Antes de ir, Dublín es Joyce como Praga es Kafka. Ciudades literarias o absorbidas por la literatura, ciudades que no existen quizá más que en los sueños neblinosos de un libro recordado vagamente. Joyce se ha adueñado de un escenario de literatura excesiva, excedente, rebosante: Beckett resulta más bien francés; Yeats, Shaw yWilde, ingleses; Jonathan Swift, satírico universal, y de Bram Stoker sólo quedan los colmillos sangrientos de su famoso personaje. Los dos escritores autóctonos más puramente dublineses, Sean O’Casey y James Clarence Mangan, no tienen en cambio la misma proyección internacional. Por último está el caso singular de Flann O’Brian, que nació en Strabane, condado de Tyrone, pero murió en la capital irlandesa después de beberse media nación a tragos largos, casi sin respirar.
Se imagina uno Dublín —literaria, cinematográficamente— como un laberinto de tabernas, con la espuma de la Guinness desbordándose por las jarras, por las barbillas de los borrachos, por el empedrado de las calles, por las puertas de los pubs, por las casas de ladrillo ocre, por las riberas del Liffey. Hombres alegres entonando baladas antiguas con los ojos iluminados por la poesía y resolviendo sus discusiones a puñetazos, como en las historias más o menos sentimentales de John Ford. Quizá sea este norteamericano hijo de inmigrantes irlandeses quien mejor haya sabido transmitir las supuestas paradojas del pueblo irlandés: su simpatía recia, su sequedad cariñosa, su nobleza violenta, su serenidad alocada, su moderada fogosidad… Esa hospitalidad sin dobleces, el deambular etílico entre la iglesia y la taberna, la camaradería exaltada de los borrachos, la sensualidad arisca de las pelirrojas pecosas, esa cáscara de dureza con fondo sentimental. En este sentido El hombre tranquilo, más que una película, sería la epopeya simbólica de una nación. Y su complemento perfecto es otra obra maestra del cine, Los muertos de John Huston, basada en el relato homónimo de Joyce. Desde luego llega uno al aeropuerto dublinés con esa parafernalia referencial —de imágenes, tópicos, recuerdos y valores— en la cabeza.
Cuenta Vargas Llosa que la primera vez que estuvo en Dublín se sintió traicionado porque ese lugar “alegre y simpático” en el que le paraban por la calle para conversar y le invitaban a tomar cerveza no se correspondía con la ciudad densa, sórdida y gris que aparecía reflejada en los libros de Joyce. Sirviéndose de una prosa exacta y fría, a caballo entre el rencor y la nostalgia, Joyce había ido describiendo con precisión matemática “las calles macilentas donde juegan sus niños desarrapados y las pensiones de sus sórdidos oficinistas, los bares donde se emborrachan y pulsean sus bohemios y los parques y callejones que sirven de escenario a los amores de paso”.Según propia confesión, en los relatos de Dublineses se propuso “traicionar el alma de esa hemiplejia o parálisis a la que muchos consideran una ciudad”, objetivándola en un mundo ficticio, artístico, si cabe más verdadero que el real.“El Dublín de los cuentos se delinea como un mundo soberano, sin ataduras, gracias a la frialdad de la prosa que va dibujando, con precisión matemática, las calles macilentas donde juegan sus niños desarrapados y las pensiones de sus sórdidos oficinistas, los bares donde se emborrachan y pulsean sus bohemios y los parques y callejones que sirven de escenario a los amores de paso. Una fauna humana multicolor y diversa […] Un mundo sórdido, ahíto de mezquindades, estrecheces y represiones […] Una sociedad en ebullición, hirviente de dramas, sueños y problemas, que ha sido metamorfoseada en un precioso mural de formas, colores, sabores y músicas refinadísimas, en una gran sinfonía verbal” (Vargas Llosa, El Dublín de Joyce). De este modo, Joyce fue uno de los pocos autores de su tiempo que supo “dotar a la clase media —la clase sin heroísmo por excelencia— de un aura heroica y de una personalidad artística sobresaliente”, dignificando la vida mediocre a base de epifanías literarias. Es curioso que una ciudad, e incluso todo un pueblo (el irlandés), hayan quedado fijados universalmente por alguien que decía odiarlos tanto.
La mayoría de los relatos de Dublineses fueron escritos en 1905 y durante nueve años el manuscrito anduvo de editor en editor sin que nadie se animara a publicarlo. Me gusta mucho Un triste caso, que cuenta la historia del señor Duffy. Este hombre vivía en una casa vieja y sombría desde cuya ventana podía ver la destilería abandonada y el río poco profundo en el que se fundó la ciudad. Su cara, “que era el libro abierto de su vida”, tenía el tinte cobrizo de las calles de Dublín. Cuando abría la tapa del escritorio emanaba un olor a lápices nuevos o a goma de borrar o a manzana madura. Pasaba las noches sentado al piano de su casera o recorriendo los suburbios, no tenía colegas ni amigos ni religión ni credo. “Vivía su vida espiritual sin comunión con el prójimo, visitando a los parientes por Navidad y acompañando el cortejo si morían”. De vez en cuando oía un tranvía siseando por la desolada calzada. Se entera por una noticia del periódico de la muerte de una mujer que lo amó (parece ser que ella, que estaba casada, se dio a la bebida ante su desdén y acabó siendo atropellada por un tren al cruzar las vías en la estación de Sydney) y se arrepiente de haberla rechazado. Al final del relato vuelve sus ojos al resplandor gris del río, serpeando hacia Dublín. “No se oía nada: la noche era de un silencio perfecto. Escuchó de nuevo: perfectamente muda. Sintió que se había quedado solo”.
