domingo, 3 de junio de 2018

"Los cuenteros de Zacapa" por Mario Vargas Llosa


Si va usted a Guatemala, después de visitar las estelas y pirámides mayas y esa joya colonial que es Antigua, le ruego que vaya al Oriente del país y haga un alto en la ciudad de Zacapa. Esta es una región menos turística que otras pero, raspando un poco, está también llena de sorpresas y maravillas. Para comprobarlo, diríjase sin vacilar a la Tercera calle, en el barrio de Las Flores, donde, en el número 1794, encontrará una antigua casa que ostenta este título singular en su fachada: “Asociación zacapaneca de contadores de cuentos y anécdotas”.
La señora Vilma Elizabeth Sánchez, que preside la institución, le explicará que esta tiene ya treinta y tres años de fundada y que su razón de ser es perpetuar la “oralidad” del valle medio del río Motagua, un territorio que, además de ser candente y famoso por su ron, es el más fértil del país y acaso de toda Centroamérica en el antiquísimo y civilizado arte de inventar y contar historias. La “oralidad” quiere decir la preliteratura, aquella que existía solo gracias a la voz humana, antes de que apareciera la escritura. Y esta misma señora, de canas y maneras elegantes, o uno de los socios, por ejemplo, el joven poeta y cuentacuentos Jorge Pinto, le revelará que la gente de Zacapa, después del trabajo, cuando cae la tarde y disminuye el calor, suele sacar sus sillas y mecedoras a las altas veredas de la calle; y, mientras toman el fresco reparador y van viendo aparecer las estrellas en el cielo, se refieren historias que engalanan los recuerdos o los sustituyen con fantasías tenebrosas o amables, de amores o aventuras, realistas o fantásticas, una tradición que aquí sigue siempre sana y robusta en tanto que va desapareciendo poco a poco en el resto del mundo. Zacapa es uno de esos islotes que todavía mantienen viva aquella viejísima costumbre de crear historias con la imaginación y la palabra, y contarlas para vivirlas y hacerlas vivir a quienes las escuchan. Me conmueve mucho la idea de todo un pueblo que espera el anochecer fantaseando una vida paralela a la real, más intensa, variada y atrevida que la meramente vivida, una vida que nos desagravia de lo que le falta a la verdadera para hacernos felices.
Esta es la más antigua de las tradiciones de la humanidad, un quehacer que han practicado todas las culturas del planeta sin una sola excepción, la más exclusivamente humana que exista y que yo he tenido la suerte de ver operando en lugares y pueblos tan alejados entre sí como los sertones del interior de Bahía, donde los contadores de cuentos ambulan de feria en feria y se acompañan con vihuelas y guitarras, en la ciudad de Peshawar en Pakistán (en la que, en la calle de “Los contadores de cuentos”, por unos pocos centavos, unos aedas a menudo ciegos recitan historias a los visitantes (solo que en lengua pastún), o entre las aldeas machiguengas dispersas por la Amazonía peruana. Me ha impresionado descubrir que esta costumbre que arrancó en los albores de la historia humana todavía vive y colea en esta ciudad del oriente guatemalteco en la que las iglesias católicas y los templos evangélicos se disputan las calles y las plazas y una esbelta glorieta decimonónica (donde todavía debe de haber retretas con banda de música los domingos que frecuentan las parejas de enamorados) preside su parque central.
Contar cuentos es el antecedente remoto de la literatura, de la historia, de las religiones, y acaso, indirectamente, la locomotora del progreso. La “oralidad” contribuyó de manera decisiva a impulsar la civilización desde las épocas de la caverna, el canibalismo y las pinturas rupestres hasta el viaje de los hombres a las estrellas. Los cuentos, las historias inventadas, hacían vivir más a nuestros ancestros, sacaban a hombres y mujeres de las cárceles asfixiantes que eran sus vidas y los hacían viajar por el espacio y por el tiempo, y vivir las vidas que no tenían ni tendrían nunca en su menuda y escueta realidad. Salir de sí mismos, ser otros, otras, gracias a la fantasía, nos entretiene y enriquece. Pero, además, nos enseña lo pequeño que es el mundo real comparado con los mundos que somos capaces de fantasear, y asimismo nos incita a actuar para que nuestros sueños se vuelvan realidades. El progreso nació así, de la insatisfacción y el malestar con el mundo real que inspiraba a los humanos la misma ficción que los hacía gozar.
Las historias que inventamos constituyen la vida secreta de todas las sociedades, aquella dimensión de la existencia que aunque no tuvo nunca ocasión de realizarse, de alguna manera fue vivida por los seres humanos, en la incierta realidad de los deseos, las fantasías, las pesadillas, las invenciones, toda esa proyección de la vida que no tuvimos y por eso debimos inventarla. Ella existió siempre en la memoria de las gentes, pero solo la fijó y le dio permanencia objetiva la escritura, muchos siglos después de que naciera, alrededor de las fogatas, cuando nuestros antepasados, aquellos bípedos más animales que humanos todavía, se contaban historias en la noche para olvidarse del miedo al trueno, a las apariciones y a las fieras y a los miles de peligros que los acechaban por doquier.
La Asociación de Zacapa tiene 28 miembros cotizantes, porque a ella la mantienen sus socios, no el Estado ni el Gobierno, que jamás han puesto dinero en esta institución ni ella se lo ha pedido: es la sociedad civil la que la creó y la mantiene. Ocupa una amplia y hermosa casa de techo de tejas y un pequeño jardín donde crece un mango altísimo. A su sombra se celebran recitales y sesiones donde los cuenteros profesionales o espontáneos hacen las delicias de un público en el que se mezclan niños y viejos y todas las clases sociales. La asociación dispone de una biblioteca y una sala de lectura, graba las improvisaciones, publica antologías y cada cierto tiempo dedica una función exclusivamente a los niños, para aficionarlos y despertar entre ellos vocaciones de cuentacuentos. Asimismo, lleva narradores orales a los colegios, a los sindicatos, a las cárceles.
También mantiene vínculos con otras organizaciones de la misma índole, en Guatemala y en el extranjero, y a veces recibe contadores de otras lenguas y geografías. Y también envía a sus mejores cuentistas a otros países a participar en ferias y espectáculos dedicados a la “oralidad”. En una de las paredes veo, por ejemplo, carteles de una expedición que “los cuenteros de Zacapa” hicieron a los Estados Unidos, donde actuaron en Chicago y en Miami. Hay voluntarios que asean el local, preparan las funciones y las promocionan.
Zacapa ya es conocida en el mundo por el ron que produce, una de esas bebidas ardientes de las que no me atrevería a hablar porque nunca las he probado. Pero debería serlo también por sus cuenteros y por mantener viva aquella herencia que llega hasta nosotros desde las remotísimas épocas prehistóricas, y gracias a la cual la vida ha sido menos incomprensible, dura y rutinaria, tanto que nos vimos obligados para no extinguirnos de tristeza, a inventarnos esa magia, inventar y contar, a fin de hacer la vida más digna y llevadera. Sin ella nunca hubieran nacido los libros de Cervantes ni los dramas de Shakespeare, y acaso jamás habríamos renunciado al garrote, ni a beber la sangre de los enemigos.

domingo, 27 de mayo de 2018

"Antiguas influencias" por Antonio Muñoz Molina



Max Aub no llega a desaparecer nunca y nunca llega a estar del todo presente, reconocido y visible en la cultura literaria española. “Vuelvo, pero no vuelvo”, dijo al llegar a España en 1969, después de 30 años justos de exilio, para indicar que no regresaba sino que venía de visita, porque le parecía indecente regresar y establecerse en el país de la dictadura. Hay algo muy suyo en ese sí pero no, no pero sí, un indicio de su condición inquieta, en lo político y en lo vital, siempre en zonas fronterizas, entre identidades mezcladas y dudosas, entre lealtades a las que nunca se entregaba del todo, con la sola excepción de su lealtad a la República española.
Era cordial y también parece que era agrio, de ángulos tan secos y afilados como los que tiene a veces su prosa. Era español en México y judío sin adscripción religiosa ni sionista; era socialista pero los socialistas lo expulsaron del partido al mismo tiempo que a Juan Negrín, y solo le devolvieron el carnet cuando llevaba muchos años muerto. Pareció que volvía a los teatros cuando Juan Carlos Pérez de la Fuente dirigió hará 20 años un montaje espléndido de su tragedia San Juan, pero un poco después ya se había ido de ellos o lo habían echado de nuevo. Y sus novelas están y no están, en ediciones dispersas y descatalogadas, en librerías de segunda mano, novelas en gran medida invisibles en la narración oficiosa de la literatura española de posguerra. Está bien acordarse de La colmena, de Nada, La plaça del diamant, Tiempo de silencio. Pero a lo largo de los años en que esas novelas se publicaban en la España sombría Max Aub estaba escribiendo y publicando en México, en un robinsonismo tenaz de escritor extranjero y sin público, un ciclo narrativo de ambición asombrosa, con una cualidad testimonial como la de Arturo Barea, con una fecundidad de invención novelesca que no había existido en español desde Pérez Galdós.

