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sábado, 26 de noviembre de 2016

"Absenta, la reina de los bulevares" por Enrique Redondo de Lope


Hizo a Hemingway saltar al ruedo e intentar lidiar un toro bravo. Empujó a Van Gogh a cortarse una oreja para ofrecerla como presente. Inspiró a Pablo Picasso en alguna de sus mejores pinturas. El Drácula de Stoker lo consideraba su afrodisíaco. Es la Fée Verte; el Hada Verde, el Diablo Verde. La musa de los artistas. La absenta.
¿Pero qué es la absenta? Esta pócima, como otras muchas bebidas, inicia su comercialización como un elixir medicinal, un digestivo capaz de curar todos los males. Basándose en la rica botánica de los valles alpinos suizos, parece ser que la madre Henriod, una destiladora de Neuchâtel, perfuma alcohol de gran pureza con una suma de hierbas más o menos secretas, con alrededor de un 80% de alcohol. Pero en todos los éxitos hay un visionario; en ese caso el antes y el después de esta bebida no se producirá hasta 1797, cuando el mayor Dubiedcreó su propia marca bajo el nombre «Dubied Père et Fils». Había nacido la absenta, tal y como la conocemos. Cierto que el uso del ajenjo (una planta amarga y muy aromática) para la creación de bebidas ha sido constante desde la antigüedad, pero no es hasta finales del XVIII cuando se comienza a destilar, en vez de macerar.
Suiza, 1905; Jean Lanfray, borracho y alterado, asesina a su esposa embarazada y a sus dos hijas, actuando bajo el influjo de la absenta. Una ola de indignación recorre Suiza, recogiéndose más de ochenta mil firmas exigiendo la prohibición de la bebida. En 1908, y tras un referéndum a nivel nacional, el Parlamento aprueba una ley que entró en vigor en la medianoche del 7 de octubre de 1910. Así, la producción y venta de absenta quedaban prohibidas en Suiza hasta su rehabilitación en 2005, extendiéndose esta prohibición por diversos países europeos y Estados Unidos. Más tarde se hará público que aparte de dos copas de absenta, Lanfray había consumido grandes cantidades de vino, coñac, brandy y crema de menta. Pero la absenta, como desde hace más de un siglo, era la estrella de la fiesta. ¿Pero por qué se prohibió realmente la absenta en Suiza? La realidad parece menos cinematográfica que esos terribles crímenes. Según varios historiadores, una de las razones para prohibir la absenta fue que contribuyó a una excesiva liberación de las mujeres. Por razones culturales, en Suiza (y en el resto de Europa) la absenta cautivó a las mujeres, como se puede observar en la publicidad de la época, que casi en exclusiva se dirigía a ellas. Otra importante razón que se maneja es la durísima competencia que representaba esta bebida para los productores de vino y cerveza. La absenta era una bebida muy barata de producir, incluso más barata que la cerveza, y con más efecto sobre quienes la consumían. Con todo ello en el país helvético se produjo una extraña alianza entre los productores de cerveza y vino, a los que se sumaron las ligas antialcohol, los médicos y la Iglesia. La absenta siempre ha creado extraños compañeros de cama.
Pero si Suiza fue el comienzo, su mayoría de edad se produjo en la vecina Francia. Año 1830. Francia comienza la colonización de Argelia, que sería su protectorado por más de cien años. Las tropas francesas no solo sufren los rigores de un clima duro y desértico, sino también el azote de enfermedades típicas de la región, como las temidas fiebres palúdicas. El Estado Mayor toma una determinación. La tropa recibirá cantimploras llenas de absenta, la cual, convenientemente rebajada en agua, garantizará la inmunidad contra las terribles fiebres y las infecciones estomacales. Esas enfermedades no se sabe si se evitaron (aunque tiene toda la pinta de que no: «La absenta ha matado a más soldados franceses en el norte de África que las balas árabes» llegó a escribir Alejandro Dumas) pero sí que hizo que la campaña africana fuera menos dura para los soldados. Si la marihuana fue el bálsamo en Vietnam para las tropas americanas, los destacamentos franceses hicieron su campaña en Argelia un poco más llevadera gracias al hada verde. Estos soldados regresaron a casa, con sus recuerdos, sus historias y, por supuesto, su gusto por la absenta… Poco a poco empieza a hacerse habitual en bares y bistrós, en cabarés y comercios. Se inicia una popularización que lleva a que el consumo de absenta supere largamente el de vino. Hay que señalar que las cosechas de vino habían sido diezmadas en años anteriores por la filoxera —un parásito de la vid—, con lo que la absenta comienza a ocupar su lugar. Era barata, era un alcohol industrial y era muy fácil de comprar. Todo encajaba. En Francia durante el año 1910 se consumen treinta y cinco millones de litros. Estamos en plena Belle Époque, Francia es la cuna cultural y París el referente en el arte y la creación. Y el mundo artístico adopta esta bebida, glamurosa, de referencias malevas, origen turbio y con un pasado atractivo. La absenta empieza a convertirse en mito.
