viernes, 20 de marzo de 2020

La muerte en bermudas (primer capítulo)





1. Ascetismo.

En el zaguán donde encontré el cadáver, se respiraba silencio y aspereza. El ambientador de frambuesa endulzaba la pestilencia de las vísceras aún calientes. Una joven de escayola yacía sobre una mesa de matarife. El asesino la había colocado allí con medida crueldad, para contemplarla como a un Cristo martirizado. La abuela descubrió a su nieta sobre ese altar: derrengada sobre la madera, las tripas fuera y los ojos absorbidos por las vigas del techo. El secretario de mi juzgado se echaba mano a la boca, como un turista en la India, extraña repulsión para quien trastea con cadáveres.
“Prueba en un pueblo. Verás qué alivio: todas las mañanas pasea la muerte por las aceras sin que nadie le preste atención. Allí está de más el asesinato. En cuanto vivas en uno de esos lugares olvidados por el correr de la sangre, recuperarás los nervios y la sombra. Nunca ocurre nada: las horas pasan tan lentas que es necesario avivarlas con un abanico para notar su aliento”. Al ver el cadáver de la chica, recordé las monsergas de Servando. La muerte siempre llama la atención, ama el protagonismo y le da igual el escenario. Le pone que la adoren en sus más descaradas poses. La muerte no pasa inadvertida, ni siquiera en un pueblo adormecido por campos de brasas. Allí estaba, frente a mí, obscena, profanando el cuerpo de una adolescente que abría su vientre de par en par como un baúl revuelto.
Era mi primer caso de sangre en el nuevo destino. Una semana llevaba allí cuando comprobé lo poco que sabe Servando sobre la muerte y sus costumbres.
La mañana de autos me había resistido a la sed de alcohol. Salí del bar mucho antes de lo que pedían mis temblores de manos. Un cielo recién estrenado me recibió, sobrio, sin estridencias. Solo se oía en la calle el rumiar del carro del barrendero y el zureo de las palomas. Una de ellas presentó sus credenciales sobre mi traje de lino y me condecoró el hombro con una gelatina que estuvo a punto de provocar mi vuelta al bar Miami. Mal augurio, pensé, con tino. Pasé mi pañuelo de tela sobre la cagada. Quedó un leve rastro que eliminé tras empapar el moquero en saliva libre de burbon.
El café con leche no me proporcionó el ánimo necesario. Siguiendo los consejos de Servando, evité la barra del bar para curarme del resto del día. “La España negra y profunda ya no existe. Es un invento de los medios. En el pueblo no te atragantarás con asesinatos, como mucho lidiarás con peleas de mozos, accidentes de tractor, mujeres maltratadas o con inmigrantes apaleados por el aburrimiento del fin de semana. Nada que pueda quitarte el sueño. Las tragedias rurales no se meten entre los dientes, como las hebras de esas carnes fibrosas y urbanas”. Era lunes, llevaba en el pueblo una semana, y, confiado en las promesas de Servando, esperaba no toparme con más escenarios criminales. Siete días resistiendo los copazos mañaneros suponían un logro para quien había copiado los hábitos de los detectives de telefilme. No solo había dejado los juzgados de Plaza Castilla, también la imitación del mal cine. Me empeñé en abandonar antiguos vicios. El ascetismo era la solución para purgar mi hígado y mi mal gusto televisivo. El ascetismo. Estaba iniciándome en él, lejos de la ciudad, de las coctelerías, de los asuntos criminales, del bullicio urbano, de la civilización, solo, sin tentaciones, sin Servando.
No llevé nada bien estar sobrio en el lugar del crimen. El paisaje era tan desencantador como los de la capital. Gracias a mi lucidez, me golpeó con dureza el espanto de la mirada adolescente, la violencia de los arañazos y cardenales; el vaho de las entrañas calientes… Hacía muchos años que no escarbaba en un cadáver con tanto esmero, que no sentía pasar la saliva tan espesa. La muchacha, con los ojos desgarrados por el pánico, miraba el techo con arrobo de beata, extática, tendida sobre una superficie maltratada por el cuchillo y el soplete. Recordé el testimonio de un matachín de cerdos del barrio de San Blas, que desolló a su esposa sobre una mesa parecida porque sentía nostalgia del oficio perdido. Hacía ya muchos años de ese caso.
Sin el efecto narcótico del alcohol, con la única defensa de una magdalena y un café con leche, escocía el espectáculo de la muerte joven: el cabello rubio teñido de sangre, los ojos de cristal, el rastro de las lágrimas en las laderas de la nariz, los labios de corcho… Quemaba aquel vientre de matadero.
Ante la ausencia del médico forense, el secretario y yo nos enfrentamos solos a la escena del asesinato. Demasiada crudeza para él, aún más que para mí: se sujetaba la tembladera en la manga de mi americana. Me contó entre dientes que esperara poca cosa del médico, que ojalá enviaran a alguien de la capital. El secretario no confiaba en él, “será mejor que tomemos nota nosotros mismos si queremos acabar pronto con esto”. Me ofreció su apoyo, aunque le delataban las ganas de escapar de allí cuanto antes. Tartamudeaba, temblaba, quería salir del zaguán y sepultarse de nuevo bajo los legajos del juzgado. Un mes antes, en Madrid, yo no habría reparado en su conmoción, ni me habría abrumado así el escenario del crimen. El ascetismo no iba a resultarme de fácil digestión.
Le pedí al secretario un cuaderno, un bolígrafo y una cámara fotográfica. Tardó en traerlos una eternidad y, al entregármelos, se le cayó la libretilla sobre el pecho de la muchacha, que alguien pudoroso –posiblemente la abuela- había cubierto con un mandil. Mi ayudante no soportó el accidente, rompió en sollozos mal disimulados en cuanto palpó el cadáver. La frialdad de la piel muerta siempre impresiona. Es una experiencia más traumática que la vista de cualquier atrocidad. El tacto de la muerte se pega a los dedos y la desazón no desaparece al lavarte las manos. Es como si dejara un recado en la caricia: “Esta áspera frialdad pronto será tuya”. Siempre que toco la piel de un cadáver, entablo una relación íntima con la muerte, con quien me poseerá sobre la cama o, peor, sobre las sábanas acartonadas de un lecho de hospital.
“Tatiana llegó al pueblo hace bastante. Era una muchacha rusa que terminaba sus estudios de bachillerato sin contratiempos. Su familia y ella llevaban en España más de ocho años y hablaba perfectamente nuestro idioma”. Esas fueron las primeras noticias que tuve de la chica, farfulladas por el secretario entre hipidos, aún conmocionado por la escayola destripada del cadáver. Él la conocía. La observaba de reojo, con aprensión, evitando la atrocidad del vientre abierto. No soportaba su mirada, colgada entre las vigas; ni su cuerpo destrozado.
Examiné las heridas con escrúpulo, sin embargo, no me sentía seguro de mi labor. El escalofrío de la crueldad atravesaba mi columna con pericia, como un cirujano viejo que abre por enésima vez el cuerpo de un enfermo terminal. Era difícil mantener una postura fría, ajena a los humores que desprendía el cadáver. Me empapaba de espanto a través de la nariz, de los oídos, de la boca, de la piel. 
“La madre de Tatiana no vivía con ella durante los días laborables. Trabaja en una ciudad costera y solo viene por el pueblo los fines de semana. El padre nunca salió de Rusia y su abuela, con quien más tiempo pasaba la chica, fue trasladada a un hospital próximo, destrozada por la tragedia”. El parte del secretario -a pesar de la turbación- se ordenaba con claridad. Me lo dictaba sin asomo de retórica y sin los gerundios de los plomos policiales. Al día siguiente, cuando recibí el informe del propio Luis Felipe Capacho, pude confirmar que el secretario se había visto afectado personalmente por la muerte de Tatiana. Aquello era algo más que una mera instrucción. Se percibía una emoción mal contenida y un reparo mal disimulado al describir las lesiones. Luis Felipe no mencionaba el enorme boquete por donde rebosaban las entrañas de la rusa. Pasaba por alto la crudeza de la escena. No se atrevía a describir aquella atrocidad porque ensuciaba la adoración que sentía por ella. El retorcimiento del estilo desnaturalizaba el escenario. Andaba enamoriscado de Tatiana -ella rozaba los dieciocho años y él no tenía más de 27-. El secretario colaboraba en la redacción del libro de las fiestas y quiso homenajear a la joven. Convirtió el informe en un panegírico dedicado a su amor platónico.
En cuanto pude, abandoné el salón donde yacía el cadáver. Las vigas crujían y me advertían de mi soledad en el zaguán. Luis Felipe había huido entre mocos y lágrimas. El médico no había llegado todavía y la guardia civil ordenó que nadie me molestara hasta que no finalizara la inspección. Tomé nota de poca cosa. Estaba demasiado despierto para enfrentarme a una realidad tan macabra: oía el gemido de las vigas; olía el ambientador de frambuesa mezclado con la corrupción de las vísceras; veía las muescas del machete en la madera, las lágrimas secas estampadas en las mejillas; y palpé de nuevo la piel de yeso. Su tacto me despertaría por la noche para hundirme en el desasosiego del insomnio. Salí sin atender a los requerimientos de guardias y curiosos que esperaban en la puerta. Di permiso a la guardia civil para que analizara el lugar del crimen, les pedí que llamaran con urgencia al médico y pregunté a los empleados de la funeraria si llevaban la bolsa reglamentaria para trasladar el cadáver hasta el depósito. Me miraron como dos colegiales a los que se les hubiera cogido en falta.
-¡La bolsa, coño!, ya te dije que se nos olvidaba algo -volvieron al coche fúnebre y salieron derrapando.

