lunes, 6 de julio de 2020

Criaturas de "La muerte en bermudas". Tatiana (Tanya), la adolescente rusa.

"...se me quedó grabada la tristeza insondable de Tanya. Detrás de sus ojos limpios, casi transparentes, se escondía una intranquilidad que enturbiaba de misterio la perfección de sus rasgos eslavos. Los labios encendían con vivo color la sordidez de una juventud que no parecía tal. Aquella fijeza en la melancolía no era la de una chica de 18 años, sino de muchos más. Tanya se rodeaba de jovialidad, de locura, de juerga, pero no participaba de ellas. Quedaba en el centro de la fiesta, incrustada como una corona de flores en mitad de un cumpleaños, estigmatizada por el anillo que le atravesaba la ceja. Rotunda, magnífica, con las potencias de mujer exaltadas hasta la indecencia, pero apagada por un interruptor oculto que la desconectaba del mundo febril que la rodeaba".

domingo, 5 de julio de 2020

"Cómo enfrentarse a Ulises" por E.J. Rodríguez

Ezra Pound visita la tumba de James Joyce en Ginebra (1967)

Fue mi padre quien me aconsejó una y otra vez, con énfasis, la lectura del Ulises. Sus recomendaciones siempre eran certeras y su pasión por este libro más que evidente —él se lo había leído casi de tirón la primera vez y creyó, craso error, que a mí me iba a suceder lo mismo—, así que intenté sumergirme en su lectura dos o tres veces. Y dos o tres veces abandoné la novela después de leer, o mejor diría de tropezar entre renglones, durante un par de capítulos. Pensaba que mejor dedicaría mis esfuerzos a libros menos inhóspitos.
Hay algo en el inicio del Ulises que puede desinflar el ánimo incluso de lectores bien entrenados y dispuestos. Puedo decir es el único libro que tuve que abandonar no porque fuese un mal libro, sino porque me sentía sobrepasado. Esta es una sensación que muchos lectores experimentan con esta novela, aunque hay una minoría privilegiada, o afortunada, o quizá más evolucionada, que consigue sumergirse en la obra ya con un primer contacto. Pero si escribo estas líneas es precisamente porque no pertenezco a esa selecta minoría. Y aun así conseguí terminar amando el Ulises y me gustaría animar a otros para que lo consigan también. La curiosidad por descubrir los ignotos alicientes de esta monumental y abrupta novela —y, por qué no decirlo, el orgullo de “voy a ser capaz de leer este artefacto y no solo de pasear los ojos por los renglones”— me impulsó a no dejarme vencer, a buscar los ratos indicados en que poder prestarle la debida atención, a centrar mi ímpetu en superar esos primeros capítulos. El esfuerzo fue recompensado. Aun así, hay que admitir que no se trata de un libro para todos los públicos y que su lectura es difícil, pero no es un callejón sin salida. Si yo pude, usted también puede.

Qué es este libro y para qué sirve

Ulises es, ante todo, un experimento. Un juguete literario. El juguete de James Joyce; el escritor irlandés quiso crear una obra repleta de paralelismos encubiertos y significados ocultos, cuyo descubrimiento tuviese ocupados a los críticos durante generaciones. No cabe duda de que consiguió su objetivo: aún hoy, las innumerables referencias camufladas en el texto son objeto de estudio. No nos detendremos aquí en hacer un sesudo análisis de los significados del libro, pero es inevitable apuntar algún comentario al respecto. Ulises narra una jornada en la existencia de varios habitantes cualesquiera del Dublín de los años veinte. Lo hace a través de dieciocho capítulos muy diferentes entre sí, tanto en tono como en estilo. Según el propio Joyce indicó a algunos amigos, cada capítulo hace referencia a un personaje o episodio de la Odisea de Homero, y el título de la novela ya da una pista de ello. El Ulises de la Odisea era el personaje literario favorito de Joyce, así que lo convirtió en título y centro de su juguete literario, aunque en el libro no hay ningún personaje con ese nombre. El equivalente del griego Ulises en la novela es Leopold Bloom, y su particular odisea no transcurre a través del océano sino por las calles de la pintoresca capital irlandesa. Molly Bloom, su esposa, es una moderna encarnación de Penélope. Y Stephen Dedalus no solo refiere a Telémaco —el hijo de Ulises y Penélope—, sino que es una especie de alter ego del propio Joyce. Además, ciertos capítulos hacen alusiones veladas a los cíclopes, las sirenas, Calipso, Proteo y demás mitología homérica. No vamos a adentrarnos más en todos estos paralelismos y en otros secretos del texto. Cualquier lector puede recurrir a los esquemas que el propio James Joyce envió a sus amigos Carlo Linati y Stuart Gilbert. Ambos esquemas difieren un tanto entre sí, hay que decir, pero dan una muy buena idea de cuáles son todos los motivos ocultos en la novela.

Qué me va a ocurrir cuando lea esta novela

…si es que podemos llamarla novela. Ulises es como una de aquellas viejas radios de onda larga, en las cuales uno giraba la rueda intentando captar lejanas emisoras que hablaban en lenguas desconocidas. De la radio surgían ecos, silbidos y fragmentos de charla o música; parecían llegados de otro mundo, una aparente cacofonía sin sentido que podía aburrirte, exasperarte, hasta que comenzabas a acostumbrarte a ella. Al final, los extraños sonidos del cósmico vacío de la radio se transformaban en un nuevo tipo de música, cuya rareza formaba parte del encanto del acto mismo de intentar localizar nuevas emisiones. En Ulises, el lector está obligado a hacer el esfuerzo de sintonizar su radio para poder captar la emisora de Joyce. Es muy difícil estar en la misma onda justo al empezar la lectura, y eso produce aburrimiento o exasperación en muchos lectores; sufren lo que en términos ciclistas podríamos llamar la “pájara del Ulises”. Pero esa pájara esconde una recompensa. Si uno hace el esfuerzo de seguir pedaleando, la cuesta inicial del libro puede llegar a ser superada. Eso sí, hemos de volver a sintonizar nuestra radio al comenzar cada nuevo capítulo —tan diferentes son entre sí—, pero llega un momento en que comenzamos a entender las reglas del juego que plantea Joyce. Y es entonces cuando empezamos a disfrutar incluso de los pasajes más experimentales y estrafalarios.
El único error que nadie debería cometer al enfrentarse a Ulises es pretender encontrar un argumento convencional, bien expuesto a la vista del lector y que permita seguir leyendo por el mero interés de comprobar cómo se desarrollarán los acontecimientos. No existe tal cosa en este libro; el argumento es lo de menos. Ulises es un collage, una narración cubista, tan descompuesta en pedazos que deja de parecer una narración. Hay que leerlo sabiendo de antemano que resultará difícil empezar a disfrutarlo hasta no conseguir formarse cierta visión global de lo que el libro pretende. Y para ello es necesario leer unos cuantos capítulos que nos permitan tomar perspectiva sobre el conjunto, como cuando uno se aleja unos metros de un gran cuadro para poder contemplarlo —y entenderlo— mejor.

La Biblia de la vulgaridad

Un ejercicio literario interesante es el de comparar Ulises con otras de las dos grandes novelas de su tiempo: En busca del tiempo perdido de Marcel Proust y La montaña mágica de Thomas Mann. Aparte de su importancia literaria y su contemporaneidad, la comparación entre las tres obras tiene ciertas razones de ser. Para empezar, tenemos tres sensibilidades distintas a la hora de describir la realidad. En busca del tiempo perdido es un libro pictórico que retrata el mundo con la atención al detalle y la profusión de pinceladas de un lienzo barroco. La montaña mágica es un libro musical, como una sinfonía en donde el ritmo y la duración son elementos fundamentales, herramientas para perfilar un concepto de la vida basado en la fugacidad de los años, en lo imparable del paso del tiempo. Ulises, en cambio, es un libro bíblico; distintos textos que, como en la Biblia, parecen provenir de diferentes autores y épocas, escritos con estilos de lo más variopinto, a veces incluso contradictorios. Es imposible atribuirle un estilo dominante. Cada capítulo tiene un narrador diferente, una forma de escribir (y de puntuar) distinta, un carácter ajeno al anterior.
Además, cabría hacer notar, los tres libros citados tienen la banalidad como uno de sus principales temas. En la vasta novela de Proust, la superficialidad burguesa de los entornos y los personajes que los habitan planea por todas las páginas. El propio Proust es partícipe de esta actitud frívola ante la vida, pero su sensibilidad, su aguda inteligencia y su talento literario le permiten convertirla en un complejo objeto de estudio formal; sabe justificarla hasta crear una verdadera Ciencia de lo Banal. Thomas Mann, en cambio, analiza esa superficialidad burguesa desde el exterior, como observador crítico. Aunque admite sus encantos y no niega sentirse atraído por ellos, también los censura y emite un juicio severo sobre una noción insustancial e improductiva de la existencia. Con esa categorización moral y su papel de juez, Mann eleva lo trivial no por sí mismo, sino como objeto —aunque sea negativo— de una reflexión filosófica profunda. James Joyce, sin embargo, ni justifica ni condena. Es la suya otra clase de materia superficial: la vulgaridad, es decir, la vacuidad sin refinamientos de las vidas del pueblo llano. Pero Ulises no reflexiona, por lo menos no de manera abierta, sobre esa vulgaridad. La utiliza como materia prima sin que nunca se perciba un intento de elevarla por sobre sí misma. De hecho, esa vulgaridad, unida a la relativa cualidad insustancial del argumento, sirve a Joyce para destacar la forma sobre el fondo y el continente sobre el contenido. Si Ulises narrase una tragedia o describiese un cuadro conmovedor, ya no sería el libro que es. La odisea vulgar que dura un día y cuyo pedestre escenario es la poco homérica Dublín, esa es la materia prima necesaria para la exaltación de la literatura misma, como artefacto y como arte. La novela está más allá de lo que cuenta y más allá de los personajes que la protagonizan, la novela como pieza artística es aquí lo primero y principal; no ha de importar cuál es el contenido de ese arte. Como en un bodegón donde la imagen de una humilde jarra y un par de ristras de ajos sirven para crear grandeza, lo innoble del tema carece de importancia en Ulises: es la creatividad y el sentido estético del artista que está retratando ese tema lo que debemos admirar.