Los rumores de prohibición no hicieron sino acrecentar el atractivo de la absenta, pero los millones de francos que ingresaba el Tesoro de la República por medio de los impuestos a la bebida actúan como un importante contrapeso. Como el destilado de absenta es amargo, precisaba para su aceptación de un toque dulce indispensable para hacer agradable su consumo. La forma de endulzarlo es básica en los rituales de invocación de las muchas musas que despierta la absenta. Se trata de colocar en el fondo del vaso la cantidad exacta de alcohol (muchas veces el vaso tiene una talla que da la medida exacta), colocándose sobre el borde una cuchara con una porción de azúcar. Luego, con mucha lentitud, se vierte agua helada sobre el azúcar que, al disolverse lentamente cae sobre la absenta, iniciándose un proceso de coloración en el que pronto aparece el verde pálido de la musa. El juego de colores que va apareciendo en la copa forma parte del ritual inspirador. Se comparan los tonos logrados. Las cucharas que lo contienen han dejado de ser las de café, sustituidas por espátulas y palas pequeñas, perforadas con filigranas, realizadas en metal, acero, plata y oro. Con la Exposición Universal de 1899 de París muchos visitantes regresan a su país de origen con el hábito adquirido del consumo de absenta. Con su colorido ritual, es un indispensable en tertulias, y se convierte en la bebida por antonomasia de escritores y artistas, es el «catalizador» de las musas, su reclamo, su alimento. Se crean poemas elogiosos y aparece en novelas. Rubén Darío y Victor Hugo la idolatran. Degas y Picasso la hacen protagonista de sus cuadros. Charles Cros, mientras desarrollaba el telégrafo y el primer fonógrafo, llegó a beber veinte vasos diarios. Paul Verlaine empezó a beber ajenjo en compañía de Arthur Rimbaud. Alfred Jarry solo la consumía en puro y se paseaba en bicicleta pintado de verde. Para muchos críticos de arte los colores que utilizan Van Gogh comienzan a ser relacionados al consumo de absenta. Pero paralelamente a su implantación en medios artísticos, millones de trabajadores se convierten en adictos a estas copas que llevan al delirio, la alucinación y la locura, sobre todo cuando en la elaboración de la absenta se han utilizado alcoholes de mala calidad o el temido metanol, causante de intoxicaciones y ceguera. Hasta se inventaban artilugios para poder servirla más rápido y con más eficiencia: pequeños depósitos de agua con hielo y varios grifos.
1914; se desencadena la Primera Guerra Mundial, «la Gran Guerra». El recuerdo de la humillante y bochornosa derrota de la guerra franco-prusiana de 1870 estaba en la cabeza de todos los políticos y mandos militares franceses. El comienzo de la contienda no puede ser más desesperanzador. La pérdida de Alsacia y Lorena fue achacada a un ejército mal liderado y débil, y algunos analistas empiezan a apuntar al consumo de absenta como una de sus causas. En el subconsciente se ve al soldado francés como adicto a la bebida verde. Se empieza a extender la idea de que las tempranas victorias alemanes son el triunfo de lo natural y sano (la cerveza) contra lo artificial y dañino (la absenta). En Francia sería prohibida en 1915, como en casi la mayoría de los países europea (con las excepciones de España, Portugal y Reino Unido, países en las que este elixir nunca llegaría a ser verdaderamente popular). Es sorprendente que los fabricantes de absenta no hicieran ningún comunicado ni llevaran ninguna forma de presión al Gobierno para evitar su prohibición. Siempre se rumoreó que fueron silenciados mediante una suculenta indemnización, pagada en parte por los fabricantes de cerveza y las grandes bodegas de vino.
Para 1920, la máxima graduación tolerada en Francia era de 30 grados. En 1922 se autorizaron los aperitivos de hasta 40 grados: Berger y Tomysette salen al mercado. Ricard lanzó el «pastís marsellés». Pero de los sucedáneos, ninguno gozó de la fama del Pernod, aunque su filiación con la absenta es apenas sentimental.Poco a poco en Francia la prohibición fue relajada y se permitió que la bebida fuera vendida siempre y cuando la etiqueta dijera «una bebida a base de extractos de la planta de ajenjo». El ajenjo fue legalizado en la Unión Europea en 1988, siempre que la cantidad de tujona permaneciera dentro del límite acordado de 10 mg/kg, o 35mg/kg de ajenjo amargo. En 2010, esta absenta modernizada, rebajada y versionada, volvió a ser legal en Francia. En la actualidad, España, Reino Unido y República Checa son los mayores productores de esta bebida.
¿Pero cómo de dañina era la absenta? ¿Qué había de cierto en su mito? El ajenjo, o Artemisia absinthium, pertenece a la familia de las margaritas, y desde la antigüedad se le atribuye un gran valor medicinal. Antes de la aparición de la absenta, el ajenjo ya era un ingrediente popular para dar sabor a las bebidas alcohólicas. El vermut se inventó en Italia a finales del siglo XVIII y debe su nombre al alemán wermut (ajenjo). El principio activo del ajenjo es la tuyona, y su estructura química se parece a la del mentol, que puede ser peligroso en dosis elevadas y es cierto que tiene un efecto psicoactivo, pero no con la concentración de diez miligramos por litro que parece ser que contenían la mayoría de absentas. Hay que señalar que la salvia o el estragón tienen niveles parecidos de tuyona, pero curiosamente nunca se han asociado a conductas enfermas como en el caso de la absenta. Los legendarios efectos de esta mítica bebida se deben, casi con toda certeza, a su elevada graduación alcohólica, que a un 75-80% supera con mucho a la mayoría del resto de alcoholes destilados, que suelen estar a un 40%. Además, el consumo de absenta nunca se hacía de manera exclusiva y solía ir mezclado con hachís, opio, y todo tipo de licores, de ahí que los resultados fueran totalmente imprevistos. 
Pero sea como sea, la absenta ocupará ya siempre un lugar en el imaginario de la cultura europea, fundamentalmente en Francia, donde siempre estará ligada al impresionismo, a las vanguardias, a la Belle Époque y a una manera de entender el arte y la vida que quizás desapareció con la Primera Guerra Mundial. Y es que, como dijo Oscar Wilde, «tras el primer vaso, uno ve las cosas como le agradaría que fueran. Tras el segundo, uno ve las cosas que no existen. Por último, uno termina viendo las cosas como son y eso es lo más terrible que puede acontecer».

