domingo, 6 de noviembre de 2016

"Lección de picaresca" por Javier Pérez Andújar

Cuando te llegue esta carta verás que todo sigue igual que siempre. De tu nombre aún nada sabemos, así que te diré “tío” como Lázaro te llamaba. Pero de Lázaro no hay noticias que darte. Te dejó tirado y solo, sangrando, descalabrado al pie de aquel pilar en Escalona (ahora mandan los socialistas en la villa). Creció, medró no muy por encima de sus posibilidades y se hizo funcionario de la Administración local. Pero es que tú, el primer día de conocerle, ya le hiciste lo mismo. La fenomenal calabazada en el puente sobre el Tormes. Le estampaste el cráneo contra un torillo de piedra. Pura literatura, todo simetría y simbolismo. Empezar como se acabará. Y la aventura mágica de quien nada tiene y se echa a buscarse la vida, y nada más salir se estrella contra los símbolos de su patria, contra el animal mitológico que la folcloriza, que le da historia y prehistoria.
Siendo tú ciego, le abriste los ojos a Lázaro para que viese cómo iba a ser el mundo que le esperaba, y nos los abriste a quienes os hemos leído en los siglos. El dinero escondido en la boca, beberse el vino del otro, comer más rápido para comer más…, ¡eso lo hacen ahora hasta los veganos! Andando a tu lado, tío, hemos aprendido que la literatura dignifica una suerte indigna, y que para eso se escribe, para devolver con palabras lo que la injusticia arrebata con actos.
Ciego y mendigo, eres el principio del primer libro que tenemos, y eres el principio de todos los libros primeros. Porque igual empieza La isla del tesoro. Un mendigo ciego que aparece en la posada donde vive el chaval con su madre, el padre recién muerto, y esa llegada va a cambiarle su destino.
La literatura es un mendigo ciego que nada tiene que dar a quien la siga más que lo que se procure por su cuenta con mil artimañas. La literatura abre los ojos y abre caminos llenos de incertidumbre, y por eso es lo más parecido a la vida.
Lázaro, antes de arrojarte contra el poste en aquel día de lluvia, te vomitará en la cara porque tú le metiste las narices en la boca buscando el olor de la longaniza. La risa cruda del pobre, a quien solo han dejado el humor de la venganza. Lázaro no era más pobre que tú, su madre tenía un mesón y tú vivías de las limosnas de las iglesias, pero era más débil. Y lo sabías. Tú fuiste el poder y por eso la gente se compadecía de ti y te daba la razón cuando maltratabas al chico y les explicabas sus diabluras. Eso es lo que le enseñaste a Lázaro: que la gente va a estar siempre de parte de quien manda.

Desde Lázaro y tu mano sobre su hombro, desde Sancho y Don Quijote, desde que existe la Guardia Civil, los españoles hemos andado siempre de dos en dos por los caminos. Ir solo es de pobres. Como tú, como se escribe.

