sábado, 10 de octubre de 2020

"El brazo de Valle-Inclán" por Rafael Ruiz Pleguezuelos

Ahora que hay tantos cursillos y academias que prometen enseñarte a escribir, conviene avisarles de que está más que comprobado que para escribir realmente bien en España hay que perder el uso de un brazo. A ver quién niega que Cervantes y Valle-Inclán no solamente constituyen el brillo más intenso de nuestra literatura, sino cadáveres exquisitos que han sufrido en propio cuerpo el via crucis del ser peninsular, eso que ya me he permitido escribir alguna vez de que si ser español ya es sufrir, ser escritor español es ponerte al borde del precipicio. Quien no llega a perder el uso del brazo como ellos dos, pierde la vida a nuestras manos —Lorca—, o deja de entendernos y entenderse quedando al cabo de una pistola cargada, como Larra.

Lo primero que hay que entender de Valle es que no escribía en español. Quien piense eso no le ha leído. Valle escribe en valleinclano, un idioma que inventó este gallego ilustre para confundir al personal y reclamar, por inversión de términos, respeto a un castellano que él después no practicaba. Para comenzar una carrera literaria digna empezó cambiando su nombre, abandonando el más prosaico Ramón María Valle Peña para abrazar el más blasonado Ramón María del Valle-Inclán, que en su complejo vocabulario recoge toda la presunción del hidalgo español que no tiene para comer pero cuyo cuerpo siempre encuentra fuerzas para hablar. La verdadera gloria de Valle no es que entronque con Cervantes, con al que estilísticamente no le une nada, sino que consiga mutar su persona de gallego diminuto en una ensoñación digna del autor del Quijote, porque las vidas mutiladas de su esperpento son el producto de esa península desquiciada y soñadora que presentó tan bien Cervantes.

España, que lleva siglos instalada en una infinita contradicción y alzada al pedestal de los países imposibles de comprender, necesita de más escritores bizarros, alambicados, extraños. Tenemos en las librerías demasiada literatura blanca, de la que no hace pupita a nadie porque es políticamente correctísima en todo, y escasean los títulos que abran brechas, o que necesiten que el lector tome un buen piolet para culminarlos, o que ni mil antorchas puedan hacernos ver en su infinita oscuridad. Lo que vengo a decir, sencillamente, es que Valle-Inclán supo entendernos mejor que nadie, que su esperpento es el mejor espejo para un país que habita de manera continua en el esperpento (echen un vistazo a los periódicos y díganme si no es cierto), y que se echa en falta gente que deje de mirar por su ventana azorina y penetre en las cloacas valleinclanescas.

Hay que leer las entrevistas a Valle-Inclán, porque sus respuestas son siempre un disparate armado de lucidez. En ellas se puede encontrar una historia desquiciada de la humanidad en una sola página, asistiendo a unos bandazos ideológicos que serían más escandalosos si no vinieran de esa especie de lámpara de la locura que era el genio de Villanueva de Arosa. En una misma entrevista, uno puede encontrar desde una admiración ciega y desmedida por Mussolini (Diario Luz, 9 de agosto de 1933) a una definición entre impresionista y privilegiada de la manera en que funciona el movimiento obrero:

El final de todo será fundir todas las clases en una. Eso es el comunismo. Pero para ello habría que suprimir la herencia y habría también que nacionalizar los bancos, la tierra, la industria y las minas. Lo tremendo es no haber seguido este camino haciendo desaparecer la clase proletaria por la supresión de todas las demás, igualando a todas. Para ello hay que poner a trabajar a todos, y esto no se consigue diciendo en la Constitución que España es una república de trabajadores de todas las clases, sino suprimiendo varias cosas. En primer lugar, la herencia, porque yo no he visto trabajar a ningún rico heredero. Trabaja el que lo necesita. Por eso Jehová dijo a Adán: «Ganarás el pan con el sudor de tu frente» hasta que le privó del magnífico latifundio del Paraíso.

Como corresponde al espíritu exaltado de aquellos años, Valle-Inclán habla mucho de política en las entrevistas. Quizá demasiado. Cuando repaso las conversaciones con los periodistas, siempre echo de menos que él, como escritor, me hable de escritura y deje en paz a Largo Caballero. Pero cuando habla de política con frecuencia aprovecha para poner a los intelectuales en su sitio, y ahí comienza uno a disfrutar. Estos firmantes de manifiestos y escritores que van de proletarios pero viven en dachas principescas podrían revisar sus palabras del 20 de noviembre de 1931, en diálogo con Francisco Lucientes y publicado en el mítico El Sol:

A mí me subleva la sangre cuando oigo lo de «obrero intelectual». ¡Qué cosas! El intelectual no puede ser obrero. A no ser que sea un faquín a sueldo de un periódico o de una editora. El intelectual crea. El obrero sirve a la creación de otro. Son tan dispares los conceptos de creación y de ejecución, que no hay que unirlos. ¡Pero si la Santísima Trinidad explica esto claramente!

Lo verdaderamente grande de la cita es la alusión final a la Santísima Trinidad como clave para entender el lugar del obrero y el del intelectual. Ese es Valle-Inclán. Me recuerda a uno de esos exabruptos de Fernando Arrabal en los que comienza hablando de teatro y acaba enrollado con el milenarismo.

El 18 de diciembre de 1925, el Heraldo de Madrid pidió a don Ramón que enumerara los mejores escritores españoles contemporáneos. Mencionó a Baroja, a Pérez de Ayala, Unamuno y Miró. Eso era hasta cierto punto previsible. Hizo justicia a lo que le rodeaba. Cumplió con lo que se esperaba de él: un buen criterio. Pero lo verdaderamente grandioso viene, como no podía ser de otra forma, cuando explica a quién no pondría en esa lista y por qué: «Nunca pondría a Ricardo León. Porque no es contemporáneo. Ni a Blasco Ibáñez, porque para pintar los colores de la huerta valenciana ha recurrido a la imitación de procedimientos de Zola y de Maupassant. Ni tampoco a Azorín. No se le puede perdonar a nadie que teniendo un idioma tan rico como el castellano escriba por cifra, como tocan algunos guitarristas». Necesito escritores contemporáneos que hablen así de claro. Pero pasan los años y sigo esperando.

Después está lo del brazo de Valle-Inclán. Otro apéndice románticamente impedido en un escritor que trasciende lo humano. Un brazo que no responde a los estímulos y que parece un atractivo más de la España del bandolero, que siempre tiene a algún inglés crédulo y despistado que luego de recorrer nuestro país escribe un libro precioso cargado de mentiras e incomprensiones. Es mágica casualidad que dos de nuestros mejores espadas hubieran perdido el uso de su mano. Pero ahí acaba la comparación. Cervantes es Dios en nuestras letras, y Valle-Inclán uno de esos ángeles que Dios anda buscando por el cielo para explicarle en frase bíblica que no tiene más remedio que expulsarle del paraíso. 

Para entender de manera profunda la relación de Valle con la prensa, hay que acordarse de su brazo. Recordar que lo perdió en una pelea con un periodista llamado Manuel Bueno, quien lo molió con su bastón de hierro. La gangrena a partir de un daño en la muñeca hizo el resto. Como otra ironía añadida a la historia, se cuenta que la Asociación de la Prensa —otra vez la prensa y Valle— reunió durante un tiempo dinero para comprarle un miembro ortopédico, pero al final la cosa quedó en nada y su brazo izquierdo, en fotografías y óleos, sigue siendo una ausencia entre sobrecogedora y lírica. Recoger dinero para Valle no debía ser oficio sencillo, pues en la otra colecta de la que se tiene noticia, para regalarle un pazo en Galicia, no se llegaron a recaudar más que veinte pesetas. Jacinto Benavente, que era muy puntilloso en la vida de los demás aunque no tanto en sus obras, quiso ponerle en su sitio diciendo que no comparásemos a uno con el otro, entre otras cosas porque Lepanto era Lepanto y lo de Valle una riña de café entre borrachos, así que no debía darse tantos aires por tener la inhabilidad cervantina. Tampoco Los intereses creados es Luces de bohemia, le hubiera contestado yo si fuera Valle. 

Como en el mundo de la literatura siempre se reserva espacio para la justicia poética, hay un episodio en el que el propio público venga la afrenta que Benavente infirió contra Valle-Inclán al compararlo con Cervantes. El recién fallecido y tremendo actor Manuel Gallardo contó alguna vez que, cuando hacía en 1970 tournée del montaje seminal de Luces de bohemia del simpar José Tamayo, la censura les prohibió representarla en Pamplona. Para poder hacer función en la ciudad cambiaron la representación por Los intereses creados, el mayor éxito de Benavente. El público no aceptó aquel gato por liebre teatral, y aquella noche los estudiantes patearon en el teatro al grito de «¡Valle-Inclán!, ¡Valle-Inclán!».

Pio Baroja debía querer mucho a don Ramón, tanto que según Umbral (la fuente es tan apasionante como poco fiable) escribió una vez aquello de «Valle-Inclán cree que el estilo es escribir dátiles por dedos». Después de leer a Umbral, uno ha buscado la cita sin éxito, de manera que puede haber ocurrido que como Francisco Umbral tenía ese odio por Baroja y una admiración sin límite por el gallego, los puso en su mente a discutir y su máquina de escribir parió aquello de los dátiles. De cualquier forma me gusta, y explica bien cómo Valle-Inclán retorcía el castellano hasta dejarlo sin vida. Lo que sí se encuentra en un periódico chileno es la respuesta que Baroja dio a un periodista que le preguntó por el supuesto éxito de Valle-Inclán con las mujeres: «—¿Entonces no era cierto que tenía éxito con las mujeres? —¡Qué había de tener! Era un tipo que no tenía mucho que celebrar: unos ojos turbios, unas barbuchas deshilachadas, una nariz ganchuda… ¡Nada! ¡Cómo iba a tener éxito con las mujeres con aquella cara!».

Se echan de menos las grandes rivalidades de la literatura. Comparadas con las anécdotas de los escritores de antes con ofensas que podían llegar a las manos y hasta el duelo, los articulitos cruzados en periódicos (indignación remunerada en cada artículo publicado) por el escándalo tal o la desavenencia cual, parecen más la rabieta de un niño por su merienda. Y no me hagan dar nombres, por favor.