Los cinco volúmenes de El laberinto mágico los editó Alfaguara en los últimos años setenta, con aquella austera dignidad de sus diseños de entonces. Algo de esa belleza, visual y táctil, la ha rescatado ahora en Granada la editorial Cuadernos del Vigía, que vuelve a publicar esa incomparable secuencia narrativa en la que está contenida entera la Guerra Civil. Hace 40 años era imprescindible leer esas novelas para aprender algo sobre una España vencida y proscrita. Ahora su lectura es más urgente todavía, en parte como un antídoto de lucidez y complejidad contra las nuevas simplificaciones entre sectarias y blandengues que están imponiéndose; en parte, también, como ejemplo de una literatura que abraza sin apuro la narración de lo real y al mismo tiempo se atiene a un rigor inflexible de estilo y a un empeño de exploración formal.

Max Aub vuelve cuando parecía haberse ido, desde lugares inesperados, entre inquieto y furtivo, nunca aceptado del todo, nunca ausente a pesar de las rachas de silencio. Es como esas semillas de muy lenta germinación que sin embargo resisten bajo tierra a las peores sequías. A los pocos días de encontrar la nueva edición de El laberinto mágico pongo al azar la televisión y encuentro recién empezada una película que no había vuelto a ver en treinta y tantos años pero que reconozco de inmediato: la cara triste y perpleja de Ovidi Montllor, los ojos grandes de Marilina Ross, los rasgos leñosos y la voz áspera de Francisco Algora, la comitiva de refugiados y de soldados vencidos que avanza por una carretera. Estaban poniendo en La 2 Soldados, de Alfonso Ungría, que está basada en gran parte en Las buenas intenciones, de Max Aub, y que recoge temas y atmósferas de El laberinto mágico: los días finales de la guerra, la retirada de los soldados de la República hacia el puerto de Alicante, donde se rumoreaba que podrían encontrar refugio en barcos extranjeros y escapar así a la venganza segura de los triunfadores.

Debí de ver esa película el año 1978, en Granada, en un cine, en una época en la que el cine era un estímulo estético tan poderoso como la literatura. Volví a la sala dos o tres veces, a lo largo de los pocos días que estuvo proyectándose. Porque era una película, el efecto que tuvo sobre mi imaginación narrativa fue aún más hondo. Ahora comprendo que si me seducía tanto era porque me enseñaba que a través de la imaginación narrativa y visual uno podía hacer plenamente suya una parte del mundo anterior a su propia vida: contar como en primera persona experiencias leídas en los libros o aprendidas de las rememoraciones en voz alta de sus mayores. Las vidas privadas se intercalaban en los acontecimientos públicos y eran arrastradas por ellos como por inundaciones o riadas de las que no podía escapar nadie.

Inmóvil frente al televisor, tan hechizado como en la sala de cine hace 40 años, veía, como en veladuras simultáneas, el talento para hacer puro cine de Alfonso Ungría, para lograr el máximo de expresión con medios visiblemente muy limitados, en una equivalencia perfecta con la concisión narrativa y los saltos sincopados en el tiempo de Max Aub, sus yuxtaposiciones, sus elipsis. Caí en la cuenta de algo que se le olvida a uno a veces, que en su educación de escritor no ha ido aprendiendo solo de los libros. Yo empezaba entonces a tantear una novela que aún tardó varios años en empezar a existir. Soldados influyó sobre mí igual que El espíritu de la colmena y El sur, de Víctor Erice, o La prima Angélica, de Carlos Saura. Aprendía de la forma de contar y mirar de Alfonso Ungría, con un estremecimiento interior que era estético, y también político, y sentimental. En los comienzos del porvenir democrático de nuestro país los que éramos muy jóvenes necesitábamos hacer nuestro a través de la imaginación el tiempo de heroísmo y tragedia que no habíamos conocido.

Qué raro que una película así, tan bien hecha, tan bien interpretada, tan llena de una tensión prometedora de comienzo, pasara más bien sin pena ni gloria, y no tuviera continuidad. Llegaron los años ochenta y el cine español y la vida y la cultura españolas tomaron otros caminos. La estética de Almodóvar y sus derivaciones provocaban un deslumbramiento que borró otros esplendores de coloridos menos fuertes. Celebrar el presente parecía un proyecto más atractivo que imaginar un pasado de pronto envejecido, mustio, anacrónico. Pero ahí siguen, al cabo de los años, pertinaces, intactos, Max Aub, Alfonso Ungría, Soldados, influyendo igual que entonces al que todavía quiere aprender.

miércoles, 23 de mayo de 2018

"Cómo el cristianismo asesinó la cultura clásica" por Silvia Colomé


Las destrozadas estatuas de Palmira hablan de atrocidades. Sus mármoles ojos han visto con inmovilizado horror cómo hombres barbudos vestidos de negro se lanzaban contra ellas en nombre de una fe que no compartían. Y no hablamos de los recientes ataques de los yihadistas del ISIS, que también, sino de cristianos que los precedieron muchos siglos antes, cuando la nueva religión se imponía a golpes de fanatismo y de terror.
“Durante los siglos IV y V la Iglesia cristiana demolió, destrozó y fundió una cantidad de obras de arte simplemente asombrosa”, explica la historiadora y periodista cultural de The Times Cahterine Nixey, que acaba de publicar el libro La edad de la penumbra (Taurus) con el objetivo de aportar luz a uno de los episodios más oscuros de la historia: cómo el cristianismo triunfó aniquilando mucho más que la cultura clásica, imponiendo un nuevo modelo que premiaba la fe y condenaba el conocimiento.
“El cristianismo también contenía aspectos positivos en su ideología”, justifica la autora, “pero su triunfo armó con gran efecto la ignorancia y el fanatismo”, analiza. Algo que fue posible gracias a una “combinación de ley, retórica y violencia”. “A medida que transcurría el siglo IV, cualquiera que hiciera sacrificios a los antiguos dioses podría, según decía la ley, ser ejecutado”.
Con la ley a su favor, los pensadores cristianos atizaron la llama del terror. San Agustín, por ejemplo, exclamó: “¡Que toda superstición de paganos debe ser aniquilada es lo que Dios quiere, Dios ordena, Dios proclama!”. “Dijo que no era crueldad sino bondad vencer con varas a quienes tenían creencias incorrectas y al final la violencia fue terrible”, cuenta Nixey. “En la ciudad de Harran, las personas que no se convirtieron fueron ejecutadas y sus extremidades, colgadas en la calle”, ejemplifica. “El pensamiento libre difícilmente puede sobrevivir en un mundo así”.
Los intelectuales de la época quizás pecaron de condescendientes ignorando o menospreciando una religión que no valía la pena ni rebatir porque sus creencias no se basaban en experimentos u observaciones, pero que finalmente acabaría con la mismísima Academia de Atenas y sus filósofos. “Muchos pensadores veían como una estupidez la enseñanza cristiana y para ellos Jesús era un simple embaucador”, apunta Nixey.
Solo algunas voces como la de Celso en el 170 d.C. lanzó ataques contra esas creencias que consideraban irracionales, desde la supuesta virginidad de María a la doctrina de la resurrección. “Describió a los cristianos como estúpidos y al Antiguo Testamento como basura”, añade la historiadora. “¿Cómo puede ser inmortal un muerto?”, se preguntaba Celso sarcásticamente a la vez que también lanzaba fuego contra el mito de la creación. Cabe tener en cuenta que en aquella época ganaba peso entre las élites la teoría del atomismo de Demócrito que consideraba que el mundo había sido creado por la colisión y la combinación de átomos.
Pero todo cambió por orden casi divina. Cuando el emperador Constantino, que proclamaba “un dios, un emperador”, legalizó el cristianismo abrió, quizás sin saberlo, la caja de Pandora. “No fueron solo las piedras las que fueron atacadas, pronto todos tenían que ser cristianos o pagar un precio por ello”. Los que han pasado a la historia con el epíteto de ‘paganos’ “fueron perseguidos de todas las maneras posibles: legal, financiera y físicamente”.
En cambio, los que empuñaban martillos y piedras “no fueron vistos como criminales”, al contrario “fueron elogiados y santificados”, aclara Nixey. “En la Galia, San Martín fue aplaudido por su habilidad para reducir templos antiguos a escombros”, explica.
Los no cristianos “estaban horrorizados por estos matones barbudos y vestidos de negro que recorrían el campo destrozando con palos y barras de hierro”, cuenta Nixey. La desolación avanzaba a pasos gigantescos. “Sabemos exactamente lo que las personas cultas pensaban mientras veían tales actos de violencia porque nos han llegado sus palabras”, añade. Por ejemplo, un poeta escribió: “Somos hombres reducidos a cenizas. Porque todo se ha vuelto en nuestra contra”. Un filósofo inmortalizó desesperado: “Estamos siendo arrastrados por el torrente”.
Tal figura retórica no era para nada gratuita. En tan solo un siglo, los cristianos pasaron a ser del 10% al 90% de la población del imperio. Los números se invirtieron gracias a “muchas personas que se convirtieron felizmente al cristianismo”, pero también debido a la “violencia y a su hermana aún más eficiente, el miedo a la violencia”, argumenta Nixey.

