La lluvia nos ha abandonado. Budapest se muestra distinta, con imperial arquitectura y una solidez aplacada por el inmenso Danubio, que amansa los edificios austrohúngaros con placidez de matrona. El Parlamento bebe de sus ubres y se yergue dominador sobre el río: la piedra blanca, la cúpula florentina, la memoria gótica de sus arcos, resplandecen y abruman al fluir manso de la corriente. A sus pies, en uno de sus muelles, una historia terrible se desprende del monumento de los zapatos: durante la Segunda Guerra Mundial, a los judíos de Budapest se los emparejaba a la orilla del río y se disparaba a uno de cada pareja para ahorrar balas después de quitarles los zapatos; el muerto arrastraba a su compañero hasta el fondo del Danubio, que los devoraba con tristeza infinita. Sobre el muelle, los zapatos de bronce, desordenados, aúllan la terrible realidad del fanatismo nazi y sirven de pasto melancólico a los turistas, que se estremecen imaginando las entrañas del río arañadas por manos crispadas.
Proseguimos el paseo a orillas del Danubio. El sol nos descubre la maravilla arquitectónica del imperio Austrohúngaro: puentes majestuosos (hundidos también durante la guerra), templos impávidos, piedra ilustrada y romántica. Diferente, acogedora y distante a la vez, como una institutriz germana que intimida y asombra. La calle Vacy abre los brazos a la avidez comercial de los turistas: locales caribeños se mezclan con gorras del ejército comunista, mientras los edificios imperiales siguen ordenando el espacio. En El Mercado Central no es menor la impresión de la arquitectura que en los edificio religiosos. En la entrada, una húngara ataviada con el traje regional ofrece pinchos de queso y una envergadura que asustaría a los amantes de gigantes y cabezudos. En el interior bulle la vida cotidiana de Budapest, aún bien hermanada con la turística: salchichas XXL, col, gulás, recuerdos del Danubio, langós, paprika, sudaderas de Sissi emperatriz, recuerdos made in China y la húngara rubia todavía fuera con la cofia sudada (en las alturas el tiempo es más caluroso). Las cervezas saben a cebada salvaje y a libro de historia.
La tarde sigue siendo plácida para el paseo. La sinagoga de Budapest ha cerrado sus puertas, pero hay una noria. Nada se pierde, todo se transforma, como decía la canción y hasta un verso de un poeta conocido. Las calles de Budapest, hoy sí, dan para gente andariega y versátil, dispuesta al trasiego.
Por la noche, el Danubio ha transformado su lecho melancólico por otro recreativo en el que nosotros, los turistas, terminamos de abrumarnos con la maravilla de la arquitectura austrohúngara. Buda y Pest iluminados a uno y otro lado son los compañeros ideales del fotógrafo constante en el que se ha convertido el viajero actual. En el crucero, la tertulia con los chicos es amena y escandalosa. No puede ser de otra forma. La serenidad de la travesía y la monumentalidad del paisaje se mezcla con la historia de unos cerdos estrujados. El mundo es pura contradicción, también en el Danubio, acunados por la serenidad de un río herido en su vientre con el espanto de los judíos descalzos.
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