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martes, 28 de mayo de 2013
"La dolce vita" (Crónicas de Roma. Previo)
Cualquiera que tenga la perspectiva de viajar al extranjero con más de 40 adolescentes a punto de reventar de impaciencia no debería estar emocionado por el viaje, sino todo lo contrario. Compartir 4 días con muchachos y muchachas de 16 años para reprimir sus instintos de procreación y desenfreno no es ninguna atracción agradable para nadie, ni siquiera para quien está habituado a compartir horas de clase con ellos. Sin embargo, y, a pesar de todo, el destino de este viaje lo cambia todo o no, aún no lo sé. Solo he estado en Roma en una ocasión, cuatro días tan intensos que incluso a alguien habituado a viajar le emocionaron de tal manera que no daba crédito a las sensaciones que se removían por debajo de la piel cuando deambulábamos por el Trastévere o por el Foro romano o por los adoquines de las calles más desconocidas de la capital italiana.
El mito es un elemento trascendental a la hora de experimentar sensaciones desconocidas. A cierta edad aparentemente uno lo ha vivido todo y se le ha endurecido la piel de tal manera que nada es capaz de perforar su indolencia, pero no, Roma consiguió conmoverme y apasionarme y desatarme como ningún otro lugar lo había conseguido. Quizás en La Habana tuve una sensación similar, pero era mucho más joven, no sé si se puede comparar.
Ahora, a punto de viajar de nuevo a la ciudad italiana por segunda vez, el ansia por revivir esa ilusión del viaje que te despierta, que te revive, que te renueva, se ve atenuado por el estrangulamiento de la vida policíaca. Sí, tendré que convertirme en guardián de las costumbres, en vigía de la moral, y, a pesar de todo, no me resigno a respirar el aire fresco de aquella Roma que tan solo hace tres años me purificó los pulmones y me entregó a la oxigenante experiencia de la sorpresa: descubrir el Panteón tras atravesar una pequeña calleja de vinos, desembocar como un torrente desesperado en la Plaza Navona y fundir el cauce dulce con la belleza espontánea y salada de las fuentes intemporales, respirar el aire de vida del Trastévere, oír la furia de voces de los autos sobre los adoquines, el muslo muerto de los dioses palpitando en las ruinas del teatro Marcelo y las ninfas del Tíber lanzar helados de estrachatela sobre los extranjeros idiotizados por la belleza de los puentes. Roma no es una ciudad, es una caverna con fuego en la que se reflejan las más desatinadas impresiones sobre sus paredes, es la idea precisa de la belleza en la que uno hubiera querido estamparse de querer ser sombra de lumbre. Ya he olvidado a los adolescentes, seguro que Roma me ofrece de nuevo la imagen temblona de la idea intemporal de la belleza, en la que comprobar cómo la vida se renueva constantemente a través del arte.
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