Gabriel Miró (Alicante, 1879-Madrid, 1930) es uno de los mejores prosistas de la Edad de Plata, pero su obra apenas se lee. Para algunos, solo es un autor costumbrista, apegado a lo rural y con un estilo innecesariamente moroso, que impide a sus novelas adquirir el ritmo necesario para emocionar al lector. Ortega reconoció su maestría formal, pero le acusó de malograr el conjunto con un esteticismo que convertía cada página es un deslumbrante (y extenuante) prodigio, incompatible con la construcción de una trama y unos personajes. Yo no aprecio nada de eso. Miró no es un autor costumbrista, pues rehúye el tópico y el color local. Su mirada es profunda, crítica e innovadora. No es un espectador, sino un testigo que viaja al fondo de las cosas, expresando su malestar cuando presencia una injusticia. Su visión de España no es autocomplaciente. No le tiembla la pluma al hablar de la violencia que soportan los niños, los animales, las mujeres y los grupos sociales más vulnerables. Más cerca de Ortega que de Unamuno, sueña con la reforma social de un país política y culturalmente atrasado, pero sortea con elegancia la trampa del radicalismo, que sí sedujo al último Valle-Inclán. Su pasión por el campo no es una veleidad provinciana, sino la expresión de una honda inquietud espiritual. Al igual que un fenomenólogo, Miró observa la naturaleza, intentando capturar esencias, no simples reflejos. Su prosa se muestra tan exigente como la de Proust, Joyce o Virginia Woolf. No hay esteticismo, sino una aguda exigencia intelectual que no cesa de buscar el punto de encuentro entre la palabra y la materia.
“Gitanos” es una estampa o capítulo de Años y leguas, su último libro. Publicado en 1928, el protagonista una vez más es Sigüenza, trasunto o posible heterónimo de Miró, que deambula por el Levante como un peregrino con sed de absoluto. El escritor siempre profesó un cristianismo semejante al de Pérez Galdós, lejos de cualquier forma de intolerancia o dogmatismo. Su ternura con los más débiles nace de su identificación con las enseñanzas del Sermón de la Montaña. Poco amigo de penitencias, su literatura rebosa misericordia y un ardiente deseo de renovación espiritual e institucional. El obispo leproso (1926) ha pasado a la historia como una obra anticlerical. Miró estudió con los jesuitas y se mostró muy crítico con su modelo de enseñanza, autoritario e intransigente. Sin embargo, ese punto de vista convive con una fe firme, sin fisuras. No es Unamuno, atrapado por terribles dudas. Al igual que el prelado de El obispo leproso, Miró cree que es posible otra Iglesia, con un mensaje más humano y compasivo, opuesta al fanatismo y la dureza de corazón. “Gitanos” es un ejemplo de la sensibilidad del verdadero cristiano, que “no odia porque sabe comprender” y manifiesta “sentimientos de paz, porque ama” (Es Cristo que pasa). El capítulo comienza con una alusión humorística al trabajo literario, que presupone orden, disciplina, claridad. Sigüenza se rodea de libros, tabaco y promesas, pero su sosiego se quebranta cuando una mosca logra burlar la red metálica concebida para cortar el paso a los insectos. En un pequeño cuarto encalado, con una mesa sin barnizar y unas sillas de esparto, una mosca “con sus ojos hinchados de color café” y su trompa latiendo, puede ser más perturbadora que “un grito”. La irrupción de una avispa añade dramatismo a la situación, pues su aguijón puede hundirse dolorosamente en la carne. Sigüenza logra aplastarla con un “bárbaro golpe”. Después, contempla de cerca “su cintura, su vientre, su corpezuelo afilado, su vello estremecido”. La muerte no ha logrado borrar su belleza. El escritor puede parapetarse en una trama de palabras, pero el mundo nunca se cansará de convocarle, mostrándole la ambivalencia de la vida, con su carga de sufrimiento y sus explosiones de júbilo.
