miércoles, 21 de septiembre de 2016

"Todos los cernudas" por Francisco Brines


Con ocasión del centenario de Luis Cernuda estamos asistiendo a una ininterrumpida sucesión de actos conmemorativos del hecho, y presumo que hubiera originado en él una también ininterrumpida sucesión de frases sarcásticas. Tal vez esto último hubiera sido su mayor satisfacción. Cernuda, al que siempre acompañó la gran estimación de otros poetas y de los mejores lectores, llega por tal celebración, y mucho más tardíamente de lo que ocurrió con sus escasos iguales, al conocimiento general del lector común. Sin embargo su influencia en las generaciones posteriores a la suya es la mayor y más sostenida de las obtenidas por los demás poetas del 27, y sólo es comparable, a lo largo del siglo XX, a las de Juan Ramón Jiménez y Antonio Machado.

La catástrofe de 1936 escindió España y a los españoles, y en el caso de nuestro poeta fue ello determinante. Podemos hablar de un primer Cernuda, el radicado en su país, y un segundo: el del exilio. Une a los dos una misma esencial visión del mundo y una continuada instalación fatal, y a la vez cultivada, en una soledad radical. Entre las paradojas que se pueden observar en la persona de Cernuda, una de las más significativas es la mezcla de fortuna y adversidad que le acompañó en sus años jóvenes. Siendo estudiante de Derecho en su ciudad tuvo la suerte de que un profesor, tan inteligente como sensible, Pedro Salinas, advirtiese en aquel tímido y retraído alumno su gran sensibilidad y talento. Actuó generosamente, y fue un mentor solícito y constante: a los veintitrés años ya tenía abiertas las puertas de las más importantes revistas poéticas de aquel tiempo, entre ellas Revista de Occidente, y antes de salir de Sevilla había aparecido en la malagueña Litoral su primer y juvenil libro.

Cernuda siguió, a partir de aquí, un itinerario poético de formación y enriquecimiento tan variado como el de sus compañeros, mas con unas características tan personales como independientes. Atento, pues, a los movimientos generales de la época, pero nunca gregario. El mayor infortunio de esta poesía es que tan sólo se publicó otro libro exento antes de la recopilación de su obra hecha en 1936, en la que se insertaron nada menos que cuatro libros inéditos. Acometió la escritura de seis libros y lo hizo desde cinco estéticas diferentes.

El primero, Perfil del aire, se escribe en la tendencia de la poesía “pura”, con mayor cercanía expresiva a la poesía de Guillén, aunque más afín al mundo melancólico de Juan Ramón. Debió ser Salinas, gran amigo de aquél, quien le acercara a esta primera admiración, entonces sin reservas. Ya en los años celebratorios del centenario de Góngora, y aunque siempre la estimación por él fue grande, en esa común vuelta “clásica” lo hace por otra vía diferente, y su particular homenaje lo dirige a Garcilaso, con quien siente una mayor afinidad espiritual. Su título, égloga, elegía, oda, nos dice que se trata de composiciones estróficas. Habría que esperar a 1936, en el centenario de aquél, para que los poetas más jóvenes entonces (entre ellos Rosales) lo adoptasen como poeta tutelar. Cuando abandona Sevilla la libertad sobrevenida se corresponde, en contacto con Francia, con la adopción del superrealismo, del que le importan la libertad formal, su magia y rebeldía. Se ayuda de él para lograr un desvelamiento interior que le lleva, en Los placeres prohibidos, su segundo libro surrealista y de mayor claridad lógica que Un río, un amor, a exponer por vez primera en la poesía española su aceptada condición homosexual. Acabada dolorosamente una breve e intensa historia amorosa escribe el más autobiográfico de estos primeros libros, ahora acompañándose de la sombra confidencial y expresiva de Bécquer, y que titula con un verso de éste, Donde habite el olvido. Si con Garcilaso se habría originado toda la poesía clásica española, con Bécquer se habría dado principio a la verdadera poesía moderna entre nosotros (así lo observó en Unamuno, Antonio Machado y Juan Ramón, y también le agradaba que se pudiera ver en él). Fue su segundo libro publicado. El mayor esplendor verbal, y a la sombra de Hölderlin, lo encontramos en los largos poemas de Invocaciones; es el último libro de su época española y en él se exalta un mundo pagano y hedonista. De este Cernuda proviene, en buena parte, el grupo cordobés de Cántico que, al fijarse sobre todo en este último Cernuda, llevó a cabo una poesía no meramente estética y evasiva, como serían inculpados por algunos partidarios de la poesía social, sino de acusada revulsión moral, dada la católica dominante de aquella España.