Al día siguiente, sin apenas haber dormido, bajé a la calle, sometido por las mismas angustias que me empujaban siempre a los mismos sitios. Pasé por delante del bar Miami. Lo evité. Pronto dejé atrás el pueblo, diez minutos andando y ya las viviendas escaseaban. Ante mí, el campo desangrado, expuesto al sol con el mismo impudor que el vientre de la rusa. Seguí la umbría de un camino bordeado de cipreses, hasta desembocar en la entrada del cementerio. De los muros encalados colgaban coronas de flores marchitas que recordaban a antiguos fusilados sin olvido. Traduje el lema latino que flanqueaba la cancela: “Por esta puerta se pasa a una nueva vida”. La muerte me acompañaba a todos lados: me abordó en el caserón de las rusas; y, ahora, ululaba en el cementerio, entre las ramas de los cipreses. La leyenda de la puerta ironizaba sobre mi proyecto de ascetismo.
Volví sobre mis pasos. Era inútil seguir un camino que conducía a una infinita paramera de rastrojos. Se imponía el regreso al alcohol. Las circunstancias no acompañaban a la regeneración. La muerte y el paisaje se reían de mis proyectos de cambio. Alguien con mucha retranca, no cabía duda, había grabado en el cementerio la inscripción en latín con muy mala intención: “Hic novae vitae porta est”. Humor negro y lenguas muertas, son proverbiales en esos lugares donde nunca pasa nada. El páramo se burlaba de mi destino.
Resistí. Al entrar de nuevo en Almente, me topé con una fachada que me iluminó: los colores de la bandera francesa rompían la monotonía del paisaje. El anuncio de una barbería reafirmó mi recién estrenado ascetismo. Sobre la puerta destacaba el clásico cilindro de peluquería, dentro del cual giraba la espiral del blanco, el azul y el rojo. Una invitación para entrar en un refugio donde adecentarme y salir nuevo al mundo. Entendí el signo de inmediato, para algo me habían servido mis pinitos en semiótica -otra ocurrencia de mi colega Servando, la de inscribirnos en cursos de verano-. El mundo nos ofrece en cada esquina algo que descifrar, una señal que concierne a nuestro destino. Así suelo ver la vida desde que asistí a ese cursillo: como una página cifrada en la que está descrita nuestra fortuna, solo hay que empollarse el código para estar atento a los cruces peligrosos y a las curvas sin peralte. La espiral tricolor que subía y bajaba sin interrupción ocultaba un mensaje: nada se destruye, todo se transforma, todo gira en el interior de una cápsula cilíndrica, dios es un barman nihilista que agita un cóctel cromático… Estos mensajes los apliqué a mi circunstancia: no podía rendirme, debía seguir con mi propósito de cambio, debía aprovechar esa peluquería redentora y tomarla por el Leteo, el río mítico donde se bañan los héroes para ahogar en el olvido sus preocupaciones. Era necesario sumergirme allí para limar las costras del sol y aligerar el peso de la muerte.
Esperaba encontrar en la peluquería a un barbero viejo, charlatán y bonachón, que amueblaría la conversación con sabiduría. Un demiurgo-rapador al que entregar mi cabeza para purificarla y despejarla. Decidí afeitármela al cero para comenzar mi nueva condición de asceta.
En el estrecho habitáculo, apenas cabía una mesa camilla, un perchero, un sillón de barbería y la nariz de cuervo de Mario Vélez, un peluquero que recibía a los clientes con la humillación propia de las aves carroñeras cuando escarban entre las vísceras. Nadie esperaba turno, tampoco el viejo que custodiaba la mesa camilla y me observaba de reojo.

-¡Buenos días!, este no va a raparse –me aclaró Mario-. Solo viene aquí a alcahuetear.

El amigo del peluquero se entretenía con una revista de chicas desnudas, arrugadas por la antigüedad del papel. Marcos alternaba la atención entre la foto de una rubia que en ese tiempo andaría por los 60 y el nuevo cliente. El nacimiento del pelo casi se fundía con sus cejas, lo que le daba un aspecto aún más silvestre. Ese detalle terminó de animarme al rapado completo.

-Pero, hombre, ¿cómo va usté a juzgar así? Permítame que le haga un arreglo de navaja y verá cómo le luce.

-¡Ah!, ¿me conoce?

-Hombre, claro. Usté es don Javier Castrado, el nuevo juez, el que va a lidiar el asesinato de la rusa. No somos muchos aquí, ¿sabe? Las noticias vuelan.

-Ya, ya veo.

-Entonces, ¿no lo rapo al cero, verdad? Con ese traje claro tan elegante no le pegaría nada ir así. Además, le quitaría, ¿cómo le dicen ahora?

-Glamur, le dicen glamur –dijo Marcos sin levantar la cabeza de la revista.

-Eso, ¡glamur!

¡Que me quitaría glamur ir rapado!, no era mi día de suerte. Esperaba encontrar un hombre sabio, prudente, un guía espiritual; en cambio, las palabras del barbero enseguida me despertaron del sueño mitológico para devolverme a la grosera realidad. Quizá lo que daba glamur en ese pueblo era la cortinilla con la que Mario intentaba cubrirse la calavera: cuatro pelos aceitados, tendidos sobre la calva para disimular la alopecia y la decrepitud. El guardián mitológico del Leteo era un personaje de cómic.
El viejecillo de la frente escasa seguía en la silla de anea sin decir nada, sonriendo con picardía, no sé si a causa de la lubricidad de la revista o imaginando a los reos muertos de risa ante un juez sin glamur. Encima de la cabeza de Marcos Rémora, una imagen de la patrona del pueblo y un póster de la selección española de fútbol disimulaban las mataduras de la pared. El elevado volumen del radiocasete le restaba gravedad a la conversación. La música sincopada de la máxima actualidad discotequera modernizaba la rusticidad del local. Me hacía sonreír mi imaginación: veía al peluquero y a su amigo -cuando faltaran los clientes- convulsionándose al son de los ritmos juveniles. 

-¡Que me rape, haga el favor!

-El señor manda, pero si va a parar mucho por aquí, le repito que yo no lo haría. Se respeta más a la gente con glamur.

Ni mi tono más autoritario, ni la violencia de una nueva pieza de percusión cibernética, fueron suficientes para detener la cháchara del barbero.

-¿Y qué me dice de esa muchacha?, ¡menuda desgraciada!

-Pues no le digo nada, porque los casos en los que trabajo no los voy comentando por ahí.

-No se preocupe, ya le digo yo. En cuanto amaneció por el pueblo, sabía que no terminaría bien. ¿Es así o no, Marcos, lo dije o no lo dije? –el viejo asintió con indiferencia y pasó la página de la revista con dificultad, forcejeando contra la humedad y el tiempo, para disfrutar del póster central-. Estas extranjeras que amanecen por aquí no se dan cuenta de que trastornan al personal. No estamos acostumbrados a las rubias naturales y menos de ese nivel, ¿es verdad o no, Marcos? –sonrió con la complicidad del amigo, mientras seguía sonando la cacharrería de una música estrepitosa que apenas permitía entendernos.

-¿Qué quiere decir, que cuando aquí no están acostumbrados a algo se lo quitan de en medio?

-No, hombre, no. No me entienda mal. Aquí nunca ocurre nada de eso, ¿verdad, tú? Aquí nunca ocurre nada. Del último suceso casi no me acuerdo, aunque también fue sonado, sonado, y también asunto de vientres. Fue lo de Justo, el otro barbero.

-¿Explíquese?

-Justo es sordomudo, pero hablaba por los codos, como le digo, por los codos. No paraba de chapurrear y hacer cucamonas para que lo entendieran. Espantaba a los parroquianos porque cascaba como un demonio, con ellos y con su mujer, que es también sordomuda y siempre andaba por la barbería. ¡Pues no me hice yo entonces con clientes suyos!, ¿verdad, Marcos? –el amigo ni siquiera se molestaba en asentir, aunque seguía la conversación, por lo que podía apreciar a través del espejo-. Los clientes huían de la barbería a chorros por la tabarra que les soltaban el sordomudo y su mujer. A Justo le gustaba ir de putas y a ellas también les ponía la cabeza como un sonajero. Eso me lo han confirmado, no ellas, sino algún que otro putero. Al mudo no se le entiende nada, pero él cree que sí. Bueno, pues su mujer se enteró de que lo engañaba y de que se gastaba lo poco que sacaba de la peluquería en los puticlubs. Una tarde, ella esperó a que se fuera el último parroquiano y sin decir ni “mu” se tiró sobre el marido y le clavó unas tijeras enrobinadas en la barriga. Las sordomudas son muy traicioneras, ¿verdad, tú?

-¿Y murió?

-No, ¡qué va! Solo le hizo un agujero en el mandil y otro en la tripa que lo convenció para no cascar tanto y le inutilizó el aparato. El mudo volvió eunuco a la barbería, por la infección, y mucho más callado. Desde entonces, el muy cabrón me roba la clientela. Todos van a verlo para enterarse del chisme y por reírse de él; y ahora que quieren que les hable, aunque sea por señas, Justo calla y se enfada cuando le nombran a la parienta. Hasta este estuvo rondando por allí, ¿es verdad o no?

-Muy poco –salió del mutismo Marcos, cuando Mario comenzaba a enjabonarme la cabeza para rasurar el último rastrojo. Vi al hombre sin frente en el espejo y no me arrepentí de mi decisión.

-Pero aquí no andamos matando gente, ni extranjeros, ni siquiera sordomudos. Para que se haga una idea: a mí me joden los granos, les tengo un asco que no los puedo ver; y siendo barbero, tienes, quieras o no, que lidiar con ellos. Algunas veces, cuando afeito a navaja, me encuentro con uno de esos, reventones, de cabeza amarilla. Los veo muy de cerca y aumentados por las gafas. No lo aguanto, me dan ganas de rebanarles el pescuezo a quienes los tienen. Y ¿lo hago?, pues claro que no. Me aguanto las ganas porque arruinaría el negocio y porque uno tiene sesera y sabe que no puede ir cortando pescuezos, por mucho asco que le den los granos. Uno tiene principios y sabe atarse los machos y así ocurre con casi todos los que vivimos en este pueblo. Lo que pasa es que a uno no lo pueden estar provocando de contino: no sería de ley que por conocer mi manía, los chavales con granos se plantaran aquí con la mala fe de verme rabiar. Tendría que abandonar el oficio porque si no, al final, a alguno le pasaría la navaja por el galillo. No se puede andar achuchando los malos instintos de la gente. Todos los tenemos. Hace falta cuidar las formas para no prenderlos. Este pueblo ha sido siempre muy tranquilo hasta que empezó a venir gente extraña, empezando por los mudos. ¿Es así o no, tú? -Marcos seguía empeñado en la operación de separar las páginas de la revista.

