Es ya tópico decir que acaso no haya peldaño más alto para un escritor que conseguir que su nombre se convierta en adjetivo. No hay muchos que lo consigan, aunque con el paso del tiempo se desvirtúe la filiación entre el adjetivo generado por la lengua común y la obra de la que partió: es el caso de Dante y dantesco, pues se califica de dantesco casi cualquier catástrofe y a nadie se le ocurre utilizar ese adjetivo para una situación de paz y armonía y amor idealizado y sanador, que son tan componentes de la Comedia como las imágenes aterradas del infierno. Es el caso también de Kafka, cuánta gente habrá usado el adjetivo kafkiano sin necesidad de haber leído ni El proceso ni El castillo. Les pasa también a algunos personajes: quijotesco tiene ya significado propio, más allá del perezoso «relativo al Quijote», y no digamos nada de Lolita porque estamos en horario infantil.
Se diría que Francisco Umbral —aunque sin salir del cerco de la literatura— también consiguió el honor de que su apellido fuera dando los pasos convenientes para transformarse en adjetivo, umbraliano, pero creo que lo suyo, la conjugación en su caso de un estilo muy reconocible y de una personalidad muy paseada, más que un adjetivo merece la categoría de verbo. Umbral lo umbraliza todo, pero esto es algo que se puede decir de todos los escritores cuya personalidad y estilo están tan patentes en todo lo que hacen que de alguna manera son callejones sin salida, trampas mortales para sus discípulos que no podrán pasar del rango de imitadores. No son muchos los autores de los que se pueda decir. Se puede decir de Borges, hasta el punto de que hay verbos y expresiones que si uno las usa ya está siendo borgiano. Se puede decir de Gómez de la Serna, que lo transmutaba todo en greguería. Y desde luego se puede decir de Umbral, en cuya máquina de escribir entraba la actualidad, la intimidad o la historia y de la que lo que salía era el yo de Umbral umbralizando las realidades de la actualidad, la intimidad o la historia.
Creo que los libros de Umbral más que por los géneros que se les asigne, dada la flexibilidad con que los acababa sometiendo, se pueden distinguir por esas realidades. Si hay que dividirlos en categorías, es la que yo utilizo para ordenar sus volúmenes en mi biblioteca, y aunque tenga problemas para colocar alguno, porque raro es el libro suyo que no podría pertenecer a, al menos, dos categorías distintas, parece evidente que no lo hay para distinguir el género al que pertenece El hijo de Greta Garbo, el género al que pertenece Trilogía de Madrid y el género al que pertenece La forja de un ladrón. Unos dependen o han sido suscitados por la actualidad (así muchos de los libros de encargo que se vio obligado a escribir, pero también alguna de sus novelas), otros están claramente imbricados en la intimidad («estoy oyendo crecer a mi hijo», desde luego, Carta a mi mujer, Un ser de lejanías, entendiendo por intimidad aquel lugar que está más allá del horizonte de la mera privacidad, un sitio al que solo el hablante puede alcanzar y del que lo que sustraiga solo podrá hacerlo mediante aproximaciones porque el lenguaje no es suficiente, algo así como cuando tratamos de describir un cuadro, sin que ello quiera decir que la descripción del cuadro no sea mejor o más memorable que el cuadro mismo), y otros sin duda en la historia. A Umbral la historia le interesa también para configurar su yo, bien en la creación paulatina de un árbol genealógico (la literatura es el reino de la libertad y la prueba de ello es que podemos inventarnos el árbol genealógico que nos dé la gana y decidir que venimos de donde queremos venir y él tuvo claro que venía de una tradición en la que están Baudelaire y Rubén Darío, Valle Inclán y Ruano, la novela lírica propugnada por Ortega pero también los relámpagos del lenguaje callejero), bien para revisitar episodios históricos como la guerra civil o la irrupción de una nueva derecha tras la agonía del franquismo o la movida madrileña o el socialfelipismo, asomándose a ellas desde la misma posición que adopta para asomarse a la actualidad, buscando los detalles pequeños, los personajes desplazados, la anécdota que le sirva de trampolín para alcanzar la categoría. Así se da el caso de que algunos episodios nacionales los trata —a pesar de que cuando los encara son históricos— como hechos de actualidad y al revés, a los episodios de la pura actualidad los trata con entidad de hechos históricos.