La intuición y el gran acierto de Cernuda fue que, al reunir este tan heterogéneo conjunto, le buscó un título propio y certeramente significativo. La realidad y el deseo no sólo le daba unidad de libro único al conglomerado de todos ellos y así se relacionaban unos con otros, sino que señalaba en él, con exactitud, la visión del mundo subyacente en toda su poesía. Quedaba mostrada la fatalidad y coherencia de la voz que desde ella nos hablaba. La esencia de su poesía la constituye el conflicto que se establece entre los dos términos, ya que el deseo, en muy contadas ocasiones, logra el “acorde” con la realidad, que se muestra esquiva. Parece que en Cernuda sólo se produce brevemente con el amor, en el Arte o en la Naturaleza, y buscará aquél con disposición escéptica y fervorosa o se cobijará, aunque con exigencia, en estos con una mayor confianza. Lo comprobaremos con más evidencia aún en la poesía escrita en el exilio, y que ya seguirá siempre bajo la misma denominación general.

La experiencia bélica, y sus ingratas circunstancias, lo zarandearon de tal modo que le vemos arribar como un náufrago a su nuevo destino. Sin patria, lengua, familia, amigos, vencido, con desengaño político, sin profesión elegida, tiene que buscar, para poder sobrevivir, el eje de su propia y más desnuda conciencia. Instalado en el nuevo país se encontrará de inmediato con otra guerra, por fortuna no civil, aunque sólo mundial. Esta sucesión catastrófica hace que, desde su soledad y desnudez afectiva, quede expuesto a la más inclemente intemperie, y es entonces cuando estará en condiciones de calibrar la entera dimensión del hombre contemporáneo. Sabe que debe expresar la experiencia de la vida en su complejidad, y para ello había obtenido, gracias en gran parte al profundo estudio de la poesía inglesa, la expresión poética adecuada y personal. Ya no hay que seguir ascendiendo, pues se ha encontrado con una planicie definida. El hombre y el poeta han madurado conjuntamente. Pudo hacer enteramente suya la frase de Machado: “la poesía es el diálogo de un hombre con su tiempo”, mas también sabemos que para Cernuda lo más esencial fue siempre que el poeta respondiera al espíritu de su época. Lo cumplió con entera dedicación y acierto.


La presencia de la ética, desvelada y construida, en el curso de su poesía es el aspecto quizá más visible y abundante de su obra, hasta el punto de que en este terreno es con probabilidad el más rico, y el más vivo por su significación perdurable, de los poetas españoles de su siglo. Lo más relevante es que la obliga a que sea siempre una conquista personal. Es, por lo tanto, una ética que por individual es independiente, y que no por ello se opone al valor colectivo que pueda también encerrar.

En ocasiones nos puede sorprender por lo inesperado que formula, pero nunca se pondrá en duda su autenticidad, la verdad del hombre que la expresa. Piénsese, desde sus posiciones políticas, en aquel acercamiento suyo religioso, precisamente en el trance de la guerra civil, o su repetida exaltación de Felipe II. No son sino toques comprobatorios de su particular verdad, la celebración del espíritu cuando brota con fe. En Cernuda nunca hay componendas. Y no hay compartimentos exclusivos, pues al mismo tiempo nos encontramos con el poeta lírico, metafísico, cotidiano, esteta, crítico, meditativo. La poesía quiere abarcar la mayor parte de la experiencia existencial del hombre. También nos enseña que el lenguaje hablado, en poesía, puede ser tan variado y natural como lo son los hombres que lo emplean. El suyo era el que correspondía a un hombre culto, reflexivo, reticente y apasionado a un tiempo, ligeramente atildado en ocasiones, tan desdeñoso de la pedantería como de la vulgaridad. El poder creador en el lenguaje se exige según el mundo que se nos quiere mostrar. Cernuda es un poeta tan hondo como complejo y todo ello se nos entrega, sin mengua de su abundancia y diversidad, con la más trabada coherencia. El resultado es esa sensación de haber llegado a la entera verdad de un hombre. Un poeta ejemplar que tardó demasiado en llegar a España.