martes, 1 de noviembre de 2016

"Thomas Mann: Eros en Venecia" por Rafael Narbona


No es un secreto que Thomas Mann reprimió sus impulsos homosexuales para evitar cualquier conflicto o desorden afectivo. Apegado a la vida burguesa, con su rutina exenta de riesgos, se limitó a fantasear con la belleza masculina y los placeres prohibidos. Su amistad con Armin Martens (inmortalizado como Hans Hansen en Tonio Kröger, 1903) y William Timple (Pribislav Hippe en La montaña mágica, 1924) no fue simple camaradería, sino un idilio no consumado que dejó una profunda huella en su memoria. En 1911, Thomas Mann viajó a Venecia y se alojó en el Gran Hôtel des Bains del Lido. El joven barón Wladyslav Moes, de origen polaco, despertó su interés y le inspiró a Tadzio, el adolescente del que se enamora Gustav Aschenbach, el protagonista de La muerte en Venecia. La breve novela, que se publicó en 1913, mostraba simultáneamente la decadencia de una Europa abocada a la guerra y las penurias de un escritor de mediana edad, que experimentaba una profunda admiración por un joven, casi un niño, con la belleza de las estatuas clásicas. No se trata tan solo de una pasión tardía, sino de una revelación que cuestionará su concepción del arte y la moral.
La muerte en Venecia comienza en la primavera un indeterminado “19…”. Aunque se omite la fecha exacta, no se ocultan los negros presagios que amenazan al continente. Gustav Aschenbach (“Von Aschenbach”, como se enfatiza en el primer párrafo, señalando su condición de nuevo aristócrata) inicia un largo paseo por Múnich, poco después de su siesta habitual. Metódico y disciplinado, dedica las mañanas al quehacer literario. No es un autor maldito, sino un autor de éxito. Sus obras se leen en las escuelas y un príncipe le ha honrado con un título nobiliario. Sin embargo, Aschenbach se siente insatisfecho. En sus libros no hay sinceridad ni alegría. Su literatura no es una apoteosis de la vida, sino una simulación que elude los abismos. Lejos del fatalismo romántico, su único propósito es la serenidad y la perfección formal. No hay espacio para las emociones que perturban al espíritu. Ese temor a lo oscuro y ambiguo proscribe incluso la compasión, pues compadecerse del otro implica una peligrosa tolerancia. El perdón no debe confundirse con el sentimentalismo y no puede aplicarse sistemáticamente a los que se desvían del orden social.
Consagrado por títulos como El miserable y Federico el Grande, Aschenbach es un reaccionario. Educado por preceptores, su padre es un hombre reservado y con un gran sentido del deber, que procede de una familia de militares, jueces y funcionarios. Por el contrario, su esposa es una mujer alegre e intuitiva. Hija de un director de orquesta de Bohemia, se relaciona con el mundo a través de los sentidos y no por medio de la estricta racionalidad prusiana. Thomas Mann ha cambiado un poco los datos, pero se ha retratado a sí mismo. El escritor era hijo de un ambicioso y severo comerciante que hizo carrera política, y de una mujer de sangre brasileña, con una naturaleza imaginativa y sensual. Su madre, Julia Da Silva-Bruns, descendiente de comerciantes germano-brasileños, aportaría esa chispa de fantasía y ensoñación que se combinó con el temperamento austero y reflexivo del padre. Mann incluso atribuye a Aschenbach una obra titulada Maya. Es el mismo título de una novela que nunca llegó a materializarse. No parece un título casual en un ávido lector de Nietzsche. Maya simboliza el orden, la proporción, la forma, lo apolíneo, pero también la apariencia, el velo que oculta ese fondo primordial e irreflexivo, donde se agitan las pasiones y las fuerzas elementales del ser. Aschenbach es consciente de que su existencia se parece al teatro escenificado por Maya, esa trama de ilusiones que confundimos con la realidad. Por eso, después de atravesar el Parque Inglés de Múnich, bordear el Cementerio del Norte y viajar en tranvía, experimenta que lo real, lo sagrado, ese Dios desconocido que se manifiesta y se esconde en todas las tradiciones religiosas y culturales, se insinúa en la figura de un extranjero de aspecto exótico, casi un bárbaro. Su presencia le incita de inmediato el deseo de viajar, de alejarse de su trabajo cotidiano. No es una simple inquietud, sino un verdadero deseo de “liberación, de relevo y olvido”. Su “impulso de fuga” apunta al Sur de Europa, pues no quiere alejarse mucho de su ambiente. Su deseo de liberación está lastrado por su espíritu burgués y le hace descartar la búsqueda de lo esencialmente otro, de esos “tigres” que se pasean por las junglas de países lejanos, donde lo europeo ya no es el apogeo de la civilización, sino una severa limitación al conocimiento y la experiencia.
Aschenbach está de acuerdo con el crítico literario que ha comparado a los héroes de sus novelas con la figura martirizada de san Sebastián, perfecto ejemplo de “la virilidad intelectual y virginal”, capaz de soportar la adversidad con “orgulloso pudor”. Es la “viva y amarga seducción del Conocimiento”, una tarea aparentemente heroica, pero que –en el caso de Aschenbach- ha adoptado un tono didáctico y moralizante. No hace falta decir que solo la mala literatura se convierte en pedagogía. Su elogio de la vida monástica como tributo ineluctable del artista empieza a tambalearse apenas comienza su viaje. Aunque ha escogido Trieste como destino, cambia de idea a los pocos días. No le agrada el ambiente pequeño burgués que se respira en la ciudad. Piensa que Venecia es el lugar mucho más adecuado para su escapada. No sabe lo que busca, pero está claro que en Trieste no lo hallará. Se embarca en un viejo buque italiano, “anacrónico, herrumbroso, lóbrego”. Durante el trayecto en barco, observa a un grupo de jóvenes. Parecen alegres y despreocupados. Les acompaña un hombre de cierta edad, con un sombrero Panamá y una corbata roja. Es un atuendo audaz para la época, asociado a cierta voluntad de transgresión y a una inequívoca frivolidad. Aschenbach se queda horrorizado al descubrir que el presuntuoso dandi lleva el pelo teñido y el rostro maquillado. Su desenvoltura, aparatosa y chillona, es una pantomima para disimular su vejez. La escena le resulta irreal. El viaje empieza a parecerse a un sueño. La sensación de extrañeza se acentúa cuando un misterioso gondolero le conduce directamente al Lido, ignorando sus instrucciones de acercarse a un embarcadero para tomar un vaporetto. A pesar de sus enérgicas protestas, el gondolero sigue empujando su remo, con el semblante adusto y un silencio hostil. Su áspera fisonomía, que no se corresponde con la del italiano medio, recuerda a Caronte, barquero del Hades. La góndola no produce un efecto más tranquilizador. Su “característica negrura” sólo es comparable  con un ataúd o, más exactamente, con “el catafalco de un lúgubre entierro”. El viaje se hace interminable. No parece un simple desplazamiento, sino el tránsito hacia un hipotético más allá. Pese a todo, Aschenbach disfruta de la “indolencia embrujadora” de deslizarse misteriosamente por el mar, con un rumbo incierto. Cuando le pregunta por el coste de la travesía, el gondolero responde con un escueto: “Ya pagará usted”. Dado que desaparecerá sin dejar rastro, no es descabellado pensar que el tributo no será material, sino espiritual. Durante el trayecto, se cruzan con otra góndola ocupada por músicos vagabundos, que cantan a cambio de unas monedas. Aschenbach les arroja algo de dinero y piensa que el viaje hacia la muerte no es una triste peregrinación, sino una forma de adentrarse en un inextricable misterio, donde se funden el luto y lo festivo.
