domingo, 21 de mayo de 2017

75 años de ausencia


RECITAL EN HOMENAJE A MIGUEL HERNÁNDEZ
"75 AÑOS DE AUSENCIA"

“Josefina, hija, qué desgraciada eres”. Fue lo último que dijiste, tus últimas palabras. No habías cumplido los 32, Miguel, y te apagaste hace ahora 75 años. Con los pulmones en salmuera y los huesos abriéndote la piel. “Con el rostro tallado en madera”, como dijo Vicente Aleixandre.
Mala suerte, Miguel, muy mala estrella. Ya habías cruzado la frontera de Portugal cuando vendiste el traje azul y el reloj. Sí, el que te regaló el poeta Aleixandre el día de tu boda. No había más remedio, hay que comer, Miguel. Y la sospecha de que lo hubieras robado todo y la denuncia y vuelta con los civiles y la tortura y la prisión. Muy mala estrella, Miguel. Cuando ya habías cruzado la frontera, cuando te alejabas de los que querían crucificarte. Mala estrella e imprudencia, Miguel, siempre la imprudencia. Y ese “¡ay!” que te acompañó a todos lados.

DEL AY AL AY –por el ay
(EMMA E IRENE)
Hijo soy del ay, mi hijo,
hijo de su padre amargo.
En un ay fui concebido
y en un ay fui engendrado.
Dolor de macho y de hembra
frente al uno el otro: ambos.
En un ay puse a mi madre
el vientre disparatado:
iba la pobre –¡ay qué peso!-
con mi bulto suspirando.
-¡Ay, que voy a malparir!
¡Ay, que voy a malograrlo!
¡Ay, que me apetece esto!
¡Ay, que aquello será malo!
¡Ay, que me duele la madre!
¡Ay, que no puedo llevarlo!
¡Ay, que se me rompe él dentro,
ay, que él afuera! ¡Ay, que paro!
En un ay nací, en un ay.
¡Ay que me duele la madre!
¡Ay, que no puedo llevarlo!
¡Ay, que se me rompe él dentro,
ay, que él afuera! ¡Ay, que paro!
En un ay nací; en un ay,
y en un ay, ¡ay!, fui criado.
-¡Ay, que me arranca los pechos
a pellizcos y a bocados!
¡Ay, que me deja sin sangre!
¡Ay, que me quiebra los brazos!
¡Ay, que mi amor y mi vida
se quedan sin leche, exhaustos!
¡Ay, que enferma! ¡Ay, que suspira!
¡Ay, que me sale contrario!

Del ay al ay, por el ay,
a un ay eterno he llegado.
Vivo en un ay, y en un ay
moriré cuando haga caso
de la tierra que me lleva
del ay al ay trasladado.
¡Ay!, dirá, solo, mi huerto;
¡ay!, llorarán mis hermanos;
¡ay!, gritarán mis amigos,
y ¡ay!, también, cortado, el árbol
que ha de remitir mi caja,
ya tal vez sobre lo alto,
ya tal vez bajo los filos
del hacha fiera en la mano.
El mundo me duele: ¡ay!
(…)

Imprudencia y “ayes” cuando eras niño y querías leer, a pesar del padre tirano que te arrancó de la escuela para pastorear sus cabras. Ese padre que no podía verte con un libro. Eras cabrero, su cabrero. Lo contó tu hermano Vicente: “Veíamos escenas terribles cuando nuestro padre pillaba a Miguel con un libro entre las manos”. Tu imprudencia, Miguel, te abría los libros sin miedo a la intransigencia de tu padre. Preferías la poesía a la ganadería. Mala elección, Miguel, mala elección, que no te traería sosiego ni dineros. A pocos les interesa la poesía, Miguel, solo a los locos y a los enamorados; sin embargo, la carne de cabrito no la desprecia nadie, nadie. Mala elección, Miguel.

RASO Y CUBIERTO
(JOAQUINA)
A la serena duerme mi ganado,
tornaluna de música y sendero,
y está su lana, tanto da el lucero
con ella, de un color puro escarchado.

A la serena duerme mi ganado,
y al abrigo de un lado de romero
¡qué cosa más florida de cordero,
que me lleva perdido enamorado!

Aire arriba me voy por la mañana
en busca de la hierba no mordida,
delante de la nieve que vigilo.

Aire abajo, me alejo de la lana,
por la tarde, a la cosa más florida,
y la gozo pacífico y tranquilo.

En Orihuela, el pueblo de las treinta iglesias, el pueblo en el que no había gobernador, sino obispo, como dijo Miró. Un ambiente ultracatólico que te absorbió e impregnó tus primeras poesías. Las que labras en la sierra, en la huerta, mientras las cabras rumian el pasto seco de los ribazos. En Orihuela, manchado de catolicismo, conociste a Ramón Sijé, a José Marín, tu amigo de letras, tu amigo de Iglesia. Publicas tus primeros poemas cuando rondabas los 20 años, Miguel, y te anima tu amigo Sijé. Y tu imprudencia, de nuevo tu imprudencia, te lleva a Madrid. Otra vez la mala estrella y la imprudencia, Miguel. Demasiado inexperto para los cenáculos madrileños y solo un traje y un gabán. Nada en los bolsillos, solo palabras y esperanzas. Te rechazan, Miguel. Pasas hambre, duermes bajo los puentes, comes de milagro y te sobran los zapatos. Esos zapatos que ahogan tus pies de hombre de pueblo, tus pies de esparteñas y barro. Y ese penar constante, que te acompañará toda tu vida.

PENA
(IRENE)
Umbrío por la pena, casi bruno,
porque la pena tizna cuando estalla,
donde yo no me hallo no se halla
hombre más apenado que ninguno.

Sobre la pena duermo solo y uno,
pena es mi paz y pena mi batalla,
perro que ni me deja ni se calla,
siempre a su dueño fiel, pero importuno.