domingo, 20 de noviembre de 2016

"¿Cuál ha sido la mejor adaptación al cine de Shakespeare?" por Javier Bilbao

En un tiempo en el que el Puente de Londres estaba bellamente decorado con picas de las que pendían cabezas de traidores y la gente se entretenía con peleas de osos o con chimpancés montados a caballo siendo atacados por una jauría de perros, Shakespeare tuvo que estrujarse mucho las meninges para idear historias que pudieran cautivar al público, sin apenas decorados y con actores pobremente pertrechados. Todo debía depender de la imaginación y de la fuerza de la palabra. Dejó escritas casi un millón de ellas, con tal acierto que siglos después Hollywood no podría encontrar mejor guionista, de manera que en la lista de nombres más citados en la base de datos IMDb ahí lo vemos bien acompañado de Ron Jeremy y Adolf Hilter. Tiene más de un millar de referencias, aunque su influencia en el cine es sencillamente incalculable… al menos hasta la publicación de esta encuesta. Nos proponemos a continuación escoger nuestra adaptación favorita de un texto shakesperiano, o la segunda mejor, dado que difícilmente nada podrá superar esto.
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Macbeth
Orson Welles, Roman Polanski, Akira Kurosawa… muchos de los mejores cineastas han quedado prendados de esta obra en torno a la ambición por el poder, que nos deslumbra como una bombilla incandescente a las polillas e igual que a ellas nos termina achicharrando cuando nos aproximamos demasiado. Macbeth, como es costumbre en los personajes del dramaturgo, tiene además la lucidez suficiente para ser consciente de la perdición a la que es arrastrado, de ahí que acabe asumiendo aquello de que la vida es un cuento contado por un idiota, lleno de ruido y furia, que no significa nada. Cómo un director podría resistirse a una historia de tan altos vuelos. Todas las adaptaciones han sido meritorias, destacando por su originalidad Trono de sangre con Toshiro Mifune —que ya tiene desde esta semana su estrella en el Paseo de la Fama— aunque nos quedamos con la más reciente, esta del 2015, por la espectacularidad de sus imágenes y por contar nada menos que con Michael Fassbender y Marion Cotillard.
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West Side History
La primera adaptación de Romeo y Julieta vio la luz en una fecha tan temprana como 1908. Desde entonces ha padecido toda clase de experimentos, desde el que propinó Baz Lurhman hasta Gnomeo y Julieta, pero si hemos de preguntar por la versión más celebrada casi todo el mundo nos dirá este musical ambientado en Nueva York que a punto estuvo de ser protagonizado por Elvis Presley. Qué mejor ocasión para recordar este momento.
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El mercader de Venecia
Desde comienzos de la Edad Media los judíos no podían poseer tierras ni ejercer muchos trabajos en buena parte de Europa; por su parte a los cristianos los Evangelios les decían bien claro que los préstamos con interés no eran moralmente aceptables. La solución idónea resultó ser la especialización de los primeros en dicha actividad económica: nacía así el estereotipo del judío usurero. El problema es que los acreedores no suelen caernos simpáticos… Shakespeare recogió el antisemitismo de su tiempo y moldeó con él uno de los mejores personajes de la historia de la literatura, Shylock. En lugar de convertirlo en un simple malvado lo dotó de tal humanidad que su discurso se convirtió en un alegato mil veces recordado desde entonces, como en la escena final de Ser o no ser.
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Hamlet
Entre el encorsetamiento de las adaptaciones clásicas del Bardo y la espantajería pop de algunas de las más recientes hay un virtuoso término medio que Franco Zeffirelli supo encontrar. Aunque naturalmente es algo susceptible de opinión, así que aquí tienen para comparar el monólogo de la versión de Laurence Olivier, aquí el de la película de Kenneth Branagh, aquí el de la interpretada por Mel Gibson y por último el de la versión de Ethan Hawke.
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Enrique V
Las seis películas ha dirigido Kenneth Branagh en torno a la obra de Shakespeare lo convierten en uno de sus adaptadores oficiales. Enrique V fue la primera de todas ellas, y tal vez la mejor, al menos le valió sendas nominaciones como actor y director. No podemos olvidar su escena cumbre, en la que arenga a sus soldados antes de la batalla del día de San Crispín.
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Mucho ruido y pocas nueces
Sus comedias generalmente no han tenido unas adaptaciones de calidad semejante a sus tragedias, quizá el motivo sea que el humor es perecedero y está más sujeto al contexto cultural. Pese a todo el resultado fue aceptable en esta versión de Branagh en la que contemplamos a un insólito Pedro I de Aragón. Otra comedia de este director, que no era una adaptación aunque sí estaba vinculada al universo de Shakespeare, fue aquella tan simpática titulada En lo más crudo del crudo invierno. Por otro lado, Joss Whedon tuvo tiempo entre Vengadores y Vengadores para filmar su propia versión de la obra, con cuatro duros y la participación de sus colegas habituales. Una simpática adaptación en blanco y negro en escenario contemporáneo.
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Otelo
En la época de nuestro autor andaban al acecho los puritanos, que lógicamente no veían con buenos ojos algo que divirtiera a la gente como era el teatro. Lo que no existía, por suerte para él, era esa evolución posterior del puritanismo conocida como corrección política, con su empeño por fiscalizar la ficción. Por esta obra hoy día hubiera tenido que dar muchas explicaciones pero afortunadamente ya está escrita y no puede cambiarse. En esta versión vemos de nuevo a Kenneth Branagh, esta vez interpretando a Yago, uno de los personajes más sugerentes y perversos que ha dado la obra shakesperiana.
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Campanadas a medianoche
Como vemos, hay personajes salidos de su pluma que parecen adquirir vida propia y tomar su propio rumbo. Es el caso del vitalista Falstaff, a quien interpretó un esférico Orson Welles en esta cinta rodada en España (por ahí vemos a Fernando Rey) que recrea fragmentos de un total de cinco obras suyas. De nuevo estamos ante un cineasta adicto a Shakespeare, pues previamente ya había dirigido Macbeth y Otelo.
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Ran
De Kurosawa podemos decir lo mismo. Entre las diversas obras literarias occidentales que adaptó al contexto japonés destacan las del dramaturgo inglés, como la mencionada al inicio o esta superproducción que recreaba El rey Lear.
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Diez razones para odiarte
Hollywood se ha recreado siempre en la descripción de los institutos americanos a la manera en que lo hace un documental cualquiera sobre los antílopes de la sabana, sin ahorrarnos detalle sobre sus ritos de apareamiento y sus luchas jerárquicas. Era inevitable que semejante hábitat terminase siendo el escenario de alguna adaptación shakesperiana, en este caso de la que es quizá su comedia más conocida: La fierecilla domada. El resultado fue mejor de lo que cabía esperar en esta película protagonizada por el malogrado Heath Ledger.
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Julio César
Mankiewicz coescribió y dirigió esta tragedia en la que nuestro autor recreaba la conspiración y el asesinato de Julio César. Quiso cuidar cada detalle, y para ello contó con actores que ya estaban familiarizados con esta obra salvo en el caso de Marlon Brando, que a pesar de ello supo estar a la altura y resultó nominado al Óscar. John Huston describió su interpretación aquí como «abrir un horno caliente dentro de una habitación oscura», aquí tenemos un ejemplo.
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Shakespeare in Love
No es una adaptación de una obra en concreto pero sí de la vida y del universo de Shakespeare, por lo que merece que la incluyamos. Obtuvo siete Óscar esta encantadora historia que juega con el travestismo que tanto gustaba al escritor inglés (la quinta parte de sus obras lo incluyen, qué vicio llevaba), con una Viola disfrazándose de hombre para poder actuar en el teatro y aproximarse al escritor, quien terminará dedicándole un personaje en Noche de reyes.
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Planeta Prohibido

