Hay tres maneras más o menos fiables de saber si alguien ha leído o no el Quijote.
Se refiere uno, claro, a personas que por una u otra razón muestran algún interés por la lectura, se trate de un best seller, de una novela de Baroja o de En busca del tiempo perdido. Plantear esta cuestión entre quienes no leen nunca ninguna clase de libros no tiene ningún sentido.
La primera de estas maneras de saber si alguien ha leído o no el Quijote suele tener lugar en ambientes de cierta confianza o intimidad, entre personas cercanas, colegas, parientes o amigos. Sucede cuando alguien, en un arranque de sinceridad, admite: «Yo no he leído el Quijote».
Por lo general esta confesión no suele ser ni arrogante, ni presuntuosa, ni cínica. No es habitual que alguien añada que no lo ha leído «porque es un libro que no me interesa absolutamente nada» o «porque no voy a perder el tiempo en un libro lleno de notas» o algo parecido. Al contrario, quien admite no haber leído el Quijote suele reconocer con humildad y pesadumbre que «tendría que leerlo» o que «lo he empezado muchas veces» o que «siempre que he querido hacerlo, se ha interpuesto algo».
Las dos siguientes maneras de saber si alguien ha leído o no el Quijote son también bastante elementales.
La primera de ellas es la más frecuente: «Yo lo leí de pequeño, en el colegio. Teníamos un profesor entusiasta del Quijote, y lo leíamos en clase».
Si uno pregunta la edad en la que eso ocurría, se encuentra con que la mayoría de los que afirman haber leído el Quijote en clase, lo hicieron a edades relativamente tempranas, entre los diez y los catorce años, lo cual tiene su lógica, porque a los catorce años la subida de testosterona hace ingobernable cualquier grupo de más de una docena de púberes. Lo único probablemente que mantendría atentos y en silencio a más de treinta chicos de entre catorce y diecisiete años sería una película porno o el funeral de un amigo.
No es difícil hacer un cálculo del tiempo que se tarda en leer el Quijote. Hay una grabación, hecha por actores profesionales, cuarenta cedés, que editó Audio Libros Paloma Negra de Turner Overlook hace diez años. Dura unas cuarenta horas. Manuel Arroyo, el editor, recuerda aún las vicisitudes esperpénticas de aquellas grabaciones y cómo los actores no entendían la mayor parte de las cosas que leían, que leían muchas veces como papagayos, pero ponían tanta pasión y énfasis al hacerlo que no se nota. Es muy agradable dejarse llevar por el sonido de sus palabras, por la música cervantina, aunque a la mayor parte de los que oigan esa grabación, u otras parecidas, les sucederá lo mismo que a los actores, porque hay tantas cosas que no se entienden y el hipérbaton y los tiempos verbales son a veces tan intrincados y alejados de los nuestros, que se requerirían muchas interrupciones o vueltas atrás para saber qué han dicho y quién lo dice. Así que, finalmente, uno sigue esa lectura como cuando vamos en la popa de un barco, prendida la mirada en la estela que va dejando y las olas que se forman a su paso para desvanecerse al poco tiempo, sin saber qué deja en nosotros y en el mar ese camino.
Yo he contado las notas que hay en la edición reducida del Quijote de Rico: cinco mil quinientas cincuenta y dos. La lectura de esas notas, sin muchas de las cuales ni siquiera un lector cultivado no especialista entiende la mitad de lo que está leyendo, supongo que se puede llevar otras cuarenta horas, y si a esto añadimos las idas y venidas del texto a las notas y de las notas al texto, y las veces que a uno se le va el santo al cielo y las que tiene que reconsiderar qué es lo que estaba leyendo, podemos decir que la lectura del Quijote se puede ir a setenta o más horas, dependiendo de esas y otras circunstancias. Si se mira bien, no son muchas. Pero las horas de literatura o de lengua por curso en los planes de estudios son muchas menos que esas. Hace mucho que no tiene uno contacto con el mundo de la enseñanza, pero recuerdo que en mi época, y aun en la de mis hijos, las clases de lengua y literatura eran tres a la semana; haciendo un cálculo somero, unas, ¿cuántas, cincuenta, sesenta?, cada curso (porque es de suponer que el Quijote se lo leerían, a esos que dicen haberlo leído en clase, profesores de lengua o de literatura, y no de química o matemáticas).
