Mostrando entradas con la etiqueta Literatura Universal. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Literatura Universal. Mostrar todas las entradas

lunes, 19 de julio de 2021

"Instrucciones para escribir un cuento" por Carlos Mayoral

Desde que llegó a la bandeja el correo con la fecha límite de entrega para este artículo, se despertó en mí, puesto que la temática argentina invita a ello, la necesidad de plantear una suerte de cuento que glosara los encantos de, como dijo Sabina, el culo más bonito del mundo. Pero, como quiera que yo me afano y me desvelo por parecer que tengo de cuentista la gracia que no quiso darme el cielo, la necesidad que entonces volvió a despertarse aquí adentro fue la de plantear un cuento que explicase cómo escribir un cuento. No es tarea fácil, amigo lector, porque a este lado del Atlántico nunca se ha llevado este modelo narrativo, pero me lo ponía mucho más fácil la temática general de la revista: ¿qué es Argentina sino eso, un manual de instrucciones para escribir un cuento? Así que de este modo se lanza a la aventura el artículo, con las ínfulas inevitables de quien intenta rozar con los dedos esa narrativa hispanoamericana que convirtió las cinco mil palabras en un género a la altura del más prestigioso.


Borges y Cortázar

Lo primero que hago —no por evidente deja de ser necesario— es dirigir el timón hacia Jorge Luis Borges. Si la cordillera de la literatura hispánica tiene cuatro o cinco cimas inalcanzables, Borges es una de ellas. En uno de los famosos diálogos con Osvaldo Ferrari, el maestro explica cómo se desarrollaba sobre sus cuartillas la vida eterna a la que se ven condenados todos sus cuentos. No parece cosa fácil. Principalmente porque, para Borges, el primer paso que ha de dar toda narración es un milagro: el inicio y el final son una revelación divina. Es decir, según Borges, el punto de partida y la meta no son escritos por él, no son ideados por él, sino que le vienen dados por una suerte de confesión celestial. Después quedan por resolver dos variables mucho más pedestres: primero, si utilizará la primera o la tercera persona; por último, la época en que se desarrollará la trama. Y con esa receta, corta pero imposible, el autor argentino (o suizo, qué más da) tejió, probablemente, los mejores cuentos que se han escrito nunca en castellano.

No parece viable que en las instrucciones para escribir cualquier cosa se incluya un milagro, salvo que te llames Borges, así que dejo atrás a un santo para vestir entes más humanos. Convendrá usted, lector, conmigo en que Cortázar es un espíritu más terrenal, más cercano. Para él, la novela es al cine lo que el cuento es a la fotografía. Esto es, que del mismo modo que con una ficción de quinientas páginas o con un largometraje de hora y media el clímax se alcanza tras una sucesión de pequeñas partes de un todo; en un cuento o en una foto ese orgasmo está ahí, condensado, como un boxeador que desde el primer golpe busca el knock-out. Con esa premisa clara, añade Cortázar, lo imprescindible es que haya una alteración de la normalidad. Es decir, que surja un movimiento que altere el régimen de la rutina, y que este suceso fantástico se inserte en las reglas cotidianas de las que nunca debió salir. No hay otro secreto para un buen cuento que buscar esa fantasía.


Quiroga, Storni, Lugones

Salgo de Cortázar para entrar en Horacio Quiroga. El escalofrío inicial que me sobreviene, como siempre que me fijo en este genio, se produce al echar un vistazo a su tenebrosa biografía: su padre, su padrastro, su mujer, sus dos mejores amigos —a los que más tarde me acercaré— y él mismo eligieron la puerta del suicidio para abandonar este mundo. No es tampoco cosa baladí. Por todos es sabido que la biografía y la obra se tocan en un punto, así que me agarro a la silla mientras escribo estas líneas. No obstante, le pierdo el miedo a Horacio cuando me topo con su decálogo para el buen cuentista. Le ahorraré a usted ocho de los diez preceptos, ya que solo con dos todo se despeja. El primer consejo, dice Quiroga, es que debe buscar el cuentista un maestro, y creer en él como en Dios mismo. Sugiere Horacio cuatro tutores, cuatro deidades por las que dejarse guiar a pies juntillas: Poe, Maupassant, Kipling y Chéjov. Faros que alumbran el paso de la literatura universal. El segundo consejo es mucho más claro: no escriba usted bajo el imperio de la emoción.

Así que me despojo de dicha emoción para acudir a los dos amigos a los que me referí renglones atrás, esos que, como Horacio, no soportaron el peso de la vida y acabaron despeñándose por el abismo del suicidio. La primera de ellos es Alfonsina Storni, mujer decimonónica pese a no haber pisado prácticamente el siglo, que cultivó el cuento de manera minoritaria, aunque sea un elemento esencial para comprender su estallido como escritora. Resulta que, allá por los primeros años de la década de los veinte, Alfonsina quiso dedicarse a esto de la escritura publicando algunos relatos cortos en la revista Mundo Argentino, con pseudónimo y otras precauciones, pese a las cuales fue descubierta por los gerentes de la empresa para la que trabajaba, que no dudó en despedirla. Hoy Alfonsina es un mito, pero para llegar a eso tuvo que ser ninguneada y pisoteada antes de que sus cuentos se enderezasen. Esta actitud sirve para dejarnos una muesca más en el revólver de nuestro listado: sé valiente.

El otro de los dos amigos suicidas es Leopoldo Lugones, que como cuentista tiene en su haber un mérito excepcional: fue el impulsor de los microcuentos, fenómenos que hoy, en la época de las redes sociales y del tiro corto, juegan un papel fundamental en la narrativa imperante. Y precisamente en ese arte de innovar se halla el consejo para cuentistas que nos deja Lugones: él pasa por ser un innovador de primer orden. Se anticipa al modernismo, es el creador de la literatura de ciencia ficción en el país, introdujo la ciencia a la manera positivista en la novela y, tras ingerir cianuro por desamor, su muerte es hoy celebrada como el Día del Escritor en Argentina. Pero principalmente queda en el regazo de este texto la invención del microrrelato, que nos recuerda que, si quieres destacar en el mundo del cuento, has de salir por la tangente. Descubrir, reformar, concebir. No pise lugares comunes. Invente.


Bioy, Pizarnik y Piglia

La vocación. Sostiene Bioy Casares que a él le hubiera gustado ser boxeador, pero que, inexplicablemente, cada vez que algo le conmovía construía un relato. Esa vocación le llevó a escribir un cuento para una prima a la que amaba, y otros tantos para amigos a los que pretendía impresionar. Esta emoción natural puesta en el contexto del tiempo y de la experiencia construye una mente procesadora de relatos, donde el cerebro discrimina qué hay en la vida cotidiana por lo que merezca exclamar: aquí hay un cuento. Por tanto, no sé si puede pasar por instrucción, pero Casares nos sugiere que, si usted, amigo lector, siente esa vocación, anímese a despertarla.

Estas instrucciones empiezan a difuminarse el 16 de octubre de 1968. Alejandra Pizarnik estaba garabateando una carta en su escritorio de Buenos Aires. Pese a que su pareja, una fotógrafa argentina, le proporcionaba algo de paz, la reciente muerte de su padre y la adicción a las pastillas la acercaban cada vez más al precipicio. Pero sigue creyendo en sus relatos. La receptora de la carta es Ivonne Bordelois, y en ella escribe: «Ando escriturando un cuentito: una niña ve a un hombrecillo de antifaz azul, la sigue, cae en un pozo (y esto es lo principal: qué piensa ella al caer) y en el fondo la espera un colchón». Este cuento no verá la luz hasta fines del año 1972. Es decir, Alejandra invierte cuatro años en tallar un cuento de apenas tres mil palabras. Tres mil palabras pulimentadas, abrillantadas y engarzadas perfectamente en el corpus de su prosa. Pizarnik, que pasó a la historia como una escritora maldita que vive del impulso, nos recuerda una nueva lección: si quieres un cuento, trabaja.

Al último maestro que habremos de acudir para diseccionar el proceso creativo de la narrativa corta es ni más ni menos que Ricardo Piglia. El escritor del Gran Buenos Aires cuenta cómo, en uno de sus cuadernos de notas, Chéjov dejó registrado este relato: «Un hombre, en Montecarlo, va al casino, gana un millón, vuelve a casa, se suicida». Piglia cree que las formas clásicas del cuento están condensadas en el alma de ese relato, pese a no haber sido nunca publicado. La paradoja entre el triunfo y la muerte, el contraste frente a la secuencia lógica (perder y suicidarse) es lo que para Piglia da sentido a cualquier narración. Es decir, lo que Piglia ve necesario a la hora de dar forma a cualquier relato, necesidad de la que hacen acopio nuestras instrucciones para escribir un cuento, obviamente, es desafiar las reglas de la lógica.

En este sentido, Piglia nos traslada a usted y a mí al inicio de este texto, al maestro común Jorge Luis Borges. Porque el cuento, como Argentina, rivaliza con el desarrollo normal de los acontecimientos, desafía la ley narrativa, impone reglas individuales y acota un lugar propio, ajeno, mágico. Un género imprevisible para una región imprevisible. Literatura, amigo lector, para un país de cuento.

viernes, 16 de julio de 2021

"Todas las novelas" por Antonio Muñoz Molina



Un joven oficial de húsares, Nikolái Rostov, lanza su caballo al galope en la confusión de una batalla. Alza el sable desnudo y se dispone a descargarlo sobre un jinete francés que acaba de caer al suelo, y que no puede escapar porque un pie se le ha enganchado en el estribo. En ese momento, cuando tiene al enemigo del todo a su merced, Rostov siente que su furia guerrera y homicida ha desaparecido: ve los ojos claros del oficial francés, el miedo en su cara sucia de barro, su pelo rubio. Se fija en que tiene un hoyuelo en la barbilla. Esa cara, piensa Rostov, no concuerda con el campo de batalla. “Su expresión no era hostil, sino simplemente la de un hombre que se puede encontrar en cualquier salón”.