Una de las entrevistas más jugosas de don Ramón para los estudiosos de la literatura es la que Juan Rodríguez, de la Universidad Autónoma de Barcelona, dio a conocer en un artículo llamado «Valle-Inclán en 1925: una entrevista olvidada». En él comenta las respuestas entre provocadoras y visionarias de un Valle-Inclán en estado de gracia. Dicha entrevista se publicó en la revista Destino, y su mera aparición es un misterio: fue entrevistado por la publicación en 1925, pero por alguna razón el diálogo que mantuvo con el periodista no fue publicado hasta 1940. Quizá porque ese era el sino de Valle-Inclán, que sus palabras llegasen siempre en diferido. Luces de bohemia se presentó al público lector en 1920, pero no se estrenaría sobre las tablas hasta 1970, porque las verdades de Valle duelen tanto que el español tarda al menos cincuenta años en digerirlas. Por ello tengo la teoría de que ahora es el momento de leer sus entrevistas. Si uno sabe interpretarlas, nos dicen más de nuestra realidad que tantas declaraciones insípidas que pueblan lo cotidiano. En esa entrevista de Destino que tardó quince años en ver la luz, y de la que no sabemos con qué periodista conversa (algo muy común en la época, por otra parte), es preguntado por el estado de la novela: «¿Qué opina usted de la situación de la novela?». La respuesta de Valle es sublime: «Qué está empezando».

De modo que lo siento mucho por esos catedráticos que llevan décadas anunciando en conferencias bien pagadas el final de la novela. Si Valle-Inclán afirma a principios del siglo XX que no ha hecho más que empezar, yo le creo. 

El funeral de Valle debió ser una fiesta del esperpento, como si todas las grandes obras de teatro que el gallego nos ha dado se hubiesen apoderado del alma de sus asistentes. Llovía a cántaros en Boisaca (¿cómo puede hacerse un funeral grandioso sin lluvia?), así que en el cementerio los cipreses dejaron espacio a un campo de paraguas negros. Si se diera crédito a todas las leyendas que sobre ese entierro circulan, contaríamos que en el sepelio un anarquista se abalanzó sobre el ataúd para arrancar el crucifijo con el que estaba culminado, convencido de que a Valle no le hubiera gustado que la cruz católica vigilase sus postrimerías. Se llamaba Modesto Pasín, y no me digan que el nombre no parece tomado de una de las novelas de Valle. Apurando más la historia, se dice que el anarquista sacrílego resbaló y cayó a la sepultura, rompiendo incluso la tapa del ataúd. Gómez de la Serna, que le admiraba más allá de todo límite, contó en la biografía que dedicó al genio gallego que su féretro fue realmente modesto, de solamente veinte pesetas. ¿Adivinan cuáles? También afirmó Gómez de la Serna que sintió pena por el anarquista que visitó la fosa de Valle, pues murió fusilado unos meses después. Fue una de las primeras víctimas de la guerra civil. Y es que Valle-Inclán eligió para morir el año más oscuro de nuestra historia. Nos dejó el 5 de enero de 1936.

Como Valle-Inclán era un escritor borracho de símbolos, fue enterrado el 6 de enero, día de Reyes Magos. Martín Olmos, un periodista que ha escrito artículos muy buenos sobre él, afirma que para su entierro Valle-Inclán pidió que en su funeral no hubiera «ni cura discreto, ni fraile humilde, ni jesuita sabiondo». Así se hizo, y la cuestión anticlerical se llevó tan lejos que ni siquiera se solicitó permiso eclesiástico para enterrarle. Como el ingenio español no tiene límite, especialmente cuando nos movemos en lo esperpéntico, para resolver el problema de enterrar al escritor sin permiso de la Iglesia a un iluminado llamado Víctor el Alemán se le ocurrió la treta de enterrar junto a Valle a un perro muerto, de manera que si las autoridades les preguntaban qué iban a hacer en el cementerio podrían contestar que a enterrar el perro, para lo que no se necesita permiso alguno. Siempre me he preguntado cómo justificarían entonces el cadáver que llevaban junto al perro, pero las leyendas están para eso, para contarnos cómo somos y cómo podemos llegar a ser sin que uno pretenda saber si algo sucedió de veras. 

En una carta de Valle-Inclán a Pérez de Ayala del 4 de febrero de 1933, desliza unos versos en los que la leyenda dice que contestaba la impertinencia de un periodista que un día le preguntó si sentía cerca la muerte. Contestó con un poema que incandescía de esa belleza rota que le era tan propia, retorcida y brillante a un tiempo: 

Para ti mi cadáver, reportero
mis anécdotas todas para ti.
Le sacas a mi entierro más dinero
que en mi vida mortal yo nunca vi.

Con todo lo dicho, parece claro que España y su prensa le debe mucho a Valle-Inclán, de modo que va siendo hora de hacer justicia y devolver al difunto todo lo que se le negó en vida. Entre otras cosas el uso del brazo, y ese sustituto ortopédico que nunca llegó a materializarse porque no se reunió suficiente dinero.

martes, 29 de septiembre de 2020

¿Copas o remos?

Leo que los bares de copas están a punto de morir, que la peste les va a dar la puntilla, que muy pocos tiran ya del tugurio como fórmula de evasión... y qué queréis que os diga, me entristece la noticia. Que nos quieren convertir en europeos a marchas forzadas, es, desde hace tiempo, algo evidente. Lo sano triunfa, el brócoli le ha ganado la partida al burbon de media noche. El madrugón para hacer pilates, o cualquier mierda de ese jaez, se impone al trasiego decadente de la vida nocturna, como si una vida con los músculos a tope y el intestino irrigado fuera el colmo de la felicidad. Nos bombardean en los medios con programas que ensalzan la eterna juventud saludable, como si esto fuera posible. Nada tienen que decir Cioran, ni la bohemia, ni siquiera los epicúreos. El cuerpo es un templo que hay que respetar como si su cuidado extremo nos fuera a convertir en criaturas imperecederas. Creo que los sacerdotes de esta nueva religión de la salud no han tenido en cuenta un dato importante: somos mortales. Se olvidan del memento mori de César cuando nos conminan a despiojarnos y a purgar los venenos etílicos que corren por nuestras venas. No bebáis, no fuméis, no abuséis del azúcar, ni del opio, ni de la marihuana. Someted vuestras vidas a un régimen constante, al imperio de una nueva inquisición de la salud. 

En el artículo donde auguraban la próxima desaparición de los bares de copas, se congratulaban de ello. Son antros donde la virginidad de los seminaristas de la salud podía verse acechada y, por tanto, había que alegrarse por la depuración de nuestros hábitos. Yo lo tengo claro, sustituir unas mancuernas por una noche en la barra de un bar es como preferir ser galeote a pasajero de un crucero. En cuanto el temporal amaine, buscaré los últimos antros. No me veo sometido al imperio del remo y el rebenque.

domingo, 27 de septiembre de 2020

"Profesores: una epopeya post" por Santiago García Tirado

Profesores. Maestros. Docentes: entre la luz y la santidad, la pesadilla y el Averno. Amados, desacreditados, idealizados, seguidos, desairados, valorados, ninguneados, alabados, prohibidos, vindicados. Figuras ineludibles —para bien o para mal— con un espacio importante en toda biografía. Pasan por nuestra vida, pero nunca lo hacen gratuitamente. Su perfil ha sido objeto de una revisión a la baja en los últimos años y su función, siempre en entredicho, ha ido encogiéndose con las diferentes reformas educativas hasta llegar a niveles que lo condenan a la irrelevancia. Inopinadamente, un virus llega y actúa como un revulsivo en esta situación. Hoy volvemos a preguntarnos si no había demasiada prisa por arrinconar a los docentes, si no se había proclamado demasiado a la ligera que el futuro de la escuela estaba en las nuevas tecnologías. Este artículo quiere revisar la figura de los docentes y su manera de estar en el mundo, contar historias y anécdotas, invocar presencias y traer a la memoria lo que algunos dijeron sobre aquellas mujeres y hombres que lo significaron todo en sus años de escuela. Algunos empujan para encerrarlos en el trastero de la historia, y nosotros nos empeñamos en entregarles el futuro. 

Este artículo es una epopeya post.

Algunos nombres buenos

No son muchos. El nombre de la inmensa mayoría flota apenas en el recuerdo de quienes fueron alumnos y, al poco tiempo, la vida, los oficios, otros nombres más imperiosos, o más torvos, o prometedores, o trágicos, los arrancan de allí y los mandan al sumidero de la memoria. Solo unos pocos de esos nombres han quedado consignados en las páginas de un libro y así se han salvado del olvido y han llegado hasta nosotros. Hay muchos más, pero aquí va una lista con algunos de esos nombres buenos.

Louis Germain, por ejemplo. No tiene entrada en Wikipedia. No existe bibliografía interesante sobre su persona. Es un profesor anodino de una escuela pública en la Argelia francesa. Un día de 1923 recibe como alumno a un niño anodino llamado Camus, Albert. Lo trata en clase y no tarda en sentir inclinación por él, así que comienza a darle clases gratuitas. Después, y contra la opinión de la familia Camus, que quería que el chico entrase a trabajar lo antes posible, lo propuso para una beca. En 1957, mucho tiempo después de la escuela, Albert Camus le escribe una carta. Lo acaban de llamar de la Academia sueca, y le sobran motivos para dirigirse a su viejo profesor: 

Cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, la mano afectuosa que tendió al pobre niñito que era yo, sin su enseñanza y ejemplo, no hubiese sucedido nada de esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y le puedo asegurar que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso continúan siempre vivos en uno de sus pequeños discípulos, que, a pesar de los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido. Le mando un abrazo de todo corazón.