Pido un poco de paciencia al lector, porque ya sabe uno que todas las operaciones de esta índole son muy aburridas.
Estábamos en lo de que un alumno de lengua o literatura tiene unas cincuenta horas de clase por curso. Admitamos el caso de un profesor entusiasta de literatura. Admitámoslo incluso lo bastante forofo del Quijote para querer leérselo a sus alumnos cada día de clase. Es de suponer también que, además de leérselo, dedicará un tiempo a enseñarles la asignatura. ¿Ponemos, generosamente, una media hora por clase para la lectura? De esa media, lo probable es que dedique un cuarto de hora a comentar lo leído y leer las notas mientras los chicos y chicas meten ruido, se distraen, levantan la mano y gritan «profe, profe, porfa, yo» y esas y otras cosas que se dicen a esa edad.
Bien, tenemos, pues, que siendo muy generosos en los cálculos y poniendo «de añadidura» o propina, como se dice en el Quijote, algunas horas más, andaríamos alrededor de las veinte horas al año dedicadas a la lectura del Quijote. Por tanto, para completar la lectura del Quijote en clase se necesitarían cuatro o cinco cursos.
Y todo esto, sin haber entrado en la cuestión de fondo: ¿qué es lo que uno puede entender del Quijote con doce años, y sobre todo, qué puede uno recordar a los cuarenta de lo que le leyeron a los doce, aparte del recuerdo del recuerdo y de cierto aroma que el tiempo irá desleyendo, por muy penetrante que sea, y el del Quijote lo es sin duda?
Hay también una versión adulta de todo esto: los que aseguran que lo tuvieron que leer en la universidad para un examen, en el caso de los alumnos de Filología. No está claro si leer para un examen es lo mismo que leer. Por ejemplo, el Quijote es un libro mucho más estudiado que leído y, como la mayoría de los clásicos, mucho menos leído que venerado.
En fin, uno, en principio, cree a todo el mundo, pero sabe que la mayor parte de los que aseguran haber leído el Quijote en el colegio, y aun en la universidad, y no han vuelto a leerlo desde entonces, lo han leído, en el mejor de los casos, parcialmente y, en todo caso, es como si no lo hubieran leído en absoluto, porque ya no recuerdan nada de él, fuera de esos episodios que, en España al menos, recuerdan incluso los que no lo han leído nunca: la aventura de los molinos, la de los pellejos de vino, la de Clavileño acaso, la derrota del caballero en la marina de Barcelona. Es decir, como si dijéramos que conocemos tal o cual ciudad a la que nos llevaron de niños nuestros padres y en la que pasamos unas horas, y a la que no hemos vuelto en treinta años. Nada que vaya más allá de la corteza de la letra.
¿Y por qué este comportamiento tan extraño? ¿Por qué la gente cree haber leído el Quijote o dice haberlo hecho? Seguramente porque prefieren creer lo que no sucedió nunca o no sucedió como creen, a admitir la intolerable idea de que no haya sucedido nunca. Todo antes que admitir que no han podido culminar no ya un libro, sino un acto cívico de primer orden, pues se les ha presentado a menudo el de la lectura del Quijote como un deber patriótico del tipo de la jura de la bandera o como un deber hacia la lengua que hablamos y a la que debemos la mayor parte de las cosas que tienen que ver con nuestra vida. ¿Qué menos que devolverle a la lengua que nos permite estudiar, declarar afectos, defendernos, divertirnos, comunicar nuestros pensamientos más íntimos un poco de atención y reconocimiento, leyendo una de las obras donde ella está mejor representada?
Solo quedan, en fin, los del tercer grupo, esos que aseguran que lo han leído de forma salteada… «a trozos»; todo, pero saltando de unos capítulos a otros. Sí, basta oír a alguien asegurar que él o ella lo han leído a trozos, para saber que no han leído probablemente ni la mitad de él, pero lo expresan de ese modo porque piensan que esos fragmentos les habilitan como verdaderos lectores del Quijote, tal y como sucede, por ejemplo, con una ciudad o un museo: haber visto una parte de París o unas salas del Louvre nos da derecho a decir que conocemos París o el Louvre. Haber leído una parte del Quijote nos hace del escogido y prestigiado (y heroico) grupo de sus lectores.
