sábado, 4 de febrero de 2017

Adolescens III


H., H. y otra vez H.

Desde que H. cumplió su pena de expulsión, ha rectificado su comportamiento: en vez de verlo por jefatura una vez a la semana, lo recibimos una vez al día. Lo manda el profesor de Educación Física porque le impide dar la clase. H. dice que solo ha pateado un palo. Lo trae personalmente el profesor de Lengua porque tampoco le deja dar clase. El muchacho dice que no ha hecho nada. Lo manda la profesora de Inglés porque molesta constantemente a sus compañeros. H. alega que solo ha pedido un lápiz. Lo trae el profesor de Geografía e Historia porque ha llamado al móvil a otro compañero y a este le ha sonado su aparato en clase. H. dice que ha sido al revés. Lo comprobamos: revisamos el móvil del compañero. H. ha dicho la verdad, es posible que por primera vez. Me pide clemencia para el compañero cuando hacía un instante estaban a punto de pegarse. Pasa horas y horas en mi despacho. Su actitud es muy extraña. A veces llora; otras, apoya la cabeza sobre la mesa y se la tapa como si quisiera hacer desaparecer el mundo; otras, no se atreve a mirarme cuando le hablo. Al poco de estar en el despacho, me pide siempre tarea. No aguanta la inactividad. Ya se ha leído los mitos griegos en versión actualizada y ha empezado Las aventuras de Tom Sawyer y el Lazarillo de Tormes. Después de cada lectura, nos hace un resumen oral. ¿A ver si su problema es que ama la literatura tanto que desea ser expulsado para leer a los clásicos? Bueno, no sé. También se dedica a pellizcar la esponjilla de la silla y a tirarla por el suelo y no creo que quiera se tapicero, o sí.