Se diría que de nuestros muertos más o menos recientes en la literatura española, el que goza de mejor salud es Umbral porque de las dos maneras que tiene un escritor de sobrevivir una, la reactivación de su obra, parece que se cumple dado que sus títulos principales no han dejado de reimprimirse en bolsillo, y dos, suscitar obras de otros e influir en autores de generaciones posteriores, también está entre los logros de Umbral, sobre quien se han escrito biografías, se han hecho documentales (el mejor documental que se haya hecho sobre un escritor español es Anatomía de un dandi de Ortega & Arnaiz), y ha influido en el tono y la melodía de toda una hornada de nuevos columnistas. Ahora José Besteiro le ha hecho un pedestal imponente: ha escrito un libro sobre Umbral que es también, en sus mejores momentos, un libro de Umbral. Lo ha titulado Francisco Umbral, manual de instrucciones y ha llevado a la extenuación el estatuto de lector: tan contaminado queda de la voz del autor al que lee, que finalmente ha adoptado esa voz para escribir. Aparte de eso, su libro está lleno de vislumbres que, dejada en una percha la bufanda de hincha, le hacen justicia al escritor al que vindica.
Con Umbral, y en esto, creo, no se ha hecho hincapié suficientemente, en los años sesenta, después de décadas en que la novela española ha ido pasando del tremendismo al realismo social, con alguna incursión en la novela lírica —Helena o el mar del verano de Julián Ayesta— o en el Nouveau Roman —Off-side de Torrente Ballester—, Umbral rescata la disputa que centró la actualidad literaria de nuestros años veinte, cuando Ortega, gran lector reticente de Baroja, arremete contra la novela que cuenta historias (la que depende de su sustancia narrativa por encima del estilo en que esta se desarrolle) y hace una llamada a poetizar la realidad, a obligar a la novela a que flexibilice sus fronteras, a que sea prosa que interiorice los laberintos de los personajes y los eleve mediante al estilo sin concederle mayor relevancia a aquello que pase en la historia que se nos narre. De ahí que en esa década, que no se olvide, es la década de Proust y de Joyce, aparezca todo un grupo de narradores que arriman la novela a la lírica, caso de Benjamín Jarnés, sin que falten los que siguen defendiendo el modelo barojiano, pienso en Carranque de Ríos. De toda aquella década que Umbral leyó como lo leía, creo, casi todo, buscándose a sí mismo, rebanando todo aquello que pudiera servirle para umbralizarlo, Umbral rescata el principio de que el estilo es el hombre —en este caso el escritor— y en un cuento o en una novela el mandamiento que exige que pasen cosas, que haya sucesos, no es de obligado cumplimiento y se puede escribir una obra maestra como «Entrada en Sevilla», un relato de Pedro Salinas del libro Vísperas del gozo, en el que lo único que se nos cuenta es que un viajero llega a Sevilla.
Así pues, Umbral enlaza con una tradición que parecía abandonada por nuestra literatura y aunque, acuciado por su vocación de escritor y la necesidad de ganarse la vida, entregue buena parte de su prosa al periodismo ofreciendo crónicas, reseñas, reportajes, entrevistas, lo que sea, hace sus primeros intentos con la premisa de que el yo que va a ir vertiendo en sus ficciones no tiene por qué distanciarse del que le vaya sirviendo para componer el género en el que yo creo mejores frutos va a dar: la memoria. Lo digo en singular para distinguir dos géneros, lo que los ingleses llaman Memoir, y las memorias, en plural, que suelen ser el texto que un autor escribe cuando se han consumido sus días o su experiencia le ha ofrecido material suficiente para empaquetarlas en un volumen de recuerdos.