Tiene solo cuarenta y cuatro años pero en Francia es ya una figura rutilante. Nada menos que Sartre ha sido su principal adversario en algunas polémicas. Es también un hombre de mundo: se le conocen varios romances, y ha estado casado con distintas mujeres, la española María Casares entre ellos. La noticia del Nobel debería terminar de arrojarlo en esa borrachera que es la fama y hacerlo perder pie con la realidad, pero no es eso lo que ocurre. Tuvo un maestro que vio en su minúscula figurita de diez años un destello, una promesa. Fue también él quien le regaló la primera experiencia de lo sublime, cuando le leía en clase una novela de Roland Dorgelès sobre las trincheras de la Gran Guerra. Se titulaba Las cruces de madera. El Nobel devuelve a Camus a su escenario primordial, y allí encuentra a quienes le suministraron su capital primero: su madre, una mujer prácticamente sorda y muy limitada, que le dio la vida y lo crio, y Germain, el oscuro profesor de una escuela argelina que le dio la literatura. Pero la respuesta de Germain no es menos valiosa: 

Mi pequeño Albert: el pedagogo que quiere desempeñar concienzudamente su oficio no descuida ninguna ocasión para conocer a sus alumnos, sus hijos, y estas se presentan constantemente. Una respuesta, un gesto, una mirada son ampliamente reveladores. Creo conocer bien al simpático hombrecito que eras y el niño, muy a menudo, contiene en germen al hombre que llegará a ser. El placer de estar en clase resplandecía en toda tu persona. Tu cara expresaba optimismo. […] Es para mí una satisfacción muy grande comprobar que tu celebridad (es la pura verdad) no se te ha subido a la cabeza. Sigues siendo Camus: bravo.

Porque un profesor es, por encima de todo, la persona que escucha, la que de esa manera ilumina en sus alumnos espacios que ni siquiera ellos mismos conocían. Germain supo que ese niño de diez años se merecía lo mejor de su atención, y se la dio. Tal vez fuera la primera persona en saber que el hombrecito de la clase en una escuela argelina tendría un lugar importante en la literatura del mundo. Y eso fue suficiente.
El taller de Etienne. Albert Camus (siete años). En primer plano, en el centro, con blusa negra, junto a su familia.

Claudio Magris también recuerda a los suyos, aunque sin nombre, porque fueron varios los que le dejaron su marca. A ellos agradece el bagaje que le entregaron y que no es, como se creería a bote pronto, un cerebro lleno de datos. Lo que Claudio Magris agradece a sus profesores es mucho más grande: 

He tenido maestros y a ellos les debo ese poco de libertad interior que poseo y que ellos me dieron tratándome de igual a igual. 

Porque un profesor es casi siempre la primera persona que lleva a una alumna, a un alumno, a comprender que para el pensamiento no existen los límites. De las doctrinas y los prejuicios demasiado a menudo se encargan las familias. Del territorio prohibido, el entorno social, la cultura. La escuela, por su parte, enseña la audacia y mantiene atado el miedo. Así el alumno aprende que el pensamiento vibra mejor cuando no hay obstáculo entre él y la verdad. 

A Jean Hyppolite le dedica Michel Foucault su lección inaugural en el Collège de France. Foucault, él mismo ya un filósofo respetado, reconoce a Hyppolite como su maestro. Fallecido dos años antes del nombramiento de Foucault, es señalado como aquel que abrió en el pensamiento brechas por las que el propio Foucault ahora discurre: 

Es hacia él, hacia su falta —en la que experimento a la vez su ausencia y mi propia carencia— hacia donde se cruzan las cuestiones que me planteo actualmente. 

Porque una profesora, un profesor, abren caminos. Sin ellos, la inteligencia de un alumno —energía pura— estallaría aquí y allá como estallan los fuegos artificiales, sin más objetivo que un poco de sorpresa y entretenimiento. Sin un proyecto, el alumno caminaría a la deriva durante años en busca de no se sabe qué. Porque otros abren caminos, el alumno descubre nuevas realidades, ensancha el mundo. La labor que empezó en una clase ahora debe llevarla por sí mismo más lejos. Es su momento de emancipación.

La versión tierna —o fuerte— del profesor que ejerce con dedicación su trabajo es recurrente en el cine. Nos sirve de modelo la película de David Trueba Vivir es fácil con los ojos cerrados. En ella se recrea la aventura real de Juan Carrión Gañán, un profesor de Inglés que, en 1966, se lanzó a la carretera con su viejo coche para llegar a tiempo de conocer a John Lennon aprovechando un rodaje suyo en el desierto de Almería. En la película aparece como Antonio San Román, un gris profesor de un pueblo de Albacete. 

Los primeros compases de la película sugieren un estado de cosas un tanto salvaje en el ámbito de la educación española. Se suceden las escenas violentas: el bofetón de un cura a un niño, del padre al chico que escapará de casa, de la gobernanta a una chica en un internado. Son imágenes que evidencian la tensión de un mundo docente edificado sobre el principio de la violencia. No de la autoridad, sino del orden salvaje que se sostiene en la idea supuesta de una violencia legítima. Son los años sesenta, y el protagonista, a quien interpreta Javier Cámara, dedica sin embargo sus clases de Inglés a las canciones de los Beatles. Pero no a aprenderlas de memoria, ni como método de enganchar a los alumnos a una asignatura que podría parecer seca. Lo que Antonio San Román-Juan Carrión les pide a sus alumnos en primer lugar es que entiendan el texto; enseguida los lleva más allá. Se trata de desentrañar el sentido de ese grito de auxilio —Help!— que repite la canción. Solo un profesor puede empujar a sus alumnos en ese salto que lleva desde lo superficial a la intención oculta de un texto o un poema. De una simple canción pop. Es puro factor humano. En el aula. 

Casi al terminar la película es el protagonista el que lanza su propio mensaje de auxilio: «Los profesores, de tanto tratar con niños, acabamos por no entender el mundo de los adultos». Porque un profesor no es un expendedor de verdades, sino alguien que también se encuentra en su propia pesquisa. Alguien que no deja de aprender. Juan Carrión Gañán murió el año 2017, a la edad de noventa y tres años. En sus clases utilizaba recursos multimedia como el cine, los vinilos, o las noticias de la BBC cuando todavía no eran esa marca cotizada —las TIC— y a nadie se le pasaba por la cabeza la idea de que pudieran sustituir a la figura del profesor.

En la ficción, la imagen del docente ha experimentado codificaciones diversas, pero podemos reducirlas básicamente a tres: por un lado, la profesora o el profesor que ejercen su papel con entrega, siempre remando contra la incomprensión, incluso con rasgos de heroísmo —lo que casi siempre les supone un perjuicio o alguna forma final de inmolación—; por otro lado está el brutalista, el docente lerdo y/o falto de empatía, esclavo del academicismo, de la normatividad, y a la vez con gruesos problemas con la estética —este siempre es merecedor de un atentado justiciero, aunque sea meramente simbólico—; el tercer caso, el menos habitual, es el de los protagonistas que viven problemáticamente su papel, no siempre cómodos con lo que hacen. De todos ellos tenemos ejemplos relevantes.

La novela Stoner, de John Williams, es un buen modelo de lo que significa un docente honesto. Mucho menos circense que el señor Keating de El club de los poetas muertos, Stoner es un profesor entregado y metódico, un picapedrero de las aulas que en ningún momento da señales de excepcionalidad. Una personalidad gris, diríamos, y pese a ello o precisamente por ello, capaz de dejar una huella imborrable en sus alumnos. Si bien no ha experimentado fricciones notables a lo largo de los años con sus colegas de trabajo, sí ha visto cómo su vida se consumía por las exigencias de su cotidianidad docente. Ni alcanza fama, ni pasa a los anales de ninguna historia. Su entrega ha sido lo más parecido a una autoinmolación extendida en el tiempo. Y quienes aprovechan ese sacrificio son sus alumnos. 

La atracción intelectual que emana del docente es el tema de Confusión de sentimientos, de Stefan Zweig. En este caso el profesor es un ser enigmático, de una vejez abrasiva y hasta se diría que injusta que, cada vez que encara los temas de la literatura que lo fascinan, se transfigura en un ser nuevo y pletórico. La relación del protagonista con el profesor atravesará diferentes fases, todas ellas extrañas, difíciles de explicar, porque a ello se añade que el profesor se reserva un mundo aparte del que nadie sabe nada, por el que sucesivamente desaparece sin dar explicaciones. Pese a lo que esa relación —y la que vive después con la joven esposa del profesor— tiene de sacudida para el protagonista, al final de la obra se sublima como el recuerdo más valioso. En su jubilación el protagonista invoca el nombre de su profesor, ese nombre «del que emana todo impulso creador, el nombre del hombre que decidió mi destino y que ahora con redoblada fuerza me obliga a evocar mi juventud». Cuando al final del relato se dispone a cerrar el círculo, todavía añade: «Ni a mi padre, ni mi madre antes que él, ni a mi esposa e hijos después de él. A nadie he amado tanto».

Más que un personaje, el don Gregorio de La lengua de las mariposas es un arquetipo, y lo es en diversos aspectos. Manuel Rivas lo dibuja como un hombre notoriamente feo pero de un interior bellísimo, un hombre que encuentra la felicidad enseñando, que se emplea a fondo para que sus clases cuenten con los mejores medios y resulten todo lo atractivas de que sea capaz. Es, evidentemente, un arquetipo, el de los maestros de la República, ese grupo de hombres y mujeres que se constituyeron como un auténtico baluarte de los principios sobre los que se asentaba el nuevo orden político. En el relato están, sin ser mencionadas, las Misiones Pedagógicas, la innovación educativa que se extiende bajo el ministerio de Marcelino Domingo, la confianza en que de la escuela republicana saldrá una sociedad mejor, más culta, sin distinción de clases, más humana, más justa.