Sigüenza se asoma al balcón y se embriaga con “la avidez del verano”. En el medio rural, se nota más el peso del tiempo, el tránsito “del paisaje tierno a los campos en rastrojos”. De repente, se escucha la voz “maja y zalamera” de un gitano, que habla con la labradora del casalicio donde el escritor se ha alojado. Se trata de una labradora “vieja y desmedrada” que no disimula su miedo ante “un mozallón, roído de viruela, con un alboroto de tufos de pringue, la mirada caliente y los colmillos blancos como de mastín”. Al joven le acompaña “una tribu andrajosa”, con niños sucios, viejos flacos como galgos, mujeres con ropa mugrienta y jumentos que tiemblan de hambre y miedo. El conjunto desprende una sombra lúgubre, casi podrida, que se tiende en el camino como un animal extenuado. El gitano pide un costal de paja para “una mujer enferma, que no tiene dónde recostarse, lo mismo que la Virgen Santísima”. La labradora se niega con terquedad, alegando que la paja no es de su propiedad, sino de los campesinos que trillan en la era. El gitano gime, se desespera, escupe y acecha el interior de la casa, con ojos de aguilucho. Sigüenza interviene, pidiéndole contundentemente que se marche con su gente. Su puño crispado en el bolsillo de la americana insinúa que tal vez esconde un arma. El gitano baja la cabeza y, humillado, se retira, no sin murmurar y maldecir. La rabia y la consternación se reflejan en la mirada de viejos, mujeres y niños, que reemprenden la marcha, levantando “un polvo y vaho de muladar”, mientras se lamentan de su negra suerte. La labradora agradece a Sigüenza su gesto, con una exclamación que parece “un salmo”. El escritor vuelve a su aposento y saca la mano del bolsillo, depositando sobre la mesa una petaca de cuero, el estuche de unos anteojos, yesca para hacer fuego y una pluma estilográfica. En su rostro resplandece “una sonrisa de buen sabor de vida”. Piensa que ha obrado como un héroe.
A la caída de la tarde, Sigüenza parte hacia el pueblo más cercano para realizar unas compras. La labradora le advierte que los gitanos quizá le esperen en un recodo del camino para vengarse, especialmente si se entretiene demasiado y anochece. Sigüenza está a punto de desistir, pero el orgullo le anima a no renunciar a su plan. Se adentra en la carretera, escrutando la lejanía. Cuando llega a su destino, despuntan las primeras estrellas. Entra en la tienda y hace sus compras, rodeado de labradores y mujeres de negro. Aún le queda tiempo de subir a la diligencia y no hacer el camino de vuelta de pie y a oscuras, pero quiere demostrarse a sí mismo que no tiene miedo. Se despide del tendero, comentando que espera tener suerte y no toparse con los gitanos. Está a punto de narrar su proeza, pero el comerciante se adelanta, explicándole que ya están muy lejos: “Yo los vi. No tenían paja; y una de sus mujeres daba compasión porque había parido en el suelo como una borrega…”.
El conmovedor texto de Gabriel Miró es un acto de desagravio particularmente necesario en nuestras letras. Aún cuesta digerir las duras e injustas palabras de Cervantes en La gitanilla (1613) sobre una comunidad que ha sufrido toda clase de ultrajes y persecuciones. Las grandes dotes de narrador de Gabriel Miró se ponen de manifiesto en este capítulo. El paisaje no es un telón de fondo, sino una realidad viva y cambiante que se concierta con las emociones de los personajes. Sigüenza no es un simple contemplador. Su aguda conciencia estética y moral alumbra un lenguaje sensual, pictórico, reflexivo. Comencé a leer a Gabriel Miró en ediciones sueltas. En 1931 apareció en Madrid la primera edición de sus obras completas, elaborada por los “Amigos de Gabriel Miró”. En 1942, Biblioteca Nueva publicó toda su obra en un solo volumen. Entre 2006 y 2008, la Biblioteca Castró reunió todos sus libros en tres volúmenes, incluyendo sus dos primeras novelas, repudiadas por el autor, y varios textos inéditos. Se hizo cargo de la edición Miguel Ángel Lozano Marco, catedrático de la Universidad de Alicante, que elaboró excelentes estudios introductorios y una exhaustiva y selecta bibliografía. Gabriel Miro es uno de nuestros clásicos más olvidados, pero en sus libros fulgura la belleza y se intuye la eternidad.
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