Al poco de instalarse en el Lido, se produce el primer encuentro con Tadzio. Aún no sabe cómo se llama, pero su hermosura y delicadeza le recuerdan a la famosa estatua del efebo, intentando quitarse una espina del pie. Aschenbach es un espectador privilegiado, pues la soledad que acompaña al escritor le ha enseñado a reconocer de inmediato la belleza. Sin embargo, ese mismo don le ha predispuesto hacia “lo invertido, lo descomunal, lo absurdo y lo prohibido”. Thomas Mann describe con arrobo al muchacho: largos cabellos de color miel, nariz perfecta, “divina seriedad”. Su atractivo físico posee la gracia de “las estatuas griegas de la más noble época de la Hélade”, incluida esa injusticia inevitablemente asociada a la belleza, donde el azar y el capricho prevalecen sobre la virtud. Tadzio tiene “la cabeza de Eros, con el dorado brillo del mármol de Paros”. En su carne adolescente convergen “lo inexpresablemente divino con lo humano”. Su existencia finita y dolorosamente real para un escritor que había renunciado a la pasión y el riesgo contrasta con otra pasión menos incierta y temeraria. Aschenbach ama el mar, pues en él aprecia la seducción de “lo inarticulado, lo desmedido y lo eterno”. Es decir, la nada, esa forma de perfección que sólo exige contemplación, meditación y ascetismo. Por el contrario, Tadzio es “un mensaje de poesía procedente de la aurora de los tiempos, de los orígenes de la forma y del nacimiento de los dioses”. No es la nada ni lo eterno, sino la perfección efímera de la juventud, casi la niñez, y no es posible amarlo con una pasión meramente intelectual. Aschenbach ha traspasado el umbral que tanto atemorizaba a Thomas Mann. Se ha enamorado de lo prohibido, de ese abismo que despierta la reprobación de sus semejantes y advierte que ya no puede dar marcha atrás. Durante un paseo por Venecia, experimenta una crisis cerca de una fuente. Siente dolor en el pecho, la mirada se nubla, le laten las sienes, respira penosamente. Su cuerpo le advierte del peligro al que se expone. Si no es capaz de reprimir sus emociones, tal vez lo pierda todo. No se trata tan sólo de la fama y el prestigio, sino del desorden interior que acabará con su existencia metódica y sin sobresaltos, esa conquista de la razón sobre los sentidos que le ha permitido alumbrar una obra con la serenidad del último Goethe. Decide marcharse de Venecia, pero el extravío de su equipaje se convierte en el pretexto necesario para cambiar de planes y prolongar su estancia. La suerte está echada. Ha escogido lo más trágico, aceptando su destino con gozoso fatalismo. Los sentidos han triunfado definitivamente sobre la razón.
Aschenbach sigue discretamente a Tadzio por el hotel y la playa. Nunca llegan a hablar, pero en una ocasión intercambian una mirada y el muchacho le sonríe. Es suficiente para comprender que “el Amor hace visible lo Espiritual”. El escritor evoca las enseñanzas del Fedro, que excluye cualquier clase de condena moral sobre el Amor, pues el Amor es un dios y no una simple emoción humana. Tadzio es la reencarnación de Hyakinthos, hijo de un rey espartano que murió accidentalmente mientras jugaba al disco con Apolo. Apolo amaba al joven y no consintió que Hades se lo llevara a sus dominios. La sangre del infortunado se convirtió en flor y Apolo derramó lágrimas de dolor sobre sus pétalos. Desde entonces el Jacinto (Hyakinthos) es una señal de luto. Algunos han interpretado el mito como una exaltación de la pederastia institucionalizada en Esparta. Apolo ama a Hyakinthos, pero también le enseña el arte de la adivinación y a manejar el arco y la lira. La referencia al Fedro de Sócrates corrobora la intención de asociar a Tadzio con la homosexualidad griega, donde el amor entre un anciano y un joven no es un tabú. Aschenbach ya no se engaña a sí mismo: “…postrado, vencido, sufriendo escalofríos, susurró la forma perenne del deseo –imposible en su caso, absurda, reprobable, ridícula y, sin embargo, sagrada, y aun en este caso, digna de respeto–: Te quiero”.
Aschenbach empieza a comportarse como un enamorado adolescente. Se tiñe el pelo y  se maquilla, imitando al viejo que tanta repulsión le causó durante el viaje en barco. De noche, se detiene ante la puerta de la habitación de Tadzio y, embriagado, apoya la frente contra el marco. Su comportamiento insensato y alocado coincide con la aparición de una epidemia de cólera. Aunque las autoridades venecianas niegan el problema, se adoptan discretas medidas sanitarias. La plaga no es un reflejo de la decadencia de Aschenbach, sino de una burguesía egoísta y autocomplaciente, que conserva sus privilegios, explotando a la clase trabajadora. En 1913, Thomas Mann era un nacionalista que apoyaba la agresiva política de Alemania. Su posición le costó la ruptura con su hermano Heinrich, que se opuso desde el principio al militarismo germánico. No se reconciliarían hasta muchos años después. Thomas cambió de postura al finalizar la contienda y evolucionó hacia actitudes democráticas y antifascistas. En 1921, escribe sus primeros artículos contra la barbarie nazi y su feroz antisemitismo, que presagia un pogromo de proporciones desconocidas. Casado con Katia Pringsheim, hija del matemático y artista judío Alfred Pringsheim, su oposición a Hitler le obligará a exiliarse. Sus libros arderán con los de Freud y Heine. Su lucha contra la dictadura nazi se plasmará en la colaboración con los aliados mediante una serie de charlas en la BBC. En 1942, se convirtió en una de las primeras voces en denunciar el Holocausto. Sus hijos Golo y Klaus se alistaron en el ejército norteamericano y participaron en importantes operaciones bélicas. Hacia el final de su vida, Thomas Mann se acercó al socialismo, suscitando el interés de la CIA, que le investigó para determinar su presunta peligrosidad como agitador e intelectual. Pese al conservadurismo del escritor en 1913, La muerte en Venecia refleja la crisis de una Europa dividida por las diferencias sociales y nacionales. Hacia el final de la trama, el comediante que canta para los clientes del Lido aparenta una “infantil docilidad”, pero cuando acaba la función afloran muecas despectivas, que revelan su resentimiento y su odio hacia una burguesía ociosa y arrogante. El cómico es un espejo deformante de una sociedad tan corrompida como la retratada por Albert Camus en La peste (1947). De hecho, Venecia es el símbolo de una civilización que oscila entre lo sublime y la crueldad, la belleza y la putrefacción. Unas fresas –hermosas, sensuales– compradas cerca de la fuente donde Aschenbach experimentó la crisis que le aconsejaba huir de Venecia serán su perdición. El escritor contrae el cólera por culpa de una fruta que evoca su pasión por Tadzio. Lo hermoso es letal, delicuescente, fatal. La peripecia de Aschenbach evidencia que la misión del artista no es ser el educador de la sociedad. Su “inclinación incorregible y natural hacia el abismo” siempre le mantendrá en los márgenes, excluido y maldito. Nietzsche es un genio, con sus excesos y su innegable locura. Aschenbach, en cambio, solo es un pequeño burgués que no rozará el verdadero arte hasta claudicar ante la belleza. Su iluminación se produce demasiado tarde y solo deja unas páginas inconclusas, pero en esos apuntes hay más sinceridad y profundidad que en el resto de su obra. Cuando llega la hora de partir, Tadzio le espera en el umbral de la muerte, como Hermes, el psicagogo o conductor de almas hacia el Hades. El papel del joven polaco no se limitará a acompañarle hasta la otra orilla. Su deslumbrante belleza le mostrará el infinito, “un futuro monstruoso, preñado de promesas”. El gondolero que le llevó hasta el Lido le ha entregado el relevo a Tadzio para culminar una amarga parábola. Solo una pasión exasperada y amoral puede ayudarnos a atisbar la trascendencia de la materia, disipando cualquier ilusión sobre trasmundos y paraísos sobrenaturales. El sexo es el único absoluto y no amar es el único pecado.
La muerte en Venecia ha inspirado muchas interpretaciones. Se ha afirmado que Tadzio es una figura metafórica, que encarna la inmediatez de la obra de arte frente a la concepción germánica de la creación artística, basada en el trabajo, el método y el análisis. Su belleza inocente y gratuita manifiesta que el milagro estético se produce de forma espontánea e inesperada. La única condición para que acontezca la belleza y se transmute en arte consiste en desprenderse de los prejuicios y las ideas preestablecidas. No me parece una interpretación falsa, pero no creo que sea menos real el conflicto entre una homosexualidad reprimida y una vida familiar convencional, con una esposa tradicional y unos hijos que siempre se quejaron de la frialdad paterna. Klaus Mann, el hijo primogénito, no reprimió su identidad homosexual, pero eso no le libró de la infelicidad y el suicidio. Inconformista, sincero y desgarrador, su obra más conocida es Mephisto (1936), que describe el arribismo y la corrupción de la Alemania nazi. Casi todos los Mann escribieron. Sería un error creer que la literatura actuó como un aglutinante. Los suicidios se encadenaron en una familia que acabó atribuyendo a su vocación literaria el origen de sus demonios interiores. El artista paga un precio muy alto y, salvo desde una perspectiva heroica, parece una insensatez inmolarse en la búsqueda de la perfección formal. La muerte en Venecia recoge este dilema y lo resuelve, apostando por la vida, la belleza y la finitud. La inmortalidad es una magra recompensa cuando exige un peaje tan desmesurado.