Presuntuosidad, artificiosidad y esnobismo

Que Ulises es un libro pretencioso no lo negaba ni el propio autor. Como ya hemos comentado, sus intenciones estaban más allá de contar una historia; quería epatar, intrigar, dar que hablar a la crítica. Pero no deberíamos caer en la trampa de pensar que por ello el libro carece de corazón. Puede que se trate, en lo primario, de un artificio. Sí, lo es; pero es un artificio edificado sobre la base de un inconmensurable talento y una artesanía cuidada con pasión. Son su complejidad y lo enrevesado de su estructura, así como lo revolucionario de muchas de sus propuestas, los que hacen que el artificio se transforme en Arte con mayúsculas. Aunque Joyce juega al gato y el ratón con las innumerables referencias ocultas del libro, no es necesario conocerlas para disfrutar y juzgar Ulises como una lectura completa y redonda. Es un juego, pero como sucede en el ajedrez, su profundidad estética y filosófica va más allá del mero componente lúdico o competitivo. James Joyce creó una novela demasiado rica, demasiado innovadora y demasiado fascinante como para que no trascienda el divertimento formal.
Cuando se habla de Ulises y se comentan sus virtudes literarias, o las peculiaridades de su estructura y contenido, resulta quizá inevitable sonar algo pedante o dar la impresión de ser un snob. Como es obvio, no estamos hablando de un libro de iniciación a la lectura para preescolares, así que resulta imposible hablar de él en términos demasiado simples. Es un libro difícil, muy difícil; intrincado a varios niveles, retorcido, exigente. Pero, vuelvo a insistir, no se necesita un doctorado en joycelogía para llegar a apreciarlo. El único requisito es estar dispuesto a dar el paso y hacer el esfuerzo de superar los escollos iniciales. Incluso el lector que desconozca que se trata de un compendio de secretos puede llegar a sentirse fascinado por muchos de los momentos de la novela, incluso por varios de los pasajes de apariencia más inconexa, que con una atenta lectura cobran vida como esas láminas de efecto tridimensional a las que uno ha de mirar durante un rato para conseguir ver alguna forma reconocible.
Hay obras que están en boca de los snobs y que, en efecto, no contienen ninguna sustancia más allá de su naturaleza “vanguardista”, “experimental” o “referencial”. Pero ese no es el caso de Ulises. Es un libro que merece muy mucho la pena. El que algunos lo califiquen como obra maestra con la boca vacía y como parte de una pose intelectual no significa que no tengamos razón quienes lo citamos también como obra maestra simplemente porque creemos que derrocha maestría por los cuatro costados. No es una lectura entretenida, no pide llevársela a la playa y no todo el mundo conseguirá apreciarla, porque como sucede con todas las obras diseñadas como un experimento estilístico punzante, habrá paladares que no se adapten. Pero no hubiese escrito este artículo si no creyese que, al igual que me sucedió a mí, hay quienes se lo están perdiendo por no haber encontrado el momento adecuado, o por haberse desanimado demasiado pronto, y que terminarán enamorándose del libro si le conceden una voluntariosa oportunidad. No es para todos los públicos, pero sí hay un cierto público que aún no sabe que podría ser para ellos. Buena suerte, quizá seas uno, o una, de los afortunados. Y entonces podré decir: bienvenidos a uno de esos libros que no se olvidan jamás.

Criaturas de "La muerte en bermudas". Puri


De espaldas aún era menos femenina que de cara. Le faltaban las caderas y las turgencias propias de su sexo. Su rostro era agrio —tal y como lo imaginé cuando la estonia me habló de ella—, capaz de humillar a cualquier adolescente que no se sometiera a sus caprichos. Sin embargo, cuando pronuncié su nombre, me sorprendió su reacción: la vergüenza de una mujer descubierta oliendo unos calzoncillos en los vestuarios de hombres. Los pantalones de Puri no se le ajustaban al culo porque carecía de glúteos. Le hubiera sentado mucho mejor un hábito de monja para ensanchar sus mejillas de hueso y para que su esqueleto no tableteara como si lo acabaran de arrojar al pudridero. No sé por qué no utilizaba los hábitos. Le habrían ido de perlas para camuflar, no solo su físico, sino también la leche cortada de su media sonrisa.

Criaturas de "La muerte en bermudas". Zunilda.

Zunilda había perdido casi por completo el acento de su país, aunque no la dulzura. Solo conservaba algunos dejes que revelaban su procedencia, además de un nombre germánico que no tenía nada que ver con su aspecto, si tenemos en cuenta que su cabellera rubia no era natural. Se la veía muy asentada en el arte de la barra y, al contrario que sus amigas, vestía de manera muy sencilla; sin embargo, no podía disimular la potencia de su sexualidad cuando pronunciaba los diptongos.

Revolución

        
Se están viralizando (qué horrible palabra), empiezo otra vez. Los claustros de profesores se están movilizando estos primeros días de vacaciones, previendo el desastre del comienzo del curso que viene. Sobre todo, impulsados por la irresponsabilidad de las Administraciones Educativas, empeñadas en no reducir las ratios de ninguna de las maneras. Era un clamor anterior a la pandemia, una petición que nunca se ha tenido en cuenta, pese al paradigma positivo de países donde la reducción de las ratios ha contribuido y mucho a la mejora del sistema de enseñanza (véase Finlandia). Pensamos que la urgencia médica y la recomendación de no reunir a más de 20 alumnos por clase serviría para alcanzar una de las reivindicaciones de más larga trayectoria en los claustros de toda España. Ni por esas. Los equipos directivos han recibido los cupos de la Administración y se atienen a los mismos números que en cursos anteriores, 30, 35 y 40 alumnos por aula. 
La reacción en forma de misivas, el renacimiento del género epistolar para reclamar, para no callar, para aullar a la luna (o a la Administración), me parece un medio adecuado, pero no suficiente. Sí, debemos llenar los medios de comunicación y las redes sociales con estas reivindicaciones. Sabemos que los escozores de los poderes políticos se producen, ante todo, cuando las noticias saltan a la palestra pública. Debemos molestarlos con nuestras reivindicaciones sobre las ratios porque, está tan fuera de lugar lo que proponen las administraciones, que no podemos quedarnos callados. Pero, además, en caso de que no surtiera ningún efecto (casi seguro), deberíamos plantear medidas más drásticas a principio de curso. 
No podemos empezar en septiembre con las clases atiborradas de alumnos, por higiene, por salud física y mental. No debemos consentirlo más, no hay que transigir con el hecho rastrero de descargar toda la responsabilidad en los equipos directivos, cuando están atados de pies y manos en cuanto a las ratios se refiere. Debemos, además de cultivar la epístola, negarnos en redondo a asentir ante la incuria y la irresponsabilidad administrativa y no impartir clase a más de 20 alumnos a la vez. Nos ven sumisos y adocenados, vamos a demostrarles lo contrario.  

sábado, 27 de junio de 2020

Spinoza, la anomalía salvaje


Acercarse a Baruch Spinoza significa hablar de un hombre maldito y execrado. Excomulgado por cuestionar dogmas de la teología judía, su humilde labor como pulidor de lentes convivió con la serena exaltación de la alegría. Hijo de padres judíos de origen portugués y español, nació en Ámsterdam en 1632. Fue alumno del médico y rabino Saúl Levi Morteira, que —sin alejarse de la ortodoxia judía— practicaba un fructífero diálogo con los humanistas cristianos. De joven, leyó a Lucrecio, Thomas Hobbes, Cervantes, Quevedo, Góngora y Giordano Bruno. Se ha dicho que fue uno de los primeros ateos de la historia, pero su filosofía es una meditación sobre Dios. No del Dios trascendente que creó el tiempo, la materia y el espíritu, sino del Dios que es tiempo, materia y espíritu. Totalidad viva y palpitante que no cesa de producir formas y que nunca se enreda en las pasiones humanas. Lector minucioso del Talmud y el Antiguo Testamento, Spinoza leyó a Maimónides, Crescas y Gersónidas, pero su curiosidad le animó a salir del gueto para frecuentar los medios intelectuales cristianos, donde conoció la filosofía de Descartes y se adentró en los laberintos de la física y la geometría. Acusado de ateo y librepensador, los ancianos de la sinagoga decretaron su excomunión, logrando que las autoridades civiles añadieran la pena de destierro por blasfemar contra las Escrituras. Se instaló en Voorburg, a media legua de La Haya, trágicamente distanciado de su familia y su comunidad. Acogido por los círculos protestantes liberales de convicciones pacifistas (menonitas, colegiantes), su carácter dulce y su inteligencia le atrajeron numerosos amigos. No transigió con privilegios que pudieran menoscabar su independencia, como honores, rentas y cargos oficiales o privados. No se encerró en su estudio. Defendió la libertad de pensamiento, la hegemonía de la razón y la convivencia pacífica. Partidario de Jan De Witt, Gran Pensionario de las Provincias Unidas, y su hermano Cornelio, ambos protectores de las libertades civiles y la tolerancia religiosa, salió a la calle para expresar su repulsa cuando una muchedumbre los asesinó con horrible ensañamiento, obedeciendo órdenes de Guillermo III de Inglaterra. El filósofo dejó una nota en el lugar del crimen, donde se leía: Ultimi barbarorum («El colmo de la barbarie»). 

Admirador del estoicismo, Spinoza cultivó la austeridad, la sencillez y la prudencia. Su elogio de la alegría como pasión superior a la tristeza le hizo condenar el ascetismo, que ensombrece la mente y denigra el cuerpo. No invocaba el hedonismo, sino la vida contemplativa exaltada por los griegos, según la cual el hombre superior dedica su existencia a la sabiduría, el arte y la contemplación de la Naturaleza. Enfermo de tuberculosis, la muerte sobrevino en La Haya en 1677. Dejó inconcluso su Tratado Político, pero nos legó casi una docena de obras donde destacan su Tratado teológico-político y su magistral Ética demostrada según el orden geométrico. Se hizo un inventario de sus bienes tras su fallecimiento: una cama, una pequeña mesa de roble, otra de esquina con tres patas, dos mesitas auxiliares, un equipo de pulir lentes, unos ciento cincuenta libros y un tablero de ajedrez. La herencia de un hombre que vivió para el espíritu, indiferente a los placeres mundanos. 

