sábado, 31 de octubre de 2020

"Seis propuestas para tu próximo clásico" por Marilena De Chiara




Un clásico es un libro que nunca termina de decir lo que tiene que decir. (Italo Calvino)

El poro es una estructura de la piel que permite la secreción de sudor. Es también un intersticio entre las moléculas que constituyen un cuerpo y la alteración de la superficie del sol que precede a la formación de una mancha solar. Un poro absorbe y expulsa, unifica y altera. Por eso un clásico es un texto poroso, un organismo mutante. La parte y el todo, la construcción y el andamio. Determinado por su historicidad y vivo por la renovación de su dimensión contemporánea. Y podría seguir. No es fácil resistir a la tentación de jugar con definiciones posibles, con clasificaciones imposibles. Precisamente en esta imposibilidad está la belleza, en la intimidad a través de la distancia: ven conmigo, observa tu clásico, no pienses en su pasado, en las características que lo convirtieron en canónico (breve digresión en forma de pregunta: ¿tiene sentido seguir hablando de un supuesto canon literario?). Volvamos a tu clásico. Toca su piel y busca, en los poros —los tuyos, los suyos— la secreción, la grieta, la alteración. Para ello, aquí te ofrezco seis formas de mirar, seis dispositivos de este milenio.

La reescritura

«Leemos hoy la Ilíada con una sensibilidad formada, entre otras cosas, por toda una tradición de reinterpretación y reescritura de su texto», escribió Gérard Genette. Y bien lo sabe Alessandro Baricco. En 2004 publicó Homero. Ilíada (Anagrama, traducción de Xavier González Rovira), una reescritura del poema homérico a través de una operación de desmembramiento en tres movimientos: transforma el verso en prosa, elimina completamente a los dioses y plantea la narración en primera persona. También corta repeticiones y añade matices. E introduce un personaje y un episodio de la Odisea en el final. Fascinante.

Baricco reescribe la Ilíada a partir de su sensibilidad personal, de una intención narrativa específica —la lectura en voz alta del texto homérico— y del interés contemporáneo por la épica, en su vertiente ética y política. ¿Y qué es la reescritura, sino una relectura, tanto más profunda cuanto más visible es la seducción que ejerce el texto de partida?

En los versos 369-502 del libro VI, Homero relata la despedida de Héctor y su esposa. La escena funde logos (el discurso), ethos (la norma) y pathos (la emoción) en la desesperación de Andrómaca, el honor del príncipe de Troya y la presencia del pequeño Astianacte. En la versión de Baricco, la nodriza toma la palabra y su mirada nos revela la complicidad entre Héctor y su esposa, la fragilidad del guerrero ante su hijo: «Así habló el glorioso Héctor y luego vino hacia mí. Yo tenía a su hijo en mis brazos. ¿Comprendéis? Y él se acercó e hizo ademán de cogerlo entre sus manos. Pero el niño se estrechó contra mi pecho, rompiendo a llorar. Se había asustado al ver a su padre, lo asustaban aquellas armas de bronce, y el penacho sobre el yelmo. Lo veía ondeando, terriblemente, y por eso rompió a llorar. Y me acuerdo de que Héctor y Andrómaca se miraron y sonrieron». Aquí, en esta sonrisa, la reescritura ha abierto un poro entre el siglo de Homero y el nuestro.

La traducción entre lenguajes

«¿Hay algo que ames tanto que lo protegerías sin importar el coste, el daño que podría hacerte?», le pregunta Jax Teller a Tara, su mujer. El presidente del club de moteros y protagonista de la serie de televisión Sons of Anarchy (Hijos de la Anarquía, FX: 2008-2014) es un Hamlet contemporáneo. Clay Morrow (quien usurpó la presidencia del club a John Teller) es Claudio; Gemma Teller, una Gertrudis hecha de fortaleza y secretos; el diario de John es el fantasma del padre de Hamlet: la escritura evoca su presencia, la magia presente de la palabra escrita que construye la autobiografía y sedimenta la identidad. El fantasma en Shakespeare es un recurso escénico, el diario de John es un recurso textual. El texto, el teatro y la pantalla fusionan el tiempo del pasado y el presente en el horizonte de la narración. Más allá de la duda, Hamlet/Jax viven el drama de la interpretación, de la hermenéutica relacional. Quien narra está ausente, la palabra incompleta es la herencia simbólica que imprime la huella del final trágico. 

E incompleta es la profecía de las brujas de Macbeth. Es deseo lingüístico (de poder y control), el mismo que orienta y justifica los actos de Frank y Claire Underwood, protagonistas de House of Cards (Netflix: 2013-2018). «Ya sabes, para mí es pura sensación. Luz versus oscuridad. Y aquella línea donde se encuentran», nos explica Claire/Lady Macbeth. Conspira con su marido para que la profecía se cumpla, y nos mira, nos miran los dos, rompiendo la cuarta pared desde la pantalla que siempre es gris, ambigua como ellos, como nosotros. En el tránsito entre escenarios se abre otra grieta, el clásico shakesperiano se descompone para recomponerse en otra dimensión, idéntica y distinta a la vez. 

El laberinto

Toda forma de intertextualidad es un laberinto, un jardín de senderos que se bifurcan. La belleza de la posibilidad, de los caminos alternativos, de la lateralidad del laberinto. En 1967, el psicólogo Edward de Bono acuñaba el termino «pensamiento lateral» para indicar la aplicación de nuevos patrones en la búsqueda de soluciones: «El pensamiento lateral no pretende sustituir al pensamiento vertical, ambos son necesarios en sus respectivos ámbitos y se complementan mutuamente; el primero es creativo, el segundo es selectivo». 

La formulación de preguntas es el elemento clave para activar el proceso creativo e interpretativo. Un clásico es un texto que interpela, que invoca la pregunta, en la cadena cambiante de circunstancias (históricas, sociales, culturales, lingüísticas, personales). Aquellos —estos— textos se leen como clásicos precisamente porque reformularon los patrones, los códigos, las normas, a través de procesos de combinación y metamorfosis. La inversión de problemas, el fraccionamiento y la reducción de modelos a elementos mínimos, para facilitar nuevas combinaciones, son métodos activadores de pensamiento lateral. Son dispositivos textuales que reconfiguran lectura y escritura. Finalmente, se trata de generar redes, de abrir nuevos laberintos: «Quien crea poder superar los laberintos huyendo de su dificultad se queda al margen; pues no es pertinente pedir a la literatura que, una vez presentado un laberinto, proporcione también la llave para salir de él. Lo que puede hacer la literatura es definir la mejor actitud para encontrar la salida, incluso aunque esta no sea más que un pasadizo que conduce a otro laberinto. Lo que queremos salvar es el desafío al laberinto, lo que queremos separar y distinguir de la literatura de entrega al laberinto es una literatura de desafío al laberinto»: Italo Calvino ya pensaba lateralmente. 

El homenaje

Kafka nos introduce en la transformación de Gregor Samsa, y no nos entrega la llave para salir de aquella parábola enclaustrada. Sin lenguaje, Gregor pierde el reconocimiento social, su identidad se fragmenta: «Gregor Samsa, el hombre que no grita, renuncia a todo vínculo con los otros, porque el grito es el último lazo que nos une a nuestros semejantes. Por eso puede decirse que Samsa se vuelve un insecto: porque no grita; de haber gritado, es muy posible que la espantosa alucinación que lo asalta a primeras horas de la mañana se hubiera evaporado», escribe Fabio Morábito en su brillante ensayo El idioma materno (Sexto Piso, 2014). El grito, su ausencia, es la alteración que posibilita el homenaje. Este se fundamenta en la complicidad con el lector (con el espectador, si pensamos en las películas de Tarantino), en el reconocimiento de la cita, en su visibilidad. 

En noviembre de 2019 se publicó en Inglaterra The Cockroach (La cucaracha), donde Ian McEwan le guiña el ojo a Kafka. El primer párrafo proporciona la dirección de lectura: «Aquella mañana, Jim Sams (…) se despertó de un sueño intranquilo para encontrarse transformado en una gigantesca criatura». Y descubrimos que, en este caso, la metamorfosis es inversa: el insecto se ha transformado en ser humano, es el primer ministro. La novella de McEwan es una sátira absolutamente contemporánea, dictada por la ironía mordaz y la urgencia por debatir la política británica. Otra desconstrucción para dilatar la interpretación.

La constricción

«La constricción es un problema; el texto una solución»: Jacques Jouet explicaba, contundente, el dinamismo de la limitación. Las propuestas de OuLiPo, el Taller de Literatura Potencial, confirman el valor (técnico, poético, creativo) de la contrainte, en la interrelación entre artes y matemáticas, estructura y libertad. De la poesía a la novela y al teatro. Y de allí al cómic. Matt Maden, en 99 Ejercicios de Estilo (Sinsentido, 2007, traducción de Lorenzo Fernández Díaz), utiliza la repetición del impulso narrativo para graduar la variación de su concreción, textual y visual. Cada uno de los ejercicios de estilo reproduce la misma situación: Matt está trabajando en su ordenador, se levanta para ir a buscar algo a la nevera. Desde el piso de arriba, su mujer, Jessica, le interrumpe y le pregunta la hora y, cuando llega a la nevera, Matt ya no recuerda qué había ido a buscar. Cada página incluye ocho viñetas. Y, sin embargo, cada ejercicio, cada forma de contar la misma historia, es distinta. Porque distinta es la mirada, en la doble dirección: de escritura y de lectura, y al revés. 

La inversión

Es de noche. Una calle, un árbol y dos vagabundos, Estragon y Vladimir, que conversan entre ellos: están esperando a Godot. Llega un hombre, Pozzo, con su sirviente, Lucky (a quien lleva atado con una cuerda al cuello) y conversan con los dos que esperan. Cuando ya es noche avanzada, un chico avisa de que Godot no llegará hoy, sino mañana. El día siguiente, en el mismo sitio y a la misma hora, los dos vagabundos esperan. Otra vez tiene lugar el encuentro con Pozzo, ahora ciego, y con su sirviente. Otra vez aparece el chico anunciando que Godot no llegará. Los dos vagabundos piensan en irse, pero no se mueven. Y no dejan de hablar. La inmovilidad del lenguaje contra la espiral del tiempo.

La espera de Godot acontece en el transcurso cíclico de día y noche, invierno y primavera, salud y enfermedad, visión y ceguera, risa y llanto, discurso y canto. En la atemporalidad del texto y en el presente de la representación —a través de la relación entre texto y escena, actores y espectadores— la percepción del tiempo se suspende. Y se fragmenta, se multiplica, se dilata: ocurre la magia. Beckett descompone los códigos hasta la máxima alteración: Godot no llega, nunca termina de decir lo que tiene que decir. Seguimos esperando.

¿Por qué? Porque «el libro es una extensión de la memoria y de la imaginación», como dijo Borges. Y un clásico bebe de la memoria y se nutre de la imaginación, para reinventarse, adaptarse, expandirse. Ahora vuelve a tu clásico, acaricia su piel y encuentra los intersticios que unen vuestras moléculas, las reescriben, las traducen, laberínticas, les rinden homenaje, las constriñen, las invierten.

"Profesor de instituto" por Antonio Muñoz Molina

El terrorismo nunca es ciego. El que padecimos nosotros en el País Vasco y en muchos otros lugares de España ejerció su cirugía maléfica apuntando a cada uno de los pilares del Estado democrático: los defensores de la ley, los representantes de la soberanía popular, las voces intelectuales solitarias que se alzaban en los medios contra la resignación a la barbarie. Al terrorista su fanatismo no suele estropearle la puntería: el 16 de octubre, en Francia, un islamista le cortó medievalmente la cabeza al profesor de instituto Samuel Paty, que daba clases de Historia y Geografía, y de valores cívicos, y que en un debate con sus estudiantes sobre laicismo y libertad de expresión les había mostrado, entre otros materiales, las caricaturas de Mahoma de la revista Charlie Hebdo. El primitivismo mental de los fanáticos es perfectamente compatible con las tecnologías de la modernidad. Los apóstoles del 5G y de las redes sociales llevan ya décadas predicando, con un fervor que en algunos casos podía parecer ingenuo pero que a estas alturas ya solo es descarado y cínico, las múltiples bondades que esos inventos están esparciendo por el mundo, rompiendo barreras, favoreciendo la creatividad, la hermandad entre los seres humanos. Gracias a las redes sociales, o a las redes fecales, como tal vez convendría empezar a llamarlas, padres de alumnos hostiles al profesor Paty organizaron una campaña de odio contra él: en Facebook, en Twitter, en WhatsApp, en YouTube. El más activo fue el padre de una estudiante que según se supo después ni siquiera estaba en la clase. En un vídeo que se hizo rápidamente viral en medios extremistas musulmanes, este padre ultrajado aseguraba que el profesor Paty había mostrado una foto de un hombre desnudo diciendo que era Mahoma.