No quiero terminar sin mencionar dos cuestiones. En primer lugar, sería injusto no comentar la notable adaptación del director italiano Luchino Visconti (Morte a Venezia, 1971). La película consigue reproducir la atmósfera de la novela, pero su afectado esteticismo frustra la posibilidad de un tratamiento cinematográfico más ambicioso, que tal vez hubiera permitido profundizar en los aspectos esenciales del texto original. No es una versión despreciable, pero solo se aproxima superficialmente al complejo mundo interior de Thomas Mann. En segundo lugar, no sería honesto esquivar el aspecto más polémico de la obra. Es innegable que el puritanismo de nuestra época no se mostraría demasiado indulgente con la pasión tardía de Aschenbach. La acusación de pederastia gravita sobre la novela, con la misma faz sombría que planea sobre Lolita, de Nabokov, o los diálogos de Platón. No pretendo realizar un elogio de la pedofilia, pero sí de la libertad y del derecho a vivir de una forma diferente. Leonor Izquierdo tenía quince años cuando se casó con Antonio Machado, un poeta de treinta y cuatro. Murió dos años más tarde, con solo diecisiete, a consecuencia de la tuberculosis. Algún escritor ha censurado en voz baja la diferencia de edad, pero lo más socorrido es justificar la relación, alegando que se trataba de otro tiempo y otra mentalidad. Lo cierto es que en la época de Thomas Mann la homosexualidad era un delito castigado con penas de prisión y eso no le hizo atenuar o disfrazar la pasión erótica de Aschenbach hacia un niño. La Lolita de Nabokov es una niña de doce años. Tadzio no parece mucho mayor. La literatura y la moral no suelen hacer buenas migas. Es mejor abstenerse de formular juicios, salvo que deseemos imitar las hogueras de libros de la Alemania de Hitler, la España de Franco o el Chile de Pinochet. La muerte en Venecia no cultiva la transgresión por capricho. Simplemente, se interna en las regiones más problemáticas del ser humano, un espacio donde la razón y el instinto mantienen un duelo interminable. No lamentemos ese conflicto. Sin él, no existiría el asombro que nos hace pensar, escribir, contemplar la belleza y dudar.