-Explíquese mejor, me he perdido.

-Estas extranjeras pervierten a nuestras muchachas y marean a los hombres; bueno, ellas, la televisión, los móviles y el internet. Los varones tenemos esa querencia que nos empuja hacia las mujeres (como el que a mí me lleva a cortar el cuello de los que tienen granos), y nos la aguantamos hasta que no podemos más. Tenía que haber visto a la rusa pasar por aquí: menudo buche y menudas ancas. Me sacaba una cabeza (a este, tres) y siempre con unos leotardos bien pegados al culo, que le marcaban hasta el apellido. Con 18 años sin cumplir, ¿dónde coño iba? Y esa melena rubia y esos morros de perdida y ese pendiente en la ceja. Y así un día y otro, paseando arriba y abajo, por la calle Mayor, a las horas en las que se da garbeos la gente; y así un día y otro, y los hombres al acecho y las muchachas copiándolas; y así un día y otro. Lo que le digo, como si yo tuviera que afeitar cada tarde a dos o tres que hubieran pillado la viruela, pues que no me aguantaría las ganas de rajarles el pescuezo. Eso le ha pasado.

-¿Quiere decir que a la chica la asesinaron por pasear demasiado por la calle Mayor, por ser bien plantada y por llevar un piercing?

-No, no me entiende usté. Aquí tenemos chicas parecidas y hasta más extravagantes, pero no se pavonean así. No pasan por la calle encalabrinando a los hombres, no tienen ese descaro, ni se dejan ver a todas horas, ni ponen esa cara de no importarles nada. Además, no conocemos a su padre, ni a su familia. No había ninguna linde que detuviera a los hombres. Se barruntaba que no iba a terminar bien, ¿es verdad o no que lo dije, tú?

No terminé de comprender el discurso del barbero o más bien no quise entenderlo. Tampoco valoré su calidad de profeta. Sus palabras nacían de la inconsciencia o de las pocas luces o de sus perversiones o de la insalubridad del local o de la algarabía producida por el martilleo del radiocasete. Las completó con algunos detalles, tras bajar unas décimas el volumen del aparato.

-La chavala iba siempre con otra extranjera, no sé de dónde, de uno de esos países nuevos que se ha inventado la televisión. Las teníamos siempre ahí enfrente –Mario señaló unas escaleras a través del cristal empañado, que Marcos aclaró con el vello de su antebrazo-, ¿verdad, tú? Se pasaban las horas muertas ahí, en cuclillas, sin hablarse, amorradas a los móviles. Este no sabía si mirar a la revista o a la calle –señaló el barbero a Marcos, para sacarlo de su mutismo.

-A mí no me líes –lo amenazó con el dedo extendido y volvió sobre la revista.

-Desde que aparecieron por el pueblo, no hacían otra cosa. Hace una semana pasó algo, aunque ya había ocurrido antes.

-¿Qué?

-Llegaron los chulos del puticlub rascándose los huevos. Dos extranjeros mayores que ellas. Y discutieron. No sabemos lo que les dijeron, no hablan en cristiano. Este y yo estuvimos asomados a la cortina hasta que Anastás volvió la cara hacia la puerta. Se llevaron a la otra, a la Ana, creo que se llama. A la Tati le dieron un bofetón y se quedó sentada, llorando. Podríamos haberlas ayudado, pero no nos gusta olisquear en las cosas de nadie. No somos como las mujeres. Nos quedamos aquí adentro, viendo cómo lloraba la muchacha, hasta que se fue –volvió la vista hacia Marcos, pero ya no requirió su consentimiento.

La peluquería no era el Leteo. Sin pretenderlo, estaba metiéndome hasta el tuétano en la tragedia de una joven que solo querría haber tratado en la instrucción judicial. El peluquero no me había ayudado en nada, todo lo contrario: me acercó al ambiente de la víctima, reconstruyó sus peripecias y comencé a verla a través de un microscopio que siempre terminaba por dañarme el ojo.

-¿Esto se lo habéis contado a la guardia civil o a la policía?

-¿Para qué?

-Mañana os quiero en el juzgado a los dos. A partir de las doce.

Marcos Rémora arrojó la revista al suelo, volvió a hablar y blandió un dedo amenazador para marcharse sin más.

-¡Mecagüen tus muertos, Mario!

-No le haga caso. Tiene un pronto jodido, pero no es nadie. Y aunque lo fuera, con el metro y medio que mide no se puede permitir el lujo de ser muy hombre. No sé para qué nos quiere allí, si ya se lo he dicho todo. No sabemos nada más. Además, esas chavalas no podían acabar de otra manera: o en el puticlub o destripadas en un ribazo. Es ley de vida. Las niñas no pueden hacer lo que se les pasa por las narices, no pueden torear sin un método. El público está ahí, esperando sus pases de pecho. Los que somos de aquí lo sabemos porque hemos vivido siempre con nuestras lindes, nos conocemos, pero estas chicas de fuera no se preocupan por aprenderlas y así les va.

La Revolución Francesa no había dejado ningún legado en la barbería, excepto los colores de la bandera. La tauromaquia, sí. De puertas adentro, solo destacaban, por su modernidad, el aporreo mecánico de la música de discoteca y el póster de la selección. Los personajes y el ambiente se habían merendado por lo menos doscientos años de civilización.
La citación en el juzgado apenas alteró a Mario. Siguió con su retorcido sermón sin que el hecho de tener que declarar le intimidara lo más mínimo. Hasta que no me embadurnó de loción y me cepilló los hombros, no paró de recitar el código medieval de conducta que debía seguir quien se arriesgara a cruzar la frontera del pueblo.
El olor de la loción era molesto. Se colaba por las narices con la violencia de un aroma rancio. Me dirigí con prisa hacia la pensión en la que me alojaba. Me apetecía remojar con alcohol la cháchara del barbero, para ahogarla, para no reconstruir la vida que comenzaba a dibujarse alrededor de la malograda Tatiana, pero había que aguantar. Debía mantenerme firme en el camino del ascetismo. Me acaricié el cráneo pelado, sin glamur, para insuflarme ánimo.
El fuerte olor de la loción se filtró y me aturdió. Era como si el barbero, convertido en brujo de feria, me hubiera untado la piel con un elixir mágico que impedía la sudoración y me sofocaba. El veneno trabajaba con la eficacia del amoníaco en las superficies cubiertas por la suciedad: eliminó todo resto de podredumbre, arrastró las sustancias que me permitían desarrollar el raciocinio, y me irritó el paladar y la pituitaria. Necesitaba una ducha fría para acabar con las propiedades del ungüento.
En cuanto noté el agua tibia sobre mi cabeza pelada, me encontré mejor. Había resistido por segunda vez los envites de los tugurios y el aroma de la loción quedó desvirtuado por el poder del gel de coco. Sin embargo, no aguanté la tentación de abrir el ordenador y teclear el nombre de Tatiana Vólkova en el buscador de Facebook. La página estaba abierta para todo el mundo. No había ningún filtro, ni nadie se había tomado la molestia de cerrarla tras la muerte de la chica. A primera vista, en las fotos de su perfil, cualquiera hubiera creído que se trataba de una actriz o de una modelo. Sobre la mesa de matarife, la frescura del rostro había desaparecido, apagada por la sangría. Al observarla más sereno, me sorprendió la exótica armonía de sus facciones y sentí el escalofrío que nos sacude cuando se le añade un gesto animado a quien hemos conocido desfigurada por la violencia, el dolor y la muerte.
Su seriedad destacaba en fotos donde las adolescentes suelen afectar una alegría artificiosa, producto de la neurosis que provoca la exposición pública. Tanya -como se hacía llamar- aparecía hierática en casi todas las imágenes, exhibiendo una perfección ensombrecida por la tristeza de su mirada. Se la veía frágil y a la vez segura. Su belleza le proporcionaba un salvoconducto de autoridad entre las chicas que posaban junto a ella. Se mostraba ajena al jolgorio y a la fiesta que se vivía a su alrededor, como si hubieran colocado su imagen de manera fraudulenta entre risueñas y alocadas muchachas.
La visita en Facebook fue más larga de lo que me prometí. Leí algunas de las conversaciones, intrascendentes, y analicé las imágenes. En una de ellas, descubrí, en segundo plano, un rostro muy familiar, el de Luis Felipe Capacho, el secretario judicial. Se le veía desenfocado, detrás del grupo de chicas y chicos que alardeaban de chupitos y embebían los labios para besar el objetivo. Solo Tanya permanecía impasible, en el centro, de negro, con un rictus que no se ajustaba al desenfado de sus compañeras. Luis Felipe era testigo de la escena, un actor secundario en el que no se cae si no se le conoce personalmente.
El descubrimiento del secretario entre las fotos juveniles despertó mi enfermiza imaginación literaria. Tengo que racionarme las novelas negras, influyen demasiado en mis indagaciones. Invento tramas enrevesadas y personajes atormentados que no responden a la realidad. Copiaba el comportamiento y las investigaciones de los detectives de ficción para evitar la consternación que me produce la violencia real.
Antes de cerrar Facebook, me paseé por la corta lista de amistades de Tatiana. No estaba Luis Felipe, pero sí una tal Agnes, que aparecía en varias fotos, rubia y despótica, como la rusa. Seguramente era la Ana a la que se refirió el peluquero, la que se fue con los chulos que golpearon a Tatiana. Intenté entrar en su perfil, pero me lo impidió la prudencia de Agnes. Su página estaba encriptada y no pude visitarla.
En el imaginario se me quedó grabada la tristeza insondable de Tanya. Detrás de sus ojos limpios, casi transparentes, se escondía una intranquilidad que enturbiaba de misterio la perfección de sus rasgos eslavos. Los labios encendían con vivo color la sordidez de una juventud que no parecía tal. Aquella fijeza en la melancolía no era la de una chica de 18 años, sino de muchos más. Tanya se rodeaba de jovialidad, de locura, de juerga, pero no participaba de ellas. Quedaba en el centro de la fiesta, incrustada como una corona de flores en mitad de un cumpleaños, estigmatizada por el anillo que le atravesaba la ceja. Rotunda, magnífica, con las potencias de mujer exaltadas hasta la indecencia, pero apagada por un interruptor oculto que la desconectaba del mundo febril que la rodeaba.
El caso contenía los ingredientes de una clásica novela nórdica: víctima rubia, sospechosos exóticos, fotos con pistas escondidas y violencia sádica. Yo mismo me solía ver como un clásico protagonista de este tipo de ficciones: borracho, solo, de uñas con la vida y con deseo de cambiar de aires para no enfrentarme a mis demonios. Pero esa noche estaba sobrio, recién duchado, con olor a gel de coco y con un ligero resto de loción Floïd que se diluía poco a poco, muy poco a poco. Siempre falla algo en la puesta en escena de mis investigaciones, siempre hay algún detalle que hace inverosímil la trama y me frustra como protagonista de novela negra. El pueblo donde busqué refugio tampoco era muy adecuado para convertirlo en escenario de las historias que en Madrid me solía beber con la misma ansiedad que los cócteles.
Quería abandonar la manía de imitar a los protagonistas de ficción y evitar también que ellos me copiaran a mí. Desde que llegué a Almente no había probado las bebidas estrafalarias a las que me aficioné en la ciudad. Cuando terminábamos la jornada en los juzgados de Plaza Castilla, Servando y yo bajábamos a los bares, obsesionados por estas novelas a las que nos habíamos enganchado. Ninguno de los dos había probado el burbon, ni el Dry Martini, ni el Rose´s Lime Juice, ni otras pócimas novelescas. Nos introdujimos juntos en un mundo de ficción, atraídos por los alcoholes de fantasía.
Fue una de las causas para solicitar el traslado a un lugar tan ajeno a lo libresco como a la furia de la civilización. Yo, un urbanita de nacimiento, me arriesgué a someterme a la monotonía de la vida rural con la esperanza de abandonar los derrotes que me habían embarrado en el alcohol y el plagio. No me esperaba el escenario con el que me encontré al poco de llegar, tan similar al que había abandonado y, para colmo, tan cercano a una versión de novela nórdica, que parecía preparado por un canalla para que no pudiera levantar cabeza y para impedir mi camino hacia el ascetismo.

