Él era hosco
como un paisaje después de la batalla.
Golpeaba de mañana
la puerta de mi habitación
y yo despertaba somnoliento
de un salto,
arrancado del sueño
para la vida.
Él se encargaba de sacudir la madera hueca,
para lanzarme al mundo
con un balde de agua helada.
Él era hosco
como un quirófano.
Sabía esconder la vida
detrás de un silencio
de latas de conserva.
Y yo, ya despierto,
no me atrevía
a romperlo,
no tenía valor
para acanalar la hojalata
y descubrir lo que se había guardado
con tanto esmero,
con tantas medidas de seguridad.
Él era hosco
como un cepillo de púas.
Lo veía tras el mostrador,
cada vez más encorvado
y con la mente lúcida
del que suma con la cabeza.
Apenas me acercaba a él,
se defendía con un humor agrio
que no dejaba senderos a la confidencia.
Eligió la soledad para sus últimos años,
los paseos interminables con sombrero
de paja y bastón de madera,
los almuerzos de vino en la trastienda
y una honda trascendencia que no supimos descubrir.
Él era hosco
como un cielo de ciudad.
Sin embargo, cuando sonreía
o cuando concedía unos metros,
se acercaba tanto, en su silencio,
que la piel se me encendía
y esperaba con el ansia
del que nunca ha visto la luz.
Cuando abría un claro en su encapotada
existencia,
había que sacar las gafas de sol
y acercarse con cuidado hasta la claridad
para gozarla en toda su delicia.
Los lengüetazos del viejo macho
dejaban una delicadeza húmeda en la piel,
un temblor de salivas
preñadas de sinceridad
y de escasez.
Él era hosco,
pero yo ya me había acostumbrado a su aspereza,
a su lengua de gato.
29 de diciembre de 2013