Un hombre corre contra la noche que se desploma. Cuando caiga no le dejarán cruzar al otro lado. Recorre las callejuelas —que siempre son angostas— embozado en una capa —que siempre es oscura—. Mira hacia atrás aunque solo piensa en lo que le espera unos pasos por delante. En la otra orilla. La de la verdadera resurrección de la carne. Donde las leyes no existen y solo mandan los pecados. Dicen que le importa ese único momento. Que ya no busca el aplauso quizá porque lo tiene. Que la razón de su éxito está en las noches de placer en la cara oculta de Londres. Sabe de verdad de qué va este juego. De qué va el deseo. De qué va conseguir lo que quiere solo con palabras. Si es necesario embaucará a los guardianes para que le dejen salir de la ciudad. No es un valiente. Ni un caballero. Aunque juega a serlo donde la vida se inventa.
El hombre podría llamarse Lannister o Stark. Podría cabalgar por la Tierra Media. Podría ser cualquier héroe. Pero es un actor. Al mismo tiempo un osado y un cobarde. Ha abandonado el teatro de Blackfriars antes de que la función terminara. Era más fácil cuando la compañía actuaba en la orilla sur. No había que correr para burlar la prohibición de cruzar el río con la caída del sol. Ahora se ve obligado a escapar como un fugitivo para templar su deseo. Para calmar a esa carne suya sólida que se disuelve. Para derramar su ansia en el cuerpo generoso de la más generosa de las rameras. Cuando llega la noche, los puros se quedan dentro de Londres con la conciencia tranquila mientras los impíos suman puntos al otro lado. Vicario mayor de las huestes del vicio.
El hombre que huye es un pecador. Se llama William Shakespeare. Y no ha dudado en dejar a sus hombres sobre las tablas para cumplir su ritual en un burdel del Southbank. Lo hace todas las noches. Por eso cuida de que el papel que escribe para sí mismo desaparezca pronto de la escena. Se reserva siempre los mejores versos y mata a su personaje antes del tercer acto. Monólogo brillante. Muerte prematura. Ask for me tomorrow and you shall find me a grave man. Bonita excusa para irse de putas. Que se queden los demás a terminar la obra. Él ya ha robado su ovación. Señoras y señores, cayó el telón para William Shakespeare.
En el caso de que exista William Shakespeare.
En el caso de que no sea el conde de Oxford. O Jonson. O el zombi de Marlowe. O sir Francis Bacon. O una mujer. La reina. Su Majestad Teatrera.
El mejor personaje de William Shakespeare es el que no quedó escrito. Él mismo. Ese que no tiene ni biografía ni definición. El hombre que construyó el mundo con 29.899 palabras no tuvo ni una para su vida. Simplemente porque su vida son sus obras. No supo escribir su padre, ni su legítima esposa, y una sola de sus hijas aprendió a firmar con su nombre. Shakespeare se quedó con todo el diccionario de una saga ágrafa. Con todo el vocabulario de la humanidad. Lo necesitaba para contar el mundo. Para decirlo todo. Para dejar sin palabras a todos los que vendrían después.
Replicarán los profetas de la conspiración que un hombre de tan escasa formación no pudo crear una obra tan sofisticada. Pero olvidan que los niños de la emergente burguesía renacentista estudiaban en sus escuelas elementales a Plauto y a Aristóteles, el arte de la retórica y el de la oratoria. Hoy nos parece imposible que el hijo del guantero tuviera en la Grammar School de Stratford educación más refinada que la de un escolar español con su LOMCE y su iPad.
Y como si fuera su tiempo el nuestro, en el que todo queda consignado, hay quien exige más datos. Shakespeare, el Profeta Único del Verbo, el Dios de la Escena, el revolucionario de la palabra tuvo que dejar más pistas. Tuvo que ser un noble, es lo que no se atreven a decir lo que recelan de la sencillez casi zafia de su vida. Le reclaman más los negacionistas. No les basta su partida de bautismo o el monumento funerario o lo que dijeron de él sus contemporáneos. Quieren su ADN en una bandeja de plata —como el de Cervantes—. Y olvidan que las únicas hélices que construyen la verdad de uno y de otro son las de sus palabras. Lo demás no importa nada. Shakespeare, el primer reclusive de la historia.