Cardos y penas llevo por corona,
cardos y penas siembran sus leopardos
y no me dejan bueno hueso alguno.

No podrá con la pena mi persona
rodeada de penas y de cardos:
¡cuánto penar para morirse uno!

Y vuelves al lugar, a Orihuela. Y escribes, escribes, porque no renuncias, Miguel, a la poesía, porque un desgarro interno te arranca los versos. Porque eres poeta, Miguel, obcecado e imprudente. Escribes Perito en lunas, nuevo Góngora te llaman, pero no te aclaman como deseas. Buscas el halago de Lorca, pero tu brusquedad, tu imprudencia deja solas, abandonadas a tus palabras. Y estás convencido de que tu voz vuela más alto que ninguna, que tu poesía tiene “más cojones”, así se lo dices a Lorca, que la de todos los de tu generación, la mejor generación de poetas de Europa. Alfarero de lenguas por destino y “criatura idolatrada” por deseo.

15 (El rayo que no cesa)
(EMMA)
Me llamo barro, aunque Miguel me llame.
Barro es mi profesión y mi destino
que mancha con su lengua cuanto lame.

Soy un triste instrumento del camino.
Soy una lengua dulcemente infame
a los pies que idolatro desplegada.
(…)
Barro en vano me invisto de amapola,
barro en vano vertiendo voy mis brazos,
barro en vano te muerdo los talones,
dándote a malheridos aletazos
sapos como convulsos corazones.
(…)
Teme que se levante huracanado
del blando territorio del invierno
y estalle y truene y caiga diluviado
sobre tu sangre duramente tierno.

Teme un asalto de ofendida espuma
y teme un amoroso cataclismo.

Antes que la sequía lo consuma
el barro ha de volverte de lo mismo.

Y por fin una brizna de suerte, Miguel, un alto en tu fatalismo. Conoces a Josefina, a Josefina Manresa, Miguel, a la mujer, a la compañera, a la que inspirará versos y limones, besos y amarguras. Porque besarla, fue “besar un avispero”.

20 (El rayo que no cesa)
(IRENE)
No me conformo, no: me desespero
como si fuera un huracán de lava
en el presidio de una almendra esclava
o en el penal colgante de un jilguero.

Besarte fue besar un avispero
que me clava al tormento y me desclava
y cava un hoyo fúnebre y lo cava
dentro del corazón donde me muero.

No me conformo, no: ya es tanto y tanto
idolatrar la imagen de tu beso
y perseguir el curso de tu aroma.

Un enterrado vivo por el llanto,
una revolución dentro de un hueso,
un rayo soy sujeto a una redoma.

Y tu imprudencia y tu tozudez te llevan de nuevo a Madrid. Pero esta vez sí, Miguel, esta vez sí, te reconocen y te editan y te acogen y te llaman poeta y publicas un auto sacramental que deja boquiabiertos a todos, nada más y nada menos que un auto sacramental. Y le escribes a Josefina y le dices que no sabes si eres fascista o comunista. Son años de confusión, años convulsos que no permiten el término medio. Y publicas tu libro, Miguel, un libro de poemas de amor que podría haber tenido el vuelo del Romancero gitano de Lorca. Pero aparece de nuevo la mala estrella, Miguel, la mala estrella. Es el año de la sangre, es 1936. A punto de comenzar la guerra, tú bulles inquieto con tu libro y con Josefina. Todo se truncará, todo derrotará hacia la desgracia, porque tú, Miguel, como el toro, “naciste para el luto”.

23 (El rayo que no cesa)
(EMMA)

Como el toro he nacido para el luto
y el dolor, como el toro estoy marcado
por un hierro infernal en el costado
y por varón en la ingle con un fruto.

Como el toro lo encuentra diminuto
todo mi corazón desmesurado,
y del rostro del beso enamorado,
como el toro a tu amor se lo disputo.

Como el toro me crezco en el castigo,
la lengua en corazón tengo bañada
y llevo al cuello un vendaval sonoro.

Como el toro te sigo y te persigo,
y dejas mi deseo en una espada,
como el toro burlado, como el toro.

Rompes con Josefina, Miguel, rompes con la Iglesia, rompes con Ramón Sijé, rompes con Orihuela. Rompes para renacer, para reconvertirte y volver con más fuerza a Josefina y al pueblo. Porque vuelves con Josefina, Miguel, y vuelves al pueblo, a la tierra. Desprecias esa vida de Madrid que tanto anhelabas. Poco antes de comenzar la guerra, muere tu amigo, con el que habías mantenido en los últimos meses asperezas de tripas y de iglesias. Y a pesar de vuestras últimas disputas, te arranca una de las más sentidas elegías que se haya escrito en castellano:

ELEGÍA
(EMMA E IRENE)
(En Orihuela, su pueblo y el mío, se me ha muerto como el rayo Ramón Sijé, con quien tanto quería.)

Yo quiero ser llorando el hortelano
de la tierra que ocupas y estercolas,
compañero del alma tan temprano.

Alimentando lluvias, caracolas
y órganos mi dolor sin instrumento,
a las desalentadas amapolas

daré tu corazón por alimento.
Tanto dolor se agrupa en mi costado,
que por doler me duele hasta el aliento.

Un manotazo duro, un golpe helado,
un hachazo invisible y homicida,
un empujón brutal me ha derribado.

No hay extensión más grande que mi herida,
lloro mi desventura y sus conjuntos
y siento más tu muerte que mi vida.

Ando sobre rastrojos de difuntos,
y sin calor de nadie y sin consuelo
voy de mi corazón a mis asuntos.

Temprano levantó la muerte el vuelo,
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.

No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.

En mis manos levanto una tormenta
de piedras, rayos y hachas estridentes
sedienta de catástrofes y hambrienta.

Quiero escarbar la tierra con los dientes,
quiero apartar la tierra parte a parte
a dentelladas secas y calientes.

