sábado, 3 de septiembre de 2016

"Para ser feliz cuéntate buenas historias" por Kiko Llaneras


¿Alguna vez has sido feliz en un espejismo? Imagina que te enamoras y durante meses solo experimentas instantes felices. Entonces descubres la trampa: tu amante era un actor a sueldo de una conspiración. De golpe te sentirás desgraciado. Pero ¿se ha esfumado la felicidad que ya experimentaste? ¿Es menos real ahora? No puede serlo. Puedes maldecirte, arrepentirte y hasta alterar tus recuerdos, pero la felicidad experimentada no puede deshacerse.
Este espejismo ilustra una paradoja que todos llevamos dentro: no es igual experimentar instantes felices que sentirte feliz al pensar tu vida.
Para explicar esta confusión el premio nobel Daniel Kahneman dice que nos habitan dos yoes diferentes (Science 2004Nature 2006). El primero es el «yo que tiene experiencias». Es la parte de ti que vive en el presente, sintiendo dolor y placer en instantes sucesivos. Desconoce el pasado y no piensa en el futuro; vive fugazmente. Tú otro yo es el «yo que recuerda». Es la parte de ti que tiene memoria y juzga las cosas. La que responderá si te pregunto qué tal lo pasaste ayer o cómo te sientes últimamente.
La paradoja es que cada yo es feliz a su manera.
Puedo preguntarle a tu «yo que tiene experiencias» si se siente feliz ahora. Y si le pregunto periódicamente puedo saber cómo de felices han sido los sucesivos instantes de tu vida. ¿Cuántos momentos felices has experimentado? Ojalá que muchos.
Pero si interrogo al «yo que recuerda» la pregunta es distinta. A él puedes pedirle un juicio general de tu bienestar: ¿cómo de satisfecho estás con tu vida cuando piensas en ella? El «yo que recuerda» puede responder porque conoce la historia de tu vida. De hecho, es él quien la escribe. Lo hace sobre la marcha y no es fiel a los hechos: miente, altera tus recuerdos e ignora la mayor parte de tus experiencias. (Puede pasar, por ejemplo, que este año hayas disfrutado mucho viendo series y tu «yo que recuerda» anote un triste: vi muchas series). Pero lo que escribe importa, porque cuando reflexiones sobre tu vida o te preguntes si eres feliz, las respuestas brotarán de su relato.

Felices experiencias / felices memorias
Se nos plantea así un dilema: tenemos que escoger entre vivir para encadenar instantes felices o vivir para sentirnos satisfechos —¡y felices!— al rememorar nuestra vida.
Pondré un ejemplo. Es probable que uno experimente más felicidad quedándose en casa muchas noches. Es un sitio confortable y uno puede dedicarse a leer o ver películas bien acompañado. Y sin embargo, hay algo en esa felicidad monótona que rechazamos. Pero ¿quién la rechaza exactamente? No el «yo que tiene experiencias»: él sería feliz haciendo siempre lo mismo y ni siquiera notaría la repetición. No. Quien rechaza la monotonía es el «yo que recuerda», porque es un narrador y las buenas historias exigen acción.
Así las cosas, el «yo que recuerda» hace las veces de tirano: él tomas tus decisiones… y las consecuencias las experimenta tu otro yo. Para demostrarlo, Kahneman plantea un juego mental. Imagina que escoges el destino de tus próximas vacaciones. Piénsalo y decide un lugar. Ahora imagina que sabes que al final de esas vacaciones se destruirán las fotos y te administrarán una droga amnésica de modo que no recordarás nada. Las vacaciones serán solo una experiencia y ningún recuerdo. ¿Elegirías el mismo destino ahora? No te extrañes si tu «yo que tiene experiencias» elige la playa antes que hacer trekking por el sudeste asiático.

