración radical del yo”. El yo encuentra en el tú su complementario: “Busca a tu complementario / que marcha siempre contigo / y suele ser tu contrario”. Sin el otro, el yo queda incompleto: “Poned atención: / un corazón solitario / no es un corazón”. Con el otro, el yo puede realizarse y comprender la inutilidad de la violencia. Destruir o dañar a nuestro antagonista, lesiona nuestro yo, degradándolo y empobreciéndolo.

La invención de los apócrifos –Abel Martín, Juan de Mairena– surge de un descubrimiento inesperado: el otro está en lo ajeno, sí, pero también en nuestra propia intimidad. El yo contiene un número indeterminado de personajes que cuestionan el mito de la identidad. Siempre hay un yo dominante, pero el yo –apunta Pedro Cerezo– es “polifónico, conforme a la heterogeneidad del ser”. Abel Martín experimenta “la sed metafísica de lo esencialmente otro”, pero no logra trascender su soledad. En cambio, Juan de Mairena, retórico, sofista y librepensador, sí consigue llegar al otro, especialmente después del romance con Guiomar. En una segunda etapa, Mairena se convierte en un educador socrático, un librepensador que no comulga con dogmas ni ideologías. Su mente no busca certezas, sino espacios abiertos por los que vagabundear sin rumbo fijo. Solo de ese modo podemos llegar a lo esencial, como la ineludible confrontación con la muerte, “un acontecimiento interior de la existencia”, y la “comunión cordial” con los otros. El amor fraterno puede hacer “arder un grano del pensar”, pues –lejos cualquier planteamiento nihilista o solipsista– cree ardientemente “en la realidad absoluta, en la existencia en sí del otro”. Esa convicción conlleva comprender que “nadie es más que nadie”, como se dice popularmente en Castilla, pues “por mucho que valga un hombre, nunca tendrá valor más alto que el valor de ser hombre”.

Durante la Guerra Civil, Antonio Machado escribe para el pueblo. Aunque los señoritos presumen de patriotismo, el verdadero amor a España es un sentimiento popular y la rebelión de los militares constituye un crimen contra la patria. Del mismo modo, no debe confundirse el cristianismo evangélico con los intereses de la Iglesia católica, que solo lucha por sus privilegios. Machado simpatiza con la figura de Cristo, pero no como rey, sino como hombre que ha expiado en la cruz los pecados del viejo Dios mosaico. El Dios omnisciente y todopoderoso es una fantasía terrorífica: “¡Que Dios nos libre de él!”. Juan de Mairena aconseja buscar al Dios que se revela “como un tú de todos, objeto de la comunión amorosa, que de ningún modo puede ser un alter ego […] sino un Tú que es Él”. La metafísica de Machado alcanza su madurez con esta reflexión, apunta Pedro Cerezo. Solo Miguel de Unamuno llegará hasta ese nivel de “conciencia vigilante”, dolorosamente adquirida mediante una pasión intelectual que apura hasta las heces su vocación de saber y comprender. Antonio Machado nunca se afilió a un partido político, pero fantaseó con una utópica convergencia entre el cristianismo evangélico y el comunismo solidario. Durante la Guerra Civil, aún compone poemas apreciables, pero el pesimismo y la enfermedad apagan poco a poco su voz. “Un poeta nunca escribe su último verso”, asegura Pedro Cerezo y, en el caso de Antonio Machado, es particularmente cierto. Cántico y meditación, su obra pervive como un admirable testimonio de exigencia artística y compromiso moral.