jueves, 19 de marzo de 2020

"La peste: Albert Camus en los tiempos del coronavirus"


¿Qué nos enseñó La peste, de Albert Camus? Que las peores epidemias no son biológicas, sino morales. En las situaciones de crisis, sale a luz lo peor de la sociedad: insolidaridad, egoísmo, inmadurez, irracionalidad. Pero también emerge lo mejor. Siempre hay justos que sacrifican su bienestar para cuidar a los demás. Publicada en 1947, La peste intenta ser una respuesta al dolor desatado por la Segunda Guerra Mundial. Ambientada en Orán, narra los estragos de una epidemia que causa centenares de muertes a diario. La propagación imparable de la enfermedad empujará a las autoridades a imponer un severo aislamiento. Todo comienza un dieciséis de abril. En esas fechas, Orán es una ciudad con una vida frenética. Casi nadie repara en las existencias ajenas. Sus habitantes carecen de sentido de la comunidad. No son ciudadanos, sino individuos que escatiman horas al sueño para acumular bienes. La prosperidad material siempre parece una meta más razonable que la búsqueda de la excelencia moral. 
El Covid-19 o coronavirus ha impulsado a muchos lectores a releer o a leer por vez primera La peste, buscando recursos para afrontar el largo exilio en casa impuesto por las autoridades sanitarias. La enfermedad siempre está ahí, pero pensamos que solo le concierne a los otros. Ahora es asunto de todos. Nuestra campana de cristal se ha agrietado. No somos invulnerables. Oriundo de la Argelia francesa, Camus describe en La peste su tiempo y su tierra natal, pero su novela trasciende su marco temporal y geográfico, adquiriendo el rango de metáfora universal. Sus reflexiones resultan particularmente esclarecedoras en estos días. Camus señala que la irrupción de una epidemia letal nos hace meditar sobre el tiempo. Normalmente, no percibimos su espesor, el abanico de posibilidades que contiene cada minuto. Solo hay una forma de comprender su carga fructífera: “Sentirlo en toda su lentitud”. Esa experiencia se hará asequible para todos con la peste, pero la incertidumbre y el miedo transformarán la lentitud en parálisis, estancamiento. El tiempo no se adapta a nosotros. Somos nosotros los que debemos aprender a experimentarlo en toda su plenitud. El tiempo es el barro del que estamos hechos. No podemos permitir que pase de balde, sin producir frutos. No es posible volver atrás. El tiempo perdido es irrecuperable.
La expectativa de la enfermedad y la muerte nos coloca ante las preguntas fundamentales que solemos evitar o postergar. Camus piensa que no existe Dios, que la fe es una expresión de impotencia, pero opina que el escepticismo no nos has hecho más libres. Solo nos ha dejado más desamparados. La capacidad de sacrificio del doctor Rieux, protagonista de La peste, pone de manifiesto que atribuimos una importancia excesiva a nuestro yo. La grandeza del ser humano reside en su capacidad de amar, no en su ambición personal. No hay nada hermoso en el dolor, pero indudablemente nos abre los ojos y nos obliga a pensar. Rieux no se acostumbra a ver morir a sus pacientes. Piensa que la respiración de un moribundo es una objeción irrebatible contra la supuesta bondad de la vida. La vida es absurda, ilógica. La inteligencia del hombre solo le hace más desgraciado, pues le muestra que el universo está gobernado por el azar. Camus admite que sin la perspectiva de lo sobrenatural, todas las victorias del hombre son provisionales. La victoria definitiva y total corresponde a la muerte. Para Rieux, la existencia solo es “una interminable derrota”. Su filosofía se reduce a eso. No es mucho, pero es una convicción vigorosamente respaldada por la miseria física y moral que aflige –en mayor o menor grado– a la humanidad. Camus piensa que el mal y la indiferencia son más abundantes que las buenas acciones. El hombre no es malo por naturaleza, pero su conocimiento de las cosas es deficiente. Sus actos más nefandos proceden de la ignorancia. Es la tesis del intelectualismo socrático, que Camus ratifica con una frase feliz: “no hay verdadera bondad ni verdadero amor sin toda la clarividencia posible”.
¿Qué es lo ético en mitad de una epidemia? Luchar con “honestidad”. Luchar por el hombre, a pesar de todas sus imperfecciones. En esa batalla, el fanatismo ideológico solo estorba. Hay que mirar más allá, pensando solo en lo humano. ¿Cómo se recordará la peste cuando pase? ¿Tal vez como una hoguera cruenta e interminable? No, más bien como “un ininterrumpido pisoteo que aplasta todo a su paso”. El ser humano evocará esos días con temblor, recordando la fragilidad de la vida. La peste produce horror, pero también tedio. Después de los sentimientos iniciales de terror o coraje, de indignidad o heroísmo, se extiende una emoción unánime de monotonía. “Al grande y furioso impulso de las primeras semanas había sucedido un decaimiento que hubiera sido erróneo tomar por resignación, pero que no dejaba de ser una especie de consentimiento provisional”. La sensación de fatalidad, de estar en manos de una calamidad sin término, embota la sensibilidad. Lo humano retrocede, el espíritu se adormece, lo biológico usurpa el lugar de lo racional. La monotonía se apodera de todo, aplanando los afectos y la capacidad de razonar: “La ciudad estaba llena de dormidos despiertos que no escapaban realmente a su suerte sino esas pocas veces en que, por la noche, su herida, aparentemente cerrada, se abría”. La peste acaba aniquilando los valores. La humanidad se desliza hacia el nivel de conciencia de una res en el matadero, que intuye su final sin reaccionar. Las epidemias matan el cuerpo y el alma. El coronavirus nos está recordando la importancia del contacto físico. El ser humano necesita tocar a sus semejantes, sentir su cercanía. “Los hombres no se pueden pasar sin los hombres”, escribe Camus. Curiosamente, esa necesidad a veces solo se hace visible cuando se propaga una catástrofe. “El único medio de hacer que las gentes estén unas con otras es mandarles la peste”. 
En Occidente, la crisis de la familia ha provocado que cada vez haya más personas aisladas. En los grandes espacios urbanos, los individuos se recluyen en apartamentos minúsculos y apenas se saludan en las zonas comunes. Las ciudades crecen al mismo ritmo que la soledad. Para Camus, el sufrimiento de los niños es particularmente insoportable. Cuando el doctor Rieux y su amigo Tarrou acompañan a un niño en su agonía, su tolerancia a la frustración se desborda, transformándose en airada protesta: “Ya habían visto morir a otros niños puesto que los horrores de aquellos meses no se habían detenido ante nada, pero no habían seguido nunca sus sufrimientos minuto tras minuto como estaba haciendo desde el amanecer. Y, sin duda, el dolor infligido a aquel inocente nunca había dejado de parecerles lo que en realidad era: un escándalo”. El Padre Paneloux se muestra comprensivo: “Esto subleva porque sobrepasa nuestra medida. Pero es posible que debamos amar lo que no podemos comprender”. El doctor Rieux no acepta este razonamiento: “Yo tengo otra idea del amor, y estoy dispuesto a negarme hasta la muerte a amar esta creación donde los niños son torturados”. Admite que no conoce la gracia divina y cuando el sacerdote le dice que lucha por el hombre, replica que solo pelea por la salud. Al igual que Dostoievski, Camus opina que “no hay nada sobre la tierra más importante que el sufrimiento de un niño” y “una eternidad de dicha” no puede compensar ese dolor. El padre Paneloux objeta que “el sufrimiento de los niños es nuestro pan amargo, pero sin ese pan nuestras almas perecerían de hambre espiritual”. Tarrou apunta que el dolor de los inocentes nos plantea un reto: la posibilidad de alcanzar la santidad. Amando, acompañando, cuidando, sacrificando nuestro bienestar para que otros vivan. Rieux contesta que no le interesa ser santo, ni héroe. Solo quiere ser hombre y ser solidario con los vencidos. Por la peste o por la historia.
La peste avanza y ya nadie se atreve a hablar de Dios. Perdura una esperanza tibia e insuficiente que solo es obstinación de vivir. Camus concluye que “todo lo que el hombre puede ganar al juego de la peste y de la vida es el conocimiento y el recuerdo”. Sin embargo, no se puede vivir solo de lo que se sabe y se recuerda. Si no esperamos nada, si percibimos la muerte como un límite insuperable, existir se convierte en una fatigosa carrera hacia la nada. Todos somos Sísifo, subiendo una penosa pendiente para despeñarnos por el vacío. Solo puede aliviarnos la ternura, el afecto que surge entre los humanos, tristes criaturas que han aprendido a contar las horas, sabiendo que cada minuto es un paso hacia el abismo. Todos los hombres son hermanos en el sufrimiento, en una desdicha que no se puede aplacar. Camus, humanista sin un ápice de cinismo, no condena a sus semejantes: “Hay en los hombres más cosas dignas de admiración que de desprecio”. 
Los espíritus verdaderamente grandes nos sitúan en el umbral de los interrogantes. No nos dan respuestas. Nos incitan a que –desde nuestra soledad– pensemos y recorramos nuestro propio camino. Camus nos cede la palabra, invitándonos al recogimiento. El que no sabe estar solo desconoce lo que es la verdadera libertad. Debemos buscar al otro por anhelo de fraternidad, no para huir de nuestros miedos. No hay que lamentar el aislamiento impuesto por las autoridades. Es una buena oportunidad para explorar nuestra intimidad y buscar un sentido a la vida.