La Memoir suele ceñirse a un asunto concreto, no necesita explicarnos de donde viene quien habla ni adónde va, solo el tránsito en el que una circunstancia excepcional —una enfermedad, un adulterio, una adicción— le ha trastornado la rutina y al hacerlo lo ha convertido en otro aunque siga siendo el mismo. A este género, en el que el yo que habla parte del pacto de que lo que cuente no se extraiga de su fantasía sino de los hechos de su experiencia, de manera que pudiera probar que los datos que utiliza los puede corroborar con documentos o testimonios de terceros, como si el lector fuese un juez capacitado para exigirlos, pueden pertenecer libros como La noche que llegué al café Gijón o, por supuesto, Mortal y rosa.
Conviene no olvidar que, célebremente, Paul John Eakin sostuvo que el yo de una autobiografía no puede ser reflejo de algo preexistente, sino una pura creación por y para el texto, de donde la autobiografía sea también invención. Pero que la autobiografía sea invención no quiere decir que en ella la invención sea del mismo tipo que en las novelas. Cuando Umbral empieza a escribir novelas grandes —me refiero ahora solo a la extensión y no a su ambición o su calidad— irrumpe en el panorama narrativo con una voz que suena nueva por, como he apuntado, la recuperación de voces que habían sido completamente preteridas durante la posguerra —toda aquella novela de la Revista de Occidente, de la que Umbral compra el espíritu aunque no los resultados. En ese espíritu la lírica se hermana con la vulgaridad, expresada casi siempre en diálogos relámpagos que van construyendo estructuras en las que se va erigiendo el yo del narrador. Se ve bien en su primera novela Travesías de Madrid, donde un joven va a una pensión a ver si puede ligarse a la vieja propietaria y ahorrarse las pesetas de la estancia, callejea juntándose con muchachas que le hacen mucho caso o poco caso, pero que va enlazando mientras recorre la ciudad, casi como si le hubieran encargado hacer una guía de los mejores lugares donde tomar lo que sea y los rincones mejores para calmar las ganas de cuerpo. No he contado la cantidad de muchachas y mujeres que van saliendo en la novela, pero se diría que esta no ofrece otra cosa que el inmenso tedio de un joven en una ciudad en la que sin dinero eres nada y cuya sola fortuna, precisamente, es la juventud atenazada en el tedio. Con ella comienza uno de los senderos de la narrativa umbraliana, el sendero urbano, donde el yo es una cámara, por decirlo con el título de una novela famosa.
La pugna esencial de Umbral con el género narrativo se asienta en una conciencia nítida de que si bien no conviene confundir vida y literatura, pues la segunda no tiene más remedio que pertenecer a la primera —lo que no significa que no pueda vampirizarla— sí se debe hacer el esfuerzo de que, por mímesis, una se forme como la otra: es decir, sin estructura previa, sin marquesas que salen a las cinco, sin planteamiento, nudos, desenlaces. En Los cuadernos de Luis Vives apunta: «El personaje de la novela no nace sino de un fenómeno superior de la atención, como decía Ortega del amor. La literatura no consiste en inventar, sino en observar». Pero en esa frase no se dice que uno puede, primordialmente, inventarse el yo observador. Y ese es el yo que Umbral va sacando a pasear en sus novelas más novelas —espero que se entienda lo que quiero decir. Ese yo no puede ser el mismo, aunque sea gemelo, del yo de las novelas/memoria, donde encontramos quizá los logros más potentes de la narrativa de Umbral: El hijo de Greta Garbo, mi favorita con distancia, Los males sagrados, Memorias de un niño de derechas. Ni tampoco con el yo del escritor de novelas actualidad, casi siempre eróticas o políticas, La bestia rosa, Los amores diurnos, Historias de amor y viagra (que son las novelas que, creo, prefiere Besteiro).
