
Para contradecir la opinión general de los alumnos de 2º que se están leyendo (o no) esta novela, aquí dejo un fragmento en el que se describe el primer encuentro sexual de Fermina Daza con Juvenal Urbino. No se puede describir con mayor sensualidad y fina ironía un momento así. A lo mejor es que hay que vivir mucho más para comprender este libro.
Ella no hubiera permitido que él le tocara ni la yema de los dedos antes de la  bendición episcopal, pero tampoco él lo había intentado. Fue en la primera noche  de buena mar, ya en la cama pero todavía vestidos, cuando él inició las primeras  caricias, y lo hizo con tanto cuidado, que a ella le pareció natural la  sugerencia de que se pusiera la camisa de dormir. Fue a cambiarse en el baño,  pero antes apagó las luces del camarote, y cuando salió con el camisón embutió  trapos en la rendija de la puerta, para volver a la cama en la oscuridad  absoluta. Mientras lo hacía, dijo de buen humor:
-Qué quieres doctor, es la primera vez que duermo con un desconocido.
El doctor Juvenal Urbino la sintió deslizarse junto a él como un animalito azorado, tratando de quedar lo más lejos posible en una litera donde era difícil estar dos sin tocarse. Le cogió la mano, fría y crispada de terror, le entrelazó los dedos, y casi con un susurro empezó a contarle sus recuerdos de otros viajes de mar. Ella estaba tensa otra vez, porque al volver a la cama se dio cuenta de que él se había desnudado por completo mientras ella estaba en el baño, y esto le revivió el terror del paso siguiente. Pero el paso siguiente demoró varias horas, pues el doctor Urbino siguió hablando muy despacio, mientras se iba apoderando milímetro a milímetro de la confianza de su cuerpo. Le habló de París, del amor en París, de los enamorados de Paris que se besaban en la calle, en el ómnibus, en las terrazas floridas de los cafés abiertos al aliento de fuego y los acordeones lánguidos del verano, y hacían el amor de pie en los muelles del Sena sin que nadie los molestara. Mientras hablaba en las sombras, le acarició la curva del cuello con la yema de los dedos, le acarició las pelusas de seda de los brazos, el vientre evasivo, y cuando sintió que la tensión había cedido hizo un primer intento por levantarle el camisón de dormir, pero ella se lo impidió con un impulso típico de su caracter. Dijo "Yo lo sé hacer sola". Se lo quitó, en efecto, y luego se quedó tan inmóvil, que el doctor Urbino hubiera creído que ya no estaba ahí, de no haber sido por la resolana de su cuerpo en las tinieblas.
Al cabo de un rato volvió agarrarle la mano, y entonces la sintió tibia y  suelta, pero húmeda todavía de un rocío tierno. Permanecieron otro rato callados  e inmóviles, él acechando la ocasión para el paso siguiente, y ella esperándolo  sin saber por dónde, mientras la oscuridad iba ensanchándose con su respiración  cada vez más intensa. Él la soltó de pronto y dio el salto en el vacío: se  humedeció en la lengua la yema del cordial y le tocó apenas el pezón  desprevenido y ella sintió una descarga de muerte, como si le hubiera tocado un  nervio vivo. Se alegró de estar a oscuras para que él no le viera el rubor  abrasante que la estremeció hasta las raíces del cráneo. "Calma -le dijo él, muy  calmado-. No se te olvide que las conozco". La sintió sonreir y su voz fue dulce  y nueva en las tinieblas.
-Lo recuerdo muy bien -dijo-, y todavía no se me pasa la rabia.
Entonces él supo que habían doblado el cabo de la Buena Esperanza, y le  volvió a coger la mano grande y mullida y se la cubrió de besitos  huérfanos... Ella no supo cómo fue que su mano llegó hasta el pecho de él, y  tropezó con algo que no pudo descifrar. Él le dijo "es un escapulario". Ella le  acarició los vellos del pecho, y luego agarró el matorral completo con los cinco  dedos para arrancarlo de raíz. "Más fuerte" dijo él. Ella lo intentó, hasta  donde sabía que no lo lastimaba, y después fue su mano la que buscó la mano de  él perdida en las tinieblas. Pero él ni se dejó entrelazar los dedos, sino que  la agarró por la muñeca y le fue llevando la mano a lo largo de su cuerpo con  una fuerza invisible pero muy bien dirigida, hasta que ella sintió el soplo  ardiente de un animal en carne viva, sin forma corporal pero ansioso y  enarbolado. Al contrario de lo que él imaginó, incluso al contrario de lo que  ella misma hubiera imaginado, no retiró la mano, ni la dejó inerte donde él la  puso, sino que se encomendó en cuerpo y alma a la Santísma Virgen, apretó los  dientes por miedo de reírse de su propia locura, y empezó a identificar con el  tacto al enemigo encabritado, conociendo su tamaño, la fuerza de su vástago, la  extensión de sus alas, asustada de su determinación, pero compadecida de su  soledad, haciéndolo suyo con una curiosidad minuciosa que alguien menos experto  que su esposo hubiera confundido con las caricias. Él apeló a sus últimas  fuerzas para resistir el vértigo del escrutinio mortal, hasta que ella lo soltó  con una gracia infantil como si lo hubiera tirado en la basura.
-Nunca he podido entender cómo es ese aparato -dijo.
Entonces él se lo explicó en serio con su método magistral, mientras le llevaba la mano por los sitios que mencionaba y ella se la dejaba llevar con obediencia de alumna ejemplar. Él sugirió en un momento propicio que todo aquello era más fácil con la luz encendida. Iba a encenderla, pero ella le detuvo el brazo, diciendo "Yo veo mejor con las manos". En realidad quería encender la luz, pero quería hacerlo ella sin que nadie se lo ordenada, y así fue. Él la vio entonces en posición fetal, y además cubierta por la sábana bajo la claridad repentina. Pero la vio agarrar otra vez sin remilgos el animal de su curiosidad, lo volteó al derecho y al revés, lo observó con tal interés que ya empezaba a parecer más que un científico, y dijo en conclusión "Cómo será de feo, que es más feo que lo de las mujeres". Él estuvo de acuerdo y señaló otros inconvenientes más graves que la fealdad. Dijo: "Es como el hijo mayor, que uno se pasa la vida trabajando para él, sacrificándolo todo por él, y a la hora de la verdad termina haciendo lo que le da la gana"....
...Ella se rio divertida de un modo tan natural, que él aprovechó la ocasión  para abrazarla y le dio el primer beso en la boca. Ella le correspondió y él  siguió dándole besos muy suaves en las mejillas, en la nariz, en los párpados,  mientras deslizaba la mano por debajo de la sábana, y le acarició el pubis  redondo y lacio, un pubis de japonesa. Ella no le apartó la mano, pero mantuvo  la suya en estado de alerta, por si él avanzaba un paso más.
-No vamos a seguir con la clase de medicina -dijo.
-No -dijo él-, ésta va a ser de amor.
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ResponderEliminarQué bonito texto!
ResponderEliminarAún recuerdo cuando te cantaban aquello de :
- Me llaman Pepe el romano...
Saludos
Yo tambíén lo recuerdo con mucha añoranza. Espero volver por allí. No te identifico
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