"Gloria, pasión y muerte del soneto" por Carlo Frabetti


Llega la ancianidad y el gran sujeto
de tanta inspiración surge triunfante:
¡es la muerte que asoma en el terceto!

José María Rojas Garrido, «La vida es soneto»

Se atribuye a Giacomo da Lentini, poeta siciliano del siglo XIII, la invención del soneto, aunque es más probable que fuera el resultado de una combinatoria de estrofas simples (cuartetos y tercetos) de la que, por evolución memética, acabó emergiendo una composición dominante que, apadrinada por Dante y Petrarca, se impuso con rapidez en la floreciente poesía renacentista italiana, para reinar luego durante siglos en toda la lírica occidental.
El soneto se compone de dos cuartetos y dos tercetos de arte mayor, normalmente endecasílabos, y aunque admite ligeras variantes, su estructura canónica es ABBA ABBA CDC DCD: el primer verso rima en consonante con el cuarto, el quinto y el octavo; el segundo, con el tercero, el sexto y el séptimo; el noveno, con el undécimo y el décimo tercero; y el décimo, con el duodécimo y el décimo cuarto.
El extraordinario éxito del soneto se debe, en buena medida, a su estructura «dramática», que lo hace especialmente idóneo para expresar, de forma tan intensa como sucinta, el eterno drama de la pasión, tanto de la espiritual como de la carnal, lo que llevó al poeta colombiano José María Rojas Garrido a decir —en un soneto, naturalmente— que «la vida es soneto». En el soneto clásico, el primer cuarteto suele hacer las veces de planteamiento, y el segundo, de nudo, mientras que los tercetos ofrecen, con su comedido cambio de ritmo, un desenlace en dos tiempos: reflexión y conclusión. 
El soneto llegó a España —para quedarse— en el siglo XV, de la mano de Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, con sus «Sonetos fechos al itálico modo»; poco después fue aclimatado al castellano por Juan Boscán y Garcilaso de la Vega, y alcanzó su máximo esplendor en el Siglo de Oro.
Entre los cultivadores del soneto en lengua castellana, que fueron muchos y algunos muy buenos, destaca de forma clara —sobre todo por lo que a la cantidad se refiere— Lope de Vega, a quien se le atribuyen unos tres mil. Para alcanzar ese récord hay que escribir una media de un soneto diario durante nueve años, por lo que es razonable suponer que no todos los que salieron de la pluma de Lope obedecían a esa necesidad imperiosa de compartir las entretelas del alma de la que hablaba Rilke. Decía Jorge Guillén que hay muy pocos poetas verdaderos e incluso esos pocos lo son pocas veces. Es indudable que Lope era un poeta verdadero, pero no lo era siempre: los ejercicios de estilo y los juegos de palabras ingeniosos prevalecen a menudo en sus versos sobre la intensidad poética, como en el terceto final de uno de sus sonetos más famosos:

Espera, pues, y escucha mis cuidados,
pero ¿cómo te digo que me esperes,
si estás para esperar los pies clavados?

Es de suponer que el desmesurado Lope quería explorar a fondo las posibilidades de la poderosa composición poética llegada de Italia; pero, dada su proverbial competitividad, es probable que, de manera más o menos consciente, quisiera también colonizar el nuevo territorio literario agotando las rimas más jugosas. Y le faltó poco para conseguirlo: no es fácil escribir un soneto de corte clásico sin que ninguna de sus estrofas «suene a Lope».
Solemos pensar que el lenguaje ofrece un sinfín de posibilidades, pero no es así; su combinatoria es inmensa, pero no infinita, y si la sometemos a determinadas reglas y limitaciones, puede reducirse drásticamente. Y la rima es una limitación rigurosa, máxime en el caso del soneto, cuyos cuartetos requieren dos grupos de cuatro palabras que rimen en consonante. Veamos cuáles son estas dobles cuaternas en algunos de los sonetos más famosos de Lope:

Violante delante consonante espante – aprieto soneto cuarteto terceto
amorosos poderosos piadosos hermosos – sueño leño dueño empeño
extraño daño estaño año – decoro adoro oro toro
procuras oscuras duras puras – mío rocío desvarío frío
furioso animoso reposo receloso – esquivo vivo altivo fugitivo
haces satisfaces pertinaces capaces – agradezco merezco padezco ofrezco
embelecos secos huecos ecos – quimerista conquista alquimista vista
tuvo detuvo estuvo entretuvo – huesos presos besos impresos
bueno veneno sereno condeno – malo regalo igualo señalo
espalda falda esmeralda guirnalda – maravilla orilla humilla canastilla

Hay muchísimas palabras terminadas en «ante», entre ellas los participios activos de los verbos de la primera conjugación; y también hay bastantes terminadas en «eto», como las primeras personas del singular del presente de indicativo de los verbos terminados en «etar». Pero para muchas de las terminaciones anteriores no hay más de unas pocas decenas de candidatas aceptables, y solo disponemos de una docena de palabras terminadas en «uvo», por lo que hay pocas maneras poéticamente viables de juntar cuatro de ellas.
Dando un paso más en el camino de la esquematización, podemos clasificar los sonetos, desde el punto de vista formal, por la pareja de terminaciones de sus cuartetos. Así, los diez seleccionados serían de los tipos: ante-eto, osos-eño, año-oro, uras-ío, oso-ivo, aces-ezco, ecos-ista, uvo-esos, eno-alo, alda-illa.
Si ampliamos la muestra de diez a cincuenta sonetos, podemos hacernos una primera idea de la amplia combinatoria formal explorada por Lope:

aba-ío. aces-ezco, ada-aso, ado-eves, alda-illa, alma-ento, amo-era, ano-ales, ante-eo, ante-eto, año-oro, argas-ido, aro-elo, astes-istes, ecos-ista, edra-ada, ega-ura, ejas-osa, eles-oro, elo-ano, elva-oca, enas-ío, eno-alo, era-ece, eras-esto, erno-eres, erno-uma, ero-ida, ía-ada, ía-erra, ías-ado, ican-eza, idos-aros, ilo-aro, ipe-echo, ira-ando, iro-ando, oces-ondas, ones-eras, ora-ellos, ores-erno, osa-ones, oso-ivo, osos-eño. umbre-osas, ura-ena, ura-ojas, uras-ío, uro-anto, uvo-esos. 

Las escasas repeticiones que se observan en este centenar de terminaciones, parecen confirmar la sospecha de que Lope quiso explorar a fondo las posibilidades de la rima consonante en relación con una estructura tan exigente como la del soneto. Y es posible que él mismo empezara a notar esa sensación de escasez de recursos verbales que legó a sus sucesores, como podría desprenderse de uno de los sonetos incluidos en este breve análisis: Boscán, tarde llegamos… 
Y si Boscán y Lope llegaron tarde, ¿qué decir de los que vinieron después? No hay que olvidar que muchas rimas italianas son prácticamente iguales en castellano, por lo que incluso los primeros cultivadores españoles del soneto llegaron a un terreno ya colonizado por el dolce stil nuovo. Y si al legado italiano le añadimos los tres mil sonetos de Lope, más los de Santillana, Boscán, Garcilaso, Góngora, Calderón, Quevedo, Cervantes, Herrera, Sor Juana…, entenderemos las dificultades de los sonetistas posteriores al Siglo de Oro para llegar a ser algo más que epígonos.
El soneto murió de éxito. Un éxito fulgurante que llevó al agotamiento al amante insaciable —ora espiritual, ora carnal— en que lo convirtieron los insaciables poetas. De vez en cuando vuelve de la tumba invocado por algún viejo brujo del vudú literario, como Borges, y aún puede deslumbrarnos con su belleza ultraterrena; pero el soneto ya no es de este mundo, si alguna vez lo fue.

