Han pasado unos cuantos años, quizá seis, probablemente siete. Uno
iba en la parte de atrás de un Citröen gris conducido por padre, perdido entre
la autopista, el Lawrence Durrel de turno y, ante todo, dejando emerger la
imaginación que cabía en medio de estas alternativas. Uno imaginaba, de cara a
un post de bloguero, al Reinaldo Arenas de Celestino antes del alba poseído
ante el teclado por la enajenación polifónica de las notas de una pieza de
Conlon Nancarrow (no digamos al Céline de Muerte a crédito o de Guignol´s
band). Intervenía la velocidad con la que mi padre, en su manera, arriesga en
las autopistas. El cielo era primaveral, pongamos, una ausencia plena con
apenas alguna figura de nube rondando los raros virajes en los vuelos de
algunas golondrinas. Venían ellas a tropel a comer de mis sesos, metidos en
figuraciones que uno se pensaba, al menos, contenían algo de lirismo al que se
prestaba, de caber y a ser posible, alguna sutilidad en ese manejo que tiene la
imaginación embebida para crear imágenes, para achuchar frases frente a la
velocidad con que las ruedas de ese coche gris, uno suponía, giraban. Apenas
mediaba palabra con padre ¿Has quedado con alguna? Hoy voy a pasar por la
biblio, no sé muy bien a qué. ¿Reconoces los números de esa matrícula? A ti lo
que te pasa es que no ves bien de lejos y te niegas a ponerte las gafas etc…
sobre todo, ya digo, silencio. De vez en cuando las voces de la radio irrumpían
en mis pensamientos sobre teorías que en ese momento percibía acabadas,
pongamos de un Eliot aún joven, puro estilo, kilates de aquel dicho que le es
perteneciente que venían a hablar de convertir en algo mejor lo que un poeta
-maduro, añadió- acierta a robar. Uno leía al Genet de turno encontrándolo
imaginado ante un papel higiénico y una pluma, reescribiendo de nuevo una vida
de la que él, lírico precoz del siglo, era asiduo. Excentricidades, uno
pensaba, de un hombre que siempre se encuentra en el borde de una muerte que le
es esquiva. Ya llegando a la ciudad, a la altura del municipio de Alcorcón
sucedió aquello que hizo terminar mis idas blogueras de la mente, centradas en
los grandes círculos literarios, vagamente concéntricos, que uno viene a querer
para su biografía, que nunca acaba de escribir. A la altura de san José de
Valderas, un hombre estaba caído de espaldas sobre el asfalto. De su casco roto
emanaba un inacabable charco de sangre. Me apresuré a centrarme en los
detalles. La motocicleta estaba en el suelo a unos diez metros de su cuerpo, el
cual unos trabajadores de urgencias se acercaban a tapar con una manta.
Visualicé, presunciones aparte, quién debía ser. Lo que fue ese hombre. Vi en
el reloj del coche las 16:21. El tamaño de su cuerpo, la ropa que vestía. Es
bien probable que se dirigiera al trabajo. También lo es que apenas hacía hora
y cuarto se encontrase comiendo en el salón de su casa rodeado por esposa, de
tenerla, e hijos, de tenerlos. Creo estar de nuevo usando en demasía la
imaginación. Uno percibió la sangre como algo que podía ser suyo, figurar tal
cual dentro de la gratuidad medio varonil de su cuerpo, definitivamente agotado
debido a ciertos excesos, como pudieran ser el tabaco, alguna noche de frula,
los excesos con los licores y alguna que otra mujer -no muchas- que saben crear
heridas que uno aprende a borrar de sí, dicen, cada vez con mejor facilidad. Mi
padre se cago en la puta (a saber a cuál de ellas se refería), yo le dije que
correr e incluso no hacerlo era peligroso. Le dije que gastábamos demasiado
tiempo discutiendo. Él cambió de tema. Hoy me conviene más dejarte en
Vilumbrales que en Cuatro Vientos. Añadió que le hacían una prueba del estómago
a las seis, cosa que uno ya sabía. El cuerpo del hombre, a estas alturas, debía
andar kilómetro y medio atrás. Uno siguió dándole vueltas. Llamadas del Samur a
su probable esposa y familiares o, quién sabe, amigos, inclusive de la
infancia. Uno imagina el bar. Adivina a ese hombre jugando al mus con un
palillo en la boca y siguiendo con el ojo vago el fútbol de la pantalla. Uno
quiso empezar a verse blogger estrictamente literario y acaba allí, tendido
sobre una nada que llegará, derrochando sangre que, ya dije, me es también
medio propia. Sangre roja que se hace marrón en un asfalto. Sangre que se queda
dejando una marca que apenas perdura y quién sabe si las flores en el arcén de
alguien que lo quiso. Eliot no dejaba de sonreír mientras Céline y Reinaldo
Arenas usaban la imaginación de uno de almohada. Conlon Nancarrow, mientras,
paseaba sombrero de ala ancha por una ciudad pordiosera. En la radio hablaban
del futuro incierto de un lateral izquierdo del fútbol club Barcelona. La vida
continuaba. O quizá no. Creo que era martes. Puede ser, sin embargo, que lo
esté equivocando por un jueves.
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martes, 28 de febrero de 2017
"La literatura -y alguna que otra vaga pasión- al acecho de un asfalto demasiado seco" por Alberto Masa
domingo, 19 de febrero de 2017
"Baudelaire & Poe, Ltd." por Rafael Ruiz Pleguezuelos
Léeme y sabrás amarme. Así advierte Baudelaire a sus
lectores. Lo hace además en uno de los libros mejor titulados de la historia de
la literatura: Las flores del mal.