Quiero minar la tierra hasta encontrarte
y besarte la noble calavera
y desamordazarte y regresarte.

Volverás a mi huerto y a mi higuera:
por los altos andamios de las flores
pajareará tu alma colmenera

de angelicales ceras y labores.
Volverás al arrullo de las rejas
de los enamorados labradores.

Alegrarás la sombra de mis cejas,
y tu sangre se irá a cada lado
disputando tu novia y las abejas.

Tu corazón, ya terciopelo ajado,
llama a un campo de almendras espumosas
mi avariciosa voz de enamorado.

A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.

Y vuelves a Josefina, Miguel, y vuelves a la tierra cuando se está preparando para el rojo, cuando la desgracia mayor está rajando las campanas. La guerra trunca vuestra boda y trunca el éxito de tu poemario. La guerra no respeta los besos ni los versos. Vuelves a Orihuela para consolar a Josefina, Miguel. Habían matado a su padre, guardiacivil, al comienzo de la conflagración. Y sigues escribiendo, Miguel, porque no crees que las armas vayan a estar aullando para siempre. Una obra de teatro, El labrador de más aire. Un nuevo Miguel, Miguel, arrimado brazo con brazo al pueblo, ahormado a la aspereza de los surcos. Te alistas en vanguardia, con la República, en el Quinto Regimiento, a cavar trincheras, Miguel. Tu imprudencia, Miguel, tu imprudencia y tu fogosidad te acercan a la muerte. Otro poeta, Miguel, te saca de primera línea. Emilio, Emilio Prados se llama y te instala en la propaganda. Poesía de batalla, poesía de resistencia que se tiñe a menudo de existencialismo.  Vientos del pueblo que te llevan, que te arrastran:

VIENTOS DEL PUEBLO ME LLEVAN
(JAVI)
Vientos del pueblo me llevan,
vientos del pueblo me arrastran,
me esparcen el corazón
y me aventan la garganta.

Los bueyes doblan la frente,
imponentemente mansa,
delante de los castigos:
los leones la levantan
y al mismo tiempo castigan
con su clamorosa zarpa.

No soy de un pueblo de bueyes,
que soy de un pueblo que embargan
yacimientos de leones,
desfiladeros de águilas
y cordilleras de toros
con el orgullo en el asta.
Nunca medraron los bueyes
en los páramos de España.

¿Quién habló de echar un yugo
sobre el cuello de esta raza?
¿Quién ha puesto al huracán
jamás ni yugos ni trabas,
ni quién el rayo detuvo
prisionero en una jaula?

Asturianos de braveza,
vascos de piedra blindada,
valencianos de alegría
y castellanos de alma,
labrados como la tierra
y airosos como las alas;
andaluces de relámpago,
nacidos entre guitarras
y forjados en los yunques
torrenciales de las lágrimas;
(…)

Os casáis por lo civil, pero solo puedes estar dos meses con Josefina, Miguel, solo dos meses. El frente te reclama. Y a pesar de la guerra, a pesar de la muerte y de la nada, la esposa y el hijo que esperas están en el filo de tu voz como un bálsamo para las balas.

CANCIÓN DEL ESPOSO SOLDADO
(IRENE)

He poblado tu vientre de amor y sementera
he prolongado el eco de sangre a que respondo
y espero sobre el surco como el arado espera:
he llegado hasta el fondo.

Morena de altas torres, alta luz y altos ojos,
esposa mi piel, gran trago de mi vida,
tus pechos locos crecen hacia mí dando saltos
de cierva concebida.

Ya me parece que eres un cristal delicado,
temo que te me rompas al más leve tropiezo,
y a reforzar tus venas con mi piel de soldado
fuera como el cerezo.

Espejo de mi carne, sustento de mis alas,
te doy vida en la muerte que me dan y no tomo,
Mujer, mujer, te quiero cercado por las balas,
ansiado por el plomo.

(…)
Escríbeme en la lucha, siénteme en la trinchera:
aquí con el fusil tu nombre evoco y fijo,
y defiendo tu vientre de pobre que me espera,
y defiendo tu hijo.
(…)

Y ese hijo que esperas, Miguel, que apenas verás porque no llegará a cumplir los diez meses, agita de esperanza tu vivir entre las trincheras, tu luchar entre la muerte. La mala estrella, Miguel, la mala estrella, te arranca el hijo como a tantos y tantos españoles la esperanza. Son meses de cieno, Miguel, de cieno y de gusanos. Vuelves de Rusia confundido con Stalin y sigues en la trinchera defendiendo al pueblo, llorando la muerte del hijo, bramando contra la injusticia, clamando por los niños de la yunta:

EL NIÑO YUNTERO
(Mª LUISA)
Carne de yugo ha nacido
más humillado que bello,
con el cuello perseguido
por el yugo para el cuello.
Nace, como la herramienta,
a los golpes destinado,
de una tierra descontenta
y un insatisfecho arado.
Entre estiércol puro y vivo
de vacas, trae a la vida
un alma color de olivo
vieja ya y encallecida.
Empieza a vivir, y empieza
a morir de punta a punta
levantando la corteza
de su madre con la yunta.
Empieza a sentir, y siente
la vida como una guerra,
y a dar fatigosamente
en los huesos de la tierra.
Contar sus años no sabe,
y ya sabe que el sudor
es una corona grave
de sal para el labrador.
Trabaja, y mientras trabaja
masculinamente serio,
se unge de lluvia y se alhaja
de carne de cementerio.
A fuerza de golpes, fuerte,
y a fuerza de sol, bruñido,
con una ambición de muerte
despedaza un pan reñido.
Cada nuevo día es
más raíz, menos criatura,
que escucha bajo sus pies
la voz de la sepultura.
Y como raíz se hunde
en la tierra lentamente
para que la tierra inunde
de paz y panes su frente.
Me duele este niño hambriento
como una grandiosa espina,
y su vivir ceniciento
revuelve mi alma de encina.
Lo veo arar los rastrojos,
y devorar un mendrugo,
y declarar con los ojos
que por qué es carne de yugo.
Me da su arado en el pecho,
y su vida en la garganta,
y sufro viendo el barbecho
tan grande bajo su planta.
¿Quién salvará este chiquillo
menor que un grano de avena?
¿De dónde saldrá el martillo
verdugo de esta cadena?
Que salga del corazón
de los hombres jornaleros,
que antes de ser hombres son
y han sido niños yunteros.