lunes, 16 de marzo de 2020

Pandemia, día tres

Un esputo en la acera, reciente, burbujeante. Bulle la virulencia del mal sin nadie a quien amarrarse. Espero que la lluvia lo sofoque pronto, que lo arrastre en su caudal de charcos y barro, en la limpieza natural de cada mes. Ha llegado el temporal dos días después de recluirnos, para amansarnos, para que la calle no nos atraiga con su cebo de sol. El agua quiere borrar el esputo de la acera, para despejarla de infecciones y de pisadas malsonantes. El tamborileo de la lluvia disimula ese silencio estremecedor que se había instalado en el ambiente, ese funesto lametazo del miedo que ha empapado las calles, las miradas, los balcones, las pisadas, las trayectorias. Me cruzo con una mujer mayor y se aleja de mí cuanto puede. La cabeza abajo, el paso trémulo, arrastra los zapatos en el suelo mojado. En la plaza, solo la estatua de bronce contempla atónita la fachada de la iglesia. Nadie a quien observar, nadie a quien atrapar para la conversación, para el saludo. 
Al esputo no se lo ha llevado el agua, resiste, se empecina en seguir apegado a la piedra. Es un ser vivo, como nosotros, un ser vivo que se aferra a la acera para no consumirse. Quizás mañana salga el sol, un sol fuerte, de caldera, y lo tueste para que podamos abandonar este gesto de estupefacción que nos deforma. Nadie, en esta sociedad de los seguros de vida y el día planificado, podía esperar que se nos despojara con tanta facilidad de los derechos burgueses contraídos con el sosiego y los banqueros. Nadie.     

sábado, 14 de marzo de 2020

Peste


En 1348 llegó la mortífera peste a la egregia ciudad de Florencia, más hermosa que ninguna otra en Italia, tras comenzar unos años antes en los países orientales y privarles de una innumerable cantidad de vidas. Se propagó sin cesar de un lugar a otro hasta extenderse miserablemente. No valía contra ella remedio ni saber humano, no nos valió limpiar la ciudad de muchas inmundicias ni prohibir la entrada a los enfermos. No valieron los consejos para mantener la higiene ni las rogativas de las personas devotas, ni las procesiones. Al principio de la primavera de dicho año comenzó horrible y sorprendentemente a mostrar sus dolorosos efectos. Como en Oriente, a varones y hembras les nacían en la ingle o bajo las axilas unos bultos, algunos de los cuales crecían como una manzana mediana, otros como un huevo, a los que las gentes llamaban bubas. Luego manchas negras o lívidas, indicio de muerte segura a los tres días de aparecer. Para curar la enfermedad no aprovechaba ni consejo de médico ni medicina alguna. Pocos eran los que sanaban. Y esta pestilencia fue más virulenta porque prendía de los enfermos en los sanos como hace el fuego cuando se acerca mucho a las cosas secas o grasientas. No solo el hablar o tratar con los enfermos contagiaba, sino también al tocar las ropas o cualquier otra cosa usada por los enfermos. No solo se contagiaba entre humanos, también las bestias se veían afectadas. Yo mismo asistí horrorizado al espectáculo de unos cerdos que hozaban entre las vísceras de un muerto de peste, se convulsionaron al poco y cayeron redondos al suelo como si hubieran tomado veneno.
Todo el mundo huía de los enfermos y de sus enseres. Los que podían se apartaban a casas donde no había enfermos y comían alimentos delicados y óptimos vinos, huyendo de todo exceso. Otros, de distinta opinión, afirmaban que el beber mucho y el gozar y el ir cantando y disfrutando por ahí, riéndose y burlándose de lo que ocurría, era la medicina más eficaz para tanto mal. Iban de día y de noche de una taberna a otra, bebiendo sin medida y asaltando las casas de quienes lo habían abandonado todo. Eso sí, siempre huían de los enfermos. 
Las respetables autoridades, tanto divinas como humanas, igual que los demás, enfermaban o morían o se habían quedado sin servidumbre. Algunos creían que era muy bueno perfumarse con hierbas aromáticas y flores contra el hedor de los muertos, las enfermedades y las medicinas. Muchos abandonaron sus casas, sus posesiones, a sus parientes y a sus cosas y buscaron el campo, como si el azote de la pestilencia solo fuera a castigar a los que vivían dentro de las murallas de la ciudad. El espanto llegó a tal punto que los ciudadanos se esquivaban entre sí, ningún vecino se ocupaba de otro y los parientes se visitaban pocas veces o nunca. Un hermano abandonaba al otro; el tío, al sobrino; muchas veces, la esposa a su marido; y, lo más grave, lo padres se desentendían de sus hijos, como si no fueran suyos. A los que enfermaban, que eran una multitud incalculable, solo les quedó el auxilio de los amigos incondicionales (muy pocos), o la avaricia de los criados, que servían por elevadísimos salarios. Era tanta la multitud de los que morían que, entre los vivos, surgieron hábitos contrarios a las costumbres primitivas de los ciudadanos. Se olvidó el ritual de los velatorios, y el de los entierros. La gente moría sin testigos y nadie lloraba por ellos. La mayoría solía gastar risas y bromas, y no existía la compasión femenina. Se enterraba al muerto en la primera sepultura que se encontraba libre. Los pobres enfermaban a millares al no poder salir de sus casas y al no ayudarlos nadie, con lo que morían todos. Se enterraba a los cadáveres más por el temor a la corrupción que por la caridad hacia los difuntos. Se metía más de un cuerpo en cada ataúd y, cuando faltaba sitio, se les metía en fosas comunes.
Entre marzo y julio se cree que más de cien mil personas perdieron la vida. Cuando la ciudad estaba casi vacía  de habitantes, siete jóvenes entre 18 y 28 años, unidas por la amistad y por el luto, se encontraron en la iglesia de Santa Mª de Novella. Pampinea les propuso a las demás huir de la tragedia al campo y así librarse de la muerte, a lo que Filomena y Elisa propusieron buscar a tres hombres jóvenes con los que pasar el exilio con mayor liviandad...       

jueves, 12 de marzo de 2020

La emergencia

Consejeros de una comunidad cualquiera de nuestras Españas. Taberna "El Pilón".

-Consejero 1: ¡Joder, presidente, qué huevos tiene! Con los micrófonos delante, les suelta a los docentes lo gandules que son, "que se olviden de quince días de vacaciones por la cara". Ni uno de Vox se habría atrevido a más, es usted la polla, ¡olé sus huevos toreros!
-Consejera 2: Es usted mi ídolo, que se enteren esos rectorcillos y maestrillos de que aquí mandamos nosotros. ¿Cómo se le ocurre cerrar la universidad sin nuestro permiso?
-Presidente: A ver si aprendéis, nenes, lo primero son nuestras falanges. Y nuestras falanges están contra los profesores, así que, ya sabéis, decidles a ellos, nuestros votantes, lo que quieren oír.
-Camarero: Hombre, lo único que ha hecho el rector ha sido tomar ejemplo de lo que pasó en Italia, para no cometer los mismos errores.
-Consejera 2: Eso, que ahora vosotros, los del sector servicios también sabéis de emergencias. Sírveme otro pacharán y tira para la barra.
-Consejero 1: ¡Hostias, presidente! Que acaba de recomendar Sánchez el cierre de los centros educativos. ¿Ahora qué hacemos, después de lo que ha dicho esta mañana?
-Presidente: Se va a enterar Sánchez. Yo cierro los centros, pero la culpa no es mía. La mierda para él. Nuestras falanges ya saben de qué lado estoy y a este niñato le voy a calentar la cara otra vez delante de los micrófonos.
-Camarero: Pero él habrá seguido las instrucciones de la autoridad sanitaria.
-Consejera 2: ¿La autoridad sanitaria? Anda, tira. Si no sabes ni poner dos hielos en el cubata.
-Presidente: Tú sírvenos otra ronda, que vamos de comparecencia. Dos en un día y sin sacarla, soy un semental.    

Pandemia

Esta obsesión por la exhibición permanente
a la que la sociedad moderna
nos somete cada día.
Esta obsesión por opinar,
juzgar
y luego linchar.
Este placer por degollar
la lógica, el humanismo,
por no acariciar
las palabras,
la belleza,
los trazos delicados del artista.
Esta obsesión por acumular
papel higiénico
y sacos de lentejas,
por no quedar como tonto
o como el último de la fila.
Esta pandemia de la idiotez
que ha invadido los despachos,
las calles, los bares, las universidades,
los prostíbulos, los campos de fútbol
y las tiendas de comestibles.
Esta incuria de la razón,
sometida, como siempre,
al imperio de la supersstición,
del miedo,
de las vírgenes en andas.
Esta insania de ahora
y de siempre,
que sorprende,
porque no se alivia con los siglos.

sábado, 22 de febrero de 2020

"La edad de la penumbra", Catherine Nixey


Demoledor ensayo sobre el papel del cristianismo en la pérdida de la cultura clásica. Catherine Nixey desarrolla un trabajo bien documentado sobre los primeros siglos del cristianismo en el Imperio romano (desde Constantino hasta el siglo VI). Cualquiera que esté familiarizado con la literatura y la cultura clásicas se sorprende de la brecha entre el mundo clásico y la Edad Media y sospecha que algo extraño debió ocurrir para semejante retroceso. Nixey nos da las pruebas (las pocas que han subsistido) y enhebra un relato entretenido sobre la labor de acoso y derribo del mundo clásico. Sí, en los monasterios y conventos se preservó parte de la cultura clásica, la pequeña porción que no había sido esquilmada por la misma Iglesia en siglos precedentes. Como la autora repite, había que hacer desaparecer al demonio, y el demonio se encontraba en cada estatua de Atenea, en cada templo dedicado a Zeus, en cada libro escrito por paganos, en cada fiesta lúbrica dedicada a Dionisos. Se prohibió, se quemó, se derruyó, se asesinó, se persiguió con saña y con un plan preconcebido a todo lo que oliera a paganismo griego o romano. Lo raro es que haya quedado algo de ellos (según Nixey, menos de un diez por ciento de sus producciones artísticas). Es conmovedor el relato de las piras de libros, el asesinato de Hipatia, el abanderamiento de la ignorancia o la obsesión por dictar decretos de demolición contra una cultura superior. Sí, hubo un tiempo en que cristianismo y Estado Islámico compartieron consignas.

Algunos extractos de la obra:

"En el siglo II d. C. el cristianismo podía considerarse a sí mismo como la única verdad, pero para la mayoría de la gente era un culto oriental excéntrico y con frecuencia irritante".

