«Haz lo que quieras», repetía la Bestia aquí y allá a quien lo quisiera escuchar. Es más, añadió una segunda parte al mandamiento para darle a todo el asunto un carácter absoluto, irreversible, burocrático: «Haz lo que quieras será la única ley». Para qué complicarse la vida con más preceptos, con decálogos, con sacramentos, con algún tipo de antiderecho canónico cuyo motto latino bien podría ser Sanctis meis testiculi, cuando todo es mucho más sencillo. ¿Tengo derecho a hacer esto? Sí. Apoyado por la ley y su principio irrefutable, siempre tengo derecho. Por mis santos cojones. Y unos lo llamaron liberalismo y otros Thelema.
Tal y como sabemos desde mucho antes de que apareciera Freud dispuesto a aburrirnos con sus milongas, resulta que lo que quiere hacer todo el mundo es follar. Está descrito bien clarito en la Biblia, versículo aleatorio. Aleister Crowley, el autor de la genialidad ya citada —y es una genialidad porque una vez que sea lo suficientemente conocida y adoptada hará que cualquier estudio de la FAES resulte ser una obviedad— lo sabía muy bien. Cada mañana, después del desayuno, sin apenas tiempo para haber engullido un par de huevos fritos en grasa de carnero y, salvo los viernes, tres salchichas de Warwickshire, su padre reunía en el salón de la casa a la familia, al servicio y a cualquiera que tuviera la mala idea de asomar la cabeza por allí y les hacía leer a cada uno un capítulo de la Biblia en voz alta.
En la sesera del pequeño Alick, como en la de cualquiera que esté bien educado, ya sea en un colegio de curas o no, pronto se empezó a desarrollar una patología con la que hoy en día nos encontramos bien familiarizados, y del mismo modo en que nosotros simpatizamos con malvados legendarios como Tony Soprano, Hannibal Lecter o Freddie Mercury, él muy pronto empezó a animar interiormente al Falso Profeta, la Puta de Babilonia y la Bestia para que en las páginas finales del Apocalipsis triunfaran sobre la fuerzas del bien. Comenzó soñando con un mundo en el que los regalos de Navidad no estuvieran prohibidos por ser un símbolo del paganismo —tal y como pregonaba la Hermandad de Plymouth, una especie de Opus Dei a lo bestia del que era miembro activo su padre— y terminó visualizando escenas en las que la sodomía y el sexo grupal eran un modo de saludo tan natural como entrelazar las manos.
De la idealización pasó a la acción, y dedicó el resto de su vida a reunir en su persona unas cualidades que solamente podrían ser apreciadas en lugares tan acogedores como el infierno, y quizás en alguna convención de la rama más extrema del canibalismo. No es de extrañar que cuando heredó una fortuna que pedía a gritos un modo extravagante de ser dilapidada, el joven Edward Alexander se cambiara el nombre, renegara de Dios, abandonara la Universidad de Cambridge y, a la manera de las comisiones del FMI, se dedicara a recorrer el mundo mientras intentaba por todos los medios cubrirse de vergüenza, para finalmente fundar su propia religión.
El momento era propicio. A finales del siglo XIX y principios del XX las sociedades secretas eran, paradójicamente, muy populares. Era normal que alguien como Crowley, cuyas aficiones eran escalar montañas, escribir mala poesía y jugar al ajedrez —en los círculos más internos de la Universidad de Navarra es inquebrantable el consenso a la hora de definir la simpatía hacia esos pasatiempos como taras de difícil tratamiento— terminara por interesarse en el ocultismo e ingresando en una de esas sociedades. Allí pudo dar rienda suelta a casi todas sus chaladuras, y era feliz conviviendo entre gentes que creían que en alguna cumbre elevada del Himalaya, mediante un proceso que, para acabar de liarlo todo, podríamos considerar una especie de socialismo místico, los JEFES SECRETOS se dedicaban en cuerpo (inmaterial) y alma (también inmaterial, claro) a diseñar el destino del mundo, y que se cambiaban sus nombres de Tom, George y Alfred —o incluso William Butler Yeats— por Vestiga Nulla Restrorsum, Deo Duce Comite Ferro o Causa Scientiae. A Crowley, por novato, calvo y gordito, le dieron el nombre de Perdurabo. Cómo contenían la risa a la hora de pasar lista en sus reuniones es una de las técnicas secretas de control mental más preciadas, y no nos ha llegado entera.