Basta con que cambiemos un mago por un científico, Miranda por Altaira, Robby por Ariel, la isla por el planeta Altair-4, Calibán por aquel ente maléfico que «renueva su estructura molecular de microsegundo en microsegundo», los supervivientes del barco por la tripulación capitaneada por Leslie Nielsen y en lugar de La tempestad tendremos frente a nosotros este clásico de la ciencia ficción.

viernes, 11 de noviembre de 2016

El alumno de 16 años que se convirtió en Sigfrido


Un aula de instituto. Quinta hora de un día señalado por los augures. Brunilda es María y Crimilda, Andrea. Sigfrido es Sergio y Günther, Mario. El dragón, Amanda y Hagen, Iván. Brunilda y Crimilda llevan pamelas de Venecia y Sigfrido, una espada de plástico. Günther se significa como rey con una corona de papel que le ha fabricado Lorena y el cofre de cartón encierra el tesoro de los Nibelungos. Todo está preparado para la representación. Ellos no saben de qué va el Cantar de los Nibelungos, pero adentrarse en una historia desconocida disfrazados y como protagonistas los convierte en alumnos receptivos, alegres y emocionados. Todo lo contrario de lo que uno suele encontrarse en las aulas. Sigfrido (Sergio) mata al dragón (Amanda) de un certero espadazo y vuelve en barco (una silla) al reino de Günther. Se le declara de rodillas a Crimilda (Andrea), como Günther (Mario) a Brunilda (María). Antes, Günther ha hecho unas flexiones a petición de la exigente Brunilda. La primera parte acaba bien. Dos bodas oficiadas por Celia en las que los novios se prometen amor eterno. La segunda parte, el lunes. La clase se entusiasma con la representación improvisada y el atrezo de los chinos. Yo también. Suena el timbre. Me llevo las pamelas, el cofre, la espada y la corona de cartón. La ilusión nos ha sacudido durante 55 minutos. Esto es la enseñanza, esto es la vida. Quien lo probó lo sabe.

"Rimbaud, un rebelde hoy" por Josep Massot


Mozart murió a los 35 años y cambió la música para siempre. Rim­baud murió a los 37, pero a los 19 años ya había escrito toda su poesía, una poesía que abrió el camino de la modernidad, con un solo libro publicado en vida. Desde entonces, jóvenes inquietos de todas las generaciones siguen siendo influidos por la obra y la vida del primer rebelde moderno, el primer escritor maldito, pasional, imprevisible, nómada de bares, vagabundo por los caminos de Francia, un poeta vidente, reinventor del amor, insurrecto en la Comuna de París, para enrolarse en un barco ebrio en un viaje hacia el infierno, blasfemo e insolente que, en la cumbre de su genio, se hundió en el silencio para dedicarse al tráfico de armas, café y marfil en Harar y morir pobre, como vivió.
Atalanta publica una nueva hazaña editorial: la edición de la obra completa de Rimbaud. Toda es toda. Poemas, variantes, borradores, obras en prosa, cartas, notas, cuadernos, declaraciones judiciales... El editor, Jacobo Siruela, dice que “este joven feroz revoluciona toda la poesía establecida y representa como nadie la esencia de lo moderno, de lo nuevo. Él es un poeta del siglo XX, no del XIX. Pero su grandeza estriba en que abomina de todos los artificios de la cultura, que el llamaba ‘el espíritu de las cosas muertas’, para buscar la absoluta unión entre el arte y la vida; algo que se desarrollará a lo largo del siglo XX, no siempre con buenos resultados.
“La belleza que él perseguía –dice el editor– trata de alcanzar a lo desconocido de la vida, que solo el vidente, como dice en una de sus cartas, y el verdadero poeta pueden experimentar. Por todo ello, el misterio de su poesía radica en que nunca pierde su juventud. Quizá porque provenga de lo que él denominaba, sin saber bien de lo que estaba hablando, ‘lo otro’”.
Mauro Armiño reconstruye una biografía que podría tener ecos en las vidas de artistas que se rebelan contra un orden social caduco y quieren devolver la poesía a la experiencia de vida. “Se trata de llegar a lo desconocido mediante el desarreglo de todos los sentidos. Los sufrimientos son enormes, pero hay que ser fuerte, haber nacido poeta… no es culpa mía en absoluto. Es falso decir: ‘Yo pienso’, se debería decir: ‘Se me piensa’… Yo es otro. Tanto peor para la madera que se descubre violín”. Frase más turbadora que el Je suis l’autre, de Nerval
Rimbaud, antes de enviar al asilo a los poetas parnasianos, aprendió exhaustivamente las normas de la poesía clásica. Para innovar hay que conocer la tradición: fue premio extraordinario en las composiciones latinas. Después, un historial precoz de fugas en busca de la experiencia de la libertad plena que acaban en la cárcel. Al poeta Teòphile Gautier le reprocha: “No ha visto más mundo que el que se ve por la ventana, y no ha tenido ganas de ver más”. Él, en cambio, vive la vida intensa en un país primero en guerra (con Prusia) y después inmerso en el caos de la revolución. En la Comuna de París la policía le ficha como uno de los francotiradores del batallón Vengadores de Flourens, chicos de quince a diecisiete años.
Es entonces cuando une vida y obra: “Usted –le dice a su profesor– siempre terminará como un satisfecho que no hizo nada, porque no quiso hacer nada”, y marca el camino que seguirían después los dadaístas, los surrealistas, los poetas beat, los punkies... la revolución poética que convertirá en cenizas un mundo que ha quedado caduco: “La innovación requiere formas nuevas” Cuando Verlaine, de 27 años, recién casado con una muchacha de 17, le acoge en París, no sabe que acaba de convertir su casa en un infierno. Las bravatas y los estallidos de violencia de Rimbaud hacen que acaben expulsándole de todos los lugares. Incluso se lía a golpes con el fotógrafo Carjat, que iba a inmortalizarle, y el cual, tras la pelea, destruye los negativos: solo se han conservado ocho. Goncourt escribe en sus diarios: “Rimbaud ha traído a París el genio de la perversidad”.
La pareja Verlaine-Rimbaud podría protagonizar una road movie, una fuga de alcohol y peleas, perseguidos por una legión que encabezan la madre de Rimbaud, la mujer de Verlaine y el prefecto de policía.
Armiño resume el desenlace: tras una pelea en Londres, Verlaine embarca rumbo a Bélgica y, desde el barco, escribe a Rimbaud, a la madre de Rimbaud y a su mujer con la amenaza de suicidarse. El día 7 de julio, escribe de nuevo a Rimbaud para proponerle ir a España y enrolarse en las tropas carlistas. El día 8, Rimbaud llega a Bruselas y anuncia a Verlaine que quiere regresar solo a París. El 10, Verlaine compra un revólver y a mediodía vuelve borracho al hotel donde se aloja con su madre y con Rimbaud. Hacia las dos de la tarde, dispara contra su amigo, hiriéndole en un brazo. Rimbaud le denuncia y Verlaine es encarcelado. Desde la cárcel escribiría Crimen amoris, y Rimbaud, Una temporada en el infierno.
A partir de 1875, Rimbaud solo escribió cartas. “Se enrola –dice Armiño– en el ejército colonial holandés, y con este llega a Sumatra y a Batavia, recorre a pie los Vosgos, Suiza y el San Gotardo, y en Alejandría trabaja como director de explotación de una cantera; termina en África, contratado por una firma de importación y exportación, realiza por todo el cuerno de África expediciones para conseguir marfil, pieles, algunas a parajes apenas conocidos por los occidentales, como Ogadén”. También se dedica a vender armas a los reyezuelos de Somalia, y en Adís Abeba gestiona una factoría comercial.
Y al final, la ruina, la quiebra de la empresa, las condiciones de vida extremas, la enfermedad. Pero no puede ni quiere volver a Europa. En 1890 escribe a su madre. “Al hablar de matrimonio siempre he querido decir que seguiría siendo libre para viajar, para vivir en el extranjero e incluso para continuar viviendo en África. Estoy tan desacostumbrado al clima de Europa que me costaría mucho readaptarme. Hasta es probable que necesitase pasar inviernos fuera, suponiendo que algún día vuelva a Francia... Hay, por otra parte, algo que me resulta imposible, la vida sedentaria”.