Para Spinoza, la sabiduría es el placer soberano, la dicha más perfecta y legítima. La gloria es la alegría de participar en la vida de Dios. No de un Dios personal y trascedente que interviene en la historia, sino de un Dios impersonal e inmanente. Dios es la Naturaleza, la totalidad de lo existente (Natura naturata) y la fuente y origen que sostiene el dinamismo de la vida (Natura naturans), renovando ininterrumpidamente sus formas. No hay ninguna finalidad en Deus sive Natura (Dios o la Naturaleza), solo un conjunto de leyes que producen fenómenos por medio de analogías, contrastes y oposiciones. Esta red de relaciones es inteligible porque las ideas no son “pinturas mudas”, sino un aspecto más del dinamismo, la unidad y el orden de la Naturaleza. El orden creador y el orden intelectual coinciden cuando el pensamiento es conocimiento verdadero: “el orden y conexión de las ideas es el mismo que el orden y conexión de las cosas”. La filosofía no es un reflejo, sino saber reflexivo o, si se prefiere, intuición perfecta. El entendimiento, correctamente orientado, conoce las cosas tal como son en sí mismas. Es absurdo elaborar un método, como hizo Descartes, salvo cuando se presupone una separación ontológica entre Dios y el mundo. Spinoza abandonó las tesis de su Tratado sobre la reforma del entendimiento cuando comprendió que solo se vive y se conoce en el Ser. No hay nada más allá. No hay una trascendencia opuesta a la inmanencia. Dios no es padre y no se preocupa por el hombre. Cuando decimos lo contrario, formulamos una analogía absurda que obedece a nuestros miedos y deseos. Es un acto de ignorancia. 

Dios es absolutamente infinito, afirmación absoluta que excluye toda negación o determinación. “Dios no tiene derecha ni izquierda, ni se mueve ni está parado, ni se halla en un lugar, sino que es absolutamente infinito y contiene en sí todas las perfecciones”. Su creatividad es inextinguible. Ningún ser es idéntico a otro. Cada individuo constituye una novedad absoluta. Dios es lo uno y lo múltiple. Para conocerlo, solo tenemos que observar y estudiar la totalidad de la que formamos parte. Dios no está en lo alto, sino en el aquí y ahora. En la filosofía de Spinoza no hay ninguna concesión a la trascendencia. Dios no es lo que está más allá, sino la red infinita que nos envuelve. Al señalar la extensión como atributo infinito de Dios, Spinoza impugna la idea bíblica de la creación, donde la materia solo es una herramienta o sustrato, no algo divino. El filósofo holandés niega que la creación sea fruto de una elección libre de la voluntad de Dios. Dios, por esencia, es una fuerza creadora y no puede substraerse a su naturaleza. Decir que Dios ha creado el universo por amor al bien, significa subordinarlo a un destino, cuestionando su perfección y autosuficiencia. Decir que Dios elige conlleva limitar su libertad, pues elegir siempre implica una renuncia y una deliberación. Además, Dios es eterno y en la eternidad no hay un antes o un después. Decir que Dios podría haber elegido otra cosa es como decir que Dios podría no ser Dios, pues una decisión siempre modifica en mayor o menor grado al que la adopta. Dios crea libre, pero necesariamente. No es creador por elección, sino por esencia. 

Los seres finitos se caracterizan por su duración. No son eternos. Spinoza no cree en la inmortalidad individual. El hombre no es “un imperio dentro de otro imperio”. Forma parte de la Naturaleza y su libertad es ilusoria. Cree que es libre porque desconoce las causas que determinan sus actos. Participa del conatus o impulso por perseverar en la existencia común a todos los seres vivos. Esa es su “chispa divina”, no la quimérica humanidad de Dios. El alma del hombre solo es una idea, la conciencia reflexiva de su realidad corporal. Dado que Dios o la Naturaleza es un solo individuo (Facies totius universi), el ser humano posee una dimensión mística, pues su alma, en tanto idea, permanece en Dios, pero no como conciencia individual. Spinoza afirma que “un círculo existente en la Naturaleza, y la idea de ese círculo existente, son una misma cosa”. El círculo que conocemos por medio de la razón es un modo de Dios y, en cuanto idea, un atributo divino. Evidentemente, no se puede rezar a un Dios así, tan impersonal como el Dios aristotélico. Spinoza elogia las pasiones alegres, que constituyen un éxito de la vida, y aboga por la superación de las pasiones tristes, que solo evidencian un fracaso. Las pasiones tristes nos separan de la vida, cegándonos para apreciar sus dones. Nos enemistan con los otros, pues atribuyen una importancia irracional a las cosas perecederas. Nos hacen codiciar la riqueza y el placer, sin comprender que su valor es muy inferior a la sabiduría. La verdadera felicidad consiste en sacudirse la servidumbre de las pasiones tristes. La virtud es obrar bajo la luz de la razón, con una comprensión adecuada de las cosas, intentando no ser objetos pasivos de las circunstancias y las emociones. La virtud nos hace obrar bien y no hay mayor felicidad. El sabio ama a Dios y a los hombres, lo cual le permite amarse a sí mismo, pues entiende que su existencia es necesaria y participa del milagro de la vida. Todos somos parte del entendimiento infinito de Dios y estamos indisolublemente unidos al resto de los hombres. Lejos de la adoración clásica de Dios, que implica humildad y humillación, Spinoza postula un amor que es sabiduría y conciencia de la pluralidad. El amor intelectual de Dios es el grado más alto de una religión filosófica que exalta el conocimiento como forma más elaborada de piedad. El sabio contempla el universo “sub specie aeternitatis”, es decir, como un todo regulado por la razón y la necesidad. 

La religión filosófica de Spinoza no es solo metafísica, sino una guía para el buen uso de la vida. Nos incita a ejercer la libertad y expresar nuestros sentimientos, combatiendo los prejuicios. Una lucha que no puede estar asociada a la violencia, sino a la argumentación y la persuasión. Spinoza se muestra partidario de analizar las Escrituras desde una perspectiva crítica, empleando las herramientas de la historia, la lógica y la filología. Solo así podremos lograr una comprensión racional que nos aleje de lo mítico e incongruente. Su conclusión es que únicamente merece la pena conservar de los textos bíblicos su incitación a la caridad y la justicia. No es un precepto exclusivo de la tradición judía, sino un mandato universal inscrito en el corazón de todos los hombres. Las instituciones, las ceremonias y los hechos históricos que aparecen en la Biblia solo reflejan el punto de vista del hombre. A veces, son invenciones, fantasías; otras, simples aberraciones. Solo los preceptos más sencillos, como el amor al prójimo, proceden de Dios y pueden aglutinar a todos los hombres de buena voluntad, sin necesidad de organizar ritos y establecer jerarquías. 

En el campo de la política, Spinoza sostiene que la república siempre es preferible a la monarquía, pues promueve la libertad y la igualdad. Los reyes solo defienden sus privilegios, implicando a las naciones en guerras inmorales. El clero debe estar sujeto al poder temporal. Las iglesias no deben inmiscuirse en los asuntos del Estado. El “derecho de Dios” es el poder de la vida, desplegándose en grados diferentes, no una ley con autoridad para coaccionar al poder civil. La política debe gozar de autonomía y proceder con realismo. Hay que comprender al ser humano con sus flaquezas y virtudes, sin esperar una quimérica transformación. El mito del “hombre nuevo” es pura ilusión. No se puede reinventar al hombre, solo cabe educarlo, fomentando la responsabilidad cívica. Hay que estudiar “los actos y apetitos humanos como si fuesen líneas, superficies y cuerpos”. El conatus puede enfrentarnos con otros individuos, pero ese conflicto debe resolverse mediante la razón, mostrándonos que la asociación en el seno del Estado incrementa las posibilidades de sobrevivir: “Nada es más útil a un hombre que otro hombre”. Solo hay una vida plenamente humana cuando el poder de cada uno se suma al de los demás, alumbrando una sociedad que garantiza derechos y libertades. Los escolásticos tenían razón cuando afirmaban que el hombre es un animal político. Spinoza carece del pesimismo de Hobbes y Maquiavelo: los hombres no viven en sociedad solo para garantizar su seguridad, sino por la esperanza de una existencia libre y racional. Frente a la violencia del primitivo estado de naturaleza, la convivencia ordenada por leyes ofrece la posibilidad de resolver las querellas pacíficamente. El Estado democrático es más poderoso que una monarquía absoluta, pues basa su fuerza en la voluntad de la mayoría, lo cual neutraliza el riesgo de insurrecciones y mitiga la amenaza de guerras civiles. El hombre no es bueno ni malo por naturaleza. Está sujeto a las pasiones y expuesto al error. Por eso, hay que legislar con buen criterio, pues solo la ley puede librarnos de la violencia y la arbitrariedad. 

Spinoza es una anomalía salvaje, como apuntó Toni Negri, un filósofo intempestivo que exaltó la libertad desde la dulce Holanda, abogando por un mundo gobernado por la razón. No planteó una fría utopía, sino un modo de vida basado en la esperanza, la compasión y el consenso. Desnudó los dogmas, mostrando que solo eran odiosas supersticiones o errores absurdos. “No presumo de haber encontrado la mejor de todas las filosofías —escribió a Alberto Burgh, joven convertido al catolicismo—, pero sí sé que conozco la verdadera, y si me preguntas que cómo lo sé, te responderé que del mismo modo que tú sabes que los ángulos de un triángulo valen dos rectos…”. Cartesiano y casi volteriano, Spinoza solo respetaba a los cristianos liberales que propugnaban la separación de la Iglesia y el Estado. Su espíritu tolerante corrió paralelo a su rigor geométrico. Su prosa carece de plasticidad porque su pretensión es trasladar la exactitud matemática al terreno de la filosofía. El conocimiento nunca podrá ser perfecto y total pues “Dios o la Naturaleza” es lo absolutamente infinito. ¿Cuál será el camino de perfección hacia una sabiduría superior? “Cuanto más conocemos las cosas singulares, más conocemos a Dios”. Dios está en el polvo de cristal de una lente tallada minuciosamente por unas manos expertas. En la circunferencia trazada por un compás y en el barro que se acumula en los caminos. No es un Dios padre que vela por nosotros. Frente a la adversidad, solo cabe responder con entereza y dignidad. No debemos pensar en la muerte. Un hombre libre reserva sus pensamientos y emociones para la vida, donde se halla la única dicha posible. Un hombre libre reserva su sabiduría para meditar sobre la vida, no sobre el morir. Arrepentirse es un gesto estéril. El que lo hace es “doblemente miserable e impotente”. Hay que abstenerse de condenar. Lo esencial es comprender, especialmente nuestros propios errores, y saber que “no queremos, apetecemos, ni deseamos algo porque lo juzgamos bueno, sino que, al contrario, juzgamos que algo es bueno porque lo queremos, apetecemos y deseamos”.