A Manuel Rivas le basta aludir a «los de la Instrucción Pública» para señalar que, allá fuera, el mundo está viendo el nacimiento de una nueva forma de entender la educación. Enseguida el relato vuelve su foco al pueblo y a sus niños, a lo tangible, y lo que encontramos ahí es un maestro fascinado que logra fascinar a sus alumnos. Les habla de la lengua de las mariposas, como en otros momentos de Machado, de los elefantes de Aníbal, o de «la hierba, la oveja, la lana, el frío». A través del maestro, el mundo entero toma cuerpo en la pequeña aula de un pueblo gallego. El niño protagonista, Moncho, le suministra insectos para sus explicaciones, y no tarda en convertirse en su ayudante cada vez que el maestro marcha al monte. En cuanto a su trato exquisito, a diferencia de los maestros que vendrán después y de los que hemos hablado al hilo de Juan Carrión, un detalle: cuando se enfada porque en la clase hay cierto barullo, el maestro opta por guardar silencio. Sencillamente, su sentido de lo humano le impide otra forma de autoritarismo. Y sin embargo es un silencio correctivo, que a los chicos les duele, «como si nos dejara abandonados en un extraño país».

Solo una sombra: alguien ha dicho en el pueblo que el maestro es ateo. La sombra se vuelve gigantesca al final del relato, cuando las tropas franquistas entran en el pueblo, y todo sospechoso de haber flirteado con las ideas de democracia e igualdad debe ser eliminado. Los padres de Moncho, que tienen miedo a parecer tibios ante los militares fascistas, fingen una indignación desaforada contra los que van en un camión camino de ser represaliados, entre los que va el maestro. Al niño lo obligan a participar en el griterío. El furor lo aturde, se agacha a coger una piedra del camino para lanzarla contra el camión, pero el único improperio que es capaz de articular es una serie de nombres que le ha regalado su maestro: «Sapo, tilonorrinco, iris». Es todo el legado que deja un docente: palabras. Ni adoctrinamiento, ni influjos extraños. Palabras. Y en ellas, el mundo.
La lengua de las mariposas. 

La tradición literaria es mucho más abundante en el ámbito de los modelos repulsivos. El epígrafe engloba a ese tipo de docentes que, como dice Peter Handke, son el peor recuerdo de sus años de estudios por «la falta de interés que mostraban por la materia. (…) Nunca más he vuelto a encontrarme con hombres menos poseídos por lo que llevaban entre manos». Este cliché es repetido hasta la saciedad por el cine y, de rebote, es el modelo que impregna el imaginario colectivo. Es el tipo de docente violento y estúpido con el que trata el estudiante Törless en la novela de Musil, el mismo que aparece en el instituto Benjamenta del Jakob von Gunten, de Robert Walser, y que queda tan bien retratado en la película El Ángel azul, de Josef von Sternberg. En esta última, el profesor Unrat —El profesor Unrat o el fin de un tirano es el título de la novela de Heinrich Mann en la que se basa la película— es un personaje autoritario y obsesivo del academicismo ramplón. Bajo su aspecto de hombre culto y distinguido, lo único que existe es un niño crecido que nunca supo encontrar su sitio en el mundo real. La traición que le obsequia su mujer —nada menos que Marlene Dietrich en el primer papel estelar de su carrera— es la pena merecida, su particular infierno condensado en los minutos finales de la película. 

La sentencia contra este tipo de docentes solo podía alcanzar su grado más refinado de la mano de un juez implacable y cáustico como Thomas Bernhard. El austríaco, que tiene un merecido puesto entre los pesimistas radicales de la literatura, por boca de uno de sus personajes define a los docentes como «los obstaculizadores de la vida y de la existencia». Según él, son esa clase de personas que «en lugar de enseñar a los jóvenes la vida, de descifrarles la vida, de hacer de la vida para ellos una riqueza realmente inagotable por su propia naturaleza, la matan en ellos». Es un juicio severo, que quizá fuera acertado en el caso de los profesores que le tocaron durante su infancia en Salzburgo, pero que de ninguna manera se puede hacer extensivo a una mayoría de docentes. Que han existido profesores de este partido en todos los tiempos es algo indiscutible, pero querer reformar la función docente en pleno para prevenir este peligro es una falacia. Una buena medida de profilaxis sería mantener las lecturas de Thomas Bernhard lejos de los técnicos que diseñan las reformas educativas en este país. Sospecho que muchos de ellos pisaron un aula por última vez hace siglos, pero leen a gente como Bernhard y toman sus libros como la noticia del día.

En un tercer grupo se engloban los docentes que podíamos definir como en una relación complicada. Son aquellos que problematizan su posición, los que viven al margen de la dialéctica entre héroes y villanos porque su lucha es otra. Las obras de J. M. Coetzee (Desgracia, Los días de Jesús en la escuela, La muerte de Jesús) aportan ejemplos de figuras matizadas, con un relieve que permite conocer no menos sus defectos que sus fortalezas. 

En Desgracia, el protagonista, David Lurie, es profesor universitario en la Universidad Técnica de Ciudad del Cabo, y, si alguna vez lo tuvo, hace tiempo que ha perdido cualquier interés en su materia. Ejerce por pura inercia, incapaz de provocar emoción por la literatura inglesa, que es su especialidad. Eso sí, aprovecha su posición para intimar con una de sus alumnas, Melanie Isaacs. La fuerza en varias ocasiones, hasta que ella desiste de volver a sus clases y el novio de la chica se encara con él. La historia avanza tortuosa y jalonada por reacciones inesperadas de los personajes, a la vez que va derivando en nuevas subtramas como una máquina endemoniada de la que nunca se ve un final. Para el tema que nos ocupa, es interesante observar la manera en que la administración universitaria juzga su caso, cómo le ofrecen una salida airosa a poco que firme un documento de reconocimiento. El problema se halla en las diferentes capas de verdad con las que unos y otros intentan pasar página sin entrar en conflicto con la corrección política. La reacción final del profesor, que se niega a pedir ningún tipo de disculpa, pone de relieve un panorama moral que no resulta nada tranquilizador. En ese panorama turbio tiene mucho que decir la presencia ambigua de la universidad, que nunca se posiciona de manera nítida de parte de la verdad. 

Una variante de esa fórmula permite a Coetzee novelar en torno al ámbito de la enseñanza y las nuevas tendencias pedagógicas en Los días de Jesús en la escuela y, más tarde, en La muerte de Jesús. Ocurre que en estas novelas el tiempo y el lugar son esa confluencia extraña que arranca de La infancia de Jesús, y que dotan al relato del trazo de lo arquetípico. Se trata de otro mundo-cualquier mundo, un lugar en el que se habla español y donde se está creando un sistema social nuevo que poco tiene que ver con los referentes actuales. Y es bueno que así sea, toda vez que el mundo nuevo es un más allá del Leteo, donde la memoria se pierde y la ciudadanía comienza desde cero a inventar una sociedad sin deudas ni presupuestos. Allí es donde el niño David, que pierde el contacto con su madre en la llegada caótica en barco, es cuidado por una pareja de conocidos, Simón e Inés. Como en el caso del Jesús evangélico, ni los padres son lo que podríamos llamar una pareja, ni él tiene relación de sangre con ninguno de ellos. Esta familia a su manera dedicará todos sus esfuerzos a David, que es quien necesita crecer y formarse como nuevo ciudadano del mundo. 

En Los días de Jesús en la escuela sus padres-tutores deciden llevarlo a una academia de música. Antes de eso, David ha vivido una experiencia en la escuela pública nada favorecedora: los profesores de allí no supieron comprender la personalidad compleja de David, y se limitaron a exigir ante los padres una actitud firme con el niño. Como el Jesús bíblico ante los sabios del templo, el niño demostraba una inteligencia natural fuera de lo común, pero los profesores le pedían que se mimetizara con el resto de los alumnos. 

Valoradas todas las posibilidades que les brinda la ciudad donde viven, se deciden por la academia de música, que es la que ofrece un plan de estudios con unas intenciones marcadamente humanas. Según estas, la música y la danza permiten al alumno conectar con su mundo, aprender los números y, a partir de ahí, el resto de materias. Simón, que ejerce de padre, discute a menudo con la profesora, la enigmática y muy sugerente Ana Magdalena, y con su marido, Juan Sebastián Arroyo, que lleva el peso intelectual del método, pero no parecen llegar nunca a ninguna parte. El día que los niños presentan ante las familias una muestra del arte que han desarrollado la gente aplaude, pero Simón entiende que no hay nada allí, que cuanto están trabajando los alumnos es el puro vacío. 

Todo se precipita cuando en la escuela se produce un crimen pasional, y la enigmática Ana Magdalena aparece estrangulada. Qué va a ocurrir con el niño. Cuál será su nueva escuela. En qué medida la educación está favoreciendo un desarrollo adecuado de su dimensión ética. Todo es borroso y todo queda sin respuesta porque Coetzee es un autor que problematiza. No consuela, no calma. No tiene un catecismo que vender. Y entre las tendencias de la educación actual que se presentan como respuestas definitivas lo que sobran son catecismos. Un ejemplo: en La muerte de Jesús aparece otro centro educativo, adonde el niño quiere ir. Se trata de un orfanato llamado Las Manos que tiene su propia oferta pedagógica. Simón, el padre, describe al director, un tal Julio Fabricante, pero parece estar hablando de algún experto actual en competencias básicas: «Es un adalid de la educación práctica, enemigo de los conocimientos librescos, que desprecia sin tapujos». En otro momento se pregunta: «¿Aceptará David que lo formen para una vida carente de aventuras, una vida de fontanero?». La pregunta que sigue va directa al docente del siglo XXI, y tiene que ver con cierta forma de épica: ¿qué hará una profesora, un profesor a quienes se les pide que solo se dediquen con sus alumnos a cuestiones prácticas? ¿Encerrarán bajo llave los contenidos que permitían a sus alumnos preguntarse por el mundo, o abrir las puertas de la imaginación, o bien estremecerse leyendo un poema, un fragmento de un libro tan poco práctico como El Quijote? El niño David lee un fragmento delante de sus amigos mientras se encuentra en el hospital: «Si sois realmente don Quijote, ¡ponednos en libertad! ¡Haced que nuestras cadenas se rompan! ¡Que los muros de esta prisión se desmoronen!» La épica del docente está toda resumida allí, en la figura igualmente malentendida y maltratada de don Quijote.