"El maestro y Margarita" de Mijaíl Bulgákov



¿Quién es capaz de meter en una misma historia al diablo, a Jesús, a Pilatos, a Judas Iscariote, a un gato negro, a un bufón, al pueblo moscovita, al de Jerusalén y a dos enamorados del más puro romanticismo y no acabar con la razón del lector? Nadie. Y eso es lo que pretendía Bulgákov, escritor prohibido por Stalin. Su novela, escrita en 1929, no pudo publicarse hasta 1966.
Una historia dinámica, trepidante, sorprendente. Bulgákov somete la realidad rusa a una fábula en la que el diablo y su séquito estrafalario hacen estragos por Moscú. Desde un prisma fantástico, irónico y desternillante se plasma un tiempo oscuro y cruel, el de la Rusia de Stalin, sin que se nos dé ninguna referencia del momento histórico. La sátira, que parte del Fausto de Goethe para introducirse en el mundo de la ficción más disparatada, se conjuga con el relato hiperrealista de la muerte de Jesús y la angustia del procurador Poncio Pilatos. Desconcertante.

"Neruda" por Eloy Tizón

Decía Chesterton que la cosa menos poética del mundo son los poetas. Algo de eso hay en Neruda, la magistral película de Pablo Larraín, que arranca en unos urinarios y culmina en medio de la nevada de las cumbres andinas. Entre el rumor de cisternas del sótano y la blancura centrifugada del horizonte, recrea libremente los meses convulsos en los que el poeta chileno fue despojado de su condición de senador comunista, declarado prófugo por el gobierno, vivió en la clandestinidad, oculto en casas de amigos, huyendo de ellas cada poco tiempo, lo que no le impidió avanzar en la redacción de su Canto general. Cuando uno de sus cómplices le pregunta: “¿Ha trabajado usted?”, él puntualiza: “No, solo escribo”.

Neruda no trata tanto de la biografía del poeta como de la constelación del mito, por lo que su núcleo gira en torno a la identidad y sus fantasmagorías. Esto le permite a Larraín soñar un emocionante artilugio de brillantez poliédrica, que no enmascara sino todo lo contrario el narcisismo galopante de Neruda, su engolamiento, su majadería política (loas a Stalin), pero también su humanidad salvaje y su fiebre creativa. Neruda seguramente fue un niño bulímico, cierto, pero ese niño bulímico creó Residencia en la tierra, con la cual descortezó la naranja del mundo y de nuestro idioma. Algo al alcance de muy pocos.

La figura del policía que le persigue -golpe de genio- actúa con la obstinación del capitán Ahab rastreando a la ballena blanca. Hasta adueñarse del filme y metamorfosearlo en una especie de western metafísico, de rara belleza. Es sobre todo un texto subyugante, de poderío hipnótico. Con todo, la mejor réplica la reserva el guionista Guillermo Calderón para la segunda esposa de Neruda, Delia del Carril. Cuando el poeta le manifiesta su deseo de abandonarla, ella responde: “Me gusta estar contigo. Es como vivir en un barrio con árboles.”

domingo, 30 de octubre de 2016

Penélope


Desde hace meses, apenas veo los bosques. No percibo los aromas que trae la brisa de la tarde, ni escucho los arroyos. Desde hace meses, quizá años, el infatigable tejedor que es el tiempo va suturándome los párpados, la nariz y los oídos para que todo quede en silencio, para que nada entusiasme a la mirada, para que las emociones se pierdan en el olvido. Desde hace meses, intento, como Penélope, destejer lo que va tejiendo el tiempo. Sacar punto a punto las costuras con que los años van cerrando los sentidos. Pero es más rápido y más experimentado. La sastrería del tiempo tiene demasiados operarios y experiencia contrastada. Es inútil competir. No hay manera de destruir el sudario que apaga el amanecer y enmudece la brisa. Solo veo perros sueltos por los caminos y solo espero desgracias al volver los recodos. Solo huelo el polvo y las escopetas.  