El decreto de excomunión o “herem” contra Spinoza es implacable: “Maldito sea de día y maldito sea de noche; maldito sea cuando se acuesta y maldito sea cuando se levanta; maldito sea cuando sale y maldito sea cuando regresa. Que el Señor no lo perdone. Que la cólera y el enojo del Señor se desaten contra este hombre y arrojen sobre él todas las maldiciones escritas en el Libro de la Ley. El Señor borrará su nombre bajo los cielos”. ¿Por qué tanto odio? ¿Solo porque fue un hereje o quizás un ateo? Toni Negri afirma que la anomalía de Spinoza fue salvaje porque es una invitación a rebelarse contra los órdenes políticos que no hayan sido libremente establecidos por las mayorías populares. Negri exacerbó la dimensión revolucionaria, olvidando que Spinoza reprueba la violencia, pero advirtió con nitidez su inconformismo radical. Pese a su airada excomunión, el nombre de Spinoza no se ha borrado. La posteridad lo recuerda como el símbolo de una sabiduría alegre y valiente, que intentó liberar al hombre del miedo y la superstición, inculcándole la pasión del conocimiento y la serenidad estoica frente al dolor. “Libre de la metáfora y del mito”, escribió Borges en un bello y clásico soneto sobre el filósofo judío, nos regaló “el infinito mapa de Aquel que es todas Sus estrellas”.

viernes, 26 de junio de 2020

Batería de medidas para la nueva normalidad en las aulas

Batería de diez medidas para la vuelta a las clases en el mes de septiembre, propuesta por la Consejería de Educación después de consultar a sindicatos, guitarristas, peones camineros y herradores de caballerías:
1. Como las ratios estarán el curso que viene entre 30, 35 y 40 alumnos por clase, y ante la imposibilidad de respetar la distancia de 1,5 metros, cada alumno se hará una fotocopia en cartón de tamaño natural de manera que, si por ejemplo tiene cuatro horas de Lengua a la semana, en dos de ellas asistirá la fotocopia y en las otras dos el alumno. 
2. Si un profesor se contagiara de coronavirus, para no interrumpir de nuevo el proceso lectivo, se le sacrificará con toda discreción. La encargada del sacrificio será la Jefa de Estudios, a quien se dotará de un cuchillo jamonero sufragado por la Junta de Comunidades. 
3. El interino sustituto de un profesor sacrificado tardará como mínimo quince días en ocupar la plaza.
4. En el caso de que sea un alumno el contagiado, se enviará a un profesor (con fondos europeos) dentro del programa "Asesina´s", que sustituye al antiguo "Titulas". Este interino tendrá la función de sacrificar a los chicos que se vayan contagiando. La Jefa de Estudios tendrá la obligación de prestarle el cuchillo jamonero, que mantendrá siempre afilado. 
5. Para los alumnos que sobren en clase, se propondrá el programa "Enterrando". Se encargarán de cavar una fosa común en el patio para alumnos y profesores que sean víctimas del programa "Asesina´s".
6. Dada la imposibilidad de contratar a más limpiadoras, el Equipo Directivo se encargará de contactar con padres de alumnos con tractor y sulfatadora para que todas las mañanas se rocíe con lejía e hidrogel cada una de las dependencias del centro. 
7. En el caso de que no haya dependencias del centro que se puedan habilitar como aulas, se concertará con los bares próximos reservar tres mesas mínimo, donde grupos de alumnos podrán desarrollar innovadoras materias para la nueva normalidad: ouija, subastao, cinquillos, parchís y dominó. 
8. El Equipo Directivo se encargará también de contactar con padres que posean Caterpillar o máquinas excavadoras para tirar las paredes que sean necesarias y, así, habilitar nuevos espacios de manera imaginativa. 
9. En los recreos habrá turnos de patio. Se habilitarán en los pasillos unas perchas con ganchos para colgar de la cintura a los alumnos que no les toque salir y así impedir sus movimientos y asegurar el control.
10. Si fuera la Jefa de Estudios quien enfermara de coronavirus, se hará el harakiri a la manera samurái. Será obligatorio que asistan a los cursos que sobre esta temática prepara ya el Centro Regional de Formación del Profesorado. 

lunes, 22 de junio de 2020

Bucólicas


Mi abuelo me cuelga sobre los huesudos hombros un cordero recién parido. Tengo unos seis años. A veces dudo de la veracidad de este recuerdo. Puede ser un producto de la invención o la necesidad de crear imágenes novelescas con que anclarnos a un pasado que se va difuminando hasta apenas reconocernos en él. Mi abuelo era pastor y yo, de pequeño, me alojaba los veranos en su quinta de campo porque estorbaba en casa. Recuerdo el fluir sosegado de mi abuela, su cara amable, su tono suave, su remendar pausado bajo el rosal silvestre y sus patatas a lo pobre. 
Mi abuelo se me lleva con las ovejas a ramonear la escasa hierba de los ribazos y barbechos. Una aventura emocionante, de iniciación. "¡Regas, toma; regas, toma!" y un rascar el paladar con la lengua para llamar la atención a una borrega que se acerca demasiado a las pampanas de una cepa. El perro, noble y lanudo, agrupa al rebaño. Una perdiz aparece de repente, no alza el vuelo y mi abuelo sale corriendo tras ella, se lanza al suelo y la atrapa. Las manos retorcidas pellizcan el pan, amasan la navaja y rebanan un tasajo de longaniza seca. El placer de la comida, un placer distinto cuando el trabajo es extenuante. No, los gozos del comer no hay que buscarlos en restaurantes con estrellas Michelín, sino en episodios previos de desgaste físico que conviertan el ritual de la mesa en un devorar primitivo, recostados contra los almendros. 
Mi abuelo me deja solo, en el pescante de un carro, durante unos minutos, los suficientes para que el macho se espante y nos arrastre (a mí y a los aperos de labranza) hasta el confín de las vías del tren. Puede ser, no estoy seguro.
Después de la siega, en la era, por la noche, se aventa el trigo y se embala la paja. Bloques de construcción que nos sirven a mí y a otros chicos para hacernos refugios misteriosos. Es una fiesta a la luz de las estrellas, o así nos parece a los más pequeños.
Se aproxima la tormenta, lo dicen en el parte de la radio. Se colocan las estufas de carbón contra el pedrisco en mitad de las eras. El cielo es gris y las piedras rompen las tejas, también revientan las uvas.  
Me espanta el agua, me da miedo meterme en la balsa, de fondo confuso y profundidad de pánico. Aprieta el calor y me baño en el abrevadero donde se refrescan las ovejas. Me rasco la tripa y el pecho. Mi abuela me da friegas de Nivea. Aún disfruto de sus dedos de hechicera.
En los canales de riego que mi abuelo cava con las abarcas hundidas en el barro, yo organizo regatas de sarmientos. A veces encallan, otras llegan a la meta. Valoro su posición y se monta ceremonia de celebración para los ganadores.  
Mi abuelo y yo trepamos por las ramas del viejo cerezo, junto al pozo. Él con algunos dedos de los pies fuera de las abarcas; yo, con las rodillas heridas por la aspereza del árbol. Las ciruelas no me gustan. Los pájaros se han comido casi todas las cerezas maduras. El espantapájaros no asusta a las picarazas.   
Mi abuela me arropa en la cama, junto a los silos, en la parte más alta de la casa. Yo leo un tebeo de Agamenón y me duermo. Un estruendo me despierta y me encuentro en el establo, al lado de las caballerías, alteradas, rodeado de una nube de polvo y de la pérdida del sosiego de mi abuela, que me acuna en sus brazos, desesperada porque esperaba verme muerto después del derrumbe del piso. Este episodio me lo contaron, no es de mi memoria ni de mi imaginación. No puedo asegurar que ellos, mis abuelos, también fueran víctimas de la invención de los recuerdos. No creo. Eran amantes del realismo costumbrista, del queso de servilleta y de la palabra precisa.