Esto de léeme y sabrás amarme siempre me ha parecido una invitación
mágica, desafiante y hasta valiente, pero sobre todo triste. Baudelaire fue por
encima de todo un necesitado de amor. Desde su altanería de dandy, desde sus poemas retorcidos,
desde su fama de despreciar a todo y todos, da continuamente la impresión de
buscar amor en el artificio de las letras, en el juego de inteligencias de la
palabra escrita. Igual ocurre con Poe, a quien uno aprende a amar como
persona leyéndole. No leas su biografía, no bucees en su anecdotario y mucho
menos en lo que sus contemporáneos afirman que hizo o dejó de hacer.
Simplemente léele y sabrás amarle. Baudelaire y Poe demandaron un lector que
pudiera entenderles, porque estaban seguros de que si alguien les leía
adecuadamente les amaría de manera incondicional. Llevaban razón, y por eso
cuentan hoy con una legión de admiradores.
El destino quiso además que fuese Baudelaire, el maldito de
malditos, un poeta despreciado por todos en su época, ese gran lector que supo
amar el trabajo de Poe y lo introdujo en Europa. No muchos recuerdan que
Baudelaire fue el gran artífice del conocimiento de Poe en Francia y, por
contagio, en el resto del continente europeo. Conoció sus textos por mera
casualidad y quedó envenenado para siempre, dedicando buena parte de su tiempo
a traducirle al francés. En algunos periodos de su vida estuvo tan obsesionado
con la empresa de traducir y difundir a Poe que llegó a descuidar su propia
obra. El autor de Las flores del mal parecía
haber caído en uno de esos hechizos que ejercen un aprisionamiento mental que
tanto gustaban al escritor de Baltimore.
Cuentan que Baudelaire leyó por primera vez a Poe en la traducción
que el periódico La Démocratie
Pacifique hizo de El gato
negro. Era 1847, apenas dos años antes de que el americano muriese. Desde
ese momento, la vida del poeta francés quedó transformada. Contó a sus amigos:
«La primera vez que abrí uno de sus libros vi, para mi sorpresa y placer, que
allí se encontraban no solamente ciertos motivos con los que yo había soñado,
sino frases que yo había pensado, escritas por él veinte años antes». Ante la
incredulidad de los que le oían, Baudelaire normalmente remataba la anécdota
con un añadido que borraba su habitual espíritu egocentrista y chulesco y
demostraba la sincera admiración que sintió por él: «Igual que lo que yo había
pensado, pero mejor escrito».
Es una pena que Baudelaire conociera demasiado tarde a Poe, pues
de lo contrario podríamos fantasear con un encuentro entre los dos malditos.
Baudelaire publicó el primer trabajo serio sobre Poe el 15 de octubre de 1848,
y el americano murió solo un año más tarde. De hecho, parece que esta profunda
admiración solamente circuló en un sentido: se cree que el autor americano no
llegó a saber nada acerca de aquel iluminado francés que había caído
hipnotizado bajo el influjo de su literatura.
La obsesión de Baudelaire por Poe llegó a ser tal que tomó por
costumbre perseguir y asaltar a cuantos americanos encontraba por París para
pedirles información sobre su ídolo literario. En una ocasión, Baudelaire supo
que un americano hospedado en un hotel del Boulevar des Capucines había conocido a Poe, así que no se lo pensó
dos veces y se plantó en su habitación. El extranjero le recibió en
calzoncillos, mientras se probaba algunos zapatos que pretendía adquirir en
París. Baudelaire debió acribillarle a preguntas sobre el autor de La caída de la Casa Usher, hasta
que el americano se sintió tan abrumado por la presencia de aquel fanático
francés que explotó: «Sí, le he conocido. Y le diré que es un ser extraño y
antipático».
Lo que no sabía el americano de los zapatos era que una afirmación
como esa, hecha a una persona como de Baudelaire, podía provocar que creciera
aún más su interés por el autor. Con el tiempo llegó a estar convencido de que
Poe y él estaban unidos de una manera sobrenatural, y presumía de que se
hubieran dictado palabras al oído entre ellos de algún modo maravilloso.
También argumentaba que la explicación de que sus estilos se parecieran tanto
(algo que prácticamente todo el mundo duda, pero que para Baudelaire resultaba
evidente) había que buscarla en la similitud de sus vidas. A este respecto,
resulta paradójico pensar que mucha de la información sobre Poe que Baudelaire
manejó en su momento y que se dedicó a difundir era errónea: provenía de los
relatos biográficos de Rufus Griswold, quien intencionadamente había
alterado un buen número de sucesos para desprestigiar al autor de Los crímenes de la calle Morgue. Entre
las informaciones inventadas por Griswold que Baudelaire recibió y difundió, se
encuentran que Poe se marchara de casa para participar en la Revolución griega,
que fuera llevado a Rusia por molestar al Gobierno ruso y que unos valientes
compañeros americanos le salvaran in extremis de un exilio en
Siberia. No era desde luego un material nada despreciable para la biografía de
Edgar Allan Poe, incluso bastante mejor que algunos episodios reales de su
vida, menos novelescos y sin duda más vulgares, pero nada de eso era cierto. La
relación entre Griswold y Poe da para otro artículo: el biógrafo y crítico
literario, responsable de la primera edición póstuma de la obra del genio de
Baltimore, llegó a falsificar cartas del escritor en su obsesión por
desprestigiar su figura.