Arte destrozado y personas silenciadas

La autora realiza un gran trabajo de recopilación de arte destrozado en La edad de la penumbra, detallando las grandes obras que perdió la humanidad a manos de la barbarie cristiana. No solo se derrumbaron las estatuas de la ciudad de Palmira, también cayeron las del Partenón de Atenas y se desfiguraron las imágenes del templo egipcio de Dendera, dedicado a la diosa Hathor.
El templo más hermoso del mundo, el Serapis de Alejandría, fue arrasado por orden del obispo Teófilo. Evidentemente, tampoco se salvó el Museion, el templo dedicado a las musas. La lista es interminable. “Este período presenció la mayor destrucción de arte que la historia humana haya visto jamás, desde Antioquía a España”, detalla la autora.
Nixey también repasa las voces que fueron silenciadas, como la de la famosa matemática Hipatia de Alejandría, desollada viva “porque los cristianos creían que era una criatura satánica del infierno porque usaba símbolos matemáticos de apariencia demoníaca”.
Unas pocas décadas después, se lanzó una persecución contra los filósofos no cristianos de la ciudad. “Como era de esperar, la filosofía disminuyó precipitadamente”, ironiza a la vez que recuerda que una de las pérdidas más irreparables fue la destrucción “de todo lo que quedaba en la Gran Biblioteca de Alejandría”.
El físico italiano Carlo Rovelli calificó que la pérdida de todas las obras del pensador griego Demócrito fue “la mayor tragedia intelectual derivada del colapso de la antigua civilización clásica”. El filósofo y matemático griego “dijo que no había necesidad de temer a los dioses porque el mundo está hecho de átomos, que todo lo que vemos y sentimos solo son átomos que se unen y se separan”, recuerda Nixey.
“En términos de cultura, nunca recuperaremos lo que se perdió”, resume la historiadora británica. Se estima que el 90% de toda la literatura clásica se desvaneció en los siglos posteriores a la cristianización. La famosa hoguera de las vanidades de Savonarola en el Renacimiento parece una broma insignificante al lado de la sabiduría que desapareció para siempre entre las llamas de los cristianos que pretendían enviar al infierno el conocimiento clásico.
Pero no todas las obras se redujeron a cenizas. Algunas se rasparon para aprovechar los caros pergaminos “con temas mas elevados”, ironiza Nixey. Así pues, Agustín escribió comentarios a los Salmos encima del único ejemplar que quedaba de Sobre la república de Cicerón. Otro ejemplo: una obra biográfica de Séneca desapareció para copiar un Antiguo Testamento.
“¿Qué pasaría si aún tuviéramos a Demócrito, a todos los Arquímides, a todos los Cicerón?”, se pregunta Nixey. “Para mí la mayor pérdida es algo más intangible: la forma en que hablamos y nos vemos a nosotros mismos”, valora. “Desde el cristianismo, el mundo se ha roto en líneas religiosas”.
Así pues, los vientos oprimidos del cristianismo golpearon sin piedad los fundamentos de la civilización conocida hasta entonces, cuya debilidad “era la pluralidad”, según la autora. El mundo clásico fue tambaleándose hasta desmenuzarse en el suelo hecho añicos. De sus restos, el Cristianismo construyó su nuevo mundo, levantando iglesias de los mármoles de los templos caídos. “La historia la escriben los vencedores, y la victoria cristiana fue absoluta”, concluye Nixey.

Hoy ha muerto Philip Roth


Hoy ha muerto Phlip Roth. Para mí no, porque me quedan muchas novelas suyas por descubrir. Sus historias me han conturbado, me han absorbido, me han alterado, me han hecho otro, si en algún momento era algo.
La primera fue Elegía. En ella se dibuja el panorama devastador y agrio de los últimos años de un ser humano acabado. Me costó acercarme a otra novela de Roth por temor a experimentar la misma angustia. Roth disecciona la vejez sin ningún edulcorante: “La vejez no es una batalla; la vejez es una masacre.”
En la segunda, entre otras muchas cosas, se respiraba el olor a rancio que despedimos los que vivimos permanentemente en un pequeño pueblo. La América profunda, que podría trasladarse a la España profunda o a la Noruega profunda, se plasma en La mancha humana como un cáncer que devora a sus habitantes y los corrompe hasta la podredumbre: “El Diablo del Pequeño Lugar: el chismorreo, los celos, la acritud, el hastío, las mentiras. No, los venenos provinciales no ayudan. Aquí la gente se aburre, es envidiosa, su vida es como es y como será, y por eso, sin poner el relato en tela de juicio, lo repiten, por teléfono, en la calle, en la cafetería, en el aula. Lo repiten en casa a sus maridos y esposas.”
En la tercera, experimenté la turbación de lo políticamente incorrecto. Ese profesor universitario de El animal moribundo causa el mismo efecto que la atracción por lo prohibido, por lo perturbador. El sexo sin prejuicios, el hedonismo llevado a su última expresión. El significado de la existencia se destripa entre los muslos de una cubana treinta años menor que su amante.
En Pastoral americana se deleita en la destrucción de de su protagonista, el Sueco, paradigma del sueño americano. Alegoría de la decadencia de unas convenciones sociales (las de la civilización occidental) que no aguantan ya la realidad.
Por último, en La conjura contra América, el autor introduce a sus personajes en un pasado histórico que no existe, pero que podía haber existido. Estremece el hecho de cómo podría cambiar el mundo si una circunstancia anecdótica no se hubiera producido, escuece la fragilidad del individuo ante los acontecimientos e intriga la volubilidad de la Historia (así, con mayúsculas).
Roth es un autor identificable que nunca provoca indiferencia. Su literatura produce urticaria, desazón, bilis, dolor, angustia... Su literatura está viva, a pesar de su muerte.

martes, 22 de mayo de 2018

"Breve elogio del sexo" por Carlos Mayoral


Como uno tiende, habitualmente, a buscar en la literatura lo que no encuentra en la vida, es muy común que el lector (o el escritor, si es que no es lo mismo) idealice la página por encima de sus posibilidades. Creo firmemente que el arte es una vida hiperbolizada. El amor es más amor si lo descubres en un soneto medieval, como la amistad es más amistad si sirve para que caballero y escudero derroquen a gigantes o la infidelidad es más infidelidad si aparece en una novela rusa. También Londres es más Londres si se narra bajo la pluma de Dickens o, yo qué sé, la vida en un monasterio de los Apeninos es atractiva si la describe Umberto Eco. Y ojo, esta exageración no tiene por qué tener un tono alegre. También el miedo es más miedo bajo las teclas de Maese Pérez, el asesinato duele más en los renglones de Capote que durante los treinta y cinco minutos de telediario y la agonía se saborea con más amargura si es Iván Ilich el que la padece. Hasta aquí, todo bien. Ahora, ¿qué ocurre con el sexo? Pues que si ya de por sí es el motor de las fantasías del ser humano, tiene que ser necesariamente el leitmotiv de la creación literaria. Y, como en la vida, en las páginas hay expresiones sexuales sucias, animales, furtivas, elegantes, anodinas, turbulentas, fugaces… Allí donde el deseo pase por ser el tema principal de la obra, habrá sexo, real o imaginario.

Y no piense el lector que esto es cosa de la contemporaneidad. Ya desde la Edad Media uno se percata de hasta qué punto los placeres carnales marcan al ser humano. Boccaccio, en el siglo XIV, dibuja en su Decamerón el retrato de la lujuria hecha cuento. Aún quedaba lejos el Renacimiento, pero el narrador florentino sabe que se han acabado los preceptos de la Iglesia, y que la vida terrenal es mucho más importante de lo que le quieren hacer creer. Más allá de un puente hacia la eternidad, esta vida terrenal debe tener algo que llevarse a la boca. O al menos eso piensa Boccaccio, que lanza a sus personajes a la vida licenciosa olvidándose de las obligaciones morales marcadas por Roma, y alude en varios pasajes al disfrute carnal de todos ellos. Muy pronto, claro, apenas unos decenios más tarde, el marqués de Santillana, uno de los faros de la literatura medieval en castellano, preso de todo lo que contara con un aroma italianizante, tuvo que subirse al carro de liberación artístico-moral con sus célebres Serranillas. En ellas, además del tema clásico de elogio lírico de la serrana (muy itálico todo), se dan escenas de sexo donde el marqués (o la primera persona que habla por él) acaba retozando con la mujer en cuestión. Este modus operandi lo abrazan también otros ilustres poetas medievales, como el gran Arcipreste de Hita, quien deja que sus personajes den rienda suelta a la pasión amatoria escondidos entre matorrales y fauna.