"El libro como acceso al mundo" por Stephan Zweig


El movimiento que apreciamos en la tierra se apoya esencialmente en dos invenciones del espíritu humano: el movimiento en el espacio se basa en la invención de la rueda, que gira vertiginosamente alrededor de su eje, y el movimiento intelectual guarda una relación directa con el descubrimiento de la escritura. En cierto momento, en algún lugar, un ser humano anónimo concibió la idea de doblar una madera dura, curvarla y convertirla en una rueda. Gracias a este pionero, la humanidad aprendió a superar la distancia que separa pueblos y países. De pronto era posible entrar en contacto con otras personas por medio de vehículos que permitían transportar mercancías, viajar para adquirir nuevos conocimientos y acabar con las restricciones impuestas por la naturaleza, que limitaba la obtención de frutos, de minerales, de piedras preciosas y de otros productos a zonas donde las condiciones climáticas eran propicias.
Los países ya no vivían aislados, ahora establecían vínculos con el resto del mundo. Oriente y Occidente, Norte y Sur, Este y Oeste fueron aproximándose poco a poco, a medida que concebíamos nuevos medios de transporte. El desarrollo de la técnica ha dotado a la rueda de formas muy sofisticadas—la locomotora que arrastra los vagones de un tren, los automóviles que circulan a toda velocidad o los barcos y los aviones propulsados por el giro de sus hélices—con las que acortamos las distancias y vencemos la fuerza de la gravedad; del mismo modo, la escritura, que ha evolucionado desde los pliegos más sencillos, pasando por los rollos, hasta culminar en el libro, ha puesto fin al trágico confinamiento de las vivencias y de la experiencia en el alma individual: desde que existe el libro nadie está ya completamente solo, sin otra perspectiva que la que le ofrece su propio punto de vista, pues tiene al alcance de su mano el presente y el pasado, el pensar y el sentir de toda la humanidad. En nuestro mundo de hoy, cualquier movimiento intelectual viene respaldado por un libro; de hecho, esas convenciones que nos elevan por encima de lo material, a las que llamamos cultura, serían impensables sin su presencia.
Para nosotros, hijos y nietos de siglos de escritura, leer se ha convertido en otra función vital, una actividad automática, casi física, y el libro, que ponen en nuestras manos el primer día de escuela, se percibe como algo natural, algo que nos acompaña siempre, que forma parte de nuestro entorno, y por eso la mayoría de las veces lo abrimos con la misma indiferencia, con la misma desgana con la que cogemos nuestra chaqueta, nuestros guantes, un cigarrillo o cualquier otro objeto de consumo de los que se producen en serie para las masas. Cualquier artículo, por valioso que sea, se trata con desdén cuando puede conseguirse con facilidad, y sólo en los instantes más creativos de nuestra vida, cuando reflexionamos, cuando nos volcamos en la contemplación interior, conseguimos que lo que ha llegado a ser común y corriente vuelva a resultar asombroso. En esos raros momentos de reflexión lo miramos con respeto y somos conscientes de la magia que insufla a nuestra alma, de la fuerza que proyecta sobre nuestra vida, de la importancia que hoy, en el siglo XX, tiene el libro, hasta el punto de no poder imaginar nuestro mundo interior sin el milagro de su existencia.El poder del libro para expandir el alma, para construir el mundo y articular nuestra vida personal, nuestra intimidad, suele pasarnos desapercibido salvo en raras ocasiones, y cuando cobramos conciencia de su importancia, tampoco lo manifestamos. Hace mucho que el libro se ha convertido en algo natural, en un objeto cotidiano cuyas maravillosas cualidades no despiertan ni nuestro asombro ni nuestra gratitud. Del mismo modo que no somos conscientes del oxígeno que introducimos en nuestro organismo cada vez que respiramos ni de los misteriosos procesos químicos con los que nuestra sangre aprovecha este invisible alimento, tampoco advertimos la materia espiritual que absorben nuestros ojos y que nutre (o debilita) nuestro intelecto continuamente.
Aunque estos instantes son tan escasos, precisamente por ello suelen permanecer en nuestro recuerdo durante mucho tiempo, a menudo durante años. Así, por ejemplo, sigo recordando con toda exactitud el lugar, el día y la hora en que surgió dentro de mí esa sutil intuición que me llevó a comprender que nuestro mundo interior se va tejiendo con ese otro mundo visible y, al mismo tiempo, invisible de los libros. No creo que sea una falta de modestia contar cómo se produjo en mí esta revelación espiritual, pues, aunque se trata de una experiencia personal, ese episodio memorable y revelador transciende con mucho al individuo en sí. En aquel entonces, debía de tener unos veintiséis años, ya había escrito algunos libros, por lo que conocía en cierta medida la misteriosa transformación que experimenta un sueño, una fantasía torpemente concebida, y las diversas fases por las que atraviesa hasta que, tras curiosas destilaciones y decantaciones, termina transformándose en ese objeto rectangular de papel y cartón al que llamamos libro, ese producto venal, al que le asignamos un precio y que colocamos como una mercancía más tras el cristal de un escaparate, como si no tuviera alma, cuando, en realidad, cada ejemplar, aunque se compre y se venda, es un ser animado, dotado de voluntad, que sale al encuentro del que lo hojea por curiosidad, del que lo termina leyendo y, sobre todo, del que no solo lo lee, sino que también lo disfruta.
Así pues, ya había experimentado en primera persona, al menos en parte, ese proceso inefable semejante a una transfusión con el que conseguimos que unas cuantas gotas de nuestro propio ser comiencen a circular por las venas de otra persona, un trasvase de destino a destino, de sentimiento a sentimiento, de espíritu a espíritu; sin embargo, la magia, la pasión y la trascendencia de la letra impresa, su verdadera esencia, no se me habían revelado de forma abierta, me había limitado a reflexionar vagamente sobre ello, pero no lo había pensado a fondo, no había sacado las debidas conclusiones. Eso fue lo que comprendí aquel día gracias a la anécdota que voy a referir.
Viajaba entonces en un barco, un buque italiano con el que estaba recorriendo el mar Mediterráneo, de Génova a Nápoles, de Nápoles a Túnez y de allí a Argel. La travesía iba a durar varios días y el barco estaba prácticamente vacío. Así las cosas, solía conversar a menudo con un joven italiano que formaba parte de la tripulación, un mozo que ni siquiera tenía el rango de camarero, pues se ocupaba de barrer los camarotes, de fregar la cubierta y de realizar otras tareas menores, que la gente, por regla general, no valora. Daba gusto ver trabajar a aquel muchacho, un chico espléndido, moreno, de ojos negros, con unos dientes deslumbrantes que brillaban cada vez que se reía. ¡Y cuánto le gustaba reírse! Me encantaba escuchar su italiano melodioso y grácil, una música que acompañaba siempre con vivos ademanes. Tenía un talento natural para captar los gestos de la gente e imitarlos, realizando formidables caricaturas: el capitán, balbuceando con su boca desdentada; el anciano caballero inglés que caminaba por cubierta tieso como un garrote, adelantando un poco el hombro izquierdo; el cocinero, digno y orgulloso, que después de la cena presumía delante de los pasajeros y tenía un ojo clínico para juzgar a las personas a las que había llenado la panza. Me divertía charlar con aquel chaval moreno, asilvestrado, con la frente resplandeciente y los brazos tatuados, que durante muchos años, según me contó, se había dedicado a cuidar ovejas en las islas Eolias, su hogar, una persona bondadosa y confiada como un cachorrillo. No tardó en darse cuenta de que yo le tenía cariño y de que no había nadie en todo el barco con el que me gustara hablar tanto como con él. Así que me contó un montón de detalles de su vida, con franqueza, con total desenvoltura, de modo que al cabo de un par de días nos tratábamos con la camaradería propia de dos amigos.
Entonces, de la noche a la mañana, un muro invisible se alzó entre él y yo. Habíamos recalado en Nápoles, el barco se había llenado de carbón, de pasajeros, de hortalizas y de correo, su dieta habitual en cada puerto, y luego se había hecho de nuevo a la mar. El elegante barrio de Posillipo había ido bajando la cabeza con humildad hasta perderse en el horizonte, entre las colinas, y las nubes que rodeaban la cima del Vesubio parecían las pálidas volutas del humo de un cigarrillo. Entonces se presentó de repente, con una sonrisa de oreja a oreja, se plantó delante de mí y me mostró orgulloso una carta arrugada que acababa de recibir, pidiéndome que la leyera.
Esto fue lo que pasó. Pero la auténtica vivencia, la que iba a transformarme por dentro, no había hecho más que empezar. Me tendí sobre una tumbona y dejé que mi vista se perdiera en la oscuridad de aquella apacible noche. No dejaba de darle vueltas a lo que acababa de ocurrir. Por primera vez me había encontrado cara a cara con un analfabeto, con uno europeo además, una persona que me había parecido inteligente y con la que había hablado como con un amigo. Esa idea me atormentaba. ¿Cómo se reflejaba el mundo en un cerebro como el suyo, que desconocía la escritura? Traté de imaginarme la situación. ¿Cómo sería el no saber leer? Por un momento me puse en el lugar de aquel muchacho. Coge un periódico y no lo entiende. Coge un libro, lo sostiene en sus manos, nota que es algo más ligero que la madera o que el hierro, tiene forma rectangular, toca sus cantos, sus esquinas, observa su color, pero nada de eso tiene que ver con su propósito, así que vuelve a dejarlo, porque no sabe qué hacer con él. Se detiene ante el escaparate de una librería y se queda mirando los hermosos ejemplares, amarillos, verdes, rojos, blancos, todos rectangulares, todos con estampaciones de oro sobre el lomo, pero es como si se encontrara ante un bodegón cuyos frutos no puede disfrutar, ante frascos de perfume bien cerrados cuyo aroma queda confinado dentro del cristal.Al principio me costó entender lo que quería de mí. Pensé que Giovanni había recibido una carta en un idioma que no entendía, francés o alemán, seguramente de una muchacha—era obvio que debía de tener mucho éxito entre las chicas—, y que había venido a buscarme para que se la tradujera. Pero no, la carta estaba escrita en italiano. ¿Qué quería entonces? ¿Que me la leyera? Nada de eso. Lo que quería es que se la leyera, tenía que saber qué decía aquella carta. Y, de pronto, comprendí lo que estaba pasando: aquel muchacho inteligente, de una belleza escultural, dotado de gracia y de auténtico talento para el trato humano, formaba parte de ese siete u ocho por ciento de italianos que, según las estadísticas, no saben leer: era analfabeto. Me puse a pensar y fue entonces cuando me di cuenta de que nunca había conocido a nadie como él, un ejemplar de una especie en vías de extinción en toda Europa. Hasta conocer a Giovanni no me había encontrado con ningún europeo que no supiera leer. Supongo que me quedé mirándole con asombro. Ya no le veía como a un amigo ni como a un camarada, sino como a una rareza. Luego, como es natural, le leí la carta. Se la había escrito una modistilla, no recuerdo si se llamaba Maria o Carolina. Contaba lo que las jóvenes cuentan a los jóvenes en todos los países y en todas las lenguas del mundo. Mientras se la leía, no apartó la mirada de mis labios ni un solo instante. Era obvio que se esforzaba por retener cada palabra. Arrugaba el entrecejo poniendo toda su atención en escuchar, su rostro se desencajaba tratando de recordar cada frase. Le leí la carta dos veces, lenta, claramente, para que pudiera conservarla en la memoria. Cada vez se le veía más contento: tenía los ojos radiantes y la boca florecía como una rosa roja al llegar el verano. Entonces apareció uno de los oficiales del barco, se acercó a la borda y Giovanni no tuvo más remedio que marcharse de allí.
La gente menciona a Goethe, a Dante, a Shelley, nombres sagrados que a él no le dicen nada, son sílabas muertas, voces vacías, carentes de sentido. El pobre ni siquiera se imagina el deslumbrante encanto que puede esconder cualquiera de las líneas de un libro, cuyo fulgor solo se puede comparar con el resplandor de plata que refleja la luna cuando rompe un cúmulo de nubes mortecinas, no conoce la profunda conmoción que se experimenta al comprobar que el destino del protagonista de un relato ha pasado a formar parte de nuestra propia vida casi sin que nos demos cuenta. Como no conoce el libro, vive encerrado dentro de unos muros infranqueables, sordo a cualquier reclamo, como un troglodita. ¿Cómo se puede soportar una vida así, sabiendo que entre nosotros y el universo se abre una brecha insalvable, sin ahogarse, sin empobrecerse? ¿Cómo soporta uno que lo único que puede llegar a conocer sea lo que llega por casualidad a sus ojos, a sus oídos? ¿Cómo se puede respirar sin el aire universal que brota de los libros? Estas eran las preguntas que yo me hacía. Puse todo mi empeño en imaginar la existencia de quien no sabe leer, de quien ha quedado excluido del mundo intelectual, me esforcé por reconstruir artificialmente su forma de vida igual que un erudito trata de reconstruir la forma de vida de un braquicéfalo o de un hombre de la Edad de Piedra a partir de los restos de un yacimiento lacustre. Pero no conseguí meterme en la cabeza de un hombre, de un europeo, que jamás ha leído un libro. Creo que es una empresa condenada al fracaso, tanto como lograr que un sordo se haga una idea de lo maravillosa que es la música por mucho que le hablemos de ella.