Forzando algo la realidad, sí que podemos encontrar elementos
biográficos comunes entre ambos escritores, aunque desde luego no tantos como
Baudelaire afirmaba y dejaba por escrito: el punto de unión más evidente era
que ambos habían crecido a la sombra de un padrastro al que detestaban. El
padre del francés, François Baudelaire, fue un exseminarista que se ganaba la
vida como profesor de dibujo, que se casó con su madre cuando tenía ya sesenta
años, en un segundo matrimonio tardío y desigual. La madre del futuro poeta
tenía entonces solamente veintiséis. Su padre murió cuando Charles Baudelaire
tenía solamente seis años. El poeta, egoísta enfermizo, nunca perdonará a su
madre que volviera a casarse, especialmente con alguien que él consideraba tan
detestable como el mariscal Jacques Aupick, descrito como alguien de una
arrogancia casi teatral. Baudelaire sintió la felicidad del mariscal con su
madre como su propia desgracia, y su resentimiento será una llama melancólica
que le acompañará el resto de sus días. Siendo muy joven fue enviado a un
internado, hecho que entendió como un intento por parte de los padres de
deshacerse de él para disfrutar de una vida libre de cargas. Con ello su
rebeldía se desató definitivamente, y a partir de ese momento los centros en
los que estudió pueden dividirse entre aquellos de los que escapó y aquellos de
los que fue expulsado. La leyenda cuenta que en alguna ocasión Baudelaire se
permitió una exclamación que haría las delicias de un freudiano interesado en
estudiar un complejo de Edipo: «Cuando se tiene un hijo como yo, no es
necesario que uno se vuelva a casar».
Lo cierto es que Baudelaire, la mayor parte del tiempo incapaz de
obtener beneficios de la literatura, practicó un parasitismo constante de los
bienes de la familia. La necesidad de sacar dinero a su madre le
llevó a extremos profundamente inmorales como el de fingir intentos de suicidio
para conmoverla y recibir más. El 30 de junio de 1845 escribió a uno de sus
amigos una carta en la que decía: «Me mato porque soy inútil a los otros y
peligroso a mí mismo». Para dejar más pistas sobre su aparente intención,
consultó a Louis Ménard, un amigo poeta, acerca de formas sencillas y
seguras de suicidio. Para que no faltara detalle, envió a Cousin, otro
habitual de sus tertulias, unos manuscritos de sus obras acompañados de
detalles para su publicación póstuma. Sus amigos, asustados por las supuestas
intenciones suicidas, hicieron todo lo que estaba en su mano para localizarlo.
Finalmente, le encontraron en un cabaret de la calle Richelieu, donde les
explicó con cínica y pasmosa tranquilidad que todo era una estratagema para
sacar dinero a sus padres. Delante de ellos se hundió un puñal en el pecho,
aunque con cuidado de hacerse apenas una herida superficial: la suficiente para
que su madre fuera avisada por la policía y lograr despertar en ella la ternura
necesaria para atrapar el dinero.
La cuna de Poe era mucho más humilde que la de su seguidor
francés: los padres del americano eran actores itinerantes. Nació un 19 de
enero de 1809 y su padre, David Poe, se esfumó dieciocho meses más tarde. Elizabeth
Arnold Poe murió durante una gira cuando él tenía dos años, de manera que
el niño Poe pasó al cuidado de la familia Allan, de ahí el nombre de Edgar
Allan Poe con el que firmaba. Nunca fue legalmente adoptado por esta segunda
familia, y muchos de los desencuentros y sinsabores de su edad adulta fueron
provocados por el hecho de que el señor Allan se negara siempre a reconocerle.
Una de las mayores decepciones de John Allan al respecto de su hijo adoptivo
fue el hecho de que Edgar decidiera dedicarse a algo tan turbio y poco
reconocido como la escritura, despreciando un puesto en su negocio de
exportación de tabaco.
En la búsqueda de la gloria literaria, Baudelaire y Poe padecieron
pobreza y desprecio social, pero reaccionaron de manera muy distinta a la
situación. Baudelaire intentó hacer del vicio virtud: su vida fue un continuo
choque con la sociedad que despreciaba, y disfrutaba (como Wilde al
otro lado del canal de la Mancha) sacando los colores a la hipócrita sociedad
que le rodeaba con sus desplantes y exabruptos. Poe también se sintió siempre
un outsider, alguien incapaz de encajar en la sociedad, pero lo llevaba de
una manera íntima y taciturna, como una especie de triste apostolado.
Baudelaire ha pasado a la historia como suelen hacerlo los
verdaderos genios: mal. Todos los escritores de fuerte personalidad —y la de
Baudelaire parece que fue verdaderamente infernal, por retorcida y grotesca—
corren el riesgo de que se les recuerde más por su anecdotario que por lo que
realmente ofrecieron a la historia de la literatura. Crépet, uno de sus biógrafos,
escribió una frase brillante al respecto: «Su leyenda es mucho más intensa que
su vida». Existen tantas anécdotas y tan disparatadas sobre Baudelaire que uno
llega a pensar que la invención de proezas insólitas del poeta debió de ser un
divertimento de la sociedad de la época similar a lo que en la América
contemporánea constituyen las historias de Yogi Berra. Mi anécdota
favorita de Baudelaire es aquella en la que Théodore de Banville, cronista
de París, encuentra al poeta y, tras una charla intrascendente, Charles le
dice: «¿No le parecería agradable, querido amigo, bañarse en mi compañía?».