La libertad de expresión y de crítica es un derecho fundamental en las sociedades democráticas, y ninguna ideología ni religión puede estar a salvo de ellas, explicaba cada año Samuel Paty a sus estudiantes, con ese entusiasmo vocacional que parece un don reservado a los profesores de instituto, y que tiene la virtud, si cae en terreno fértil, de espabilar para siempre a una inteligencia joven. Aprovechándose de esa misma libertad, padres de alumnos y militantes islamistas empezaron a llamarlo canalla, enfermo, blasfemo, propagandista de la pornografía. A quienes vivimos del uso libre de las palabras nos provoca un rechazo visceral cualquier intento de ponerle límites, incluso cuando se usan para mentir e insultar. Pero los enemigos del profesor Paty, además de bravatas e insultos, también difundieron por las redes sociales su foto, y la dirección del centro en el que enseñaba. Las palabras son inocuas hasta que llega el momento en que se convierten en actos. Un viernes por la tarde, el profesor Paty salió del instituto con el cansancio físico de varios días de trabajo escolar y la perspectiva tan grata del fin de semana. Se fue despidiendo por el camino de los alumnos, y al llegar a la puerta puede que no se fijara en que alguien lo señalaba con el dedo a un desconocido también muy joven pero que no tenía pinta de estudiante. La fe religiosa y el interés tampoco tienen por qué estar reñidos: al alumno o alumna que señaló a su profesor el asesino le pagó 350 euros.

Un poco después el cuerpo decapitado del profesor Paty yacía en una acera sobre un charco de sangre. Al asesino, al justiciero, solo le quedaban unos minutos de vida, pero tuvo tiempo de tomar una foto con el móvil de la cabeza del infiel y subirla a su cuenta de Twitter. Estuvo recibiendo alegres visitas y parabienes hasta que por orden del juez fue cancelada.

Samuel Paty tenía 47 años, y un hijo de cinco. Quienes lo conocieron recuerdan a un profesor entusiasta, enamorado de su trabajo, orgulloso de haberlo ejercido en barrios de trabajadores e inmigrantes, en los que la enseñanza pública cobra su máxima relevancia como instrumento de formación y de ciudadanía, como uno de los pilares de lo que en Francia se llama con reverencia y solemnidad la República. A nosotros todo lo solemne nos despierta rechazo, o burla, porque nuestra idea de la solemnidad la asociamos tristemente al autoritarismo eclesiástico y cuartelario de la dictadura, también porque nuestra sórdida tradición de sectarismos y discordias políticas nos han privado de instituciones o símbolos merecedores del respeto de la inmensa mayoría. Pero cuando se ven las imágenes del homenaje nacional al profesor Samuel Paty en el patio de La Sorbona, su foto sostenida en el escenario por un oficial de la Guardia Republicana con uniforme de gala, o cuando se leen los discursos pronunciados en la ceremonia, uno no puede no sentir cierta envidia, una profunda melancolía civil y española: hay ocasiones supremas en que la democracia ha de ser solemne, y afirmar explícitamente sus valores con sobria elocuencia, y honrar a quienes los defienden y los enseñan. Al ensañarse con un profesor de un instituto de barrio los islamistas están revelando el valor de lo que hace, la importancia que ese trabajo en apariencia tan común tiene en el orden de la vida democrática. Eligiendo La Sorbona para la ceremonia de homenaje, se está reconociendo a la enseñanza secundaria lo que muchas veces no se aprecia, el rigor de un ejercicio intelectual y de un proceso de transmisión y aprendizaje que con mucha frecuencia influye más en el porvenir de las personas que su paso por la universidad.

Yo recuerdo uno por uno a los profesores, hombres y mujeres, que tuve en mi bachillerato superior, en un instituto público. Eran mucho más jóvenes de lo que a nosotros nos parecían entonces, antifranquistas, respetuosos, como adelantados de un país que aún no existía, y que ellos empezaban a hacer posible al abrirnos los ojos. Sabían mucho, y casi todos lo explicaban muy bien, pero no solo aprendíamos de sus especialidades: también del hecho simple y novedoso para mí de compartir la clase varones y chicas, y de que fueran también voces de mujeres y no solo de hombres las que nos incitaban al conocimiento, y las que se dirigían a nosotros con un respeto exigente y cordial. Dijo Macron en su discurso en La Sorbona: “Daremos a los profesores la autoridad y el lugar que les corresponden, los formaremos, los consideraremos como se merecen, los apoyaremos, los protegeremos en todo lo que haga falta”. Palabras semejantes agradecerían escuchar los colegas españoles de Samuel Paty, dichas con algo de solemnidad y vehemencia.

jueves, 29 de octubre de 2020

Juan Bonilla, Premio Nacional de Narrativa 2020

El flamante Premio Nacional de Narrativa 2020, Juan Bonilla (¡enhorabuena!), ha prologado la Antología de Cuentos que aparecerá próximamente en la editorial "El Paseo". Yo participo como finalista con un relato, "Manual de estilo". Un lujazo.

sábado, 24 de octubre de 2020

"Por una crítica literaria del compost" por Nadal Suau



Caramba, caramba: han pasado doce meses y el jurado del premio Planeta ha vuelto a simular concienzudamente que deliberaba a conciencia. Claro que este año el sainete tradicional nos ha pillado con el pie del sarcasmo cambiado, resacosos del penúltimo after: el ESPASAesPOESÍA concedido al publicista fantasma Rafael Cabaliere hace un mes ya provocó muchos artículos reactivos, en ocasiones estupendos (como el de Juan Marqués en The Objective, origen parcial del que están leyendo), que para mí fueron, sobre todo, la pared en la que rebotaron algunos tuits muy divertidos de Carlos Recamán, @Elias_Tarsis en la red social, persona millenial según la procesión de etiquetas sociológicas que convierten a cada generación en ™ y cliché. En su recepción de la recepción, Recamán nos recordaba que discutir sobre premios literarios es soooo 2015: hay que saber cuándo topamos con una realidad irreformable y además irrelevante. Ahora, dejen que les relate dos anécdotas del lejano 2019. Como las del bombero en La cantante calva, estas anécdotas de crítico son «auténticas y vividas», y demuestran que no existe oficio inmune al método de ensayo y error.


Yo hacía una crítica (no tan) moderna

Me daría una pereza órfica escribir sobre premios tramposos si no fuera por imperativo profesional. Pero ese imperativo existe, y las dos últimas veces que reseñé negativamente novelas galardonadas bajo el signo de la polémica o el chafardeo, las reacciones fueron reveladoras. En un caso, nadie le concedió el atorrante don de la viralidad a mi reseña y apenas obtuve un tardío mensaje privado en el que su muy respetado autor finalista desarrollaba for my eyes only una genealogía del crítico resentido con el escritor de éxito (formada por Damián Tabarovsky, Ignacio Echevarría, y yo: un linaje escueto), antes de concluir que ganar premio semejante es una forma de ayudar «a la literatura», y criticarlo en prensa, «lucrarse» a su costa. Fue, cuanto menos, curioso. Pero el otro caso, el del Biblioteca Breve para Días sin ti (Seix Barral), me brindó toneladas de aplausos (Elvira Sastre = Enemigo Fácil) y dos aisladas, vigorosas collejas de Saúl F. Borel en la revista Oculta Lit y del propio Recamán, que me parecieron muy oportunas y ante las que inclino la cerviz con humildad (admitamos que ambos jugaban con ventaja: ¡no leer un libro facilita en extremo no desesperarse con él!), sobre todo desde que constaté en algunos muros e hilos la utilización de mi texto como supuesto testimonio en una causa general contra toda una generación de escritoras. Esta causa persistente está alimentada por equívocos como creer que Sastre es una novelista (no he escrito «una poeta», porque eso no lo sé) representativa de su edad, cuando su debut fue una novela esencialmente antigua; pero sobre todo la alientan el paternalismo y el instinto territorial de siempre, justo los mismos elementos que Borel y Recamán recriminaban a mi reseña, en la que advertían la exhibición de una crueldad que ningún suplemento español grande dedicará jamás a un consagrado. Que Sastre sea mujer, joven, lesbiana y sentimental (¡y que, no como otros, encaje las durísimas críticas sin responder con alegatos privados, porque no cree que se le deba algo! Puntazo de elegancia estoica a su favor) la convertía en víctima propiciatoria de tanta alegría despreciativa.

No hemos venido a inmolarnos: sé muy bien con qué argumentos puedo defenderme, claro. Pero lo significativo para mí entonces y para el lector de este artículo ahora, si hay algo, es la parte de razón que tenían mis dos detractores, que no me juzgaban a mí sino a un texto, la porosidad que delataba al ruido ambiente, sus consecuencias sobre otros textos. Quién sea yo cuando estoy en casa leyendo a Audre Lorde, ni lo sabían, ni les incumbe. Y ese texto, sin desearlo e incluso aspirando a evitarlo, estaba contaminado por los mecanismos del privilegio y el prejuicio, que son más fuertes que la voluntad individual, a menudo autocomplaciente, de sofocarlos. No afectaban al juicio final sobre el libro o el premio, de los que no me he movido por razones obvias (a saber: 1, he leído el libro y 2, sé aproximadamente lo que pasó en el premio), sino a ciertos procedimientos básicos. El mejor argumento lo dio Borel, lanzándose contra la que quizás parecía la idea más ingeniosa de mi lectura: frente a la afirmación de que yo no podía «dialogar» con la novela («es impermeable a una argumentación crítica porque las decisiones lingüísticas, estructurales e ideológicas que la animan no tienen ninguna raíz crítica», escribí), él replicaba una evidencia, a saber: con decir «es mediocre», ya habría dialogado. ¿De verdad no merecía ni eso una debutante en el género? Mejor, ¿no suponía esa declaración una renuncia a mi trabajo? Aunque yo pretendía (o creía pretender) subrayar el carácter intrusivo de ese libro en un contexto «serio», el resultado fue lo bastante discutible como para merecer esas discrepancias. En fin, lo que trato de decir es que Borel y Recamán provocaron en mí una incomodidad más provechosa que la euforia indudable de verme aplaudido por otros, y que esa incomodidad tuvo que ver con que detectaron el acomodamiento de mi escritura en un sesgo de generación y poder, por mucho que podamos discutir si grande o pequeño. Que el lector esté de acuerdo con el Nadal Suau de marzo de 2019, con el actual o con ninguno, es lo menos importante: esta es la clave de lo que intento decir aquí.

Empacharte a propaganda

¡Basta de batallitas, abuelo! A falta de algo que decir sobre Sandra Barneda y La isla de las tentaciones (otra cosa será el día que toque hablar de First Dates, asunto en el que llevo trabajando con esmero desde hace mucho), volvamos al Espasa, tan carente de importancia como divertido de evocar. Otra sospecha que el Twiter de Recamán arrojó sobre nuestro sistema cultural a propósito del asunto, en convergencia con las tesis de Marqués aun a su pesar, fue que Cabaliere ha sido otro enemigo fácil, uno de esos chivos expiatorios de consenso que resultan cómodos a todo el mundo: venezolano y no español, desconocido y no poderoso, descaradamente no-poeta y no un simple mal poeta que sabe espolvorear detalles homologables en sus versos. Tenía parte de razón también en esto, como demuestra la nula reacción al premio Espasa de ensayo, obtenido por Carlos del Amor. Es cierto que en el caso de este periodista español no existía el estimulante factor de las hipótesis bot o fake; a cambio, lo que se celebra es una forma de entender la realidad y el discurso en torno a ella que lleva años operando e influyendo desde una televisión pública, una muestra como tantas otras del sustrato ideológico que alimenta el éxito de retóricas como la cabalierana. Del Amor es un cronista de cultura entregado a los turgentes brazos de lo sentimental. También es una persona simpática, dicho sin ironía: cuando alguien le preguntó en un chat qué opina de quienes lo acusan de «cursilería», contestó «que llevan razón. Tengo que mirármelo. ¡Un abrazo!». Aunque agradecemos y devolvemos ese abrazo, el problema reside en que lo cursi no me parece inofensivo. De hecho, lo considero uno de los caballos de Troya de eso que, a principios de los años dos mil (ahora, ¡ay!, lo dudo), Félix de Azúa llamaba «totalitarismo simpático» del capitalismo.

Para hacernos una idea del trabajo de Carlos del Amor, cuya carga ideológico-viral probablemente no sea calculada puesto que la trasmite de cliché en cliché, asomémonos a su pieza televisiva más popular en Youtube, Los días raros, sobre el confinamiento decretado en marzo. En ella, escuchamos que las calles vacías presentan una «sensación de irrealidad» en la que «se echa de menos madrugar e incluso comerse un atasco», y también «se echa de menos acabar la jornada e ir al cine». Sin embargo, «nos hemos acostumbrado y eso habla bien de nosotros». ¡Tenemos que aprender algo de esta oportunidad, amigos! Concretamente, la voz en off nos propone memorizar este amable imperativo: «Cuando vuelva la normalidad, valoremos las pequeñas cosas que ahora no tenemos». De pronto, me acuerdo de Están vivos (1988), película festivo-panfletaria en la que unas gafas especiales permiten ver los mensajes de sumisión que una raza alienígena inserta subliminalmente en todos los rincones de las ciudades americanas: Consume, Obedece, etcétera. Pues bien, una traducción que el director John Carpenter y el guionista Ray Nelson juzgarían razonable para los cinco pasajes delamorianos que he citado entre comillas es esta: «¡Ay, con lo bien que estábamos antes, en LA REALIDAD! No empecemos a hacernos preguntas sobre alternativas colectivas, ¿eh?»; «Si lo piensas, la educación sentimental de Díaz Ayuso no iba tan desencaminada: los atascos y la polución hacen moderno y próspero, ¡hacen metrópolis!»; «Trabajo en un ente pagado con los impuestos de todos, pero me dirijo a unos espectadores que en febrero de 2020 tenían trabajo y tiempo y dinero para ocio, ¿es que acaso no estaba todo el mundo en esa situación?»; «¡viva la obediencia!»; y, por último, el credo: «En lo sucesivo, habrá que ir conformándose con lo que nos echen». De todos modos, no se tomen nada de esto muy en serio: a fin de cuentas, las contradicciones son gratas al hombre emocionado, y otro día resulta que Rafa Nadal gana Roland Garros y «la realidad» se convierte, a ojos de nuestro cronista, en algo de lo que conviene escapar gracias al tenista, a quien debemos «habernos salvado de trece posibles naufragios» [sic].

En definitiva, los premios industriales solo sirven para saber por dónde navega el sentido común ortodoxo en cada temporada.

Como se han publicado hace apenas tres días, lamentaría que no sonara displicente confesar que no hemos leído los libros de Cabaliere y del Amor, aunque sí conocemos sus títulos, respectivamente Alzando vuelo y Emocionarte, que propiciaron tuits tan memorables como este de Álex Mendíbil: «Me encanta que su ensayo se titule como la peluquería PelArte, la tienda de marcos EnmarcArte, regalos EmpapelArte, golosinas EndulzArte, los centros de depilación DepilArte, el restaurante de milanesas RebozArte, AmueblArte de muebl…». Aquí hablamos, pues, de lo que estos creadores han hecho hasta ahora, que es la razón por la que han obtenido el premio, y no el manuscrito que presentaron a concurso: y bien, ¿por qué me molesto en invertir tiempo escribiendo contra el estilo edulcorado de Carlos del Amor en la televisión? ¿Por qué los textos de Cabaliere en Instagram o Twitter son «mala literatura» o, mejor, no son literatura? ¿Es porque su autor utiliza un vocabulario exiguo? Agota Kristof no manejaba más. ¿Es porque, como dijo alguien cachondo, su idea de hacer versos es darle al intro cada cuatro palabras? ¿Porque no se le percibe tradición alguna, porque son tontos y populistas, obra de un listillo que vio un nicho, etcétera? ¿Porque se publican en redes? Para mí, todo eso es compatible con la literatura, con distintas formas de literatura. De hecho, un perfil de Instagram programado para repetir tópicos ante una audiencia de otros perfiles inexistentes sería una genialidad. No, lo único incompatible con la literatura es la obediencia.

Que una obra haga lo que quiera respecto del poder de su época: burlarse, aprovecharse, conquistarlo, temerlo, practicarlo, robarle, colonizarlo, olvidarse de él, parodiarlo… Pero ese entregarse con entusiasmo, esa servidumbre voluntaria tan típica de lo cursi comercial que tiene como motor el cinismo (no el cinismo de la picaresca o del artista sino el del orden, el mismo cinismo autosugestionado que practican multinacionales publicitarias encantadas de presentarse ante el mundo como voces ecuménicas)… Eso es lo único realmente incompatible con la literatura y, ya puestos, con cualquier cosa que yo pueda respetar. La literatura no puede ser «márquetin con valores», esa estrategia puntera que hermana a las marcas globales con las ONG: cada producto, una manera de vivir, un estilo solidario, un subidón de buena conciencia, cinco céntimos destinados a África. Tampoco puede ser coaching de la sumisión, sucesión de recetas emocionales para ir tirando sin afrontar nada en serio. Por ejemplo, pensemos por un momento en el escritor como publicista, en la plana mayor de nuestra literatura canónica como publicistas de la España institucional (y de ellos mismos), reunidos en hoteles de cinco estrellas, preguntándose por el ser de Europa («¡Oh, Marcel, clochard genial al que conocí en el París del 68!», etc.), ajenos al aroma a obsolescencia que desprenden para cualquier olfato educado en un siglo XXI precario y desconcertante. ¿Por su edad o su ideología? No: por su incapacidad para entrar en contradicción con la cuota de poder que atesoran. Con mejores ventas, menor prestigio y ninguna cita de Walter Benjamin, pensemos ahora en Carlos del Amor como publicista de la felicidad neoliberal bajo sus nuevas y extravagantes encarnaciones, esas que te susurran «Keynes» y «solidaridad» al oído como preliminares de una noche que, como siempre, sabes que acabará mal; del Amor auspiciando el realismo capitalista bajo el paraguas del sentimiento como incurable coquetería anti-intelectual, un deportista de élite emocionándose por todos nosotros… Hay felicidad en estas servidumbres de «la cultura», sincera convicción de limpieza moral, un no sé qué epifánico. Hay motivación, a esto se viene con ganas. Bueno, y hay algo de dinero, el poco que circula en asuntos de letras. Y, a fin de cuentas, ¿qué publicita Carlos del Amor? Nada. Su propio anuncio. Es publicidad de publicidad.

Ahora que se ha publicado el nuevo ensayo de Cynthia Ozick, Críticos, monstruos, fanáticos y otros ensayos literarios (Mardulce, 2020), en el que esta extraordinaria narradora norteamericana reclama una crítica ambiciosa capaz de comunicar entre sí las mejores novelas de un momento histórico para definirlo a través del continuum textual que conforman, tal vez darle la vuelta a la receta sería algo más que una muestra de ingenio: ¿qué pasaría si buscáramos esa misma definición en las peores producciones exitosas de cada época? España, 2020: si hacemos ese experimento, sospecho que siempre encontraremos en el fondo la obediencia, y en la forma, lo cursi. También sospecho que esas producciones se cuecen no menos en la RAE (sirva como metonimia ardorosa) que en las redes. Y cuidado, porque las garras de este dueto virtuoso aspiran a destripar toda esperanza: para comprobarlo, el lector puede acudir a los ejemplos que Jorge Freire expone en Agitación (Páginas de Espuma, 2020) de «experiencias» expedidas como producto mediante retóricas del entusiasmo que, en realidad, solo ocultan una obligatoriedad de la nada. O, en otro extremo ideológico y metodológico, que recupere Empoderamiento trans: marca registrada, el magnífico artículo que Leo Albuquerque dedicó en Pikara Magazine a la campaña publicitaria de una empresa de trabajo temporal que convertía el tránsito de género en espectáculo emprendedor ejemplar. Un secuestro del potencial emancipador de lo transversal, no por el dogma identitario o narcisista (esas hipótesis que tanto temen muchos, perdidos en una confusión de categorías alentada por el recuerdo del siglo XX), sino por el muy eléctrico cosquilleo que provoca el stream of conscious delamoriano: «vente para acá, ya seas el arte, una persona no binaria, el miedo o el nuevo paradigma: voy a hacerte no-raro y rentable, ‘emocionante’».

Puestos a proponer: una crítica del compost

Al principio, insinué que el artículo Vigencia y añoranza de la crítica de Juan Marqués participaba del origen del mío. Me refería, sobre todo, al momento en que su autor dice echar de menos «una crítica literaria panorámica, que no se fije en libros sino en fenómenos, y que intente hacer espeleología cultural para llegar a las causas y las intenciones». Estoy de acuerdo y entiendo la plegaria (naturalmente, desatendida) de Marqués, que por otro lado me ha llevado a pensar en la importancia, no solo de los temas que trate la crítica, sino más bien de la estrategia, estructura, estilo y poso teórico que aplique. Es hora de desbordar las formas tradicionales del género, aunque solo sea para no aburrirnos y aprovechar que ya no importa demasiado a nadie. También, digámoslo en voz baja para no parecer panolis, por responsabilidad: ofrezcamos desborde frente a obediencia, complejidad frente a cursilería, direcciones múltiples frente a circuitos de señalética unívoca. 

Así, como divisa general en estos «días raros» de 2020 y en los que vendrán, tal vez sea mejor no abandonar la sensación de irrealidad puesto que es muy dudoso a qué nos referimos con tal término; no acostumbrarnos a nada salvo a la voluntad de entender y de revisar lo que creemos entender (a quiénes creemos entender), para luego obrar en consecuencia; no conformarnos con valorar las pequeñas cosas, no al menos hasta que todo el mundo goce de ellas. Y en lo concerniente a la crítica, conviene que se empeñe a fondo en la tarea de desvelar qué trampas esconde lo que escribimos, porque así será de una utilidad muy modesta, pero tangible. Una utilidad que trascienda lo literario sin abandonarlo nunca, bajo la convicción de que la literatura no es solo una artesanía para el like y el dislike. Y, desde luego, es urgente que inflijamos esas críticas, en primer lugar, a nuestros propios textos. ¿Qué es la crítica, sino autocrítica? ¿Y qué es la autocrítica, sino discutirnos a nosotros mismos hasta los cimientos, no en aquello que podríamos mejorar para ser más nosotros mismos, sino en aquello que cuestiona lo que creemos ser, lo que nos tranquiliza creer que somos? No tanto empeñarnos en «alcanzar nuestros sueños» como preguntarnos cuáles son su consistencia y sus derivas. O, por parafrasearme a mí mismo, reivindicando un poco mi ingenio ahora que ya estamos en confianza: que nuestra escritura se sustente sobre unas raíces que favorezcan la contraargumentación. Que exija dialogar. Que se preste a ser desobedecida, e incluso que nos desobedezca por su cuenta y riesgo. Una escritura no-propaganda. De ahí que todavía necesitemos recepción de la obra y sus circunstancias, y recepción de la recepción, y revisión de esa otra capa, y… De ahí que no podamos eximir a nuestros textos de discutir entre sí. Apropiándome de algunas ideas de la bióloga y teórica feminista Donna Haraway en libros como Seguir con el problema (Consonni, 2019) o Como una hoja (Contina Me tienes, 2018), que admiten un elegante traslado al territorio que nos ocupa, diré que debemos pensar textos que combinen «pasión e ironía en grado máximo»; que generen parentescos raros, renuncien al miedo y practiquen un cinismo bueno y pícaro cuando haga falta. Que se rían un poco de nosotros quienes los concebimos, y estén en lo cierto al hacerlo. Que aceleren y desaceleren. Que sean flor entre la vía, panza de burro, reinados precoces, animales feroces, hijas e hijos e hijes del compost «multibichos» en que se ha convertido tanto agotamiento civilizatorio, terrestre, lingüístico, biológico. Hay que buscar una crítica que dé placer, se enrede con palabras de muchos y colabore con la lectura de otros tantos, pero que no nazca para consolar, nunca. Quizás, así, contribuyamos a que llegue el día en que «emoción» o «experiencia» vuelvan a significar algo que no sea una puta mierda.

"Riñas con estrambote" por Ernesto Filardi


Figúrese el lector el siguiente titular: «Compra piso alquilado para desahuciar al inquilino, a quien odiaba desde hacía muchos años». Podría ser de El Mundo Today, ¿verdad? Una mezcla tan absurda de contradicciones y mala leche es tan perfecta que solo podría ser mentira.

Bien. Figúrese ahora el lector que es cierta y que, en efecto, sucedió en España. Hay que ser miserable con la que está cayendo, pobre hombre, si es que todos los ricos son iguales. Sí, sí, pero no nos alejemos del tema: ¿dónde podría haber sucedido? Quizás en esa España profunda que a todos nos gusta colocar alejada de nosotros, uno de esos lugares recónditos en los que los tíos se casan con sus sobrinas y el párroco tiene un hijo al que llama sobrino. 

Figurémonos ahora que esta historia sucedió en el siglo XVII. Ah, bueno, entonces sí, porque en esa época eran muy brutos y tiraban a las cabras desde lo alto del campanario, menos mal que vivimos en tiempos civilizados. Pero sigamos figurándonos —total, es gratis y tenemos tiempo— que los protagonistas eran personas de honda formación humanística y con cierto trato de favor por parte de la monarquía. Vaya, esto se nos está yendo de las manos: empezamos con El Mundo Today y en pocas líneas ya hemos llegado a palacio.

Figurémonos entonces —otra vez, sí— que fue Quevedo quien compró la casa para poder echar a la calle a Góngora, que vivía casi en la ruina. Entonces claro, cómo no se me habría ocurrido antes, lo del hombre a una nariz pegado y todo eso, qué cachondo el Quevedo, qué mala baba se traía. Es muy posible incluso que el más avezado lector ya supiera esto desde la primera línea, ¿verdad? 

Bien, pues sigamos con el jueguecito y figurémonos ahora que esta historia es muy probablemente una invención, casi una leyenda urbana originada al calor de la lumbre de los ripios difamatorios con los que cada uno de ellos gustaba de zurrarle la badana al otro. Bueno, a ver cómo diablos vamos a descubrir ahora si pasó o no, total, ha pasado tanto tiempo que madre mía.