jueves, 14 de junio de 2018

Premonición

Estaba sola en el parque, sin la defensa de sus paredes y edredones. Estaba sola, nadie podía protegerla y ella lo sabía. Detrás de los cristales, un hombre advirtió su vulnerabilidad y, a pesar de la testosterona, no salió de casa, no la abordó en el banco en el que estaba sentada, ni siquiera hizo intención de moverse del sofá. Se quedó allí, viendo cómo España recibía goles de Portugal, sin que el mundo se deshiciera. Se quedó allí, apoltronado, como una piedra soportando lagartijas. Pero ella no iba a llamar a su casa, y, por supuesto, no entraría en su salón porque no quería abandonar las amenazas.
La veía, protegido, a través de los cristales sucios de un ventanal que imitaba sin éxito a la televisión. No pudo con ella. Portugal seguía metiendo goles y los aficionados españoles abandonaban el estadio ruso, pilosos algunos; otros, constipados. Él aún mantenía la esperanza de levantar el siete a cero, no quería salir de allí, no quería caer en la tentación de aquella chica, que miraba a la lejanía con el pavor del amianto en el tejado del colegio. Sola, en mitad de la clase envenenada. Sabía que si se atrevía a salir y a sentarse junto a ella en el banco, en el parque, no lo habría rechazado. Estaba desesperada, sin materia. Él la podía completar, lo sabía y, aun así, no salió, no movió un músculo. Lo deseaba, pero no se movió del sofá, a pesar de que le había caído el octavo a la selección española. Lloró desconsoladamente, no por la selección, sino por haberse convertido en piedra, por advertir la mirada de ella entre las ramas y no hacer ni un mínimo esfuerzo por devolvérsela.

El mundo es muy complicado, no puede uno arriesgarse a reventar las convenciones, ni a servir de antídoto a las amenazas de la radioactividad.