En Un encuentro se reproduce una aventura real que experimentaron Joyce y su hermano Stanislaus en junio de 1895 (James tenía a la sazón trece años). En vez de acudir como todos los días al Belvedere College, esa siniestra cárcel de jesuitas autoritarios, hicieron pellas y emprendieron rumbo a la Pigeon House, una estación eléctrica situada en la bahía. Antes de llegar a su destino, se cansaron de caminar y se sentaron en un banco junto al río Dodder a tomar galletas y limonada de frambuesa. Se les acercó entonces un hombre andrajoso con dientes amarillos y mellados, que se sentó junto a ellos y les empezó a hablar de novelas de aventuras y del pelo sedoso y las manos suaves de los niños pequeños. Al rato el hombre se levantó, se alejó unos metros e hizo algo que sorprendió a Stanislaus (Mahony en el relato), que exclama: “He’s a queer old josser!”. En la traducción al español de esta expresión —“¡Qué viejo más estrambótico!”, según la versión de Guillermo Cabrera Infante— se pierde el probable doble sentido o juego de palabras, puesto que josser (“tío”, “individuo”, que remite a fool, “tonto”, pero asimismo a “Dios” en la lengua franca comercial del Lejano Oriente) recuerda a tosser, literalmente “mamón”, “gilipollas”, pero también “pajero”, masturbator. No parece casual esa cercanía de significantes, ni mucho menos. [Obsesionado por los juegos de palabras, los símbolos y las fórmulas cifradas, Joyce emprendería finalmente el experimento absurdo del Finnegan’s Wake, del que sólo se salva la idea: un hombre tirado, moribundo, en las orillas del Liffey, con la historia de Irlanda y del mundo dándole vueltas en la cabeza]. Todo apunta a que el viejo pederasta se masturba. Cuando vuelve al lado de los chicos sólo les habla de los castigos, azotes y palizas que merecen los niños traviesos. Ellos se marchan asustados.
El último relato de Dublineses es Los muertos, escrito hacia 1906, seguramente uno de los mejores cuentos de la historia de la literatura. La perfección impresa. Antes de ir, mi idea de la ciudad estaba totalmente determinada por el ambiente de esa historia. De hecho, me hubiese gustado haber ido a Dublín en invierno y que estuviese nevando, y ver la nieve caer cruzando el puente de O´Connell, junto a la estatua, en un coche de caballos, y acudir con los chanclos a la casa de las señoritas Morkan, en el número 15 de Usher Island, y beber ponche caliente y trinchar el ganso y escuchar al cadáver de tía Julia entonando los gorgoritos de Ataviada para la boday leer un estúpido discurso (la hospitalidad irlandesa, tristes recuerdos, las Tres Gracias, París, la cita de Browning) y volver de noche al hotel y asomarme a la ventana para sentir la emoción de la nieve que cae, que cae sin parar, que cae sobre toda Irlanda, que cae sobre las sombrías y sediciosas aguas del Shannon, que cae en el solitario cementerio en el que Michael Furey yace enterrado, que cae lánguidamente en todo el universo y lánguidamente cae, como en el descenso de su último final, sobre todos los vivos y los muertos.
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Dubhlinn toma su nombre de un “remanso negro” con régimen de marea situado en el estuario del río Poddle. Esto, que podría ser perfectamente un verso de T. S. Eliot, es la primera frase de la guía que saqué en la biblioteca municipal. Pura literatura.
El bed&breakfast que reservamos por internet estaba muy bien situado, junto al puente de O’Connell, pero al llegar allí reparamos en lo cutre del lugar. El váter estaba encajado entre dos paredes estrechísimas y el lavabo era tan pequeño que podía confundirse con un bebedero para hámsters. Quizá lo que pasa es que ya no tenemos edad para dormir en este tipo de sitios, dije yo tratando de convencerme (de convencernos) mientras arrugaba con escrúpulo la nariz. Los dieciocho quedaron lejos. El espíritu mochilero estuvo bien en su día, fue divertido mientras duró, pero ahora ya conocemos el significado de la palabra lumbalgia. Lo único bueno de un antro así es que estás deseando salir corriendo a la calle y descubrir la ciudad. Pateártela de principio a fin y volver derrengado al colchón con los párpados caídos por el agotamiento. Además, al segundo día ya te has olvidado de las directrices de la OMS sobre higiene y hasta los desayunos comunales de café rancio y tostada rota con las universitarias erasmistas tienen su encanto: los bostezos desatados, las preciosas ojeras de tanta juerga saludable, la fragancia del champú en las melenas recién duchadas… Casi apetece quedarse a jugar un campeonato de mus, charlar en el sofá o ver la televisión… y fingir que no vas a clase. Lo fundamental es no mirar cómo friegan las tazas, platos y cubiertos. Te podría dar un mal.
La primera cosa que me llamó la atención al salir a la calle fue la presencia de gaviotas. Me llamó la atención, obviamente, porque no me lo esperaba: la sorpresa se mide siempre por el grado de ignorancia previa. Las ciudades con gaviotas, si no tienen acceso directo y visible al mar desde el centro, me suelen descolocar en un primer momento. Se produce un desajuste de la realidad, un resorte que nos saca fuera de nosotros mismos y hace que nos veamos desde lo alto como si fuésemos aliens o místicos bilocados. Es algo parecido al “extrañamiento” o “desfamiliarización” que postulaban los formalistas rusos. Por decir algo.
Dublín es ahora una ciudad deprimida, callada, triste, en decadencia. Sus habitantes tienen la mirada turbia, abatida y rencorosa, como los mendigos de pasado ilustre. Antes estaban flotando en lo más alto de la burbuja financiera, brincando como niños felices en un castillo hinchable, pero la fiesta terminó y se precipitaron al vacío con gran estrépito y violencia. Hace diez años todo era júbilo, entusiasmo, dinero. Las multinacionales emplazaban aquí sus sedes europeas para beneficiarse de sus óptimas condiciones fiscales. Sobraba la pasta por todos lados y los nuevos ricos hacían alarde de su prosperidad, gastando lo que no tenían. Ahora, en cambio, los pisos han caído a menos de la mitad de su precio, no hay casi servicios públicos y el Estado, al borde de la suspensión de pagos, tuvo que ser rescatado por la UE. De repente se cayeron del guindo y se quedaron con cara de tontos, como cuando el árbitro te roba el partido. Medidas inmediatas: recortes de 15.000 millones de euros en el gasto público y eliminación de 25.000 puestos de funcionarios (y bajada del sueldo de los restantes), así como subida generalizada de los impuestos.
L., que vive a quince minutos del centro, nos pasea en coche por la región: nos lleva al puerto de Howth (junto a la famosa Torre Martello del Ulises, donde Joyce pasó seis noches en 1904 y que ahora es un museo en su honor), al castillo de Malahide, a Bray, a Glendalough, a Dun Laoghaire… Mientras recorremos el paseo marítimo de Bray, con su hilera de chalets, el monte con faro al fondo y la noria a un lado, pienso en nuestro cicerone literario, James Augustine Aloysius Joyce, que vivió aquí de pequeño, en la época más próspera de su padre como recaudador de impuestos, antes de su quiebra total. Fue en esta playa donde este misógino ginéfilo se enamoró por primera vez. La culpable era Eileen Vance, hija de una familia protestante, que después aparecería de manera aleatoria en varios de sus libros.
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Imagino a Joyce con su parche en el ojo izquierdo, mirando de reojo a la posteridad con aires de glaucoma, componiendo la mueca del genio incomprendido. Dice Javier Marías en Vidas escritas que Joyce es de esos artistas que de tanto prodigar el gesto de la genialidad acaban por persuadir a sus contemporáneos y a las siguientes generaciones de que en efecto son genios sin remisión. Joyce era, según propia confesión, un hombre huraño, triste, celoso, solitario, insatisfecho y orgulloso.
Lector compulsivo, bebedor y putero, le escribía cartas obscenas a su mujer, Nora Barnacle, en las que le exigía todo tipo de detalles sexuales íntimos. No andaba muy desacertado H. G. Wells cuando apuntaba a la cloacal obsession de Joyce en una desdeñosa carta que le envió sobre el Ulises. Las opiniones sobre esta novela experimental de otros ilustres escritores de la época tampoco fueron demasiado elogiosas: “En Irlanda se tiene la costumbre de intentar curar a un gato de sus malos hábitos frotándole la nariz con su propio pis. Y el señor Joyce ha probado a hacer lo mismo con el género humano” (Georg Bernard Shaw); “Ulisses fue una catástrofe memorable: inmensa en su atrevimiento, extraordinaria en su desastre […] Parece escrito por un nauseabundo estudiante que se rasca los granos” (Virginia Woolf).
Joyce escribía como leía: con lupa. Como Proust o Ramón, Joyce miraba el mundo a través de un cristal de aumento, atendiendo a lo microscópico de la vida. Por eso, según Ortega, los tres consiguieron superar el realismo extremándolo. El estilo de Joyce, como el de Proust, le obligaba a añadir más y más cosas, compulsivamente, emborronando hasta el infinito las sucesivas pruebas de imprenta. Su manía descriptiva le llevaba al extremo de enviar cartas a sus amigos desde Trieste o Zúrich para preguntarles qué árboles eran exactamente los que había en tal esquina concreta de su ciudad natal.
Ni los celtas, ni los vikingos, ni el Libro de Kells, ni el Trinity College, ni la catedral de San Patricio, ni el trébol de cuatro hojas… Dublín es un chico gordo y pedante subiendo las escaleras de la Torre Martello.