"En las ruinas del Romanticismo" por Ramón Andrés


En las cabinas de popa, en las vigas de las goletas y bergantines, en esos veleros que anclaron en los crepúsculos de Caspar David Friedrich empezó a inscribirse, en el último tercio del siglo XVIII, el lema de Pompeyo: “Navegar es necesario, y no es necesario vivir”. Retomar esta antigua costumbre de navegantes es una alegoría de la conciencia romántica, la visión de una existencia concebida como viaje a lugar alguno. Azar, tempestad. Un periplo sin término: así es el mundo, así es el Yo que lo contempla. Europa, los acantilados, la bruma y una ermita lejana, un cielo de Philipp Otto Runge, la noche de marzo de 1797 en la que Samuel Taylor Coleridge leyó en casa de los Wordsworth La oda del viejo marinero. El albatros que cruza por aquellos versos es, en realidad, una veleta, la necesidad de un viento norte. Por entonces el cuerpo de Mozart, cubierto de cal viva, se había deshecho en no se sabe qué fosa de Sankt Marx, el cementerio vienés, a 15 minutos del Danubio. Era el tiempo en que Beethoven, todavía muy joven, había dado a su editor Artaria las Sonatas para violonchelo op. 5. Una de ellas, la escrita en sol menor, la tonalidad que, según Johann ­Mattheson, servía para expresar tanto el lamento como una alegría moderada, es extraña, problemática. Un augurio.
Nada que construir, la historia vivía de sus vaticinios. Las premoniciones se estaban cumpliendo, sobre todo una: la llegada del peor huésped, el más incómodo, como Nietzsche llamaría al nihilismo. La Razón, su lógica objetiva, parecía algo ajeno a quienes habían oído gritar en la Bastilla y más tarde respirado la pólvora napoleónica. El Romanticismo fue un tejado a dos aguas: todo conducía a precipitarse; el único asidero estaba en lo más alto, en lo más peligroso también. Estar arriba significaba hacerse visible, obligarse a ser un espectador de sí mismo, como hacía Goethe, todavía joven, cuando subía al campanario de Estrasburgo para sentir el vértigo de su existencia. En una de las pinturas rojizas de John Martin, que ilustró El paraíso perdido, un bardo, en lo más áspero y peligroso de un abismo, clama con el arpa en la mano; puede caerse en cualquier momento, una ráfaga, un traspiés devolverlo a su conciencia, es decir, a su certidumbre de “ser para la muerte”. Pero en un cuadro de Friedrich encontramos una figura todavía más inquietante si cabe: en los Acantilados blancos en Rügen, un hombre está echado, como gateando. No podría estar de pie, su idea de destino se lo impide; se acerca al precipicio, se asoma cauto, mira el cortante, un cosquilleo en el vientre. Así es su estar en el mundo: ingravidez y presentimiento, el mismo que sentían los lectores cuando abrían las primeras páginas del Werther. El Romanticismo está hecho de caídas y de quejas, de asombros y de melancolías.
Pasado el entusiasmo de los ilustrados, se hacía difícil entender aquella lección que Hegel repetía cada mañana: aprender a decepcionarse. Así tomaba cuerpo la subjetividad, así empezó a despertar un individualismo que debía mucho, también, a la supuesta inocencia rousseauniana y a su cultivo de una mirada gótica convertida en interior, sólo en interior; lo demás era escenario y hostilidad, oposición. Hablamos del mundo y de las consecuencias que debían pagarse por la religiosa aspiración a la verdad que fue anunciada a guillotinazos en el Siglo de las Luces. Este anhelo, de imposible cumplimiento, acabó corroyendo a las generaciones de Kleist. Nada era como había sido prometido; nada respondía, sino episódicamente, a esa adicción a la vitalidad, al entusiasmo que se dice tuvieron los románticos. La utopía se redujo a renacer de lo perdido, a bracear por las aguas del Rin corriente abajo como hacía Robert Schumann cuando, en medio del delirio, se arrojó a ellas. Decía que un “la” le torturaba los oídos, una nota, un solo e insistente sonido ponía música al pesimismo que había desencadenado —oh, Prometeo…— aquella enseñanza kantiana que nos reduce a ser siempre modestos alumnos, a reconocernos como miembros de una sociedad endémicamente inmadura, dependiente de ilusiones, autoalentada a golpes de poder, es decir, de destrucción. De ahí la necesidad, pueril y continua, de volver a casa, de ahí los caminantes solitarios y su afinidad con la niebla, tan abundantes en la pintura y la poesía: en realidad habían enfermado de nostalgia, querían regresar y no podían; esto explica su amor a las canciones populares, a las letrillas y los Volkslieder, a la nación, a la Edad Media y su lumbre cristiana. Este retorno a las ruinas del espíritu fue el que Nietzsche jamás perdonó a Wagner. No consintió aceptar de nuevo el pecado original, y dijo, de una vez por todas, no a la imploración. La necesidad de encontrar sentido como fuerza ordenadora; la metafísica que sólo era el testimonio del cuerpo de un dios todavía caliente, aunque muerto hacía mucho; el idealismo que hoy ha quedado reducido a la idea de supervivencia, son las secuelas de aquella época saciada de sí misma que se articuló entre los siglos XVIII y XIX. Su bisagra es la imagen del tejado a dos aguas del que hablábamos que no ha cubierto lo suficiente; los días eran y son intemperie. Es aquel un legado que entendemos muy bien. Mejor no vivir engañados.
Quizá no sea casual que en poco espacio de tiempo hayan aparecido tres libros a través de cuyas páginas quien lo desee puede “reconstruirse” y reconocerse como herencia de aquel nihilismo que estaba a punto de estallar: su deflagración nos ha manchado de totalitarismos, fobias y narcisismo. El de Richard Holmes, Huellas. Tras los pasos de los románticos (Turner, 2016), cuenta con un índice que no puede resumir con más acierto el trayecto mental de aquel momento, y por este orden: “Viajes”, “Revoluciones”, “Exilios”, “Sueños”. Floreced mientras. Poesía del Romanticismo alemán (Galaxia Gutenberg, 2017), obra de Juan Andrés García Román, es un cuidado y valioso ejemplo de cómo articular una antología y una sensibilidad que, al igual que sucede en el poema final de Heinrich Heine, canta a unos dioses declinantes de Grecia, desposeídos ya de sus dones, como nosotros cantamos a una modernidad desmantelada. El tercero explica de la manera más nítida lo que dejó tras de sí el pincel negro y último de Goya, el exilio de los intelectuales españoles, el fusilamiento de Torrijos, el pistoletazo de Larra: vendrá la soledad sentida como asilo en el poema de Martínez de la Rosa; el preferir “el daño a la ventura” de Ros de Olano; el odio a la vida y al mundo que se resuelve en tedio de Gómez de Avellaneda: es la edición, exacta, de Ángel L. Prieto de Paula, Poesía del Romanticismo. Antología (Cátedra, 2016).
Lo que deja ver la filosofía del Romanticismo, también su literatura y su música, su arte, es el pulso, la tendencia a la totalidad, el continuado cultivo de ideas irrealizables —para el bien de todos, la complaciente explotación del fracaso y hacer de eso una insignia—. A menudo sintieron la marginalidad, como solemos hacer nosotros, sin moverse del centro, o mejor, de su centro. Como nunca antes se elaboró un victimario del que somos herencia todavía. Los románticos —al menos una parte de ellos— tuvieron una gran permisividad con el infierno, pensaron que en sus llamas estaba Mefisto, y que el arrojo de Lérmontov las combatía mientras cabalgaba Un héroe de nuestro tiempo. Fue una proyección sin fin; no sabían, o no quisieron saber, que en ese averno solamente estaba la familia de siempre, la de los sordos polvorientos, que es como Chateaubriand llamó a los muertos.
Memorias, ultratumba, descenso. Pero en ocasiones la ascensión es bajar al fuego. Hölderlin escribió hasta tres versiones de La muerte de Empédocles; cada una de ellas, y de manera progresiva, muestra una mayor condensación, una senda mejor trazada hacia la subida que conduce al cráter del Etna, donde se dice que el filósofo presocrático desapareció entre la humareda. No sabemos si se arrojó por orden suprema o por la voluntad de ser dios, como sostuvo Giorgio Colli. En cualquier caso, ese camino de ascenso describe el “deseo de perdición”, la atracción romántica por la destrucción, lo contradictorio de una mentalidad que concibió desde el individualismo lo universal. Esto debería hacernos pensar, bien arraigados como estamos aún en aquella tierra recorrida por gentes que a cada paso creían dejar un paisaje abandonado. Los versos de un poeta menor, aunque de interés, Gabriel García Tassara, resumen el problema que todos podemos entender cuando hablamos de Romanticismo y de su prolongación: “Que nuestro mundo sea / el círcu­lo no más de nuestra sombra”. 