Hay que hacer hincapié en otro yo de Umbral que siendo el menos evidente me parece el más importante, porque no deja de ser el álveo de todos los demás: el yo lector. Umbral, como se sabe, escribió mucho sobre escritores, sobre la vida literaria, no solo artículos y fragmentos memorialísticos, también los empleó como personajes de algunas de sus ficciones. Dije antes que uno de los movimientos soberanos que demuestran que la literatura es el reino de la libertad está en el hecho de que cada escritor se confecciona su propio árbol genealógico, y Umbral no tardó en hacerlo y le fue rabiosamente fiel. En Las palabras de la tribu declara haber descubierto qué era la literatura con Rubén Darío y con Valle-Inclán. Sabemos lo mucho que le importó —y lo mucho que ayudó a que se volviera a leer— Ramón Gómez de la Serna. Le dedicó uno de sus mejores ensayos a Ruano y otro a Larra y otro a Lorca. En cuanto a la literatura extranjera, no se discutirá —sus propias declaraciones no nos permitirían discutir— la importancia que tuvo la lectura de los libros de Henry Miller. Todo escritor —y me temo que esto no admite excepciones— es hijo de sus lecturas y sus preferencias de lectura. Aquella frase de Borges, haciendo pie en Emerson para dividir a los escritores en dos tipos, los escritores de la vida y los escritores de la literatura, ha traído como consecuencia un inmenso malentendido al hacer pensar que de veras hay escritores que solo escriben porque leen y otros, se supone que superiores, que lo hacen movidos porque han vivido. El propio Borges se colocaba entre los escritores de la literatura porque no había vivido —como si leer fuera acto que se sale del acto mayor de vivir— y ponía como ejemplo de escritor de la vida a Jack London, dado que sus cuentos sobre boxeadores se basaban en sus experiencias como boxeador y sus cuentos sobre buscadores de oro se basaban en sus experiencias como buscador de oro. Pero Borges olvidaba que boxeadores hay y ha habido miles y solo Jack London entre ellos, o Ring Lardner o Hemingway, consiguieron escribir obras maestras sobre el asunto, como hubo millones de personas que se lanzaron a la quimera del oro, y de entre todos ellos solo Jack London logró escribir una obra maestra. ¿Cuál era el secreto? Sencillo: Jack London había leído. Quería ser escritor no porque quisiera contar lo que sucedía en el mundo del boxeo, en los mares del sur o en las minas americanas: quería ser escritor porque se había salvado del tedio de la vida, de la miseria de la vida, gracias a las ficciones. Por lo tanto, es imprudente, cuando no injusto, escamotearle a Jack London su condición de escritor de la literatura: lo es tanto como el propio Borges. A Umbral le pasa un poco lo mismo: el peso de su vida es tan imponente en su propia obra que se diría que pertenece al grupo de los escritores de la vida, porque hizo de ella el tema casi exclusivo de su obra. Pero por fortuna, al revés que en el caso de London, su dedicación a la literatura le permitió desarrollar un yo paralelo en el que el lector que fue desperdigó pistas, esbozó estampas, retrató vidas, se sumergió en obras, que demuestran que sin ellas, sin esa condición de lector que utiliza la literatura de los otros como trampolín para dar el salto de conseguir una voz propia e inconfundible, no hubiera alcanzado la altura que alcanzó.
En la división de Borges, Umbral es de esos autores que podrían igualmente militar en un grupo y en el otro, ser un escritor de la literatura sin dejar de ser un escritor de la vida, porque también supo difuminar como nadie las fronteras entre una y otra. Solo la consciente destilación de muchas voces leídas desde bien pronto, solo la certeza de que la literatura sería una tabla de salvación para construirse mediante la escritura y convertirse en los diversos «yoes» que lo integraron, propició que Umbral se convirtiera en ese verbo que es hoy y al que homenajea Besteiro: un autor que utilizó la intimidad para ir más allá de sí mismo y alcanzar el peldaño más alto de la literatura, que es la poesía, un escritor que no temió utilizar la actualidad para construirse un personaje público del que dejó sobradas muestras en su obra, como tampoco se ahorró utilizar la historia para hacer de unos cuantos episodios nacionales, episodios personales, umbralizando todo lo que caía en el rodillo de su máquina de escribir.
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