"Celso no solo estaba irritado por la falta de educación de esa gente. Era mucho peor que, de hecho, celebraran la ignorancia. Declaraban, escribió que "la sabiduría es abominable y la ignorancia un bien", una cita casi exacta del libro de los Corintios".

"La expansión del cristianismo es la historia de una conversión forzosa y de una persecución gubernamental. Es una historia en la que se destruyeron grandes obras de arte, se profanaron edificios y se suprimieron libertades. Es una historia en la que se consideró fuera de la ley a quienes se negaron a convertirse, se los acosó a medida que la persecución se intensificaba y hasta fueron ejecutados por unas autoridades fanáticas. Las breves y esporádicas persecuciones romanas de cristianos palidecen en comparación con las que infligieron los cristianos, incluyendo a sus propios herejes. Si esto parece inverosímil, tengamos en cuenta un simple hecho; en el mundo actual hay más de dos mil millones de cristianos, pero no hay ni un solo auténtico pagano".

"La literatura clásica no solo cuestionaba la realidad de los seres divinos, sino que con frecuencia se reía de ellos. Las obras de filosofía griega y romana estaban llenasd e chistes incisivos que se burlaban de la religión".

"Basilio animaba a quemar las obras clásicas, según él esa censura eclesiástica era una forma de amor. Así como Agustín defendía golpear a los herejes con varas como forma de cuidado parental".

"Quemar libros era algo aprobado e incluso recomendado por las autoridades de la Iglesia. (...) La costumbre cristiana de quemar libros gozaría de una larga historia".

"Los monjes medievales, en una época en la que el pergamino era caro y el aprendizaje clásico se consideraba despreciable, cogían piedras pómez y raspaban los últimos ejemplares de las obras clásicas de arriba abajo (...) La prueba de los manuscritos supervivientes es clara, en algún momento, alrededor de 100 años después de que el cristianismo llegara al poder, la transcripción de los textos clásicos se reduce drásticamente (...) Estaba teniendo lugar u lento pero devastador borrado de la literatura clásica. Lo que aseguró la casi total destrucción de las literatura latina y griega fue una combinación de ignorancia, miedo y estupidez (...) Se ha estimado que menos de un diez por ciento de toda la literatura clásica ha sobrevivido. En el caso del latín es aún peor, solo se conserva un uno por ciento de toda la literatura latina. Si esto era preservación -como a menudo se ha afirmado-, entonces se llevó a cabo con asombrosa incompetencia".

"Los pastores cristianos, fervorosos y controladores como eran, decían que el teatro era basura. Basura pecaminosa y demoníaca, una "depravación", una "peste", una "deformidad", una "locura obscena"".

"Con el tiempo, la desaprobación de los clérigos se vio reforzada por la ley. Los festivales paganos, con su exuberante alegría y sus danzas, se prohibieron. El rechazo a estos había estado presente durante décadas; el propio Constantino había mostrado su desdén por los festivales de los impíos paganos llamados "religiosos" y por las ebrias y desenfrenadas fiestas en las que "bajo la apariencia de la religión, sus corazones se dedican al disfrute libertino".   

jueves, 20 de febrero de 2020

"Qué quieren las mujeres?" por Carlo Fabretti


En 1925, mientras Freud psicoanalizaba a la princesa Marie Bonaparte, se produjo una súbita inversión de roles y fue el analista el que mostró un retazo de su lado oscuro —lo que él llamaba «el inconsciente»— al proclamar: «La gran pregunta sin respuesta a la que yo mismo no he podido contestar a pesar de mis treinta años de estudio del alma femenina, es la siguiente: ¿qué quieren las mujeres?».
Lo que Freud debería haberse preguntado, y con él millones de hombres, es: «¿Por qué no puedo hallar la respuesta a esa pregunta?», o incluso: «¿Por qué me hago esa pregunta?»; pero seguramente tales metapreguntas no tenían cabida, hace cien años, en la cabeza de un hombre inmerso en la lógica patriarcal, aunque la cabeza fuera tan grande como la de Freud.
Y sin embargo «la gran pregunta sin respuesta» ya había sido respondida muchas veces, y desde hacía mucho tiempo. Por ejemplo, en una leyenda artúrica que le oí contar, hace muchos años, al gran narrador oral británico Tim Bowley, recientemente fallecido. Una leyenda que contiene una gran verdad; una de esas verdades tan grandes que a duras penas caben en las historias reales y buscan acomodo en el más vasto territorio de la imaginación:
Cuando el rey Arturo era joven, se adentró sin darse cuenta en los dominios del Caballero Oscuro, que lo capturó y lo amenazó con matarlo si en el plazo de un año no encontraba la respuesta a una pregunta, y la pregunta era: ¿Qué es lo que realmente desean las mujeres? Arturo buscó la respuesta por todas partes y encontró muchas, es decir, ninguna: amor, belleza, seguridad, prestigio, fortuna, hijos… Al final, cuando estaba a punto de expirar el plazo, le dijeron que había una bruja que conocía la verdadera respuesta, y Arturo fue a consultarla. Y la bruja, que era horriblemente fea, le dijo que solo le revelaría la respuesta si Galván, el más noble caballero de la Mesa Redonda, se casaba con ella. Galván aceptó para salvar a su rey y amigo, y la bruja dijo que lo que las mujeres deseaban realmente era decidir sobre su propia vida.
El Caballero Oscuro quedó satisfecho con la respuesta, Arturo se salvó y Galván se casó con la bruja, tal como había prometido. Y la noche de bodas, en la cámara nupcial, la bruja se convirtió en la más hermosa de las mujeres y le dijo a su esposo: «Esta es mi verdadera naturaleza, pero solo podrás disfrutar de ella la mitad del tiempo. Puedo ser fea de día, a la vista de todos, y hermosa de noche, en la intimidad. O hermosa de día y fea de noche, elige». Y Galván contestó sin dudarlo: «Elige tú lo que prefieras». Y entonces ella dijo: «Esa es la respuesta correcta, y como premio por respetar mi voluntad seré hermosa de día y de noche».
Las mujeres, al igual que los hombres, quieren elegir. Así de sencillo, así de difícil. No en vano las primeras feministas organizadas como tales fueron las sufragistas, que reclamaban el derecho a votar, es decir, a participar en las «elecciones» por antonomasia. Reclamaban su derecho a decidir, a elegir entre las distintas opciones.
Y en otro orden de cosas, no es casual que Corín Tellado sea la escritora española más leída después de Cervantes. La clave del extraordinario éxito de sus novelas románticas (mejor dicho, «rosa»: nada que ver con Werther) es que en casi todas ellas la protagonista se debate entre dos pretendientes. En un mundo y en un terreno en el que las mujeres son —o no son— los objetos de deseo de los hombres, sujetos principales y a menudo únicos, las «chicas de Corín» pueden elegir y han de afrontar la responsabilidad y el riesgo de hacerlo, lo que las convierte en verdaderas protagonistas y las conecta con el deseo profundo de las lectoras. La respuesta que Freud aún no había encontrado a los setenta años, ya la conocía Corín Tellado a los diecinueve, cuando publicó su primera novela.
Y la fórmula sigue funcionando, a pesar de los avances conseguidos por el feminismo en las últimas décadas. No importa que los galanes en liza sean un vampiro y un licántropo, como en la saga Crepúsculo: la chica es la que elige, la autora es una mujer y el público es eminentemente femenino.
Pero tanto Corín Tellado como sus numerosas epígonas seducen a sus congéneres más ingenuas con el señuelo de una elección sucedánea, pues elegir entre dos hombres no es mucho mejor que ser elegida por uno, y la aparente liberación no es más que una puesta al día de la antigua sumisión. «El destino de la mujer es el hombre» sigue siendo el mensaje, por más que se le añada al proceso subordinatorio un grado de libertad. Y de ahí una de las consignas históricas del feminismo más combativo: «El hombre es el pasado de la mujer».

domingo, 16 de febrero de 2020

"La épica del naufragio en el Ulises de Joyce" por Stefano Cazzanelli



Escrito entre 1914 y 1921 y publicado en 1922, el Ulises de Joyce es uno de los libros más difíciles jamás escritos. No es una novela —aunque Joyce se empeñaba en llamarla novel—, ni un ensayo; no es épica ni periodismo. Es todo esto y su superación: una confluencia de estilos, un bullir de personajes, sensaciones, lugares sin pies ni cabeza en los que todo fluye; un remolino donde perderse: la Caribdis que Homero ahorró a Ulises, Joyce nos la arroja sin ninguna piedad.

Los personajes principales, Bloom y Stephen, son antihéroes, unos vencidos; víctimas del mundo moderno en el que los grandes ideales no tienen derecho de ciudadanía y en el que triunfa únicamente la cotidianidad decadente. Paul Bourget, psicólogo y crítico literario contemporáneo de Joyce —muy influyente en las tesis de Nietzsche sobre el nihilismo—, definía como decadente aquella literatura en la que la parte predomina sobre el conjunto, la página sobre el libro. Flaubert, Stendhal o Baudelaire eran ejemplos de este espíritu decadente que Joyce retoma y relanza con una fuerza inaudita: mientras que en Baudelaire la parte se sustenta heroicamente independiente del todo, en Ulises las partes fragmentadas se precipitan al pozo sin fondo de lo absurdo en el que fluye la existencia humana. No es arte decadente, no es wagnerismo literario, sino cacofonía de significados y de estilos, de emociones e instintos, sonidos y símbolos a la Stockhausen puestos al albedrío de una conciencia sin puertas ni ventanas que discurre encerrada en su propia inmanencia.