Asy concluymos
el nuestro proçesso
sin facer exçesso
é nos avenimos.


É fueron las flores
de cabe Espinama
los encobridores.


La moçuela de Bores, fragmento.

Si el Medievo, época de recato al furor interior, ya le entreabría las puertas a una aceptación de los placeres sexuales, el Renacimiento, más abierto y hedonista, no podía quedarse atrás. La Celestina, obra que juzgo ya renacentista a pesar de que muchos la incluyan entre la opacidad de la Edad Media, es la encargada de sujetar el pomo. La anciana anima a Calixto a confundir sexo y amor, algo común hoy, inimaginable entonces. También son carne de imaginario los célebres dobles sentidos que los místicos, comandados por santa Teresa, le dan al amor e incluso al gusto que proporciona el amor. No debemos olvidar que atravesamos ese siglo, el XVI, que vio nacer las teorías de Erasmo. Si la religión había sido el principal dique para contener la marea sexual que reposa dentro del ser humano, las teorías eramistas suponen un respiro espiritual para el ser renacentista. Europa dobla la cerviz ante esta especie de alivio moral (España no tanto, sujeta por el peso del mango de la espada contrarreformista), y se suceden los aguijonazos sexuales en cada texto. El propio Maquiavelo lo había sugerido en su El príncipe, esa guía del gobernante que rigió las conductas de los mandamases durante muchos años. Allí, separando moral y política, habla del sexo como medida de poder, único objetivo del italiano. De hecho, en su literatura, el sexo no tiene nada de trascendente, y solo busca el interés propio (¿qué es el placer sino interés propio?). En su «Mandrágora», por ejemplo, el personaje femenino inventa una pócima para practicar el fornicio con diversos hombres. Ya se veía la luz al final del túnel.

Voyme que me hazés dentera con besar y retoçar.

La Celestina, acto VII.

La llegada del Barroco solo acentúa la tendencia. La obra más grande entre todas las obras, El Quijote de Cervantes, está plagada de escenas de velado erotismo. Desengañadas como Leandra, imparables como Maritornes, sugerentes como Altisidora, onanistas como Vicente… El juego con el que Cervantes escapa de la recatada censura del XVII es extraordinario. Mismo simbolismo podemos encontrar en su hermano shakespeareano, y ese erotismo difuso se mastica en cada obra. Desde la elegantemente sexualizada muerte de Romeo y Julieta (el cáliz, símbolo vaginal por excelencia; la daga de Romeo penetrando en la carne de Julieta) hasta la soez entrepierna abultada del sir Falstaff. Este erotismo lo trasladan los grandes dramaturgos a la escena española. Desde Lope, que no solo se llevó ese erotismo al teatro, sino también a poesía e incluso a la vida; o Tirso en el celebérrimo don Juan, burlador mayor de Sevilla.

Había el arriero concertado con ella que aquella noche se refocilarían juntos, y ella le había dado su palabra de que, en estando sosegados los huéspedes y durmiendo sus amos, le iría a buscar y satisfacerle el gusto en cuanto le mandase.

El Quijote. Primera parte, Capítulo XVI.

El XVIII es el siglo Sade en lo que a materia sexual se refiere, hasta el punto de incluir todavía hoy su huella en el diccionario de lengua española. Es este un siglo que continúa con la tendencia aperturista que venía digiriéndose, aunque esa apertura no fuese lo suficientemente amplia como para dejar pasar a un genio intelectual de la categoría del Marqués de Sade. Más que su polémico discurso, de su figura molestaba la capacidad para conseguir que el lector se replantee hasta el último de sus cimientos morales. En este plano, claro, está incluido el sexo. Ya se ha dicho en este párrafo: Sade molestaba. Y como molestaba, fue recluido en mil y un manicomios primero; en el olvido más triste después. Lo que no pudieron parar es su legado, que recogido por plumas tan majestuosas como las de Flaubert, Dostoievski o De Beauvoir fue alzado y colocado para siempre en el centro del imaginario universal. Hay un antes y un después en la percepción de la vida sexual después de Sade.

El vicioso sacerdote la forzó a colocarse boca arriba, y pegó su odiosa boca a la de ella, como si tratara de arrebatarle de los pulmones los gritos que su látigo no había podido arrancarle.

Justine, primera parte del Libro 4.

Con este impulso, el desenfreno del XIX se convirtió muy pronto en un hecho. Es todavía un erotismo velado, una pasión clandestina que le hace mucho bien al párrafo, alejada de esa lujuria del XXI que se cincela entre la pornografía de cartón piedra y los libros que arrojan más de cincuenta sombras a la libido. Este XIX, por ejemplo, es el XIX de Baudelaire y de sus flores del mal, ese tratado sobre el vicio y la degeneración que hubo de prohibirse por miedo a la reacción popular. Por el mismo precio se censura la Madame Bovary de Flaubert, por lo que tiene de cierta liberación femenina que más tarde guiaría a la Karénina de Tolstói o a la Ozores de Clarín. El carruaje en el que Emma y León dan rienda suelta a sus instintos carnales es ya un símbolo de la literatura universal. Nótese cómo esta liberación femenina solo se plantea desde el prisma del hombre. Si bien algunas pioneras como Rosalía de Castro en España, las Brönte en Reino Unido, Aurore Lupin en Francia o Louise Aston en Alemania habían conseguido desnudar espíritus sobre el papel, todavía quedaban décadas para hacer lo propio con el cuerpo. Sin embargo el XIX avanzaba. Los románticos, con Byron a la cabeza, se llevan la lujuria del papel a la vida. En España, los Bécquer retratan y cantan a la reina Isabel rodeada de su corte practicando el fornicio en todas sus formas. En novela, el siglo va consumiéndose con burdeles de Sawa o López Bago. En poesía, Darío pone el punto final rimando, así en frío, no sé qué palabra con «sagrado semen». Dorian Gray esconde en el sótano el resultado de todos sus impulsos sexuales. A su creador, Wilde, lo digo por terminar el siglo con vergüenza, acaban encarcelándolo precisamente por sus inclinaciones amatorias.

La gente del pueblo se quedaba pasmada ante aquella cosa tan rara en provincias, un coche con las cortinillas echadas, y que reaparecía así continuamente, más cerrado que un sepulcro y bamboleándose como un navío. […] Después, hacia las seis, el coche se paró en una callejuela del barrio Beauvoisine y se apeó de él una mujer con el velo bajado que echó a andar sin volver la cabeza.

Madame Bovary. Capítulo 1, tercera parte.

El tono sexual de una narración o de un discurso poético ya es capaz de mostrar todas sus vergüenzas sin pudor y sin recato al otro lado del siglo XX. Y fue Freud quien a principios de siglo hablaba de la naturaleza humana como un impulso con dos caminos: la bestia salvaje o el eros. Por el primer camino se pasea el siglo de la infamia: cien años de guerras mundiales, civiles, frías; cien años de holocaustos, de bombas nucleares, de muros, de terrorismos. Por el segundo trayecto, el del erotismo, los escritores ya caminan sin que nada ni nadie les afee su libertinaje, intentando aplacar los horrores de la naturaleza animal freudiana. Joyce relata las virtudes de una buena paja en el libro que cambiaría el destino de la narrativa mundial. La Lolita de Nabokov radiografía la lascivia de un monstruo. No menos escandalosa es la Lady Chatterley de D. H. Lawrence, quien antepone el sexo a la razón. Bukowski relata en sus cuentos, en primera persona, con todo lo que eso supone desde el punto de vista emocional, el fornicio desde todos sus prismas. Marguerite Duras proyecta su vida en El amante, donde el sexo es casi el protagonista principal de la obra. También describe los hábitos sexuales con franco detalle Henry Miller en su Trópico de Cáncer, lo que le llevará a los tribunales para escarnio de la libertad de expresión. En este país, cuarenta años de dictadura desembocaron en un estallido que, más allá de ciertos problemas sociales que trajo consigo, supuso una liberación para un país que había vivido pegado al cilicio y al rosario. Almudena Grandes, Leopoldo María Panero, Mercedes Abad, Luis Antonio de Villena, Ana María Moix… Proponerse componer aquí una lista de autores que recurran al sexo en sus páginas durante estas últimas décadas es imposible: nadie puede labrarse una carrera literaria en condiciones sin que el erotismo y la palabra se fundan.

Algo despertó en ella mientras él la penetraba, descargas intensas como campanadas.