Banville no quiso que aquel dandy engreído le amedrentara, de modo
que accedió con una respuesta aún más wildeana: «Precisamente iba a sugerírselo
en este momento». El plan parecía tan claro y conforme que ambos se dirigieron
a una casa de baños y pidieron una habitación con dos bañeras. Los dos
escritores se desnudaron y metieron en el agua. Un instante después, Baudelaire
le dijo: «Y ahora que no tiene posibilidad de defenderse o escapar, querido
colega, voy a leerle una tragedia en cinco actos».
A Baudelaire se le recuerda como el autor de esa obra maestra que
es Las flores del mal, y también
en menor medida por esos Paraísos
artificiales que pueden leerse como una especie de Divina comedia enferma, un descenso
al infierno amortiguado por el consumo de sustancias. De la persona solamente
se oyen los despojos: se le describe como el mayor egoísta que jamás pisó la
tierra, y es muy probable que fuera así. No hay que olvidar que el dandismo de
Baudelaire o Wilde ahora nos parece algo genial y llamativo, pero a sus
coetáneos les resultaba francamente antipático, pueril. Poe tuvo un estilo que
definitivamente no gustaba en América, condenado a las cunetas de la literatura,
y que aún hoy tiene muchos detractores entre el establishment universitario, siendo a menudo calificado de
demasiado extraño. Sin embargo, entre sus lectores incondicionales Poe sigue
gustando más que cualquiera de sus contemporáneos, porque encuentra una fórmula
perfecta en apelar tanto a la razón como a la emoción, algo que en Baudelaire
está francamente descompensado hacia la emoción. Los malditos hacen avanzar la
literatura porque siempre tienen otro estilo, una forma de escribir que
nadie ha imaginado ni se ha atrevido a hacer hasta ese momento. Se encuentran
más cerca que nadie de alcanzar la originalidad porque realmente tienen
una mente única. Lo que verdaderamente une a ambos autores no es un padrastro
ni un odio a la sociedad, sino que ninguno de los dos pensó nunca que una
belleza normal o tradicional fuera suficientemente atractiva. Había que buscar
algo más retorcido. La belleza pura, para ambos, se encontraba siempre ligada a
la aberración, la anormalidad o la distorsión. Las flores del mal salió a la venta en 1857, e
inmediatamente el libro fue juzgado por indecencia y se puso en marcha un
proceso judicial contra su autor. Baudelaire fue condenado a retirar seis
poemas del conjunto. El poeta obedeció, reelaboró y reordenó el material, e
incluso reescribió algunos poemas para adecuarlos al mandato judicial. Nunca ha
trascendido ni se ha podido reconstruir la organización original del libro,
aunque se han hecho numerosos intentos. Paradójicamente, el mayor éxito
económico del que gozó Baudelaire durante su vida literaria fue la traducción
de las Narraciones extraordinarias de
Poe.
Poe dejó que el alcohol le acompañara en el camino tortuoso de la
literatura, y el alcohol le mató. Un 3 de octubre de 1849 apareció
semiinconsciente en una taberna de Baltimore, y después de cuatro días de
delirio fue declarado muerto. Baudelaire murió el 31 de agosto de 1867, con
cuarenta y seis años, el cuerpo prácticamente paralizado por las secuelas de
sus adicciones. Descansa en el cementerio de Montparnasse, curiosamente junto a
la tumba de su padrastro, la persona que más detestó en vida. Poe está enterrado
en Baltimore. Cuando se le dio sepultura, se hizo en una tumba anónima, que
pronto desapareció entre la hierba. George W. Spence se apiadó de su
memoria y colocó un pequeño bloque de piedra con un número grabado en él. Se
mantuvo como una tumba sin nombre hasta que años más tarde Maria Clemm, una tía
suya, supo del estado de la tumba del poeta y organizó una comisión para
crearle una sepultura apropiada. Estando los dos ya enterrados y reconocidos,
no sabemos si seguirán susurrándose líneas de escritura el uno al otro en
alguna parte, buscando juntos esa belleza grotesca que tanto amaban.
sábado, 18 de febrero de 2017
"Sesenta años de La cantante calva: un récord mundial para el teatro" por Borja Hermoso
“Anda, son las nueve. Hemos comido sopa, pescado, patatas con
tocino, ensalada inglesa. Los niños han bebido agua inglesa. Hemos comido bien,
esta noche. Es porque vivimos en los suburbios de Londres y nuestro apellido es
Smith”.
No estaría de más acudir a Freud para tratar de
explicar por qué una obra como La cantante calva, de Eugène
Ionesco, cuyo texto arranca con esta absurda declaración de
intenciones, ostenta el récord mundial de permanencia en cartel en un mismo
teatro (La ratonera, de Agatha Christie lleva
más tiempo, pero ha pasado por tres teatros londinenses). El jueves, en el
minúsculo Théâtre
de la Huchette, en pleno Barrio Latino de París,
responsables del local, actores, técnicos y espectadores celebraron juntos 60
años de programación ininterrumpida.