Para sentirte satisfecho con tu vida, tomas decisiones que no hacen que experimentes más placer, alegría ni felicidad. La tiranía del «yo que recuerda» consiste en que actuarás pensando no en las experiencias sino en su recuerdo y el relato alrededor.
Y eso explica muchas cosas.
Explica que no me guste escribir, sino haber escrito.
Y explica que corramos maratones: porque la experiencia es una mierda pero el recuerdo compensa. (Y si has corrido una maratón y crees que me equivoco, reconoce que no puedes saberlo porque en tu cabeza no está la experiencia sino el recuerdo.)
Explica también que existan los perseguidores de historias. Como aquel amigo que decidió arrepentirse siempre por hacer y nunca por no hacer. ¿Sabéis esas noches que dudas si pedir otra copa? La pide siempre. ¿Y cuando quieres decirle a una chica «vamos fuera»? Él ya está con ella de la mano. Como resultado, mi amigo comete grandes errores, hace mucho el ridículo y se pierde en Elche. Pero también acumula historias asombrosas.
La tiranía de la memoria nos empuja a buscar nuevas historias y explica que algunas parejas rompan sin motivo aparente.
Explica también a Sarah Bernhardt, en la versión de Julian Barnes, que rechazó casarse para experimentar mucho y luego rememorarlo: «Estoy hecha para la sensación, para el placer, para el momento. Busco continuamente sensaciones y emociones nuevas. Mi corazón desea más excitación de la que nadie, ninguna persona, puede darme».
Y explica esta frase de Ferlosio que debo a El guardián: «Mundo feliz aquel en que los niños no entendiesen ni aun remotamente la pregunta: Y tú, ¿qué quieres ser de mayor?».

* * *

Si ahora volvéis a la historia del principio, veréis la paradoja resuelta: descubrir que tu amante es un impostor no destruye la felicidad que ya experimentaste, pero destruye el relato y por eso duele y por eso importa.
Importa y duele porque vivimos al servicio del «yo que recuerda».

Confieso que esa tiranía me parece poco grave. No me importa vivir al servicio de esa parte de mí que lleva un diario y luego decide si estoy satisfecho. Quizás porque me gustan las historias o porque ese otro yo que tiene experiencias me parece líquido y de segunda clase. Solo una duda me corroe: quizás la tiranía del «yo que recuerda» me parece poco grave porque quien escribe y piensa estás líneas es el propio tirano.