sábado, 29 de octubre de 2016

"Educación de adultos" por Antonio Muñoz Molina


Hace 25 años pensaba que ya sabía la mayor parte de las cosas que necesitaba saber. Imaginaba que a los treinta y tantos años la vida ya había adquirido su forma más o menos definitiva. Sabía las novelas que me gustaban y las que no me gustaban, y también sabía o creía saber que leer novelas y escribirlas eran las dos tareas principales de mi vida. Educado, por llamarlo de algún modo, en la cultura universitaria del antifranquismo, tendía a la rigidez intelectual y consideraba que el sarcasmo era un indicio de inteligencia, y el desengaño y el desencanto, los estados naturales ante la situación del mundo y ante las realidades y las expectativas de la vida inmediata. La atmósfera de la época en la que uno vive, o de los grupos en los que se mueve, puede malograr sus mejores impulsos. Yo he tenido siempre una propensión natural hacia la admiración y el entusiasmo, pero en la cultura española esas dos actitudes no han tenido casi nunca mucho prestigio, y lo tenían aún menos en aquellos años en los que yo empezaba a asomarme al mundo, a publicar lo que escribía. Era imprescindible hacerse sarcástico, forzar un gesto de desgana o desprecio hacia cualquier cosa que no formara parte de lo aceptado literariamente, intelectualmente. Mucho más importante que lo que uno admiraba era lo que elegía denostar. Ser resabiado era más importante que ser sabio. El desdén era imprescindible, el desinterés por todo aquello que quedaba fuera de lo que debía celebrarse. Las primeras veces que viajé a Madrid llevando ya una novela con mi nombre en la portada descubrí que era imprescindible admirar a Juan Benet y desdeñar a Pérez Galdós. Que se llamara Pérez era algo que daba mucha risa. A un listo de aquella escuela, que todavía combina con talento el pijerío social y la pose del radicalismo político, también le hacía mucha gracia burlarse de que yo me llamara Muñoz. “El novelista Muñoz”, escribía. Era muy ingenioso. Una de las pocas cosas que yo sabía entonces era que la lección de William Faulkner no hacía ninguna falta aprenderla de Juan Benet. Yo agradezco haber llegado a Faulkner a través de Juan Carlos Onetti, y en esa admiración y esa gratitud no he cambiado. Onetti era refractario a cualquier señoritismo intelectual. En eso se parecía a Miguel Delibes, que era otro escritor al que convenía mirar ostensiblemente por encima del hombro, y hacer bromas sobre su presunto costumbrismo y ruralismo. Delibes, tan tosco. El campo estaba muy mal visto, a no ser que fuera el campo abstracto de la Región de Benet. Claro que eso no era campo, sino territorio mítico. “Territorio mítico” era una expresión que aparecía mucho en los suplementos literarios. La atmósfera de la época en la que uno vive, o de los grupos en los que se mueve, puede malograr sus mejores impulsos Años después encontré una reflexión de Flannery O’Connor que me hizo comprender algo del ambiente literario español. Dice O’Connor que un escritor de ficción no puede arreglárselas sin “a grain of stupidity”, un punto de estupidez: el que es un poco estúpido tiene que abrir mucho los ojos para enterarse de algo, y esa es la clase de atención que necesita un novelista. El que es demasiado inteligente ya se lo sabe todo y no necesita fijarse. “Este exceso de ser inteligentes”, escribió Jaime Gil de Biedma, que pertenecía a ese mundo, a esa clase social. Eran tan inteligentes que no podían escribir buenas novelas. A Juan Marsé le he escuchado alguna vez una observación semejante. Hay quien es tan listo que mira a sus propios personajes como al resto del mundo, de arriba abajo —a no ser al personaje protagonista en el que se retrata halagadoramente a sí mismo—. En estos 25 años no creo haber aprendido mucho sobre el arte de hacer novelas. Esa es una tarea rara en la que la experiencia no enseña más que incertidumbres, o acaso reservas críticas hacia el propio trabajo, hacia el peligro de ese amaneramiento que tantas veces se confunde con el estilo. He aprendido, eso sí, a leer novelas, con mucha más atención, aunque con no menos entusiasmo cuando me gustan de verdad. Hace 25 años, en parte por ignorancia, en parte por pereza, leía casi exclusivamente novelas traducidas. Un aprendizaje fundamental para mí ha sido el de las dos lenguas en las que puedo leer mejor, aparte de la mía, la inglesa y la francesa. Pocos esfuerzos hay que ofrezcan recompensas tan extraordinarias. Leer las palabras mismas que escribió el novelista es sumergirse más hondo en la música de su estilo, en lo que hay de irreductible en él. Para un escritor, además, la familiaridad con otro idioma le hace ser más consciente de las calidades y las posibilidades y las limitaciones del suyo. En el otro idioma se fija uno mejor en lo que rara vez advierte en su lengua materna, la poesía de las expresiones y los giros, las metáforas asombrosas del habla común. Cuando regresa a su propio idioma lo ve más nítidamente, como cuando regresa a su ciudad natal. Pocos trabajos literarios hay tan admirables como una buena traducción. Confiamos en ellas para la mayor parte de nuestras lecturas: Ricard San Vicente y Marta Rebón me han hecho accesible la literatura rusa del siglo XX, y a Thomas Mann, a Kafka, a Walter Benjamin, a Milosz, a Szymborska, solo los puedo leer traducidos. Pero leer a Melville en inglés, por ejemplo, o a Stendhal o a Proust en francés, es uno de los grandes placeres de mi vida. He aprendido sobre todo que hay muchas más cosas que no sé y que me apasionan aparte de la literatura. En 1993, en la Universidad de Virginia, donde pasé un semestre de aprendizaje y retiro, cayó en mis manos un largo artículo de The New Yorker sobre un ciego que al recobrar la vista perdida durante la infancia descubrió que no podía descifrar el torbellino de las imágenes que ahora llegaban a sus ojos. Recuperó la visión, pero durante los años de ceguera había olvidado sin remedio la capacidad de procesar las percepciones visuales. El autor era, desde luego, Oliver Sacks. Aquel artículo me enseñó que la ciencia, bien explicada, podía contener maravillas más deslumbrantes que la literatura de ficción; y también que podía haber una literatura que se ciñera escrupulosamente a lo real y fuera al mismo tiempo precisa y poética. Más aún: que la vaguedad suele ser menos poética que la precisión. Hace 25 años yo leía sobre todo novelas, y no tenía la sensación de que me faltara algo, ni la curiosidad de descubrir cosas que estuvieran más allá de esa afición que también se había convertido en mi trabajo. Ahora soy mucho más curioso que cuando era joven. Según pasa el tiempo se me agudiza el deseo de aprender, y no solo de los libros. Me imagino vidas alternativas, o paralelas, o complementarias, en las que hago otras cosas; aprendo a dibujar o a tocar el piano, estudio botánica, estudio disciplinadamente portugués, vivo en París hasta conocerlo tan bien como conozco Madrid o Nueva York, etcétera. Pero la vida es tan corta que la única manera que he aprendido de ensancharla un poco es fijarme mucho en todo e imaginar otras vidas.