Ya por último, entonces, figurémonos que las últimas investigaciones filológicas apuntan a que la famosa rivalidad entre Quevedo y Góngora no fue para tanto. Es lo que dice, por ejemplo, Amelia Paz en su artículo «Góngora… ¿y Quevedo?», una impecable e implacable labor de investigación en la que pone en entredicho la enemistad de la que tanto nos hablaban en el instituto basándose en que no está claro que los poemas que sustentaban dicho enfrentamiento estén escritos por tan célebres rivales. La difusión anónima de estos textos, si bien era necesaria en aquella época para evitar problemas judiciales, ha sido uno de los principales escollos para esos malditos filólogos que aún tienen el trabajo pendiente de probar o denegar la autoría de tal o cual escritor. O sea, que es posible que toda la vida nos hayamos creído una mentira, hay que ver estos filololeches qué se van a inventar ahora tras tanto defender a la Real Academia con el bluyín y el cederrón. Leer las Soledades o la «Epístola satírica y censoria contras las costumbres presentes de los castellanos, escrita al Conde-Duque de Olivares…» no, que no se entienden, pero las tradiciones que no nos las quiten.

El caso es que, sea cierta o no, esta enemistad es más que creíble. Aquella época es tierra abonada para dar pábulo a todo tipo de disputas literarias por un quítame allá ese estrambote. Cual panda de tuiteros intensitos, en el Parnaso literario del Siglo de Oro uno era poca cosa si no escribía de vez en cuando unos versos satíricos en los que, por qué no, se dejaba caer que Fulanito no tenía ni repajolera idea de escribir. La misma Amelia Paz reconoce en el mencionado artículo que si hay humo es porque algo de fuego debía haber, aunque solo fuera una fogata alimentada por amigos y enemigos del conceptista y el culteranista. Y es que en una lista popular de escritores clásicos gamberros —por no decir otra cosa—, Quevedo se lleva la fama. 

Pero quienes cardaban la lana en esta historia eran, precisamente, los dos escritores más importantes de todo el Siglo de Oro: Cervantes y Lope. Todos tenemos clara en la memoria la imagen del primero con jubón negro, gola blanca y brazo izquierdo inutilizado por las heridas recibidas en la batalla de Lepanto. Es también sabido que fue hecho prisionero por piratas berberiscos y encerrado en Argel durante años. A su regreso a España la política de Felipe II había cambiado su foco de atención del Mediterráneo a las Indias, con lo que jamás consiguió reconocimiento alguno teniendo que subsistir desde entonces como bien pudo. Es decir, como mal pudo, llegando a escribir textos en contra del mismo monarca como hizo en La Galatea. 

En el ángulo contrario del ring, don Félix Lope de Vega y Carpio, joven arrogante y pendenciero que ha gozado tanto las mieles del éxito como las mieles de las musas y las mieles de las féminas. Como prueba de su carácter mencionaremos que, años después de lo que vamos a relatar, Lope estuvo cuatro días en prisión acusado de reventar el estreno de una comedia de Ruiz de Alarcón enterrando en el corral de comedias una redoma llena de huevos podridos. 

Cervantes y Lope debieron llevarse medianamente bien en un primer momento, como lo atestigua el hecho de que fuera testigo en cierto documento legal que favorecía a Lope. Hasta que un día, no sabemos bien por qué, este decide no incluir al otro en uno de esos textos laudatorios que tanto se estilaban en la época y que por lo general no eran más que una retahíla de nombres de buenos amigos de los que se decía lo grandísimos escritores que eran, vive el cielo. Quizás el motivo inicial de su enfrentamiento estuviera relacionado con que Cervantes y Lope fueran vecinos y por tanto supieran bastante de la vida non sancta del otro, pero esto no son más que suposiciones. Lo cierto es que poco después comienzan los disparos en forma de sonetos en los que sale a relucir la mala leche, como en esta joya dirigida a Cervantes: 

… y ese tu Don Quixote valadí
de culo en culo por el mundo va
vendiendo especias y azafrán romí
y al fin en muladares parará. 

No está tampoco demostrada la autoría de Lope en este soneto, pero que la crítica siempre haya dado esa teoría como válida nos ayuda a hacernos una idea de cómo se las gastaban en la época. A fin de cuentas, al entorno de Lope no le debieron hacer ninguna gracia las críticas al teatro del Fénix que Cervantes ponía en boca del cura y el canónigo en el capítulo cuarenta y ocho de la primera parte.

A partir de aquí, la historia es más sencilla de resumir porque todo ha quedado negro sobre blanco: Cervantes termina el Quijote prometiendo una segunda parte, pero pasaron los años y si te he visto no me acuerdo. Nueve años después, en 1614, se publica el Segundo tomo del ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, compuesto por el licenciado Alonso Fernández de Avellaneda. Este libro es, básicamente, un ataque tan divertido como furibundo contra Cervantes. Como el lector sabrá, hoy en día se sigue desconociendo quién diablos era ese tal Avellaneda. Hay muchos candidatos para el premio, pero realmente no es tan importante ese dato como el hecho de que seguramente gracias a él hoy podamos disfrutar del que para muchos es el mejor libro de la historia: la Segunda parte del ingenioso caballero don Quijote de la Mancha, publicada tan solo un año después de que apareciera el de Avellaneda. 

Qué casualidad, ¿eh? Nueve años esperando y no parecía tener prisa el manco hasta que zas, le insultan usando a su propio personaje y poco tiempo necesitó para parir esa joya: un texto que sienta las bases de la literatura contemporánea precisamente a través de los brillantes recursos desplegados por Cervantes para echar por tierra el Quijote apócrifo. Entre ellos, el genialísimo momento meta del capítulo setenta y dos, donde don Quijote se encuentra a Álvaro Tarfe, uno de los personajes principales de Avellaneda, y le pide que firme ante el alcalde del pueblo un documento que atestigüe que él no es el mismo Quijote escrito por ese impostor.

Las enemistades literarias del Siglo de Oro estaban a la orden del día hasta el punto de que es difícil explicar esa época sin mencionar, al menos, algunas de esas disputas. No tanto por la anécdota en sí sino por aquello en lo que devinieron. Conocemos los nombres de los integrantes de los círculos literarios gracias a que algunos de los principales autores los mencionan en esos pasajes laudatorios que referíamos antes, pero la mayoría son nombres que al lector de hoy le sonarán de muy poco: Juan de Almeyda, Lope de Salinas, Marco Antonio de la Vega… Todos ellos poetas de segunda fila que, incluso gozando de cierto reconocimiento en su época, hoy han quedado relegados a los pies de página de alguna edición crítica. Por eso nos llaman tanto los desmanes de los grandes autores, las primeras plumas del Siglo de Oro. No siempre son ciertos, ya lo hemos dicho, pero poco importa: quizás haya otras épocas en la historia de la literatura tan jugosas como esta, tanto en relación cantidad/calidad literaria como en lo que respecta a enfrentamientos entre autores. Pero ninguna puede presumir de que esos odios literarios germinaran en forma de una verdadera obra maestra. Una obra que no pierde su lustre y de cuya publicación celebramos el cuarto centenario en este año 2015. ¿Qué mejor homenaje que (re)leerla?

jueves, 22 de octubre de 2020

Una clase sin fronteras

Haceos una idea, once alumnos de entre doce y catorce años, todos extranjeros salvo uno. La isla de Ellis, una Babel moderna preadolescente. Lo que estoy aprendiendo con ellos me lo tendrían que descontar del sueldo (ojalá no me oiga la Administración). Hablamos hoy de la educación que recibieron sus padres y abuelos. Una chica de Marruecos cuenta, muy risueña, que su papá (lo llama así, con acento agudo) recorría ocho quilómetros a pie hasta el colegio. Se levantaba a las seis de la mañana y llegaba a casa a las nueve de la noche. A su madre no le dejaron matricularse. Al padre de un chico rumano lo molían a palos en el instituto y evitaba ir a clase por miedo a los castigos. Una chica ecuatoriana dice, con alegría, que su papá (también a la manera francesa) apenas fue al colegio porque empezó a trabajar a los once años. A la hermana de su padre no le dejaron estudiar porque tenía que ayudar en casa. Una chica paraguaya, muy tímida, relata el castigo más popular en la escuela de su papito (esta sí, de raíz popular): obligar a los chicos a arrodillarse durante más de media hora sobre chapas de cerveza. Otro chico rumano ha traído una vara de avellano similar a la que utilizaba el maestro de su padre para calentarle las costillas cuando no se sabía la lección. Para terminar con el muestrario, un chico búlgaro confiesa que sus padres nunca han pisado un colegio y sus abuelos tampoco. Él, se sincera, quisiera haber seguido el mismo camino, porque se aburre y no se entera de nada en clase. No tiene conciencia todavía de lo que le espera ahí afuera.

Hemos tenido mucha suerte quienes disfrutamos de este tiempo y de este espacio. Una variación en el mapa de nuestro nacimiento o en el siglo de nuestro ingreso en el mundo y la lotería del dolor y la desgracia nos habría tocado de lleno. ¿Quién en ese caso no querría cambiar de aires, de tierra o de centuria, quién?    

sábado, 10 de octubre de 2020

"El brazo de Valle-Inclán" por Rafael Ruiz Pleguezuelos

Ahora que hay tantos cursillos y academias que prometen enseñarte a escribir, conviene avisarles de que está más que comprobado que para escribir realmente bien en España hay que perder el uso de un brazo. A ver quién niega que Cervantes y Valle-Inclán no solamente constituyen el brillo más intenso de nuestra literatura, sino cadáveres exquisitos que han sufrido en propio cuerpo el via crucis del ser peninsular, eso que ya me he permitido escribir alguna vez de que si ser español ya es sufrir, ser escritor español es ponerte al borde del precipicio. Quien no llega a perder el uso del brazo como ellos dos, pierde la vida a nuestras manos —Lorca—, o deja de entendernos y entenderse quedando al cabo de una pistola cargada, como Larra.

Lo primero que hay que entender de Valle es que no escribía en español. Quien piense eso no le ha leído. Valle escribe en valleinclano, un idioma que inventó este gallego ilustre para confundir al personal y reclamar, por inversión de términos, respeto a un castellano que él después no practicaba. Para comenzar una carrera literaria digna empezó cambiando su nombre, abandonando el más prosaico Ramón María Valle Peña para abrazar el más blasonado Ramón María del Valle-Inclán, que en su complejo vocabulario recoge toda la presunción del hidalgo español que no tiene para comer pero cuyo cuerpo siempre encuentra fuerzas para hablar. La verdadera gloria de Valle no es que entronque con Cervantes, con al que estilísticamente no le une nada, sino que consiga mutar su persona de gallego diminuto en una ensoñación digna del autor del Quijote, porque las vidas mutiladas de su esperpento son el producto de esa península desquiciada y soñadora que presentó tan bien Cervantes.

España, que lleva siglos instalada en una infinita contradicción y alzada al pedestal de los países imposibles de comprender, necesita de más escritores bizarros, alambicados, extraños. Tenemos en las librerías demasiada literatura blanca, de la que no hace pupita a nadie porque es políticamente correctísima en todo, y escasean los títulos que abran brechas, o que necesiten que el lector tome un buen piolet para culminarlos, o que ni mil antorchas puedan hacernos ver en su infinita oscuridad. Lo que vengo a decir, sencillamente, es que Valle-Inclán supo entendernos mejor que nadie, que su esperpento es el mejor espejo para un país que habita de manera continua en el esperpento (echen un vistazo a los periódicos y díganme si no es cierto), y que se echa en falta gente que deje de mirar por su ventana azorina y penetre en las cloacas valleinclanescas.

Hay que leer las entrevistas a Valle-Inclán, porque sus respuestas son siempre un disparate armado de lucidez. En ellas se puede encontrar una historia desquiciada de la humanidad en una sola página, asistiendo a unos bandazos ideológicos que serían más escandalosos si no vinieran de esa especie de lámpara de la locura que era el genio de Villanueva de Arosa. En una misma entrevista, uno puede encontrar desde una admiración ciega y desmedida por Mussolini (Diario Luz, 9 de agosto de 1933) a una definición entre impresionista y privilegiada de la manera en que funciona el movimiento obrero:

El final de todo será fundir todas las clases en una. Eso es el comunismo. Pero para ello habría que suprimir la herencia y habría también que nacionalizar los bancos, la tierra, la industria y las minas. Lo tremendo es no haber seguido este camino haciendo desaparecer la clase proletaria por la supresión de todas las demás, igualando a todas. Para ello hay que poner a trabajar a todos, y esto no se consigue diciendo en la Constitución que España es una república de trabajadores de todas las clases, sino suprimiendo varias cosas. En primer lugar, la herencia, porque yo no he visto trabajar a ningún rico heredero. Trabaja el que lo necesita. Por eso Jehová dijo a Adán: «Ganarás el pan con el sudor de tu frente» hasta que le privó del magnífico latifundio del Paraíso.

Como corresponde al espíritu exaltado de aquellos años, Valle-Inclán habla mucho de política en las entrevistas. Quizá demasiado. Cuando repaso las conversaciones con los periodistas, siempre echo de menos que él, como escritor, me hable de escritura y deje en paz a Largo Caballero. Pero cuando habla de política con frecuencia aprovecha para poner a los intelectuales en su sitio, y ahí comienza uno a disfrutar. Estos firmantes de manifiestos y escritores que van de proletarios pero viven en dachas principescas podrían revisar sus palabras del 20 de noviembre de 1931, en diálogo con Francisco Lucientes y publicado en el mítico El Sol:

A mí me subleva la sangre cuando oigo lo de «obrero intelectual». ¡Qué cosas! El intelectual no puede ser obrero. A no ser que sea un faquín a sueldo de un periódico o de una editora. El intelectual crea. El obrero sirve a la creación de otro. Son tan dispares los conceptos de creación y de ejecución, que no hay que unirlos. ¡Pero si la Santísima Trinidad explica esto claramente!

Lo verdaderamente grande de la cita es la alusión final a la Santísima Trinidad como clave para entender el lugar del obrero y el del intelectual. Ese es Valle-Inclán. Me recuerda a uno de esos exabruptos de Fernando Arrabal en los que comienza hablando de teatro y acaba enrollado con el milenarismo.

El 18 de diciembre de 1925, el Heraldo de Madrid pidió a don Ramón que enumerara los mejores escritores españoles contemporáneos. Mencionó a Baroja, a Pérez de Ayala, Unamuno y Miró. Eso era hasta cierto punto previsible. Hizo justicia a lo que le rodeaba. Cumplió con lo que se esperaba de él: un buen criterio. Pero lo verdaderamente grandioso viene, como no podía ser de otra forma, cuando explica a quién no pondría en esa lista y por qué: «Nunca pondría a Ricardo León. Porque no es contemporáneo. Ni a Blasco Ibáñez, porque para pintar los colores de la huerta valenciana ha recurrido a la imitación de procedimientos de Zola y de Maupassant. Ni tampoco a Azorín. No se le puede perdonar a nadie que teniendo un idioma tan rico como el castellano escriba por cifra, como tocan algunos guitarristas». Necesito escritores contemporáneos que hablen así de claro. Pero pasan los años y sigo esperando.

Después está lo del brazo de Valle-Inclán. Otro apéndice románticamente impedido en un escritor que trasciende lo humano. Un brazo que no responde a los estímulos y que parece un atractivo más de la España del bandolero, que siempre tiene a algún inglés crédulo y despistado que luego de recorrer nuestro país escribe un libro precioso cargado de mentiras e incomprensiones. Es mágica casualidad que dos de nuestros mejores espadas hubieran perdido el uso de su mano. Pero ahí acaba la comparación. Cervantes es Dios en nuestras letras, y Valle-Inclán uno de esos ángeles que Dios anda buscando por el cielo para explicarle en frase bíblica que no tiene más remedio que expulsarle del paraíso. 

Para entender de manera profunda la relación de Valle con la prensa, hay que acordarse de su brazo. Recordar que lo perdió en una pelea con un periodista llamado Manuel Bueno, quien lo molió con su bastón de hierro. La gangrena a partir de un daño en la muñeca hizo el resto. Como otra ironía añadida a la historia, se cuenta que la Asociación de la Prensa —otra vez la prensa y Valle— reunió durante un tiempo dinero para comprarle un miembro ortopédico, pero al final la cosa quedó en nada y su brazo izquierdo, en fotografías y óleos, sigue siendo una ausencia entre sobrecogedora y lírica. Recoger dinero para Valle no debía ser oficio sencillo, pues en la otra colecta de la que se tiene noticia, para regalarle un pazo en Galicia, no se llegaron a recaudar más que veinte pesetas. Jacinto Benavente, que era muy puntilloso en la vida de los demás aunque no tanto en sus obras, quiso ponerle en su sitio diciendo que no comparásemos a uno con el otro, entre otras cosas porque Lepanto era Lepanto y lo de Valle una riña de café entre borrachos, así que no debía darse tantos aires por tener la inhabilidad cervantina. Tampoco Los intereses creados es Luces de bohemia, le hubiera contestado yo si fuera Valle. 

Como en el mundo de la literatura siempre se reserva espacio para la justicia poética, hay un episodio en el que el propio público venga la afrenta que Benavente infirió contra Valle-Inclán al compararlo con Cervantes. El recién fallecido y tremendo actor Manuel Gallardo contó alguna vez que, cuando hacía en 1970 tournée del montaje seminal de Luces de bohemia del simpar José Tamayo, la censura les prohibió representarla en Pamplona. Para poder hacer función en la ciudad cambiaron la representación por Los intereses creados, el mayor éxito de Benavente. El público no aceptó aquel gato por liebre teatral, y aquella noche los estudiantes patearon en el teatro al grito de «¡Valle-Inclán!, ¡Valle-Inclán!».

Pio Baroja debía querer mucho a don Ramón, tanto que según Umbral (la fuente es tan apasionante como poco fiable) escribió una vez aquello de «Valle-Inclán cree que el estilo es escribir dátiles por dedos». Después de leer a Umbral, uno ha buscado la cita sin éxito, de manera que puede haber ocurrido que como Francisco Umbral tenía ese odio por Baroja y una admiración sin límite por el gallego, los puso en su mente a discutir y su máquina de escribir parió aquello de los dátiles. De cualquier forma me gusta, y explica bien cómo Valle-Inclán retorcía el castellano hasta dejarlo sin vida. Lo que sí se encuentra en un periódico chileno es la respuesta que Baroja dio a un periodista que le preguntó por el supuesto éxito de Valle-Inclán con las mujeres: «—¿Entonces no era cierto que tenía éxito con las mujeres? —¡Qué había de tener! Era un tipo que no tenía mucho que celebrar: unos ojos turbios, unas barbuchas deshilachadas, una nariz ganchuda… ¡Nada! ¡Cómo iba a tener éxito con las mujeres con aquella cara!».

Se echan de menos las grandes rivalidades de la literatura. Comparadas con las anécdotas de los escritores de antes con ofensas que podían llegar a las manos y hasta el duelo, los articulitos cruzados en periódicos (indignación remunerada en cada artículo publicado) por el escándalo tal o la desavenencia cual, parecen más la rabieta de un niño por su merienda. Y no me hagan dar nombres, por favor.

Una de las entrevistas más jugosas de don Ramón para los estudiosos de la literatura es la que Juan Rodríguez, de la Universidad Autónoma de Barcelona, dio a conocer en un artículo llamado «Valle-Inclán en 1925: una entrevista olvidada». En él comenta las respuestas entre provocadoras y visionarias de un Valle-Inclán en estado de gracia. Dicha entrevista se publicó en la revista Destino, y su mera aparición es un misterio: fue entrevistado por la publicación en 1925, pero por alguna razón el diálogo que mantuvo con el periodista no fue publicado hasta 1940. Quizá porque ese era el sino de Valle-Inclán, que sus palabras llegasen siempre en diferido. Luces de bohemia se presentó al público lector en 1920, pero no se estrenaría sobre las tablas hasta 1970, porque las verdades de Valle duelen tanto que el español tarda al menos cincuenta años en digerirlas. Por ello tengo la teoría de que ahora es el momento de leer sus entrevistas. Si uno sabe interpretarlas, nos dicen más de nuestra realidad que tantas declaraciones insípidas que pueblan lo cotidiano. En esa entrevista de Destino que tardó quince años en ver la luz, y de la que no sabemos con qué periodista conversa (algo muy común en la época, por otra parte), es preguntado por el estado de la novela: «¿Qué opina usted de la situación de la novela?». La respuesta de Valle es sublime: «Qué está empezando».

De modo que lo siento mucho por esos catedráticos que llevan décadas anunciando en conferencias bien pagadas el final de la novela. Si Valle-Inclán afirma a principios del siglo XX que no ha hecho más que empezar, yo le creo. 

El funeral de Valle debió ser una fiesta del esperpento, como si todas las grandes obras de teatro que el gallego nos ha dado se hubiesen apoderado del alma de sus asistentes. Llovía a cántaros en Boisaca (¿cómo puede hacerse un funeral grandioso sin lluvia?), así que en el cementerio los cipreses dejaron espacio a un campo de paraguas negros. Si se diera crédito a todas las leyendas que sobre ese entierro circulan, contaríamos que en el sepelio un anarquista se abalanzó sobre el ataúd para arrancar el crucifijo con el que estaba culminado, convencido de que a Valle no le hubiera gustado que la cruz católica vigilase sus postrimerías. Se llamaba Modesto Pasín, y no me digan que el nombre no parece tomado de una de las novelas de Valle. Apurando más la historia, se dice que el anarquista sacrílego resbaló y cayó a la sepultura, rompiendo incluso la tapa del ataúd. Gómez de la Serna, que le admiraba más allá de todo límite, contó en la biografía que dedicó al genio gallego que su féretro fue realmente modesto, de solamente veinte pesetas. ¿Adivinan cuáles? También afirmó Gómez de la Serna que sintió pena por el anarquista que visitó la fosa de Valle, pues murió fusilado unos meses después. Fue una de las primeras víctimas de la guerra civil. Y es que Valle-Inclán eligió para morir el año más oscuro de nuestra historia. Nos dejó el 5 de enero de 1936.

Como Valle-Inclán era un escritor borracho de símbolos, fue enterrado el 6 de enero, día de Reyes Magos. Martín Olmos, un periodista que ha escrito artículos muy buenos sobre él, afirma que para su entierro Valle-Inclán pidió que en su funeral no hubiera «ni cura discreto, ni fraile humilde, ni jesuita sabiondo». Así se hizo, y la cuestión anticlerical se llevó tan lejos que ni siquiera se solicitó permiso eclesiástico para enterrarle. Como el ingenio español no tiene límite, especialmente cuando nos movemos en lo esperpéntico, para resolver el problema de enterrar al escritor sin permiso de la Iglesia a un iluminado llamado Víctor el Alemán se le ocurrió la treta de enterrar junto a Valle a un perro muerto, de manera que si las autoridades les preguntaban qué iban a hacer en el cementerio podrían contestar que a enterrar el perro, para lo que no se necesita permiso alguno. Siempre me he preguntado cómo justificarían entonces el cadáver que llevaban junto al perro, pero las leyendas están para eso, para contarnos cómo somos y cómo podemos llegar a ser sin que uno pretenda saber si algo sucedió de veras. 

En una carta de Valle-Inclán a Pérez de Ayala del 4 de febrero de 1933, desliza unos versos en los que la leyenda dice que contestaba la impertinencia de un periodista que un día le preguntó si sentía cerca la muerte. Contestó con un poema que incandescía de esa belleza rota que le era tan propia, retorcida y brillante a un tiempo: 

Para ti mi cadáver, reportero
mis anécdotas todas para ti.
Le sacas a mi entierro más dinero
que en mi vida mortal yo nunca vi.

Con todo lo dicho, parece claro que España y su prensa le debe mucho a Valle-Inclán, de modo que va siendo hora de hacer justicia y devolver al difunto todo lo que se le negó en vida. Entre otras cosas el uso del brazo, y ese sustituto ortopédico que nunca llegó a materializarse porque no se reunió suficiente dinero.

martes, 29 de septiembre de 2020

¿Copas o remos?

Leo que los bares de copas están a punto de morir, que la peste les va a dar la puntilla, que muy pocos tiran ya del tugurio como fórmula de evasión... y qué queréis que os diga, me entristece la noticia. Que nos quieren convertir en europeos a marchas forzadas, es, desde hace tiempo, algo evidente. Lo sano triunfa, el brócoli le ha ganado la partida al burbon de media noche. El madrugón para hacer pilates, o cualquier mierda de ese jaez, se impone al trasiego decadente de la vida nocturna, como si una vida con los músculos a tope y el intestino irrigado fuera el colmo de la felicidad. Nos bombardean en los medios con programas que ensalzan la eterna juventud saludable, como si esto fuera posible. Nada tienen que decir Cioran, ni la bohemia, ni siquiera los epicúreos. El cuerpo es un templo que hay que respetar como si su cuidado extremo nos fuera a convertir en criaturas imperecederas. Creo que los sacerdotes de esta nueva religión de la salud no han tenido en cuenta un dato importante: somos mortales. Se olvidan del memento mori de César cuando nos conminan a despiojarnos y a purgar los venenos etílicos que corren por nuestras venas. No bebáis, no fuméis, no abuséis del azúcar, ni del opio, ni de la marihuana. Someted vuestras vidas a un régimen constante, al imperio de una nueva inquisición de la salud. 

En el artículo donde auguraban la próxima desaparición de los bares de copas, se congratulaban de ello. Son antros donde la virginidad de los seminaristas de la salud podía verse acechada y, por tanto, había que alegrarse por la depuración de nuestros hábitos. Yo lo tengo claro, sustituir unas mancuernas por una noche en la barra de un bar es como preferir ser galeote a pasajero de un crucero. En cuanto el temporal amaine, buscaré los últimos antros. No me veo sometido al imperio del remo y el rebenque.

domingo, 27 de septiembre de 2020

"Profesores: una epopeya post" por Santiago García Tirado

Profesores. Maestros. Docentes: entre la luz y la santidad, la pesadilla y el Averno. Amados, desacreditados, idealizados, seguidos, desairados, valorados, ninguneados, alabados, prohibidos, vindicados. Figuras ineludibles —para bien o para mal— con un espacio importante en toda biografía. Pasan por nuestra vida, pero nunca lo hacen gratuitamente. Su perfil ha sido objeto de una revisión a la baja en los últimos años y su función, siempre en entredicho, ha ido encogiéndose con las diferentes reformas educativas hasta llegar a niveles que lo condenan a la irrelevancia. Inopinadamente, un virus llega y actúa como un revulsivo en esta situación. Hoy volvemos a preguntarnos si no había demasiada prisa por arrinconar a los docentes, si no se había proclamado demasiado a la ligera que el futuro de la escuela estaba en las nuevas tecnologías. Este artículo quiere revisar la figura de los docentes y su manera de estar en el mundo, contar historias y anécdotas, invocar presencias y traer a la memoria lo que algunos dijeron sobre aquellas mujeres y hombres que lo significaron todo en sus años de escuela. Algunos empujan para encerrarlos en el trastero de la historia, y nosotros nos empeñamos en entregarles el futuro. 

Este artículo es una epopeya post.

Algunos nombres buenos

No son muchos. El nombre de la inmensa mayoría flota apenas en el recuerdo de quienes fueron alumnos y, al poco tiempo, la vida, los oficios, otros nombres más imperiosos, o más torvos, o prometedores, o trágicos, los arrancan de allí y los mandan al sumidero de la memoria. Solo unos pocos de esos nombres han quedado consignados en las páginas de un libro y así se han salvado del olvido y han llegado hasta nosotros. Hay muchos más, pero aquí va una lista con algunos de esos nombres buenos.

Louis Germain, por ejemplo. No tiene entrada en Wikipedia. No existe bibliografía interesante sobre su persona. Es un profesor anodino de una escuela pública en la Argelia francesa. Un día de 1923 recibe como alumno a un niño anodino llamado Camus, Albert. Lo trata en clase y no tarda en sentir inclinación por él, así que comienza a darle clases gratuitas. Después, y contra la opinión de la familia Camus, que quería que el chico entrase a trabajar lo antes posible, lo propuso para una beca. En 1957, mucho tiempo después de la escuela, Albert Camus le escribe una carta. Lo acaban de llamar de la Academia sueca, y le sobran motivos para dirigirse a su viejo profesor: 

Cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido. Le mando un abrazo de todo corazón.

Tiene solo cuarenta y cuatro años pero en Francia es ya una figura rutilante. Nada menos que Sartre ha sido su principal adversario en algunas polémicas. Es también un hombre de mundo: se le conocen varios romances, y ha estado casado con distintas mujeres, la española María Casares entre ellos. La noticia del Nobel debería terminar de arrojarlo en esa borrachera que es la fama y hacerlo perder pie con la realidad, pero no es eso lo que ocurre. Tuvo un maestro que vio en su minúscula figurita de diez años un destello, una promesa. Fue también él quien le regaló la primera experiencia de lo sublime, cuando le leía en clase una novela de Roland Dorgelès sobre las trincheras de la Gran Guerra. Se titulaba Las cruces de madera. El Nobel devuelve a Camus a su escenario primordial, y allí encuentra a quienes le suministraron su capital primero: su madre, una mujer prácticamente sorda y muy limitada, que le dio la vida y lo crio, y Germain, el oscuro profesor de una escuela argelina que le dio la literatura. Pero la respuesta de Germain no es menos valiosa: 

Mi pequeño Albert: el pedagogo que quiere desempeñar concienzudamente su oficio no descuida ninguna ocasión para conocer a sus alumnos, sus hijos, y estas se presentan constantemente. Una respuesta, un gesto, una mirada son ampliamente reveladores. Creo conocer bien al simpático hombrecito que eras y el niño, muy a menudo, contiene en germen al hombre que llegará a ser. El placer de estar en clase resplandecía en toda tu persona. Tu cara expresaba optimismo. […] Es para mí una satisfacción muy grande comprobar que tu celebridad (es la pura verdad) no se te ha subido a la cabeza. Sigues siendo Camus: bravo.

Porque un profesor es, por encima de todo, la persona que escucha, la que de esa manera ilumina en sus alumnos espacios que ni siquiera ellos mismos conocían. Germain supo que ese niño de diez años se merecía lo mejor de su atención, y se la dio. Tal vez fuera la primera persona en saber que el hombrecito de la clase en una escuela argelina tendría un lugar importante en la literatura del mundo. Y eso fue suficiente.
El taller de Etienne. Albert Camus (siete años). En primer plano, en el centro, con blusa negra, junto a su familia.

Claudio Magris también recuerda a los suyos, aunque sin nombre, porque fueron varios los que le dejaron su marca. A ellos agradece el bagaje que le entregaron y que no es, como se creería a bote pronto, un cerebro lleno de datos. Lo que Claudio Magris agradece a sus profesores es mucho más grande: 

He tenido maestros y a ellos les debo ese poco de libertad interior que poseo y que ellos me dieron tratándome de igual a igual. 

Porque un profesor es casi siempre la primera persona que lleva a una alumna, a un alumno, a comprender que para el pensamiento no existen los límites. De las doctrinas y los prejuicios demasiado a menudo se encargan las familias. Del territorio prohibido, el entorno social, la cultura. La escuela, por su parte, enseña la audacia y mantiene atado el miedo. Así el alumno aprende que el pensamiento vibra mejor cuando no hay obstáculo entre él y la verdad. 

A Jean Hyppolite le dedica Michel Foucault su lección inaugural en el Collège de France. Foucault, él mismo ya un filósofo respetado, reconoce a Hyppolite como su maestro. Fallecido dos años antes del nombramiento de Foucault, es señalado como aquel que abrió en el pensamiento brechas por las que el propio Foucault ahora discurre: 

Es hacia él, hacia su falta —en la que experimento a la vez su ausencia y mi propia carencia— hacia donde se cruzan las cuestiones que me planteo actualmente. 

Porque una profesora, un profesor, abren caminos. Sin ellos, la inteligencia de un alumno —energía pura— estallaría aquí y allá como estallan los fuegos artificiales, sin más objetivo que un poco de sorpresa y entretenimiento. Sin un proyecto, el alumno caminaría a la deriva durante años en busca de no se sabe qué. Porque otros abren caminos, el alumno descubre nuevas realidades, ensancha el mundo. La labor que empezó en una clase ahora debe llevarla por sí mismo más lejos. Es su momento de emancipación.

La versión tierna —o fuerte— del profesor que ejerce con dedicación su trabajo es recurrente en el cine. Nos sirve de modelo la película de David Trueba Vivir es fácil con los ojos cerrados. En ella se recrea la aventura real de Juan Carrión Gañán, un profesor de Inglés que, en 1966, se lanzó a la carretera con su viejo coche para llegar a tiempo de conocer a John Lennon aprovechando un rodaje suyo en el desierto de Almería. En la película aparece como Antonio San Román, un gris profesor de un pueblo de Albacete. 

Los primeros compases de la película sugieren un estado de cosas un tanto salvaje en el ámbito de la educación española. Se suceden las escenas violentas: el bofetón de un cura a un niño, del padre al chico que escapará de casa, de la gobernanta a una chica en un internado. Son imágenes que evidencian la tensión de un mundo docente edificado sobre el principio de la violencia. No de la autoridad, sino del orden salvaje que se sostiene en la idea supuesta de una violencia legítima. Son los años sesenta, y el protagonista, a quien interpreta Javier Cámara, dedica sin embargo sus clases de Inglés a las canciones de los Beatles. Pero no a aprenderlas de memoria, ni como método de enganchar a los alumnos a una asignatura que podría parecer seca. Lo que Antonio San Román-Juan Carrión les pide a sus alumnos en primer lugar es que entiendan el texto; enseguida los lleva más allá. Se trata de desentrañar el sentido de ese grito de auxilio —Help!— que repite la canción. Solo un profesor puede empujar a sus alumnos en ese salto que lleva desde lo superficial a la intención oculta de un texto o un poema. De una simple canción pop. Es puro factor humano. En el aula. 

Casi al terminar la película es el protagonista el que lanza su propio mensaje de auxilio: «Los profesores, de tanto tratar con niños, acabamos por no entender el mundo de los adultos». Porque un profesor no es un expendedor de verdades, sino alguien que también se encuentra en su propia pesquisa. Alguien que no deja de aprender. Juan Carrión Gañán murió el año 2017, a la edad de noventa y tres años. En sus clases utilizaba recursos multimedia como el cine, los vinilos, o las noticias de la BBC cuando todavía no eran esa marca cotizada —las TIC— y a nadie se le pasaba por la cabeza la idea de que pudieran sustituir a la figura del profesor.

En la ficción, la imagen del docente ha experimentado codificaciones diversas, pero podemos reducirlas básicamente a tres: por un lado, la profesora o el profesor que ejercen su papel con entrega, siempre remando contra la incomprensión, incluso con rasgos de heroísmo —lo que casi siempre les supone un perjuicio o alguna forma final de inmolación—; por otro lado está el brutalista, el docente lerdo y/o falto de empatía, esclavo del academicismo, de la normatividad, y a la vez con gruesos problemas con la estética —este siempre es merecedor de un atentado justiciero, aunque sea meramente simbólico—; el tercer caso, el menos habitual, es el de los protagonistas que viven problemáticamente su papel, no siempre cómodos con lo que hacen. De todos ellos tenemos ejemplos relevantes.

La novela Stoner, de John Williams, es un buen modelo de lo que significa un docente honesto. Mucho menos circense que el señor Keating de El club de los poetas muertos, Stoner es un profesor entregado y metódico, un picapedrero de las aulas que en ningún momento da señales de excepcionalidad. Una personalidad gris, diríamos, y pese a ello o precisamente por ello, capaz de dejar una huella imborrable en sus alumnos. Si bien no ha experimentado fricciones notables a lo largo de los años con sus colegas de trabajo, sí ha visto cómo su vida se consumía por las exigencias de su cotidianidad docente. Ni alcanza fama, ni pasa a los anales de ninguna historia. Su entrega ha sido lo más parecido a una autoinmolación extendida en el tiempo. Y quienes aprovechan ese sacrificio son sus alumnos. 

La atracción intelectual que emana del docente es el tema de Confusión de sentimientos, de Stefan Zweig. En este caso el profesor es un ser enigmático, de una vejez abrasiva y hasta se diría que injusta que, cada vez que encara los temas de la literatura que lo fascinan, se transfigura en un ser nuevo y pletórico. La relación del protagonista con el profesor atravesará diferentes fases, todas ellas extrañas, difíciles de explicar, porque a ello se añade que el profesor se reserva un mundo aparte del que nadie sabe nada, por el que sucesivamente desaparece sin dar explicaciones. Pese a lo que esa relación —y la que vive después con la joven esposa del profesor— tiene de sacudida para el protagonista, al final de la obra se sublima como el recuerdo más valioso. En su jubilación el protagonista invoca el nombre de su profesor, ese nombre «del que emana todo impulso creador, el nombre del hombre que decidió mi destino y que ahora con redoblada fuerza me obliga a evocar mi juventud». Cuando al final del relato se dispone a cerrar el círculo, todavía añade: «Ni a mi padre, ni mi madre antes que él, ni a mi esposa e hijos después de él. A nadie he amado tanto».

Más que un personaje, el don Gregorio de La lengua de las mariposas es un arquetipo, y lo es en diversos aspectos. Manuel Rivas lo dibuja como un hombre notoriamente feo pero de un interior bellísimo, un hombre que encuentra la felicidad enseñando, que se emplea a fondo para que sus clases cuenten con los mejores medios y resulten todo lo atractivas de que sea capaz. Es, evidentemente, un arquetipo, el de los maestros de la República, ese grupo de hombres y mujeres que se constituyeron como un auténtico baluarte de los principios sobre los que se asentaba el nuevo orden político. En el relato están, sin ser mencionadas, las Misiones Pedagógicas, la innovación educativa que se extiende bajo el ministerio de Marcelino Domingo, la confianza en que de la escuela republicana saldrá una sociedad mejor, más culta, sin distinción de clases, más humana, más justa.

A Manuel Rivas le basta aludir a «los de la Instrucción Pública» para señalar que, allá fuera, el mundo está viendo el nacimiento de una nueva forma de entender la educación. Enseguida el relato vuelve su foco al pueblo y a sus niños, a lo tangible, y lo que encontramos ahí es un maestro fascinado que logra fascinar a sus alumnos. Les habla de la lengua de las mariposas, como en otros momentos de Machado, de los elefantes de Aníbal, o de «la hierba, la oveja, la lana, el frío». A través del maestro, el mundo entero toma cuerpo en la pequeña aula de un pueblo gallego. El niño protagonista, Moncho, le suministra insectos para sus explicaciones, y no tarda en convertirse en su ayudante cada vez que el maestro marcha al monte. En cuanto a su trato exquisito, a diferencia de los maestros que vendrán después y de los que hemos hablado al hilo de Juan Carrión, un detalle: cuando se enfada porque en la clase hay cierto barullo, el maestro opta por guardar silencio. Sencillamente, su sentido de lo humano le impide otra forma de autoritarismo. Y sin embargo es un silencio correctivo, que a los chicos les duele, «como si nos dejara abandonados en un extraño país».