"El extraño viajero" por Antonio Muñoz Molina



En la desleída televisión pública pasan a deshoras El extraño viaje y yo me quedo hasta las tantas viéndola una vez más, en una noche de finales de agosto en la que no cesa el calor. Cuando termina, me gana una añoranza recobrada de Fernando Fernán Gómez, que va a hacer ya nueve años que murió este noviembre. Siempre ha pasado más tiempo del que parece, y también es como si no hubiera pasado, como si no pudiera ser verdad que Fernando está muerto. Fernán Gómez es de esas personas que vuelven con mucha frecuencia a la conversación de quienes las conocieron. Nos gusta recordar cosas que nos contó, o historias que nos sucedieron con él, con él y con Emma, Emma Cohen, que se fue hace mucho menos, pero que ya estaba muy retirada, muy ausente. Antes de que muriera, ya hablábamos de ella en pasado. En Fernando había un escepticismo de español templado que de un modo u otro ha pasado toda su vida en minoría, en un cierto margen de rareza, en una minoría que a veces era, literalmente, de uno solo, como la de Cyril Connolly. De niño era pelirrojo y larguirucho, además de hijo de madre soltera y de padre desconocido, lo cual lo envolvía en una rareza añadida que ahora es difícil de calibrar. Yo fui niño 30 años después que él, pero me acuerdo bien de cómo mirábamos a un vecino que llegó a nuestra calle no sabíamos de dónde, y que vivía solo con sus madre, de la que los mayores decían en voz baja que no estaba casada. Aquel niño era igual que nosotros, pero quizá por eso nos parecía más definitiva la extrañeza en la que lo veíamos envuelto. Era más distinto todavía porque a simple vista no se le notaba ninguna diferencia. A Fernando sí. Fue pelirrojo en un país de gente morena, fue muy alto y delgado en un país de pobre gente achaparrada, fue un actor que se mezclaba con escritores, un escritor al que era más difícil que lo tomaran en serio porque era un actor célebre, un actor de éxito que dirigía películas invisibles de tan minoritarias, hijo de una madre monárquica y de una abuela republicana. Dedicarse a tantos oficios no le favoreció en un país muy perezoso para las complejidades, pero en cada uno de ellos logró al menos una obra memorable. En el teatro nos dejó Las bicicletas son para el verano, que es uno de los textos mayores de literatura dramática en español del último medio siglo; escribió una novela magnífica, a la que en su momento no se hizo mucho caso, El viaje a ninguna parte, eclipsada por la película que él mismo hizo con ella. En España son raros los buenos libros de memorias, sobre todo de memorias escritas por hombres. Entre nosotros hay poco hábito de poner por escrito los propios sentimientos, la fragilidad masculina, la melancolía de lo que se ha perdido o lo que se nos malogró. Por eso son más importantes todavía las memorias de Fernando Fernán Gómez, El tiempo amarillo, la crónica de la vida íntima de un tímido al que le tocó la mala suerte generacional de entrar en la primera juventud al mismo tiempo que su país entraba en ruinas en el túnel de una dictadura. Son unas memorias que uno lee ávidamente la primera vez y a las que está volviendo siempre, eligiendo tal vez una época concreta, la riqueza de uno cualquiera de los tiempos o de los mundos que se retratan en ellas: el niño al que su abuela lleva a la Puerta del Sol el 14 de abril; el adolescente lector y enamoradizo que de repente se encuentra haciendo papeles mínimos en los teatros colectivizados de Madrid en guerra; el hombre maduro que vuelve a casa después de una gira teatral en la que ha tenido mucho éxito y descubre que su gran amor lo ha dejado por otro. Yo lo vi en Granada, durante aquella gira, en un recital de poemas y fragmentos en prosa. Quien lo haya escuchado leyendo en voz alta, en un escenario oscuro, delante de un atril, el discurso de Don Quijote a los cabreros, o la Mano entregada, de Vicente Aleixandre, no lo olvidará nunca. Fernando, tan alto, vestido de negro, era Don Quijote y era también Cervantes, era Aleixandre y la voz enamorada y estremecida del poema. Las mejores películas que dirigió permanecen tan vivas que cuesta acordarse de que casi todas fueron fracasos comerciales, o se quedaron sin estrenar, o fueron olvidadas después de proyectarse unos días en programas de relleno en cines sin fortuna. En esas películas de Fernando está la paradoja melancólica de las obras que acaban representando lo mejor de la época en la que fueron invisibles. Fernando tenía una idea irónica y un poco amarga de lo que podía ser en España el éxito, y de lo cerca que solía estar del fracaso. Actor de una celebridad incompatible con su timidez, con su parte de misantropía, Fernán Gómez era al mismo tiempo un director de cine casi clandestino. Él se encogía de hombros, con una mezcla muy suya de fatalismo y de negligencia. Pero hay que imaginar lo que debió de suponer para él que las que tal vez fueron sus mejores películas, El mundo sigue y El extraño viaje, desaparecieran sin rastro una vez terminadas, sin esperanza de rescate, en esa época anterior al vídeo doméstico en la que la mayor parte del cine apenas volvía a verse después de estrenado. La posteridad es misteriosa y errática. Nunca se sabe lo que va a salvar o lo que va a destruir. Cuando ya era viejo, Fernando asistió, con una gratitud atemperada por la incredulidad, al regreso de aquellas películas que había dado por olvidadas y perdidas. Quienes las descubríamos, casi siempre por azar, o por una confidencia de alguien, nos quedábamos sobrecogidos por aquella originalidad que era al mismo tiempo testimonial y poética, aquella maestría a veces un poco atropellada que no hacía el menor aspaviento para llamar la atención sobre sí misma. La otra noche, viendo de nuevo, con la misma admiración, El extraño viaje, reconocía en la película la ternura de Fernando hacia las personas muy frágiles, su desprecio hacia la autoridad, su mirada entristecida y clarividente hacia la pobreza española, la aspereza de aquel país que tardó tanto en emerger de la posguerra y en el que las heridas, decía él, no acababan nunca de cicatrizar. Pero me fijé más aún esta vez en la parte de cuento infantil de miedo que hay en la película, en su tenebrismo de ilustración de un libro de cuentos antiguo. Paquita y Venancio, o Rafaela Aparicio y Jesús Franco, son los hermanos medrosos que van por los pasillos con una vela encendida y empujan las puertas de una casa hechizada, los hermanos cándidos que se unen contra la perfidia de sus mayores, los dos niños fantasiosos y gorditos que se quedan encerrados para siempre en el país espectral de su infancia. Me acordé con alegría y tristeza de cuando me era posible decirle a Fernando cuánto había vuelto a gustarme su película.

