Un día de otoño de 1977, cuando la Academia sueca lanzó el nombre
de Vicente Aleixandre como premio Nobel de Literatura, unos periodistas
ingleses llamaron a la Embajada española en Londres para que les facilitara
información acerca del galardonado. Alguien les hizo saber que, en efecto, se
trataba de un gran poeta español, pero que era más conocido como actor de cine
y teatro. A bote pronto, aquel tipo de la embajada lo había confundido con el
cómico Manuel Alexandre y así salió la noticia en la primera edición de algún
periódico. Ese error persistió mucho tiempo también en España. Algunos
admiradores se acercaban a la tertulia del café Gijón para felicitarle:
“¡Enhorabuena, don Manuel, por ese Nobel tan merecido!”. Lo siguieron
felicitando en plena calle cuando Vicente Aleixandre ya había muerto y el actor
terminó por dar las gracias.
Vicente Aleixandre, el Nobel auténtico, había nacido en Sevilla en
1898. Pasó la primera juventud en Málaga, donde conoció y se hizo amigo del
poeta Emilio Prados. Instalado en Madrid, estudió Derecho y fue profesor de
Mercantil en la Escuela de Comercio. Pero en 1925 una tuberculosis nefrítica lo
condenó a pasar gran parte de su vida entre la cama y el sillón, convertido en
un convaleciente profesional. Durante la Guerra Civil, a causa de una denuncia
anónima, sufrió el interrogatorio toda una noche en la famosa y siniestra checa
del Bellas Artes, de la que le salvó Pablo Neruda, cónsul de Chile en Madrid.
Vicente Aleixandre llevaba con suma discreción su homosexualidad.
Varado en su sillón de orejas en el chalé de la calle Velintonia, 3, en la
colonia del Metropolitano de Madrid, ejerció el papel de representante del
exilio interior cuando la mayoría de sus compañeros de la Generación del 27 fue
aventada a las tinieblas exteriores o triturada con la muerte y la cárcel por
la represión franquista. Otros también se quedaron. Cuando al poeta Gerardo
Diego se le invitó a trasladarse a Valencia junto con Antonio Machado y otros
intelectuales, el aludido exclamó: “¿Cómo me voy a ir al exilio si me acabo de
comprar un piano?”.
En el mundo de la literatura pende siempre una pregunta insidiosa:
¿pueden ser realmente grandes amigos los poetas y escritores? Vicente
Aleixandre es la respuesta, porque él ejerció la amistad como su mejor poema,
con un oficio casi sagrado. Aun con una movilidad limitada, sin abandonar el
sillón, con una manta en las rodillas y un perro junto a las babuchas, fue el
nudo limpio y propicio entre varias generaciones de poetas, siempre dispuesto a
evitar o solventar rencillas. Cualquier escritor tiene un memorial de agravios
y sabe que jamás será citado por un determinado crítico o periodista cultural,
y en su paranoia creerá que los elogios a otro colega afín siempre son dardos
que desde la oscuridad del resentimiento o de la envidia se disparan en su
contra.
En aquella Residencia de Estudiantes, paradigma de la clara
inteligencia de una élite juvenil, Lorca, Dalí y Buñuel ¿eran amigos de verdad
o más bien estaban devorados por los celos? ¿Qué gatos guardaba Alberti en la
tripa contra Lorca? ¿Por qué aquellos poetas exquisitos despreciaban a Miguel
Hernández? Alrededor de la generosidad y bonhomía de Vicente Aleixandre se
movía aquel grupo de poetas: Dámaso Alonso, Cernuda, Altolaguirre, Prados,
Lorca, Alberti... En una ocasión, Lorca había decidido visitar a Aleixandre y
alguien le advirtió que Miguel Hernández estaba allí en ese momento. Lorca
exclamó: “Si está ese, no voy”.
Versos soleados
Miguel Hernández había llegado a Madrid con unos cuadernos llenos
de versos soleados que olían como el propio autor a campo y cabrío. El joven
poeta iba calzado con albarcas de pastor y llevaba todo su origen rural a
cuestas, pero en aquel pequeño cotarro de evanescentes narcisos donde cayó como
un ser extraño el único que desde el principio ponderó su talento y le dio
amparo afectuoso fue Vicente Aleixandre.
Durante la noche oscura del franquismo, el chalé de Velintonia, 3,
siempre abierto, fue el apeadero por donde pasaban los nuevos poetas para ser
bendecidos, animados o confortados. Jaime Gil de Biedma estuvo muchas veces
allí y fue el emisario que llevó el espíritu de Aleixandre al grupo de poetas
de Barcelona: Carlos Barral, Gabriel Ferrater, José Agustín Goytisolo... Gil de
Biedma narra en su diario de 1956 una de sus primeros encuentros, con poco más
de 20 años. “Visita a Vicente Aleixandre, algo envejecido pero siempre
dispuesto a interesarse y a entender… larga conversación en el jardín…”.
Una tarde, en la tertulia del café Gijón una señora de provincias
se acercó al actor Alexandre y le dijo: “Hay que ver lo bien que le sienta a
usted el Nobel, don Manuel”. Y le pidió un autógrafo.
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