De Shakespeare sabemos más que de muchos otros. Y, sobre todo, sabemos lo esencial. Que no es que se casara con una mujer ocho años mayor que él a la que dejó en Stratford a cargo de sus hijos. Sino que salió de su casa y después de una década de silencio apareció metamorfoseado en otro. Como esos personajes suyos que reconstruyen su vida con una nueva máscara después de un naufragio.
¿Quién es el hombre del aro en la oreja? ¿Quién es William Shakespeare?
Un actor sobre todas las cosas.
Y esa es su gloria, el motivo de su éxito y el de las dudas de los bien pensantes. ¿Cómo aceptar que el hombre que lo dijo todo era un pobre comediante? ¿Y quién sino un actor iba a acertar con las palabras exactas, esas que sonaban tan bien sobre las tablas? Porque lo que Shakespeare escribe no está pensando para pasar los ojos sobre el papel, está pensando para ese preciso instrumento que es la voz humana. Lo descubrió Michael Pennington, el gran actor de la Royal, cuando de niño vio por primera vez Macbeth. Al volver a casa buscó el libro pero no para leerlo, sino para declamarlo. Porque para eso construye Shakespeare sus versos. El Bardo era esto.
Él nunca quiso ver escrita su obra —eso vendría después, la artimaña del amigo Jonson por aplacar su ego—. El éxito en el mundo de Shakespeare se medía en aplausos. Todo lo que aprendió del teatro lo aprendió como actor. No hay Shakespeare sin escenario.
Y viendo a sus personajes sobre las tablas, escuchando sus parlamentos en verso blanco, comprendemos que un hombre sin latín podría haber escrito Julio Cesar, pero el monólogo de Antonio nunca habría salido de la cabeza de alguien que no supiera de teatro. William Shakespeare, el actor que sabía lo que necesitaban sus pulmones. El contador de historias que intuía qué historias merecían ser contadas. Y cómo.
Fue un lector voraz. Un devorador de las crónicas de Inglaterra y de los textos Plutarco, de las novellieri deBandello y de los sonetos clásicos. Su genio era tal que le valía con unas pocas fuentes para construir un océano. Shakespeare, el plagiador exquisito. Aunque en aquellos tiempos repetir verso a verso no estaba mal considerado. Era un método de trabajo. Como copiar escenas o situaciones. Como escribir a cuatro, a seis, hasta ocho manos. Lope se plagiaba a sí mismo. Shakespeare le robaba a Motaigne y está su herencia calcada en ese raro artefacto, pionero de la ciencia ficción, que es La tempestad. Hamlet le debe a Kyd más de lo que le reconocerá la historia. La venganza, la sangre tarantinesca sobre el escenario, la matanza final, la obra dentro de la obra.
Esa fue una de sus audacias: tomar lo mejor de sus contemporáneos y pasarlo por sus neuronas y sus tripas para mejorarlo. Lo dijo agonizante Greene, su primer rival en la escena londinense: «Shakespeare se ha vestido con las mejores de mis plumas». El viejo dramaturgo moría desbancado por la audacia de un joven actor de los Hombres de Lord Chamberlain. «Un corazón de tigre envuelto en la piel de comediante que se cree capaz de impresionar en verso blanco como el mejor de nosotros». Que se cree capaz y que lo hace. «Un shake-scene» remachaba Greene. Shakespeare, el agita escenas. El escritor comediante.