El amante de Lady Chatterley.

martes, 8 de mayo de 2018

"La vida inacabada de Antón Chéjov" por Rafael Narbona


Agnóstico, liberal y pragmático, Antón Chéjov quizás es el autor más occidentalizado de su generación. Si identificamos el latido del alma rusa con el paneslavismo y la espiritualidad ortodoxa, no cabe otra alternativa que situar al escritor en una órbita muy alejada, donde prevalecen el sentimiento cosmopolita y el escepticismo religioso. Como afirma Nabokov en su Curso de literatura rusa, “Chéjov era, antes que nada, individualista y artista”. Conviene aclarar que su conciencia artística jamás desembocó en el esteticismo o la amoralidad. En sus páginas no circula la angustia que impregna toda la obra de Dostoievski, pero jamás peca de ligereza o frivolidad. Su dura infancia, soportando el maltrato de un padre alcohólico y despótico, y la aparición de la tuberculosis en 1887 cuando solo tenía veintisiete años, le revelaron tempranamente la fragilidad de la existencia humana. La expectativa de la muerte sobrevuela por sus textos como una melodía recurrente. Sin embargo, no lo hace de una manera trágica y sombría, sino con la serenidad del pensador que ha meditado sobre la finitud y ha comprendido su necesidad. Todos tenemos que morir, pero eso no resta valor a nuestros actos. No se vive dos veces y, por ese motivo, debemos apreciar cada día, cada instante. Demasiado inteligente, Chéjov no incurre en el tópico literario del “carpe diem”, que aconseja no pensar en el mañana. No se trata de buscar el placer inmediato, sino de imprimir un significado a nuestras vivencias. Solo de este modo podremos unificar e impregnar de sentido los distintos tramos de nuestro paso por el mundo.

A diferencia de Nikolái Gógol, Chéjov era un firme partidario del progreso y el cambio social. En una carta de 1894 a su editor y amigo Alekséi Suvorin, explica su punto de vista, forjado por las amargas experiencias de su niñez: “Adquirí mi fe en el progreso cuando era niño; no podía dejar de creer en él, porque la diferencia entre el período en que me daban palizas y el período en que dejaron de hacerlo, era enorme”. Aunque admiraba a Tolstói, nunca se dejó seducir por su anarquismo cristiano, que supeditaba la regeneración moral de la sociedad a la propagación del ascetismo como modelo de vida: “Algo me dice que hay más amor a la humanidad en la energía eléctrica y la máquina de vapor que en la castidad y el vegetarianismo”. Chéjov era un hombre reservado y modesto, con una madurez prematura, casi innata, y una ilimitada generosidad. Maksim Gorki admite que en su presencia: “todos sentían un deseo inconsciente de ser más sinceros, más sencillos, más ellos mismos”. Chéjov siempre obró desinteresadamente. Mientras estudiaba medicina en la Universidad de Moscú, comenzó a escribir relatos humorísticos a una velocidad vertiginosa para costearse la carrera y mejorar la situación económica de su familia. Su padre, que poseía un comercio, se había arruinado y tuvo que ocultarse para no acabar en la cárcel. Aunque no era el hermano mayor, sino el tercero de seis, Chéjov asumió el cuidado de toda su familia, escribiendo a destajo para garantizar su bienestar. Su éxito como autor de cuentos y obras teatrales no le empujó a desentenderse de los problemas ajenos. En un cuaderno de notas, escribió: “El turco abre un pozo para la salvación de su alma. Sería bueno que cada uno de nosotros dejara tras de sí una escuela, un pozo o algo semejante, de suerte que nuestra vida no pasara a la eternidad sin dejar una huella tras de sí”.

Chéjov no se limitó a expresar un deseo con hermosas palabras. Su altruismo fue real y se materializó en iniciativas concretas, que aliviaron el sufrimiento de los más vulnerables y desdichados. Durante una epidemia de cólera, prestó sus servicios como médico desde su dacha de Mólijevo, situada en las afueras de Moscú. Atendió a veinticinco pueblos sin cobrar nada. Solía decir: “La medicina es mi esposa legal; la literatura, sólo mi amante”. Cuando regresaba de sus viajes, alzaba una banderita roja para anunciar que podían acudir a su consulta los enfermos de la zona. Para organizar mejor su trabajo, construyó un dispensario cerca de su vivienda e impartió gratuitamente clases de higiene, con el fin de frenar las epidemias. Su hermana María Pavlovna, que le ayudaba como enfermera, relata que al año atendía de forma gratuita a más de un millar de campesinos, suministrándoles sin ningún coste todas las medicinas. Más adelante, ayudaría a recaudar fondos para combatir la hambruna desatada por la pérdida de las cosechas en Samara. Cuando su tuberculosis se agravó, se trasladó a Yalta con su esposa, la actriz Olga Knipper. A pesar de su creciente deterioro, continuó ocupándose de los enfermos sin recursos e incluso adoptó a dos perros. Su actividad filantrópica coexistió con una fuerte inquietud social. En 1890 realizó un viaje de ochenta y dos días en coches de caballos, vapores y destartalados carruajes para visitar la colonia penitenciaria de la isla de Sajalín, un verdadero infierno que lo dejó conmocionado, mostrándole la faceta más inhumana de la Rusia zarista. Su clarividencia moral nunca se convirtió en arrogancia. Dos años antes, había escrito en una carta dirigida al novelista y dramaturgo Iván Scheglov: “Debemos dejarnos de charlatanería y declarar con franqueza que en este mundo no hay nada claro. Solo los tontos y los charlatanes lo comprenden todo”. No es posible comprenderlo todo, pero no debemos abstenernos de especular, inquirir, razonar. Por eso, creó tres escuelas para proporcionar instrucción a los hijos de las familias campesinas.

Chéjov no pretendía ser un narrador omnisciente, ni un moralista: “El artista no debe convertirse en juez de sus personajes y de lo que dicen; su única tarea consiste en ser un testigo imparcial, […] presentarlos bajo una luz apropiada y hacer que hablen con su propia voz”. Chéjov no dedicaba mucho tiempo a sus cuentos: “No recuerdo un solo cuento en el que haya trabajado más de un día”. Su forma de escribir estaba más cerca del periodismo que de la poesía, lo cual no significa que no fuera capaz de introducir un delicado lirismo en sus textos: “He escrito mis relatos de la misma manera que los reporteros redactan sus notas sobre los incendios, de manera mecánica, apenas consciente, sin preocuparme lo más mínimo por el lector o por mí mismo”. Chéjov era más cuidadoso con los jardines de sus sucesivas casas que con su propia prosa. Paradójicamente, su forma ágil y fluida de escribir jamás incurrió en la estridencia o el desaliño. Su pasión por los jardines parece una metáfora de su incapacidad de escribir novelas. Si hubiera sido músico, no habría compuesto sinfonías, sino tríos, cuartetos o, a lo sumo, quintetos. No le atraía lo sublime, sino lo bello y simétrico. Ese talante explica su desconfianza hacia las ideologías. Aunque detestaba el régimen de servidumbre, casi podemos aventurar con certeza que jamás habría apoyado la dictadura de los soviets. Su desconfianza hacia las ideologías incluía los dogmas religiosos: “He perdido la fe hace mucho tiempo y siempre me he quedado perplejo ante el espectáculo de un intelectual que sea al mismo tiempo un creyente”. Cuando Tolstói, al que apreciaba y admiraba, le hablaba de la inmortalidad reaccionaba con incredulidad e ironía. El autor de Guerra y Paz especula que “todos nosotros (hombres y animales) seguiremos viviendo en algún principio (como razón y amor), cuya esencia es un misterio. Pero solo puedo imaginarme ese principio o fuerza como una masa gelatinosa; mi yo (mi individualidad, mi conciencia) se fundiría con esa masa; no siento la menor necesidad de esa clase de inmortalidad, no la comprendo”. El escepticismo de Chéjov nunca implicó cobardía o tibieza moral. Cuando la Sección de Letras de la Academia de la Ciencia, a la que pertenecía desde 1900, vetó el ingreso de Gorki por sus actividades políticas, protestó enérgicamente y presentó su dimisión.

Chéjov detestaba la imagen del artista maldito, atormentado. En 1901, Olga le escribe: “el corazón se me encoge cuando pienso en el silencioso y profundo pozo de melancolía que hay dentro de ti”. El escritor responde: “¿Qué tontería es ésa, querida? No soy un hombre melancólico y nunca lo he sido; me siento tolerablemente bien y cuando estás conmigo, completamente bien”. Hay varias versiones sobre la muerte de Chéjov. Algunos aseguran que cuando Olga se disponía a ponerle una bolsa de hielo en el pecho, se dirigió a ella con una triste sonrisa, rogándole que no lo hiciera: “No pongas hielo en un corazón vacío”. Sin embargo, otros testimonios modifican la frase, afirmando que en realidad dijo: “No pongas hielo en un estómago vacío”. Eso sí, hay consenso en que, poco antes de expirar, susurró en alemán: “Ich sterbe” (Me muero). Chéjov murió el 15 de julio de 1904 en Badenweiler, un balneario de la Selva Negra. Su cadáver fue trasladado a Moscú en un vagón refrigerado que se utilizaba habitualmente para transportar ostras, lo cual indignó a Gorki. Pienso que a Chéjov, en cambio, no le habría molestado, pues nunca le agradó lo trágico y solemne.