sábado, 9 de junio de 2018

"El hijo del joyero" por Juan José Millás


En una clase de escritura creativa, después de que una alumna hubiera leído un texto de encargo, pregunté a uno de sus compañeros qué le había parecido. 
—Me ha gustado mucho porque lo he entendido y a mí me gustan las cosas que entiendo —dijo. 
Su afirmación acerca de las virtudes de lo inteligible fue tan categórica, tan agresiva incluso, que no me atreví a replicar. Esperé a la siguiente clase para decir algo. 
—¿Te gusta alguna cosa que no entiendas? —le pregunté con cautela. 
—No —repitió tajante—, lo que no entiendo no me gusta. Desconecto, me voy. 
Estuve por hurgar un poco en el asunto. Pero juzgué que no era el momento. Además, no quería poner en aprietos al chico, que me caía bien; era un buen tipo. Había acudido al taller para aprender a escribir como se habla porque pretendía hacer diálogos para el cine y la televisión. 
—Si quieres escribir como se habla —le dije al principio—, no me necesitas a mí. Basta con que grabes a la gente y transcribas a continuación la cinta. 
—Sospecho que hay un truco —respondió él. 
—El truco —le dije— consiste en otorgar a la escritura una apariencia de oralidad. 
—¿Una apariencia? —dijo él. 
—Una apariencia —dije yo. 
—¿Significa que parezca oral, pero que no lo sea? —dijo él. 
—Exactamente —dije yo. 
—¿Y eso cómo se logra? —preguntó él. 
—Buscándose uno la vida —respondí yo. 
Por alguna misteriosa razón, pensaba mucho en este chico. Había en él una suerte de opacidad que me resultaba conmovedora. Un día leí en el taller la primera frase de La Regenta, la novela de Clarín. 
—Escuchad esto —pronuncié abriendo el libro—: “La heroica ciudad dormía la siesta”. 
Me dirigí luego al chico al que solo le gustaba lo que entendía y al que en el futuro llamaremos Pedro: 
—Pedro, ¿te gusta este comienzo? 
—¿Te importaría volver a leerlo? —dijo él. 
—“La heroica ciudad dormía la siesta” —repetí yo. 
—Está bien —dijo él. 
—¿Pero es una obra maestra? —dije yo. 
—Hombre, tanto como obra maestra… —dudó él. 
—A lo mejor no lo has entendido —aventuré yo. 
—Sí que lo he entendido —se ofendió él—. Dice que la heroica ciudad dormía la siesta. No tiene más misterio. 
—¿Y tú te imaginas a un héroe durmiendo la siesta? —pregunté yo. 
—Perfectamente —dijo él. 
—Ponme un ejemplo —dije yo. 
—Mi padre —dijo él—. Mi padre se levanta a las tres de la madrugada, va al mercado central, compra la carne del día, la transporta hasta su puesto en el mercado del barrio, la coloca, abre la tienda, atiende a los clientes. Mi padre pesa 120 kilos. Es un gigante, no le tiene miedo a nada. Y después de comer da una cabezada en el sofá. 
¿Qué responder a eso? El heroico padre de Pedro dormía la siesta. Un día que fuimos a tomar una cerveza al terminar la clase le pregunté: 
—Pedro, ¿tú me entiendes? 
—No —dijo. 
—¿Y te gusto como profesor? 
—No —respondió sin vacilar. 
—¿Por qué vienes entonces a mis clases?
—Porque sabes algo sobre la construcción de los diálogos que yo no sé. 
Al día siguiente, leí en clase el comienzo de un cuento de Raymond Chandler que dice así: “Era uno de esos hermosos días de finales de abril, si a uno le importan esas cosas”. Pregunté a Pedro si le parecía genial. 
—Creo que sí —dijo—, creo que es muy bueno. 
—¿Por qué? —pregunté yo. 
—Porque da, en muy poco espacio, mucha información sobre el que habla. Nos dice que es un tipo cansado. 
—¿Y crees que las personas se expresan de ese modo? 
Dudó. Me dirigí a la clase y pregunté si la gente, en la vida real, habla como los personajes en las novelas y en el cine. Los alumnos se miraron unos a otros. No era un grupo muy participativo. Saqué de mi cartera un papel donde llevaba impreso el famoso diálogo entre los dos protagonistas de Johnny Guitar: 
Él: ¿A cuántos hombres has olvidado? 
Ella: A tantos como mujeres tú recuerdas. 
Él: No te vayas. 
Ella: No me he movido. 
Él: Dime algo agradable. 
Ella: Claro, qué quieres que te diga. 
Él: Miénteme, dime que me has esperado todos estos años. Dímelo. 
Ella: Te he esperado todos estos años. 
Él: Dime que habrías muerto si yo no hubiese vuelto. 
Ella: Habría muerto si no hubieses vuelto. 
Él: Dime que aún me quieres como yo te quiero. 
Ella: Aún te quiero como tú me quieres. 
Él: Gracias, muchas gracias. 