La lucha por la libertad está plagada de elegías, tu lucha y tu vida se derrumba, derrota hacia el dolor y la muerte porque no hay otro puerto que te espere. Y luchas y luchas por la libertad y te despojas de todo:

II (El hombre acecha)
(IRENE)
Para la libertad sangro, lucho, pervivo.
Para la libertad, mis ojos y mis manos,
como un árbol carnal, generoso y cautivo,
doy a los cirujanos.

Para la libertad siento más corazones
que arenas en mi pecho: dan espumas mis venas,
y entro en los hospitales, y entro en los algodones
como en las azucenas.
(…)
Porque donde unas cuencas vacías amanezcan,
ella pondrá dos piedras de futura mirada
y hará que nuevos brazos y nuevas piernas crezcan
en la carne talada.

Y acaba la guerra, Miguel, y acaban tus esperanzas de libertad. Volvemos al principio, Miguel, a tu mala estrella, a ese episodio del reloj y del traje azul en la frontera de Portugal. Cuando huías de la cárcel, del paredón. La fatalidad, Miguel, te conduce de nuevo a la Guardia Civil. Interrogatorios de sangre, dolor, humillación y presidio. La añoranza de tu casa, de tu pueblo derrotado.

CANCIÓN ÚLTIMA (El hombre acecha)
(EMMA)
Pintada, no vacía:
pintada está mi casa
del color de las grandes
pasiones y desgracias.

Regresará del llanto
adonde fue llevada
con su desierta mesa,
con su ruinosa cama.

Florecerán los besos
sobre las almohadas.
Y en torno de los cuerpos
elevará la sábana
su intensa enredadera
nocturna, perfumada.
El odio se amortigua
detrás de la ventana.

Será la garra suave.

Dejadme la esperanza.

De cárcel en cárcel, Miguel, de pena en pena, recorres toda España. Conoces en una de ellas a Buero Vallejo. Dibujará tu cabeza de presidiario enfermo, tu mirada que adivina la muerte y la eternidad que te aguarda. Y un error te saca por unos meses de la cárcel, Miguel, y tu imprudencia, Miguel, de nuevo tu imprudencia te hace volver a Orihuela. No aceptas el refugio que te ofrece Cossío en Cantabria, quieres volver a Orihuela, tu pueblo, a pesar de todo. Y tu imprudencia te conduce otra vez a presidio. Dos meses en los calabozos de Orihuela, donde peor te trataron, donde se agrava la enfermedad pulmonar que te acecha. Tu padre no te visita ni una sola vez en dos meses, Miguel, tu padre no cede en su dureza, te desprecia desde niño. Y escribes, siempre escribes, en un cuaderno al que pones nombre: “Para uso del niño Miguel Hernández”. Ahí vas a escribir tus penúltimos versos, el Cancionero y romancero de ausencias que no verás publicado. Versos limpios, sencillos, profundos, despojados del barroquismo y la vanguardia, versos del niño Miguel, para tu segundo hijo y para Josefina, siempre Josefina.

73
(IRENE)
Tus ojos se me van
de mis ojos y vuelven
después de recorrer
un páramo de ausentes.

Tu boca se me marcha
de mi boca y regresa
con varios besos muertos
que aún baten, que aún quisieran.

Tus brazos se desploman
en mis brazos y ascienden
retrocediendo ante esa
desolación que sientes.

Otero de tu cuerpo,
aún mi calor lo vence.

74
De aquel querer mío
¿qué queda en el aire?
Solo un traje frío
donde ardió la sangre.

Y los últimos días en el orfanato para adultos de Alicante. Allí te intentan devolver a tu pasado católico, quieren que renuncies a tu ideología para salvarte. Te presionan para extirparte el calor del pueblo, pero Miguel, tu imprudencia no tiene límites, ni tu imprudencia ni tu tozudez. Lo intentan con Josefina. Te amenazan con no dejar que te visite si no accedes a casarte por la Iglesia, y cedes por ella. Pero ya no hay nada que hacer. Tus pulmones de sal ya no sirven para alojar aire, se han secado y es tarde para trasladarte al sanatorio que tan cerca estaba. Te casas en artículo mortis, casi sin que tus miembros puedan desperezarse y recuerdas a tu hijo muerto y al segundo vivo y a Josefina en tus últimos versos, en el Hijo de la luz y de la sombra, un manantial de erotismo místico y de sensibilidad entre estertores.