Maestro del relato, Chéjov nunca se sintió satisfecho con su producción teatral. Aunque nos dejó piezas tan notables como La gaviota (1896), Tío Vania (1900) y El jardín de los cerezos (1904), se mostró implacable con su faceta como dramaturgo: “He desaprovechado los temas, los he desaprovechado para nada, de una forma escandalosa y estéril. […] No estoy hecho para el teatro”. Sabemos que no es así, que sus creaciones teatrales abordan magistralmente los problemas del hombre moderno, acosado por el desencanto, el tedio y el escepticismo. No son piezas coloristas e ingeniosas, sino estudios sobre la infelicidad, el hastío, la soledad y el fracaso. Chéjov escenifica con elegancia y delicadeza la incertidumbre de una época de transición. La Rusia tradicional se deslizaba por una pendiente de decadencia y disgregación, pero el porvenir se perfilaba incierto y quizás igualmente imperfecto. Sin el misticismo de Tolstói, la angustia metafísica de Dostoievski o el conservadurismo de Gógol, Chéjov compone cuadros sumidos en la penumbra. Es el cronista de lo cotidiano, el testigo desapasionado de un mundo sin belleza ni heroísmo, el frío psicólogo de las pasiones ajenas. No pretende cautivar, ni deslumbrar. Solo desea narrar lo que acontece a su alrededor. Durante el otoño de 1945, Isaiah Berlin se encontró con Anna Ajmátova y hablaron de literatura. Berlin reprodujo su entrevista con notable elocuencia: “Se movía y actuaba como una reina trágica. De inmensa dignidad, con gestos pausados, una noble cabeza, rasgos hermosos y algo severos, y una expresión de inmensa tristeza, […] me preguntó qué leía: antes de que pudiera responderle, atacó el mundo de color de barro de Chéjov, sus aburridas obras de teatro, la ausencia en su mundo de heroísmo y martirio, de profundidad, oscuridad y sublimidad”. Ajmátova concluyó su diatriba, observando que en Chéjov “no brillan las espadas”. No se equivocaba, pero nada de eso resta mérito a la obra de Chéjov. “La dama del perrito”, uno de sus cuentos más perfectos, discurre en una atmósfera de tristeza y tedio. No hay espadas, heroísmo ni sublimidad, pero sí indulgencia y compasión. Las vidas fracasadas de sus personajes nos conmueven, sin la necesidad de movilizar las notas grandilocuentes de un poema trágico.

Publicado en 1899, “La dama del perrito” se concibió como una respuesta a Anna Karenina. Chéjov deseaba contar la historia de dos amantes sin condenarlos. El adulterio no es algo ejemplar, pero no debería considerarse una grave falta que exige un castigo y una redención. Por eso, no maltrata a sus personajes e intenta explicar sus motivaciones. Gúrov, un banquero de mediana edad, y Anna Serguéievna, un joven triste e insatisfecha, no son felices en sus respectivos matrimonios. Se conocen en Yalta e inician un romance con una fuerte carga sexual. Gúrov es un donjuán que presume de su misoginia, pero no soporta la compañía masculina. No sabe cómo hablar, ni cómo comportarse entre amigos de su sexo. En cambio, habla animadamente con las mujeres y entiende su mundo. De nuevo, la sombra del donjuanismo aparece asociada a cierto afeminamiento, escarneciendo la virilidad del hombre con un hambre insaciable de conquistas. Gúrov, que engaña sistemáticamente a su esposa, considera a la mujer “una raza inferior”, pero es incapaz de respetar un compromiso. Su idilio con Anna está contaminado desde el principio por su egoísmo. De hecho, no ignora la vulnerabilidad de su amante: “Hay algo en ella que inspira piedad”. Anna se desprecia a sí misma por su comportamiento. “Parece la pecadora de un cuadro antiguo”, con su rostro desolado y su mirada húmeda.

Los amantes viven una mentira, pues en realidad apenas se conocen. Solo les une su insatisfacción. Después de una breve separación, su breve idilio se transforma en encuentros mensuales en un hotel de Moscú. Llevan una doble vida, soportando el dolor que acarrea cualquier impostura. Por un lado, mantienen la apariencia de normalidad, fingiendo emociones falsas. Por otro, cultivan el secreto, amándose furtivamente. Ninguno es feliz con esa situación, que les condena a ocultarse como ladrones. Confinados en un espacio opaco, se preguntan si alguna vez podrán salir a la luz y vivir sin mentiras. La historia finaliza sin moralejas, pero sin omitir que el paso del tiempo ya afecta a los amantes. Las canas de Gúrov y las incipientes arrugas de Anna ponen de relieve que han comenzado a dejar sus vidas atrás, casi sin advertirlo. No son culpables de un horrible delito. Simplemente, son desgraciados, como la mayoría de los seres humanos.

Los cuentos de Antón Chéjov no son obras dispersas, sino fragmentos de un gigantesco mosaico que nos ofrece una visión panorámica de un tiempo de cambios y transformaciones. Muchos relatos parecen inacabados, como la vida del escritor, que se interrumpió prematuramente. No es un defecto. En la existencia del individuo y del cosmos no hay finales concluyentes, sino saltos y cortes abruptos. Lejos de cualquier forma de nostalgia por el pasado, la literatura de Chéjov se adelanta a su época, mostrando que el hastío, el desarraigo y la frustración dominarán el siglo XX y que sólo podrán aplacarse mediante el humor, la tolerancia y la ternura.

lunes, 7 de mayo de 2018

"Pícaros: los bajos fondos en la España del Siglo de Oro" por Francisco Núñez Roldán


La voz "pícaro" –derivada del verbo picar o de la pica del soldado (una lanza larga)– comenzó a usarse a finales del siglo XVI. La expresión se extendió hacia 1580, cuando en toda Castilla proliferaban mendigos y vagabundos, hasta el punto de alarmar al poder. Eran jóvenes que vivían al margen del sistema, fuera del entorno familiar, robando y evitando con astucia caer en manos de la justicia.

La eclosión del pícaro tuvo que ver con el progresivo empobrecimiento de la población española y europea desde principios del siglo XVI. El crecimiento demográfico expulsaba del campo a la gente joven, que marchaba a unas ciudades entonces florecientes gracias al auge del comercio y las manufacturas; pero muchas veces esos jóvenes caían en la indigencia y recurrían a todo tipo de artimañas para subsistir. No es casualidad, por tanto, que Miguel Giginta, en 1583, utilizara por primera vez el término "picarismo" para aludir a la otra cara de la pobreza y el vagabundeo en su Exhortación a la compasión. A diferencia de los verdaderos pobres, el pícaro era un personaje desarraigado, al margen de todo, sin patria y sin expectativas de tenerla, sin amores que lo atasen y lo vinculasen, obsesionado con sobrevivir sin valorar moralmente medios para conseguirlo, casi siempre perseguido por la ley, vagabundo de un lado a otro.

Aunque el pícaro estaba en el punto de mira de la autoridad establecida, no tenía espíritu de anarquía o de protesta. Rozando el cinismo y la egolatría, nada le interesaba seriamente a excepción de su propia suerte. Considerado por sus coetáneos y por Sebastián de Covarrubias en su Tesoro de la lengua –el primer diccionario general del castellano– como alguien que nada tiene y que nada desea porque es un holgazán, dañoso y malicioso, astuto y taimado, el pícaro formaría parte del hampa o estaría al borde de introducirse en ella; en todo caso, se encontraba fuera del orden social. Estos rasgos eran tan nítidos que dieron lugar a la novela picaresca, el género literario que consagró este tipo humano como un personaje característico de la época.

La novela del pícaro

En 1599 se publicó con inusitado éxito la Vida del pícaro Guzmán de Alfarache, de Mateo Alemán, la obra que acuñó definitivamente el término "pícaro". Su estructura narrativa remitía al Lazarillo de Tormes: al igual que Lázaro –que comienza sus andanzas de niño, como criado de un ciego–, el pícaro abandona su hogar y sale de su tierra natal. El recurso técnico para contar su biografía es ponerlo al servicio de distintos amos, que representan modelos sociales criticados por el autor.

El género se extendió y se popularizó muy pronto con La pícara Justina, atribuida a Francisco López de Úbeda (1605); Rinconete y Cortadillo (1613), de Cervantes; La vida del Buscón (1626), de Quevedo; Las aventuras del bachiller Trapaza (1637), una alegre sucesión de bromas y travesuras escrita por Alonso del Castillo Solórzano, y el Simplicius Simplicissimus (1668), de Grimmelshausen, novela alemana deudora de los textos hispánicos que la precedieron.

