Un nuevo examen final de 2º de bachillerato, otro año más. No soporto este tipo de enseñanza, es infumable, me estomaga y me parece lo peor que se puede hacer con alumnos de 17 y 18 años (aunque sean 32). A esa edad se puede conversar con ellos, tratar asuntos de la vida diaria, reflexionar, cantar, bailar, entablar discusiones muy interesantes; pero no, tenemos que desplegar una insufrible lista de autores, libros, corrientes literarias y teorías lingüísticas que desalman a cualquiera. Y lo peor es que es muy difícil sustraerse a esta inercia, porque si no los preparas de esta manera parece que los dejas vendidos en selectividad y sería casi una traición para algunos.
El sistema es de una perversión enfermiza. En este último curso del instituto, cuando deberíamos disfrutar, ellos y nosotros, de la educación, una vez rotas las trabas de la adolescencia más intempestiva y salvadas en parte las locuras de la pubertad, los sepultamos bajo toneladas de nombres y fechas. Los alumnos de 2 de bachillerato serían los ideales para plantear una metodología activa, fuera de las aulas y apartada de los métodos tradicionales, porque la comprenderían, porque participarían con más entusiasmo y porque se podrían realizar proyectos más complejos y profundos. Pero no, aquí estamos endosándoles clases magistrales de teoría literaria, gramatical y lingüística de escaso calado y sin ningún sentido. Hay que prepararlos para que saquen la mayor nota posible en un examen, porque hay que adiestrarlos para otro examen y así hasta el absurdo infinito.
Se prometió cambiar las pruebas de selectividad para adaptarlas a las nuevas metodologías propuestas por la ley, pero parece que nadie se atreve a hacerlo, en parte por miedo a los propios profesores. Porque son muchos quienes no quieren mover ni una coma de sus apuntes, ni un paso de sus métodos decimonónicos. Es curioso, pero nuestro gremio se ha vuelto mayoritariamente reaccionario ante las novedades. Somos milenaristas, nos asusta, nos rasgamos las vestiduras cada vez que aparece alguien proponiendo una novedad. En parte, porque estas novedades suelen consistir en ocurrencias sin fundamento y también porque es mucho más cómodo dar una clase de sintaxis o una perorata magistral sobre el teatro anterior al 36 que planificar un curso olvidándonos de exámenes, notas y endiosamientos personales.
No voy a atreverme a hacerlo, pero me gustaría llegar hoy al aula (dentro de media hora) y decirles: "A tomar por saco, no hay examen. Habladme de lo que habéis aprendido durante este curso". Seguramente el silencio sería tan abrumador que tendríamos que hacer el examen para justificar la falta de respuesta. No, no me atrevo.
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