¡Qué buen rollo transmite la música de Barry White mezclada con güisqui! Estoy en éxtasis o casi. Me he empeñado en elevar el estado de la soledad al Parnaso y en algunas ocasiones se consigue. Llamo a Lope, me lo encuentro en El arenal de Sevilla, lo oigo, lo veo, lo palpo, vibra su verbo en redondillas retozonas y lo amo, lo amo, como ahora mismo no amo a nadie. Lo reconozco detrás de esas tramas disparatadas, escondido en el barrio de Triana, esperando a una muchacha perdida por sus versos, jugando a los naipes en un garito de chirlo asegurado, esgrimiendo la espada contra un ladrón que intenta robarle la capa, tratando de teatros y amores con Cervantes (entusiasmado por la amistad del Fénix), intentando enrolarse en la Armada contra Inglaterra... Pero cambia la música y unos violines traicioneros me vuelven a traspasar el ánimo. No, no quiero. Me voy con él, con el rey de los poetas, allá donde vaya, a donde le plazca, soy su escudero fiel, su porquero. Me revienta el pecho con Purcell. No me da la gana, huyo con él, no me cabe otra, aquí estoy de más. ¡Feliz 1588! Solo el siglo XVI puede salvarme:
ese don Lope está aquí,
porque cayó para mí
como otro rayo del cielo.
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