Un cáncer en la rodilla le hace volver a Marsella, donde le amputan la pierna. Quiere embarcar de nuevo a Adén, pero el cáncer se extiende por todo el cuerpo. “Yo, inválido y desdichado, no puedo averiguar nada, el primer perro de la calle se lo dirá”.

martes, 8 de noviembre de 2016

"Por qué leer a los clásicos" por Pedro G. Cuartango


Siempre he sentido inclinación a leer a los clásicos y he pasado ratos memorables con los textos de Homero, Platón, Virgilio, Dante y Shakespeare. He encontrado en ellos una profundidad y una compresión de la naturaleza humana que me han ayudado a entenderme a mí mismo.
Pero aprecio a estos autores no solo por lo que transmiten, sino también por cómo lo transmiten. Nada más placentero que la métrica de La Eneida, un libro que me gusta leer en voz alta. En su testamento, Virgilio ordenó que se destruyesen sus versos, pero su protector Octavio Augusto no solo lo prohibió sino que contrató a dos escribas para que copiasen la obra sin la más mínima alteración.
La Eneida tiene fragmentos maravillosos como cuando Eneas, fundador de Roma, se topa con su madre Venus, disfrazada de ninfa, tras su llegada a las costas de Libia después de perder parte de su flota.
Si uno lee este largo poema épico, inevitablemente encuentra hexámetros que parecen sacados de La Ilíada o La Odisea. El mismo Eneas, que sobrevive de la guerra de Troya, viaja por el Mediterráneo hasta llegar a las playas de Roma, al igual que Ulises retorna a Ítaca tras sufrir penalidades sin cuento.
Estos libros se han convertido en clásicos porque han tocado la fibra más sensible de los lectores de diferentes generaciones. Es imposible no conmoverse con la desesperación de Eneas al perder sus barcos en la tormenta provocada por Eolo o por el llanto de Príamo al pedir a Aquiles que le entregue el cadáver de su hijo Héctor.
En ese sentido, es imposible que la obra de Homero fuera la recopilación anónima de una serie de relatos míticos porque sus libros tienen vida, han sido escritos por una persona con una gran empatía hacia los sentimientos humanos hasta el punto de que cualquier lector de hoy puede reconocerse en sus personajes. El dolor de Aquiles por la pérdida de Patroclo es auténtico, no es una mera creación literaria, como sabe cualquier conocedor de La Ilíada.
Creo que quien no es capaz de leer a estos autores se pierde una dimensión de la existencia humana que solo se puede percibir en estas grandes obras, que, al fin y a la postre, transmiten una acumulación de experiencia. Cuando uno lee a Shakespeare se puede dar cuenta de que los sentimientos de los hombres no han cambiado en cuatro siglos y que la tecnología es un barniz que apenas cubre una fractura interior que todos llevamos dentro.
No podría vivir sin estos libros porque sería como perder una parte esencial de mí mismo. En cierta forma, tengo la impresión de que somos depositarios de ese inmenso legado cultural del que formamos parte activa. Los clásicos no son ellos, somos nosotros. Yo soy Hamlet, Eneas, Don Quijote, Madame Bovary y Aquiles. Todos viven en mi interior y he sido un poco de todos ellos mientras leía estas obras.
Por eso me gusta tanto el final de Fahrenheit 451, la película de François Truffaut, cuando los personajes pasean por el bosque y recitan en voz alta los libros prohibidos que sobrevivirán en su memoria porque nadie podrá matar jamás a Homero.