Yo no creo, ni mucho menos, que la gente no haya querido leer en España ni en la América hispanohablante el Quijote. Al contrario, creo que en España, y en todos los países hispanohablantes, hay millones de personas que lo han querido leer (y nadie hasta ahora, en una sociedad que hace encuestas de todo, hasta de las mayores chorradas y cada dos por cuatro, ha querido saber cuánta gente ha leído el Quijote, acaso para no llevarse un profundo chasco), hay millones, decía, que lo han querido leer y se han dado de bruces con él, con una lengua que, al que la conoce más o menos, le parece maravillosa, y al que no, ardua y difícil. El temor de reconocer y confesar que no comprenden un libro escrito en la lengua que ellos mismos creen hablar, «la lengua de Cervantes», les lleva a silenciar que no lo han leído, o a engañarse, o a mentir.
Y todo porque nadie les ha explicado aún que no han podido leer el Quijote porque este se escribió en una lengua, el castellano del siglo XVII, que no hablamos y que, a medida que nos alejamos de él, entendemos ya cada vez menos; que no es verdad que la lengua de Cervantes y la nuestra sean ya exactamente la misma.
Esa es la razón por la que empecé a ponerlo en castellano actual hace catorce años.
Apenas se supo lo que yo había hecho, empezaron a oírse las voces, literalmente voces, de quienes lo consideraban un crimen de lesa humanidad. ¿Qué temían?
Así como el temor de los que no han leído el Quijote es muy respetable (y por respeto a ese temor ha traducido uno el Quijote con el mayor respeto), el temor de los que piensan que yo he querido acabar con el Quijote es ridículo.
Porque no cuestionan mi trabajo (que no han podido evaluar aún), sino la sola posibilidad de que nadie ponga sus manos en ese libro «sagrado».
Hubo unas cuantas polémicas en los periódicos, y en todas ellas dije lo mismo: «No se sabe por qué los alemanes, franceses, italianos, ingleses o los de cualquier otra a la que esté traducido pueden leer el Quijote en sus respectivas lenguas actualizadas —quiero decir, que un francés lo lee en el francés del siglo XXI, no en una versión del XVII, que existe, como puede leer también a Montaigne (su Cervantes) traducido al francés del XXI, si quiere, o los ingleses a Shakespeare en inglés también del XXI—, y a los españoles e hispanohablantes se les obliga a hacerlo en esa lengua que, insisto, apenas comprenden, si no es con esfuerzo y tenacidad».
Y cuando les decía que nadie les impediría seguir leyendo el Quijote en su «prístino estado», y que podrían seguir haciéndolo, se cerraban en banda con un cerrilismo bastante exasperante, como si pensaran: «no, no, aquí todo el mundo tendría que joderse y leer el Quijote y sus cinco mil quinientas cincuenta y dos notas, como hemos hecho todos», sin duda molestos de que un compatriota suyo pueda leer el Quijote con la misma soltura y gusto con los que leemos Guerra y paz o Las mil y una noches aquellos que no sabemos ni ruso ni árabe, o como se leía el propio Quijote hace cuatrocientos años, y como han de leerse las novelas… y todo lo demás.
Yo creo que el temor de los que no hayan podido leer el Quijote, queriendo haberlo hecho, quizá se disipe, porque podrán hacerlo a partir de ahora en su lengua viva, pero el de los otros no se disipará. Encontrarán razones para seguir dando la matraca y tratarán además de meter el miedo a todo el mundo para que no lean nada que no sea el Quijote tal y como apareció en 1605 y 1615 (incluso con sus mismas erratas, ¿por qué no?, o en griego, como la Ilíada, o en latín, como la Eneida, o en inglés, como Borges), porque de lo contrario sobrevendrá a la comunidad de hispanohablantes una infinidad de plagas, propias de estos tiempos degenerados en los que ya no se respeta nada. Yo a estos puedo oírles desde mi casa clamar al cielo: «¿Adónde vamos a llegar?». A esos yo les respondería: adonde ya estábamos antes, no temáis, al Quijote.
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