Llegábamos a su poesía como el azar nos permitía, pero lo hicimos sin reservas. Recuerdo aquella hermosa y fría tarde de octubre en Cambridge cuya memoria, aunque demasiado disminuida, ya sólo yo guardo. Claudio Rodríguez, con una velada emoción que me sorprendió, nos iba mostrando los lugares que aún guardaban el paso alejado de Cernuda. J. A. Valente y yo, más decididamente cernudianos, le acompañábamos en aquel paseo de encuentros. Visitamos el árbol que cantara, y junto al cual le era tan grato “dejar morir el tiempo divinamente inútil”, ya sin sombra bajo la sombra extinguida del anochecer. Después nos acercamos al despacho del profesor Edward Wilson, buen amigo del poeta sevillano y su traductor en Londres, tan buen lector como persona, y allí seguimos hablando sobre él viendo libros suyos. Es posible que mi más bella tarde cernudiana. Unos pocos días después, y sin despedirse de nadie, imprevisto como en él era costumbre, se marchó para siempre. Debe haber encontrado ya la playa desde donde mirar eternamente un mar. Deseo que alterne esa mirada con la de un bello y juvenil acompañante, y que el sol no se ciegue nunca. El tiempo en la eternidad.


domingo, 11 de septiembre de 2016

"Lee para follar" por Javier Gómez Santander

A leer, de tanto untarle con el debe, le han dejado romo el atractivo. Los apologistas de la lectura, repartidos por colegios, familias y ministerios, llevan décadas bombardeando a niños inocentes con monsergas aprendidas de memoria. Que si leer es muy necesario. Que si no se puede ir por la vida sin coger un libro. Que si sin novelas no se rellena la cabeza. Que si, oh, terrores, si quieres saber del amor, tendrás que leer poesía. En definitiva, a los chavales se les intenta hacer creer que o lees o te conviertes en un reducido mental por vocación que no será capaz de gestionar el flujo de sus propios residuos metabólicos.
Evidentemente, un ser humano medio tarda poco tiempo en comprobar que esto es mentira. Les basta con levantar la vista del libro una vez para ver que se puede ir por la vida sin leer y conducir un BMW. O poner un canal de esos de videoclips en los que las letras son tan tontas que, aunque pretendan exponer sentimientossimiliamorosos, sólo alcanzan a decir: «No he leído en mi vida y mira dónde estoy. Lo único que importa en este mundo es peinarse».
En el mejor de los casos, el chaval no será tonto. Sospechará que no todo en la vida es videoclip y BMW de dudosa procedencia, así que es probable que se ponga a leer. Pero leerá por miedo a devenir en ignorante; por huir de una vida con subwoofer y Seat León, por huir de años llenos de sanjacobos y televisión siempre puesta, de mesa portátil en el sofá, de novias que mascan chicle o de ir por ahí en moto con el casco puesto en el codo. Leerá, pero leerá por huir, leerá por un debe, leerá porque es muy necesario para ser culto. Y eso es, inevitablemente, el preámbulo de un fracaso.

Si se quiere meter en la lectura (y no sé si esto es en sí mismo bueno) a la juventud hay que decirle la verdad: si lees vas a follar más. Leer te convertirá en un seductor para toda la vida, no hasta que te aguanten los pectorales o las tetas en su sitio. Leyendo se hace uno más rápido, más imprevisible y más ágil. Leyendo se aprende a encandilar. Leyendo se le recuerda al cerebro cuál es su ritmo, se le apacigua, se le echa de comer. Y eso te devuelve al mundo con una sonrisa cabrona, una mirada que ve más allá y unas palabras como navajas que hacen que a tu paso se vayan abriendo bocas. Esto, y no lo de ser más culto, es lo que pasa con la lectura. Alguien tenía que decíroslo.

Elegía (a mi Seat Ibiza, con quien tanto he rodado)


Era blanco, aunque mi desidia
le oscureció la piel con cagadas de pájaro
y mosquitos estampados.
Era blanco y majestuoso,
no tanto como la Victoria de Samotracia,
ni como el Ferrari de Marinetti,
pero casi.
Se derrumbó a los veinte años
cuando todavía alcanzaba los 140.
De repente se ahogó su voz, dejó de rugir.
No había nada que hacer,
a pesar de que conservaba en perfecto estado
las extremidades y los órganos vitales.
Enmudeció, como el Imperio romano,
como las aulas en verano,
como el arrullo de la fuente en la sequía,
como el DJ a las nueve de la mañana.
El mecánico me miró con tristeza
y sentenció: "La junta de culata está dañada".
El mecánico me detuvo la sangre
y me anudó el estárter.
Fui su auriga durante veinte años.
Me arroparon sus asientos de tela,
su techo con quemaduras de cigarro,
sus esterillas de goma sin fijación.
Me acompañó por las carreteras de La Mancha,
hasta el borde del mundo,
y acogió a compañeros de instituto,
a alumnos, a familiares y a desconocidos.
Era tan hospitalario como los feacios
y Nausicaa lo fueron con Ulises.
Solo la enemiga de la zona azul
lo perseguía con saña
pese a su discreción.
Aceptaba zapatillas con barro,
medias color carne, botas de montaña,
zapatos de tacón, mocasines pasados de moda,
hasta pies desnudos.
Abrió caminos en la nieve
y surcos en el barro.
Saltaba isletas, cortaba líneas continuas,
arrollaba montes y laderas,
sembraba espacios y recogía paisajes.
Fue mi compañero, mi amigo,
mi DJ, mi guía turístico, mi lecho,
mi refugio, mi fiel escudero.
Fue y ya solo es hierro y plástico fundido.
Le erigiré un túmulo en el corazón del desguace.

sábado, 10 de septiembre de 2016

"El Bosco, en el Retiro" por Antonio Muñoz Molina


Vuelvo al Prado cada pocos días en este verano tórrido que nunca se acaba. Se prolonga la exposición de El Bosco y, en vez de llegar algo de fresco de los antiguos septiembres, se prolonga y se exagera un calor sin respiro. A media tarde, el cielo sin nubes es de un blanco lívido y en el aire hay una gasa candente de polvo de desierto. No hay más brisa fresca que la que sale de los vestíbulos de los hoteles de lujo y de las tiendas de moda abiertas de par en par, quizá con objeto de lograr un despilfarro de energía más eficiente. Vuelve uno al Prado, entre otras cosas, buscando el fresco del aire acondicionado y de los techos muy altos, atravesando en el camino las arboledas del Retiro, que incluso tienen un olor de rocío a primera hora de la mañana, cuando están recién regadas. Ir por el Retiro es una buena introducción para El Bosco. Al ir se ve el parque de una manera y al volver se ve de otra del todo diferente. La perspectiva ordenada de los árboles alejándose sobre las praderas hacia una umbría acogedora se parece mucho a la de esos bosquecillos que pinta El Bosco en sus visiones del paraíso terrenal. En el Retiro, personas solas, parejas, grupos de amigos, gente que hace ejercicios diversos, salpican el espacio como las figuras de un ordenado paraíso. Porque acabamos de verlos con tanta exactitud en las pinturas nos fijamos más en los pájaros, el negro azulado y los largos picos y el blanco de las urracas, las rápidas siluetas negras de los cuervos y los mirlos. El catálogo de las delicias terrenales es más limitado en el parque que en el gran Jardín de El Bosco, pero también lo ilustra a uno sobre las variedades misteriosas del disfrute de la vida. Las parejas que se abrazan tendidas sobre la hierba, una pierna femenina desnuda presionando sobre el costado de un hombre, las que conversan sentadas y escuchando música, como en una escena de amor cortesano, aunque usen un iphone en vez de un laúd, los grupos que juegan, los lectores, los que corren muy rápido, los que practican posturas de yoga o se mueven con la lenta gestualidad del taichi. En el Retiro, como en El Bosco, hay gente cabeza abajo. El catálogo de delicias terrenales es más limitado en el parque que en el gran Jardín, pero ilustra sobre el disfrute de la vida. Del Retiro paso a los jardines y los infiernos pintados. El fondo de los incendios nocturnos y las ciudades de las que huyen multitudes aterradas lo veo en el telediario y en las imágenes del periódico. En cada regreso al Prado, El Bosco me parece un pintor todavía más realista. Las zonas de escrupulosa observación son mucho más frecuentes que las de delirio. Lo fantástico no resulta de la ruptura con lo visible, sino de la mezcla chocante de algunos de sus elementos literales, o simplemente de una inversión en las proporciones. Lo común se vuelve monstruoso al aumentar de tamaño. El mejillón entreabierto del que sobresalen las piernas enlazadas de una pareja es un mejillón ordinario y también una criatura o un artefacto del tamaño de un ataúd. Tan usuales como las cáscaras de los mejillones eran en su ciudad manufacturera y comerciante los cuchillos que se fabricaban en ella. Pero cuando uno de esos cuchillos adquiere el tamaño de un carro se convierte en una herramienta infernal, más todavía si está hendiendo dos orejas gigantes que no pertenecen a ninguna cabeza, orejas traspasadas por el acero como los oídos de los pecadores que amaron en vida la música profana y han sido condenados a una eternidad de ruidos como los que revientan los tímpanos en un concierto de pachanga electrónica. Las plantas y los pájaros reales son más asombrosos en su belleza y en su complejidad orgánica que cualquiera de los inventados. El árbol más inverosímil de todo El jardín de las delicias es un drago canario. Es difícil que El Bosco llegara a verlos, pero justo en los mismos años en los que él pintaba sus bestiarios y sus prodigios botánicos, ojos europeos estaban viendo por primera vez los animales y las plantas de América y, como no sabían a qué compararlos, los confundían con los seres mitológicos y disparatados de las miniaturas. La choza campesina holandesa en la que la Virgen y el Niño reciben el homenaje de los Reyes Magos es hiperrealista en su detallismo, en su pobreza, en su precariedad. Por eso resulta más amenazador el Anticristo sonriente y rojizo que se asoma al umbral. Si el Anticristo puede esconderse en un sitio tan cotidiano, tan reconocible para cualquier contemporáneo del cuadro, entonces no hay lugar seguro ni nadie que esté a salvo de su maleficio. Ir por el Retiro es una buena introducción para El Bosco. Al ir se ve el parque de una manera y al volver se ve de otra del todo diferente El Bosco es especialista en graduar distancias, desde el plano próximo de lo casi tangible hasta el horizonte que se disuelve en azules y blancos. En la parte delantera del cuadro, como en un escenario, suceden las solemnidades de la Teología, la santidad, el martirio, el milagro. Un poco más allá empieza el mundo real, y la lejanía desde la que se distingue no mitiga ni la riqueza de lo concreto visual ni el espanto. Hay borrachos que bailan, acompañándose groseramente de gaitas, hombres y mujeres; hay bandoleros que roban y asesinan a los viajeros por los caminos solitarios; hay animales salvajes que atacan a mujeres despavoridas: un diminuto toque de blanco es un tocado al viento de una mujer que quiere huir, en un paisaje de tranquila belleza, en el que se consumará un horror usual sin testigos. Hay siempre ejércitos que marchan los unos contra los otros, cuadrillas errantes de señores de la guerra y soldados sin ley. Cruzan ríos al galope y asedian ciudades, a las que prenden fuego una vez conquistadas y sometidas al pillaje, mientras los supervivientes escapan de ellas entre las ruinas, a la luz de los incendios, figuras mínimas en una gran tragedia en la que sus vidas valen menos que vidas de insectos. Huyen inundando los caminos, llevando consigo lo poco que han podido salvar, como en los Balcanes o en Siria, hace cinco siglos o ahora. Bien mirado, cuando se llega del Retiro, uno se da cuenta de que nadie disfruta mucho en El jardín de las delicias. Personas muy parecidas entre sí, castas y desnudas, se entregan a los placeres con expresiones de neutra laboriosidad, en muestrarios de posturas eróticas que tienen algo de la variedad exhaustiva y reglamentada de la pornografía. Más que excitarse en la contemplación de los otros, en la inminencia del abrazo, se les ve muy ensimismados, muy distraídos, como en otra cosa. Se les podrían agregar teléfonos móviles, pantallas a las que miren fascinados, con una unanimidad como la de sus caras y sus cuerpos, como la mayor parte de la gente con la que me cruzo por las praderas y las arboledas del parque al salir de la exposición. Van por el paraíso aproximadamente como van por el Retiro los buscadores de pokémons. En un horizonte al que no llega la mirada arden mientras tanto ciudades y bosques y hay columnas de fugitivos por los caminos. 