La obra, la primera de la treintena larga que escribió el francés
de origen rumano Eugène Ionesco (Slatina, 1909-París, 1994), no se estrenó
aquí, sino en el Théâtre de Noctambules
en 1950. Pero desde el 16 de febrero de 1957 es representada cada noche (excepto
los domingos) sobre el pequeño, encantador y desvencijado escenario de La Huchette, un teatro de bolsillo con
capacidad para 90 espectadores bien apretados y situado en una de las calles
más bullangueras y turísticas de París. Varias tabernas griegas de gama baja,
tres o cuatro bocadillerías turcas, dos viejos clubes de jazz y tiendas de souvenirs rodean
el local.
La versión y la puesta en escena a la que asiste el público es la
misma que la de hace seis décadas, firmada por el actor y director teatral Nicolas
Bataille, amigo íntimo de Ionesco. No se ha tocado ni un pelo. Los
mismos biombos verdosos, el mismo vestuario raído, la misma lámpara de mesilla,
los mismos 17 sonidos del péndulo… “anda, son las nueve”. Absurdo. Todo aquí
carece de lógica, el sentido de tiempo del tiempo se diluye, todo huele
deliciosamente a naftalina y cada noche, invariablemente, se agotan las
entradas. Hay franceses, claro, pero sobre todo turistas extranjeros.
Italianos, japoneses, estadounidenses, británicos, españoles (no muchos). Hay
parejas de abuelos que vuelven cada cierto tiempo, se cogen de la mano cuando
retumban los tres toques antes de descorrerse el telón, ríen con cada diálogo.
La cantante calva –que ni es calva ni cantante ni sale para nada en la obra-
no empezó bien su biografía. La crítica de París vapuleó esta
"antiobra" (como la llamó el propio Ionesco) en su estreno de 1950.
El crítico del diario Le Figaro escribió: “Ionesco no tiene nada que
decir. Dentro de ocho años nadie se acordará de él”. No tuvo buen ojo: Ionesco
es hoy uno de los autores más representados en el mundo, si bien él era el
primero que considera La cantante
calva “irrepresentable”. Pero fue en febrero del 57 cuando se gestó la
leyenda. Nicolas Bataille y Ionesco alquilaron el Théâtre de la Huchette para representar las dos obras durante un
mes, y solo pudieron hacerlo gracias al préstamo que les hizo el director de
cine Louis Malle, amigo del primero. El éxito fue instantáneo. La crítica,
antes reticente o agresiva, se hizo unánime. Ionesco se puso de moda. Por las
butacas de La Huchette empezaron a
desfilar Raymond Queneau, Edith Piaf, Sophia Loren, Maurice Chevalier,
Jean-Louis Trintignant (luego actor en varias obras de Ionesco), Jacques Tati,
André Breton…
Ionesco empezó a escribir La
cantante calva hacia 1943, en Rumanía, y la remató en París. Se le
ocurrió mientras estudiaba inglés con el método Assimil.
Su intención era clara: desmontar los mecanismos y rutinas del uso del
lenguaje, reírse de su uso y abuso y, partiendo de ahí, masacrar las rutinas y
convencionalismos puestos en marcha cada día por el ser humano. Tres
ingredientes, la angustia, la risa y el sinsentido para contar el meollo de la
cuestión: la soledad del ser humano, la insignificancia de su existencia.
Ionesco no soportaba que algunos teóricos y críticos teatrales situaran el
nacimiento de lo que se daría en llamar el Teatro del
Absurdo en la obra Esperando a Godot, de Samuel Beckett, a
quien no podía ver.
El teatro tiene su sede en la planta baja y los sótanos de una
casa del siglo XVI. Entre la puerta de acceso a los camerinos y las oficinas y
la de entrada al patio de butacas se sitúa el portal por el pasan los vecinos
del inmueble. Hay cubos de basura y mucha humedad. Estamos en 2017. Nada ha
cambiado desde 1957, excepto que desde 1965 los actores —tres elencos que se
turnan en la función— funcionan en régimen de cooperativa.
Roger
Defossez es el actor que más veces ha salido al escenario de La Huchette en toda su historia. Ha
encarnado más de 6.000 veces al Señor Smith, uno de los personajes de La cantante calva. Es, además, el
responsable artístico de la obra y heredero directo en ese rol de Nicolas
Bataille, primer director artístico del montaje. Defossez sustituyó a Bataille
a la muerte de este. Pero 6.000 funciones no parecen haberle sacado del camino
de perfección que hace muchos lustros se marcó: cada martes a las cinco de la
tarde convoca a la troupe de actores de ese día para un ensayo en el
que se van limando detalles, incorporando otros, afinando y haciendo más
absurdo —valga la expresión— el teatro de Eugène Ionesco. “El teatro es ante
todo divertirse, y yo sigo divirtiéndome con Ionesco, quizá porque La cantante calva no es un texto
cartesiano, es distinto cada vez, su margen de absurdo es abierto, ilimitado.
La he hecho como 6.000 veces de un total de 18.500 funciones… ¡no está mal,
eh?”, cuenta a sus 84 años.
Roger Defossez recuerda así a su amigo Ionesco, que solía llamar a
la taquillera para preguntar cuánto dinero habían recaudado esa noche: “Eugène
era un tipo muy complicado, inquieto, angustiado, pero adoraba venir a La Huchette. A menudo cruzaba la calle,
entraba en uno de esos bares griegos y compraba dos botellas de raki que se
bebía con nosotros en el camerino al acabar la función”.