Idealizados, vilipendiados, execrables o santos, los docentes ocupan una parte importante del imaginario que acompañará a sus alumnos a lo largo de su vida. Les proporcionan durante unos años experiencias que difícilmente van a olvidar, y que se sumarán a los contenidos que estudien y los trabajos que realicen en el aula. De esa suma se compone el bagaje que les habrán dado los años de su formación. La profesora, el profesor que busquen satisfacer necesidades propias tienen un amplio catálogo de posibilidades, que van desde el narcisismo de quien se extasía escuchándose hasta quienes se convierten de hecho en padres y madres protectores de sus alumnos. Los otros, los que problematizan su trabajo y entienden que su fin es la formación —el trabajo de instruir y el trabajo de educar— de sus alumnos son los que experimentan la magia del acto de enseñar. «El amor vendrá luego, y ahí no está tu recompensa», que dice Deligny en Semilla de crápula. La enseñanza no es una simple siembra de cariño, casi siempre mal entendido como emotividad hueca. El trabajo del docente es otro, aunque nace y termina en el amor. 

Tienes que saber lo que quieres. Si es hacerte querer por ellos, llévales caramelos. Pero el día que te presentes con las manos vacías, dirán que eres un cerdo. Si quieres hacer tu trabajo, tráeles una cuerda de la que tirar, leña que partir, sacos que cargar. 

Fernand Deligny se dedicó toda la vida a eso que Jordi Planella codifica como «las nuevas infancias». Antes de la guerra ya había trabajado con pacientes de hospitales psiquiátricos y con niños en diferentes grados de abandono familiar o ya habituados a un entorno de delincuencia. En la última fase de su vida docente, desde los setenta hasta su muerte en 1996, se volcó en acompañar y entender a niños autistas. Restringió el lenguaje, que le provocaba sospechas en cuanto transmisor de un modelo de mundo, y porque creyó encontrar una relación entre el mutismo de los autistas y la necesidad de autoprotegerse. En varias casas de los bosques de Cévennes convivió con ellos y se dedicó a dibujar mapas siguiendo la aparente línea caótica de sus alumnos por los bosques. De allí salió Ce gamin, là (Ese chico, ahí) el documental que grabó con Renaud Victor sobre sus experiencias de esos años. 

Si hay que leer a Fernand Deligny conviene empezar por Semilla de crápula, un libro de pedagogía a su manera, de poesía, de aforismos o de memoria, según se quiera ver, con todos los ingredientes para provocar el desconcierto y la fascinación por igual. Escrito en 1943, en Semilla de crápula Deligny plasma ideas dispersas en torno a la educación de esos muchachos que a sus pocos años de vida ya tienen un pie en la delincuencia o en algún otro modo de autodestrucción. A menudo los textos parecen reflexiones al final de un día duro, a veces son pura poesía, otras ironizan sobre quienes alardean de vender soluciones educativas y, al fondo, siempre una visión indignada de un mundo que se niega a arropar a esos niños crecidos a la intemperie. 

Comienza con la metáfora del sembrador, de aire bíblico. Presupone que el trigo es el trigo y y que en esa parte del terreno todo irá bien, pero anuncia que su atención va a estar en lo anómalo, lo enfermo, el peligro. Y al trigo mismo no le faltan amenazas: tizón, cizaña, cardo, amapolas. En su parábola los vecinos vienen y se burlan de que le dedique a ellos su cuidado en vez de hacerlo con el trigo, y el diálogo se desarrolla así: 

«He aquí el tizón, la cizaña, la amapola y el cardo que infectan nuestros campos, cuidados como a nadie se le ocurriría cuidar el trigo».

Si te gusta hacer reír a tu costa, responde, los ojos en el cielo y las manos abiertas: «Sí: y creo que la cosecha será hermosa».

El texto con el que se abre el libro es todo un compendio de buena pedagogía y debería ser el leit motiv de todo docente:

La cosecha, si hay cosecha, será para luego, para más tarde o para nunca. Con la diferencia de que la semilla de crápula es exactamente igual a la semilla de hombre. 

Algunos de sus textos son un soplo de aire para profesores fatigados:

Mientras haces esto, no serás tan fuerte como el buen Dios, pero habrás hecho cuanto estaba en tu mano.

En otros, su denuncia social se muestra amarga:

Su padre ya ha pasado ocho años en la cárcel; su madre, dos años en el hospital; y él todavía quisiera, este pequeño exigente, que la Sociedad se ocupara de él.

Contra el buenismo inútil, las nuevas pedagogías y otros remedios científicos se guarda un buen puñado de argumentos:

Volcarse demasiado sobre ellos es la mejor posición para recibir una patada en el culo.

Si mezclas estética y moral pura, eres un peligroso egoísta y no haces tu trabajo.

Muchos de los textos son consejos. No pedagogía, consejos:

En los barullos más grandes, tú eres la calma sonriendo. En las grandes calmas, tú eres el viento.

Por encima de teorías, de definiciones, de títulos, de organismos, Fernand Deligny sabe cómo reconocer a quienes tienen y a quienes no tienen madera de enseñantes:

No les enseñes a serrar si no sabes sostener una sierra; no les enseñes a cantar si cantar te aburre; no te encargues de enseñarlos a vivir si no amas la vida.

¿Para qué profesores?

Llego a Günter Anders a través de Jorge Larrosa, quien además de escribir sobre el hecho educativo acumula una biografía lectora de lo más bizarro. Lo que leo en el libro es una cita, solo el final de un poema de Anders, un poema que habla de un mundo en perpetuo cambio y en el que es preciso mantenerse alerta.

…Tenemos que interpretar esa transformación.

Precisamente para transformarla. 

Para que el mundo no siga cambiando sin nosotros.

Y no se transforme al final en un mundo sin nosotros.

Es un texto apremiante. La urgencia la marca la perífrasis de obligatoriedad («Tenemos que»), y la condiciona el devenir del tiempo, que no deja de fluir mientras todo lo cambia. Pero el apremio no es al individuo, sino al grupo, a la masa que cantó César Vallejo, al pueblo, que debe ser el sujeto de la historia («nosotros»). Estamos, pues, ante el logos marxista, la revolución en ciernes. Por eso el optimismo, la confianza en que la historia se puede decidir, «transformarla». Sin embargo, leo el poema y no puedo dejar de ver, a través de Larrosa y a través de Günter Anders, que el poema está describiendo un aula. Dentro del aula unos alumnos y un docente dan clase. Aprenden, pero no hacen un ejercicio de inmaterialidad pura. Tienen un ojo en lo que hay afuera, porque saben que ahí está su destino, pero de alguna manera saben también que el tiempo detenido que es el tiempo escolar es imprescindible para entender lo que está sucediendo en el mundo del tiempo alocado. El aula así entendida no es el lugar de la repetición ni el templo donde se venera el pasado, sino un lugar marcadamente activo, presente, vivo.

No sé si puede haber una definición más feliz de lo que es el cometido de la enseñanza: el docente, ese miembro de la sociedad que nunca debe renunciar a su faceta de pensador, interpreta junto con su grupo de estudiantes qué es el mundo y hacia dónde apunta su evolución en el momento actual. Los alumnos durante unos años viven a resguardo de esa intemperie, separados del mundo para poder así formarse adecuadamente antes de asumir un día su papel como ciudadanos. En apariencia, el día a día se vuelve un latido pesado que no parece evolucionar, pero los años pasan. Un día entienden por fin que todo lo que estudiaban y aprendían entre aquellas paredes les ha dado los medios para interpretar el mundo. Ahora pueden asumir una posición activa, si es que quieren detener la diabólica rueda. En vez de decir «prepárate para la vida; el mundo es un lugar difícil» el profesor les habrá dicho en todo ese tiempo: «Que el mundo no siga cambiando sin nosotros, para que no sea como siempre un mundo sin nosotros». 

Günter Anders fue el primer marido de Hannah Arendt. Aparece aquí una conexión reveladora, porque Hannah vivió uno de esas transformaciones dramáticas de las que habla el poema, esas que la historia se reserva para azotar con saña a determinadas generaciones. Ella también tuvo que explicar —y explicarse— un mundo que, de aparentemente bien encarrilado hacia el progreso, había evolucionado a una pesadilla de dimensiones cósmicas. Según ella, los totalitarismos europeos aparecieron en un momento preciso: eran los años en que el mundo se hundía en una crisis económica sin precedentes y en todas partes se buscaban con impaciencia respuestas innovadoras. Esas respuestas fueron el nazismo-fascismo y el comunismo soviético: ambos formularon planteamientos y buscaron modos organizativos que los definían como pura vanguardia política. Ambas tendencias se propusieron gobernar el cambio y para ello exigían —cada una a su manera— que el nosotros se disolviera en un ente abstracto identificado con la patria. Dicho de otra forma, ahora que el mundo se disponía a vivir el mayor cambio de la historia, el individuo debía desaparecer; los que comandarían el rumbo serían otros. 

Pues bien, si los totalitarismos triunfaron, en buena medida se debió al éxito de sistemas educativos formulados precisamente para que el ciudadano asumiera un nuevo papel. En adelante debía ser quien proveyera de energía y mano útil al nuevo estado. A la vez se repudiaba por débil la democracia participativa, demasiado centrada en el individuo, demasiado lenta cuando se trataba de ejecutar cambios sociales a gran velocidad. El sistema heredado de la escuela prusiana —en el caso del nazismo— sentó la base formativa de ese individuo disciplinado y acrítico que debía subordinarse al interés del Reich; en España, como en Italia, la educación ya había modelado de tiempo atrás al ciudadano religioso apabullado por la voz superior que considera la vida terrena como mero paso hacia la otra, espiritual. El caso ruso fue menos sofisticado: inmensas capas de la población seguían habitando un cosmos medieval. En ese esquema ni cabía la idea de una sociedad no sumisa. El mundo en los años treinta acabó sufriendo una transformación, la conocemos bien, y experimentamos sus consecuencias. 

Fue de nuevo una transformación sin nosotros. 

Profesores frente a pantallas

En esa tesitura es donde el papel del profesor muestra su auténtica dimensión. Las nuevas generaciones pueden capitanear el cambio, pero solo sabrán exigir su presencia en el puente de mando si la escuela ha hecho anteriormente su trabajo. Sin embargo, frente a esta idea aparecen antagonistas inopinados. Y muchos de ellos vienen en el convoy de la innovación, las pedagogías avanzadas, el aprender a aprender, los aprendizajes cooperativos, el e-learning, el constructivismo, el bando que se dice alternativo. 