viernes, 9 de septiembre de 2016

Fragmentos del cuaderno de Jean Sol Partre extraídos de "Te negarán la luz"

El amigo sevillano Jean Sol Partre prepara una entrada en su blog sobre extractos de mi última novela, Te negarán la luz. La música y la literatura unidas en un proyecto que ilusiona. Ver los fragmentos de lo que has escrito tomando vida propia en las manos de otra gente despierta siempre la curiosidad y una cierta inquietud.


miércoles, 7 de septiembre de 2016

Ideario para comenzar el curso escolar


Algunas ideas muy antiguas y muy modernas para empezar el curso escolar. Gentileza de dos hombres del siglo XX, casi del XIX: Giner de los Ríos y Antonio Machado.

De Giner:

«Transformad esas antiguas aulas; suprimid el estrado y la cátedra del maestro, barrera de hielo que aísla y hace imposible toda intimidad con el discípulo; suprimid el banco, la grada, el anfiteatro, símbolos perdurables de la uniformidad y del tedio. Romped esas enormes masas de alumnos, por necesidad constreñidas a oír pasivamente una lección o a alternar en un interrogatorio de memoria, cuando no a presenciar desde distancias increíbles ejercicios y manipulaciones de que apenas logran darse cuenta. Sustituid en torno del profesor a todos esos elementos clásicos por un círculo poco numeroso de escolares activos que piensan, que hablan, que discuten, que se mueven, que están vivos, en suma, y cuya fantasía se ennoblece con la idea de una colaboración en la obra del maestro. Vedlos excitados por su propia espontánea iniciativa, por la conciencia de sí mismos, porque sienten ya que son algo en el mundo y que no es pecado tener individualidad y ser hombres. Hacedlos medir, pesar, descomponer, crear y disipar la materia en el laboratorio; discutir, como en Grecia, los problemas fundamentales del ser y destino de las cosas; sondear el dolor en la clínica, la nebulosa en el espacio, la producción en el suelo de la tierra, la belleza y la Historia en el museo; que descifren el jeroglífico, que reduzcan a sus tipos los organismos naturales, que interpreten los textos, que inventen, que descubran, que adivinen formas doquiera... Y entonces la cátedra es un taller y el maestro un guía en el trabajo; los discípulos, una familia; el vínculo exterior se convierte en ético e interno; la pequeña sociedad y la grande respiran un mismo ambiente; la vida circula por todas partes y la enseñanza gana en fecundidad, en solidez, en atractivo, lo que pierde en pompas y en gallardas libreas.»

De Machado:

Muchos profesores piensan haber dicho bastante contra la enseñanza rutinaria y dogmática, recomendando a sus alumnos que no aprendan las palabras sino los conceptos de textos o conferencias. Ignoran que hay muy poca diferencia entre aprender palabras y recitar conceptos. Son dos operaciones igualmente mecánicas. Lo que importa es aprender a pensar, a utilizar nuestros propios sesos para el uso a que están por naturaleza destinados y a calcar fielmente la línea sinuosa y siempre original de nuestro propio sentir, a ser nosotros mismos, para poner mañana el sello de nuestra alma en nuestra obra.

domingo, 4 de septiembre de 2016

"El nudismo y los primeros anarquistas españoles" por Álvaro Corazón Rural


Lo normal es que una noticia o un suceso llamativo te lleve a buscar lecturas sobre las materias con las que está relacionado, pero puede ocurrir al revés. Toda la polémica de los burkinis de este verano a mí me pilló acabándome La pérdida del pudor. El naturismo libertario español (1900-1936) (La Malatesta Editorial) de Mª Carmen Cubero Izquierdo, historiadora que forma parte del grupo de estudios Historia de la Prisión y las Instituciones Punitivas.
El libro es un trabajo que estudia la importancia de la ideología anarquista en la aparición del naturismo en general y el nudismo en particular en la España de principios del siglo XX y su auge en los años veinte y treinta. Me resultó imposible no contrastar lo que se lee en estas páginas —detenciones, multas, persecución de nudistas y secuestro de sus libros— con las imágenes de la policía francesa en las que daba la impresión, así lo registró la prensa, de que a una mujer la estaban multando por ir a la playa demasiado vestida.
En la España de entonces la situación era bien distinta. Este libro recoge que la prensa hablaba de los nudistas en términos de «salvajes» y «primitivistas». El conspicuo Ortega y Gasset tachó esta actividad como una actitud «infantil», entre las risas de los presentes a una de sus conferencia. Gran parte de la prensa se echó encima de los que se desvestían. Y aunque ABC, por ejemplo, se llenó de artículos en contra, mofándose y criticando a partes iguales a la gente que hacía excursiones para quitarse la ropa, o se bañaba así en ríos o en el mar, también publicó algún texto muy valioso a favor de los nudistas, como un extenso artículo de Adolfo Marsillach y Costa en 1931 que venía a sostener todo lo contrario de lo que esgrimían los sectores más pudorosos y conservadores de la sociedad de entonces.
El periodista hizo una defensa que incluso a día de hoy no es frecuente leer o escuchar. Dijo que la «inquietud sexual» era la enfermedad del alma moderna y que no había otra forma de acabar con ella que no fuese el propio desnudismo. «El desnudo absoluto es casto», afirmó. Y puso ejemplos: «Hasta ahora no se ha registrado entre los desnudistas catalanes el más leve caso de impureza. No ha habido que lamentar la menor transgresión de los preceptos morales establecidos (…) no hay nada más inocente que sus juegos. Bailan la sardana y danzas rítmicas, juegan a la comba y a las cuatro esquinas».