En Ulises la realidad de Dublín, como la de sus habitantes, es descrita con una fidelidad maniática en cada detalle, tanto que se suele decir que, si la capital de Irlanda fuera reducida a escombros por algún cataclismo, gracias a la obra de Joyce se podría volver a reconstruir de manera exacta. Sin embargo, todo este realismo no está al servicio de la realidad, como si esta fuera el origen del significado de aquello que tenemos ante los ojos: es, al contrario, puesto al servicio de un simbolismo aturdido que abandona a la conciencia solipsista del yo la tarea de definir el sentido de lo que aparece. La realidad es un signo cuyo significado está determinado únicamente por la conciencia de cada uno de nosotros, una conciencia que fluye y arrastra en dirección a su «hacia-ningún-lugar» todo aquello que encuentra en su camino. El famoso stream of consciousness es por tanto el único medio estilístico que permite dar voz a la construcción del sentido de la realidad: un flujo que, como Penélope con su tela, se construye con los restos de aquello que hace un instante ha destruido.

De aquí deriva la dificultad enorme a la que el lector se encuentra sometido: intentar penetrar en la conciencia de Bloom, de Molly o de Stephen significa seguir los vuelos pindáricos de sus mentes, las conexiones bizarras de sus subconscientes (Ulises está enteramente impregnado de Freud), los flujos y reflujos de sus deseos. Pero he aquí el problema: la vida inmanente no es lineal, no es objetiva, es un zigzaguear completamente subjetivo, oscuro y terrible del que dejamos emerger solo un destilado muy pequeño de la luz del sentido comprensible y comunicable, la mayoría de las veces conformista, sujeto a valores tradicionales, religiosos, históricos, patrióticos… Bajo la punta del iceberg racional bulle la conciencia inconexa del yo, sumergida en las aguas negras de las pasiones, las pulsiones, los resentimientos, las envidias; una materia originaria informe que no se puede plasmar y que hay que limitarse a escuchar para intentar captar algún indicio, quizá el eco de un acontecimiento del pasado —una mirada, un gesto, el encenderse de una cerilla— que, enganchándose en el subconsciente, ha generado una infección que guía toda nuestra vida:

A menudo he pensado desde entonces al mirar atrás hacia aquel extraño episodio que fue aquella pequeña acción, trivial en sí misma, aquel encender una cerilla, lo que determinó todo el curso posterior de nuestras dos vidas.

En esta Dublín fluida lo ínfimo está al mismo nivel de lo sublime: el encender una cerilla puede incluso ser más determinante que la muerte de un amigo. En un universo sin criterio, sin valores, ¿quién determina lo que es bueno y lo que es malo? ¿Lo que es ínfimo y lo que es sublime? Los valores, el orden de la verdad constituida, religiosa o política, son aquello que intenta encauzar la fuerza de la corriente vital, darle un sentido. Haciendo esto, sin embargo, limitan y finalmente bloquean la fuerza expresiva del yo: la historia, la tradición y su legado, son unas sirenas que devoran nuestro progreso existencial y transforman la vida en una crisálida vacía. La vida no se puede comprender, es imposible determinarla, definirla; se puede únicamente vivir, es decir, acompañarla en sus flujos: «¿Cómo se puede ser propietario del agua en realidad? Siempre fluyendo en el fluir, nunca es la misma, que en el fluir de la vida rastreamos. Porque la vida es un fluir».

El Ulises de Homero anhelaba volver a su Ítaca, emblema de la tierra patria, a los brazos de su esposa Penélope (la virtud de la fidelidad y de la continencia); su viaje tenía una meta clara y su vida unos valores incorruptibles: amistad, honor, castidad, coraje, etc. Ulises-Bloom en cambio aborrece la vuelta a su casa porque sabe que Molly, su mujer, le está traicionando. Es un desheredado, un judío errante en tierra católica, que para ganar tiempo se dispersa en lo que le rodea, en la ciudad, sin meta. Y sin embargo no renuncia a afirmar una identidad suya: sobrevive en él un deseo profundo de dar una forma a la masa caótica de la existencia; desea ser padre, ser acogido por sus amigos y compañeros del trabajo, desea una casa y una vida nueva en la que los acontecimientos y las cosas estén en sus casillas y no encerrados desordenadamente en un cajón como los muebles de su salón. Pero son precisamente estos deseos los que le vuelven ridículo y torpe, un ser patético para el que el impulso hacia el ideal es una simple ensoñación cuyo único fin es apartarle de su triste realidad: su hijo ha muerto, sus compañeros no le aguantan y se ríen de él, su casa es vieja y descuidada, las mujeres le ignoran.

Lo mismo pasa con Stephen-Telémaco, un joven idealista que busca realizarse como poeta, un chico atractivo y caprichoso que rechaza sus raíces (la fe católica representada por su madre, que muere sin que él haya atendido su último deseo), engreído cuando defiende sus tesis sobre Shakespeare, sus tesis políticas o religiosas. Como Bloom él también se dispersa en la Dublín católica, convencional, sometida a la dominación inglesa y víctima, por otra parte, de un nacionalismo ignorante. Terminará emborrachándose en un prostíbulo, golpeado en la cara por un soldado y sin dinero: justamente lo contrario de lo que deseaba.

Deseos partidos, ideales que intentan ordenar la trama de la vida, darle un sentido. Bloom y Stephen, padre sin hijo e hijo sin padre, son dos personajes que naufragan en el mar de la existencia sin sentido justamente por causa de su intento vano de llegar a una meta. Entre estas dos hipóstasis la relación es imposible. Y lo es porque buscan un ideal, una ascesis de la vida capaz de darle un valor, algo espiritual y por tanto paterno: la paternidad, de hecho, no se plasma en la carne —como la maternidad— sino solo en el espíritu. La paternidad es aquello que rompe el vínculo con la carne: el padre es el que corta el cordón umbilical, el que abre al hijo al mundo, al partir la relación cerrada con la madre. La paternidad verdadera es educación, es decir, conducir a alguien fuera de sí mismo hacia otra cosa (e-ducere) y en este sentido es lo que asigna una forma a la mera vida biológica, a la materia instintiva, pasional, carnal. Todo Ulises es la búsqueda de una paternidad imposible, de un vínculo estable que sepa encauzar lo irracional de la existencia hacia un ideal transformando la vida biológico-animal en una existencia humana heroica, en un viaje hacia el descubrimiento de uno mismo. En la Dublín de Joyce, sin embargo, la paternidad ya no está (el padre de Bloom ha muerto suicida), ya no genera (su hijo Rudy murió con solo once días de vida); el vínculo padre-hijo es irreversiblemente dialéctico.

¿Qué meta le queda entonces al hombre de Joyce? Si la épica del espíritu ya no es posible, entonces no queda otra cosa que abandonarse a la «épica del cuerpo humano» (con estas palabras Joyce definía su odisea en una carta de 1918 al amigo Frank Budgen). La síntesis entre Padre e Hijo no es el Espíritu Santo paterno, sino la Santa Madre Tierra, el abandonarse al cuerpo y a sus pulsiones, a sus tendencias fisiológicas. Bloom lo admite abiertamente cuando, en una de sus visiones, mientras se encuentra en un prostíbulo, afirma: «Ay, tengo tantas ganas de ser madre». Molly-Penélope, la esposa infiel, promiscua, licenciosa, es el único personaje capaz de domar lo irracional en la medida en la que se abandona a ello. Se podría quizá hablar de una «épica del naufragio». Su vida no tiende a un ideal, a un valor. Ella simplemente vive, afirma la vida.

El gran «sí a la vida» de Nietzsche resuena en la última frase de Ulises cuando, al final del largo monólogo, Molly Bloom afirma: «yes I said yes I will Yes».

martes, 11 de febrero de 2020

Ejercicios de desintoxicación


El domingo pasado comenzamos con los ejercicios de desintoxicación para alumnos de 1º de bachillerato. Se trata de embarcarlos en un proyecto periodístico, sacarlos de las aulas y llevarlos de aquí para allá con el fin de que ejerzan la labor de un periodista profesional. Fuimos al teatro Buero Vallejo de Alcorcón y bajo la dirección de una periodista de verdad, Mª José Celada (del programa "Hazte Eco"), se entusiasmaron con el oficio del cronista de campo. 
Se están desintoxicando de las aulas. Porque las seis horas diarias que pasan en el instituto sometidos a todo tipo de monsergas y a una pasividad de ameba, son ponzoñosas, tóxicas, abotargan. Daría igual sacarlos para ejercer el pastoreo, el cultivo de la vid, para hacer teatro, para bordar tapetes de ganchillo, para atrapar drones con cazamariposas..., cualquier actividad que suponga una emoción, una conexión directa con la vida. 
Sí, empezamos el domingo con los ejercicios de desintoxicación, el problema es no administrarlos con la asiduidad necesaria. La rutina, el plomo y el adocenamiento no son materiales dúctiles ni nutritivos, no sé por qué nos empeñamos en instruir de esta manera (bueno, algo sospecho). La Institución Libre de Enseñanza ya descubrió, hace más de cien años, que estos métodos son inútiles para formar espíritus libres. Propuso otros muy atractivos, que a la sociedad capitalista, al parecer, no le convienen: incentivan en exceso el espíritu crítico, se entusiasman y no favorecen la competitividad. Bueno, me voy a clase, debo administrar a mis alumnos la pastilla diaria para aletargarlos (a ellos y a mí). 

martes, 4 de febrero de 2020

Una novela sobre Pérez Reverte


Después de leer "Sidi" de Pérez Reverte, se me ha ocurrido un posible argumento para una novela. El protagonista sería Arturo, armado hasta los dientes, con chaleco antibalas y casco de vikingo. Saldría a correr aventuras para enseñarles a los youtubers a manejar un machete en el enfrentamiento cuerpo a cuerpo. Y se daría de bruces contra un mundo blando y sin redaños, que lo tendría siempre de una mala hostia continua. En la segunda salida, lo acompañaría Javier Marías, un escudero cascarrabias, encalabrinado contra la vida moderna. Los dos, montados en sendas motos de gran cilindrada, patrullarían las calles de Madrid para escupir a los idiotas (según ellos el 90 % de la gente), deslumbrar a hembras de gran tetamen y recuperar el ardor guerrero entre hombrecillos de tres al cuarto que andan sin virilidad por las aceras. Demasiados estereotipos, no. Pues sí, lo mismo que ocurre con los personajes de Sidi (de ahí la influencia). Creo que no la voy a escribir.