Frank Desmedt es el director del Théâtre de la Huchette, que estos días celebra a lo loco los 60
años de Ionesco. El próximo 4 de marzo, el teatro acogerá la Noche absurda y un maratón de 24
horas de La cantante calva
y La lección. “Aquí en La Huchette todo es absurdo, los viejos
son jóvenes y los jóvenes son viejos”, apunta, “los viejos llegaron aquí para
desempolvar el teatro, que era burgués e inmovilista. Vieron en el teatro de
Ionesco un viento de libertad, un teatro que al fin les permitía escapar de los
manoseados códigos del género”.
El primer responsable del teatro acude a su vez al absurdo y a la
broma para recordar a Ionesco. No cabe mejor tributo: “Es uno de los autores
más representados en el mundo. Le hemos propuesto a Donald Trump hacer La cantante calva en la Casa
Blanca, porque creemos que la obra iría muy bien con su programa político, pero
aún no nos han contestado. Lo que suele decir Trump no se aleja mucho de lo que
se dice en la obra de Ionesco… las dos están llenas de absurdo. Y Trump
alimenta ese absurdo con la misma pasión con que lo hacía Ionesco”.
Ider Amekhchoun es el regidor de La Huchette desde hace 35 años. La noche del pasado martes, justo
antes de empezar la representación, sale al patio de butacas por la puerta
lateral. Dice lentamente: “La representación va a comenzar. Hoy tendrá lugar la
representación número 18.491… por favor desconecten sus móviles. Que disfruten.
Gracias”.
Empieza otra vez, se reanuda, inalterable al paso del tiempo, el
fenómeno Ionesco. Más de un millón y medio de almas son testigos.
sábado, 4 de febrero de 2017
"En las ruinas del Romanticismo" por Ramón Andrés
En las cabinas de popa, en las vigas de las goletas y bergantines,
en esos veleros que anclaron en los crepúsculos de Caspar David
Friedrich empezó a inscribirse, en el último tercio del siglo
XVIII, el lema de Pompeyo: “Navegar es necesario, y no es necesario vivir”.
Retomar esta antigua costumbre de navegantes es una alegoría de la conciencia
romántica, la visión de una existencia concebida como viaje a lugar alguno.
Azar, tempestad. Un periplo sin término: así es el mundo, así es el Yo que lo
contempla. Europa, los acantilados, la bruma y una ermita lejana, un cielo de
Philipp Otto Runge, la noche de marzo de 1797 en la que Samuel Taylor Coleridge
leyó en casa de los Wordsworth La
oda del viejo marinero. El albatros que cruza por aquellos versos es, en
realidad, una veleta, la necesidad de un viento norte. Por entonces el cuerpo
de Mozart,
cubierto de cal viva, se había deshecho en no se sabe qué fosa de Sankt Marx,
el cementerio vienés, a 15 minutos del Danubio. Era el tiempo en que Beethoven, todavía muy
joven, había dado a su editor Artaria las Sonatas para violonchelo op. 5. Una de ellas, la escrita en sol
menor, la tonalidad que, según Johann Mattheson, servía para expresar tanto el
lamento como una alegría moderada, es extraña, problemática. Un augurio.
Nada que construir, la historia vivía
de sus vaticinios. Las premoniciones se estaban cumpliendo, sobre todo una: la
llegada del peor huésped, el más incómodo, como Nietzsche llamaría al
nihilismo. La Razón, su lógica objetiva, parecía algo ajeno a quienes habían
oído gritar en la Bastilla y más tarde respirado la pólvora napoleónica. El
Romanticismo fue un tejado a dos aguas: todo conducía a precipitarse; el único
asidero estaba en lo más alto, en lo más peligroso también. Estar arriba
significaba hacerse visible, obligarse a ser un espectador de sí mismo, como
hacía Goethe,
todavía joven, cuando subía al campanario de Estrasburgo para sentir el vértigo
de su existencia. En una de las pinturas rojizas de John Martin, que ilustró El paraíso perdido, un bardo, en lo más
áspero y peligroso de un abismo, clama con el arpa en la mano; puede caerse en
cualquier momento, una ráfaga, un traspiés devolverlo a su conciencia, es
decir, a su certidumbre de “ser para la muerte”. Pero en un cuadro de Friedrich
encontramos una figura todavía más inquietante si cabe: en los Acantilados blancos en Rügen, un
hombre está echado, como gateando. No podría estar de pie, su idea de destino
se lo impide; se acerca al precipicio, se asoma cauto, mira el cortante, un
cosquilleo en el vientre. Así es su estar en el mundo: ingravidez y
presentimiento, el mismo que sentían los lectores cuando abrían las primeras páginas
del Werther. El Romanticismo
está hecho de caídas y de quejas, de asombros y de melancolías.
Pasado el entusiasmo de los ilustrados,
se hacía difícil entender aquella lección que Hegel repetía
cada mañana: aprender a decepcionarse. Así tomaba cuerpo la subjetividad, así
empezó a despertar un individualismo que debía mucho, también, a la supuesta
inocencia rousseauniana y a su cultivo de una mirada gótica convertida en
interior, sólo en interior; lo demás era escenario y hostilidad, oposición.