Para escribir el Guzmán, Mateo Alemán partió de su profundo conocimiento de Sevilla, su ciudad natal, sin la cual no se entiende el alcance de su obra. Sevilla y Madrid eran los grandes focos de atracción de la picaresca española. Pero, a diferencia de Madrid, sede de la corte, Guzmán "hallaba en Sevilla un olor de ciudad, otro no sé qué, otras grandezas […]porque había grandísima suma de riquezas"; allí "corría la plata en el trato de la gente, como el cobre por otras partes". Y es que la populosa Sevilla era el corazón del tráfico comercial con América, lo que la convertía en el escenario ideal para situar el inicio de las peripecias y andanzas de cualquier género de pícaro.

Pero la picardía no solo nace en un ambiente de trasiego de personas y riquezas. Necesita el acicate de la holgazanería propia y de la simpleza y la credulidad ajena. El pícaro no trabaja. Bajo el esplendor de la sociedad mercantil hervía en Sevilla un variopinto inframundo al acecho de cualquier oportunidad para explotar la ingenuidad de la gente, hasta el extremo de transformar la metrópoli en Babel del Engaño. El pícaro, sea de baja estofa o de altos vuelos, hace fortuna en medio del exceso de confianza y utiliza la simulación y la mentira como herramientas de su oficio.

O rentista, o pillo

En una España donde se ponía la honra en huir del trabajo cabían dos salidas: el vivir de las rentas o su imitación fraudulenta, la picardía, fuese alta o ruin, velada o explícita. Y en Sevilla abundaban quienes, no teniendo rentas, vivían a la sombra de quienes sí gozaban de ellas. Eran lo que Cervantes, en El celoso extremeño (1613), llamaba "gente de barrio": "Gente ociosa y holgazana", "baldía, atildada y meliflua", de cuyo modo de vida "había mucho que decir". Gente como don Lope Ponce de León, prototipo de fanfarrón protegido por ciertos elementos de la nobleza más poderosa de la ciudad, capaz de cometer todo un ramillete de fechorías gratuitas y caprichosas.

Hijo espurio del vicario de Carmona (localidad próxima a Sevilla), don Lope terminó sus días en la horca el año 1594 no por un crimen, que sí confesó haberlo cometido, sino por el rapto de una mujer casada quien consentía con él engañando y robando a su esposo. La historia de los últimos días de este mozo de veintitantos años, camarada de bravuconerías del entonces marqués de Peñafiel, con quien recorría las calles de Sevilla junto a otros jóvenes de alta cuna haciendo de las suyas, la contó en sus memorias de la cárcel Real Pedro de León, un jesuita confesor de condenados y presos.

Lope Ponce estaba preso por el rapto de la mujer, pero cuatro años antes había sido investigado y no condenado por el crimen que cometió en la persona de don Jorge de Portugal. Al no probársele el delito, amparado por tan influyentes amigos, "con un destierro se pasó el negocio entre renglones" apuntaba el jesuita. Pero se hallaba tan cómodamente instalado en la cárcel que no quiso salir al destierro porque con el favor del marqués de Peñafiel "dejábanle entrar y salir libremente y salía a cuantas bellaquerías él quería [...] y cuando se le antojaba se volvía a la cárcel adonde tenía una tabla de juegos para presos y libres que jugaban sin temor a la justicia [...] y su aposento era una cueva de malhechores, pues todos los valentones, rufianes y gentes de mal vivir de la ciudad eran sus amigos y se atrevía a cuanto quería y nadie a él y de todos hacía burla".

Hasta que llegó a Sevilla un juez imparcial, el alcalde Velarde, que a denuncia y petición del marido de la mujer raptada por don Lope intervino, sustanció el proceso y lo sentenció a muerte en la horca, cosa "muy bien recibida en Sevilla y en haz y en paz de toda ella, porque todos le traían entre ojos y era muy mal quisto". Aunque la vida de Ponce de León se aparte del rígido modelo picaresco de baja estirpe, líbrese el lector de pensar que se trata de un caso raro y excepcional.
Los niños abandonados

Si contemplamos la gran ciudad del Guadalquivir en sus capas sociales más humildes, las sombras que se proyectan oscurecen el esplendor. El pícaro por excelencia nace y se hace en un medio hostil abundante de miserias, como les sucede a algunos de los protagonistas novelescos. En el mundo de la infancia está la respuesta a las incógnitas. Un observador alarmado escribía por el invierno de 1593 que veía por Sevilla "andar los niños de siete y ocho años desamparados, rotos y aún en cueros por los rincones y poyos de la ciudad donde se quedan a dormir, que en este tiempo aún los muy arropados y abrigados lo pasan con dificultad y trabajo". La imagen se repetía una y otra vez: "Grandísimo número de niños y niñas huérfanos y forasteros y sin tener quien los ampare y gobiernen andan vagando ociosos, aprendiendo vicios como jurar, jugar, blasfemar y aún hurtar y cometer otros graves delitos y las niñas ser deshonestas, y las unas y los otros acaban por perderse y lo menos dañoso que hacen es pedir limosnas por las puertas todos los días". Fatídica era la frontera entre el niño inocente y el niño pícaro.

Entre los años 1584 y 1592, la Hermandad del Santo Niño Perdido recogió a más de mil niños abandonados de edades entre dos y catorce años y sin oficio conocido. Carecían de educación, padres, parientes o amos, estaban desnudos, enfermos de tiña o de lepra; y los adolescentes estaban a las puertas de la delincuencia. Era fácil encontrarlos, como lo hiciera Cervantes, en lugares que después la novela picaresca recreará: el puerto y el Arenal, las plazas del Salvador y del Pan, las Gradas, sitios de trajín de gente con dinero donde parecía fácil robar, pedir limosna, o situarse bajo la protección de un pícaro adulto gracias a cuya enseñanza se convertían en ladrones de oficio. Rinconete y Cortadillo, a pesar de ser forasteros, constituyen un modelo de niños educados así.
La forja de un pícaro

En la novela Pedro de Urdemalas (1615), también obra de Cervantes, la biografía literaria del pícaro coincide con la de los niños perdidos sevillanos: abandonado al nacer y acogido por una casa de expósitos, pasa después a la Casa de la Doctrina, una institución sevillana semejante a un correccional que los mantiene "con dieta y azotes", les viste y calza, les enseña a leer, a escribir, las oraciones diarias, la doctrina cristiana, pero también a hurtar la limosna y "disculparme y mentir". Liberado o huido, el niño hecho pícaro en el mismo seno de la institución actúa fuera de ella al ritmo que marca la necesidad, solo o en grupo y a merced del destino.

Un destino que para muchas niñas ya estaba escrito: engrosar el extraordinario número de prostitutas –más de tres mil, al parecer– que a tantos viajeros sorprendía y que constituía otro rasgo singular de la marginalidad hampesca sevillana del Siglo de Oro. Muchas de esas pequeñas irían a parar a la mancebía, la zona donde las prostitutas ejercían su oficio, extramuros de la ciudad, en el barrio del Arenal. A finales del siglo XVI, el jesuita Martín de Roa, hablando de la mancebía, explicaba cómo se explotaba "la miseria y desamparo de muchas niñas a quien o la pobreza o la necesidad de sus padres o la orfandad traía por la ciudad a sus aventuras. Acogíanlas [las prostitutas] en sus casas servíanse de ellas y como criadas en tal escuela salían maestras de pestilencia".

Como sucedía con las muchachas sin familia, cuando los niños criados en la calle o en la Doctrina se convertían en adultos les esperaban los bajos fondos, las cofradías de malhechores y rufianes, la violencia callejera.
Tiempo de violencia

Entre 1578 y 1616 fueron condenadas a muerte en Sevilla 309 personas por delitos comunes, según el jesuita Pedro de León; en realidad, la cifra debió de ser mayor y estar en torno al medio millar. Gran parte de los ejecutados lo fueron por haber cometido uno o más asesinatos. La irritabilidad social era característica de una urbe donde se daban cita el poder del dinero, el miedo a la pobreza, la frustración de las expectativas de felicidad de quienes aspiraban a una vida mejor y la cólera de aquellos a quienes todo se les negaba. ¿Cómo podríamos explicar, si no, que la mayor parte de los heridos en el abdomen o en las espaldas por arma blanca que ingresaron para morir en el hospital del Cardenal fuesen inmigrantesvenidos desde los puntos más lejanos de Castilla y Portugal en busca de una fortuna que se tornó en muerte?

En mal estado se hallaba el madrileño Pascual de Medina cuando fue a morir de una herida en la cabeza y otra en la garganta en 1602. Duros fueron los meses de la primavera y el verano del año 1622: marzo vio morir a Francisco Afanador, de Béjar, herido de dos estocadas; a Pedro de los Reyes, indiano de Monterrey, de una en el pecho, y de manera similar a dos portugueses de Braga. En julio y septiembre declararon sus últimas voluntades por la misma causa un francés criado de un clérigo, un portugués, un extremeño de la Serena y un asturiano de Amieba. Eran gente de fuera, buscavidas en una ciudad de competencia y desacomodo.
Penas y castigos

El peligro que suponía vivir en Sevilla era real. Las cofradías de ladrones y matones no eran una parodia cervantina. Robos y asesinatos estaban a la orden del día, las penas que se aplicaron a los ladrones eran de una desproporción inhumana y se multiplicaron en tiempos de incertidumbres y quiebra.