NANAS DE LA CEBOLLA
(IRENE Y EMMA)
La cebolla es escarcha
cerrada y pobre:
escarcha de tus días
y de mis noches.
Hambre y cebolla:
hielo negro y escarcha
grande y redonda.
En la cuna del hambre
mi niño estaba.
Con sangre de cebolla
se amamantaba.
Pero tu sangre
escarchada de azúcar,
cebolla y hambre.
Una mujer morena,
resuelta en luna,
se derrama hilo a hilo
sobre la cuna.
Ríete, niño,
que te tragas la luna
cuando es preciso.
Alondra de mi casa,
ríete mucho.
Es tu risa en los ojos
la luz del mundo.
Ríete tanto
que en el alma, al oírte,
bata el espacio.
Tu risa me hace libre,
me pone alas.
Soledades me quita,
cárcel me arranca.
Boca que vuela,
corazón que en tus labios
relampaguea.
Es tu risa la espada
más victoriosa.
Vencedor de las flores
y las alondras.
Rival del sol,
porvenir de mis huesos
y de mi amor.
La carne aleteante,
súbito el párpado,
y el niño como nunca
coloreado.
¡Cuánto jilguero
se remonta, aletea,
desde tu cuerpo!
Desperté de ser niño.
Nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.
Ser de vuelo tan alto,
tan extendido,
que tu carne parece
cielo cernido.
¡Si yo pudiera
remontarme al origen
de tu carrera!
Al octavo mes ríes
con cinco azahares.
Con cinco diminutas
ferocidades.
Con cinco dientes
como cinco jazmines
adolescentes.
Frontera de los besos
serán mañana,
cuando en la dentadura
sientas un arma.
Sientas un fuego
correr dientes abajo
buscando el centro.
Vuela niño en la doble
luna del pecho.
Él, triste de cebolla.
Tú, satisfecho.
No te derrumbes.
No sepas lo que pasa
ni lo que ocurre.


Adiós, Miguel. Adiós, Miguel Hernández. Te fuiste en silencio, con los ojos abiertos, con los párpados de plomo que nadie pudo cerrar, con la mirada eterna, fija en los violines. Te fuiste hace 75 años y aún te cantamos, aún te vivimos, aún te levantamos. Adiós, Miguel, sueña por siempre.

"Valle-Inclán en la picota" por Rafael Narbona

No descubro nada si apunto que las letras españolas no atraviesan su mejor momento. Espero que los autores contemporáneos no se sientan ofendidos, pero me temo que sería inútil buscar algo semejante a Galdós, Unamuno, Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez o Valle-Inclán. Nos separan más de trescientos años de nuestro Siglo de Oro, pero nuestra Edad de Plata es un fenómeno relativamente cercano. La catástrofe política, moral, social y cultural que representó la sublevación militar de 1936 frustró la continuidad de uno de los períodos más fecundos de nuestra historia literaria, artística y musical. Incomprensiblemente, un revisionismo intempestivo cuestiona el mérito de algunos escritores de esa hornada, atribuyéndoles una excesiva autocomplacencia –que en algunos casos devino en egolatría−, una deplorable torpeza –que bordeó el desaliño− o una imaginación insuficiente –que alentó cierto provincianismo, incompatible con las tendencias más renovadoras de la cultura europea. Se acusa a Azorín de tedioso y apolillado, a Unamuno de exaltado e histriónico, a Antonio Machado de vetusto y trasnochado, a Juan Ramón Jiménez de cursi y sensiblero, y a Valle-Inclán de grandilocuente y pomposo. Ultrajar a los escritores de épocas anteriores es un vicio de las nuevas generaciones, que quizá responde a pulsiones parricidas o una lamentable petulancia. Durante sus crisis de fervor futurista, Marinetti expresó su desprecio hacia los que veneran a sus maestros, reyes o profetas. Cuando un grupo de hombres suplica a Mafarka, su mesías, que abandone su retiro y vuelva a ostentar su cetro, se topa con una reacción inesperada. Colérico y decepcionado, Mafarka se dirige al cabecilla de la expedición, recriminándole su servilismo: «¿Cómo es tu corazón para no haber experimentado nunca el deseo de matarme y ocupar mi puesto? ¿Tan larga es la vida, que quieres desperdiciar la mitad pasándola de hinojos ante mí?»

Jaime Gil de Biedma nunca ocultó su escaso aprecio hacia el Juan Ramón Jiménez modernista, y Andrés Trapiello, barojiano confeso, enjuicia a Valle-Inclán con dureza, aduciendo que su borrachera verbal frustró la creación de personajes e historias creíbles, con interés humano y valor universal. La edición de la obra completa del escritor gallego por la Biblioteca Castro –aún en marcha, pues sólo ha aparecido la narrativa en tres volúmenes− ha reavivado el debate sobre la calidad de sus textos. Algunos lo consideran un clásico indiscutible, que explotó los recursos del idioma para alumbrar un estilo prodigioso, capaz de madurar desde el modernismo inicial hasta la estética del esperpento, donde brilla el genio de Quevedo y Goya, con su visión trágica de la realidad española y su hondo conocimiento del espíritu humano. Otros opinan que sólo es un nigromante que compuso música de violines, pobres caricaturas –nunca caracteres− y vistosas mascaradas. Su teatro, lejos de ser un inspirado eco de los clásicos, sólo es una estridente mojiganga. Algunas biografías incluso desmienten las leyendas que habían circulado sobre su vida, aclarando que no fue un heroico bohemio y un rebelde contumaz, sino un escritor que promocionó sus libros mediante bufonadas.

No puedo estar de acuerdo con este juicio sumarísimo que coloca a Valle-Inclán en la infamante picota. Sería absurdo pedirle que escribiera como Galdós o Baroja, pues jamás pretendió elaborar un retrato objetivo de la realidad. Su propósito era alumbrar un mundo alternativo, estilizado, decadente o grotesco, donde la belleza o el escarnio usurparan el lugar de los hechos. Soñar, fabular, falsificar, parodiar es tan lícito como escarbar en la psique o en los acontecimientos con la perspectiva del historiador o el psicólogo, condicionados por exigencias morales que no pueden transigir con el lujo, la pirueta, la hipérbole o el dispendio. Valle-Inclán es puro despilfarro. Sus frases rebosan como fruta madura que desprende gotas de néctar. Pocas veces ha volado el idioma con una cadencia tan audaz y agraciada como en algunos cuentos de Jardín umbrío (1903) o las cuatro entregas de las Sonatas (1902-1905). Los cuentos de Jardín umbrío componen un ambiente de ensueño, que combina lo mítico y lo refinado, lo arcaico y lo primoroso, lo primitivo y lo delicuescente. Son piezas prerrafaelitas caracterizadas por la delicadeza y la minuciosidad de una tabla flamenca. Su deliberado alejamiento de la realidad es un procedimiento sostenido por el anhelo de perfección estética. «Beatriz» comienza con una memorable descripción:

Cercaba el palacio un jardín señorial, lleno de noble recogimiento. Entre mirtos seculares, blanqueaban estatuas de los dioses. ¡Pobres estatuas mutiladas! Los cedros y los laureles cimbreaban con augusta melancolía sobre las fuentes abandonadas. Algún tritón, cubierto de hojas, barboteaba a intervalos su risa quimérica, y el agua temblaba en la sombra, con latido de vida misteriosa y encantada.