martes, 1 de noviembre de 2016

"Thomas Mann: Eros en Venecia" por Rafael Narbona


No es un secreto que Thomas Mann reprimió sus impulsos homosexuales para evitar cualquier conflicto o desorden afectivo. Apegado a la vida burguesa, con su rutina exenta de riesgos, se limitó a fantasear con la belleza masculina y los placeres prohibidos. Su amistad con Armin Martens (inmortalizado como Hans Hansen en Tonio Kröger, 1903) y William Timple (Pribislav Hippe en La montaña mágica, 1924) no fue simple camaradería, sino un idilio no consumado que dejó una profunda huella en su memoria. En 1911, Thomas Mann viajó a Venecia y se alojó en el Gran Hôtel des Bains del Lido. El joven barón Wladyslav Moes, de origen polaco, despertó su interés y le inspiró a Tadzio, el adolescente del que se enamora Gustav Aschenbach, el protagonista de La muerte en Venecia. La breve novela, que se publicó en 1913, mostraba simultáneamente la decadencia de una Europa abocada a la guerra y las penurias de un escritor de mediana edad, que experimentaba una profunda admiración por un joven, casi un niño, con la belleza de las estatuas clásicas. No se trata tan solo de una pasión tardía, sino de una revelación que cuestionará su concepción del arte y la moral.
La muerte en Venecia comienza en la primavera un indeterminado “19…”. Aunque se omite la fecha exacta, no se ocultan los negros presagios que amenazan al continente. Gustav Aschenbach (“Von Aschenbach”, como se enfatiza en el primer párrafo, señalando su condición de nuevo aristócrata) inicia un largo paseo por Múnich, poco después de su siesta habitual. Metódico y disciplinado, dedica las mañanas al quehacer literario. No es un autor maldito, sino un autor de éxito. Sus obras se leen en las escuelas y un príncipe le ha honrado con un título nobiliario. Sin embargo, Aschenbach se siente insatisfecho. En sus libros no hay sinceridad ni alegría. Su literatura no es una apoteosis de la vida, sino una simulación que elude los abismos. Lejos del fatalismo romántico, su único propósito es la serenidad y la perfección formal. No hay espacio para las emociones que perturban al espíritu. Ese temor a lo oscuro y ambiguo proscribe incluso la compasión, pues compadecerse del otro implica una peligrosa tolerancia. El perdón no debe confundirse con el sentimentalismo y no puede aplicarse sistemáticamente a los que se desvían del orden social.
Consagrado por títulos como El miserable y Federico el Grande, Aschenbach es un reaccionario. Educado por preceptores, su padre es un hombre reservado y con un gran sentido del deber, que procede de una familia de militares, jueces y funcionarios. Por el contrario, su esposa es una mujer alegre e intuitiva. Hija de un director de orquesta de Bohemia, se relaciona con el mundo a través de los sentidos y no por medio de la estricta racionalidad prusiana. Thomas Mann ha cambiado un poco los datos, pero se ha retratado a sí mismo. El escritor era hijo de un ambicioso y severo comerciante que hizo carrera política, y de una mujer de sangre brasileña, con una naturaleza imaginativa y sensual. Su madre, Julia Da Silva-Bruns, descendiente de comerciantes germano-brasileños, aportaría esa chispa de fantasía y ensoñación que se combinó con el temperamento austero y reflexivo del padre. Mann incluso atribuye a Aschenbach una obra titulada Maya. Es el mismo título de una novela que nunca llegó a materializarse. No parece un título casual en un ávido lector de Nietzsche. Maya simboliza el orden, la proporción, la forma, lo apolíneo, pero también la apariencia, el velo que oculta ese fondo primordial e irreflexivo, donde se agitan las pasiones y las fuerzas elementales del ser. Aschenbach es consciente de que su existencia se parece al teatro escenificado por Maya, esa trama de ilusiones que confundimos con la realidad. Por eso, después de atravesar el Parque Inglés de Múnich, bordear el Cementerio del Norte y viajar en tranvía, experimenta que lo real, lo sagrado, ese Dios desconocido que se manifiesta y se esconde en todas las tradiciones religiosas y culturales, se insinúa en la figura de un extranjero de aspecto exótico, casi un bárbaro. Su presencia le incita de inmediato el deseo de viajar, de alejarse de su trabajo cotidiano. No es una simple inquietud, sino un verdadero deseo de “liberación, de relevo y olvido”. Su “impulso de fuga” apunta al Sur de Europa, pues no quiere alejarse mucho de su ambiente. Su deseo de liberación está lastrado por su espíritu burgués y le hace descartar la búsqueda de lo esencialmente otro, de esos “tigres” que se pasean por las junglas de países lejanos, donde lo europeo ya no es el apogeo de la civilización, sino una severa limitación al conocimiento y la experiencia.
Aschenbach está de acuerdo con el crítico literario que ha comparado a los héroes de sus novelas con la figura martirizada de san Sebastián, perfecto ejemplo de “la virilidad intelectual y virginal”, capaz de soportar la adversidad con “orgulloso pudor”. Es la “viva y amarga seducción del Conocimiento”, una tarea aparentemente heroica, pero que –en el caso de Aschenbach- ha adoptado un tono didáctico y moralizante. No hace falta decir que solo la mala literatura se convierte en pedagogía. Su elogio de la vida monástica como tributo ineluctable del artista empieza a tambalearse apenas comienza su viaje. Aunque ha escogido Trieste como destino, cambia de idea a los pocos días. No le agrada el ambiente pequeño burgués que se respira en la ciudad. Piensa que Venecia es el lugar mucho más adecuado para su escapada. No sabe lo que busca, pero está claro que en Trieste no lo hallará. Se embarca en un viejo buque italiano, “anacrónico, herrumbroso, lóbrego”. Durante el trayecto en barco, observa a un grupo de jóvenes. Parecen alegres y despreocupados. Les acompaña un hombre de cierta edad, con un sombrero Panamá y una corbata roja. Es un atuendo audaz para la época, asociado a cierta voluntad de transgresión y a una inequívoca frivolidad. Aschenbach se queda horrorizado al descubrir que el presuntuoso dandi lleva el pelo teñido y el rostro maquillado. Su desenvoltura, aparatosa y chillona, es una pantomima para disimular su vejez. La escena le resulta irreal. El viaje empieza a parecerse a un sueño. La sensación de extrañeza se acentúa cuando un misterioso gondolero le conduce directamente al Lido, ignorando sus instrucciones de acercarse a un embarcadero para tomar un vaporetto. A pesar de sus enérgicas protestas, el gondolero sigue empujando su remo, con el semblante adusto y un silencio hostil. Su áspera fisonomía, que no se corresponde con la del italiano medio, recuerda a Caronte, barquero del Hades. La góndola no produce un efecto más tranquilizador. Su “característica negrura” sólo es comparable  con un ataúd o, más exactamente, con “el catafalco de un lúgubre entierro”. El viaje se hace interminable. No parece un simple desplazamiento, sino el tránsito hacia un hipotético más allá. Pese a todo, Aschenbach disfruta de la “indolencia embrujadora” de deslizarse misteriosamente por el mar, con un rumbo incierto. Cuando le pregunta por el coste de la travesía, el gondolero responde con un escueto: “Ya pagará usted”. Dado que desaparecerá sin dejar rastro, no es descabellado pensar que el tributo no será material, sino espiritual. Durante el trayecto, se cruzan con otra góndola ocupada por músicos vagabundos, que cantan a cambio de unas monedas. Aschenbach les arroja algo de dinero y piensa que el viaje hacia la muerte no es una triste peregrinación, sino una forma de adentrarse en un inextricable misterio, donde se funden el luto y lo festivo.