sábado, 20 de junio de 2020

Un nuevo curso, un viejo curso

En los encuentros que los responsables de educación en Castilla-La Mancha están manteniendo con los equipos directivos se plantean una serie de cuestiones sobre cómo empezar el curso que viene, pero se deja de lado la fundamental: las ratios. Según declaraciones de la Consejera de Educación: “El objetivo de todos estos encuentros es garantizar la máxima presencialidad del alumnado al inicio del próximo curso, pero siempre en entornos seguros y saludables”. El cupo ya ha sido establecido por la Administración y, como se preveía, es el mismo que el del curso anterior, así que no sé cómo van a ser esos "entornos seguros y saludables". ¿Qué quiere decir esto? Pues que las ratios de 15, 20 o hasta 25 que recomiendan las autoridades sanitarias e incluso las propias administraciones educativas no se pueden cumplir porque han enviado el cupo con ratios de 30, 35 y 40 alumnos. 
Eso sí, en las primeras instrucciones, descargan la responsabilidad en los equipos directivos. Para que lo entienda cualquier lego en estas componendas. Imaginemos que somos parte del equipo directivo de un centro, tenemos 40 alumnos de 1º de bachillerato y nos asignan profesorado suficiente para esos 40, sin posibilidad alguna de desdoblarlos en dos grupos. Además, en la mayoría de los centros tampoco hay espacios para alojar a esos 40 alumnos en dos clases distintas. ¿Cómo se arregla esta contradicción? Bueno, pues la responsabilidad es del equipo directivo, así que ellos sabrán. Si metemos a los 40 en un aula estamos yendo contra los consejos más básicos de los especialistas sanitarios, pero no es la Administración la responsable, sino los equipos directivos. ¿Asunto solucionado? Sí, para la Administración este tipo de soluciones son las habituales, mientras los escándalos no trasciendan a los medios.