El enemigo abstracto y anónimo, uno más entre los centenares de miles de soldados del ejército francés que invade Rusia a las órdenes de Napoleón, se ha convertido en un instante, a los ojos del oficial ruso que estaba a punto de matarlo, en un ser humano concreto, distinto a cualquier otro, y al mismo tiempo un semejante. Nikolái Rostov no es un hombre particularmente observador ni reflexivo y se ha arrojado a la batalla en un momento menos de coraje que de colectiva ofuscación. Pero ese instante de lucidez le ha abierto los ojos de golpe y le ha deparado una sabiduría tan instintiva que no llega plenamente a su conciencia, y que tal vez se le borre un momento después. Es el azar permanente de la vida, la primacía de lo involuntario y lo fugaz sobre lo premeditado, el devenir voluble que rige por igual los acontecimientos históricos y las vidas privadas, los movimientos colosales de los ejércitos y los deseos íntimos y las decisiones valerosas o mezquinas de cada persona. Es el territorio inmenso e infinitamente detallado de la novela, que Cervantes fundó con el Quijote y Tolstói llevó a una cumbre insuperada con Guerra y paz.

Al Quijote estoy volviendo siempre. Guerra y paz lo leí en el verano de mis 30 años, así que he tardado más de media vida en leerla de nuevo. Lo he hecho en la traducción de Irene y Laura Andresco para el Libro de Bolsillo de Alianza. Son dos tomos gruesos, pero muy manejables, que favorecen la condición transeúnte de la lectura, en este verano en el que por ahora nos hemos visto absueltos del sedentarismo forzoso. El regreso a esta novela que no puede compararse a ninguna otra lo asocio al hábito recobrado de los viajes en tren, a los primeros vuelos después de año y medio en tierra, a la indolencia frente al mar después de tanto encierro en Madrid. El hombre joven que terminó aquella lectura no sé en qué medida se parece a quien soy ahora, pero sí me acuerdo de que llegué al final en un estado de sobrecogimiento y como de revelación de lo que podrían ser las mejores posibilidades no ya de la literatura, sino de la misma vida.

Lo que no sé si advertí entonces fue la prodigiosa ambivalencia de una novela que tiene la amplitud y la escala de lo que suele llamarse “un gran fresco histórico” y en realidad está hecha no de grandes brochazos y visiones generales, sino de escenas breves como cuentos de Chéjov, de apuntes rápidos y como sobrevenidos en el momento mismo de la escritura, de observaciones agudas sobre lo más impalpable de la percepción de las cosas y de los sentimientos. Sutilezas psicológicas sobre el amor o los celos a las que Henry James o Proust dedican párrafos de media página, Tolstói las resuelve como de pasada en una frase de dos líneas. Los historiadores —los de su tiempo, y en parte también los del nuestro— organizan la secuencia de los acontecimientos como un proceso inevitable, una cadena necesaria de causas y efectos, gobernada por leyes que en la época de Tolstói oscilaban entre la necesidad impersonal, el destino de las naciones, la influencia de los grandes hombres, los varones colosales cuyo ejemplo máximo sería Napoleón. A esas certezas mayúsculas Tolstói opone una visión irónica y del todo terrenal que se parece al principio de indeterminación y a la teoría del caos. Nada está escrito de antemano. Nadie puede predecir las consecuencias que tendrá una decisión, ni en la vida pública ni en la privada. Nadie puede estar seguro de las causas que llevaron a un determinado desenlace con el que nadie contaba, pero que todo el mundo se apresura a profetizar como inevitable una vez sucedido.

En Guerra y paz, Napoleón es un sujeto vanidoso y distraído, tan seguro de su capacidad estratégica que no se da cuenta de que se dirige en línea recta hacia el desastre: en su soberbia insensata se cree protagonista de acontecimientos que en realidad lo arrastran tan a ciegas como a cualquier otro: la victoria o la derrota no dependen de su voluntad, ni de su coraje o su inteligencia, ni de los de nadie, sino de una constelación de hechos mínimos, de interacciones tan innumerables como las de las partículas que forman la materia. Unos generales cabalgan con sus uniformes resplandecientes y sus cataratas de condecoraciones, y una liebre huye en zigzag entre los cascos de los caballos.

El príncipe Andréi Bolkonsky yace malherido en el campo de la batalla de Austerlitz y se fija en la forma particular de unas nubecillas blancas en el cielo muy azul. El viejo general Kutúzov, que conoce por experiencia la futilidad de todos los planes militares, se queda dormido en la reunión donde los mandos supremos del ejército ruso discuten en varios idiomas y sin entenderse entre sí sobre posibles ofensivas, gesticulando en torno a una mesa llena de mapas. Kutúzov y sus generales están reunidos en la isba de una familia campesina: el punto de vista, que está siempre desplazándose, ahora es el de una niña de seis años que acaba de bajar descalza por unos peldaños de madera y observa con simpatía a ese anciano al que todos rodean y al que ella llama en secreto “el Abuelo”. Un momento antes estábamos en mitad de una reunión de hombres de uniforme cargados de medallas y de arrogancia: ahora los vemos como fantoches pomposos a través de los ojos de esa niña, que ya no volverá a aparecer, vista y no vista en el torrente del tiempo, en la galería instantánea de retratos, en la geografía convulsa de una novela en la que parece que están contenidas todas las novelas, todas las vidas, incluidas la nuestra.

sábado, 5 de junio de 2021

"¿Por qué somos dantescos?" por José Mª Micó



Hace poco más de un año, las imágenes de los ataúdes llegando en grandes cantidades al Palacio de Hielo de Madrid hacían inevitable el recuerdo de una de las ilustraciones que Sandro Botticelli preparó para su inacabado pero impresionante programa iconográfico de la Comedia. Lo que Dante y Virgilio ven al cruzar las murallas de la capital del infierno y entrar en el círcu­lo sexto es una gran extensión de sepulcros, y el autor la compara con las necrópolis de Arlés y de Pula, famosas y relativamente cercanas para sus primeros lectores.

En tiempos de incertidumbre, las fotografías madrileñas parecían una performance posmoderna del juicio final, y eran, a su manera, una cita de Dante. Porque la Comedia es una obra medieval cargada de futuro. En los siete siglos que nos separan de la muerte de su autor se ha copiado, comentado, impreso, ilustrado y traducido innumerables veces, pero si hoy se publicase como novedad en una colección de narrativa, bastaría con juntar dos palabras que están à la page para asignarle la mejor estrategia promocional: autoficción y distopía. Y no faltaría quien propusiese su adaptación en formato de serie televisiva ni quien encontrase el mejor resumen de su argumento en el estribillo de un popular bolero, porque es la historia de un amor como no hay otro igual que nos hace comprender todo el bien y todo el mal.

Dante somos todos

Dante relata, como si fuese real, su exploración de una semana por los tres reinos del ultramundo, pero desde el primer verso está hablando de nosotros, porque su experiencia es también la representación de nuestro paso por la vida, una manera ejemplar de comprender nuestras servidumbres y nuestros anhelos. Avanza a paso ligero por los pecados capitales que considera más leves (los de incontinencia: lujuria, gula y pereza), después abandona ese esquema y analiza diversas formas de violencia, y en los últimos círculos del infierno se demora en la condena del engaño, que culmina en la traición, mostrando desde el primer canto hasta el último una obsesión por la avaricia (“vieja loba infame”) como causa de los peores males. El protagonista se enfrenta a las consecuencias del pecado, variadas y vistosas formas de horror en una exposición permanente de desvíos espirituales y lacras morales: el torbellino de los lujuriosos, el albañal de los lisonjeros, la gravosa hilera de los soberbios, la lluvia pertinaz que enfanga a los airados, el bosque de los suicidas, la cómica y purulenta hidropesía de los falsarios, el hielo abisal de los traidores. Pero no se trata de abstracciones intelectuales: es Francesca de Rimini la que cuenta cómo se enamoró de su cuñado, es el padre de Guido Cavalcanti quien yace entre los epicúreos y echa de menos a su hijo, es el papa Nicolás III quien confiesa su nepotismo, es Mahoma —para Dante un cismático, más que un hereje— quien se abre literalmente las carnes ante el espectador, es el trovador Bertran de Born quien pasea “con la cabeza asida por los pelos, / como un farol”, es Ulises quien arenga a sus hombres y emprende una trágica exploración en pos del conocimiento: “Pensad en vuestro origen, que no fuisteis / hechos para vivir como animales, / sino para seguir virtud y ciencia”.
En la poderosa imaginación de Dante, que prolifera en la nuestra, esos personajes siguen ahí por los siglos de los siglos, y tal vez nos esperan. Somos peregrinos como el autor, pero también cabe una posibilidad más inconfesable: que nos reconozcamos en los condenados del Infierno o en los penitentes del Purgatorio. ¿Quién no conoce a un político corrupto, a un glotón simpático, a un trepador sin escrúpulos, a un artista vanidoso, a un colega mezquino, a un mentiroso compulsivo, a un poeta afecto al poliamor? Todos tienen su espacio en los versos de Dante por haber sido como somos nosotros; están donde tienen que estar, pero su caso los singulariza y exige la atención del poeta, sensible a infinitos matices y a delicadas ambigüedades, como cuando se encuentra entre los sodomitas a su maestro Brunetto Latini y prefiere recordar con afecto su gran lección: “La eternidad que el hombre alcanzar puede”. Los libros que nos salvan de las rutinas del día —aunque sea contándonos las rutinas o las ruinas de sus personajes— forman parte de un territorio sin género en el que la verdad y la mentira no se mezclan, ni se confunden, ni se compensan, ni se alternan, ni se desafían, porque son sencillamente la misma cosa. El Purgatorio, con sus estratos incomunicados (salvo para quien, como el narrador, va progresando en su camino de perfección), puede ser la metáfora de este segundo año pandémico: los pecadores tienen que purgar sus errores durante un espacio de tiempo variable, en función de sus culpas y de la ayuda externa que puedan recibir en forma de oraciones o de relatos de casos ejemplares, y su penitencia se parece bastante a la nuestra, de duración y final imprevisibles, basada en un sacrificio personal y colectivo, pero orientada hacia la esperanza de un futuro mejor. Tampoco podemos descartar identificarnos con alguno de los personajes del Paraíso, que en realidad es una especie de abstracción, un lugar sin espacio y un tiempo sin tiempo, una sostenida hipérbole de miles de versos en la que culmina la aventura del protagonista y que podría resumirse con las palabras que, según se dice, pronunció Goethe en su lecho de muerte: “¡Luz, más luz!”. En el mediodía perfecto del empíreo, Dante va conociendo ejemplos de santidad, “chispas fugacísimas / que ante mis ojos se desvanecían”. El amor de Beatriz lo ayuda a resistir esa luz cada vez más intensa y a comprender los designios de Dios y los misterios de su creación, encerrada en un punto de claridad absoluta y figurada como un libro: “En su profundidad vi que se encierra, / cosida con amor en un volumen, / todo lo que despliega el universo”. En nuestro tiempo de realidades virtuales, en las que la ficción de Dante se mueve como pez en el agua, sigue siendo reconfortante la idea de que todo pueda encerrarse en un objeto sencillo y hermoso de menos de 1.000 páginas que nos acompañará toda la vida.


Dante para rato

En el Purgatorio, el poeta latino Estacio intenta un abrazo imposible con su admirado Virgilio, que le recuerda que ambos son espíritus: “No, hermano, que eres sombra y sombra ves”. Entre los centenares de personajes de la trama, Dante es el único ser vivo, el único que a su paso mueve las piedras o proyecta sombra, y con ello provoca la ira de los demonios, el desconcierto de los pecadores, la incomodidad de los penitentes y la curiosidad de los beatos, y en su periplo, tras las dudas iniciales, asume con responsabilidad y un punto de orgullo su condición de testimonio elegido de unos hechos extraordinarios. Es nuestro enviado al más allá y nos cuenta lo que ha visto. El propósito de Dante no fue componer la figura para la eventual contemplación de la posteridad, como en la vanidad de los retratos, sino alzar una obra memorable, suma del esfuerzo humano y del misterio, sobrehumano a su modo, de la inspiración.

Las grandes obras de lo que llamamos literatura universal son incomparables, pero casi todas pertenecen a un cierto linaje, porque perfeccionan una tradición o inician una moda. En Dante van de la mano, como en otros autores antiguos, la cultura clásica y la nueva poesía en romance que nació con los trovadores, pero la lista de sus obras en latín y en italiano está formada por una sucesión de creaciones asombrosas que son, casi sin excepción, especímenes únicos, libros singulares sin linaje (la Vida nueva, el De vulgari eloquentia, el Convivio, la Monarquía).


Confrontada con otras grandes obras, la Comedia resulta todavía más asombrosa: por la ambición de la empresa, por las circunstancias de su redacción, por la música de sus 15.000 endecasílabos, por la desazón moral de sus personajes, por la prodigiosa invención de una forma y de una estructura que crean la ilusión de la perfección, por la evocadora exactitud de sus innumerables tesoros verbales y por otras muchas razones que nos ayudan a entender la incansable dedicación de los filólogos y, lo que es más importante, su gran poder de sugestión sobre los mejores creadores de cualquier disciplina.

Y eso, que es una evidencia histórica válida para cualquier letra del alfabeto (Barceló, Blake, Boccaccio…), también es cosa de nuestro presente. Mientras escribo estas líneas, el joven pintor Jordi Díaz Alamà trabaja en un ambicioso programa pictórico del Infierno; hace unos meses, el bailaor Andrés Marín proyectaba un gran espectáculo basado en la Comedia e interrumpido por la pandemia, y el pasado 10 de mayo el compositor Mauricio Sotelo estrenó en el auditorio del Museo Reina Sofía una intensa pieza de “flamenco espectral” en la que algunos versos de mi traducción sonaron en la voz prodigiosa de Arcángel.

Son formas asequibles y modernas de sentirse en el paraíso, y siempre nos quedará la más elemental: leer a Dante, porque la Comedia es una novela en verso, un poema que nos habla del saber y del vivir, de la vida mortal y de la vida eterna, a través de una ficción autobiográfica que pretendía alcanzar —y lo ha acabado consiguiendo— dimensión ecuménica. Es la fábula ideal para dar un sentido grandioso a nuestras pequeñas vidas, una cartografía del más allá tan imaginaria como eficaz, porque traza el mejor mapa antiguo de un territorio invariable: la condición humana.

domingo, 11 de abril de 2021

"Baudelaire al desnudo" por Juan Francisco Ferré



El 9 de abril de 1821 nació en París Charles Baudelaire. Ese mismo día nació la poesía moderna, esa que arranca de él como un caudal turbulento y se precipita con furia, a través de Rimbaud, Mallarmé y Laforgue, en el tumultuoso océano del siglo XX, del que poetas como Apollinaire, Rilke y Eliot destilarían los elixires más tóxicos y tentadores. Para celebrar tal acontecimiento, la editorial Nórdica reedita ahora esta joya literaria (un florilegio selecto de Las flores del mal) con magníficas ilustraciones de Louis Joos.

Las flores del mal (1857) es el poemario seminal que engendra la sensibilidad moderna. En À rebours (1884; mi título en español favorito es Contra natura, sugerido por Cabrera Infante en la edición de Tusquets de 1980, frente a los más neutros o moderados Al revés y A contrapelo), el gran Huysmans convirtió a Baudelaire en el poeta predilecto del excéntrico dandi y esteta absoluto Des Esseintes, que no soporta la existencia diaria excepto si puede injertarle algún artificio estimulante. A su vez, esta fascinante novela es el texto maligno (el libro amarillo) que corrompe a los estetas ingleses de El retrato de Dorian Gray (1890) del no menos grande Oscar Wilde, completando así el círculo vicioso de influencias decadentes originado por la cosecha maldita de Baudelaire.

Baudelaire encarna, como escribió Julien Gracq, la madurez consumada de la poesía y la cultura. Una cultura que alcanza la madurez histórica se expresa con la voz lírica de Baudelaire (“Tengo más recuerdos que si tuviese mil años”, declara el poema “Spleen”). Una poesía que logra sondear abismos del alma y el cuerpo que hasta entonces nadie imaginaba (“al fondo de lo desconocido para encontrar lo nuevo”, se lee en el poema “El viaje”). Simas del espíritu y la sensibilidad que la inteligencia ilumina y el lenguaje crea y recrea con la sonoridad de los versos y la belleza de las imágenes. En “Las joyas”, poema prohibido, donde la adorada amante del poeta se deja poseer desnuda conservando puestas sus joyas más preciosas, se alegoriza la alianza del sonido y la luz, el candor y la lubricidad, que define la poética paradójica de Baudelaire.

Baudelaire ostenta todas las máscaras contradictorias de la poesía. Esta multiplicidad hizo que algún crítico hablara de la “doble postulación” de la escritura de Baudelaire, su esquizofrenia entre el ideario romántico y la tendencia barroca. El alma romántica (“La musa enferma”) lo fuerza a identificarse con el albatros abatido, torpe en el suelo y majestuoso en el vuelo, o con la profundidad del mar y sus tesoros imaginarios, o con la psique atormentada que actúa como vampira de sí misma, o con el maldito repudiado por la sociedad y la familia burguesas. Y también soñar con los paraísos perdidos de la infancia, o con recostarse a la sombra del cuerpo descomunal de “La giganta”, otro paraíso tentador y sensual, o con adormecerse en medio de una orgía de cuerpos revueltos, embebido en fragancias artificiales y aromas animales.

Mientras la lucidez libertina y la exuberancia barroca (Rubens, Rembrandt, Puget y Watteau son algunos de “Los faros” que lo alumbran en la noche poética) guían a Baudelaire en sus preferencias por la seducción y el artificio, el lujo y la sensualidad, el refinamiento en la depravación, el juego erótico, la apoteosis del ornamento, el maquillaje, la moda superflua, la frivolidad y la superficie mundanas. Baudelaire es el genial poeta de la vida moderna con todos sus contrastes e incongruencias, el primer escritor que percibió la sinestesia y las “correspondencias” como modos estéticos de conectar sensaciones inconciliables. Es imposible, al mismo tiempo, leer poemas como “La metamorfosis del vampiro”, “La carroña”, “Mujeres condenadas” o el ciclo “Spleen”, entre otros, sin sentir la deliciosa crueldad, sádica y masoquista, el humor negro, el ingenio y la aguda ironía de su autor.

Baudelaire ve la realidad con el sarcasmo despectivo con que Don Juan, al abrazar su destino trágico, contempla el paisaje infernal en el poema “Don Juan en los infiernos”: desafiando a los poderes divinos que condenan la vida a la intrascendencia y los poderes diabólicos que la arrastran a la perdición. Baudelaire y Nietzsche hacen buena pareja en la historia de la cultura. Lo dionisíaco y lo apolíneo, tándem descubierto por el filósofo alemán, concuerdan con las aspiraciones artísticas del visionario poeta francés, como el Eros y el Tánatos freudiano.

El malditismo es otra máscara del mal que el poeta ostenta ante la sociedad y la familia que lo desprecian por su vocación anómala. No hay peor maldición, exclama la madre en el poema “Bendición”, que haber dado a luz a un hijo poeta como Baudelaire. El matriarcado maléfico (Mater Lachrymarum, Mater Suspiriorum y Mater Tenebrarum), que Baudelaire descubrió, sin naufragar en las fantasmagorías del opio, en Thomas De Quincey (Suspiria de profundis; 1845), expresa así todo el poder primigenio de las entrañas para destruir a su débil criatura. Es negando ese terrible poder materno como Baudelaire logra desvincularse de sus orígenes, invertir su fuerza y convertirla en poder de creación alquímica del verbo y la sensibilidad.

Con afán provocador, el título original pensado por Baudelaire para el célebre poemario era Les lesbiennes (Las lesbianas), pero fue prohibido por la censura inapelable como lo fueron por sentencia judicial en 1857 (y excluidos de las primeras ediciones de Las flores del mal) los poemas donde Baudelaire evoca sin tapujos, como Proust décadas después, el amor lésbico y a Safo, la sacerdotisa viril de ese culto venéreo (“la Safo masculina, la amante y el poeta”, del poema “Lesbos”), así como las floraciones secretas del sexo entre mujeres libres de la obligación de casarse y tener hijos (“Femmes damnées: Delphine et Hippolyte”, “Lesbos”). Baudelaire había aprendido a admirar la oscura fascinación de estas mujeres malditas (las “heroínas de lo moderno”, como las llamó Walter Benjamin) en Balzac (La fille aux yeux d´or; 1835), Alfred de Musset (Gamiani; 1833) y Théophile Gautier (Mademoiselle de Maupin; 1835).