Al poco de instalarse en el Lido, se produce el primer encuentro con Tadzio. Aún no sabe cómo se llama, pero su hermosura y delicadeza le recuerdan a la famosa estatua del efebo, intentando quitarse una espina del pie. Aschenbach es un espectador privilegiado, pues la soledad que acompaña al escritor le ha enseñado a reconocer de inmediato la belleza. Sin embargo, ese mismo don le ha predispuesto hacia “lo invertido, lo descomunal, lo absurdo y lo prohibido”. Thomas Mann describe con arrobo al muchacho: largos cabellos de color miel, nariz perfecta, “divina seriedad”. Su atractivo físico posee la gracia de “las estatuas griegas de la más noble época de la Hélade”, incluida esa injusticia inevitablemente asociada a la belleza, donde el azar y el capricho prevalecen sobre la virtud. Tadzio tiene “la cabeza de Eros, con el dorado brillo del mármol de Paros”. En su carne adolescente convergen “lo inexpresablemente divino con lo humano”. Su existencia finita y dolorosamente real para un escritor que había renunciado a la pasión y el riesgo contrasta con otra pasión menos incierta y temeraria. Aschenbach ama el mar, pues en él aprecia la seducción de “lo inarticulado, lo desmedido y lo eterno”. Es decir, la nada, esa forma de perfección que sólo exige contemplación, meditación y ascetismo. Por el contrario, Tadzio es “un mensaje de poesía procedente de la aurora de los tiempos, de los orígenes de la forma y del nacimiento de los dioses”. No es la nada ni lo eterno, sino la perfección efímera de la juventud, casi la niñez, y no es posible amarlo con una pasión meramente intelectual. Aschenbach ha traspasado el umbral que tanto atemorizaba a Thomas Mann. Se ha enamorado de lo prohibido, de ese abismo que despierta la reprobación de sus semejantes y advierte que ya no puede dar marcha atrás. Durante un paseo por Venecia, experimenta una crisis cerca de una fuente. Siente dolor en el pecho, la mirada se nubla, le laten las sienes, respira penosamente. Su cuerpo le advierte del peligro al que se expone. Si no es capaz de reprimir sus emociones, tal vez lo pierda todo. No se trata tan sólo de la fama y el prestigio, sino del desorden interior que acabará con su existencia metódica y sin sobresaltos, esa conquista de la razón sobre los sentidos que le ha permitido alumbrar una obra con la serenidad del último Goethe. Decide marcharse de Venecia, pero el extravío de su equipaje se convierte en el pretexto necesario para cambiar de planes y prolongar su estancia. La suerte está echada. Ha escogido lo más trágico, aceptando su destino con gozoso fatalismo. Los sentidos han triunfado definitivamente sobre la razón.
Aschenbach sigue discretamente a Tadzio por el hotel y la playa. Nunca llegan a hablar, pero en una ocasión intercambian una mirada y el muchacho le sonríe. Es suficiente para comprender que “el Amor hace visible lo Espiritual”. El escritor evoca las enseñanzas del Fedro, que excluye cualquier clase de condena moral sobre el Amor, pues el Amor es un dios y no una simple emoción humana. Tadzio es la reencarnación de Hyakinthos, hijo de un rey espartano que murió accidentalmente mientras jugaba al disco con Apolo. Apolo amaba al joven y no consintió que Hades se lo llevara a sus dominios. La sangre del infortunado se convirtió en flor y Apolo derramó lágrimas de dolor sobre sus pétalos. Desde entonces el Jacinto (Hyakinthos) es una señal de luto. Algunos han interpretado el mito como una exaltación de la pederastia institucionalizada en Esparta. Apolo ama a Hyakinthos, pero también le enseña el arte de la adivinación y a manejar el arco y la lira. La referencia al Fedro de Sócrates corrobora la intención de asociar a Tadzio con la homosexualidad griega, donde el amor entre un anciano y un joven no es un tabú. Aschenbach ya no se engaña a sí mismo: “…postrado, vencido, sufriendo escalofríos, susurró la forma perenne del deseo –imposible en su caso, absurda, reprobable, ridícula y, sin embargo, sagrada, y aun en este caso, digna de respeto–: Te quiero”.
Aschenbach empieza a comportarse como un enamorado adolescente. Se tiñe el pelo y  se maquilla, imitando al viejo que tanta repulsión le causó durante el viaje en barco. De noche, se detiene ante la puerta de la habitación de Tadzio y, embriagado, apoya la frente contra el marco. Su comportamiento insensato y alocado coincide con la aparición de una epidemia de cólera. Aunque las autoridades venecianas niegan el problema, se adoptan discretas medidas sanitarias. La plaga no es un reflejo de la decadencia de Aschenbach, sino de una burguesía egoísta y autocomplaciente, que conserva sus privilegios, explotando a la clase trabajadora. En 1913, Thomas Mann era un nacionalista que apoyaba la agresiva política de Alemania. Su posición le costó la ruptura con su hermano Heinrich, que se opuso desde el principio al militarismo germánico. No se reconciliarían hasta muchos años después. Thomas cambió de postura al finalizar la contienda y evolucionó hacia actitudes democráticas y antifascistas. En 1921, escribe sus primeros artículos contra la barbarie nazi y su feroz antisemitismo, que presagia un pogromo de proporciones desconocidas. Casado con Katia Pringsheim, hija del matemático y artista judío Alfred Pringsheim, su oposición a Hitler le obligará a exiliarse. Sus libros arderán con los de Freud y Heine. Su lucha contra la dictadura nazi se plasmará en la colaboración con los aliados mediante una serie de charlas en la BBC. En 1942, se convirtió en una de las primeras voces en denunciar el Holocausto. Sus hijos Golo y Klaus se alistaron en el ejército norteamericano y participaron en importantes operaciones bélicas. Hacia el final de su vida, Thomas Mann se acercó al socialismo, suscitando el interés de la CIA, que le investigó para determinar su presunta peligrosidad como agitador e intelectual. Pese al conservadurismo del escritor en 1913, La muerte en Venecia refleja la crisis de una Europa dividida por las diferencias sociales y nacionales. Hacia el final de la trama, el comediante que canta para los clientes del Lido aparenta una “infantil docilidad”, pero cuando acaba la función afloran muecas despectivas, que revelan su resentimiento y su odio hacia una burguesía ociosa y arrogante. El cómico es un espejo deformante de una sociedad tan corrompida como la retratada por Albert Camus en La peste (1947). De hecho, Venecia es el símbolo de una civilización que oscila entre lo sublime y la crueldad, la belleza y la putrefacción. Unas fresas –hermosas, sensuales– compradas cerca de la fuente donde Aschenbach experimentó la crisis que le aconsejaba huir de Venecia serán su perdición. El escritor contrae el cólera por culpa de una fruta que evoca su pasión por Tadzio. Lo hermoso es letal, delicuescente, fatal. La peripecia de Aschenbach evidencia que la misión del artista no es ser el educador de la sociedad. Su “inclinación incorregible y natural hacia el abismo” siempre le mantendrá en los márgenes, excluido y maldito. Nietzsche es un genio, con sus excesos y su innegable locura. Aschenbach, en cambio, solo es un pequeño burgués que no rozará el verdadero arte hasta claudicar ante la belleza. Su iluminación se produce demasiado tarde y solo deja unas páginas inconclusas, pero en esos apuntes hay más sinceridad y profundidad que en el resto de su obra. Cuando llega la hora de partir, Tadzio le espera en el umbral de la muerte, como Hermes, el psicagogo o conductor de almas hacia el Hades. El papel del joven polaco no se limitará a acompañarle hasta la otra orilla. Su deslumbrante belleza le mostrará el infinito, “un futuro monstruoso, preñado de promesas”. El gondolero que le llevó hasta el Lido le ha entregado el relevo a Tadzio para culminar una amarga parábola. Solo una pasión exasperada y amoral puede ayudarnos a atisbar la trascendencia de la materia, disipando cualquier ilusión sobre trasmundos y paraísos sobrenaturales. El sexo es el único absoluto y no amar es el único pecado.
La muerte en Venecia ha inspirado muchas interpretaciones. Se ha afirmado que Tadzio es una figura metafórica, que encarna la inmediatez de la obra de arte frente a la concepción germánica de la creación artística, basada en el trabajo, el método y el análisis. Su belleza inocente y gratuita manifiesta que el milagro estético se produce de forma espontánea e inesperada. La única condición para que acontezca la belleza y se transmute en arte consiste en desprenderse de los prejuicios y las ideas preestablecidas. No me parece una interpretación falsa, pero no creo que sea menos real el conflicto entre una homosexualidad reprimida y una vida familiar convencional, con una esposa tradicional y unos hijos que siempre se quejaron de la frialdad paterna. Klaus Mann, el hijo primogénito, no reprimió su identidad homosexual, pero eso no le libró de la infelicidad y el suicidio. Inconformista, sincero y desgarrador, su obra más conocida es Mephisto (1936), que describe el arribismo y la corrupción de la Alemania nazi. Casi todos los Mann escribieron. Sería un error creer que la literatura actuó como un aglutinante. Los suicidios se encadenaron en una familia que acabó atribuyendo a su vocación literaria el origen de sus demonios interiores. El artista paga un precio muy alto y, salvo desde una perspectiva heroica, parece una insensatez inmolarse en la búsqueda de la perfección formal. La muerte en Venecia recoge este dilema y lo resuelve, apostando por la vida, la belleza y la finitud. La inmortalidad es una magra recompensa cuando exige un peaje tan desmesurado.