martes, 30 de agosto de 2016

Los recuerdos involuntarios como única materia artística


"Para mí, la memoria voluntaria, que es sobre todo una memoria de la inteligencia y de los ojos, solo nos da del pasado aspectos sin veracidad; pero si un olor, un sabor recuperados en circunstancias muy diferentes, despiertan en nosotros a nuestro pesar el pasado, nos damos cuenta hasta qué punto este pasado era diferente de lo que creíamos recordar, lo que dibujaba nuestra memoria voluntaria, como los pintores malos, con colores sin veracidad. En este primer volumen, el narrador, que habla en primera persona (y que no soy yo) recupera de repente años, jardines, seres olvidados en el sabor de un sorbo de té en el que ha mojado un trozo de magdalena; sin duda lo recordaba todo, pero sin color, sin encanto. He podido hacerle decir que, como en el juego japonés en el que sumergimos tenues bolas de papel que, una vez dentro de la taza, se estiran, se retuercen se convierten en flores y personajes, todas las flores de su jardín y los nenúfares del Vivonne, y la buena gente del pueblo, y las casitas, la iglesia y todo Combray y sus alrededores, todo ello toma forma, se vuelve sólido y brota, con la ciudad y los jardines, de la taza de té.

Yo creo que el artista sólo debería pedir a los recuerdos involuntarios la materia prima de su obra. En primer lugar, precisamente porque son involuntarios, se forman solos, atraídos por una semejanza de un instante, tienen un cuño de autenticidad. Además, nos devuelven las cosas en una dosificación exacta de la memoria y del olvido. Finalmente, como nos hacen saborear la misma sensación en circunstancias muy diferentes, la liberan de toda su contingencia, nos devuelven su esencia extratemporal, que es precisamente el contenido de la belleza del estilo, esta verdad universal y necesaria que sólo traduce precisamente la belleza del estilo.
Si me permito razonar así sobre mi libro es porque no es en modo alguno una obra de razonamiento, porque sus menores elementos proceden de mi sensibilidad, porque los he percibido ante todo en el fondo de mí mismo, sin comprenderlos, porque me ha costado tanto esfuerzo convertirlos en algo inteligible como si hubieran sido tan ajenos al mundo de la inteligencia como… ¿cómo expresarlo? Un motivo musical. Me parece que piensan que se traza de sutilezas. ¡Oh, no! ¡Todo lo contrario! Les aseguro que se trata de realidades. Lo que no hemos tenido que aclarar personalmente, porque estaba claro ya (por ejemplo, idea lógicas) no es realmente nuestro, ni siquiera si es real. Son solo “potencialidades” que elegimos arbitrariamente. Además, sabe usted, es algo que se ve inmediatamente en el estilo.
El estilo no es un embellecimiento en modo alguno, como creen algunas personas, ni siquiera es un problema de técnica, es –como el color en los pintores- una cualidad de la visión, una revelación del universo particular que ve cada uno de nosotros y que no ven los demás. El placer que nos procura un artista es el de darnos a conocer un universo más.”
Marcel Proust
"Swann explicado por Proust", Le Temps, 12 de noviembre de 1913.