Lo bello baudeleriano repudia la primacía de lo natural y exalta lo artificial a las más elevadas cumbres del pensamiento y la creación. La imaginación suscribe, entonces, un pacto blasfemo y perverso con el más absoluto alejamiento de la naturaleza, esto es, con el mal. A su pesar, Baudelaire reveló el bucle infinito de la naturaleza y la cultura, la vida y el artificio.

Todos los paraísos son artificiales.

martes, 30 de marzo de 2021

"¿Qué es un clásico?" por Rafael Narbona



Las definiciones casi nunca están a la altura de lo que pretenden explicar. Los clásicos desafían a los dioses, intentando apropiarse de esa inmortalidad que tanto anhelan los humanos. Son el producto de la estricta selección que opera la posteridad sobre los textos. La mayoría de las obras quedan olvidadas en las cunetas de la historia, pero unas pocas adquieren el carácter de milagros imperecederos. No se las considera perfectas, sino necesarias. El Quijote se despeña por las digresiones y carece de una estructura sólida, pero una generación tras otra reconoce en sus páginas una comprensión profunda del ser humano y sus pasiones. No importa que las épocas alteren las prioridades y las convenciones. El Quijote conserva su capacidad de pulsar las cuerdas más íntimas de nuestro ser. ¿Quién no se ha sentido derrotado por la realidad? ¿Quién no ha soñado con un ideal que guíe sus actos? El Quijote siempre simbolizará el doloroso contraste entre la realidad y nuestros sueños. Aparentemente, el viejo hidalgo castellano fracasa, pero lo cierto es que en su derrota hay una indudable grandeza. Los molinos de viento dejan maltrecho al presunto orate que los ha confundido con gigantes, pero sus aspas, tan poderosas como los brazos de cualquier titán mitológico, carecen de su sed de absoluto. La historia de Alonso Quijano nos enseña que el ser humano no busca tanto la gloria -frágil, banal y efímera- como un sentido que justifique su existir.

¿Qué obras merecen la calificación de necesarias? Las que han crecido con el tiempo, las que nos siguen convocando pese a los cambios sociales e históricos, las que nos tocan el corazón y la mente, conmoviéndonos y obligándonos a reflexionar, las que abordan lo esencial sin necesidad de contar con nuestra complicidad previa. El “previo fervor” del que hablaba Borges es un dato objetivo, pero la “misteriosa lealtad” se tambalea con el paso de los años. ¿Quién lee hoy en día a Campoamor? En cambio, Bécquer, que solo fue un periodista para sus contemporáneos, no cesa de cosechar nuevos lectores, atraídos por un lirismo desnudo trufado de emociones universales. Algunos han acusado al poeta sevillano de afectación, pero yo solo aprecio la sencillez de una poesía que huye de la grandilocuencia.

¿Por qué la Ilíada, escrita entre el siglo VIII y el VI a.C., nos sigue arrastrando a sus cantos? ¿Quizás por la exaltación de la guerra? No es probable, pues hoy en día todas las personas sensatas estiman que la guerra, lejos de ser un espectáculo heroico, constituye una calamidad. La Ilíada continúa seduciéndonos por su agónica lucha contra la finitud. En la Grecia homérica, la idea de la inmortalidad no había echado raíces. Después de la muerte solo cabía una existencia espectral, un reflejo imperfecto, pálido e insuficiente de la vida. Todos los personajes de la Ilíada luchan contra el tiempo, convencidos de que la fama es la única forma de inmortalidad asequible. El campo de batalla es el escenario donde se dirime el porvenir que aguarda a los difuntos. El hombre libre acepta la confrontación con la muerte, arriesgando su existencia para dejar un ejemplo imperecedero. En cambio, el esclavo huye de la muerte, prefiriendo la vida al honor. Dos mil setecientos años después, el ser humano ya no confía la pervivencia de su nombre a la espada, pero sigue abrumado por la perspectiva de un futuro que ignore su paso por el mundo. La Ilíada prefigura el drama del héroe existencialista que no soporta su destino mortal. Ser-para-la-nada es más intolerable que no haber nacido. La única alternativa que mitiga esa angustia es ser-para-la-gloria. Patroclo muere, pero su nombre sobrevive. Le sucederá lo mismo a Aquiles, que -según obras posteriores a la Ilíada- muere a causa de una flecha de Paris, hermano pequeño de Héctor. Su peripecia dejará una huella imborrable en la memoria de los hombres. Sus restos y los de Patroclo, reunidos en la misma tumba, serán honrados en un funeral con solemnes y floridos juegos. Es el primer tributo de la posteridad.


La Ilíada evoca el asedio de Troya, pero en sus hexámetros no brillan tan solo los escudos y las espadas. Las historias de amor y amistad nos deslumbran con tanta intensidad como las tumultuosas batallas. En la Odisea, el amor, el placer y la venganza desplazan al heroísmo. En la Ilíada, el verdadero protagonista es la sangre, el pueblo, el linaje. Lo individual no pesa tanto como lo colectivo. En la Odisea, lo individual acapara el protagonismo. Ulises no piensa en sus responsabilidades como rey de Ítaca, sino en su felicidad. Por un lado, desea regresar al hogar, no tanto para restablecer el orden como para disfrutar de sus privilegios, pero, por otra parte, no quiere desperdiciar las experiencias que le depara el largo viaje de vuelta. Ulises es un héroe casi de nuestro tiempo, con su hedonismo, su desarraigo y su ambigüedad moral. A veces se siente perdido, pero en otras ocasiones celebra la libertad de vivir sin raíces. Esa indefinición tal vez explica la fascinación de James Joyce por el personaje. El viejo soldado del cerco de Troya encarna simultáneamente la sabiduría y la farsa, la prudencia y la presunción, el ingenio y la negligencia, la voluntad y la molicie. Al igual que Leopold Bloom, es polifónico, caótico, sentimental, fútil, anárquico, solemne, grotesco. Aunque la Ilíada y la Odisea se inscriben en el género de la poesía épica, el viaje de Ulises prefigura la novela moderna, con un héroe demasiado humano. No es una novedad absoluta, pues el Aquiles de la Ilíada también es más humano que los héroes de las leyendas prehoméricas. Se conmueve con las lágrimas de Príamo, que bañan sus manos para convencerle de que devuelva el cadáver de su hijo Héctor y permita celebrar su funeral. Y muestra un afecto por Patroclo que apenas difiere del amor.

Demos un salto en el tiempo. La Comedia de Dante se escribió en el siglo XIII. ¿Por qué seguimos leyéndola? ¿Solo por la belleza de sus tercetos encadenados elaborados en lengua toscana? En una Europa cada vez más alejada del cristianismo, no dejan de brotar lectores que acompañan a Dante por los círculos del Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Ya no creemos en el Infierno y el Purgatorio, pero menos aún en ese Paraíso basado en la astronomía de Ptolomeo, con sus estrellas fijas y la Tierra en el centro, pero continuamos transitando por esa región, que el poeta imaginó conforme a las enseñanzas de Aristóteles y el edificio teológico de santo Tomas de Aquino. ¿Qué nos atrae de ese lugar imaginario? Una vez más la lucha agónica contra la finitud. Saber que nos aguarda la muerte es lo que nos separa de los animales. Una catástrofe que se ha simbolizado mediante el mito del pecado original. Nuestro anhelo de saber y ser como dioses nos han arrojado al Tiempo, un río que acaba ahogándonos a todos. Dante huye de la muerte. Aparentemente, busca a Dios, implorando su misericordia, pero en realidad espera la salvación del Amor, que adquiere un rostro con Beatriz. Mientras deambula por el Infierno, se cobija en la amistad de Virgilio, su maestro. Al poeta lo humano le parece más real que lo teológico. Aunque la Comedia es una especie de epopeya cristiana, se parece extraordinariamente a la galería de tipos humanos que podemos contemplar en proezas narrativas como La Comedia Humana de Balzac o En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. En la Comedia de Dante, que solo se convirtió en “divina” a partir de Boccaccio, reconocemos sentimientos que aún nos incumben: miedo a lo desconocido, hambre de plenitud, anhelo de amor, búsqueda de sentido, estupor ante el espectáculo de la vida. En Dante, pese a los siglos transcurridos, vemos un hombre como nosotros, con las mismas incertidumbres y flaquezas, ilusiones y temores, vacilaciones y necesidad de certezas. Gracias a la literatura, es nuestro contemporáneo.

¿Qué es, en definitiva, un clásico literario? Una obra donde las grandes preguntas conservan su capacidad de interpelarnos. En Shakespeare, quizás el escritor más completo de todos los tiempos, hallamos los mismos conflictos que siguen palpitando en nuestras vidas. Hamlet se pregunta qué podemos conocer, planteándose si la vida solo es un sueño, una ficción, o algo dolorosamente real. Macbeth intenta averiguar qué debe hacer, si su ambición de ser rey, aunque sea a costa de un crimen, es legítima o un deseo impuro que bulle en la fatídica caldera de unas brujas. El bufón del rey Lear se pregunta qué nos cabe esperar. ¿Existen los dioses? ¿Son compasivos o crueles? A veces parece que se divierten contemplando nuestras desgracias. Toda la obra de Shakespeare se condensa en una interrogación: ¿Qué es el hombre? Casi dos siglos después, Kant se hace la misma pregunta. Su respuesta es meramente moral: un fin, nunca un medio. Su educación pietista inhibe sus emociones. Shakespeare asentiría, pero –además- añadiría: una criatura que sufre, sueña y vive en la incertidumbre.

Borges, siempre escéptico y aristocrático, asegura que el concepto de clásico literario nace de una superstición: “Clásico es aquel libro que una nación o un grupo de naciones o el largo tiempo han decidido leer como si en sus páginas todo fuera deliberado, fatal, profundo como el cosmos y capaz de interpretaciones sin término”. Esa valoración cambia de una época a otra. En último término, “la gloria de un poeta depende, en suma, de la excitación o de la apatía de las generaciones de hombres anónimos que la ponen a prueba, en la soledad de sus bibliotecas”. Yo me atrevo a formular una tesis muy humilde: clásica es una obra que nos conmueve hasta el extremo de transformar nuestras vidas. Después de leer Crimen y castigo a los dieciséis años, decidí que el mundo, con todas sus imperfecciones, era un lugar prodigioso, pues albergaba la literatura. Aunque la fatalidad se cebe con nosotros, siempre hay un libro reclamando nuestra atención, esperando con paciencia que lo saquemos de su letargo. Cuarenta años después, sigo pensando lo mismo. Un mundo sin libros sería un lugar infinitamente peor que el noveno círculo del Infierno de la Divina Comedia, un inmenso lago de hielo donde las lágrimas se congelan.

miércoles, 10 de marzo de 2021

"Cuando Chéjov salió a buscar el infierno" por Andrea Calamari



Antón Chéjov tenía treinta años, una credencial de periodista, popularidad como escritor y los pulmones destruidos por la tuberculosis cuando emprendió un viaje a la isla Sajalín, una colonia penitenciaria en el lugar más inhóspito y hostil de Rusia.