domingo, 23 de octubre de 2016

"Los clásicos nos hacen críticos" por Carlos García Gual


Como señala Alfonso Berardinelli, los libros que calificamos de “clásicos” no fueron escritos para ser estudiados y venerados, sino ante todo para ser leídos (Leer es un riesgo, traducción de S. Cobo; Círculo de Tiza; Madrid, 2016). El renovado y largo fervor de sus lectores ha dado prestigio a algunos libros que se mantienen vivos a lo largo de siglos. Acaso por eso hay quien cree que esos escritos de otros tiempos no son de fácil acceso, son inactuales y se han acartonado por la distancia y están mantenidos por una retórica académica. Contra tan vulgar prejuicio me parece excelente el consejo de Berardinelli: “Quien lea un clásico debería ser tan ingenuo y presuntuoso como para pensar que ese libro fue escrito precisamente para él, para que se decidiese a leerlo”. Sin más, cada clásico invita a un diálogo directo, porque sus palabras no se han embotado con el tiempo, y pueden resultar tan atractivos hoy como cuando se escribieron, para quien se arriesga a viajar sobre el tiempo con su lectura. Leer un clásico no presenta mayor riesgo que la lectura de algo actual de cierto nivel literario. Es decir, exige una vivaz atención, y tal vez cierta lentitud, para llegar a captar con precisión lo que nos dice por encima de los ecos de su trasfondo de época. Más allá de las convenciones de estilo, lo que caracteriza a un libro clásico es el hecho de que pervive porque fue interesante y emotivo y capaz de sugerir apasionadas lecturas al lector de cualquier época. Classicus quería decir en su origen “con clase” o “de primera clase”, según los mandarines de la crítica; pero los grandes clásicos no requieren lectores muy selectos ni con título especial, sino inteligentes y despiertos, porque versan sobre aspectos esenciales de la condición humana. Un libro clásico es el que puede releerse una y otra vez y siempre parece inquietante y seductor porque nos conmueve y cuestiona, a veces en lo íntimo, y, como escribió Italo Calvino, “siempre tiene algo más que decir”. Por eso se ha salvado del gran enemigo de toda cultura: el abrumador olvido (hablo de los libros, pero vale lo mismo para los clásicos de la música o de otras artes).

Creo que hay dos tipos de clásicos: los universales (que mantienen su vivaz impacto incluso a través de sus traducciones) y los nacionales (aquellos cuyo prestigio va ligado a la frescura y belleza de su lengua original). Así, Cervantes, Shakespeare y Tolstói resultan del primer grupo; y Góngora y Ronsard, más bien del segundo. Es evidente que la lista canónica puede variar según épocas. Solo los clásicos más indiscutibles han sobrevivido a las varias fluctuaciones de la cotización crítica. Virgilio y Horacio permanecen, mientras que Estacio ha desaparecido desde fines de la Edad Media, y el fabulista Esopo, ya en el siglo XX. Los clásicos más antiguos de Occidente son los griegos, que ya los romanos leían como tales y modélicos. Homero, Virgilio, Platón son mucho más cercanos de lo que se pudiera imaginar. Se han salvado del gran enemigo de toda cultura: el olvido. Y en su pervivencia los clásicos no viven momificados, sino que renuevan su mensaje. Porque la interpretación no está fijada, sino varía según las lecturas en una tradición que no solo los conserva, sino que los reinterpreta. No leemos El Quijote como los lectores del XVII. La tradición literaria posterior puede modificar nuestra percepción de los temas y personajes descubriendo perspectivas diversas. Incluso cada lector puede matizar su reinterpretación. Después de leer a Kafka advertimos rasgos prekafkianos en autores antiguos. (Eso sucede también con los héroes míticos. La tradición renueva máscaras sobre figuras literarias; como sucede con Prometeo, Edipo, o Fausto y Don Juan, por ejemplo). Por otra parte, también los logros de los estudios históricos nos hacen comprender mejor un texto, al descubrir nuevos aspectos de su contexto y su formación. Pensemos, por dar solo un ejemplo destacado, en todo lo que sabemos hoy del mundo que evocan y el contexto en que surgieron los poemas homéricos, es decir, sobre la Ilíada y la Odisea. Ahora conocemos la época en que se forjaron esos cantares y el modo de componerlos mucho más que lo que sabían los eruditos de hace siglo y medio, y mucho más de lo que pensaban al respecto Platón y los filólogos de Alejandría. Nuestro conocimiento ha progresado gracias a tres audaces personajes: Heinrich Schliemann (que descubrió las ruinas de Troya), Milman Parry (que estudió la técnica de la épica oral arcaica) y Michael Ventris (que descifró el silabario micénico B). Ninguno de ellos era un académico ni un filólogo profesional, pero con sus estupendos logros abrieron un nuevo horizonte a nuestra mirada sobre lo homérico. Gracias a los nuevos datos arqueológicos conocemos mejor esa Edad Oscura que, en su nostalgia hacia un pasado más glorioso, dio un impulso decisivo a la épica con el canto y culto de los héroes micénicos. Y, sin embargo, por encima de todos esos estudios, lo esencial respecto a la pervivencia de Homero sigue siendo la inigualable fuerza narrativa de su poesía. Lo que mantiene nuestra lealtad a la Ilíada y la Odisea como perennes clásicos no es su trasfondo histórico ni el manejo magistral de fórmulas y epítetos de larga tradición oral. Es la magnánima recreación con que un poeta recuenta los mitos heroicos a la vez que da a ese legado mítico una honda perspectiva trágica con figuras inolvidables. Es la sensibilidad del lector la que salva del olvido ese mundo de fascinantes héroes y fabulosos dioses, como hizo a lo largo de tantos siglos y tantas modas. Hay evidentemente clásicos más fáciles de leer, es decir, textos en los que el lector entra fácil y queda pronto atrapado por su singular encanto, claro estilo y su fantasía o su emotividad. Por ejemplo, la Odisea, los poemas de Safo, Heródoto, El banquete de Platón o El asno de oro de Apuleyo, por citar solo autores antiguos. Otros cuestan más, e incluso pueden producir cierto rechazo cuando están mal elegidos o forzados como lecturas obligatorias en edades inoportunas, arduos y difíciles de entender. Sin embargo, lo característico de los clásicos, bien elegidos y enfocados, es que su lectura deja siempre en la memoria un poso, una huella terca en nuestra imaginación, y aguzan nuestra mirada sobre aspectos importantes de la vida. De todos modos hay que reconocer el gran papel que tradicionalmente la escuela asumía en la conservación y difusión de esos libros de largo prestigio. Aún lo conserva, pero de forma mutilada y desalentada. Que la escuela debe enseñar qué significan —para nosotros— los grandes libros, y estimular su lectura con entusiasmo para la formación del gusto y la crítica personal, no lo creen algunos pedagogos ni siquiera los políticos del ramo, poco ilustrados. Esas lecturas tropiezan con muchos obstáculos: planes de enseñanza que reducen la de la literatura a mínimos y profesores con escasa simpatía hacia textos de otras épocas. Muy bien lo analiza Marc Fumaroli en La educación de la libertad (Arcadia; Barcelona, 2007). Por otro lado, nuestros estudiantes, acaso con excepción de los más jóvenes, no frecuentan los libros de muchas páginas, atrapados por mensajes mínimos y raudos en diversas pantallas. Los clásicos son inactuales: justamente eso es lo más valioso: hablan de cosas que están más allá del presente efímero, y abren otros horizontes y ofrecen ideas sobre el mundo que van mucho más allá de lo actual y cotidiano. Y nos hacen críticos, escépticos y más imaginativos. Volviendo a algo ya apuntado. Leer a los clásicos debería acaso iniciarse en la escuela, pero es importante releerlos a lo largo de la vida, porque vuelvo a subrayar que siempre podemos entablar o proseguir el diálogo con ellos. Un curioso ejemplo es el de David Denby, que cuenta su personal experiencia en Los grandes libros (Acento; Madrid, 1997). Editor y escritor de éxito, decidió ensayar una curiosa experiencia: volver a los leer a fondo los clásicos. “En 1991, 30 años después de matricularme en la Universidad de Columbia, volví a las aulas, me senté entre los estudiantes de 18 años y leí los mismo libros que ellos. Juntos leímos a Homero, Platón, Sófocles, Kant, Hegel, Marx y Virginia Woolf. Aquellos libros…”. Me parece un ejemplo digno de imitarse: una aventura de escaso gasto que vale la pena ensayar. No es fácil: en ninguna universidad española hay cursos sobre los libros de esa lista. Pero cada uno puede intentarlo. Los clásicos siguen ahí, aún nos hablan y son de trato amable.