Me volví de nuevo a la clase. Volví a preguntar si la gente hablaba así en la vida. Tuvieron que aceptar que no. Les dije que el día anterior, preparando la clase, había tropezado en Internet con una curiosa demanda. Alguien solicitaba una especie de catálogo de frases típicas de telenovela. La respuesta con más puntos citaba las siguientes: 
—No soy más que una simple criada. 
—¿Por qué tuve que nacer ciega? 
—Hay que impedirlo a toda costa. 
—Estoy esperando un hijo tuyo. 
Los alumnos rieron al reconocer el lenguaje del melodrama, muy parecido al lenguaje de la vida. La vida les hacía gracia. Pedro, en cambio, se había quedado pensativo. Me pidió que desmontara la frase con la que había comenzado todo: “Era uno de esos hermosos días de finales de abril, si a uno le importan esas cosas”. Se trataba de un ejercicio, el de desmontar frases, que hacíamos a veces, y que les gustaba. Les solicité que pensaran en avenidas y en callejones. Dije que a veces uno camina por la avenida principal de una ciudad cuando le sale al paso un callejón más atractivo, en el que se introduce con la intuición de que romperá así la monotonía grandiosa, aunque previsible, de la avenida. 
—Lo curioso —añadí— es que todo el mundo sabe lo que es un callejón, pero no todo el mundo sabe lo que es una oración subordinada. 
La que nos habíamos propuesto desmontar era una oración compuesta por una principal (era uno de esos hermosos días de finales de abril) y una subordinada (si a uno le importan esas cosas). La principal, les expliqué, era principal porque podría sobrevivir sin la subordinada, y la subordinada era subordinada porque carecía de sentido por sí sola. Ahora bien, añadí, la principal, pese a su capacidad de supervivencia, parecía idiota. “Era uno de esos hermosos días de finales de abril” se le ocurre a cualquiera. De hecho la inteligencia de la frase residía en la subordinada (“si a uno le importan esas cosas”). Observad, les pedí, la capacidad irónica de ese callejón gramatical. Repetimos: si a uno le importan esas cosas. De súbito, y gracias a su subordinada, la frase principal, que por sí misma no valía un céntimo, adquiere una fuerza asombrosa. Bueno, estaba intentando explicarles (y explicar a Pedro en particular) lo que diferencia a la escritura creativa de la prosa común, del habla. Una frase pretenciosa, manoseada, mala (era uno de esos hermosos días de finales de abril) se convierte en buena si haces salir de ella, a modo de apéndice, un callejón inesperado (si a uno le importan esas cosas).
El lenguaje literario era en cierto modo un intruso que intentaba pasar inadvertido entre el lenguaje común. Parte de su interés, si no todo, residía en esa capacidad no ya de ser tolerado por el sistema siendo tan diferente a él, sino de confundirse con él hasta el punto de que mucha gente, como Pedro, suponía que aprender a escribir diálogos consistía en aprender a escribir como se habla. Confundía la literatura con la vida. Quería llevar su vida (su habla) a la escritura, quizá quería convertir su vida en una película. ¿Qué distingue a las frases magnéticas de las comunes? Que en su interior sucede un drama de carácter semántico. “La heroica ciudad dormía la siesta”. “Era uno de esos hermosos días de finales de abril si a uno le importan esas cosas”. Por cierto, que Pedro, mi alumno del taller de escritura, era un tipo magnético, aunque de un magnetismo turbio, oscuro, un magnetismo con lagunas de opacidad. En una ocasión leí en el taller un verso de Anne Sexton que dice así: “Cuando fuiste mía llevabas un audífono”. Se rieron todos, menos Pedro. 
—¿Por qué os reís? —pregunté. 
Las explicaciones fueron al principio confusas, pero poco a poco fuimos aproximándonos a la cuestión. “Cuando fuiste mía”, la oración subordinada, en este caso, carecía de interés. La sorpresa salta al leer la principal, “llevabas un audífono”. ¡Dios mío!, a quién, si no a un genio, se le ocurriría completarla de este modo. Llevabas un audífono. Cuando fuiste mía llevabas un audífono. Si ustedes escriben en Google el sintagma “cuando fuiste mía”, les salen 3.480.000 resultados. Es el primer verso de miles canciones. Pero ninguno, de entre esos millones de “cuando fuiste mía”, se completa con un “llevabas un audífono”. En este caso, la frase principal es la intrusa. ¿Qué rayos hace ahí el “llevabas un audífono”? Se enfrenta al tópico, lo destroza, lo vuelve a su favor. Engaña a la lengua, al monstruo, le hace creer que va a escribir un poema