«Hacía tanto tiempo que no bebía champaña». Las últimas palabras de Antón Chéjov son famosas, su penúltima frase la había dicho en alemán: Ich sterbe, «me muero». Cada biógrafo cuenta la escena de manera diferente, también lo hace Olga Knipper en sus memorias, la actriz con la que se casó hace tres años, y la cuenta también el médico que llegó sin chances a la habitación de un hotel alemán. A mí la versión que más me gusta es la de Carver, porque no es verdad. Raymond Carver era admirador de Chéjov y, en un libro de cuentos, escribió uno —«Tres rosas amarillas»— que tiene al ruso como protagonista y cuenta esa noche. Con la literatura pasan esas cosas y ahora hay biografías que incluyen detalles sobre Chéjov muriendo por la tuberculosis que solo están en ese cuento. Tiene la evidencia que le da la ficción.

Una vez, cuando estaba en Niza, un editor le pidió que escribiera un relato «sobre un tema tomado de la vida en el extranjero»; quería una crónica de viaje, unas apostillas o comentarios del gran escritor ruso, pero él rechazó la propuesta con un argumento que define su escritura: «Solo soy capaz de escribir de memoria, nunca escribo directamente de la vida observada». La esposa y el médico estaban en ese cuarto y vieron los hechos, Carver escribió de memoria.

Antón Pávlovich Chéjov había nacido hace cuarenta y cuatro años en el Imperio ruso, hace veinte que escupe sangre y ahora acaba de morir en una habitación de un hotel en el Imperio alemán adonde había llegado con la esperanza de superar los ataques de tos con baños termales. Todos sabían que tenía los días contados.

Siempre fue un personaje chejoviano: se pueden ver sus acciones, ahí están sus relatos y todas las cartas que escribió, pero no sabemos nada más, eso es todo; en los cuentos de Chéjov no conocemos las motivaciones de los personajes, hizo de la concisión un estilo. Cuando ya era un escritor de renombre, el editor V. A. Tijónov le pidió que redactara una autobiografía para su revista y la respuesta de Chéjov se condensó en unas doscientas palabras donde muestra algunas cosas: su título de médico, los relatos que escribió y no mucho más; porque lo importante, como en cualquier relato de Chéjov, es lo que no se dice. En otras ocasiones resumía aún más su autobiografía: decía que su vida se dividía en dos etapas, entre el tiempo en que su padre lo golpeaba y el tiempo en que había dejado de hacerlo.

Decía que, para escribir, no hay que tener miedo de parecer tonto. Los biógrafos buscan en sus notas y en sus cartas las motivaciones del escritor (por qué se mantuvo soltero casi toda su vida, cuál fue la verdadera relación que mantuvo con su esposa, por qué vivían separados, cómo se llevaba con sus amigos, cuánto admiraba o no la escritura de Tolstói), algo que Chéjov retacea en cada uno de sus personajes. Como si fuera uno de ellos, cuando tenía treinta años, fama como escritor y una tuberculosis que lo volteaba en la cama por días enteros, Antón Chéjov, sin motivo aparente, decidió atravesar el continente y recorrer más de seis mil kilómetros en un viaje incómodo, inútil, inverosímil, hasta la isla Sajalín.

En un relato, la vida de un hombre puede resumirse en un par de escenas; las de Chéjov podrían ser la de su muerte y aquel viaje a Sajalín.

Sajalín es una isla grande y alargada que se extiende sobre Japón, parece su continuación hacia el norte, interrumpida por el mar. Perteneció a China, perteneció a Japón, fue disputada y compartida, pero ahora es de los rusos, aunque en los mapas japoneses sigue figurando como «tierra de nadie». Lo cierto es que desde 1875 el Imperio ruso está a cargo y ha convertido el territorio en una gran colonia penitenciaria: el clima y la geografía son los barrotes. «En una isla separada del continente por un mar tormentoso no parecía difícil fundar una gran prisión». Sajalín es un lugar imposible; ya lo dice la leyenda: cuando los rusos ocuparon la isla y empezaron a maltratar a sus habitantes nativos —los guilakos—, un chamán la maldijo, sentenciando que ningún provecho saldría de ella.

De Chéjov siempre se dijo que le gustaba andar solo, las mujeres lo codiciaban pero él, en caso de casarse, solo lo haría si tenía la garantía de que cada uno de los dos podría seguir haciendo su vida como hasta entonces. Con Olga lo va a lograr, pero faltan años para conocerla, ahora está alistándose para ir a los confines de un imperio extenuado pero persistente. Necesita una excusa y usa su título de médico para conseguir una autorización de la Dirección General de Cárceles para viajar por intereses científicos y literarios: observará las condiciones de vida, va a hacer un censo, va a hablar con la gente del lugar y después va a escribir un libro. Nadie sabe por qué decidió hacer ese viaje, no es lógico: tiene fama, buena posición económica y está enfermo desde hace años, ese clima lo va a matar. Dijo que lo hacía porque quería moverse.

Los preparativos del viaje le habían llevado más de un año: consultó obras y documentos, leyó códigos, reglamentos, artículos periodísticos, memorias de viajeros; leyó historia y geografía de la isla, también se compró un mapa. «Paso todo el día sentado, leo y tomo apuntes. En la cabeza y el papel no hay nada, solo Sajalín». Cuentan que, mientras estaba preparando su viaje, un artista (N. es el modo en que se lo nombra) quiso acompañarlo, pero a Chéjov le gusta viajar solo, dice que ese el único modo concebible de viajar y le pide ayuda a un amigo para sacárselo de encima: «No he tenido el valor de negarle mi compañía, pero viajar con él sería una auténtica desgracia. Sea mi benefactor, dígale a N. que soy un borracho, un timador, un nihilista, un pendenciero, que es imposible viajar conmigo, que un viaje en mi compañía sólo conseguiría disgustarlo».

El 21 de abril de 1890 Antón Chéjov se sube a un tren en Moscú con un equipaje que incluye ropa de abrigo, mapas y notas de la isla y su maletín de médico. Después del tren vendrán tramos en carruajes, barcos y a pie. Lo que en el Sahara es el desierto o en la Antártida es la nieve, en Siberia es la taiga: un revoltijo enmarañado de ramas, agua y frío que no deja avanzar.

—¿Por qué en esta Siberia de ustedes hace tanto frío?—, pregunta. —Así lo quiere Dios—, le responde el cochero.

«La medida humana común no tiene valor en la taiga», dice Chéjov con el barro hasta el cuello.

En unos meses llegará a Sajalín y se convertirá en la única persona en ir ahí por voluntad propia. El lugar es digno de la maldición del chamán: los pasos de los condenados arrastrando las cadenas, los carros con caballos, los presos encadenados a carretillas, los trabajos forzados en el bosque, los intentos de fuga a ningún lugar, niños engrillados, mujeres libres que se encierran con sus hombres, niñas prostituidas, desterrados, funcionarios; más el hambre, las chinches, las pestes, la miseria y el clima.

Pero en Sajalín no hay ningún clima, solo mal tiempo. Dice Chéjov que cuando Dios creó ese lugar «lo que menos tenía en mente era al ser humano». Los poblados no parecen tales, los habitantes no están ahí reunidos por su propia voluntad, es como si todos fueran «náufragos de un barco»; quedaron así, amontonados. Es toda gente que parece innecesaria, como si hubieran sobrado de algún otro lugar.

Dos años antes del viaje, en 1888, había publicado su primer gran éxito, una novela corta: La estepa, historia de un viaje, un relato que transcurre en una época de extremado calor y sequía. Mientras lo escribía reflexionaba sobre su propia escritura —lo hizo toda su vida en sus notas y en sus cartas— porque no encontraba el tono y se lamentaba por no decir todo lo que debería decir, sin embargo siente que no puede escribir de otra manera. Chéjov va a descubrir que la condensación es su modo de escribir: eso que llaman estilo. Tiene miedo de no ser tomado en serio como escritor aunque ya es un profesional que vive de lo que le pagan por sus relatos. Siempre decía que la medicina era su esposa y la literatura era su amante, sin embargo se dedicó profesionalmente a escribir y atendía enfermos en sus momentos libres. Cuentan que, cuando llegaba a su casa de campo —pasaba mucho tiempo en Moscú y en San Petersburgo— hacía izar una bandera para que todos supieran que el doctor había vuelto y atendía gratis a los pacientes que llegaban a su casa.

Cuando fue a Sajalín, sin embargo, prefirió llevar con él a la esposa y no a la amante; aunque tenía la intención de escribir un libro sobre el viaje, no iba a hacer literatura con él, va a primar su formación científica. Por eso no elige la ficción: la contundencia del lugar le va a impedir hacer literatura.

Entre julio y octubre de 1890 recorre y conoce la isla que es también una cárcel; habla con presos, funcionarios, colonos, soldados, aborígenes; escribe sobre geografía, clima, flora, fauna, historia, higiene, alimentación, instrucción, religión. También hace un censo que nadie le pidió: completa unas ciento cincuenta fichas por día en jornadas de catorce horas.

Habla con todos: va descubriendo los modos de organización del lugar en medio, aprende que cuando los presos terminan su condena pasan a ser colonos, años después podrán ser propietarios y luego campesinos; también que todos sueñan con volver al continente y que solo podrán hacerlo si tuvieron una conducta intachable y no tienen deudas con el Estado (pero nadie logra no deberle algo a un Estado omnipresente): casi nadie consigue el permiso. Las mujeres que llegan «son mujeres de temperamento, condenadas por delitos de carácter novelesco» y son distribuidas entre los hombres teniendo en cuenta juventud y belleza. Las muestran como mercancía: «la mujer es asignada al colono tal, en la colonia tal, y el matrimonio civil está cumplido».