martes, 16 de junio de 2020

"La sabiduría trágica de Nietzsche" por Rafael Narbona



Es imposible concebir una interpretación definitiva de la filosofía de Nietzsche, pues se trata de un pensamiento que postula el perspectivismo como la única visión genuina del pensar y el existir. La doctrina del devenir es incompatible con cualquier cadena de conceptos que pretenda sistematizar el potencial creativo de una obra con un dinamismo intrínseco e inagotable. La filosofía de Nietzsche nunca se transformará en saber académico. Nietzsche nunca se cansará de confundirnos con infinitas máscaras, deslizándose sin tregua por el hilo que reúne y separa la identidad y la diferencia, la palabra y el ser, lo uno y lo múltiple, la virtud y la decadencia. Nada podrá acallar esa explosión de libertad que sueña con reinventar la moral y la política para reconciliarnos con nuestra finitud y liberarnos de quiméricos trasmundos.
Heidegger afirmaba que Nietzsche pertenece a la categoría de los pensadores esenciales, porque su filosofía constituye una meditación sobre el ser del ente. Gilles Deleuze percibe en su obra la melodía de la diferencia. Pierre Klossowski interpreta su pensamiento como una descripción de la realidad basada en el mito: el mundo solo es una fábula, “algo que se cuenta”, una narración que adquiere formas distintas, pero sin otra trascendencia que la mera relación de lo que acontece. Clément Rosset afirma que no se puede hablar de Nietzsche sin mencionar las palabras “beatitud”, “alegría”, “júbilo dionisíaco”. Sus obras son una manifestación de gratitud hacia el ser, una aprobación incondicional de la vida. De todas estas imágenes (y la lista podría ser mucho más prolija), ¿cuál es la que mejor refleja el rostro de un pensador que amaba el disfraz y asociaba su nombre a catástrofes sin cuento, verdaderas conmociones que removerían la historia de la humanidad?
Rüdiger Safranski considera que la filosofía de Nietzsche se condensa en un concepto: Ungeheuer, lo monstruoso, lo informe, lo que desborda cualquier límite y no puede acotarse con formas definidas. Se trata de una noción algo imprecisa, pero es la que mejor se ajusta a la naturaleza del ser, una marea desbordante cuyo flujo y reflujo dibuja un movimiento interminable. La esencia de esta corriente, que solo retrocede para volver con más fuerza, se identifica con el espíritu de la música. Safranski cita el aforismo de Nietzsche, según el cual “sin música la vida sería un error”. No se trata de una reivindicación de carácter estético, sino de un programa filosófico. La metafísica solo podrá expresar el ser en la medida en que se adapte a la música. La filosofía de Nietzsche quiere “hacer música con el lenguaje”, los pensamientos y los conceptos, pues entiende que una visión del mundo que no se exprese como un canto, solo nos proporcionará una imagen momificada de lo real. De ahí que cuando hacia 1889 una sirvienta lo descubra bailando desnudo en su habitación de Turín, su euforia no deba interpretarse como los primeros síntomas de un desarreglo mental que ya había advertido Lou Salomé, la “rusa” que encendió su pasión y rechazó sus reiteradas peticiones de matrimonio. Nietzsche baila desnudo porque “su alma estaba hecha para cantar”. Además, si nos atenemos a la lectura de Klossowski, su locura no es algo casual, sino la consecuencia inevitable de una filosofía orientada hacia la destrucción de la idea de sujeto. La identidad personal solo es una ficción más o, mejor dicho, la ficción que posibilita la culpa, el resentimiento y la reprobación de la vida. El desorden mental es la patología que disuelve una imagen del mundo basada en la impugnación del devenir. Es una experiencia antisocial, pero es la única vivencia que reproduce la esencia del ser: un azar que se emboza en leyes para esconder su absoluta gratuidad.
El hombre que conoce la ley del devenir ya no construye teorías, sino que danza enloquecido. Se pueden interpretar sus movimientos como un arrebato irracional, pero es algo mucho más serio. Detrás de cada paso, se esconde la sabiduría más profunda: la del niño que juega, amontonando cosas y dispersándolas a manotazos. Su proceder no es pueril. Cada gesto reproduce la tensión del ser, sus configuraciones y sus dislocaciones. Es un rito solemne que espanta al tedio, la experiencia más fúnebre del nihilismo. Al jugar, nos liberamos de la metafísica que desdobla lo real en mundos opuestos (lo verdadero y lo aparente), para adentrarnos en la matriz de la sabiduría trágica: la que extrae sus lecciones de la fisiología, de ese laboratorio de ideas que es el organismo, cuyas funciones más elementales (rumiar, digerir, masticar) producen pensamientos más refinados que las especulaciones más abstractas. 
Nietzsche se inspira en sus propios procesos fisiológicos. De ellos extrae su filosofía. Al observarse, descubre que la propia existencia se puede transformar en relato. Escribir sobre uno mismo, transformar la propia vida en una narración, es lo que posibilita seguir escribiendo. Lo inmediato pierde su insignificancia para convertirse en el material que prepara “una significación futura”. El “yo” es un postulado de la gramática, pero lo que cuenta no es el sujeto al que se atribuyen predicados, sino la corriente de pensamiento que fluye a partir de la reconstrucción del instante. Lo que nos acontece ha de vivirse como un experimento que posibilita la comprensión futura. Al concebir nuestra existencia como un proyecto, convertimos nuestra mismidad en un eco de resonancia del ser, donde lo que deviene forma o figura se fragmenta en múltiples facetas que ponen de manifiesto que eso que llamamos verdad solo es una perspectiva, una visión parcial o, más exactamente, una interpretación. Al convertir nuestra biografía en escritura, reproducimos la aventura del ser, sus tensiones y contorsiones, pues el lenguaje se retuerce en metáforas y asociaciones imposibles porque sabe que persigue algo irrealizable: la cristalización de lo que, por su esencia, no admite ninguna configuración definitiva. Es como intentar imprimirle una forma al agua. Sólo conseguiremos observar cómo se escurre entre nuestros dedos. La relación entre las palabras y las cosas no es muy distinta. Las redes del lenguaje persiguen fantasmas y solo reproducen sombras. Sin embargo, no podríamos vivir sin esas proyecciones. La filosofía transforma estos reflejos en conceptos y elabora sistemas, pero solo está perpetuando esa necesidad de fijar lo monstruoso, de encapsular lo que no tolera límites ni definiciones. Cuando el lenguaje se aleja de su raíz musical, la conciencia y el ser se escinden. La conciencia, incapaz de asimilar lo ilimitado e informe, abraza una perspectiva unilateral del ser, ignorando su diversidad. 
El ser se despliega como un conflicto inacabable. Esa es la lección de Heráclito. Cuando se intenta desactivar esa tensión, se produce la decadencia. Nietzsche identifica ese declive con el progreso de la civilización. La única forma de recuperar las energías dionisíacas que impulsan la vida es reactivar las fuerzas que han ido engendrando las diferentes formas de cultura. El Estado griego es la cima de la cultura. Su signo distintivo es el genio militar. La guerra es lo que fecunda la cultura. La sangre que producen las luchas entre los pueblos es ese subsuelo fértil que posibilita la aparición del genio. Por eso, Nietzsche repudia el socialismo y la democracia, justificando la esclavitud y las medidas eugenésicas que impiden la propagación de esas enfermedades (la compasión, el igualitarismo), cuya fuerza corrosiva invierte la moral natural, ahogando la excelencia. La entrada de las masas en la política horrorizaba a Nietzsche, pues opinaba que todo lo que sonaba a “cuestión social” constituía una amenaza contra la preservación de la cultura. La redistribución de la riqueza y el amparo de los débiles impiden el fin último de toda formación cultural: el desarrollo de las grandes personalidades. Por solidaridad con la miseria, malogramos lo que justifica la vida: el canto del arte, pura superficie que certifica la profundidad de lo aparente y la inexistencia de cualquier ultramundo. Es evidente que la apología de la guerra y el darwinismo social resultan inaceptables para la moral contemporánea. Tal vez la única excusa que se puede alegar a favor de Nietzsche es que los prejuicios de su época contaminan su pensamiento, pero desgraciadamente no se trata de simples sedimentos, sino de principios fundamentales de su filosofía. Nietzsche no creía en la libertad ni en los derechos humanos. Y, por supuesto, no ocultaba su racismo, su antipatía hacia los débiles o su desprecio hacia mujeres, tenderos, obreros, socialistas, comunistas y liberales.
Nietzsche oponía el concepto de cultura al de civilización. La civilización es simple decadencia. Nos impide escuchar el canto de la tierra. El nihilismo es el fruto más aciago de la civilización. Vuelve estéril la poesía y nos convierte en sordos para el hermoso y terrible estruendo de la vida. Nietzsche admiraba a Wagner por su genio intuitivo, una virtud contra la que atenta el progreso de las ciencias. La intuición es superior a la mitología de la razón porque organiza el caos mediante mitos que recrean la oscura melodía del ser. Ahí reside la grandeza de la cultura griega. Nietzsche apreciaba la filosofía de Max Stirner porque percibe el yo como un vacío, como una “nada creadora”. El yo solo es un espacio teórico donde se articulan las fuerzas de la vida. Los griegos así lo entendían y por eso usaban máscaras en sus representaciones. Sabían que el yo no es identidad, sino pura transitoriedad sobre la que se escribe el alfabeto de la vida. No hay nada más profundo que la música, que es algo evanescente, un “canto de cisne” donde se manifiesta lo sagrado. La música, el yo, el lenguaje, solo son los portavoces de la insignificancia del ser, un juego que nos utiliza para ir mostrándose y ocultándose, fluyendo y refluyendo. Nada refleja mejor este proceso que la música y el animal que hace música es el animal metafísico, pues sabe que la escucha solo se consuma cuando se percibe el silencio, el “cesar” que una y otra vez se intercala en el despliegue de la vida, mostrando que no hay nada más allá de lo que se oye, o, mejor dicho, de lo que no se oye, ya que la nada no es el reverso del ser, sino el polo dialéctico que posibilita el tránsito del no-ser a la frágil provisionalidad de la apariencia.
El saber debe revolverse contra el saber para enseñar que no hay verdad; solo interpretaciones. Esta sabiduría ha de alcanzarse por medio del mito y el conocimiento intuitivo, pues la razón solo produce ficciones útiles que nos permiten explotar la naturaleza y alumbrar doctrinas salvíficas que inficionan los cuerpos sanos de las culturas incapaces de resistirse a sus promesas de trascendencia. Ese es –según Nietzsche–, el caso del cristianismo, “una ética horrorosa” que ha extendido por el mundo una moral de resentimiento y odio a la vida. Sin embargo, si la doctrina cristiana pudo invertir el concepto clásico de virtud, ¿qué impide una nueva transmutación, donde la virtud recupere su sentido original o, lo que aún sería mejor, produzca esa superación de lo humano que es el superhombre? La sabiduría trágica reconoce la crueldad de la vida, pero no retrocede ante ella. Es el pesimismo de los fuertes, que no temen al eterno retorno de lo mismo. Conviene recordar que esta idea, apenas desarrollada por Nietzsche, solo es una figura, una ficción, cuyo sentido es manifestar la adhesión incondicional a la vida. Para Nietzsche, no hay sustancia; solo existe el devenir y eso es lo más enigmático de todo. Lo que existe solo es pura transitoriedad que emerge de la nada y regresa a ella para volver a aparecer y desparecer, sin que este proceso implique una causa eficiente basada en una racionalidad oculta.
La metafísica del artista de El nacimiento de la tragedia identificaba el arte con la verdad. Nietzsche rectifica esta tesis unos años más tarde. El arte no expresa la esencia del mundo, el en-sí postulado por las metafísicas de inspiración platónico-kantiana. El arte es una representación y nada más. Si identificamos el arte con la verdad, abrimos la puerta que habíamos cerrado a la superstición religiosa, a la idea de un trasmundo mucho más real que la pura inmediatez de lo que se muestra. Tampoco la música es el en-sí de lo real. Sólo es un “ruido vacío” impregnado de sentimientos. No es extraño que Cósima Wagner, al conocer la evolución del pensamiento nietzscheano, escriba: “Aquí ha triunfado el mal”. ¿Dónde se encuentra entonces lo numinoso, lo que nos redime de la banalidad de vivir? En la realidad concreta del singular: “Lo totalmente cercano y lo totalmente lejano son lo sublime, lo abismal, el misterio”. Lo contingente es tan inagotable e inefable como lo era Dios, pero su misterio se agota en la superficie. Solo los griegos advirtieron esa paradoja y por eso eran tan profundos. ¿Cuál es entonces la filosofía del futuro, lo que devolverá a nuestra mirada la sabiduría trágica del que ya no experimenta temor ante la contingencia porque ha renunciado a la esperanza? Según Nietzsche, tenemos que orientar la mirada hacia dentro para que se produzca la apertura al mundo. Entonces descubriremos que el mundo es un don que se renueva a cada instante. Esta es la tarea del superhombre, cuyo poder creador le permite “participar en lo monstruoso del ser”. El tiempo es un círculo sin salida y debemos encontrar la fuerza para aceptar que no podemos abandonarlo. El tiempo es como una serpiente y solo conseguiremos vencer el miedo que nos inspira cuando logremos morderle su cabeza. “El mundo ha de mostrar su carácter monstruoso” y el hombre ha de renunciar a su vieja aspiración de impregnarlo de sentido, transformándolo en su hogar. Ese es el mensaje de Zaratustra: deshumanizar la naturaleza, naturalizar al hombre. Aceptar que solo hay “puntos de voluntad que constantemente aumentan o disminuyen su poder”. 
Safranski recrimina a Nietzsche que su filosofía identifica la voluntad de poder con un principio biológico y materialista, no muy alejado de la idea de una causa primera. De este modo, “el crítico del trasmundo metafísico se deja seducir por los trasmundos de las ciencias naturales”. Por otro lado, al hablar de un partido de la vida que se ocupe del “cultivo de una humanidad para un destino más alto, incluida la aniquilación sin contemplaciones de todo lo degenerado y parasitario”, Nietzsche, que admiraba el código de castas de la India, ofrece una inmejorable plataforma teórica a la biopolítica que aplicó la dictadura nazi durante su nefasto mandato. No hay que olvidar que Hitler consideraba que sus medidas tenían un carácter profiláctico, cuyo sentido era la preservación de una cultura superior.
Para Heidegger, Nietzsche sigue estando prisionero de la metafísica en la medida en que consuma, de una determinada manera, la tendencia fundamental de ésta. Al interpretar el ser como valor, al convertir los problemas ontológicos en problemas axiológicos, recae en la perspectiva platónica de la metafísica, que identifica el ser con lo ente. Eugen Fink opina, no obstante, que cuando Nietzsche concibe el ser y el devenir como juego no se encuentra ya prisionero de la metafísica; tampoco la voluntad de poder tiene entonces el carácter de objetivación del ente, sino una dimensión apolínea. El superhombre es un jugador, no un déspota o un gigante que se apropia del mundo mediante la voluntad de poder. El superhombre participa en el juego del mundo y asume todo lo que acontece. No acepta la fatalidad, sino que participa en el juego del devenir. Su actitud es lo que los estoicos llamaron amor fati. El amor fati es la armonía cósmica entre el hombre y el ser en el juego de la necesidad. La idea del eterno retorno borra la oposición entre pasado y futuro. La voluntad ya no está abocada a querer hacia delante; ahora puede querer hacia atrás. El tiempo revela su secreta fecundidad: el pasado está abierto al porvenir y el futuro disfruta de la consistencia de lo que aconteció. Es el gran sí a la vida. 
No podemos fijar una imagen definitiva de Nietzsche. Su pensamiento es una fronda sumida en una penumbra espesa. A veces, llegamos a un claro y nos deslumbra su sabiduría solar, pero apenas nos alejamos un poco reaparece la negrura. Nietzsche intenta desmontar el edificio de la metafísica occidental, pero carece de un lenguaje capaz de culminar con éxito la operación. De ahí que invoque la música y la poesía como únicas expresiones con el poder de expresar la verdad del ser. El ser es el único Dios que el superhombre puede adorar. Nietzsche opone la figura de Dionisos a Cristo. No habla de redención, sino de amar el sufrimiento, pues es inseparable de lo único santo: la vida. Por eso, la idea del eterno retorno es “el gran pensamiento educador”, que significa la presencia de lo infinito dentro de todo lo finito. La muerte de Dios representa el reconocimiento del tiempo como dimensión verdadera de todo ser. Frente al idealismo, Nietzsche quiere restituir la conexión fundamental entre ser y tiempo. El cuerpo es lo único real. Somos tierra y el crimen más horrendo es delinquir contra la tierra. Como afirmó Max Scheler, Nietzsche dio a la palabra “vida” una resonancia áurea; fundó la “filosofía de la vida”. Su filosofía política no es nada original. Solo encierra los prejuicios de su época. Su negación de Dios no es tanto un asalto contra la esperanza como el anuncio de una nueva aurora, donde la muerte, lejos de ser un acontecimiento negativo, revela su fertilidad. Nietzsche se rebeló contra la idea de una eternidad que implicara la continuación ilimitada de lo existente, pero no contra un infinito que garantiza la pervivencia del ser. La vida es eterna; nosotros no. La sabiduría trágica de Nietzsche nos revela nuestra condición de centauros: mitad animales, mitad dioses, nuestro destino es deambular por esa tierra fronteriza donde la vida y la muerte se fecundan mutuamente.