La autora de este libro, Cubero, a continuación también cita otros artículos que se hicieron eco del de Marsillach y su punto de vista. Uno de ellos iba más allá: «El vestido es la causa, el origen de la inquietud sexual, hoy aguda enfermedad del alma. Con el vestido, el individuo toma para sí lo que no es suyo, imagina, fantasea, dibuja, siempre fuera de la realidad».
Pero estaba muy lejos de la intención de los poderes fácticos combatir la neurosis sexual que tanto y tan hipócritamente les molestaba si no era con tácticas medievales. Hasta el papa se pronunció sobre la oleada de nudismo que apareció en la España de los años treinta: «La vida pagana de hoy ataca a todos los actos habituales de nuestra actividad: los placeres, los divertimentos e impudicia superan, en mucho, a los de la antigüedad pagana: pues se rinde culto al desnudismo». Advertencias que no cayeron en saco roto; la autora, para ilustrar las reacciones, recoge un caso en el que unas alumnas de Barcelona denunciaron a su profesor de gimnasia, que era naturista, por proponerlas hacer gimnasia nada menos que en mallas.
Estos movimientos que habían puesto en estado de histeria a los sectores conservadores de la sociedad venían originalmente de Alemania, cuenta la obra. Durante el siglo XIX, con la revolución industrial, fueron surgiendo tendencias higienistas que pretendían «regenerar» a la especie humana, la cual entendían que estaba amenazada por el avance de la industrialización.
La vida moderna era «artificial». No solo por la industria, también por el auge de las tabernas y vicios como el café, el alcohol y el tabaco. Ellos proponían dietas vegetarianas, baños de sol al aire libre y alejarse de las ciudades, madres de la degeneración, y sus antros oscuros llenos de humo.