Si existe internet, si el mundo está al alcance de toda persona-cualquier persona, ¿no han quedado obsoletos los docentes? 

El confinamiento ha ofrecido al mundo un banco de pruebas inesperado. Por una vez, y en casi cualquier país al mismo tiempo, el profesor queda lejos del alumno. Los contenidos corren libres en Google Classroom, en Moodle, en Microsoft, y están listos para demostrar que la pedagogía constructivista en alianza con la web 3.0 relega a la irrelevancia la figura del docente. El alumno categorizado como nativo digital será el primero en la historia que podrá ofrecerse a sí mismo una formación sin la molesta sombra pensante del docente. Si necesita datos, los tendrá sin límite. Si necesita idiomas, contenidos científicos, instrucciones para poner en marcha un gadget, todo todo y todo lo tendrá al alcance de la mano. Según esta idea, el profesor sólo debe estar ahí, servir de estímulo al alumno, supervisarlo, pero no puede hacer lo que es misión del propio alumno: construirse su propio aprendizaje. 

Parece maravilloso. Hay docenas de reportajes sobre el particular, el último de ellos se titula La nueva escuela, y relata los aparentemente indiscutibles progresos de este tipo de aprendizaje en Catalunya. La película está en Filmin. Avanzo spoiler: no aparece en el reportaje ninguna técnica que no se haya visto desde hace años en Canarias, en León, en Asturias, en La Rioja. Luego el título engaña, no hay nada de nuevo. La película insiste en mostrar cómo varios grupos de alumnos consiguen aprender por sí solos —según parece—: en uno, las particularidades de la bicicleta y cómo montar un taller; en el otro, a hacer trajes cosplay. A final de curso, el acto de clausura es una fiesta de lo que parece la nueva escuela. Acaba la película y soy un mar de dudas. Tengo tantas ganas de preguntar que no logro saber en qué momento empezar a elaborar una cierta jerarquía entre preguntas. Empiezo al azar, con la primera: ¿era esto lo que los alumnos venían a aprender, cómo montar un taller? La segunda: ¿qué hicieron los profesores en todo ese tiempo? Las elipsis en el cine ahorran material narrativo, pero ¿sirven en esta película para disimular toda la problemática que supone el día a día monótono de un año escolar? Y otra: ¿nadie les dijo a esos alumnos que también podrían aspirar a otros ámbitos —el derecho, la carrera diplomática, la medicina, la ingeniería genética, la danza, la farmacología—? ¿O, dado que eran centros de enseñanza de un pueblo de gente trabajadora, se presuponía que su futuro quedaba ahí, en trabajos de tipo manual, de fontanero, como en la novela de Coetzee?

Por supuesto que a día de hoy cualquier grupo de alumnos es capaz de aprender sin ayuda de nadie. También los torpes en la cocina, los negados para la informática, los que no saben solucionar las pequeñas tragedias cotidianas de un hogar lleno de aparatos pueden encontrar en internet respuestas para todo. Pero ¿quién, sino una profesora, un maestro, puede plantear conceptos como la justicia social o la defensa del medio ambiente? ¿Quién, si no es el docente, hará a esos alumnos reflexionar en torno a la solidaridad, el respeto por las minorías, la defensa de la igualdad de derechos entre hombres y mujeres? En tanto que la enseñanza abre el mundo —la versión del mundo que nuestra sociedad ha forjado, miles de pensadores y guerras y filósofos y revoluciones después—, no se puede esperar que los alumnos por sí solos accedan a cuestiones en las que la humanidad ha progresado a lo largo y ancho de la historia. Decir que un alumno debe decidir y desarrollar sus propios aprendizajes es un planteamiento doloso. Degrada la enseñanza. A los alumnos que escasean en sus casas de eso que Bourdieu llama capital cultural la educación DIY los condena, los ata, los achica. 

Hannah Arendt explicó el trabajo del docente como la transmisión del mundo. La nueva generación entra en la escuela —bendita escuela que los libera durante unos años de la locura que es el mundo y sus servidumbres—. Allí, sin diferencia de clase social ni de sexo, sin discriminación por motivos religiosos o étnicos, todos aprenden por igual lo que la humanidad ha logrado hasta la fecha. La ciencia, la democracia, el juego, la medicina, la música, los derechos sociales. La geografía para que comprendan la dimensión de su pequeño barrio, su pueblo, su familia. La literatura de quienes crearon mundos nuevos o dieron nombre a sentimientos para los que antes no existía nombre. El respeto, la paciencia. El lugar del otro. Todo llega de la mano de alguien —una profesora, un profesor— a quienes mueve una cierta forma de amor.

La educación es el punto en el que decidimos si amamos el mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes, sería inevitable.

Hannah Arendt lo entendió con una simplicidad que desarma: el mundo se renueva con la llegada de una generación a la que trasmitimos el viejo mundo para que en sus manos se actualice. Su llegada salva el mundo, pero en esa salvación la presencia del docente es primordial. Su función es, en ese sentido, política. Y, puesto que su labor contribuye a preservar la sociedad frente a la muerte, el docente debe gozar de la máxima veneración. No en vano es el docente quien canaliza el amor de la sociedad por su mundo. Porque sin amor, no hay traspaso del mundo. Quienes negocian y compran y esquilman el planeta —que coincide a menudo con quienes dictan las normas de la nueva educación— demuestran a diario que lo suyo no es amor por el mundo. 

Pero sigue habiendo docentes. Esta epopeya seguirá actualizándose mientras el amor por el mundo siga fluyendo a través de los docentes. Solo así, y a pesar de los oscuros presagios, el mundo seguirá renovándose generación tras generación. Habrá momentos críticos, y signos de que la humanidad se dirige hacia su autodestrucción, pero mientras siga habiendo profesores la esperanza seguirá intacta. 

En esta epopeya el final está por escribir, pero solo cabe que se dé de esta forma: en el futuro, la escuela consigue por fin interpretar las transformaciones que sufre el mundo, precisamente para transformarlas. Pero el logro no sirve de nada si no se comunica, y la escuela es, por encima de todo, el lugar de la comunicación. Las nuevas generaciones que salen de allí, ahora sí, están preparadas para intervenir en el mundo. Por fin será gobernado por categorías humanas. Comienza un cambio: es el cambio que habremos decidido. Ya nunca más el mundo cambiará sin nosotros. En la escena con la que se cierra este relato hay una escuela. En la puerta, una profesora, un profesor invitan a entrar.

"La otra pandemia" por Antonio Muñoz Molina

A cada momento la política española se va volviendo más tóxica que el virus de la pandemia. Día tras día, desde principios de este septiembre desolador, las noticias sobre el aumento de los contagios y las muertes las hemos visto agravadas por el espectáculo cochambroso de la discordia política, de la ineficacia aliada al sectarismo, de la irresponsabilidad frívola que poco a poco va mutando en negligencia criminal. La política española es tan destructiva como el virus. Contra el virus llegará una vacuna, e irán mejorando los tratamientos paliativos; contra el veneno español de la baja política no parece que haya remedio. Los científicos nos dicen que nuestro país tiene vulnerabilidades mayores que otros. Los epidemiólogos comparan cifras que nos sitúan a la cabeza de Europa en enfermos, en muertos, en sanitarios contagiados. Las instituciones económicas internacionales nos alertan de una recesión más grave que la de ningún otro país de la Unión Europea. Nuestra economía no había caído tanto desde la Guerra Civil. Una generación entera tiene en suspenso su porvenir porque no se sabe si podrán seguir abiertas las escuelas. Pero la clase política española, los partidos, los medios que airean sus peleas y sus bravatas, viven en una especie de burbuja en la que no hay más actitud que la jactancia agresora y el impulso de hacer daño, y el uso de un vocabulario infecto que sirve sobre todo para envenenar aún más la atmósfera colectiva, para eludir responsabilidades y buscar chivos expiatorios, enemigos a los que atribuir las culpas de todos los errores.

Es el virus el que mata, pero mataría muchísimo menos si desde hace muchos años la incompetencia, la corrupción y el clientelismo político no hubieran ido debilitando las administraciones públicas, expulsando de ellas a muchas personas capaces, sumiendo en el desánimo a las que se quedaban, privándolas de los recursos necesarios que acaban dilapidados en privatizaciones tramposas o en nóminas suntuosas de parásitos. El buen gobierno, la justicia social, necesitan lo primero de todo de una administración honesta y eficiente. Las mejores intenciones naufragan en la nada o en el despropósito si no hay estructuras eficaces y flexibles y funcionarios capaces que las mantienen en marcha. Un logro tan necesario como el ingreso mínimo vital queda empantanado por la indigencia de una administración desbordada. España es un país de discursos sonoros y de teléfonos oficiales que no contestan nunca, de asesores innumerables y centros de salud en los que falta material sanitario y hasta de limpieza, de dirigentes políticos que prometen el paraíso de la independencia o la igualdad y médicos que para subsistir han de firmar contratos de una semana o de un día. La Comunidad de Madrid tiene el ritmo de contagios más alto del mundo y su pomposo vicepresidente inaugura un dispensador de gel hidroalcohólico en una estación de metro. Ciento cincuenta científicos de primer rango publican en The Lancet un manifiesto en el que solicitan que las administraciones españolas hagan un examen completo, riguroso e independiente de la gestión de la pandemia en nuestro país. El manifiesto aparece a principios de agosto, cuando la curva de contagios ya está ascendiendo: ni una sola institución se hace eco; a mediados de septiembre, y solo después de que se publique un segundo manifiesto más alarmado todavía, el ministro de Sanidad propone a los científicos un encuentro para octubre. Se ve que no hay prisas.