Hablamos del mundo y de las consecuencias que debían pagarse por la religiosa
aspiración a la verdad que fue anunciada a guillotinazos en el Siglo de las
Luces. Este anhelo, de imposible cumplimiento, acabó corroyendo a las
generaciones de Kleist. Nada era como había sido prometido; nada respondía,
sino episódicamente, a esa adicción a la vitalidad, al entusiasmo que se dice
tuvieron los románticos. La utopía se redujo a renacer de lo perdido, a bracear
por las aguas del Rin corriente abajo como hacía Robert Schumann cuando,
en medio del delirio, se arrojó a ellas. Decía que un “la” le torturaba los
oídos, una nota, un solo e insistente sonido ponía música al pesimismo que
había desencadenado —oh, Prometeo…— aquella enseñanza kantiana que nos reduce a
ser siempre modestos alumnos, a reconocernos como miembros de una sociedad
endémicamente inmadura, dependiente de ilusiones, autoalentada a golpes de
poder, es decir, de destrucción. De ahí la necesidad, pueril y continua, de
volver a casa, de ahí los caminantes solitarios y su afinidad con la niebla,
tan abundantes en la pintura y la poesía: en realidad habían enfermado de
nostalgia, querían regresar y no podían; esto explica su amor a las canciones
populares, a las letrillas y los Volkslieder, a la nación, a la Edad
Media y su lumbre cristiana. Este retorno a las ruinas del espíritu fue el que
Nietzsche jamás perdonó a Wagner. No consintió
aceptar de nuevo el pecado original, y dijo, de una vez por todas, no a la
imploración. La necesidad de encontrar sentido como
fuerza ordenadora; la metafísica que sólo era el testimonio del cuerpo de un
dios todavía caliente, aunque muerto hacía mucho; el idealismo que hoy ha
quedado reducido a la idea de supervivencia, son las secuelas de aquella época
saciada de sí misma que se articuló entre los siglos XVIII y XIX. Su bisagra es
la imagen del tejado a dos aguas del que hablábamos que no ha cubierto lo
suficiente; los días eran y son intemperie. Es aquel un legado que entendemos
muy bien. Mejor no vivir engañados.
Quizá no sea casual que en poco espacio de tiempo hayan aparecido
tres libros a través de cuyas páginas quien lo desee puede “reconstruirse” y
reconocerse como herencia de aquel nihilismo que estaba a punto de estallar: su
deflagración nos ha manchado de totalitarismos, fobias y narcisismo. El de
Richard Holmes, Huellas. Tras
los pasos de los románticos (Turner, 2016), cuenta con un índice que
no puede resumir con más acierto el trayecto mental de aquel momento, y por
este orden: “Viajes”, “Revoluciones”, “Exilios”, “Sueños”. Floreced
mientras. Poesía del Romanticismo alemán (Galaxia
Gutenberg, 2017), obra de Juan Andrés García Román, es un cuidado y valioso
ejemplo de cómo articular una antología y una sensibilidad que, al igual que
sucede en el poema final de Heinrich Heine, canta a unos dioses declinantes de
Grecia, desposeídos ya de sus dones, como nosotros cantamos a una modernidad
desmantelada. El tercero explica de la manera más nítida lo que dejó tras de sí
el pincel negro y último de Goya, el exilio de
los intelectuales españoles, el fusilamiento de Torrijos, el pistoletazo de
Larra: vendrá la soledad sentida como asilo en el poema de Martínez de la Rosa;
el preferir “el daño a la ventura” de Ros de Olano; el odio a la vida y al
mundo que se resuelve en tedio de Gómez de Avellaneda: es la edición, exacta,
de Ángel L. Prieto de Paula, Poesía
del Romanticismo. Antología (Cátedra, 2016).
Lo que deja ver la filosofía del
Romanticismo, también su literatura y su música, su arte, es el pulso, la
tendencia a la totalidad, el continuado cultivo de ideas irrealizables —para el
bien de todos, la complaciente explotación del fracaso y hacer de eso una
insignia—. A menudo sintieron la marginalidad, como solemos hacer nosotros, sin
moverse del centro, o mejor, de su centro. Como nunca antes se elaboró un
victimario del que somos herencia todavía. Los románticos —al menos una parte
de ellos— tuvieron una gran permisividad con el infierno, pensaron que en sus
llamas estaba Mefisto, y que el arrojo de Lérmontov las combatía mientras
cabalgaba Un héroe de nuestro tiempo.
Fue una proyección sin fin; no sabían, o no quisieron saber, que en ese averno
solamente estaba la familia de siempre, la de los sordos polvorientos, que es
como Chateaubriand
llamó a los muertos.
Memorias, ultratumba, descenso. Pero en ocasiones la ascensión es
bajar al fuego. Hölderlin escribió hasta tres versiones de La muerte de Empédocles; cada una de
ellas, y de manera progresiva, muestra una mayor condensación, una senda mejor
trazada hacia la subida que conduce al cráter del Etna, donde se dice que el
filósofo presocrático desapareció entre la humareda. No sabemos si se arrojó
por orden suprema o por la voluntad de ser dios, como sostuvo Giorgio Colli. En
cualquier caso, ese camino de ascenso describe el “deseo de perdición”, la
atracción romántica por la destrucción, lo contradictorio de una mentalidad que
concibió desde el individualismo lo universal. Esto debería hacernos pensar,
bien arraigados como estamos aún en aquella tierra recorrida por gentes que a
cada paso creían dejar un paisaje abandonado. Los versos de un poeta menor,
aunque de interés, Gabriel García Tassara, resumen el problema que todos
podemos entender cuando hablamos de Romanticismo y de su prolongación: “Que
nuestro mundo sea / el círculo no más de nuestra sombra”.
domingo, 29 de enero de 2017
"Viaje al fin de la noche" por Juan Arnau
Decía Platón que los seres se transforman unos en otros según
ganen en inteligencia o estupidez. Un hombre podía convertirse en planta por
pura pereza. A esa metamorfosis Dante añade el amor. Y concibe su inferno como
ese lugar, ese estado de ánimo, donde no cabe su acción transformadora (del
amor como actitud, pues el amor como sentimiento también puede ser infernal).