"La mejor novela española de los últimos cincuenta años" (fragmento) por Raúl Cazorla


1. Los rivales
Dar premios es fácil, lo complicado es que nos pongamos de acuerdo en los elegidos —como los trabajadores de la tienda de discos de Alta fidelidad, que componían listas en torno a los criterios más disparatados— y, si bien no existen razones para que los libros, los discos, las pelis, compitan entre sí, aunque no exista tal cosa como «La mejor novela española de los últimos cincuenta años», supongo que hacen falta de vez en cuando carteles, anuncios de neón, campanadas. Quién teme al premio feroz, me pregunté una vez, cuando en principio solo parece haber ventajas en los concursos: ganan los premiados, los medios tienen un estupendo evento informativo, la editorial consigue la carta de la promoción, los lectores escuchan nuevos nombres. Los únicos que pierden, claro, son los no premiados, qué tontería más obvia, pues esta falta de reconocimiento público se convierte en ocasiones en causa de ostracismo editorial, criba de lectores o, peor aún, un progresivo silencio literario según pasan los años.
A la hora de seleccionar el título de este artículo, yo ya había decidido mucho tiempo antes, sin pasar por ningún complejo sistema de selección, cuál era, a mi juicio, la mejor novela española de los últimos cincuenta años («española» se usa aquí solamente con su valor de gentilicio, por supuesto). Hice trampas, pues. Mi objetivo no es la tiranía de los nombres —la jerarquía en la literatura es absurda—, sino conseguir su atención sobre esta novela, que hablemos de por qué es excepcional y merece más lectores, aunque hayan pasado cuarenta y cuatro años desde su publicación. No hace falta consenso, al fin y al cabo: esto no es una lección de anatomía, solo juegos de palabras.
Para aligerar la trifulca, para que este texto no fuera un repaso al canon de los últimos cuarenta años, por el que aún tiene que pasar tiempo, me he centrado en los grandes títulos de los sesenta (solo a partir de 1966) y setenta, el periodo de la gran eclosión de la narrativa española a mi juicio, impulsada por el boom editorial de la narrativa latinoamericana, y las décadas de la gran transformación social y cultural de la Península.
Empecemos con los santones. Tiempo de silencio de Luis Martín Santos, quizá la novela más radical estilísticamente publicada en los sesenta en España, se queda fuera del debate porque su primera edición es de 1961; Cela publicó durante esas décadas dos de sus novelas más reconocidas, San Camilo, 1936 (1969) y Oficio de tinieblas 5 (1973); Miguel Delibes, mucho más prolífico, publicó entre otras la famosa Cinco horas con Mario(1966; Las ratas es de 1962). Cualquiera de estas merecería el título, supongo, pero ya hemos dicho que a los consagrados no les hace falta más publicidad gratuita, así que, ¿para qué seguir? Además, creo ya haber insinuado lo suficiente que este premio obedece a mi falible criterio, y la verdad es que ni Cela, que es un prodigioso maestro de la lengua castellana, ni Delibes, un narrador nato con un prodigioso oído para el castellano, están entre mis clásicos personales. A cada cual, lo suyo, que decía Sciascia.
Una de las que puntúan más alto de aquellos años para mí es Parte de una historia (1967), de Ignacio Aldecoa, la última novela de su autor antes de su muerte en 1969. Me sorprende que no sea más conocida: prodigioso relato ambientado en una isla de pescadores cercana a Isla Mayor (trasunto ficticio de Lanzarote), está escrita en una prosa cuidadísima, afilada como un cuchillo, que no cae nunca en topicazos retóricos ni en simplicidades. Más famoso como cuentista, Aldecoa demostró con Parte de una historia que dominaba el género de la novela (corta) con una soltura apabullante. Lo que acaso se viera en algún momento como defecto (es una especie de diario de viaje y, por tanto, se sale del realismo social imperante) se ha convertido en una de sus grandes virtudes: una novela sobre el destino inevitable (el individual y también el colectivo) contada con atmósferas de trazos opresivos y nítidos.