Reseña crítica de "El pensamiento crítico de Rafael Sánchez Ferlosio" del amigo Juan Antonio Ruescas


En este artículo de la Revista Claves de Razón Práctica nº 250 Ernesto Baltar analiza el libro de Juan Antonio Ruescas sobre el escritor y pensador español Rafael Sánchez Ferlosio. Ruescas ha sabido compendiar las principales obsesiones que han nutrido el pensamiento de Ferlosio, aclara sus conceptos fundamentales y elabora una síntesis iluminadora sobre su trabajo y aportación al pensamiento contemporáneo. 
[Comienzo del artículo]
Por fin un libro se atreve a analizar las claves del pensamiento de uno de los mejores escritores españoles contemporáneos. Lo hace además con seriedad y finura, ofreciendo una excelente introducción -sencilla, rigurosa, ordenada- a un pensamiento en extremo complejo; complejo no tanto por la dificultad de sus conceptos o presupuestos filosóficos (coincidentes en gran parte con la Escuela de Fráncfort) sino sobre todo por las peculiaridades estilísticas del autor, entregado a una escritura concienzuda y laboriosa que podríamos caracterizar como "pasamanería de la sintaxis".
Rafael Sánchez Ferlosio (Roma, 1927) comenzó su andadura creativa como novelista de éxito con Alfanhuí El Jarama, pero enseguida quiso huir del "grotesco papelón del literato" y decidió recluirse en su casa para dedicarse por entero al estudio de la gramática, centrando desde entonces su escritura en el género ensayístico y en los artículos de prensa. Precisamente en el último año la editorial Debate ha reunido estos trabajos de no-ficción en dos gruesos volúmenes, bajo el título de Altos estudios eclesiásticos Gastos, disgustos y tiempo perdido, respectivamente. La novela El testimonio de Yarzof, publicada en 1986, fue una milagrosa excepción a esa decisión tajante, categórica, de no escribir más ficción.

martes, 31 de enero de 2017

"El ingenio y la hondura de Juan Bonilla" por Martín López-Vega


La brillantez de la obra de Juan Bonilla (Jerez de la Frontera, 1966) repartida por su obra en prosa y verso, ha planteado a menudo a sus lectores una pregunta de difícil respuesta: ¿qué tal conviven el ingenio y la hondura? En sus mejores pasos, la respuesta de la obra de Bonilla es contundente: de maravilla. En la memoria de cualquiera de sus lectores están esos versos suyos que han hecho que sepamos lo que pasa cuando a la rutina se la cae la t o que la verdad ya no es más que un periódico de Murcia. Como con casi todo, el problema está en dar con la justa medida, en elegir, de todas las ocurrencias, solo aquellas que trascienden el chiste.
Poemas pequeñoburgueses (Renacimiento) es el nuevo libro de poemas de Juan Bonilla tras recopilar sus versos anteriores en Hecho en falta (Visor). La primera parte, titulada igual que el libro, nos devuelve al Bonilla que no renuncia a buscar una sonrisa en el lector, pero no solo una sonrisa: “Oh Insolvencia, tú sí que sabes / el nombre exacto de las cosas”, termina el primer poema, titulado “Herencia”. Ese tono convive con otro más grave, el de poemas como “Ya no más”, que arranca: “El futuro pasó como una guerra / de antepasados parlanchines, / condecorados por no ser valientes, / por no haber entrado en el combate, / no haber muerto / y poder inventarse alegremente / la guerra en la que no estuvieron nunca”. “Desiderata” enumera los libros que no cuenta con encontrar en librerías de viejo: “Me moriré sin conseguirlos”. “Apuntes de bachillerato” es una serie de poemas cuyos títulos remiten a asignaturas. “Belleza es todo aquello / que te la ponga dura”, dice “Historia del arte” (para señores, habría que añadir). De lo grave a lo leve transita Bonilla usando siempre un tono llano y conversacional que deja todo el riesgo en manos de su ingenio. Todo lo demás tiende a la contención: ni en la sintaxis, ni en la elección del vocabulario, ni en la estructura de los poemas hay nada que se salga de lo que uno esperaría de un poeta de aquellos que llamábamos de la experiencia. Salvo el talento que salva con una pirueta final unos poemas que fácilmente podrían haber acabado en lo banal.
Otra historia encontramos en la segunda parte del libro, titulada “El día de regalo” y subtitulada “Borrador de un poema”, un poema que volvería por sí solo a Juan Bonilla como uno de nuestros poetas imprescindibles. El poema arranca hablándonos de alguien que inicia su día haciendo todo aquello que detesta. ¿Por qué? “Digamos que es costumbre familiar. / Cuando se muere un padre alguno de sus hijos / tiene que regalarle un día, / hacer durante un día las cosas que el difunto ya no hará, / ponerse en su lugar”. El poema avanza convirtiéndose en un entrelazado de biografía del padre, reflexión sobre las relaciones paternofiliales y esas pequeñas cosas que son nuestro autorretrato sin que nosotros lo sepamos. El poema es un borrador porque espera que “algún día mi hijo lo descubra entre mis cosas, / y piense: un día de regalo, vale, padre”, “y me regale uno de los milagrosos días de su vida / cuando el milagro de la mía haya terminado / y corrija y termine este poema”. Creo que ganaría limando algún exceso conversacional (“ya te digo”, ese “qué cabrón” repetido) por su redundancia; el tono del poema ya es conversacional, y cargar las tintas demasiado en eso reduce la tensión del poema. Pero es un poema enorme, que no debería faltar en ninguna de las antologías que de este tiempo se hagan.
“Cincuenta años de éxitos”, tercera parte del libro, remeda en su título el de la primera entrega publicada de Bonilla (entonces eran justo la mitad, 25). “Canicas en un bote de cristal”, primer poema de la sección, es un borrador de autobiografía a base de recuerdos: “Cincuenta años, Juan Bonilla. / Mi más sentido pésame. / Mi felicitación más fervorosa. // A partir de este punto recomiendan / caminar siempre de espaldas / para que el futuro se empequeñezca en el retrovisor: / tienes toda la muerte por delante”.
La ironía es un ingrediente peligroso en poesía. Es un antídoto que impide al poeta ponerse estupendo, pero que tiene la peligrosa contraindicación de volverlo superficial. Casi siempre Juan Bonilla la administra con maestría, pero sin duda consigue sus mayores logros cuando usa apenas unas gotas. Por eso poemas como “Caminas en un bote de cristal” nos dejan una sonrisa pensativa y otros como “El día de regalo” nos conmueven y nos cambian. Por eso Poemas pequeñoburgueses es un título ingeniosillo, que no hace justicia a los poemas enormes que contiene.

domingo, 29 de enero de 2017

"Viaje al fin de la noche" por Juan Arnau


Decía Platón que los seres se transforman unos en otros según ganen en inteligencia o estupidez. Un hombre podía convertirse en planta por pura pereza. A esa metamorfosis Dante añade el amor. Y concibe su inferno como ese lugar, ese estado de ánimo, donde no cabe su acción transformadora (del amor como actitud, pues el amor como sentimiento también puede ser infernal). Un invierno eterno. El paraíso, su contraparte, es la armonía de inteligencia y amor. Por la montaña inversa del averno desciende Dante, guiado por Virgilio, hasta el noveno círculo (el número de Beatriz), itinerario ineludible para llegar hasta su difunta amada. Un viaje al interior que es también un viaje de transformación.
Todo esto no era nuevo en la época del florentino, existían precedentes antiguos del viaje a través de los mundos: el vuelo chamánico, el viaje de Ulises al país de los cimerios, el descenso de Orfeo a los infiernos o las incursiones de bodhisattvas en abismos budistas. Como región simbólica, el infierno era etapa de un camino espiritual y emblema de cierto grado de iniciación, lo que emparenta a Dante con la cábala hebraica y el misticismo sufí. Y esa hermandad va mucho más allá si consideramos que la Comedia, la gran joya del medioevo cristiano, es una variación de ciertas leyendas islámicas, algo que probó, hace ya casi un siglo, un estudioso español. Asín Palacios cotejó el sacro poema con los hadices y la escatología musulmana, concretamente con el viaje nocturno o isrá en el que Mahoma visitó las mansiones infernales. La sorpresa fue que la arquitectura infernal de Dante era trasunto de la de Ben Arabí, confirmando la procedencia oriental de relatos que se creían de origen celta. Dante, al que todo el mundo (incluso él mismo) consideraba aristotélico y tomista, resultaba ser neoplatónico e islámico. Pero ello no fue obstáculo para que Dante pudiera haber pertenecido a una orden de filiación templaria, pues está bien documentada la conexión entre el hermetismo y las órdenes de caballería, siempre proactivas en los intercambios con Oriente.
Conforme descienden los poetas, más firme es la atadura de las sombras que encuentran. En los primeros círculos se purgan los pecados de incontinencia, los más comprensibles para la justicia divina (lujuria, gula, avaricia), mientras que en las profundidades se castiga la bestialidad y la malicia. Los violentos contra sí mismos, los violentos contra el prójimo y los violentos contra Dios. Los codiciosos de lo terrenal están boca abajo, no pudiendo alzar la mirada a las estrellas, los suicidas se transforman en árboles, los aduladores están recubiertos de heces, los adivinos tienen la cabeza vuelta a la espalda, sombras que quieren llorar y no pueden. Cada cual es hijo de sus actos y es trasmutado por ellos. Hay una escena que no cede en horror a ninguna otra. En el segundo recinto del noveno círculo, un gélido lago aprisiona el alma de los traidores. Helados en la misma fosa, el conde Ugolino roe con furor el cráneo del arzobispo Ruggieri, que lo encerró en vida en un torreón y lo dejó morir de hambre junto a sus hijos. El odio fabrica desgraciados y de esta forma renuevan su dolor.
Toda la cultura europea está impregnada por la Comedia, por las emociones que evoca, por su intensidad y exactitud. Borges recomendaba olvidarse de la erudición y atenerse al relato. Poco importan las querellas entre güelfos y gibelinos, la batalla de Montaperti, las alusiones míticas o escolásticas. La poesía nació de la épica y la épica es narrativa. De ahí que si se desconoce el toscano medieval, sea mejor leerla en prosa (en verso castellano resulta agotadora, pese al magnífico esfuerzo de Ángel Crespo). De este modo es posible seguir el hilo mágico de un relato que tiene una inteligencia oriental. El proceso iniciático de Dante (de cualquier hombre) reproduce el cosmogónico, idea recurrente en el pensamiento védico y neoplatónico. Realizar las posibilidades del ser así lo exige. “¿No veis que somos larvas para formar la mariposa angélica que a Dios mira de frente?”, dice Dante evocando a Ovidio y anticipándose a Kafka. El hombre está destinado a la metamorfosis, y las hay regresivas y evolutivas. Unos se convierten en planta o mineral, otros, como Beatriz, en ángeles. El espíritu tiene una vocación ascensional, pero para realizarla debe aligerarse. Los hombres, nacidos de la carne, no son sino gusanos, pero gusanos que lo divino puede trasmutar en ángeles.

La tesis es simple: el infierno existe, pero es un lugar de paso. El budismo planteó la cuestión en estos términos: ¿hay seres que por su ceguera y terquedad están privados para siempre de la experiencia del despertar? Dicho de otro modo: ¿hay pozos inexpugnables o existencias irremediablemente oscuras? ¿Tiene este universo seres a los que nadie podrá rescatar o siempre hay oportunidad, por nimia que sea? Lo que para la imaginación era un infierno, es, desde esta perspectiva, un tránsito purificador que lava el alma para vestirse de lo divino. Hay que afinar la sensibilidad. Uno se convierte en lo que mira. No todas las naturalezas pueden ver a Dios, pues verlo y crearlo es una misma cosa. Ese es el secreto de la participación.

sábado, 28 de enero de 2017

Adolescens II


"F., H. y Á."