En Sajalín hay dos instituciones subsidiarias: la cárcel y la colonia. Rusia necesita de los presos para colonizar y poblar ese lugar, entonces «la cárcel cede todas las mujeres a la colonia» para que les den hijos a los funcionarios. Chéjov dice que en la isla las mujeres tienen un lugar «por debajo incluso que un animal doméstico» y que el peor castigo que tienen (peor que el hambre, peor que la tisis, peor que las chinches) son sus concubinos. «A causa de la enorme demanda, no obstaculizan el ejercicio de la prostitución ni la vejez, ni la fealdad, ni la sífilis en su tercera fase».

La prisión de Sajalín es muchas prisiones. Está, por ejemplo, la de Due: la más vieja, la más sucia, la más pobre, la más peligrosa. Ahí, cuando reina el silencio, se puede escuchar el canto del «loco de Due», un prisionero que, desde su llegada, se niega a trabajar en las minas de una empresa con sede en San Petersburgo y no hay celda de castigo o azote que lo haya doblegado «¡Igual no voy a trabajar!», se le escuchaba decir y al final los guardias lo dejaron en paz. Ahora, el loco de Due, camina por las calles y canta. De todo va a tomar nota para después escribir su libro porque Chéjov quiere que todos en el continente sepan lo que Rusia hace con los desterrados en este lugar «donde una fuga solo puede ser soñada».

De los obstáculos que hay que vencer para una fuga, el más terrible no es el mar, antes están la taiga, la niebla, los osos, el hambre, los mosquitos, el invierno: un hombre mal alimentado y agotado por la vida carcelaria no podrá recorrer más de cinco kilómetros por día sin saber a dónde ir. La mayoría de los fugados mueren unas semanas después, agotados. Otros vuelven con sus últimas fuerzas y ruegan ser encontrados por un vigilante. ¿Por qué siguen escapando? Porque «su conciencia de vida aún no se ha colmado». Si uno es un hombre no puede no tener deseos de escapar, dice Chéjov. El preso Altújov tiene unos sesenta años y su procedimiento de fuga es conocido: toma un pedazo de pan y se aleja unos quinientos metros del puesto de vigilancia. Cuando llega a una colina, se sienta a mirar el horizonte y vuelve después de unos días. Hace años lo azotaban cada vez que volvía, pero ya no. No es el único que se escapa sin escaparse: algunos disfrutan una libertad de un mes, de una semana, a otros les alcanza con un solo día. Peor no puede ser, parecen decirse, y entonces se fugan porque nadie puede quitarles eso. «Me parece que, si yo fuese un preso, necesariamente huiría de aquí, sea como fuere», escribe Chéjov.

En la isla la autoridad policial administra tanto la justicia como los castigos, que son ejecutados tras un breve examen médico que determina cuántos latigazos puede soportar el reo en cuestión. Chéjov pide ver un castigo: serán noventa latigazos; cuando van por el número cuarenta y tres siente que no puede seguir viendo, sale a recuperar el aire, vuelve a entrar, vuelve a salir y otra vez dentro. «Por fin noventa», escribe. «Eso fue por el asesinato, por la fuga recibirá aparte, me explican cuando estamos regresando».
Después de tres meses en la isla emprende un regreso que le tomará ocho meses: va a volver en barco dando la vuelta por el Índico. Antón Chéjov recorrió en pocos meses una distancia equivalente a la mitad del círculo terrestre en todo tipo de transportes en dudosas condiciones para un intelectual tuberculoso que se movía como un héroe de acción. Aunque todos en su entorno le habían alertado sobre los riesgos de un proyecto suicida, él dijo que ese «viaje al infierno» le había mejorado la salud. «Es algo extraño. Tanto en el viaje de ida a Sajalín como en el de vuelta me sentí perfectamente bien, pero ahora, en casa, el diablo sabe lo que me está pasando».

Volvió a su vida entre el campo y la ciudad, a los ataques de tos y a la escritura. El libro de viaje tardó en aparecer: entre 1893 y 1894 fue publicando crónicas breves en un periódico y al año siguiente publicó el libro La isla Sajalín (De mis apuntes de viaje) sobre el que no tenía ninguna clase de expectativas literarias: lo veía como un tratado de ciencias naturales y sociales. Lo cierto es que darle forma le llevó más de cinco años de escritura a un hombre que resolvía sus relatos en cuestión de días.

La explicación es que era el libro de un científico y no de un literato. No hizo arte con él: le dejó paso a la contundencia de la realidad y se convirtió en un sirviente de las cosas del mundo que, para Chéjov, no son las que se usan para hacer literatura. Eso es raro, porque el desprecio por la lírica en sus relatos puede hacernos creer que la materia prima de su obra es la realidad, pero el meollo de sus textos está en la elipsis, en esas historias que, como él quería, no tienen trama ni final y parecen empezar en la segunda página.

La escritura de los relatos le llevaba unas semanas, las obras de teatro le llevaban meses, («¡ay! por qué habré escrito teatro», se lamentaba), con Sajalín quiere contarlo todo y la escritura le demanda años. Lo que en sus ficciones muestra con unas pocas pinceladas muy precisas, en su reportaje sobre la isla le lleva páginas y páginas porque está pensando en lectores específicos: aquellos que no quieren —y deberían— ver lo que el Estado ruso está haciendo con esos condenados que envía cada año a Sajalín, ese infierno.

Este es su único libro de no ficción y definitivamente no es la más célebre de sus obras, tampoco sabremos cuánto influyó el viaje en su vida porque el cronista se limitó a contar los hechos. El año en que lo publicó fue también el de su capitulación ante la idea del matrimonio. Había resuelto casarse, todavía no sabe con quién pero sí cómo debe ser la mujer para él. Tiene treinta y cinco años, faltan tres para conocer a la que será su esposa y le escribe a un amigo:

Muy bien, me casaré si usted quiere. Pero con las siguientes condiciones: todo debe quedar como antes, es decir, ella tendrá que vivir en Moscú y yo en el campo; yo me encargaré de visitarla. No puedo soportar esa clase de felicidad que dura día tras día, de una mañana a otra. Cuando alguien me habla un día y otro de las mismas cosas y en el mismo tono de voz, me enfurezco… Prometo ser un marido maravilloso, pero deme una mujer que, como la luna, no aparezca todos los días en mi cielo.

Como si fuera una biografía por encargo, lo que sabemos de la vida de Chéjov podría ser resumida en unas doscientas palabras:
El padre le daba unas palizas descomunales y dejó de hacerlo cuando él se convirtió en jefe de familia gracias a su trabajo de médico y escribiendo relatos humorísticos con seudónimo. Su letra era pequeña. Confiaba en el progreso, decía que el problema de Rusia es que es un país sin hechos pero repleto de opiniones. Dejaba a sus personajes en paz, dándoles voz propia. No los juzgaba. Nunca escribió moralejas. Tosió y escupió sangre durante más de veinte años, viajó a la isla Sajalín y le contó al mundo lo que vio en un libro que le costó más trabajo que cualquier otra línea que escribió en su vida (tenía la obligación de la verdad). Tolstói lo admiraba y también decía que caminaba como una muchacha, las mujeres lo seguían, se casó en secreto con una actriz y la mayor parte del tiempo había miles de kilómetros entre ambos.

Olga está con él en una habitación de hotel, el médico que lo atiende lo conoce por sus relatos y ahora está al pie de su cama, escuchándolo delirar: dice algo de unos marineros y de los japoneses (tal vez se acuerda de las disputas por Sajalín). Unos minutos después dice que se está muriendo, el hilo de voz es tenue, no sabemos si escucha y entiende cuando el médico toma el teléfono para pedir una botella de champaña y tres copas. Antes de morir, antes del último aliento, antes de tenderse de lado, antes de beber un sorbo, antes de llevarse la copa a los labios, dice: «Hacía tanto tiempo que no bebía champaña».

martes, 3 de noviembre de 2020

"La vida inacabada de Antón Chéjov" por Rafael Narbona

Agnóstico, liberal y pragmático, Antón Chéjov quizás es el autor más occidentalizado de su generación. Si identificamos el latido del alma rusa con el paneslavismo y la espiritualidad ortodoxa, no cabe otra alternativa que situar al escritor en una órbita muy alejada, donde prevalecen el sentimiento cosmopolita y el escepticismo religioso. Como afirma Nabokov en su Curso de literatura rusa, “Chéjov era, antes que nada, individualista y artista”. Conviene aclarar que su conciencia artística jamás desembocó en el esteticismo o la amoralidad. En sus páginas no circula la angustia que impregna toda la obra de Dostoievski, pero jamás peca de ligereza o frivolidad. Su dura infancia, soportando el maltrato de un padre alcohólico y despótico, y la aparición de la tuberculosis en 1887 cuando solo tenía veintisiete años, le revelaron tempranamente la fragilidad de la existencia humana. La expectativa de la muerte sobrevuela por sus textos como una melodía recurrente. Sin embargo, no lo hace de una manera trágica y sombría, sino con la serenidad del pensador que ha meditado sobre la finitud y ha comprendido su necesidad. Todos tenemos que morir, pero eso no resta valor a nuestros actos. No se vive dos veces y, por ese motivo, debemos apreciar cada día, cada instante. Demasiado inteligente, Chéjov no incurre en el tópico literario del “carpe diem”, que aconseja no pensar en el mañana. No se trata de buscar el placer inmediato, sino de imprimir un significado a nuestras vivencias. Solo de este modo podremos unificar e impregnar de sentido los distintos tramos de nuestro paso por el mundo.