Médicos, enfermeros, limpiadores, repartidores de comida, reponedores de supermercados, policías, militares, cuidadores en residencias de ancianos, profesores, farmacéuticos: el número y la calidad de las personas que entregaron sus vidas haciendo trabajos esenciales durante los días más oscuros del confinamiento nos dan confianza en la solidez de nuestro país, más meritoria porque se mantiene en lo posible a pesar de un clima político destructivo y estéril, de una clase política en la que sin la menor duda habrá personas honradas y capaces, pero que en su conjunto, en la realidad cotidiana de su funcionamiento, se ha convertido en un obstáculo no ya para la convivencia civilizada, sino para la sostenibilidad misma del país, para la supervivencia de las instituciones y las normas de la democracia. No es que se muestren cada día incompetentes o irresponsables en la gestión de los problemas que nos agobian; es que se dedican activamente a agravarlos, impidiendo cualquier forma de acuerdo constructivo, y con mucha frecuencia a crear otros que solo existen porque ellos los han inventado, a fin de echar más leña al fuego de la bronca diaria. Viven tan encerrados en sus intereses que no tienen capacidad de dirigirse con generosidad y elocuencia al común de la ciudadanía que representan, y de la que viven. Hablan en público y solo les hablan a los suyos. Por perjudicar al adversario son capaces de sabotear lo que sería beneficioso para la mayoría. En lugar del debate público, del intercambio de ideas, de la búsqueda de mejoras prácticas, prefieren el circo venenoso de las redes sociales, que son el juguete y el escaparate al que todos ellos se han afiliado. Ya nadie se acuerda, pero hace un año tuvimos que repetir elecciones, porque los partidos más favorecidos por la ciudadanía en las elecciones anteriores de abril fueron incapaces de llegar a un pacto de gobierno, lo cual nos obligó a una larga interinidad de la que solo empezábamos a salir, de manera vacilante, cuando irrumpió la pandemia y nos puso delante sin excusa todas las fragilidades que llevan muchos años arrastrándose por la incuria y la incapacidad de la clase política.

Pareció entonces, hacia principios de marzo, que el peso brutal de la realidad forzaría entre los dirigentes y los partidos un grado de sensatez, un sentido de la responsabilidad equivalente al de los ciudadanos que de un día para otro cambiaron sus hábitos y acataron el encierro, cuando no al de los sanitarios y a los servidores públicos que con frecuencia en condiciones lamentables ejercieron durante meses un tranquilo heroísmo. Era tan evidente lo que nos hacía falta que parecía imposible que no se forjaran grandes pactos para conseguirlo. Pero yo recuerdo que en los días más oscuros la derecha española daba tanto miedo en su saña destructiva como el coronavirus, y se confabulaba perfectamente con esa otra derecha integrista que a algunos les parece de izquierdas tan solo porque se declara antiespañola: a quienes más se parecen ahora los independentistas catalanes en su insolidaridad y en sus ganas de gresca y de aprovechamiento del desastre es a los patriotas españolistas que malgobiernan la Comunidad de Madrid. A unos y a otros, el daño que puedan hacer al Gobierno central les importa más que el perjuicio de todos. Y en el Gobierno mismo, mal avenido y desnortado, los bocazas y los irresponsables entorpecen el trabajo de los que sí saben lo que hacen.

No sé, sinceramente, qué podemos hacer los ciudadanos normales, los no contagiados de odio, los que quisiéramos ver la vida política regida por los mismos principios de pragmatismo y concordia por los que casi todo el mundo se guía en la vida diaria. Nos ponemos la mascarilla, guardamos distancias, salimos poco, nos lavamos las manos, hacemos nuestro trabajo lo mejor que podemos. Si no hacemos algo más esta gente va a hundirnos a todos.

sábado, 26 de septiembre de 2020

Plan de contingencia contra la peste



Si todavía estás gestionando en tu instituto los recursos para evitar los contagios de la peste y no encuentras soluciones, aquí te doy algunas de las que están funcionando a todo trapo en nuestro centro: 

1. En primer lugar, hemos modificado el gimnasio y lo hemos convertido en un SPA. Por suerte, una empresa hotelera que ya no recibía clientes nos ha cedido sus piscinas y saunas. El SPA es ideal para la relajación del profesorado y, sobre todo, del equipo directivo. Todas las reuniones las celebramos en el jacuzzi o, en caso de CCP y claustros, en la piscina de las cascadas. A los alumnos con amonestaciones graves se les encierra quince minutos en el baño turco y, después, los jefes de estudio los someten a aguadillas continuadas en la pileta helada. Salen del agua reconvertidos y con la piel tersa y firme como la de un tambor de Calanda.

2. Para solucionar el problema del agobio de las mascarillas, se ha introducido un método revolucionario. Hemos transformado la sala de profesores en una mezquita y hemos comprado burkas para todos los alumnos. Los hemos convertido al islamismo más radical y así ellos aceptan de una manera sumisa y alegre, con convencimiento, el hecho de llevar la cara cubierta. 

3. En vez de fijar trayectos en los pasillos y en el patio, optamos por tirar abajo todos los tabiques. Hemos convertido el instituto en un loft y hemos colocado alfombras en el suelo. Así, reducimos el profesorado al mínimo, porque desde un altar, cada hora, se reza la saría (código de conducta islámico) y la Enciclopedia Álvarez, que los alumnos copian en sus cuadernos (la metodología es prácticamente la misma que utilizábamos y el ahorro en personal es casi tanto como el de los recortes de la Cospedal). 

4. En nuestro centro no hay dispensadores de gel hidroalcohólico. Esa inversión la hemos utilizado para comprar trajes de neopreno para alumnos y profesores, que, unidos al burka, nos protegen y aíslan de forma más efectiva. 

Si estáis interesados en profundizar un poco más sobre nuestros métodos, no tenéis más que llamarme. Os aseguro que funcionan tan bien o mejor que los dispuestos por la Administración.

jueves, 24 de septiembre de 2020

Física y poética

Mallarmé se sentía impotente ante el papel por no poder transformar la belleza en poema. Le provocaba tanta angustia el deseo estético que apenas podía dormir. Es más, murió contándole al médico, sin resuello, la impresión de un paisaje natural donde acababa de sufrir un arrebato. El producto de sus desvelos fue un cuaderno de veintiséis mil páginas de exquisita poesía. Proust aprovechó sus ataques de asma y su consecuente insomnio para escribir una obra monumental en la que plasma el funcionamiento de la memoria con precisión de programador informático. El producto de su enfermedad es una delicada maraña tan original y exquisita que no es novela, ni biografía, es solo Proust. De mí os puedo decir que hoy, como ellos, he sufrido una reacción física: de paseo me ha asaltado un apretón irresistible y he tenido que defecar junto a un matadero. Este es mi producto. Ahí está la diferencia.  

martes, 22 de septiembre de 2020

Un día de vendimia

Redacción, "Un día de vendimia". "Creía que lo iba a pasar muy mal, pero qué va, me divertí un huevo. Todos éramos jóvenes y la mayoría mayores que yo. La jefa nos recogió en la plaza, estaba como un tren. A la hora del almuerzo, dos de los vendimiadores se fumaron unos porros y ya no pudieron vendimiar más. Uno de ellos era yo. Tampoco te duelen tanto los riñones. Fin." Nivel, 1º de ESO. Supera con creces los estándares establecidos. Excelente.

domingo, 13 de septiembre de 2020

"Entre asesinos" por Irene Vallejo

De pronto, tu hijo trae al presente antiguos recuerdos infantiles. Cuando camina por la calle contando baldosas y esquivando como un trapecista las líneas que dibujan los adoquines, regresan imágenes nítidas de tu niñez. De su boca brotan canciones, diminutivos, refranes que ha aprendido de su abuela y que no sonaban en tus oídos desde que la pequeña eras tú. Dicen que los hijos son el futuro, pero, desde que fuiste madre, es el pasado quien insiste en volver.

Imaginamos el tiempo como una línea, como la trayectoria de una flecha. Hubo un inicio, avanzamos hacia un desenlace. El cristianismo expandió la concepción judía de la temporalidad lineal, y de allí procede nuestra mentalidad de avance y progreso, de génesis y apocalipsis, de principio y final. En cambio, las leyendas antiguas ocurren en un tiempo cíclico, íntimamente ligado a la naturaleza. Sin punto de partida ni conclusión, todo está en movimiento continuo, como la danza inacabable de un círculo que gira. La rueda de la vida no coloca la esperanza en el progreso, sino en el retorno. Aunque nos envuelva la noche, sabemos que el día volverá. El otoño anuncia los fríos, pero los frutos renacerán. Así lo cuenta la leyenda griega de Démeter, diosa de la cosecha y el amor maternal. Su única hija, Perséfone, jugaba en un prado cuando se abrió un abismo y allí apareció el Señor de los Muertos. Perséfone luchó por librarse del oscuro abrazo, pero fue inútil. Durante nueve días, Démeter la buscó por tierra y mar, sin comer, sin beber, sin dormir. Desolada, la diosa juró que no dejaría germinar las semillas hasta el regreso de su hija. Compadecido por su dolor, Zeus decidió que, todos los años, Perséfone pasaría cuatro meses en la mansión del Hades y después volvería con su madre. Cada primavera, Perséfone emerge del infierno y nosotros salimos del invierno. En el mundo antiguo, la pérdida es inevitable, pero contiene la promesa de innumerables renacimientos.

El eterno retorno encuentra su versión cotidiana en el trágico trajín de las tareas del hogar. Sin cesar, el polvo cubre todo con su sábana gris. Hay que abastecer la nevera, preparar la comida, trocear, freír, vigilar, revolver. Y, cuando todo está terminado, los rastros borrados, la cocina impoluta, suelos y cacerolas brillantes como espejos, vuelta a empezar. El mítico Sísifo, condenado a empujar montaña arriba esa gran piedra que, al llegar a la cumbre, volverá a rodar cuesta abajo, merecería ser canonizado como santo patrón de los trabajos domésticos.

Hay muchas formas de experimentar el tiempo, todas ellas auténticas, y a veces contradictorias. Reflexiona Jorge Carrión en "Lo viral" que el ritmo acelerado de las noticias, las redes, el trabajo, los mensajes y el consumo nos inoculan la fascinación por lo veloz. Sin embargo, aún necesitamos la lentitud de los empeños a largo plazo: educar a los hijos, cuidar a los enfermos, pagar la hipoteca, persistir en la amistad y el amor. “Es un reto hacer compatibles nuestras urgencias con las maduraciones, las constancias y las esperas que nos han definido durante siglos”. Querríamos cuadrar el círculo: como extrañados habitantes de una película de David Lynch, nos angustia la tensión entre lo que retorna y lo que escapa, entre la terquedad de los círculos y la vertiginosa fuga de carreteras infinitas.