Pero no fue hasta tener una intensa experiencia mística en Estocolmo, que es una manera un tanto rara de decir que un fornido escandinavo lo puso mirando a Katmandú y le hizo descubrir la verdad revelada en forma de sexo anal, que realmente Crowley inició el camino hacia las maravillas de la magia sexual que, si hacemos caso a sus enseñanzas y nos sometemos a sus dictados, pueden poner fin a los sufrimientos tardoadolescentes de tantos y tantos homínidos cargados de energía potencial sexual (con las mochilas cargadas, vaya) y los aún más numerosos seres pacientes que tenemos que soportar sus quejas. Crowley vino para liberarnos a todos.
Mientras viajaba por la costa norte de Sicilia, cerca de Cefalú, Crowley encontró el lugar ideal en el que poner en práctica las enseñanzas que le había dictado durante tres días en El Cairo uno de los Jefes Secretos o un demonio, no hay acuerdo entre los telemitas. En cualquier caso fue un espíritu que se hacía llamar Aiwass. Ese dictado formaba lo que más tarde se conocería como El libro de la ley. Con los últimos restos de su herencia, Crowley compró una casa de una planta en la cima de una montaña y allí se dedicó a practicar los ritos que harían posible encontrar la verdadera voluntad de cada uno.
Aquí, teniendo en cuenta que, como ya tenemos todos bien claro, la voluntad última y universal es follar, y que una de las prácticas más comunes de la abadía del «Haz lo que quieras» para lograr los fines deseados era la magia sexual, encontramos una contradicción que da mucho que pensar y que hace dudar de las capacidades intelectuales de Aiwass. No tuvo importancia, el éxito fue inmediato. En la abadía se jugaba a una especie de fútbol frontón llamado The Game of Thelema, se saludaba al sol todas las mañanas, se decoraban las paredes con pinturas guarras entre las que destacaban, cómo no, los cipotes detalladamente representados, con sus pelillos y sus gotitas, se mantenía una dieta a base de heroína, éter, hachís, cocaína, morfina y brandy, una dieta que haría las delicias de cualquiera que buscara liberarse de lo que fuera, y por supuesto se follaba a todas horas y de todas las maneras posibles e imposibles. Un sueño para las almas inadaptadas de ayer y hoy.
Todo iba como la seda hasta que Frederick Charles Loveday murió allí mismo a causa de una infección de hígado o de una gastroenteritis, probablemente porque aquel lugar, que carecía de electricidad y agua corriente, era lo más parecido a una cochiquera que haya conocido la humanidad. Pero la prensa pronto descubrió que además el joven Charles, bajo las indicaciones de Crowley y buscando un vicesecretariado en algún ministerio, había sacrificado un gato y se había bebido pinta y media de su sangre sin hacerle muchos ascos. De algún modo la historia llegó a oídos de Mussolini que, como sabemos, era poco amigo de las libertades, y la abadía fue cerrada. Crowley volvió a Inglaterra, donde en 1947 aparentemente moriría para en realidad transfigurarse en Iggy Pop, David Bowie o Glenn Close. No está claro, pues las fechas de nacimiento de todos ellos son adecuadas, pero la última opción es la preferida por los telemitas más obscenos.
Es un secreto a voces que hoy en día abundan las agencias de viajes que tienen paquetes turísticos que incluyen estancias en una resucitada abadía de Thelema, aunque no figuren en sus catálogos ni en sus páginas web. Acudan a una agencia, apóyense en el mostrador más cercano, murmuren «paciencia y saliva» y observen lo que pasa. Habrá quien ya esté planeando sus vacaciones en Cefalú; no serán pocos los adeptos de todas las edades que ya estén atiborrando sus maletas con las obras completas de Brandon Sanderson, con sus copias manoseadas de la caja roja de D&D, con sus camisetas XXXL, en varias tonalidades del azul oscuro, negro y magenta, en que se representa la silueta de un lobo aullando sobre una luna llena o la cara de un husky siberiano. Meted también un par de discos de Mike Oldfield, que no se os olvide. Y las Converse Magic Johnson. Infelices. Todos llegáis a la abadía del «Haz lo que quieras» con la promesa de lograr vuestros deseos. Así que ponte esta túnica. Fuma un poco de esto y bébete aquello. Es café, relaja los esfínteres. Adopta la posición del lobo. El culo más en pompa. Más. Más. No cierres los ojos, y mucho menos la boca. Y ahora recuerda la única ley y dime qué viene a continuación.
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