A diferencia de Nikolái Gógol, Chéjov era un firme partidario del progreso y el cambio social. En una carta de 1894 a su editor y amigo Alekséi Suvorin, explica su punto de vista, forjado por las amargas experiencias de su niñez: “Adquirí mi fe en el progreso cuando era niño; no podía dejar de creer en él, porque la diferencia entre el período en que me daban palizas y el período en que dejaron de hacerlo, era enorme”. Aunque admiraba a Tolstói, nunca se dejó seducir por su anarquismo cristiano, que supeditaba la regeneración moral de la sociedad a la propagación del ascetismo como modelo de vida: “Algo me dice que hay más amor a la humanidad en la energía eléctrica y la máquina de vapor que en la castidad y el vegetarianismo”. Chéjov era un hombre reservado y modesto, con una madurez prematura, casi innata, y una ilimitada generosidad. Maksim Gorki admite que en su presencia: “todos sentían un deseo inconsciente de ser más sinceros, más sencillos, más ellos mismos”. Chéjov siempre obró desinteresadamente. Mientras estudiaba medicina en la Universidad de Moscú, comenzó a escribir relatos humorísticos a una velocidad vertiginosa para costearse la carrera y mejorar la situación económica de su familia. Su padre, que poseía un comercio, se había arruinado y tuvo que ocultarse para no acabar en la cárcel. Aunque no era el hermano mayor, sino el tercero de seis, Chéjov asumió el cuidado de toda su familia, escribiendo a destajo para garantizar su bienestar. Su éxito como autor de cuentos y obras teatrales no le empujó a desentenderse de los problemas ajenos. En un cuaderno de notas, escribió: “El turco abre un pozo para la salvación de su alma. Sería bueno que cada uno de nosotros dejara tras de sí una escuela, un pozo o algo semejante, de suerte que nuestra vida no pasara a la eternidad sin dejar una huella tras de sí”.

Chéjov no se limitó a expresar un deseo con hermosas palabras. Su altruismo fue real y se materializó en iniciativas concretas, que aliviaron el sufrimiento de los más vulnerables y desdichados. Durante una epidemia de cólera, prestó sus servicios como médico desde su dacha de Mólijevo, situada en las afueras de Moscú. Atendió a veinticinco pueblos sin cobrar nada. Solía decir: “La medicina es mi esposa legal; la literatura, sólo mi amante”. Cuando regresaba de sus viajes, alzaba una banderita roja para anunciar que podían acudir a su consulta los enfermos de la zona. Para organizar mejor su trabajo, construyó un dispensario cerca de su vivienda e impartió gratuitamente clases de higiene, con el fin de frenar las epidemias. Su hermana María Pavlovna, que le ayudaba como enfermera, relata que al año atendía de forma gratuita a más de un millar de campesinos, suministrándoles sin ningún coste todas las medicinas. Más adelante, ayudaría a recaudar fondos para combatir la hambruna desatada por la pérdida de las cosechas en Samara. Cuando su tuberculosis se agravó, se trasladó a Yalta con su esposa, la actriz Olga Knipper. A pesar de su creciente deterioro, continuó ocupándose de los enfermos sin recursos e incluso adoptó a dos perros. Su actividad filantrópica coexistió con una fuerte inquietud social. En 1890 realizó un viaje de ochenta y dos días en coches de caballos, vapores y destartalados carruajes para visitar la colonia penitenciaria de la isla de Sajalín, un verdadero infierno que lo dejó conmocionado, mostrándole la faceta más inhumana de la Rusia zarista. Su clarividencia moral nunca se convirtió en arrogancia. Dos años antes, había escrito en una carta dirigida al novelista y dramaturgo Iván Scheglov: “Debemos dejarnos de charlatanería y declarar con franqueza que en este mundo no hay nada claro. Sólo los tontos y los charlatanes lo comprenden todo”. No es posible comprenderlo todo, pero no debemos abstenernos de especular, inquirir, razonar. Por eso, creó tres escuelas para proporcionar instrucción a los hijos de las familias campesinas.

Chéjov no pretendía ser un narrador omnisciente, ni un moralista: “El artista no debe convertirse en juez de sus personajes y de lo que dicen; su única tarea consiste en ser un testigo imparcial, […] presentarlos bajo una luz apropiada y hacer que hablen con su propia voz”. Chéjov no dedicaba mucho tiempo a sus cuentos: “No recuerdo un solo cuento en el que haya trabajado más de un día”. Su forma de escribir estaba más cerca del periodismo que de la poesía, lo cual no significa que no fuera capaz de introducir un delicado lirismo en sus textos: “He escrito mis relatos de la misma manera que los reporteros redactan sus notas sobre los incendios, de manera mecánica, apenas consciente, sin preocuparme lo más mínimo por el lector o por mí mismo”. Chéjov era más cuidadoso con los jardines de sus sucesivas casas que con su propia prosa. Paradójicamente, su forma ágil y fluida de escribir jamás incurrió en la estridencia o el desaliño. Su pasión por los jardines parece una metáfora de su incapacidad de escribir novelas. Si hubiera sido músico, no habría compuesto sinfonías, sino tríos, cuartetos o, a lo sumo, quintetos. No le atraía lo sublime, sino lo bello y simétrico. Ese talante explica su desconfianza hacia las ideologías. Aunque detestaba el régimen de servidumbre, casi podemos aventurar con certeza que jamás habría apoyado la dictadura de los soviets. Su desconfianza hacia las ideologías incluía los dogmas religiosos: “He perdido la fe hace mucho tiempo y siempre me he quedado perplejo ante el espectáculo de un intelectual que sea al mismo tiempo un creyente”. Cuando Tolstói, al que apreciaba y admiraba, le hablaba de la inmortalidad reaccionaba con incredulidad e ironía. El autor de Guerra y Paz especula que “todos nosotros (hombres y animales) seguiremos viviendo en algún principio (como razón y amor), cuya esencia es un misterio. Pero solo puedo imaginarme ese principio o fuerza como una masa gelatinosa; mi yo (mi individualidad, mi conciencia) se fundiría con esa masa; no siento la menor necesidad de esa clase de inmortalidad, no la comprendo”. El escepticismo de Chéjov nunca implicó cobardía o tibieza moral. Cuando la Sección de Letras de la Academia de la Ciencia, a la que pertenecía desde 1900, vetó el ingreso de Gorki por sus actividades políticas, protestó enérgicamente y presentó su dimisión.

Chéjov detestaba la imagen del artista maldito, atormentado. En 1901, Olga le escribe: “el corazón se me encoge cuando pienso en el silencioso y profundo pozo de melancolía que hay dentro de ti”. El escritor responde: “¿Qué tontería es ésa, querida? No soy un hombre melancólico y nunca lo he sido; me siento tolerablemente bien y cuando estás conmigo, completamente bien”. Hay varias versiones sobre la muerte de Chéjov. Algunos aseguran que cuando Olga se disponía a ponerle una bolsa de hielo en el pecho, se dirigió a ella con una triste sonrisa, rogándole que no lo hiciera: “No pongas hielo en un corazón vacío”. Sin embargo, otros testimonios modifican la frase, afirmando que en realidad dijo: “No pongas hielo en un estómago vacío”. Eso sí, hay consenso en que, poco antes de expirar, susurró en alemán: “Ich sterbe” (Me muero). Chéjov murió el 15 de julio de 1904 en Badenweiler, un balneario de la Selva Negra. Su cadáver fue trasladado a Moscú en un vagón refrigerado que se utilizaba habitualmente para transportar ostras, lo cual indignó a Gorki. Pienso que a Chéjov, en cambio, no le habría molestado, pues nunca le agradó lo trágico y solemne.

Maestro del relato, Chéjov nunca se sintió satisfecho con su producción teatral. Aunque nos dejó piezas tan notables como La gaviota (1896), Tío Vania (1900) y El jardín de los cerezos (1904), se mostró implacable con su faceta como dramaturgo: “He desaprovechado los temas, los he desaprovechado para nada, de una forma escandalosa y estéril. […] No estoy hecho para el teatro”. Sabemos que no es así, que sus creaciones teatrales abordan magistralmente los problemas del hombre moderno, acosado por el desencanto, el tedio y el escepticismo. No son piezas coloristas e ingeniosas, sino estudios sobre la infelicidad, el hastío, la soledad y el fracaso. Chéjov escenifica con elegancia y delicadeza la incertidumbre de una época de transición. La Rusia tradicional se deslizaba por una pendiente de decadencia y disgregación, pero el porvenir se perfilaba incierto y quizás igualmente imperfecto. Sin el misticismo de Tolstói, la angustia metafísica de Dostoievski o el conservadurismo de Gógol, Chéjov compone cuadros sumidos en la penumbra. Es el cronista de lo cotidiano, el testigo desapasionado de un mundo sin belleza ni heroísmo, el frío psicólogo de las pasiones ajenas. No pretende cautivar, ni deslumbrar. Sólo desea narrar lo que acontece a su alrededor. Durante el otoño de 1945, Isaiah Berlin se encontró con Anna Ajmátova y hablaron de literatura. Berlin reprodujo su entrevista con notable elocuencia: “Se movía y actuaba como una reina trágica. De inmensa dignidad, con gestos pausados, una noble cabeza, rasgos hermosos y algo severos, y una expresión de inmensa tristeza, […] me preguntó qué leía: antes de que pudiera responderle, atacó el mundo de color de barro de Chéjov, sus aburridas obras de teatro, la ausencia en su mundo de heroísmo y martirio, de profundidad, oscuridad y sublimidad”. Ajmátova concluyó su diatriba, observando que en Chéjov “no brillan las espadas”. No se equivocaba, pero nada de eso resta mérito a la obra de Chéjov. “La dama del perrito”, uno de sus cuentos más perfectos, discurre en una atmósfera de tristeza y tedio. No hay espadas, heroísmo ni sublimidad, pero sí indulgencia y compasión. Las vidas fracasadas de sus personajes nos conmueven, sin la necesidad de movilizar las notas grandilocuentes de un poema trágico.

Publicado en 1899, “La dama del perrito” se concibió como una respuesta a Anna Karenina. Chéjov deseaba contar la historia de dos amantes sin condenarlos. El adulterio no es algo ejemplar, pero no debería considerarse una grave falta que exige un castigo y una redención. Por eso, no maltrata a sus personajes e intenta explicar sus motivaciones. Gúrov, un banquero de mediana edad, y Anna Serguéievna, un joven triste e insatisfecha, no son felices en sus respectivos matrimonios. Se conocen en Yalta e inician un romance con una fuerte carga sexual. Gúrov es un donjuán que presume de su misoginia, pero no soporta la compañía masculina. No sabe cómo hablar, ni cómo comportarse entre amigos de su sexo. En cambio, habla animadamente con las mujeres y entiende su mundo. De nuevo, la sombra del donjuanismo aparece asociada a cierto afeminamiento, escarneciendo la virilidad del hombre con un hambre insaciable de conquistas. Gúrov, que engaña sistemáticamente a su esposa, considera a la mujer “una raza inferior”, pero es incapaz de respetar un compromiso. Su idilio con Anna está contaminado desde el principio por su egoísmo. De hecho, no ignora la vulnerabilidad de su amante: “Hay algo en ella que inspira piedad”. Anna se desprecia a sí misma por su comportamiento. “Parece la pecadora de un cuadro antiguo”, con su rostro desolado y su mirada húmeda.