Presos de la prisa, corremos sin aliento para llegar puntuales a la siguiente meta. Con la vista siempre puesta en lo que sigue, malogramos el presente. Preferimos la llegada al camino y, por eso, hemos elevado a los altares el “sanseacabó”. Usamos incluso expresiones homicidas como “matar el tiempo”. Emil Cioran captó el tono chirriante de la frase y escribió con su habitual humor negro: “Mi misión es matar el tiempo y la del tiempo matarme a mí. Se está bien entre asesinos”. Repetimos que el tiempo es oro, olvidando que nada hay más valioso que nuestras horas irremplazables, una riqueza que nadie nos devolverá. Sobrevivir implica hacer malabares en las agujas del reloj, imaginar el mañana con el placer del ahora. Quizá sea el momento de tratar el tiempo con más tiento.

"El arte de leer" por Eduardo Jordá


Hay verbos que son imposibles de definir. Y por lo general, son los que más usamos en una conversación normal. El verbo ser, por ejemplo. ¿Qué es «ser»? ¿En qué consiste el hecho de ser? Pregunten a Parménides, a Aristóteles, a Platón, a Santo Tomás, a Hume, a Kant, a Heidegger, a Wittgenstein, a Simone Weil, y cada uno les dará una respuesta distinta. El verbo vivir sería otro verbo muy difícil de definir. «Papá, ¿mamá está viva?», le preguntó una vez un niño huérfano a su padre viudo. La madre había muerto hacía años, pero ¿no estaba más viva que nunca en la pregunta de su hijo y en la dolorida memoria del viudo que no sabía qué contestarle a su hijo? Contesten si pueden, por favor. Pero no a mí, sino al niño huérfano que hizo la pregunta.
¿Y ahora qué me dicen del verbo leer? En apariencia, por supuesto, está muy claro lo que significa leer -igual que ser o vivir-, pero ¿realmente sabemos a qué nos referimos cuando lo usamos? ¿Qué ocurre exactamente cuando leemos? ¿Cómo nos afecta el hecho de leer? ¿Cómo modifica nuestra experiencia? ¿En qué medida altera nuestra mente? El diccionario de la RAE da dos definiciones de leer. La primera dice: «Pasar la vista por lo escrito o impreso comprendiendo la significación de los caracteres empleados». Parece la descripción de un prospecto de montaje de muebles de Ikea (el sillón orejero Skiftebo, por ejemplo). La segunda no es mucho mejor: «Entender o interpretar un texto de determinado modo». Muy bien, vale, son dos interpretaciones puramente utilitarias que nos describen el hecho en sí mismo, pero no el proceso misterioso que tiene lugar en el fondo de nuestra mente, en ese lugar inexistente –¿o no?- que quizá deberíamos llamar alma. Por supuesto que esta imprecisión conceptual podría aplicarse a cientos de acciones humanas -amar, confiar, creer, desear, rememorar, anhelar, soñar-, pero en el hecho de leer es donde esa vaguedad plantea su mayor misterio.


Fijémonos en este cuadro del pintor danés Carl Vilhelm Holsøe (1863-1935). Se llama Mujer en un interior y fue pintado a finales del siglo XIX. Las imágenes de mujeres leyendo son un topos de la pintura occidental desde los tiempos del Renacimiento. Pero aquí, en este cuadro de Holsøe, podemos apreciar algo más. Esta mujer -que era Emilie Heise, la esposa del pintor- no es una mujer que esté leyendo un breviario o una carta o un libro de recetas. Esta mujer no se está preparando para ser una mujer virtuosa o una buena ama de casa. Esta mujer, atrapada entre esas paredes blancas y la luz benévola que se refleja en la esquina, es una mujer que está sufriendo un extraño proceso de transfiguración. Está de pie, absorta, con el cuello doblado en una posición tal vez incómoda. Parece que hubiera estado haciendo otra cosa dentro de la casa, pero de repente ha visto el libro -o ha recordado que lo llevaba en la mano-, y enseguida se ha puesto a leer allí mismo, cerca de la ventana, porque no podía contener la impaciencia. Y mientras está absorta en la lectura, podemos percibir un fenómeno que debería ser inexplicable (e inexpresable en una obra de arte, aunque este cuadro demuestre que no lo es): el tiempo se ha abolido. Y no sólo eso. Los límites de lo real y lo irreal se han borrado. Ya no hay interiores ni exteriores, ventanas ni puertas, luces ni sombras, maridos ni mujeres. Ya nada es lo que era. Todo es uno y todo es simultáneo, y al mismo tiempo todo se ha fragmentado y ha sido destruido.
«Lo que ha sido instante pleno, ha sido absoluta, completa, redonda, acabada eternidad». Eso decía un aforismo de Juan Ramón Jiménez que describía esas epifanías cotidianas que todos experimentamos sin ser siquiera conscientes de ello. Y eso es lo que sucede en ese momento exacto del cuadro de Holsøe. Esa mujer que está leyendo ha creado su absoluta, completa, redonda y acabada eternidad. Una conciencia individual -el alma solitaria, orgullosa, invulnerable de un ser humano- se ha hecho presente en un rincón de una casa. Y gracias a ello, esa mujer será una mujer libre mientras esté leyendo ese libro, pase lo que pase cuando deje de leer y tenga que volver a sus ocupaciones domésticas.
La mujer que lee en el cuadro de Holsøe no es, por supuesto, la primera mujer que aparece leyendo un libro en el arte occidental. Botticelli pintó La Virgen del libro. Vermeer pintó a una mujer -tal vez embarazada- que estaba leyendo una carta frente a la ventana. Y Pieter Janssans Elinga -uno de los grandes pintores de los interiores holandeses- pintó en 1660 a una mujer leyendo un libro en la sala de su casa, frente a un arcón y no muy lejos de unas zapatillas con tacones.


No sabemos qué libro está leyendo esa mujer de Elinga, pero sabemos lo que costaba un libro en Holanda en aquella época -el equivalente a cuatro jarras de cerveza o a una docena de huevos- y lo más probable es que el libro fuera un almanaque doméstico o un libro de salmos o una recopilación de folletos con informaciones más o menos curiosas sobre viajes y descubrimientos. En cualquier caso, la figura de la lectora de Elinga no parece poseer la misma individualidad que la mujer del cuadro de Holsøe, que aún tardará más de doscientos años en llegar al mundo. La mujer de Elinga lleva una cofia -lo que le da un inequívoco aire doméstico- y está sentada de espaldas, de cara a la luz que entra por la ventana. No sabemos cuáles son sus rasgos y por lo tanto no podemos asignarle una identidad. En cierta forma es un objeto doméstico más, como el arcón y los zapatos sueltos y los cuadros colgados en las paredes, sólo que ese objeto doméstico cumple la extraña función de leer un libro.
El primer cuadro en que el lector -o mejor dicho, la lectora- está representada en primer plano y ocupando por completo la escena es un cuadro que Fragonard pintó hacia 1776, la famosa Muchacha leyendo.


Esta mujer joven es quizá la primera lectora que conocemos bien. Sabemos cuál era la concentración con que lee, la forma en que se viste, la delicada manera de sostener el libro en la mano, el suave ángulo del cuello. Quizá está leyendo el Emilio de Rousseau, o alguna de las obras «instructivas» de Mme. de Senlis (cuyas ideas se oponían a las de Rousseau). O quizá, ¿por qué no?, está leyendo una obrita licenciosa de Restif de la Bretonne. Da igual. Esta muchacha ya no es un mueble ni un objeto doméstico más que forma parte del interior de una casa; ahora todo el cuadro se centra en ella, en su expresión, en sus mejillas encendidas, en la belleza serena que irradia toda la escena. Uno se pregunta qué fue de la muchacha real que posó para este cuadro, a la que vemos leer en plena juventud, soñando tal vez con un gran amor y una vida a la altura de sus sueños. Y aunque no podamos saber nada de ella, sólo podemos desear que se casara con alguien que la quisiera -aunque eso era muy difícil en su época- y que al menos pudiera seguir leyendo tranquila en un rincón de su casa. En 1793, en los peores momentos de la Revolución Francesa, esta muchacha sería ya una mujer de unos 35 años, quizá madre de varios hijos, algunos de los cuales probablemente habían muerto al nacer. ¿Cómo vivió la Revolución? ¿La aceptó al principio y luego la rechazó horrorizada? ¿Vio las ejecuciones en la guillotina en la plaza de la Concordia? ¿Padeció el hambre y el miedo de los años del Terror? El gran arte es ese misterio que nos permite hacerle preguntas a una mujer que murió -si es que vivió realmente- hace más de doscientos años, y con la que quizá, de haber podido, habríamos querido unir nuestra vida hasta el final.
¿Sabemos ahora en qué consiste el arte de leer? Si miramos los cuadros de Holsøe y de Elinga y de Fragonard podemos hacernos una leve idea, aunque nunca lleguemos a saber lo que ocurre realmente en el interior de una mente humana cuando leemos algo que modifica nuestra red de conexiones neuronales. Los neurólogos hablan de la «actividad en sombra» que crea la lectura de novelas en las redes neuronales del cerebro, sobre todo en la zona izquierda del giro angular y en la corteza somatosensorial. Los neurólogos saben también que leer novelas desarrolla nuestra empatía y nos permite identificarnos con más facilidad con las necesidades y los problemas de los demás. Pero eso, claro está, ya lo intuíamos desde que empezamos a leer libros de Tintín. Y eso, quizá, lo sabían también la mujer del cuadro de Holsøe y la muchacha lectora de Fragonard. Sin embargo, hay algo que nunca podremos demostrar científicamente, por mucho que investiguemos el funcionamiento de la mente humana. Se trata de ese momento en que una mujer que está leyendo, de pie frente a una mesita en el interior de su casa, ha creado su absoluta, completa, redonda y acabada eternidad.