F. R. tiene nombre de emperador romano o de caballero medieval o de grupo musical alternativo. En realidad, es un muchacho de doce años que no ha empezado todavía a crecer. Se parece a Rocco - el de Rocco y sus hermanos-. Su perfil no es tan perfecto como el de Alain Delon, pero hubiera dado mejor como protagonista de la película que el propio actor francés.
En menos de un mes de clase, ha logrado la hazaña de ser expulsado junto a dos de sus compañeros. Es nuevo en el centro. Acaba de llegar del colegio de primaria y no le ha intimidado el hecho de encontrarse con chicos mayores ni le ha impresionado un ambiente desconocido. F. es agresivo. No controla su mal genio y no conoce la frontera entre el bien y el mal. Golpea en cuanto tiene ocasión, desafía al profesor de Educación Física (el más serio y fornido del claustro) y se comporta con impasibilidad cuando se le reprende. Es el Clint Eastwood de 1º de ESO. Aborda una bronca del Director como el actor americano un duelo bajo el sol.
Hoy le ha pegado un puñetazo en la barriga a un compañero suyo y unas patadas violentas en la espinilla porque el otro le ha golpeado fortuitamente con el brazo durante una carrera. F. lo cuenta y se defiende sin pasión, sin nervios, con absoluta naturalidad. Como si el papel de acusado lo sufriera todos lo días. Como esos delincuentes habituales que están cansados de declarar ante la policía y lo hacen con el mismo desparpajo que quien saca dinero del cajero.
F. es bajito, peina la raya a un lado y su rostro redondo no expresa ninguna emoción: ni rabia, ni ira, ni desencanto, ni abulia, ni por supuesto arrepentimiento. Su padre apenas para por casa y su madre parece intimidada por la actitud indolente del muchacho. En la reunión de expulsión, intenta disculparlo y él muestra el rostro de Rocco antes de la pelea o el de Clint después de cargarse al malo.
Uno de sus profesores nos habla de los problemas que tuvo en los tres últimos cursos de primaria, durante los cuales, las agresiones a compañeros y los desafíos a los maestros eran continuos. No tomaron medidas drásticas porque consideraron que un niño de nueve, diez u once años era aún recuperable para las buenas prácticas ciudadanas. “Lleva el conflicto en los genes”, sentencia. Mientras tanto, F. atiende a las diatribas del director y a la defensa de la madre con la misma mirada bovina. Como las putas de las rotondas ven pasar los coches.

H. viene de otro país. Pronuncia un español perfecto, sin asomo de acento extranjero. Se ha criado en España y se cagó sobre la tapa del váter del colegio cuando cursaba quinto de primaria (diez años). H. llora cuando le afeo su conducta: delante del profesor, ha soltado un “hijo de puta de mierda” contra un compañero que, según él, le había arreado una bofetada. Cuando vuelve a casa desde el instituto no suele encontrar a nadie. Su padre está en paradero desconocido y su madre vuelve del trabajo a las diez de la noche. Eso nos ha dicho el muchacho, porque no hemos podido hablar con su familia. A H. le caen lagrimones de plomo. Es de la misma altura que F., pero no tiene sus hechuras. H. se quiebra nada más recriminarle su comportamiento en el patio, cuando corrían en la clase de Educación Física. Se lían a golpes y a insultos ante el profesor y el director. Ellos y otro alumno, más desconcertado que ellos dos.

A. es el más alto de los tres. También se muestra compungido por lo que ha sucedido, como H., pero se excusa en las órdenes de su padre: “Me ha ordenado que al que se meta conmigo le arree”. Según su versión, F. le ha pegado una patada y él se ha girado y al primero que ha visto ha sido a H. Le ha dado una bofetada y luego, sin querer, ha golpeado a F. Las versiones coinciden, pero de una forma extraña, todos son inocentes. Para nosotros todos son culpables.