Los amantes viven una mentira, pues en realidad apenas se conocen. Solo les une su insatisfacción. Después de una breve separación, su breve idilio se transforma en encuentros mensuales en un hotel de Moscú. Llevan una doble vida, soportando el dolor que acarrea cualquier impostura. Por un lado, mantienen la apariencia de normalidad, fingiendo emociones falsas. Por otro, cultivan el secreto, amándose furtivamente. Ninguno es feliz con esa situación, que les condena a ocultarse como ladrones. Confinados en un espacio opaco, se preguntan si alguna vez podrán salir a la luz y vivir sin mentiras. La historia finaliza sin moralejas, pero sin omitir que el paso del tiempo ya afecta a los amantes. Las canas de Gúrov y las incipientes arrugas de Anna ponen de relieve que han comenzado a dejar sus vidas atrás, casi sin advertirlo. No son culpables de un horrible delito. Simplemente, son desgraciados, como la mayoría de los seres humanos.

Los cuentos de Antón Chéjov no son obras dispersas, sino fragmentos de un gigantesco mosaico que nos ofrece una visión panorámica de un tiempo de cambios y transformaciones. Muchos relatos parecen inacabados, como la vida del escritor, que se interrumpió prematuramente. No es un defecto. En la existencia del individuo y del cosmos no hay finales concluyentes, sino saltos y cortes abruptos. Lejos de cualquier forma de nostalgia por el pasado, la literatura de Chéjov se adelanta a su época, mostrando que el hastío, el desarraigo y la frustración dominarán el siglo XX y que sólo podrán aplacarse mediante el humor, la tolerancia y la ternura.

martes, 1 de septiembre de 2020

"Y si Shakespeare no fuera Shakespeare (duda de lingüista forense)" por Teresa Galarza


¿Fue Shakespeare Shakespeare? Sabemos quién fue Shakespeare. Pero ¿fue él quien escribió toda su obra? Hay bastantes teorías al respecto. Según los escépticos, Shakespeare podría haber sido, en realidad, Christopher Marlowe, o Edward de Vere, o una mujer italiana —Emilia Bassano—, o sir Francis Bacon o, quizás, en lugar de un solo autor, un colectivo que incluiría a varios actores y escritores.
En los últimos años, una obra de teatro de Morgan Lloyd Malcolm ha despertado la curiosidad de bastantes aficionados al teatro y al cotilleo: Emilia. La pieza trata sobre una contemporánea de Shakespeare llamada Emilia Bassano. Nacida en Londres en 1569 en el seno de una familia de inmigrantes venecianos —músicos y fabricantes de instrumentos, posiblemente judíos—, fue una de las primeras mujeres en publicar un volumen de poesía en Inglaterra. 
Del trabajo de Bassano, adecuado para los estándares religiosos de la época, también se dice que es feminista. Su existencia fue descubierta en 1973 por el historiador de Oxford A. L. Rowse, quien especuló que Emilia podría haber sido la amante de Shakespeare, la «Dark Lady» descrita en los sonetos. En Emilia, la pieza de ficción de Lloyd Malcolm, el personaje de Shakespeare usa las palabras de Bassano para la famosa defensa de las mujeres que en el Otelo de Shakespeare hace el personaje llamado Emilia.
La vida no ficticia de Shakespeare está bastante documentada. Los más de setenta documentos que existen lo señalan como actor, accionista de una compañía de teatro, prestamista e inversor inmobiliario. Parece que evitó pagar impuestos, que especuló con cereales durante una época de escasez y que le pusieron unas cuantas multas. El perfil es el de un empresario de la industria del entretenimiento (del Renacimiento). Quizá por eso se cuestiona que fuera realmente el autor de su obra. ¿Cómo adquirió Shakespeare conocimientos sobre historia, cultura, música, astronomía, vocabulario de otras lenguas, países extranjeros…? ¿Y cómo sabía tanto sobre algunas ciudades del norte de Italia? Shakespeare no recibió educación hasta la preadolescencia, no fue a la universidad, no hay constancia de que trabajara en el ámbito del teatro hasta pasados sus veintiocho años y murió a los cincuenta y dos. 
La cuestión de la autoría literaria es de interés desde que los autores firman sus obras y los egos son más importantes que el propio trabajo. Las dudas sobre la autoría de Shakespeare empezaron alrededor de 1785, cuando el reverendo James Wilmot afirmó que sir Francis Bacon era el verdadero autor. Desde entonces, la controversia sobre la autoría de las obras de Shakespeare no ha cesado. En 2016, la polémica llegó a los titulares de varios medios de comunicación después de que la publicación The New Oxford Shakespeare señalara a Christopher Marlowe como coautor de Shakespeare en Enrique VI. La noticia apareció en la BBC, The New York Times y The Washington Post.
Fueron lingüistas forenses los que se encargaron de analizar las obras de Shakespeare y Marlowe. El análisis de la autoría es una rama de la lingüística forense, término acuñado en los años sesenta durante la investigación de un caso de asesinato. Debido al creciente interés en la lingüística forense y, específicamente, en la identificación del autor, algunos académicos han aprovechado esta oportunidad para retomar la llamada «controversia de Shakespeare». 
El estudio de la autoría atrae a investigadores y profesionales de diversas disciplinas, incluidas la lingüística, la literatura, la historia, la teología, la psicología, la estadística y la informática. Estos investigadores examinan una serie de parámetros cuando tratan de establecer la autoría. El modo en que se produce el texto, es decir, el medio y los materiales, es el primer dato y base del trabajo, especialmente en documentos manuscritos. Pero lo más importante es el estilo, el tono, las descripciones de las personas, de los lugares, las emociones y las situaciones, la estructura de las oraciones, el empleo de las diferentes categorías gramaticales y la puntuación. Los lingüistas forenses también analizan el perfil psicolingüístico del autor con el objetivo de responder a la pregunta: ¿qué tipo de persona escribió esto? Finalmente, comparan los textos de estudio con otros textos. Estas técnicas, en suma, permiten a los lingüistas forenses organizar y analizar científicamente los datos de un documento. 
Hay, además, programas informáticos que pueden detectar la autoría con bastante precisión. Cuando se publicó la novela El canto del cuco, no fue complicado analizarla con software y, al compararla con varios textos de J. K. Rowling, descubrir que ella era la autora, y no el tal Robert Galbraith que la firmaba. El software toma una muestra de escritura y determina, sobre la base de la similitud, quién, de entre un grupo de autores, es más probable que haya escrito esa muestra. Después, un lingüista tiene que verificar el trabajo y poder explicar las diferencias y por qué son significativas.
Con el software se adelanta muchísimo trabajo. Gracias a estos programas se está examinando todo tipo de textos famosos de autor anónimo en busca de pistas sobre sus autores. Pero no se confíen, también se analizan textos no tan famosos: tuits, estados de Facebook, reseñas de Amazon… lo que sea para obtener pistas sobre nuestros hábitos de consumo. El panóptico de Foucault de estos tiempos es el teléfono móvil. 
La segunda edición de The Oxford Companion to Shakespeare se publicó en enero de 2016, justo antes de que se confirmaran y publicaran los análisis computacionales que acreditaron la autoría de Marlowe en partes de la obra de Shakespeare. Meses después, el reputado profesor y editor del volumen de la obra de Shakespeare emitió un comunicado en el que explicaba que Shakespeare colaboró con otros autores más de lo que se suele pensar y que un tercio de sus obras podrían haber sido escritas a cuatro manos.
Entonces, en varios programas de radio de la BBC empezaron a intervenir profesores especialistas en Shakespeare hablando de hechos bastantes sorprendentes, como que el vocabulario de Shakespeare no era tan excepcionalmente amplio como siempre se había pensado, sino que era el habitual de la época. Parece que muchas de las palabras y frases que solíamos pensar que fueron acuñadas por Shakespeare ya habían sido usadas por otros escritores antes que él, y que eran típicas de los manuales de conversación de la época.
Hugh Craig, director del Centre for Literary and Linguistic Computing, está de acuerdo en que Shakespeare no tenía el gran vocabulario que generalmente se le atribuye. Craig comparó las palabras que usaba Shakespeare con las que aparecen en otros textos de dramaturgos de la época y llegó a la conclusión de que la diferencia en el vocabulario no era sorprendente. Para Craig, el talento del autor inglés se debe principalmente al modo en que usaba palabras comunes y corrientes.
El trabajo de Craig ha llevado a más hallazgos curiosos, como que una serie de escenas de la obra La tragedia española, atribuidas previamente al dramaturgo Ben Jonson, son en realidad de Shakespeare. Los resultados están en su libro Shakespeare, Computers and the Mystery of Authorship.
Respecto a Bassano, hay consenso en que su persona y su trabajo deberían estudiarse a fondo si queremos saber más sobre la creación de las obras de Shakespeare. Por ahora, bastantes académicos piensan que no solo fue la «Dark Lady» de los sonetos, sino que también tuvo mucho que ver en la creación de unos cuantos trabajos de Shakespeare. Las tramas de unas cuarenta historias italianas, algunas nunca traducidas al inglés, están incorporadas en las obras de Shakespeare. Shakespeare, como autodidacta, podría haber encontrado, traducido y comprendido fuentes tan diversas, pero también podría haber recibido ayuda de alguien que conocía esas historias y que, además, le hizo cambiar su punto de vista sobre las mujeres. 
El análisis forense de la autoría es un tema candente que en los próximos años irá generando más interés a medida que tengamos noticia de otros descubrimientos aún más impactantes. La cuestión es: ¿deberíamos aplicar este rigor científico a la vertiente humanista y estudiar a Shakespeare como si fuera un criminal al que descubrir? Lo que debería importar es el estudio —y disfrute— de los textos de Shakespeare; el fin a veces es lo de menos, y puede ser conveniente cambiarlo. Irónicamente, si Shakespeare no fuera Shakespeare, se perdería mucho interés en su obra. «Ser o no ser, esa es la cuestión».