No quiero terminar sin mencionar dos cuestiones. En primer lugar, sería injusto no comentar la notable adaptación del director italiano Luchino Visconti (Morte a Venezia, 1971). La película consigue reproducir la atmósfera de la novela, pero su afectado esteticismo frustra la posibilidad de un tratamiento cinematográfico más ambicioso, que tal vez hubiera permitido profundizar en los aspectos esenciales del texto original. No es una versión despreciable, pero solo se aproxima superficialmente al complejo mundo interior de Thomas Mann. En segundo lugar, no sería honesto esquivar el aspecto más polémico de la obra. Es innegable que el puritanismo de nuestra época no se mostraría demasiado indulgente con la pasión tardía de Aschenbach. La acusación de pederastia gravita sobre la novela, con la misma faz sombría que planea sobre Lolita, de Nabokov, o los diálogos de Platón. No pretendo realizar un elogio de la pedofilia, pero sí de la libertad y del derecho a vivir de una forma diferente. Leonor Izquierdo tenía quince años cuando se casó con Antonio Machado, un poeta de treinta y cuatro. Murió dos años más tarde, con solo diecisiete, a consecuencia de la tuberculosis. Algún escritor ha censurado en voz baja la diferencia de edad, pero lo más socorrido es justificar la relación, alegando que se trataba de otro tiempo y otra mentalidad. Lo cierto es que en la época de Thomas Mann la homosexualidad era un delito castigado con penas de prisión y eso no le hizo atenuar o disfrazar la pasión erótica de Aschenbach hacia un niño. La Lolita de Nabokov es una niña de doce años. Tadzio no parece mucho mayor. La literatura y la moral no suelen hacer buenas migas. Es mejor abstenerse de formular juicios, salvo que deseemos imitar las hogueras de libros de la Alemania de Hitler, la España de Franco o el Chile de Pinochet. La muerte en Venecia no cultiva la transgresión por capricho. Simplemente, se interna en las regiones más problemáticas del ser humano, un espacio donde la razón y el instinto mantienen un duelo interminable. No lamentemos ese conflicto. Sin él, no existiría el asombro que nos hace pensar, escribir, contemplar la belleza y dudar.