Hace unas noches tuve un sueño muy didáctico. Me desperté sobre las siete, como siempre. Me aseé, como siempre. Me vestí, como siempre. Rellené la mochila, como siempre. Subí al coche, como siempre. Llegué al instituto, como siempre. Me bebí en la cantina un café con leche, como siempre. Y entré a clase, como siempre. Y en ese momento del sueño comenzó a diluirse el "como siempre". Al abrir el ordenador para empezar con la clase de ese día, caí (con angustia) en que no recordaba nada sobre mi materia, todo lo que aparecía en la planificación era para mí de contenido desconocido. ¿Quiénes eran Montaigne, Shakespeare, Molière? Ni puta idea. No había oído sus nombres en mi vida. Sobre qué iba a hablarles a las alumnas (solo había chicas) allí sentadas, expectantes, ávidas (no, eso no es verdad) de escuchar lo que yo tenía previsto decir sobre esa gente. Las presentaciones apenas tenían texto, al parecer no eran sino un apoyo para que yo me explayara sobre la obra y milagros de esos nombres desconocidos. No recordaba absolutamente nada. De hecho, me pregunté varias veces por qué estaba yo encargado de ilustrarlas sobre literatura. En un principio me angustié, comencé a sudar y empecé a divagar sobre temas triviales de ascensor: el mal tiempo, el frío que hace en clase, Operación Triunfo (de eso sabía tanto como de literatura), la fiesta del fin de semana... Mientras se desarrollaba esta conversación inane, yo iba pensando sobre qué hablar y no se me ocurría nada, absolutamente nada. Descubrí que en el ordenador aparecía una diapositiva con una cita de Montaigne: "Nadie está libre de decir estupideces, lo malo es decirlas con énfasis". No se me ocurrió otra cosa que comentar el significado de esas palabras. Había olvidado todos los contenidos estrictamente literarios, pero el raciocinio, por suerte o por desgracia, lo conservaba. Ensayé mi interpretación sobre el entrecomillado y ellas, en seguida, se lanzaron a contradecirme y a exponer sus versiones sobre lo dicho por el francés (porque con ese apellido solo podía ser francés). Me alivió que ellas hablaran, que tomaran el mando de la clase, que opinaran y debatieran con total espontaneidad sobre ese y otros muchos asuntos en los que se ramificó la conversación. Espoleadas por el interés de la cita, buscaron en sus teléfonos móviles más citas de Montaigne y el aula se convirtió en una tertulia de café. Apenas tuve que pronunciarme más, fueron ellas mismas quienes consumieron la hora entre risas, discusiones e intercambios de pareceres. Nunca he salido de una clase con mejor sabor de boca, lástima que fuera un sueño. Eso sí, un sueño didáctico.
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