romántico, un poema idiota, un texto de todo a cien, y al dar la vuelta a la frase le da esquinazo, le cuela el “llevabas un audífono”. En resumen, “llevabas un audífono” hace antiliteratura, que es la única forma posible de hacer literatura. Un día leí en el periódico la reseña de una novela a la que el crítico calificaba de “rara”. Imaginé el caso contrario, una crítica sobre una novela cualquiera de la que se dijera que era normal. Tienen ante ustedes una novela normal. ¿Hay novelas normales? Quizá sí. Y quizá sean las que definan el gusto dominante. Las novelas normales poseen una facultad que no tiene precio: que se entienden. Se entienden, digámoslo todo, al modo en que Pedro había entendido el ejercicio de la alumna al que aludíamos al principio de estas líneas. Y no solo se entienden, sino que te entienden. Saben que estás agotado, que tienes en la cabeza mil cosas que resolver. Hay que llamar al servicio técnico del gas para que vengan a hacer la revisión anual, has de llevar el coche a la ITV y el gato al veterinario. La vida diaria está repleta de pequeñas ansiedades que dificultan la concentración. Si aún te queda un hueco para leer una novela, le pides entenderla y que te entienda, es decir, que te dé la razón. ¿Quién quiere una novela que no le dé la razón? ¿Quién quiere un poema de amor que diga que cuando fuiste mía llevabas un audífono? Cuando fuiste mía, no sé, la tormenta arreciaba, o se escuchó el canto de una alondra. Pasaron los años y un día tropecé con Pedro en la calle. Iba vestido como un ejecutivo de éxito. Intercambiamos las frases habituales, tópicas, las frases que nos ordenaba decir la lengua y que jamás se dirían los personajes de una novela. ¡Cuánto tiempo!, ¿cómo te va?, ¿vives en Madrid?, etcétera. Una vez agotado el repertorio, le pregunté si le apetecía tomar un café. 
—Claro —dijo él. 
Nos metimos en un bar y continuamos intercambiando banalidades. Casi a punto de despedirnos, Pedro me apuntó con el dedo y me dijo con una sonrisa rara, una sonrisa que podía ser la imitación de una sonrisa: 
—De modo que la heroica ciudad dormía la siesta. 
—Sí —dije yo—, y cuando fuiste mía llevabas un audífono. 
—Verás —dijo él—, entendí perfectamente, a la primera, la heroica ciudad dormía la siesta. La entendí tanto que me asustó y por eso intenté devaluarla. Mi padre no tenía una carnicería ni se levantaba a las tres de la madrugada para ir al mercado central ni pesaba 120 kilos. Mi padre no era un héroe. Mi padre tenía cinco joyerías, cinco; ahora tenemos diez porque me he incorporado yo al negocio. Y me gusta. Entonces, no. Estaba en la época de la rebeldía. No quería parecerme a mi padre. Ignoraba que escribir como se habla era un modo de parecerme a él por otra vía. Tú, sin darte cuenta, me hiciste ver que en el fondo quería ser como él. Un día dijiste en clase que se escribe desde el conflicto, que si no hay conflicto se puede escribir el código penal pero no Crimen y castigo. Yo creía que quería escribir Crimen y castigo, pero no era cierto. Me interesa más el código penal, lo entiendo mejor que Crimen y castigo. Gracias de todo corazón por abrirme los ojos. 
Me quedé perplejo. Pedro no había acudido al taller para aprender a escribir, sino para aprender a escribirse. Cada vez que abría una joyería, añadía un capítulo a su existencia. Un capítulo de un libro que entendía a la perfección, un capítulo de una novela “normal”, perfectamente inteligible. Y de esto era de lo que pretendíamos hablar desde el principio de estas líneas, de las fronteras entre lo inteligible y lo ininteligible; de los problemas de lo que entendemos y las virtudes de lo que no entendemos; de la diferencia entre hablar y ser hablado o escribir y ser escrito. Juan Benet decía que con los libros nos pasa a los seres humanos lo mismo que les pasa a los hombres con las mujeres y a las mujeres con los hombres. Desde el punto de vista del hombre, hay mujeres que nos gustan, pero que no nos interesan, y mujeres que nos interesan, pero que no nos gustan. Nos casamos cuando coinciden el interés y el gusto. Quizá sea así. En todo caso, es verdad que hay libros que nos gustan y libros que nos interesan. No podemos entregarnos solo a los que nos gustan por el mero hecho de que los entendamos. Son los que nos dan la razón, cuando lo que hay que buscar en los libros, y en los cónyuges, es que nos la quiten.