En unas pocas líneas, Valle-Inclán convoca el misterio de la naturaleza reordenada por el hombre, el silencio conventual de los espacios segregados del fragor del mundo y el esplendor perdido de los clásicos griegos. La belleza no siempre es verdad y la verdad raramente es belleza. Un estilo como el de Valle-Inclán, que se despega deliberadamente de la inmediatez cotidiana, constituye un acto de rebeldía contra cualquier expectativa de provecho. Es puro artificio que repudia la razón, la utilidad y el aleccionamiento. La escena del negro y los tiburones en la Sonata de estío responde al mismo planteamiento. Sería absurdo menoscabar su valor, empleando criterios morales o de verosimilitud:

Los labios hidrópicos del negro esbozaron una sonrisa de ogro avaro y sensual. Seguidamente despojóse de la blusa, desenvainó el cuchillo que llevaba en la cintura y como un perro de Terranova tomóle entre los dientes y se encaramó en la borda. El agua del mar relucía aún en aquel torso desnudo que parecía de barnizado ébano. Inclinóse el negrazo sondando con los ojos el abismo: Luego, cuando los tiburones salieron a la superficie, le vi erguirse negro y mitológico sobre el barandal que iluminaba la luna, y con los brazos extendidos echarse de cabeza y desaparecer buceando.

Sólo es literatura que no necesita justificarse con pretextos espurios. La literatura no es psicología, sociología, ética o historia. Se trata de palabras combinadas de tal manera que adquieren la dimensión del milagro estético. No es necesario apelar a algo externo para lograr la aprobación del ojo crítico. No descansan sobre un fondo oculto, semejante a la caja de un mago, que sólo está al alcance de los iniciados. Es suficiente resbalar por su superficie para apreciar su tensión poética, su calidad sonora, su gozosa gratuidad. La obra de Valle-Inclán es un milagro musical, una dádiva para los sentidos, que en sus últimos movimientos se abre al mundo, buceando en las profundidades de esa realidad problemática llamada España.

Valle-Inclán no merece estar en la picota, sino disfrutar del reconocimiento reservado a los grandes orfebres del castellano. Podría decirse del autor de Divinas palabras lo mismo que Borges afirmó de Quevedo. Sus mejores piezas son «objetos verbales, puros e independientes como una espada o como un anillo de plata». Ambos escritores se preocuparon menos de ser hombres que de ser recordados como artífices de palabras. Nadie debería olvidarlo.

sábado, 13 de mayo de 2017

¿Para qué sirve el servicio de inspección educativa?


Cuando entrevistamos a la asesora cultural de la embajada finlandesa, no comprendimos que considerase la eliminación en su país del servicio de inspección a principios de los 90 uno de los factores claves en la mejora de su sistema educativo. En nuestro país, las funciones de este cuerpo son imprescindibles. No concebimos que la enseñanza en Finlandia haya mejorado por la eliminación de los inspectores si servía para lo mismo que en España. Analicemos sus utilidades en nuestro país y lo comprobaremos:

1. Apartar de las aulas a ciertos elementos que por su egolatría y aversión a la tiza provocarían traumas sin solución en los alumnos.
2. Dar salida laboral a los faltos de vocación que intentan medrar en la administración pública porque no les satisface el ejercicio de la enseñanza.
3. Favorecer al pequeño comercio textil especialista en trajes de mal gusto, corbatas de fantasía y chaquetillas de monja.
4. No frustrar a los que escriben currículos educativos. Sin la existencia de los inspectores no habría nadie que se atreviera a declarar que entiende la legislación y los redactores podrían entrar en una depresión profunda.
5. Ayudar al comercio que se dedica a la venta de muebles para despacho y útiles de papelería: tampones, sellos, clips, libros de registros y actas, plumas estilográficas, rotuladores fosforescentes, chinchetas, tablones de corcho...
6. Provocar la tensión necesaria en el profesorado para que no se relaje por medio de: cambios continuos de criterio, contestar al teléfono en contadas ocasiones, visitas esporádicas al centro para evitar la familiaridad del claustro, no atender a las peticiones de asesoramiento para hacer más autónomo al cuerpo de profesores, rostro severo y pose enigmática.
7. No actuar expeditivamente en ningún caso, por evidente que sea la falta, salvo que haya por medio una crítica al servicio de inspección o una avalancha de padres que haga peligrar al propio cuerpo.
8. Rendir pleitesía a los cargos más altos para ascender en el escalafón administrativo.

Ferlosio contra Disney


Contra Disney

“Hasta la crema de la intelectualidad se toma en serio inmundicias no sólo estéticas sino también ideológicas, como Casablanca o Lo que el viento se llevó; ya que las convenciones del ‘derecho narrativo’, además de ser ideológicas ya en cuanto formas o más bien fórmulas en sí, se han convertido también en eficaz instrumento pedagógico, potenciador de ideologías. El paradigma supremo de semejante función educativa es Walt Disney, el gran corruptor de menores y la mayor catástrofe estética, moral y cultural del siglo XX”.