Fue un actor y un revolucionario. Una estrella y un pecador. Un hacedor de versos que jugaba con ventaja porque sabía lo que al público le gustaba. Porque llevaba años probando cómo reventar la cazuela del teatro. Conocía los resortes de la risa y los secretos del llanto. Las capacidades de su compañía y sus debilidades. Y para ellos escribía. Sospechamos ahora que entre sus compañeros hubo un par de gemelos. De ahí sus equívocos juegos de dobles, de hermanos separados y reencontrados. Sabemos que escribió una obra pensada para las malas temporadas, cuando las circunstancias obligaban a despedir a la mitad de la compañía. Construyó así una tragedia en la que el mismo actor podía interpretar tres y cuatro papeles. Los cómicos sabían qué quería decir programar Macbeth. El despido. La calle. Por eso la empezaron a llamar «La tragedia escocesa», convertido su nombre en tabú gafe.
Era Shakespeare el único que nunca se iba a la calle. Él escribía los papeles. Él siempre tenía un hueco asegurado. Y aun así no podemos pretender que aparezca en los registros porque entonces —como ahora— el guionista no era importante. Era uno más de la nómina. Como el carpintero o el autor de los temas musicales. No dejó detalles para la posteridad, como no los dejaron la mayoría de los escritores de estudio que empollaban sus textos en los cubículos de la Metro de la edad dorada. Shakespeare era el William Holden de El crepúsculo de los dioses. O uno de esos chicos brillantes y gafapásticos que nos hace llorar cuando recoge un Óscar y después desaparece devorado por Hollywood. Shakespeare, el escritor en la sombra. El autor sin recompensa. El hombre que corre todas las noches para llegar al otro lado del Támesis. Al lugar donde las leyes no existen, como no existen las restricciones en sus obras.
«Tenía ideas valientes» dijo de él Ben Jonson. «Una expresión que fluía con tanta facilidad que a veces era necesario pararlo». Aunque nunca se plegó a más regla que la que el público exigía. Y aquel público podía ser tan exigente como vociferante.
En la Inglaterra isabelina el teatro era el Espectáculo. El mayor espectáculo. El acontecimiento que arrebataba por igual al aristócrata y al artesano. Al noble y al marginado. De los patios bullentes a los palcos de sangre azul, todos enloquecían por los actores. En tres décadas, Londres vio construir once teatros. Los públicos hasta para tres mil espectadores. Más modestos los privados. En unos y en otros no regía la ley de la ciudad. Como si estuvieran plantados en tierra neutral donde las únicas normas que se respetaban eran las del aplauso. Se quejaban los patronos burgueses de que el nuevo entretenimiento sorbía el seso de sus empleados, que preferían faltar al trabajo antes que perderse la nueva tragedia que se estrenaba.
Aquel público acostumbrado a la escena sabía apreciar lo que le daban. No le hacía falta formación —aunque la tenían los que miraban desde los pisos superiores—. Pero ahora los menospreciamos. Los miramos desde nuestra altura de cuatro siglos acumulados. Y recortamos a los clásicos presuponiendo que son incomprensibles. Como si no estuvieran escritos para que los entendiera todo el mundo: desde el rico hasta el iletrado.
A aquella gentes gritonas y desaforadas, a aquellas gentes que se conmovían, a aquellas gentes que se identificaban con lo que pasaba en escena como jamás se identificaron con la tragedia griega, se dirigía Shakespeare. Y el comediante sabía lo que querían. Lo que les arrancaba el aplauso. Con ellos había compartido pecados en la orilla sur y penitencia en la orilla norte. Porque no era un escritor atrincherado tras su tintero. Porque el hombre del aro en la oreja era insultantemente humano.
Un actor. Un cómico.
Cuenta la leyenda que se despidió de la escena interpretando a un fantasma. El del padre de Hamlet. El que es y no-es en una dimensión donde se confunden la vida, la muerte y los recuerdos. El que está presente, vivo y muerto, como si Schrödinger le hubiera metido en su caja. El espíritu, el muerto, el personaje que provoca toda la acción sin decir una palabra.
Puede que no sea cierto, pero es tan profético que no nos queda más remedio que creerlo. Ese es William Shakespeare: el hombre que todavía nos observa desde la otra orilla, desde el turbio mundo de la pasión y el pecado. El fantasma mudo al que ya no le hace falta decir nada. Porque lo dijo todo en su tiempo.