La novela galardonada más previsible sería Si te dicen que caí (1970), de Juan Marsé, quizá la mejor novela de los últimos cincuenta años si esto fuera la lista de un jurado académico y no la de un solo lector. Después de haber publicado varias novelas magníficas, Marsé decide dejarse la piel en esta y darlo todo. Aquí, con una prosa en su plenitud, está concentrado el microcosmos de su literatura: la necesidad de la invención y del juego conjugada con la recuperación de la memoria, a menudo también recreada y ficticia; los personajes desamparados, los buscavidas, los que pelean por saber quiénes son; y, sobre todo, un narrador portentoso que fabula entre los recuerdos y la ficción, entre la ilusión de la fuga y la realidad más descarnada de la posguerra. A Marsé, en cualquier caso, no le faltan lectores ni reconocimiento, labrado con un largo historial narrativo, así que sigo pensando que el premio le hace falta más al otro.
Imagino que también debería entrar en la disputa cualquiera de las novelas de Benet de este periodo, Volverás a Región (1967) y Una meditación (1970), aunque yo tengo debilidad por esta última, con esa frase de una musicalidad hipnótica con la que empieza: «De entre todas las quintas de la vega del Torce, al norte de Región, la de mi abuelo, con ser de las más modestas, era una de las mejor emplazadas». Maravillosa descomposición del hilo narrativo, con una voz que juega a la digresión constante y a las oraciones interminables, Una meditación es una piedra de sol de nuestra lengua, menos reconocida de lo que se merece, pese a que a mi juicio pierde por KO contra la ganadora si se valoran otros factores que debe tener una gran novela, como olfato para rebuscar en la basura y ahondar en el corazón de los humanos. A Benet, el grand style, como él siempre reivindicó, le pierde, para bien y para mal.
De las que he leído de Francisco Umbral, otra bestia parda de los setenta, la que más me impresionó con diferencia fue Mortal y rosa (1975), un bellísimo artefacto a medio camino entre el diario, el libro de apuntes y el ensayo literario. Curioso que sea el libro que mejor ha sobrevivido al prolífico Umbral, un estilo más que un narrador, quizá porque las páginas escritas a raíz de la muerte de su hijo pequeño están escritas con una rabia contra la literatura que trasciende la retórica y el jugueteo verbal que tanto encandilaba a Umbral. Además, un libro a veces se cruza en nuestra biografía, tiene el peso de una amistad o de un suceso, y adquiere un valor de lupa desde la que mirar los placeres y los días; en mi caso me pasó con Mortal y rosa, así que no soy, no puedo ser, neutral con él.
¿Y Goytisolo? El eterno desplazado, el más secreto, pese a ser un inmenso dotado para los vericuetos de la lengua, Goytisolo lleva años haciendo una obra rigurosa, encarnada en la libertad de la poesía más que en la narración. De los setenta es nada menos que la trilogía del mal, que incluye esa belleza llamada Reivindicación del conde Don Julián (1970), de la que solo recuerdo, sin embargo, la espesura de los signos y un viaje, bastante solipsista, hacia uno mismo. Altamente recomendable para lectores escogidos. No es mi caso, me temo.
Por cierto, que en 1975 se publicó La verdad sobre el caso Savolta, de Eduardo Mendoza, de la que alguien ha dicho que es la gran novela de los últimos cuarenta años. Yo, en cambio, que leí en la adolescencia El misterio de la cripta embrujada (1978), y guardo esa lectura como un tiempo de felicidad absoluta, me he quedado a medias con La verdad varias veces. Prometo volver.