martes, 24 de enero de 2017

"Hay muchos Faulkner" por Juan Tallón




Hace algunas semanas, en una biografía algo cascada, leí que William Faulkner trabajó durante tres meses en la fábrica de armas Winchester, en New Haven (Connecticut). Me quedé de piedra, desconcertado ante la clase de trabajos que tienen que acometer a veces los autores para llegar a escribir algún día. Hasta ese punto aman la literatura. Por otra parte, me sentí fascinado, pues en un momento de nuestra infancia, cuando la televisión emitía wésterns a todas horas, los niños queríamos tener un Winchester y un caballo. Solo años después, quizá queríamos escribir como Faulkner. Me pareció que aquel empleo en la fábrica de rifles explicaba muchas cosas, aunque no sabía cuáles. Tal vez que Faulkner sería un gran escritor, antes o después. Un escritor, después de todo, no puede ser solo un escritor. En ese caso no tardaría en dejar de serlo. Hasta alcanzar esa condición, a menudo peregrina por otros empleos, incluso otras vocaciones. Hay muchos Faulkner en uno.
En el Taller de Escritura de Iowa, en la época en que Kurt Vonnegut impartía clases, una vez al año el autor de Matadero cinco daba una conferencia a los estudiantes en la que «me gustaba hablarles de los trabajos que podían hacer los escritores en caso de que se murieran de hambre». Los alumnos aborrecían aquella charla, que sin embargo resultaba sugestiva, ya que aprendían que para ser escritor a menudo había que ser cosas muy diferentes antes de llegar a serlo, o incluso mientras eran ya escritores. Faulkner era el mejor ejemplo. En Winchester Arms Company lo contrataron como oficinista entre abril y junio de 1918. Tenía veintiún años y aún era pronto para convertirse en un gran novelista. Entre tanto, cualquier empleo era bueno.
Solo unos días después de dejar la fábrica se alistó en la Royal Air Force como piloto cadete, partiendo hacia Canadá para recibir su instrucción, como si un novelista tuviese también que saber volar. El armisticio llegó antes de que concluyese el entrenamiento. Según algunas versiones, tuvo tiempo de sufrir un accidente aéreo. Años más tarde, cuando el profesor Henry Nash Smith trató de conocer su experiencia con los aviones en una entrevista para el Dallas Morning News, Faulkner contestó: «Yo solo los estrello». En cierto modo, también eso conducía a la literatura, que no debía conformarse con sobrevolar la realidad, sino entrar en contacto con ella.
En esa época, después de dejar la Royal Air Force y matricularse en la Universidad de Mississippi, con gran hastío, empezaron a armarse sus primeros poemas, que no se publicarían hasta 1924. Faulkner paga en ellos la influencia de Shakespeare, Swinburne, Wilde, Yeats, Wilde, Dowson o Verlaine. En contacto con la actividad universitaria, trabajó en la edición de The Mississippian y el anuario Ole Miss, en los que colaboraba con poemas, artículos y dibujos. Antes de escribir las grandes novelas que modificarían el rumbo de la literatura, y puesto que en esas fechas vivía con sus padres, se sacó algo de dinero trabajando de pintor.
Phil Stone afirmaba que podía «hacer casi de todo con las manos», destacando como «carpintero y pintor de brocha gorda». Su hermano John cuenta que pintó la torre del edificio de la Facultad de Derecho. En realidad, se pasó todo el verano de 1920 pintando, y con los cien dólares que ganó, «partí a Nueva York, con sesenta de esos pavos invertidos en el billete de tren». Una vez allí, su amigo Stark Young le encontró un empleo —otro— en la librería Doubleday, dirigida por Elizabeth Prall, que años después sería su benefactora. Lentamente se acercaba a los libros como destino. Pasados algunos meses, sin embargo, «fui despedido porque era algo descuidado con los cambios», reconocía el propio Faulkner, aunque Prall aseguraba que era un buen vendedor de libros, si bien algo tosco. «“No lea esa basura, lea esto”, les decía a los clientes que tomaban libros malos». Es cierto que «no mantenía su contabilidad en orden», admitía Prall.
De vuelta al sur siguió escribiendo poesía, y sus primeros relatos. No obstante, todavía aceptó un puesto temporal, que luego se convertiría en permanente, como encargado de correos en la Universidad de Mississippi. Estaba loco por la literatura, así que debía de seguir sacrificándose por esa pasión. Era diciembre de 1921 y mantuvo el empleo hasta 1924, cuando compatibilizó con el puesto de guía de los Scouts. En octubre de ese año se vio obligado a renunciar ante las quejas por su incompetencia. Años después, Phil Stone le escribió a un amigo y se mostró franco: «Fue el peor encargado de correo jamás visto». Después de esta etapa, en la que Faulkner ya había escrito algunos de sus relatos, como «Love», «Adolescence» o «Moonlight», se fue a vivir durante algunos meses a Nueva Orleans, donde entró en contacto con Sherwood Anderson, gracias a quien dirigió la atención hacia la novela. La peregrinación había acabado. Encerrado en un apartamento en el número 624 de Orleans Alley, William Faulkner empezó a escribir La paga de los soldados.