Un invierno eterno. El paraíso, su contraparte, es la armonía de inteligencia y
amor. Por la montaña inversa del averno desciende Dante, guiado por Virgilio,
hasta el noveno círculo (el número de Beatriz), itinerario ineludible para
llegar hasta su difunta amada. Un viaje al interior que es también un viaje de
transformación.
Todo esto no era nuevo en la época del florentino, existían
precedentes antiguos del viaje a través de los mundos: el vuelo chamánico, el
viaje de Ulises al país de los cimerios, el descenso de Orfeo a los infiernos o
las incursiones de bodhisattvas en abismos budistas. Como región
simbólica, el infierno era etapa de un camino espiritual y emblema de cierto
grado de iniciación, lo que emparenta a Dante con la cábala hebraica y el
misticismo sufí. Y esa hermandad va mucho más allá si consideramos que la Comedia, la gran joya del medioevo
cristiano, es una variación de ciertas leyendas islámicas, algo que probó, hace
ya casi un siglo, un estudioso español. Asín Palacios cotejó el sacro poema con
los hadices y la escatología
musulmana, concretamente con el viaje nocturno o isrá en el que Mahoma visitó las mansiones infernales. La
sorpresa fue que la arquitectura infernal de Dante era trasunto de la de Ben
Arabí, confirmando la procedencia oriental de relatos que se creían de origen
celta. Dante, al que todo el mundo (incluso él mismo) consideraba aristotélico
y tomista, resultaba ser neoplatónico e islámico. Pero ello no fue obstáculo
para que Dante pudiera haber pertenecido a una orden de filiación templaria,
pues está bien documentada la conexión entre el hermetismo y las órdenes de
caballería, siempre proactivas en los intercambios con Oriente.
Conforme descienden los poetas, más
firme es la atadura de las sombras que encuentran. En los primeros círculos se
purgan los pecados de incontinencia, los más comprensibles para la justicia
divina (lujuria, gula, avaricia), mientras que en las profundidades se castiga
la bestialidad y la malicia. Los violentos contra sí mismos, los violentos
contra el prójimo y los violentos contra Dios. Los codiciosos de lo terrenal
están boca abajo, no pudiendo alzar la mirada a las estrellas, los suicidas se
transforman en árboles, los aduladores están recubiertos de heces, los adivinos
tienen la cabeza vuelta a la espalda, sombras que quieren llorar y no pueden.
Cada cual es hijo de sus actos y es trasmutado por ellos. Hay una escena que no
cede en horror a ninguna otra. En el segundo recinto del noveno círculo, un
gélido lago aprisiona el alma de los traidores. Helados en la misma fosa, el
conde Ugolino roe con furor el cráneo del arzobispo Ruggieri, que lo encerró en
vida en un torreón y lo dejó morir de hambre junto a sus hijos. El odio fabrica
desgraciados y de esta forma renuevan su dolor.
Toda la cultura europea está impregnada por la Comedia, por las emociones que
evoca, por su intensidad y exactitud. Borges recomendaba olvidarse de la
erudición y atenerse al relato. Poco importan las querellas entre güelfos y
gibelinos, la batalla de Montaperti, las alusiones míticas o escolásticas. La
poesía nació de la épica y la épica es narrativa. De ahí que si se desconoce el
toscano medieval, sea mejor leerla en prosa (en verso castellano resulta
agotadora, pese al magnífico esfuerzo de Ángel Crespo). De este modo es posible
seguir el hilo mágico de un relato que tiene una inteligencia oriental. El
proceso iniciático de Dante (de cualquier hombre) reproduce el cosmogónico,
idea recurrente en el pensamiento védico y neoplatónico. Realizar las
posibilidades del ser así lo exige. “¿No veis que somos larvas para formar la
mariposa angélica que a Dios mira de frente?”, dice Dante evocando a Ovidio y
anticipándose a Kafka. El hombre está destinado a la metamorfosis, y las hay
regresivas y evolutivas. Unos se convierten en planta o mineral, otros, como
Beatriz, en ángeles. El espíritu tiene una vocación ascensional, pero para
realizarla debe aligerarse. Los hombres, nacidos de la carne, no son sino
gusanos, pero gusanos que lo divino puede trasmutar en ángeles.
La tesis es simple: el infierno existe, pero es un lugar de paso.
El budismo planteó la cuestión en estos términos: ¿hay seres que por su ceguera
y terquedad están privados para siempre de la experiencia del despertar? Dicho
de otro modo: ¿hay pozos inexpugnables o existencias irremediablemente oscuras?
¿Tiene este universo seres a los que nadie podrá rescatar o siempre hay
oportunidad, por nimia que sea? Lo que para la imaginación era un infierno, es,
desde esta perspectiva, un tránsito purificador que lava el alma para vestirse
de lo divino. Hay que afinar la sensibilidad. Uno se convierte en lo que mira.
No todas las naturalezas pueden ver a Dios, pues verlo y crearlo es una misma
cosa. Ese es el secreto de la participación.
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