Solo una sombra: alguien ha dicho en el pueblo que el maestro es ateo. La sombra se vuelve gigantesca al final del relato, cuando las tropas franquistas entran en el pueblo, y todo sospechoso de haber flirteado con las ideas de democracia e igualdad debe ser eliminado. Los padres de Moncho, que tienen miedo a parecer tibios ante los militares fascistas, fingen una indignación desaforada contra los que van en un camión camino de ser represaliados, entre los que va el maestro. Al niño lo obligan a participar en el griterío. El furor lo aturde, se agacha a coger una piedra del camino para lanzarla contra el camión, pero el único improperio que es capaz de articular es una serie de nombres que le ha regalado su maestro: «Sapo, tilonorrinco, iris». Es todo el legado que deja un docente: palabras. Ni adoctrinamiento, ni influjos extraños. Palabras. Y en ellas, el mundo.
La lengua de las mariposas. 

La tradición literaria es mucho más abundante en el ámbito de los modelos repulsivos. El epígrafe engloba a ese tipo de docentes que, como dice Peter Handke, son el peor recuerdo de sus años de estudios por «la falta de interés que mostraban por la materia. (…) Nunca más he vuelto a encontrarme con hombres menos poseídos por lo que llevaban entre manos». Este cliché es repetido hasta la saciedad por el cine y, de rebote, es el modelo que impregna el imaginario colectivo. Es el tipo de docente violento y estúpido con el que trata el estudiante Törless en la novela de Musil, el mismo que aparece en el instituto Benjamenta del Jakob von Gunten, de Robert Walser, y que queda tan bien retratado en la película El Ángel azul, de Josef von Sternberg. En esta última, el profesor Unrat —El profesor Unrat o el fin de un tirano es el título de la novela de Heinrich Mann en la que se basa la película— es un personaje autoritario y obsesivo del academicismo ramplón. Bajo su aspecto de hombre culto y distinguido, lo único que existe es un niño crecido que nunca supo encontrar su sitio en el mundo real. La traición que le obsequia su mujer —nada menos que Marlene Dietrich en el primer papel estelar de su carrera— es la pena merecida, su particular infierno condensado en los minutos finales de la película. 

La sentencia contra este tipo de docentes solo podía alcanzar su grado más refinado de la mano de un juez implacable y cáustico como Thomas Bernhard. El austríaco, que tiene un merecido puesto entre los pesimistas radicales de la literatura, por boca de uno de sus personajes define a los docentes como «los obstaculizadores de la vida y de la existencia». Según él, son esa clase de personas que «en lugar de enseñar a los jóvenes la vida, de descifrarles la vida, de hacer de la vida para ellos una riqueza realmente inagotable por su propia naturaleza, la matan en ellos». Es un juicio severo, que quizá fuera acertado en el caso de los profesores que le tocaron durante su infancia en Salzburgo, pero que de ninguna manera se puede hacer extensivo a una mayoría de docentes. Que han existido profesores de este partido en todos los tiempos es algo indiscutible, pero querer reformar la función docente en pleno para prevenir este peligro es una falacia. Una buena medida de profilaxis sería mantener las lecturas de Thomas Bernhard lejos de los técnicos que diseñan las reformas educativas en este país. Sospecho que muchos de ellos pisaron un aula por última vez hace siglos, pero leen a gente como Bernhard y toman sus libros como la noticia del día.

En un tercer grupo se engloban los docentes que podíamos definir como en una relación complicada. Son aquellos que problematizan su posición, los que viven al margen de la dialéctica entre héroes y villanos porque su lucha es otra. Las obras de J. M. Coetzee (Desgracia, Los días de Jesús en la escuela, La muerte de Jesús) aportan ejemplos de figuras matizadas, con un relieve que permite conocer no menos sus defectos que sus fortalezas. 

En Desgracia, el protagonista, David Lurie, es profesor universitario en la Universidad Técnica de Ciudad del Cabo, y, si alguna vez lo tuvo, hace tiempo que ha perdido cualquier interés en su materia. Ejerce por pura inercia, incapaz de provocar emoción por la literatura inglesa, que es su especialidad. Eso sí, aprovecha su posición para intimar con una de sus alumnas, Melanie Isaacs. La fuerza en varias ocasiones, hasta que ella desiste de volver a sus clases y el novio de la chica se encara con él. La historia avanza tortuosa y jalonada por reacciones inesperadas de los personajes, a la vez que va derivando en nuevas subtramas como una máquina endemoniada de la que nunca se ve un final. Para el tema que nos ocupa, es interesante observar la manera en que la administración universitaria juzga su caso, cómo le ofrecen una salida airosa a poco que firme un documento de reconocimiento. El problema se halla en las diferentes capas de verdad con las que unos y otros intentan pasar página sin entrar en conflicto con la corrección política. La reacción final del profesor, que se niega a pedir ningún tipo de disculpa, pone de relieve un panorama moral que no resulta nada tranquilizador. En ese panorama turbio tiene mucho que decir la presencia ambigua de la universidad, que nunca se posiciona de manera nítida de parte de la verdad. 

Una variante de esa fórmula permite a Coetzee novelar en torno al ámbito de la enseñanza y las nuevas tendencias pedagógicas en Los días de Jesús en la escuela y, más tarde, en La muerte de Jesús. Ocurre que en estas novelas el tiempo y el lugar son esa confluencia extraña que arranca de La infancia de Jesús, y que dotan al relato del trazo de lo arquetípico. Se trata de otro mundo-cualquier mundo, un lugar en el que se habla español y donde se está creando un sistema social nuevo que poco tiene que ver con los referentes actuales. Y es bueno que así sea, toda vez que el mundo nuevo es un más allá del Leteo, donde la memoria se pierde y la ciudadanía comienza desde cero a inventar una sociedad sin deudas ni presupuestos. Allí es donde el niño David, que pierde el contacto con su madre en la llegada caótica en barco, es cuidado por una pareja de conocidos, Simón e Inés. Como en el caso del Jesús evangélico, ni los padres son lo que podríamos llamar una pareja, ni él tiene relación de sangre con ninguno de ellos. Esta familia a su manera dedicará todos sus esfuerzos a David, que es quien necesita crecer y formarse como nuevo ciudadano del mundo. 

En Los días de Jesús en la escuela sus padres-tutores deciden llevarlo a una academia de música. Antes de eso, David ha vivido una experiencia en la escuela pública nada favorecedora: los profesores de allí no supieron comprender la personalidad compleja de David, y se limitaron a exigir ante los padres una actitud firme con el niño. Como el Jesús bíblico ante los sabios del templo, el niño demostraba una inteligencia natural fuera de lo común, pero los profesores le pedían que se mimetizara con el resto de los alumnos. 

Valoradas todas las posibilidades que les brinda la ciudad donde viven, se deciden por la academia de música, que es la que ofrece un plan de estudios con unas intenciones marcadamente humanas. Según estas, la música y la danza permiten al alumno conectar con su mundo, aprender los números y, a partir de ahí, el resto de materias. Simón, que ejerce de padre, discute a menudo con la profesora, la enigmática y muy sugerente Ana Magdalena, y con su marido, Juan Sebastián Arroyo, que lleva el peso intelectual del método, pero no parecen llegar nunca a ninguna parte. El día que los niños presentan ante las familias una muestra del arte que han desarrollado la gente aplaude, pero Simón entiende que no hay nada allí, que cuanto están trabajando los alumnos es el puro vacío. 

Todo se precipita cuando en la escuela se produce un crimen pasional, y la enigmática Ana Magdalena aparece estrangulada. Qué va a ocurrir con el niño. Cuál será su nueva escuela. En qué medida la educación está favoreciendo un desarrollo adecuado de su dimensión ética. Todo es borroso y todo queda sin respuesta porque Coetzee es un autor que problematiza. No consuela, no calma. No tiene un catecismo que vender. Y entre las tendencias de la educación actual que se presentan como respuestas definitivas lo que sobran son catecismos. Un ejemplo: en La muerte de Jesús aparece otro centro educativo, adonde el niño quiere ir. Se trata de un orfanato llamado Las Manos que tiene su propia oferta pedagógica. Simón, el padre, describe al director, un tal Julio Fabricante, pero parece estar hablando de algún experto actual en competencias básicas: «Es un adalid de la educación práctica, enemigo de los conocimientos librescos, que desprecia sin tapujos». En otro momento se pregunta: «¿Aceptará David que lo formen para una vida carente de aventuras, una vida de fontanero?». La pregunta que sigue va directa al docente del siglo XXI, y tiene que ver con cierta forma de épica: ¿qué hará una profesora, un profesor a quienes se les pide que solo se dediquen con sus alumnos a cuestiones prácticas? ¿Encerrarán bajo llave los contenidos que permitían a sus alumnos preguntarse por el mundo, o abrir las puertas de la imaginación, o bien estremecerse leyendo un poema, un fragmento de un libro tan poco práctico como El Quijote? El niño David lee un fragmento delante de sus amigos mientras se encuentra en el hospital: «Si sois realmente don Quijote, ¡ponednos en libertad! ¡Haced que nuestras cadenas se rompan! ¡Que los muros de esta prisión se desmoronen!» La épica del docente está toda resumida allí, en la figura igualmente malentendida y maltratada de don Quijote.

Idealizados, vilipendiados, execrables o santos, los docentes ocupan una parte importante del imaginario que acompañará a sus alumnos a lo largo de su vida. Les proporcionan durante unos años experiencias que difícilmente van a olvidar, y que se sumarán a los contenidos que estudien y los trabajos que realicen en el aula. De esa suma se compone el bagaje que les habrán dado los años de su formación. La profesora, el profesor que busquen satisfacer necesidades propias tienen un amplio catálogo de posibilidades, que van desde el narcisismo de quien se extasía escuchándose hasta quienes se convierten de hecho en padres y madres protectores de sus alumnos. Los otros, los que problematizan su trabajo y entienden que su fin es la formación —el trabajo de instruir y el trabajo de educar— de sus alumnos son los que experimentan la magia del acto de enseñar. «El amor vendrá luego, y ahí no está tu recompensa», que dice Deligny en Semilla de crápula. La enseñanza no es una simple siembra de cariño, casi siempre mal entendido como emotividad hueca. El trabajo del docente es otro, aunque nace y termina en el amor. 

Tienes que saber lo que quieres. Si es hacerte querer por ellos, llévales caramelos. Pero el día que te presentes con las manos vacías, dirán que eres un cerdo. Si quieres hacer tu trabajo, tráeles una cuerda de la que tirar, leña que partir, sacos que cargar. 

Fernand Deligny se dedicó toda la vida a eso que Jordi Planella codifica como «las nuevas infancias». Antes de la guerra ya había trabajado con pacientes de hospitales psiquiátricos y con niños en diferentes grados de abandono familiar o ya habituados a un entorno de delincuencia. En la última fase de su vida docente, desde los setenta hasta su muerte en 1996, se volcó en acompañar y entender a niños autistas. Restringió el lenguaje, que le provocaba sospechas en cuanto transmisor de un modelo de mundo, y porque creyó encontrar una relación entre el mutismo de los autistas y la necesidad de autoprotegerse. En varias casas de los bosques de Cévennes convivió con ellos y se dedicó a dibujar mapas siguiendo la aparente línea caótica de sus alumnos por los bosques. De allí salió Ce gamin, là (Ese chico, ahí) el documental que grabó con Renaud Victor sobre sus experiencias de esos años. 

Si hay que leer a Fernand Deligny conviene empezar por Semilla de crápula, un libro de pedagogía a su manera, de poesía, de aforismos o de memoria, según se quiera ver, con todos los ingredientes para provocar el desconcierto y la fascinación por igual. Escrito en 1943, en Semilla de crápula Deligny plasma ideas dispersas en torno a la educación de esos muchachos que a sus pocos años de vida ya tienen un pie en la delincuencia o en algún otro modo de autodestrucción. A menudo los textos parecen reflexiones al final de un día duro, a veces son pura poesía, otras ironizan sobre quienes alardean de vender soluciones educativas y, al fondo, siempre una visión indignada de un mundo que se niega a arropar a esos niños crecidos a la intemperie. 

Comienza con la metáfora del sembrador, de aire bíblico. Presupone que el trigo es el trigo y y que en esa parte del terreno todo irá bien, pero anuncia que su atención va a estar en lo anómalo, lo enfermo, el peligro. Y al trigo mismo no le faltan amenazas: tizón, cizaña, cardo, amapolas. En su parábola los vecinos vienen y se burlan de que le dedique a ellos su cuidado en vez de hacerlo con el trigo, y el diálogo se desarrolla así: 

«He aquí el tizón, la cizaña, la amapola y el cardo que infectan nuestros campos, cuidados como a nadie se le ocurriría cuidar el trigo».

Si te gusta hacer reír a tu costa, responde, los ojos en el cielo y las manos abiertas: «Sí: y creo que la cosecha será hermosa».