lunes, 23 de enero de 2017

"Ferlosio: por la calle de en medio" por Andrés Trapiello

El papel que tuvieron Unamuno y Ortega en la vida pública española y en el debate de ideas lo ha desempeñado en cierto modo durante los últimos cuarenta años Rafael Sánchez Ferlosio. Sin embargo, este reduce a Unamuno prácticamente a un puñado de ripios y a Ortega a unos cuantos ortegajos, palabra que él puso de moda y que no por jocosa es menos injusta. ¿No encuentra en ellos nada de valor? Por supuesto que sí. Esto es parte de su complejidad como intelectual. Porque, aunque no esté él muy de acuerdo, Ferlosio es un intelectual, alguien que se ha tomado en serio lo de pensar, un pensar que no necesariamente desemboca en la acción. De hecho, si de algo sospecha Ferlosio es de la acción, y si algo evita él con cautela es la acción.
La del intelectual es una categoría diferente de la del escritor o la del filósofo. La mayor parte de los filósofos seguramente considerarían a Ferlosio un escritor, pero no está claro que la comunidad de los escritores lo tenga por uno de los suyos, siquiera como venganza (Ferlosio ha confesado muchas veces que dejó de escribir ficción –novelas y cuentos que gozaron al mismo tiempo del éxito de verdad y delsuccès d’estime–, cuando decidió tempranamente no seguir interpretando “el bochornoso papelón del literato”).
Pero el suyo es un caso parecido al de Unamuno y Ortega. A Unamuno, autor de importantes textos filosóficos, lo consideramos más un escritor, y Ortega, autor de notables piezas literarias, sigue siendo para la mayoría un filósofo. ¿Y Ferlosio? ¿Cómo hemos de leerle, como escritor, como filósofo del lenguaje? Él tiró por la calle de en medio al describirse como “plumífero”.
Tenemos ante nosotros los dos voluminosos tomos recién publicados, con sus ensayos y escritos de no-ficción. Muchos de ellos aparecieron en los periódicos y contaron con un apreciable número de lectores, que los leía con verdadera devoción, insuficiente a menudo para desmigar su hermetismo. La culpa la tenía en parte el estilo, y eso que Ferlosio es todo lo contrario de un estilista. Nos referimos a la hipotaxis a la que su autor se ha referido en tantas ocasiones, esa capacidad que tiene un texto de implementarse en oraciones subordinadas, paréntesis y meandros que amenazan con estancar o colapsar el propio texto y dejar sin oxígeno al lector. Con los años ha reconocido que las responsables de su barroquismo fueron las anfetaminas, y que eso de la hipotaxis es en el fondo una presuntuosa bobada. Pero le cuesta no dejar de admirarla en ocasiones: “En la hipotaxis la frase ha de doblar limpiamente el cabo de Hornos, sin meterse por el estrecho de Magallanes”, ha dicho. O sea, el texto como un imponente bergantín a todo trapo.
Pero esa majestad de su prosa que ha admirado a unos, también ha desanimado a muchos. ¿Vale la pena leerlo?, se preguntan estos. Aunque el propio Ferlosio haya respondido a esto con bastante humor (“Yo estoy sobrevalorado” ha declarado alguna vez también, y hacía este autorretrato: “Yo tengo unas lecturas demasiado superficiales y demasiado pobres para hablar seriamente y con competencia de muchos autores que cito. No soy un hombre culto. Yo no soy más que un ilustrado a la violeta. He leído por encima. A veces acierto y digo las cosas bien. Pero solo eso”), sí, yo creo que merece mucho la pena leerlo. Desde luego ha valido la pena haberlo leído, día a día, durante estos cuarenta años.
En primer lugar por estar en presencia de alguien que ha pensado con una libertad inusitada y sobre todo tipo de asuntos peregrinos, en el sentido que se daba antiguamente a esta palabra. El punto de partida, como si dijéramos, la metodología, ha sido siempre el mismo, aplicar a las palabras la filosofía de la sospecha: las carga el diablo y conviene mirar sus costuras, porque es en ellas donde suelen anidar los piojos que infectan todos los lenguajes, principalmente los del poder.
Eso le ha llevado a escribir con escrupulosa precisión, como quien redacta prospectos de medicamentos. En cuanto al tono que emplea, ese tono tonante, valga el retruécano, esa imprecación, furia e indignación suyas con las que parece sermonear a sus lectores (La homilía del ratón tituló a uno de sus libros, él, que tiene aspecto de león viejo), hay que tomárselo más bien como otro rasgo de humor, pero no de mal humor. Es, digamos, su carácter, lo que lo hace característico, como a Charlot sus andares.
Y aunque los temas que le han ocupado sean numerosos, podríamos resumirlos en estos: contra la identidad y las patrias, empezando por España, y, por extensión, contra el Progreso, origen de la violencia y las expiaciones a que da lugar; contra la guerra, presentada como instrumento divino, y, por tanto, contra el Estado (“si aceptas el Estado, aceptas la razón de Estado”) y contra la épica, aunque, paradójicamente, por contagio acaso, su prosa tiene a menudo un empaque épico; contra las religiones que niegan el principio de realidad a favor de la trascendencia; y contra todo aquello que sustente cualquiera de las identidades, por insignificante que parezca, y de ahí que Ferlosio acabe disparando a todo lo que se mueve con el nombre de rock, Walt Disney, deportes, publicidad, museos, procesiones, cultura de masas, televisión; y, en fin, contra la literatura (sus caladeros son preferentemente extraliterarios y preliterarios, se llamen Plutarco, Bernal Díaz o don Pascual Madoz).

No es necesario tampoco que el lector muestre su acuerdo con todas y cada una de las tesis ferlosianas, para empezar porque el propio Ferlosio no parece precisar nuestro acuerdo ni lo contrario, pues se diría que escribe para aclararse él mismo esas cuestiones. La experiencia es única. Y cuando asistimos a  su pensar sin la mediación de la hipotaxis (como en la fascinante conversación que mantiene con Miguel Delibes hijo a propósito del fuego y de la naturaleza, publicada en uno de esos tomos, o cuando ha mantenido una entrevista con un interlocutor de altura, sea Azúa, o en la dedicatoria a su hija Marta, “quien más he querido en este mundo”, que le recuerda una “campanita de convento”, o en tal o cual pecio), entonces, es algo único. Nadie tan fino para descubrir el habla viva en los libros viejos o en la calle (su injusta denostación de El Jarama ha de verse como un rasgo de su dandismo, porque se nos olvidaba decir: Ferlosio ha sido y es, incluso con zapatillas de orillo y ese destartale indumentario suyo, uno de los hombres más elegantes de España, espiritualmente hablando me refiero) ni nadie tan sagaz como él para poner al descubierto las trampas sutiles del lenguaje. Podrá comprobarlo cualquiera en estos tomazos que ha editado Ignacio Echevarría, quien los ha dotado de unas oportunas y utilísimas notas. Si como Pirrón de Elis, el primer elitista de verdad, no practica la acción (“lo más sospechoso de las soluciones es que se las encuentra siempre que se quiere”, decía en uno de sus célebres aforismos), tratándose de él tampoco es grave.