"La virgen de los sicarios" de Fernando Vallejo


La prosa de Fernando Vallejo es tan excesiva como excesivos son sus temas, tan excesiva como excesiva es la realidad violenta de Colombia. La primera persona del narrador te acompaña, te aconseja, te escupe, te recrimina, te insulta y no permite que te apartes del mundo antipático y cruel en el que se desenvuelven los personajes. La vida no vale nada, los pobres deberían tomar cianuro, las embarazadas no tienen sentido de futuro, las balas y los gallinazos tienen más corazón que los personajes de Vallejo. Malviven, mueren acribillados, se alimentan de basuco (coca) y le rezan a María Auxiliadora, deshumanizados por la miseria y la corrupción. El colombiano utiliza un verbo deslumbrante, un tono embaucador que, a veces, angustia por su desmedida sinceridad. Con tantas citas memorables como asesinados.

"La humanidad necesita para vivir mitos y mentiras. Si uno ve la verdad escueta, se pega un tiro. Por eso, Alexis, no te recojo el revólver que se te ha caído mientras te desvestías, al quitarte los pantalones."
"Las armas de fuego han proliferado y yo digo que eso es progreso, porque es mejor morir de un tiro en el corazón que de un machetazo en la cara."
"Dicen los sociólogos que los sicarios le piden a María Auxiliadora que no les vaya a fallar, que les afine la puntería cuando disparen y que les salga bien el negocio. ¿Y cómo lo supieron? ¿Acaso son Dostoievski o Dios para meterse en la mente de otros?"
"Es que yo estudié con los curitas salesianos del colegio de Sufragio. Con ellos aprendí que la relación carnal con las mujeres es el pecado de la bestialidad, que es cuando se cruza un miembro de una especie con otro de otra, como por ejemplo un burro con una vaca."
"Sin trabajo fijo, (los sicarios) se dispersaron por la ciudad y se pusieron a secuestrar, a atracar, a robar. Y sicario que trabaja solo por su cuenta y riesgo ya no es sicario: es libre empresa."
"Ha de saber Dios que todo lo ve, lo oye y lo entiende, que en su Basílica Mayor, nuestra Catedral Metropolitana, en las bancas de atrás se venden los muchachos y los travestis, se comercia en armas y en drogas y se fuma marihuana."
"De mala sangre, de mala raza, de mala índole, de mala ley, no hay mezcla más mala que la del español con el indio y el negro: producen saltapatrases o sea changos, simios, monos, micos con cola para que con ella se vuelvan a subir al árbol. Españoles cerriles, indios ladinos, negros agoreros: júntelos en el crisol de la cópula a ver qué explosión no le producen con todo y la bendición del papa." Fernando Vallejo, La virgen de los sicarios.