La mayoría de los testimonios son de esas fechas, y algunos casos fueron espectaculares y famosos. El 27 de enero de 1604, unos ladrones forzaron las puertas de la casa de don Juan Antonio del Alcázar, uno de los hombres más ricos de la ciudad, y después de descerrajar nueve cofres le sustrajeron más de 12.000 ducados en dineros y piezas de oro, plata y brillantes. En la primavera de 1629 y en la estrecha calle del Agua, detrás del corral de doña Elvira, tres individuos mataron a un alférez de galeones para robarle el dinero, la capa y la espada. Uno de los autores era criado de la víctima y para no levantar sospechas en su amo se había puesto de acuerdo con una mujerzuela que lo atrajo hasta el callejón. Detenidos con prontitud por la justicia, el criado y uno de sus compinches fueron ahorcados en poco más de una semana y al primero se le cortó la mano para ser expuesta como público ejemplo en el lugar del crimen

Éste era el trasfondo de la picaresca: un tiempo y un lugar donde, como dice el protagonista del Guzmán, "todos vivimos en asechanzas los unos de los otros, como el gato para el ratón", donde "todos roban, todos mienten, todos trampean; ninguno cumple con lo que debe, y es lo peor, que se precian de ello".

domingo, 6 de mayo de 2018

"Chet Baker, el bello monstruo" por Diego A. Manrique


El próximo domingo se cumplen los 30 años de la oscura muerte del trompetista y cantante Chet Baker, que cayó (o fue arrojado) desde el tercer piso de un hotel de Ámsterdam. En verdad, el principal misterio es su resistencia: llegó a los 58 años tras décadas de excesos sobrehumanos, viviendo a salto de mata, girando sin parar para escapar del mono.
Así que saldrán nuevamente los artículos noveleros, ensalzando al James Dean del jazz, bla, bla, bla. Si vamos a ser sinceros, tenía más de conde Drácula: podemos afirmar que Chet Baker (Yale, 1929 - Ámsterdam, 1988) sigue vivo, comercialmente hablando. Pueden buscar Born to Be Blue (Universal), lánguido biopic donde le encarnaba Ethan Hawke. Más estimulante sería sumergirse en el luminoso Baker de los inicios, cuando grababa para Pacific Jazz y era retratado por William Claxton. Y queda la opción de los valientes: la biografía de James Garvin, Deep in a Dream. La larga noche de Chet Baker, ahora reeditada por Reservoir Books.
Gavin, un especialista en jazz vocal, se lanzó a investigar al personaje con la seguridad de que allí había una reconfortante fábula moral: el chico pobre, con un talento innato, que arrasa en los años cincuenta y luego se hunde en la ciénaga de la heroína. Durante años, siguió los pasos de Baker y entrevistó a unas 300 personas que le habían tratado; casi todas se sentían damnificadas por Chet. Pasmo: era más monstruoso de lo que contaba la leyenda.
Profesionalmente, Chet lo tuvo demasiado fácil. En cuestión de días, aprendió a tocar la trompeta. No necesitaba leer partituras: tras una escucha, se aprendía cualquier pieza. Generacionalmente, pertenecía al movimiento be-bop —incluso Charlie Parker requirió sus servicios— pero se presentó con un estilo lírico, que resultaba balsámico tras las turbulencias de los boppers neoyorquinos. Y triunfó a lo grande: en las encuestas de la revista Down Beat, fue votado el mejor trompetista por encima de coetáneos más dotados, como Miles Davis o Dizzy Gillespie. Mientras Davis nunca se lo perdonaría, Dizzy siempre estuvo dispuesto a echarle una mano.
Era guapo, lucía vulnerable y acariciaba un repertorio romántico: nunca le faltaron mujeres. Mujeres sufridas: recibían palizas, perdían sus posesiones, debían arriesgarse a cargar con el contrabando cuando cruzaban las aduanas. Una amiga suya lo califica como relaciones vampíricas: “Chet tenía enganchadas a todas aquellas mujeres, como si fueran drogadictas. Y todas ellas querían eso. Tenía víctimas voluntarias… las novias de Drácula. No es que ellas desconocieran sus malos rollos. Él lo dejaba claro, y ellas tragaban a pesar de todo”. Un detalle más: nunca quiso hacerse la prueba del VIH.
No mostraba mayor consideración con sus compañeros masculinos. Si sufrían una sobredosis, huía en vez de intentar ayudar. Si morían en su cuarto, su única preocupación era que el cadáver terminara en la calle. Si había que delatar a alguien, lo hacía sin complejos. Dejaba atrás un rastro de camas, habitaciones, casas quemadas. Sobrevivir para el siguiente chute es el principal imperativo de un yonqui y Baker se demostró un maestro en esas lides: no aceptaba responsabilidades, no asumía ninguna consecuencia por sus actos.
Dicen que pudo haberse convertido en estrella de cine. Tal vez: su capacidad para embaucar nos deja apabullados. No hablo solo de los centenares de médicos y farmacéuticos europeos de los que conseguía potentes medicamentos: también engatusó a la temida periodista Oriana Fallaci, que le entrevistó tras su estruendoso arresto en Italia. Sabía modular su discurso según las expectativas de los pardillos. Aunque altamente homófobo, cuidaba al fiel público gay. Y se prestaba a sus juegos, si venían endulzados con dinero: quedó inmortalizado por el fotógrafo Bruce Weber en su documental Jazz Image es una serie discográfica que aúna grandes solistas y los fotógrafos que les retrataron. Su nuevo lanzamiento es un impresionante cubo titulado Portrait in jazz by William Claxton, con 18 compactos de Chet Baker (casi todos los discos también se venden en vinilo). Claxton definió el aspecto visual del cool jazz, al que identificó con el relajado estilo de vida californiano. Fuera del escenario, Baker le parecía un poco paleto, hasta cortito. Pero en la cubeta de revelado, descubrió que tenía eso que llaman fotogenia. Además, no era ningún tonto: sabía posar.
Los discos fueron grabados originalmente para el sello Pacific Jazz y conservan su aliento novedoso: Chet probando diferentes formaciones, arriesgándose a perder su reputación como jazzman al ponerse a cantar. Su productor, Richard Bock, intuyó que había encontrado la mina de oro y se mostró respetuoso; luego, perdería el pudor y tomaría decisiones discutibles en posproducción. Let’s Get Lost, rodado en blanco y negro, rodeado de lujo y bellas modelos. Weber consiguió más de lo que esperaba: resultaba desgarrador el desamparo de los hijos de Chet o los odios entre sus diversas mujeres.

Rebosante de carisma

Seguramente, su carisma fue mayor que su arte. Estaba cómodo en su pequeño rincón, donde podía exhibir su inventiva melódica. Como vocalista, se evidenciaban sus carencias pero, demonios, el público siempre quería más. Fue renunciando a su proyecto artístico… si alguna vez lo tuvo. En los sesenta, le encontramos imitando a Herb Alpert al frente de una turística agrupación denominada Mariachi Brass, haciendo música de ascensor con las Carmel Strings y grabando éxitos ínfimos tipo Sugar, sugar.
Hay que agradecer a James Gavin que haya rastreado pacientemente el modus operandi de Chet. Tras ser desahuciado por la industria discográfica estadounidense, se refugió en Europa. Básicamente, se convirtió en un nómada: para huir de Hacienda, renunció a tener una dirección fija. Eso significaba que no podía recibir royalties por las ventas de sus discos, aunque es posible que no le enviaran muchos cheques: había vendido sus derechos a Richard Carpenter, un tiburón que explotaba las debilidades de los jazzmen enganchados.
Se quejaba: su hábito era caro. En Londres, a principios de los sesenta, había disfrutado de un programa gubernamental que proporcionaba drogas a los adictos declarados. Se aficionó entonces a los speedballs, combinados inyectables de heroína y cocaína. En la práctica, si faltaba algún ingrediente, aumentaba la dosis de la substancia disponible y se pinchaba hasta que ya no encontraba venas (y terminaba recurriendo a, uh, partes sensibles de su anatomía).
Baker vivía al día. Formaba bandas con deslumbrados instrumentistas europeos que le seguían a todo club de jazz que se atreviera a contratarlo. Si alguien grababa la actuación, Chet permitía que se publicara por una cantidad modesta: de ahí la inagotable discografía en vivo que todavía sigue creciendo. Así podemos escuchar, por ejemplo, cómo de exquisito sonaba en Tokio, tocando sin heroína: avisado de las draconianas leyes japonesas al respecto, aguantó con la muleta de la metadona. Su road manager, el holandés Peter Huijts, quiso hacerle ver que aquella abstinencia había sido positiva. Baker tenía otro punto de vista: “Sí, ya estoy deseando volver a París para ponerme hasta el culo”.