La palabra como bálsamo,
como ambulatorio de la angustia,
contra el hachazo de la muerte joven.
Al fondo del aula
está vacía su silla.
Ha enmudecido su voz cargada de desgracias,
ha desaparecido el frágil perfil,
la sonrisa quebrada.
Nadie explica por qué
la muerte es tan impía, tan desalmada,
por qué desgarra carne nueva
a dentelladas.
Solo queda el estupor de la ausencia
que nos extirpa la saliva
para que no podamos escupirle
en la cara.
Porque a los pájaros les han arrancado las alas
y se estrellan contra el suelo.
Porque de las ubres los niños
solo extraen estiércol.
Porque pisamos cristales rotos
con los pies desnudos
y se hincan hasta el hueso.
Porque solo queda el estupor de la ausencia
y nadie explica por qué
la muerte se ceba con el despertar,
con el entusiasmo de los ojos brillantes.
Ha enmudecido la voz de la niña
al fondo del aula.
Ha desaparecido el frágil perfil,
la risa quebrada,
su voz cargada de desgracias.
Y nadie ha venido a explicarnos
por qué.
Solo el bálsamo de las palabras
sirve de parche a la angustia.
Sin adhesivo, poroso,
demasiado liviano para aguantar
el torrente de sangre
nueva
que ha desencadenado
ella,
la muerte.
Sube la cuesta con dificultad,
recupera el resuello
y las amigas le tienden su aliento
para llegar a la plaza.
Sube, sube y vive
en el recuerdo,
hasta la Plaza Mayor de Salamanca.
Solo el bálsamo de las palabras.