El texto con el que se abre el libro es todo un compendio de buena pedagogía y debería ser el leit motiv de todo docente:

La cosecha, si hay cosecha, será para luego, para más tarde o para nunca. Con la diferencia de que la semilla de crápula es exactamente igual a la semilla de hombre. 

Algunos de sus textos son un soplo de aire para profesores fatigados:

Mientras haces esto, no serás tan fuerte como el buen Dios, pero habrás hecho cuanto estaba en tu mano.

En otros, su denuncia social se muestra amarga:

Su padre ya ha pasado ocho años en la cárcel; su madre, dos años en el hospital; y él todavía quisiera, este pequeño exigente, que la Sociedad se ocupara de él.

Contra el buenismo inútil, las nuevas pedagogías y otros remedios científicos se guarda un buen puñado de argumentos:

Volcarse demasiado sobre ellos es la mejor posición para recibir una patada en el culo.

Si mezclas estética y moral pura, eres un peligroso egoísta y no haces tu trabajo.

Muchos de los textos son consejos. No pedagogía, consejos:

En los barullos más grandes, tú eres la calma sonriendo. En las grandes calmas, tú eres el viento.

Por encima de teorías, de definiciones, de títulos, de organismos, Fernand Deligny sabe cómo reconocer a quienes tienen y a quienes no tienen madera de enseñantes:

No les enseñes a serrar si no sabes sostener una sierra; no les enseñes a cantar si cantar te aburre; no te encargues de enseñarlos a vivir si no amas la vida.

¿Para qué profesores?

Llego a Günter Anders a través de Jorge Larrosa, quien además de escribir sobre el hecho educativo acumula una biografía lectora de lo más bizarro. Lo que leo en el libro es una cita, solo el final de un poema de Anders, un poema que habla de un mundo en perpetuo cambio y en el que es preciso mantenerse alerta.

…Tenemos que interpretar esa transformación.

Precisamente para transformarla. 

Para que el mundo no siga cambiando sin nosotros.

Y no se transforme al final en un mundo sin nosotros.

Es un texto apremiante. La urgencia la marca la perífrasis de obligatoriedad («Tenemos que»), y la condiciona el devenir del tiempo, que no deja de fluir mientras todo lo cambia. Pero el apremio no es al individuo, sino al grupo, a la masa que cantó César Vallejo, al pueblo, que debe ser el sujeto de la historia («nosotros»). Estamos, pues, ante el logos marxista, la revolución en ciernes. Por eso el optimismo, la confianza en que la historia se puede decidir, «transformarla». Sin embargo, leo el poema y no puedo dejar de ver, a través de Larrosa y a través de Günter Anders, que el poema está describiendo un aula. Dentro del aula unos alumnos y un docente dan clase. Aprenden, pero no hacen un ejercicio de inmaterialidad pura. Tienen un ojo en lo que hay afuera, porque saben que ahí está su destino, pero de alguna manera saben también que el tiempo detenido que es el tiempo escolar es imprescindible para entender lo que está sucediendo en el mundo del tiempo alocado. El aula así entendida no es el lugar de la repetición ni el templo donde se venera el pasado, sino un lugar marcadamente activo, presente, vivo.

No sé si puede haber una definición más feliz de lo que es el cometido de la enseñanza: el docente, ese miembro de la sociedad que nunca debe renunciar a su faceta de pensador, interpreta junto con su grupo de estudiantes qué es el mundo y hacia dónde apunta su evolución en el momento actual. Los alumnos durante unos años viven a resguardo de esa intemperie, separados del mundo para poder así formarse adecuadamente antes de asumir un día su papel como ciudadanos. En apariencia, el día a día se vuelve un latido pesado que no parece evolucionar, pero los años pasan. Un día entienden por fin que todo lo que estudiaban y aprendían entre aquellas paredes les ha dado los medios para interpretar el mundo. Ahora pueden asumir una posición activa, si es que quieren detener la diabólica rueda. En vez de decir «prepárate para la vida; el mundo es un lugar difícil» el profesor les habrá dicho en todo ese tiempo: «Que el mundo no siga cambiando sin nosotros, para que no sea como siempre un mundo sin nosotros». 

Günter Anders fue el primer marido de Hannah Arendt. Aparece aquí una conexión reveladora, porque Hannah vivió uno de esas transformaciones dramáticas de las que habla el poema, esas que la historia se reserva para azotar con saña a determinadas generaciones. Ella también tuvo que explicar —y explicarse— un mundo que, de aparentemente bien encarrilado hacia el progreso, había evolucionado a una pesadilla de dimensiones cósmicas. Según ella, los totalitarismos europeos aparecieron en un momento preciso: eran los años en que el mundo se hundía en una crisis económica sin precedentes y en todas partes se buscaban con impaciencia respuestas innovadoras. Esas respuestas fueron el nazismo-fascismo y el comunismo soviético: ambos formularon planteamientos y buscaron modos organizativos que los definían como pura vanguardia política. Ambas tendencias se propusieron gobernar el cambio y para ello exigían —cada una a su manera— que el nosotros se disolviera en un ente abstracto identificado con la patria. Dicho de otra forma, ahora que el mundo se disponía a vivir el mayor cambio de la historia, el individuo debía desaparecer; los que comandarían el rumbo serían otros. 

Pues bien, si los totalitarismos triunfaron, en buena medida se debió al éxito de sistemas educativos formulados precisamente para que el ciudadano asumiera un nuevo papel. En adelante debía ser quien proveyera de energía y mano útil al nuevo estado. A la vez se repudiaba por débil la democracia participativa, demasiado centrada en el individuo, demasiado lenta cuando se trataba de ejecutar cambios sociales a gran velocidad. El sistema heredado de la escuela prusiana —en el caso del nazismo— sentó la base formativa de ese individuo disciplinado y acrítico que debía subordinarse al interés del Reich; en España, como en Italia, la educación ya había modelado de tiempo atrás al ciudadano religioso apabullado por la voz superior que considera la vida terrena como mero paso hacia la otra, espiritual. El caso ruso fue menos sofisticado: inmensas capas de la población seguían habitando un cosmos medieval. En ese esquema ni cabía la idea de una sociedad no sumisa. El mundo en los años treinta acabó sufriendo una transformación, la conocemos bien, y experimentamos sus consecuencias. 

Fue de nuevo una transformación sin nosotros. 

Profesores frente a pantallas

En esa tesitura es donde el papel del profesor muestra su auténtica dimensión. Las nuevas generaciones pueden capitanear el cambio, pero solo sabrán exigir su presencia en el puente de mando si la escuela ha hecho anteriormente su trabajo. Sin embargo, frente a esta idea aparecen antagonistas inopinados. Y muchos de ellos vienen en el convoy de la innovación, las pedagogías avanzadas, el aprender a aprender, los aprendizajes cooperativos, el e-learning, el constructivismo, el bando que se dice alternativo. 

Si existe internet, si el mundo está al alcance de toda persona-cualquier persona, ¿no han quedado obsoletos los docentes? 

El confinamiento ha ofrecido al mundo un banco de pruebas inesperado. Por una vez, y en casi cualquier país al mismo tiempo, el profesor queda lejos del alumno. Los contenidos corren libres en Google Classroom, en Moodle, en Microsoft, y están listos para demostrar que la pedagogía constructivista en alianza con la web 3.0 relega a la irrelevancia la figura del docente. El alumno categorizado como nativo digital será el primero en la historia que podrá ofrecerse a sí mismo una formación sin la molesta sombra pensante del docente. Si necesita datos, los tendrá sin límite. Si necesita idiomas, contenidos científicos, instrucciones para poner en marcha un gadget, todo todo y todo lo tendrá al alcance de la mano. Según esta idea, el profesor sólo debe estar ahí, servir de estímulo al alumno, supervisarlo, pero no puede hacer lo que es misión del propio alumno: construirse su propio aprendizaje. 

Parece maravilloso. Hay docenas de reportajes sobre el particular, el último de ellos se titula La nueva escuela, y relata los aparentemente indiscutibles progresos de este tipo de aprendizaje en Catalunya. La película está en Filmin. Avanzo spoiler: no aparece en el reportaje ninguna técnica que no se haya visto desde hace años en Canarias, en León, en Asturias, en La Rioja. Luego el título engaña, no hay nada de nuevo. La película insiste en mostrar cómo varios grupos de alumnos consiguen aprender por sí solos —según parece—: en uno, las particularidades de la bicicleta y cómo montar un taller; en el otro, a hacer trajes cosplay. A final de curso, el acto de clausura es una fiesta de lo que parece la nueva escuela. Acaba la película y soy un mar de dudas. Tengo tantas ganas de preguntar que no logro saber en qué momento empezar a elaborar una cierta jerarquía entre preguntas. Empiezo al azar, con la primera: ¿era esto lo que los alumnos venían a aprender, cómo montar un taller? La segunda: ¿qué hicieron los profesores en todo ese tiempo? Las elipsis en el cine ahorran material narrativo, pero ¿sirven en esta película para disimular toda la problemática que supone el día a día monótono de un año escolar? Y otra: ¿nadie les dijo a esos alumnos que también podrían aspirar a otros ámbitos —el derecho, la carrera diplomática, la medicina, la ingeniería genética, la danza, la farmacología—? ¿O, dado que eran centros de enseñanza de un pueblo de gente trabajadora, se presuponía que su futuro quedaba ahí, en trabajos de tipo manual, de fontanero, como en la novela de Coetzee?

Por supuesto que a día de hoy cualquier grupo de alumnos es capaz de aprender sin ayuda de nadie. También los torpes en la cocina, los negados para la informática, los que no saben solucionar las pequeñas tragedias cotidianas de un hogar lleno de aparatos pueden encontrar en internet respuestas para todo. Pero ¿quién, sino una profesora, un maestro, puede plantear conceptos como la justicia social o la defensa del medio ambiente? ¿Quién, si no es el docente, hará a esos alumnos reflexionar en torno a la solidaridad, el respeto por las minorías, la defensa de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres? En tanto que la enseñanza abre el mundo —la versión del mundo que nuestra sociedad ha forjado, miles de pensadores y guerras y filósofos y revoluciones después—, no se puede esperar que los alumnos por sí solos accedan a cuestiones en las que la humanidad ha progresado a lo largo y ancho de la historia. Decir que un alumno debe decidir y desarrollar sus propios aprendizajes es un planteamiento doloso. Degrada la enseñanza. A los alumnos que escasean en sus casas de eso que Bourdieu llama capital cultural la educación DIY los condena, los ata, los achica. 

Hannah Arendt explicó el trabajo del docente como la transmisión del mundo. La nueva generación entra en la escuela —bendita escuela que los libera durante unos años de la locura que es el mundo y sus servidumbres—. Allí, sin diferencia de clase social ni de sexo, sin discriminación por motivos religiosos o étnicos, todos aprenden por igual lo que la humanidad ha logrado hasta la fecha. La ciencia, la democracia, el juego, la medicina, la música, los derechos sociales. La geografía para que comprendan la dimensión de su pequeño barrio, su pueblo, su familia. La literatura de quienes crearon mundos nuevos o dieron nombre a sentimientos para los que antes no existía nombre. El respeto, la paciencia. El lugar del otro. Todo llega de la mano de alguien —una profesora, un profesor— a quienes mueve una cierta forma de amor.

La educación es el punto en el que decidimos si amamos el mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes, sería inevitable.

Hannah Arendt lo entendió con una simplicidad que desarma: el mundo se renueva con la llegada de una generación a la que trasmitimos el viejo mundo para que en sus manos se actualice. Su llegada salva el mundo, pero en esa salvación la presencia del docente es primordial. Su función es, en ese sentido, política. Y, puesto que su labor contribuye a preservar la sociedad frente a la muerte, el docente debe gozar de la máxima veneración. No en vano es el docente quien canaliza el amor de la sociedad por su mundo. Porque sin amor, no hay traspaso del mundo. Quienes negocian y compran y esquilman el planeta —que coincide a menudo con quienes dictan las normas de la nueva educación— demuestran a diario que lo suyo no es amor por el mundo. 

Pero sigue habiendo docentes. Esta epopeya seguirá actualizándose mientras el amor por el mundo siga fluyendo a través de los docentes. Solo así, y a pesar de los oscuros presagios, el mundo seguirá renovándose generación tras generación. Habrá momentos críticos, y signos de que la humanidad se dirige hacia su autodestrucción, pero mientras siga habiendo profesores la esperanza seguirá intacta. 

En esta epopeya el final está por escribir, pero solo cabe que se dé de esta forma: en el futuro, la escuela consigue por fin interpretar las transformaciones que sufre el mundo, precisamente para transformarlas. Pero el logro no sirve de nada si no se comunica, y la escuela es, por encima de todo, el lugar de la comunicación. Las nuevas generaciones que salen de allí, ahora sí, están preparadas para intervenir en el mundo. Por fin será gobernado por categorías humanas. Comienza un cambio: es el cambio que habremos decidido. Ya nunca más el mundo cambiará sin nosotros. En la escena con la que se cierra este relato hay una escuela. En la puerta, una profesora, un profesor invitan a entrar.