sábado, 21 de enero de 2017

"No haber sabido mirar" por Antonio Muñoz Molina


La mirada magnética de Charles Baudelaire nos hipnotiza desde cada una de las fotos que le hizo su amigo Nadar. Es una mirada que traspasa pero que también huye, que se pierde en la lejanía o en el ensimismamiento. Es desde luego la mirada de un hombre enfermo, muy dañado por los efectos de la sífilis que contrajo en la primera juventud; y la de un hombre desalentado que va envejeciendo prematuramente sin encontrar una posición sólida en el mundo, sin domicilio fijo, con ingresos siempre desor­ganizados y mezquinos, condenado a una permanente minoría de edad financiera, porque dependía de su madre y de un administrador al que tenía que rogar para sacarle algún dinero. Baudelaire detestaba la fotografía, una de tantas novedades de la sociedad dominada por el comercio y la tecnología que le espantaba, pero en todos los retratos que quedan de él muestra una intuición muy poderosa de ese arte que para él no lo era, un sentido de la actitud y de la presencia muy adecuados para el medio.
La mirada de Baudelaire es una de las primeras miradas de escritor que conocemos de verdad, como conocemos las muy tempranas de otros que también posaron para aquella máquina que les forzaba a permanecer inmóviles durante poses muy largas y que despertaba en ellos el miedo primitivo a que les robara el alma. Parece que el primer retrato fotográfico de escritor que existe es el de Honoré de Balzac, tomado en 1842, apenas tres años después de que Louis Daguerre presentara públicamente su invento. En la misma década se fotografiaron los dos maestros a los que Baudelaire descubrió y tradujo al francés, encontrando en ellos modelos de inspiración y almas gemelas: Thomas de Quincey y Edgar Allan Poe.
De Quincey era un hombre diminuto y viejísimo cuando le tomaron su fotografía, encogido como una momia o una estatua de cera, un superviviente de una edad que de pronto se había quedado muy lejos, la del romanticismo temprano, la edad anterior a las máquinas de vapor, a la producción industrial y a los ferrocarriles. Sin duda por eso su foto irradia un peculiar anacronismo, como la foto imposible de alguien muy anterior al invento del daguerrotipo, uno de aquellos retratos de fantasmas que falsificaban con tanto descaro algunos médiums victorianos.
De las varias fotos que se conservan de Poe la más reveladora es la última, que le fue tomada en septiembre de 1849, dos meses antes de su muerte. Tiene el pelo escaso, despeinado y sucio, un lazo atado de cualquier manera al cuello de la camisa, una mirada entre de pavor y lástima de sí mismo, que se fija en el espectador con menos agudeza que la de Baudelaire y que también se pierde más lejos y más adentro, en un momento de introspección sombría sin duda facilitado por el mismo acto de posar: la inmovilidad forzosa, la mirada en el ojo de la caja de madera cubierta con un trapo negro que ya tenía algo de funerario en sí misma.
Es en parte la fotografía lo que hace de ellos nuestros contemporáneos. Y también lo es esa mirada de cada uno que ha visto con una mezcla de curiosidad asombrada y pavor el nacimiento de un mundo que ya es el nuestro: el del capitalismo pleno, el de las grandes ciudades, el de los periódicos de difusión masiva, el de la omnipresencia de las imágenes. Fue Baudelaire, discípulo de Poe y De Quincey, quien inventó la palabra modernidad y hasta la idea misma: el presente que ha de ser observado y estudiado en su fluida inmediatez, en su confusión y su ruido, el que requiere nuevas formas expresivas que puedan representarlo. Hasta entonces, la literatura y la pintura habían cultivado el heroísmo de lo antiguo: fue Baudelaire quien formuló por primera vez una forma de heroísmo que no estaba en el pasado ni en los museos, sino en la vida moderna, en los burgueses de trajes negros y paraguas y no en los modelos disfrazados de guerreros romanos. Fue él quien propuso la dignidad y la importancia del estudio de la moda como hecho estético, y el que creó el retrato probablemente más poderoso que se ha escrito nunca sobre un artista sumergido en su tiempo: El pintor de la vida moderna, publicado en tres entregas sucesivas en Le Figaro en 1863 (hay una edición reciente muy cuidada del Colegio de Arquitectos de Murcia). Hacía falta un nuevo arte, y una nueva escritura, y también un medio nuevo: no debe olvidarse que Baudelaire, de nuevo igual que De Quincey y Poe, fue sobre todo un escritor de periódico.
En París, en el Museo de la Vida Romántica, está a punto de terminar una exposición magnífica sobre Baudelaire y el arte: L’Oeil de Baudelaire. Visitándola, repasando el catálogo, uno ha de enfrentarse a la gran paradoja de esa mirada magnética que pareció verlo todo justo en el momento en que sucedía. El pintor de la vida moderna al que dedicó Baudelaire sus mejores páginas en prosa, el que le parecía visionariamente capaz de contemplar con mirada y gesto de pintor lo que no había sabido ver nadie, era Constantin Guys, un ilustrador más bien de segunda fila que había trabajado para periódicos ingleses y que al instalarse en París hacia 1860 se especializó en escenas de vida mundana, de calle o de prostíbulo, con un dibujo competente pero más bien blando.
Ahora nos preguntamos qué vio Baudelaire en un artista digno e irrelevante como Constantin Guys. Pero más raro todavía es pensar en lo que tuvo delante de los ojos y no vio, él que poseía esa mirada que nos estremece por su agudeza inflexible. Si había en París, en ese momento, un pintor de la vida moderna, era Édouard Manet, que además era amigo suyo y le profesaba una admiración de hermano mayor. Su La musique aux Tuileries parece una ilustración exacta del ideal estético de Baudelaire, que aparece retratado entre la multitud urbana del cuadro. Su Olympia tiene el descaro sexual y la capacidad de escándalo de los poemas de Les fleurs du mal. Pero cuando a Manet lo atacaron por ese cuadro más furiosamente de lo que habían atacado a Baudelaire unos años antes por sus poemas, el amigo se abstuvo de salir en su defensa. Baudelaire, que tanto escribió sobre arte, no dedicó ni una página a la pintura de Manet. No vio, o no quiso ver. En esa miopía, voluntaria o no, hay una lección para los que aspiramos a mirar con los ojos abiertos el mundo de ahora mismo.