Un grupo muy numeroso de muchachos y hombretones, vestidos todos con el mismo equipaje, se preparan para llevar el paso de su cofradía, se ajustan las fajas, se animan, beben cerveza, güisqui con limón y, pocos, agua. El malecón refulge con un sol que todavía no hiere del todo. Un viento furioso saca espinas del mar, ese viento que según la leyenda vuelve locos a los cuerdos y remata a los que ya lo están.
La catedral casi pisa el malecón y ayuda a guarecerse de la locura. Las callejas de Cádiz también, frescas, medievales, jalonadas de tabernas. El viento no se atreve a entrar en ellas, se queda allí, cerca del mar rizado de la bahía, acechando a los cuerdos y a los locos. Los que ya lo estamos no le tememos tanto, ahora no. La última vez que estuve aquí, hace no mucho, sí le temía, con razón. El viento, azuzado por la muerte, arrasa todo lo que toca. Pero a mí ya no puede hacerme daño, mi reciente idiotez me ha vuelto indiferente a los temporales.
En la puerta de una taberna, un borracho canta entre quejíos de locura, este también. Se desgañita y se lamenta de su suerte. No es que entienda la letra, pero se le nota el desespero en la crispación de las manos. Se sienta en un taburete y esconde las greñas entre sus piernas. No sabe que el viento no llega hasta aquí, no sé por qué lo teme, quizá por la negrura del vino.
Las muchachas, emperifolladas para celebrar la procesión, miran desde lejos, con desmayo, a los muchachos, todavía envolviéndose en las fajas negras, negras como ese viento luminoso que esconde tantas desgracias, negras como el vino, allá en el malecón, no muy lejos de los callejones. Los modernos, los ateos y los idiotas paseamos a la orilla del mar evitando las procesiones. Los devotos, los antiguos y los idiotas se sientan, agolpados a uno y otro lado de la calle, a la espera de que muchachos y hombretones se ajusten correctamente las fajas. Las muchachas, con sus mejores galas y bien repintadas, esperan ver el paso y oler la hombría de los costaleros. Toda la ciudad bulle, bulle de extranjeros, gaditanos y de algunos idiotas, que nos perdemos en cada vuelta de esquina.
En el Mercado Central, por la mañana, el bullicio era distinto, aunque los idiotas éramos los mismos. Parece un atrio griego propicio para la compra venta y para pegar la hebra. El deje gaditano me alegra. Aquí tampoco llega el viento, aunque la locura está presente en todos lados. Los erizos se abren descubriendo su fangoso interior, las ostras se revuelven en su moco marino. "Miho, mi niña, cariño, perla, presiosa...", apelativos cariñosos que hacen de la lengua un lugar ameno y acogedor. Yo no veo del todo esa luz maravillosa de la mañana gaditana, no termino de levantarme con ella, no termino de apreciarla porque son muy negras las fajas, es muy negro el vino; porque es muy negro el viento; porque es muy negra hasta mi camisa, preñada de calaveras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario