El papel que tuvieron Unamuno y Ortega en la
vida pública española y en el debate de ideas lo ha desempeñado en cierto modo
durante los últimos cuarenta años Rafael Sánchez Ferlosio. Sin embargo, este
reduce a Unamuno prácticamente a un puñado de ripios y a Ortega a unos cuantos
ortegajos, palabra que él puso de moda y que no por jocosa es menos injusta.
¿No encuentra en ellos nada de valor? Por supuesto que sí. Esto es parte de su
complejidad como intelectual. Porque, aunque no esté él muy de acuerdo, Ferlosio
es un intelectual, alguien que se ha tomado en serio lo de pensar, un pensar
que no necesariamente desemboca en la acción. De hecho, si de algo sospecha
Ferlosio es de la acción, y si algo evita él con cautela es la acción.
La del intelectual es una categoría diferente
de la del escritor o la del filósofo. La mayor parte de los filósofos
seguramente considerarían a Ferlosio un escritor, pero no está claro que la
comunidad de los escritores lo tenga por uno de los suyos, siquiera como
venganza (Ferlosio ha confesado muchas veces que dejó de escribir ficción
–novelas y cuentos que gozaron al mismo tiempo del éxito de verdad y delsuccès d’estime–, cuando decidió
tempranamente no seguir interpretando “el bochornoso papelón del literato”).
Pero el suyo es un caso parecido al de
Unamuno y Ortega. A Unamuno, autor de importantes textos filosóficos, lo
consideramos más un escritor, y Ortega, autor de notables piezas literarias,
sigue siendo para la mayoría un filósofo. ¿Y Ferlosio? ¿Cómo hemos de leerle,
como escritor, como filósofo del lenguaje? Él tiró por la calle de en medio al
describirse como “plumífero”.
Tenemos ante nosotros los dos voluminosos
tomos recién publicados, con sus ensayos y escritos de no-ficción. Muchos de
ellos aparecieron en los periódicos y contaron con un apreciable número de
lectores, que los leía con verdadera devoción, insuficiente a menudo para
desmigar su hermetismo. La culpa la tenía en parte el estilo, y eso que
Ferlosio es todo lo contrario de un estilista. Nos referimos a la hipotaxis a
la que su autor se ha referido en tantas ocasiones, esa capacidad que tiene un
texto de implementarse en oraciones subordinadas, paréntesis y meandros que
amenazan con estancar o colapsar el propio texto y dejar sin oxígeno al lector.
Con los años ha reconocido que las responsables de su barroquismo fueron las
anfetaminas, y que eso de la hipotaxis es en el fondo una presuntuosa bobada.
Pero le cuesta no dejar de admirarla en ocasiones: “En la hipotaxis la frase ha
de doblar limpiamente el cabo de Hornos, sin meterse por el estrecho de
Magallanes”, ha dicho. O sea, el texto como un imponente bergantín a todo
trapo.
Pero esa majestad de su prosa que ha admirado
a unos, también ha desanimado a muchos. ¿Vale la pena leerlo?, se preguntan
estos. Aunque el propio Ferlosio haya respondido a esto con bastante humor (“Yo
estoy sobrevalorado” ha declarado alguna vez también, y hacía este
autorretrato: “Yo tengo unas lecturas demasiado superficiales y demasiado pobres
para hablar seriamente y con competencia de muchos autores que cito. No soy un
hombre culto. Yo no soy más que un ilustrado a la violeta. He leído por encima.
A veces acierto y digo las cosas bien. Pero solo eso”), sí, yo creo que merece
mucho la pena leerlo. Desde luego ha valido la pena haberlo leído, día a día,
durante estos cuarenta años.
En primer lugar por estar en presencia de
alguien que ha pensado con una libertad inusitada y sobre todo tipo de asuntos
peregrinos, en el sentido que se daba antiguamente a esta palabra. El punto de
partida, como si dijéramos, la metodología, ha sido siempre el mismo, aplicar a
las palabras la filosofía de la sospecha: las carga el diablo y conviene mirar
sus costuras, porque es en ellas donde suelen anidar los piojos que infectan
todos los lenguajes, principalmente los del poder.
Eso le ha llevado a escribir con escrupulosa
precisión, como quien redacta prospectos de medicamentos. En cuanto al tono que
emplea, ese tono tonante, valga el retruécano, esa imprecación, furia e
indignación suyas con las que parece sermonear a sus lectores (La homilía del
ratón tituló a uno de sus libros, él, que tiene aspecto de león viejo),
hay que tomárselo más bien como otro rasgo de humor, pero no de mal humor. Es,
digamos, su carácter, lo que lo hace característico, como a Charlot sus
andares.
Y aunque los temas que le han ocupado sean
numerosos, podríamos resumirlos en estos: contra la identidad y las patrias,
empezando por España, y, por extensión, contra el Progreso, origen de la violencia
y las expiaciones a que da lugar; contra la guerra, presentada como instrumento
divino, y, por tanto, contra el Estado (“si aceptas el Estado, aceptas la razón
de Estado”) y contra la épica, aunque, paradójicamente, por contagio acaso, su
prosa tiene a menudo un empaque épico; contra las religiones que niegan el
principio de realidad a favor de la trascendencia; y contra todo aquello que
sustente cualquiera de las identidades, por insignificante que parezca, y de
ahí que Ferlosio acabe disparando a todo lo que se mueve con el nombre de rock,
Walt Disney, deportes, publicidad, museos, procesiones, cultura de masas,
televisión; y, en fin, contra la literatura (sus caladeros son preferentemente
extraliterarios y preliterarios, se llamen Plutarco, Bernal Díaz o don Pascual
Madoz).
No es necesario tampoco que el lector muestre
su acuerdo con todas y cada una de las tesis ferlosianas, para empezar porque
el propio Ferlosio no parece precisar nuestro acuerdo ni lo contrario, pues se
diría que escribe para aclararse él mismo esas cuestiones. La experiencia es
única. Y cuando asistimos a su pensar sin la mediación de la
hipotaxis (como en la fascinante conversación que mantiene con Miguel Delibes
hijo a propósito del fuego y de la naturaleza, publicada en uno de esos tomos,
o cuando ha mantenido una entrevista con un interlocutor de altura, sea Azúa, o
en la dedicatoria a su hija Marta, “quien más he querido en este mundo”, que le
recuerda una “campanita de convento”, o en tal o cual pecio), entonces, es algo
único. Nadie tan fino para descubrir el habla viva en los libros viejos o en la
calle (su injusta denostación de El
Jarama ha de verse como un rasgo de su dandismo, porque se nos
olvidaba decir: Ferlosio ha sido y es, incluso con zapatillas de orillo y ese
destartale indumentario suyo, uno de los hombres más elegantes de España,
espiritualmente hablando me refiero) ni nadie tan sagaz como él para poner al
descubierto las trampas sutiles del lenguaje. Podrá comprobarlo cualquiera en
estos tomazos que ha editado Ignacio Echevarría, quien los ha dotado de unas
oportunas y utilísimas notas. Si como Pirrón de Elis, el primer elitista de
verdad, no practica la acción (“lo más sospechoso de las soluciones es que se
las encuentra siempre que se quiere”, decía en uno de sus célebres aforismos),
tratándose de él tampoco es grave.