Aunque hubo socialistas alemanes que pusieron en práctica estas ideas, los higienistas fueron derivando hacia las ideas extremistas. Huir de la ciudad pasó a ser un ejercicio de admiración del campo, el bosque y las montañas ¡la patria! Y detrás llegó el culto a los cuerpos perfectos, esculturales, de proporciones basadas en el ideal grecolatino… Los hijos de la sagrada nación. Estos naturistas se fueron politizando, llegaron al extremo de exaltar la sangre alemana y cayeron en el nacionalismo, primero, y en la paradoja, después, ya que sus prácticas fueron terminantemente prohibidas por los nacionalsocialistas en cuanto tomaron el poder en 1933. No obstante, habían convertido el naturismo en una expresión ultraderechista.
En España, sin embargo, esto no fue así. Los viejos ideales decimonónicos naturistas fueron recogidos por la izquierda y muy en particular por el discurso cultural del anarquismo, explica la historiadora. Aquellos españoles no se desnudaban por la patria, sino por la emancipación. La desnudez simbolizaba la liberación del cuerpo y el rechazo a «un sistema de valores obsoleto e hipócrita». Se despreciaba la vida urbana de hacinamiento e insalubridad. En un artículo citado de Federica Montseny, la cenetista se quejaba de las condiciones de vida urbanas: «Vamos huyendo del sol para hundirnos en la electricidad».
La fecha de llegada «oficial» del naturismo a España fue la fundación en Madrid de la Sociedad Vegetariana Española en 1903 y en 1915 apareció en Valencia la revista Helios, que comenzó a difundir todas estas ideas. Hubo episodios aislados desde entonces relacionados con estas nuevas teorías, pero no fue hasta los años veinte que estalló el fenómeno por una razón muy sencilla: simplemente, se pusieron de moda.
Sin embargo, una de sus actividades, el excursionismo, sirvió a los grupos políticos para confraternizar y, también, durante el régimen de Primo de Rivera, para preparar acciones de protesta y ocultarse. Con todo, la CNT y las Juventudes Libertarias fueron las que más impulsaron el fenómeno.
No sin debates y polémica. Tal y como relata la autora, para sectores anarquistas antes que preocuparse por este tipo de actividades alternativas o contraculturales, había que realizar la revolución social y económica. Para otros, esa revolución no llegaría sin la liberación naturista. Hubo quejas del cariz que tomaban los acontecimientos cuando el naturismo, a juicio de algunos anarquistas, no era más que un pretexto para que un hombre estableciera e impusiera nuevas leyes creadas por él, por muy alternativas que fueran. Y cualquier deriva mística, las doctrinas espiritistas, o culto a la madre naturaleza también sufrieron enmiendas a la totalidad. No podía haber ningún tipo de deísmo, aunque estuviese dedicado al entorno, «un hombre que creía en un dios, fuera este el que fuese, no podía ser libre», explica Cubero. Y, por supuesto, también se cargaron las tintas contra todos los pseudodoctores que fueron proliferando que se servían de estas teorías para vender productos dietéticos o vegetarianos. Para mercantilizar el naturismo al fin y al cabo.
Las citas de los intercambios dialécticos en la prensa anarquista son de traca. Se quejó el articulista Julio Enrique de que sus compañeros se burlaban de sus ideas, y escribió: «Nosotros, los naturistas anarquistas, no queremos hacer la revolución con repollos y otras hortalizas como algunos camaradas nos echan en cara (…) la revolución no se hará comiendo alcachofas, pero tampoco bebiendo alcohol».