"Tejedor de mitos: de eros, tiempo y poesía" por Natalia Carbajosa


La juventud y la belleza que entran por los sentidos, sostenía Boccaccio, contribuyen a la perfección de las facultades del alma. Lo sensorial y lo perecedero nos llevan de la mano hacia lo espiritual y lo inmortal. En principio, y solo en principio, parece ser el camino a la inversa el recorrido por Gustav von Aschenbach, el atormentado e inolvidable héroe de Muerte en Venecia. Nada tan esclarecedor o tan ambiguo, en este sentido, como la ensoñación por la que el protagonista de la novela de Thomas Mann se transforma en un Sócrates apócrifo dirigiéndose a su discípulo Fedro. Aunque el extracto ha sido ya referido una y mil veces, retomo aquí sus primeras palabras: «Porque la belleza, Fedón, nótalo bien, solo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu».

Maravillosa afinidad de pensamiento entre los jóvenes boccaccianos y el intelectual decadente nos resulta este comienzo. ¿Por qué entonces, al continuar leyendo, advertimos que los argumentos de Aschenbach se apartan de esta incipiente confluencia para llevarnos, precisamente, a su contrario?: «Pero, ¿crees tú, amado mío, que podrá alcanzar alguna vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquel para quien el camino que lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono la decisión a tu criterio) que este es un camino peligroso, un camino de pecado y perdición, que necesariamente lleva al extravío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; (…) ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos?».

Se han escrito comentarios y análisis sin fin sobre el sentido de este extracto y su relación con el resto de la obra y, en concreto, sobre la verdadera interpretación del alma de Aschenbach. A mi juicio, ese «abandono la decisión a tu criterio» hace vano cualquier conato de conclusión definitiva. Pues, como mínimo, el lector se preguntará: ¿le es posible al poeta crear algo sublime y digno de ser recordado, sin ese extravío que lo vuelve como mínimo inapropiado para la aceptación social? Sin la sombra de Eros cerniéndose sobre su propia sombra mortal, ¿puede obrarse ese milagro? ¿Y no existimos todos los demás gracias a esas obras que le ponen visión, música y palabras a lo que sentimos, soñamos y anhelamos también más allá de la versión socialmente aceptada de nosotros mismos?

Indefectiblemente, volvemos en este asunto, una y otra vez, a la casilla de salida: belleza y juventud. Y cuando ambas se han perdido, como en el caso del héroe de Mann, expresado en versos del poeta argentino Roberto Juarroz, «solo queda un recurso: / convertir la pérdida en pasión». Pasión y muerte del artista.

Hace tiempo escribí el siguiente poema:

Edades

¿Desde cuándo envejecen? ¿Desde cuándo
translucen todas sus edades superpuestas?
En aquel
que hoy habita en un traje de viejo
¿por qué al mirar despacio asoma el hombre
que treinta años atrás pisaba el mundo
con el brillo y la apuesta hechura
de la madurez,
sin el vaho que encorva y vuelve opaca
la médula del deseo? ¿Y por qué
—elocuente a su pesar—, y tantos juntos
en todos los rostros sobre el mismo
van trazando el esbozo
gastado y a la vez recién marcado
en este colosal, pues colectivo
lienzo?

Se trata de un poema fácilmente comprensible, clásico en su composición, que descansa sobre el ritmo endecasílabo, y de filosófica factura: se lamenta el paso del tiempo detectado en uno o varios rostros cualesquiera, como los que nos cruzamos a diario por la calle, máxime en este mundo occidental en el que cualquier ciudad atestigua el envejecimiento de su población. Esta anécdota inicial, individual (miradas que se cruzan momentáneamente entre desconocidos), acaba convirtiéndose en un lamento «colectivo»: cada rostro es parte de un lienzo o sudario universal, impersonal, que acaba o acabará envolviéndonos a todos.

Solo después de dar por buena esta versión del poema, advertí que el verso que lo divide en dos mitades más o menos proporcionadas (en la primera se constata el envejecimiento de los rostros vistos al azar; en la segunda se establece esa extrapolación con el común envejecer), contiene una expresión que, más que dividirlo, lo hace sangrar: «la médula del deseo». El suyo es un tajo, una herida que casi adquiere relieve, tal como si apareciese destacado en negrita y en color frente a la monocromía del resto de la composición. Todos los demás elementos, anteriores y posteriores, se convierten en merodeos para llegar o regresar a ese centro doliente.

Envejecer se convierte, así, en algo mucho más trascendental que los achaques, la decadencia corporal o las arrugas. Envejecer es dejar de desear, física (la médula) y espiritualmente (del deseo). Envejecer es pasar, de aquella «ola de la vida, impersonal e inmortal» de la que hablaba Kathleen Raine, a la ola de la muerte, impersonal… y, fuera de toda duda, mortal.

Tomemos ahora el siguiente poema del nobel sueco Tomas Tranströmer:

Garabatos a fuego

En los meses sombríos centelleaba mi vida
solo cuando hacía el amor contigo.
Como la luciérnaga se enciende y se apaga, se enciende y se apaga
—uno puede seguir a ratos su trayecto
en la oscuridad de la noche, entre los olivos.
En los meses sombríos el alma estuvo hundida
y sin vida
pero el cuerpo iba derecho a ti.
Mugía el cielo nocturno.
Nosotros ordeñábamos el cosmos a escondidas y sobrevivíamos.

He aquí un caso curioso de salvación del alma por el cuerpo: cuando se ha perdido la fe en la vida, son los gestos del cuerpo y, entre ellos, aquellos que escenifican el acto amoroso, los que toman las riendas de ese sujeto escindido; diríase que de forma mecánica y, sin embargo, en este poema en concreto, se transmite una ternura a prueba de toda automatización. El sujeto se pliega a una hibernación temporal de su mitad esencial; de ahí la luz intermitente de la luciérnaga y la repetición de «en los meses sombríos», que lleva implícita la idea de que han de volver los luminosos. Pero no renuncia al «nosotros» que, a falta de una mayor capacidad de entrega, envía al cuerpo en su precaria embajada. El único «yo» sobre el que empezar reconstruirse, en este ejemplo extremo, es por tanto el cuerpo, aunque no estático y en soledad: el cuerpo en tanto materia viva en busca del encuentro con el cuerpo amado.

La pérdida de la fe que abruma a esa alma «hundida / y sin vida» del poema me lleva, indefectiblemente, a las siguientes palabras de Claudio Magris en su ensayo y libro de viaje El Danubio: «No es necesaria la fe en Dios, basta la fe en las cosas creadas, que permite moverse entre los objetos persuadido de su existencia, convencido de la irrefutable realidad de la silla, del paraguas, del cigarrillo, de la amistad. Quien duda de sí mismo está perdido, al igual que quien, temiendo no conseguir hacer el amor, no lo consigue. Se es feliz junto a las personas que hacen sentir la indudable presencia del mundo, así como un cuerpo amado proporciona la certidumbre de esos hombros, de ese seno, de esa curva de las caderas y de su onda que sostiene como un mar. Y quien no tiene fe, enseña Singer, puede comportarse como si creyera; la fe vendrá después».

El poema de Tranströmer actualiza el «como si creyera» de Magris y Singer. Todo el mundo se reconoce, en algún momento de su vida, en esa dolorosa desconexión. Entonces no se percibe el mundo de los sentidos como un engaño ni como un extravío, sino todo lo contrario: como el único mundo posible; el único camino de vuelta a casa, por el que el cuerpo solo tiene que ir abriéndose paso hasta que, cuando sea la hora, le dé alcance el alma descreída y vuelvan a ser una sola materia/esencia. En ausencia de fe, el cuerpo es la única fe posible.

Año 2035


Año 2035, Miguel Bosé es presidente de España. Desde que se demostró que la conjura de Bill Gates contra el mundo era real, los españoles nos volcamos con el excantante y le rogamos que formara un partido político para salvarnos de la ciencia. Ganó las elecciones, hizo derruir los hospitales y se rodeó de una curia religiosa santificada para acabar con el demonio. Sí, el demonio sigue acechando en 2035, a pesar de que el moderno tribunal de la Inquisición regido por el cardenal Cañizares ha hecho una gran labor por expulsarlo de España. La mano derecha de Cañizares, el exministro Fernández Díaz, fue el que consiguió atrapar a Bill Gates y, tras una tortura tradicional (qué gusto volver a la tradición), le hizo confesar su participación en la creación del coronavirus y en el impulso de la firma de moda lanzada por Sergio Ramos en 2030. 
Tanto Fernández Díaz como Cañizares rozan los 100 años. Su longevidad está determinada por el acuerdo que han firmado con el Santísimo para erradicar al demonio de la piel de toro. Hasta que no acaben con él no morirán. Son los únicos que pueden hacerlo y el Señor los conservará en formol cuanto sea necesario. En los presupuestos de 2035 se contempla la organización de procesiones diarias en petición de clemencia para la patria; la contratación de chamanes, que sustituirán a la malhadada Seguridad Social; y la financiación de coros de niños cantores ataviados con toga rojigualda y birrete del Real Madrid. Se exigirá un salvoconducto para salir a la calle, un tatuaje grabado en las nalgas con el lema, "Vade retro", infalible para apartar de nosotros al Maligno.