"Werther, amante suicida" por Fernando Aramburu


Werther, joven impulsivo, llora con frecuencia en las ciento y pico páginas que comprende su historia. Al principio derrama lágrimas de alborozo ante paisajes primaverales que son reflejo de su felicidad; después, lágrimas de pena, bien sea porque lo emociona el recuerdo de su alegría perdida o porque, en fin, entre tinieblas de invierno, colinas siniestras y oscuridad nocturna, agotada la última esperanza, ya no puede más.
Werther es fácilmente parodiable en nuestros días por causa, sobre todo, de sus escenas de comportamiento extremo. También lo son a su manera el Caballero de la Triste Figura o Hamlet, lo cual no les resta complejidad, al menos para quienes disponen de una antena con que sintonizar la alta literatura.
Hubo jóvenes que allá en el siglo XVIII se quitaron la vida trastornados por la lectura de Las penas del joven Werther. Napoleón gustaba de llevar un ejemplar de la novelita en sus campañas. Se conoce que no terminaba de calentarse con los cañonazos, el humo y la carne esparcida por los campos de batalla. Hay quien conceptuó perversa esta obra de Goethe, considerándola una incitación al suicidio, y quien, exento de inclinaciones románticas, no duda en tildarla de kitsch.
Goethe tenía 25 años en 1774, cuando publicó por vez primera el Werther. Lo escribo así, el Werther, como se suele decir en Alemania, lo mismo que entre nosotros decimos el Quijote o la Celestina. El libro adquirió con rapidez esa pátina de óxido que, según algunos, menoscaba, anula, pone bajo sospecha la calidad literaria. Me refiero al éxito. Se cuenta que los lectores entusiastas se arracimaban ante la casa de Goethe, algunos venidos desde el extranjero.
No deja de ser curioso el que un hombre de orden, con una entraña tan legalista y conservadora, figure en las historias de la literatura como adelantado del romanticismo. Poco se asemejaba su idiosincrasia a la de su ardiente personaje, un auténtico absolutista del corazón. Como este, también Goethe tendía a desear a la mujer del prójimo, solo que en su caso, no bien la cuestión se ponía fea, cambiaba a toda prisa de ciudad. La controversia suscitada por el libro no dejó indiferente a su autor. En la edición de 1775, la segunda, introdujo en el texto diversos cambios con finalidad suavizadora.
Averiguamos los sucesivos lances de la historia por las cartas confesionales que Werther envía a un amigo de confianza, cuyas posibles respuestas no han sido incorporadas a la novela. El monólogo epistolar deja huecos en la serie episódica que el lector debe completar. En uno de ellos, de 17 días, Werther se prenda de Lotte. El hecho de que no se nos cuente cómo ha ocurrido tal cosa nos invita al placer de imaginarla. La hermosa Lotte, mujer de encantos físicos e intelectuales, comprometida con otro, admite a Werther en su cercanía y él va ganando méritos por la senda de entretener a los ocho hermanos pequeños de ella, huérfanos de madre. La obsecuencia de Lotte es­timula los avances del enamorado e induce a este a concebir ilusiones imposibles que al fin desatarán su tragedia.
Juan José Saer (El concepto de ficción) afirma que el epistolar no es tanto un género como un procedimiento. Las limitaciones del mismo, cuando se trata de narrar la propia vida, saltan a la vista. Bastante antes del desenlace de la novela, el lector comprende sin sombra de duda que a Werther lo espera una muerte violenta. El propio personaje se encarga de anunciarla en repetidas ocasiones de forma cada vez más explícita.
La vida del amante rechazado, que ya no halla sentido ni gusto a la existencia, se va a acabar y, con ella, su historia novelada. A Goethe se le plantea un problema de tipo técnico. Es imposible que el narrador cumpla su cometido en el tramo final de la novela. Que a última hora, con las armas cargadas sobre la mesa, Werther redacte una carta de despedida a Lotte añade una coda epistolar interesante, pero no aporta ninguna solución. El texto no ha generado una coherencia interna que permita a los lectores aceptar que Werther nos relate en un capítulo póstumo su suicidio y su posterior inhumación. Goethe recurre a un editor más omnisciente de lo debido para tomar el relevo de la narración y ultimar la historia.
El suicidio de Werther no consiste, a mi juicio, en una simple despedida brusca, fruto de un arrebato. Pienso también que es interpretable más allá de su posible efecto punitivo sobre la mujer que rechazó los deseos fervientes del enamorado. Lo cierto es que Werther se descerraja un tiro con una de las pistolas prestadas por el marido de Lotte. Se las pidió con un pretexto, por medio de un criado; el cual le contará a su vuelta que las armas se las entregó Lotte después de haberles quitado ella misma el polvo. A ojos de Werther, el gesto implica una instigación. Aún más, una condena, como si le dijeran: hala, mátate de una vez y déjanos tranquilos. Lo enterrarán sin ceremonia religiosa, fuera del camposanto, como correspondía a los suicidas, sin más honor que el de recibir sepultura en el lugar que él había elegido.


jueves, 11 de mayo de 2017

A un calzoncillo en una lámpara


Dedicado a los "escritores" criados en platós televisivos

Máximo esplendor del vil calzoncillo,
gloria a la jaima de escroto y zurraspa.
Todos rendidos a la hez de la caspa,
todos a los pies del resto amarillo.

Loo, me entrego, adoro, venero,
me sumo al amor del dios excremento.
Nadie se atreva a emitir un lamento
contra el imperio de tanga y braguero.

Hoy es el mundo de la porquería,
huerta de heces, de limo y de fama.
Dejadme unirme a los fastos del ano.

Nadie se atreva contra la jauría.
¡Viva la fiesta que el hedor aclama!
     No levantaré el buen gusto en vano.    

sábado, 6 de mayo de 2017

"Cara a cara con Juan Rulfo" por Juan Villoro


"Estoy sentado junto a la alcantarilla aguardando a que salgan las ranas”, así comienza el primer cuento de El llano en llamas (1953), de Juan Rulfo. De manera emblemática, un virtuoso del estilo se sirvió de una voz incierta para ese cuento inicial. Un muchacho con una deficiencia mental mira el mundo con inocente extrañeza. Macario, el protagonista, bebe la leche de una mujer y ella le asegura que esa dicha lo convertirá en un demonio. En los ruidos de la naturaleza, él busca una clave para los enigmas del bien y el mal; decide que, cuando se callen los grillos, saldrán las almas. Esa profecía anticipa la novela Pedro Páramo(1955), donde todos los personajes están muertos. ‘En la madrugada’, otro cuento de El llano en llamas, anuncia lo mismo: en un sitio donde los desposeídos no intervienen en los sucesos, las noticias salen de las tumbas: “Voces de mujeres cantaban en el semisueño de la noche: ‘Salgan, salgan, salgan, ánimas en pena”.
La ronda de los fantasmas rulfianos no ha dejado de suceder. Su larga sombra toca a nuevos autores mexicanos. La novela Las tierras arrasadas, de Emiliano Monge; la obra de teatro Mendoza, de Antonio Zúñiga y Juan Carrillo, y el cuento Una pura brasa, de Rodrigo Flores Sánchez, son piezas de indiscutible singularidad en las que resuena un eco inconfundible, una voz que ya es el nombre propio de la tradición.
En Pedro Páramo, quienes se han librado del dolor de vivir integran un coro de voces sueltas. No es casual que el título de trabajo de la novela fuera Los murmullos. Mucho antes de las desmesuradas redes sociales, Rulfo creó una ronda de personajes dispuestos a hablar sin encontrarse, confirmando la poderosa realidad virtual de la literatura.
Cristina Rivera Garza acaba de publicar Había mucha neblina o humo o no sé qué, bitácora que aborda los parajes, los libros, las fotografías, los trabajos, las fatigas, la vida concreta y dura del hombre que sería leyenda. Entre otros asombros, Rivera Garza destaca la función liberadora que Rulfo otorga al deseo femenino: “Es claro que las ánimas que se pasean por Comala purgando culpas y murmurando historias son ánimas sexuadas”; los cuerpos han desaparecido de los confines terrenales, pero el alma de Abundio Martínez aún siente a la mujer que “le raspaba la nariz con su nariz”.
Rulfo se sirve de un lenguaje deliberadamente austero para recrear la pobreza del campo mexicano. La música de su idioma proviene del uso, tenso y reiterado, de pocos elementos. En esa poética de la escasez, las palabras percuten como piedras de un desierto donde “se le resbalan a uno los ojos al no encontrar cosa que los detenga”.
La renovada actualidad de Rulfo se manifiesta en su impronta en escritores contemporáneos, pero también en una realidad que no deja de parecérsele. La violencia, el ultraje, la traición y el sentido gratuito de la muerte determinan sus páginas con la misma gramática de la sangre con que determinan la hora mexicana.
“¿Qué país es éste?”, pregunta un personaje del cuento ‘Luvina’. Cada historia rulfiana tiene su modo de ser actual. ‘Paso del norte’ trata de los mexicanos acribillados en el río de la esperanza que lleva a Estados Unidos, el infierno que Trump desea perfeccionar con un muro.
En un entorno que se decide con el filo del machete, las aclaraciones son póstumas: un asesino le explica su suerte al cadáver de su enemigo. Ahí, la política y la religión no sirven de consuelo. Gente de mucha fe, los seres rulfianos rezan hasta morder el polvo. En ‘Nos han dado la tierra’, los campesinos reciben en recompensa por sus luchas agrarias un arenal incultivable. ¿Quién manda en ese territorio? En ‘Luvina’, cuando alguien se refiere al Gobierno y dice que su madre es la patria, otro responde: “El Gobierno no tiene madre”.
En una región sin más hegemonía que el abuso, Pedro Páramo se alza como cacique y patriarca, Señor de lo Público y lo Privado. Comala es su propiedad, pero algo se le resiste: Susana San Juan. El tirano ama a una mujer indómita, atravesada por la incontrolable fuerza de la locura y una sensualidad que no tiene que ver con él. En la novela de las almas en pena, nada está tan vivo como Susana.
Rulfo nació en 1917, año en el que se escribió la Constitución mexicana. Durante un siglo, la Carta Magna ha recibido 695 enmiendas según unos cálculos, 699 según otros. Ese palimpsesto no se concibió para ser leído, sino para que litiguen los abogados. En el centenario de Rulfo, nada es más elocuente que su prosa ni más oscuro que las leyes, que semejan las palabras herméticas de la religión: “Tú sabes cómo hablan raro allá arriba”, dice una voz en Pedro Páramo.
En el México de 2016, cada mes 500 cadáveres fueron a dar a fosas comunes. Una necrópolis donde sólo las almas tienen oportunidad. Aprendemos geografía con los cambiantes nombres de las tragedias: Ayotzinapa, Tetelcingo, Acteal. Aprendemos que algo resiste con un solo nombre: Rulfo.
Después de El llano en llamas y Pedro Páramo, el maestro guardó silencio. Dejó un puñado de cartas, textos excepcionales escritos para el cine, habló con pícara inventiva de historias futuras y rehusó modificar una bibliografía perfecta.
Una y otra vez sus páginas aluden al necesario reverso del sonido. El cuento ‘Talpa’ ofrece una moral al respecto: “Muy abajo el río corre mullendo sus aguas entre sabinos florecidos; meciendo su espesa corriente en silencio. Camina y da vueltas sobre sí mismo. Va y viene como una serpentina enroscada sobre la tierra verde. No hace ruido. Uno podría dormir allí, junto a él, y alguien oiría la respiración de uno, pero no la del río”. ¿Hay mejor retrato de una voz idéntica a la tierra?
El río de Juan Rulfo fluye “mullendo sus aguas”, “camina y da vueltas sobre sí mismo”. Ahí, la gente bebe sueños. Misteriosamente, el agua que trae tantas cosas no hace ruido, o trae el más fuerte de todos: el silencio.