Con la llegada de la II República creció el fenómeno aún más y su eco en al prensa. Especialmente en el periodo radical cedista las autoridades se cebaron contra el nudismo. Hubo secuestros de publicaciones, encarcelamientos y multas. Una represión que no solo la ejercía el Gobierno y las autoridades, sino también grupos de fascistas. Pero en esta época el debate ya no solo se trataba de la liberación simbólica del cuerpo. También entraban en liza la liberación sexual y el amor libre. Explica la autora:
Los defensores de la liberación sexual y el amor libre denunciaban esa hipocresía manifiesta que existía dentro de una sociedad fuertemente arraigada a las costumbres católicas que reprimían el cuerpo y todos sus impulsos, así como también se criticaba insistentemente la doble moral y los prejuicios que aún permanecían cegando a los seres humanos, impidiéndoles emanciparse y rodeando el cuerpo y el sexo de un halo de obsesión casi neurótica.
Hubo anarquistas franceses, como Jean Grave, que vieron en estas teorías un espíritu «burgués, impropio y sucio». En Francia la oleada naturista tampoco se instaló en la sociedad sin conflicto. Cubero cita casos de nudistas tratados a latigazos en plena playa. Pero en general, para los anarquistas españoles fue un ejercicio de afirmación, de liberación, puesto que la ropa para ellos no era más que otro «marcador clasista». Entendían desnudarse como una muestra de sinceridad y forma de relacionarse con la naturaleza más estrecha y auténtica. Nunca vieron que el cuerpo desnudo pudiese ser una fuente de deseo sexual o lujuria, puesto que entendían que el contenido sexual del cuerpo venía dado por una tradición cultural con la que precisamente querían romper.
El drama, para Mª Carmen Cubero Izquierdo, es que si entras en conflicto con las bases de tu propia cultura te arriesgas más que si te limitas a incumplir alguna ley de tu sociedad. Los principios morales y culturales aportan seguridad a la gente y cuestionándolos la sumerges en la incertidumbre y el miedo. Pero concluye: «Las ideas que deja la contracultura dejan un poso de los que se apropian las generaciones venideras».
Así ha sido y así fue incluso en su momento. Si bien todos los españoles no se sumaron en tropel a la nueva moda, sí lo hicieron al «semidesnudismo». Las playas de aquellos años empezaron a llenarse de maillots. La prensa dio cuenta de cómo se multiplicaron de un año a otro y admitieron que ya nada podía hacerse para dar marcha atrás. Un texto en el suplemento del ABCBlanco y Negro, en su sección «La mujer y la casa» apartado «Las charlas del salón de te», ya era un grito de impotencia desesperado. El autor llegaba a preguntarse qué sería de costureras, modistos y fabricantes de tejidos si la fiebre por llevar menos ropa en la playa o en la montaña seguía creciendo. El remate del texto no tenía precio, decía: «¿Se ríe usted?».
Lo que ocurrió después de 1939 ya lo tratamos aquí en su día en la serie «El sexo en el franquismo» y la nueva relación que se estableció con el cuerpo humano bien la pueden resumir estas palabras de Francisco Umbral: «Nos enseñaron a odiar el propio cuerpo, a temerlo, a ver en su desnudez rojeces de Satanás, repeluznos de Luzbel, frondosidades infernales. Odiábamos nuestro cuerpo, le temíamos, era el enemigo, pero vivíamos con él, dentro de él, y sentíamos que eso no podía ser así, que la batalla del día y de la noche contra nuestra propia carne era una batalla en sueños, porque ¿de dónde tomar fuerzas contra la carne si no de la propia carne? Había un enemigo que vencer, el demonio, pero el demonio era uno mismo».