Y, en fin, seguro que hay muchos otros, todos grandes, que ahora no me vienen a la cabeza o que a lo mejor no he leído, que es lo más probable, pero, después de todo, esto ya estaba decidido de antemano: de estos años prodigiosos para la literatura española, la más grande, la más ambiciosa, la que sacó todo el talento que llevaba su autor dentro, es El gran momento de Mary Tribune, de Juan García Hortelano. No me digan que no estaba cantado. (…)

lunes, 29 de agosto de 2016

"Mil veces no" por Rafael Luis Pleguezuelos


Me gusta pensar en la literatura como en un triángulo perverso: el que forman escritores, editores y lectores, a vueltas con sus eternas relaciones depredadoras. Como en todo buen juego, cada cual realiza su tarea al tiempo que vigila a los demás. Ninguno puede vivir sin el otro, y además el sistema tiene una trampa: dos de los gatos quieren cazar el mismo ratón, ese lector cuyos gustos son difícilmente adivinables y que por tanto nunca se sabe hacia dónde va a correr. Editor y escritor, para colmo, entran en la cacería al tiempo que sueñan con un paraíso prometido: el de la historia de la literatura. Las historias de tensión entre los tres vértices del triángulo son mis favoritas, porque con frecuencia son las que mejor te permiten entender qué ocurre dentro de los libros. La literatura es una de las artes en las que conocer las relaciones externas te ayuda a entender las internas, y la razón es que todo se fabrica con el mismo material: las emociones del escritor.
Con la intención probable de demostrar al mundo que la Biblioteca Británica es mucho más que originales de Shakespeare, poemas de Milton y grabados insólitos de Blake, la institución ha inaugurado en su web la exhibición de una colección de documentos contemporáneos que son auténticas golosinas para el amante de literatura. Con ese laconismo casi perverso de los anglosajones, la muestra de la Biblioteca Británica se llama simplemente Artículos de Colección, y está compuesta por unos trescientos archivos en los que podemos encontrar todo tipo de testimonios sobre esas batallas eternas entre los tres vértices del triángulo a los que me refería al principio. Hay fragmentos de diarios de Sylvia Plath rebosantes de confesiones vitales y dudas artísticas, imprescindibles para seguir buceando en el más bello de los desequilibrios. También cartas de un James Joyce que describe su proceso de escritura, acompañadas de un recorte del New York Times que detalla la persecución a la que fue sometido el editor del Ulysses en América, no porque los lectores no se vieran con fuerzas para leerlo —como ocurriría ahora— sino por graves acusaciones de inmoralidad. El artículo incluye algo que visto con ojos del siglo XXI parece una broma más en torno a la inaccesibilidad de la novela: casi mueve a la risa leer que el magistrado del caso reconoce sus problemas para resolver la acusación de inmoralidad porque la novela es «ininteligible».
Pero entre todos los documentos presentados ahora por la British Library, el que me ha fascinado es la reproducción de una carta de rechazo editorial en la que un T. S. Eliot hiriente y airado negaba a George Orwell la publicación de Rebelión en la granja. En el documento, sostenido en la autoridad del membrete de Faber & Faber Ltd, —todavía un prestigioso sello en nuestros días, algo meritorio cuando los catálogos parecen más un bazar que un verdadero proyecto editorial—, el poeta argumenta que «no estamos convencidos de que ese sea el punto de vista correcto desde el que criticar la situación política presente». Unos renglones después, la carta de rechazo se vuelve más explícita y menciona en un tono mucho más coloquial, como si ya mediaran un par de cervezas entre Eliot y Orwell, que «tus cerdos son mucho más inteligentes que los otros animales, y por tanto más cualificados para gobernar la granja». La misiva demuestra un buen conocimiento del material, no obstante, y permite comprobar que T. S. Eliot se tomó su trabajo de juzgar Rebelión en la granja en serio, aunque la historia de la literatura y tantos millones de lectores disientan de sus apreciaciones.

La lectura que en su momento hiciera T. S. Eliot no me sirve simplemente para mostrar el error del poeta, porque eso sería ridículo. El señor Eliot (ganador del Premio Nobel de Literatura en 1948, entre otros galardones), como cualquiera de nosotros, está en su perfecto derecho de no disfrutar Rebelión en la granja. Tampoco pretendo ofrecer ejemplos de rechazo a grandes textos de la historia de la literatura como tantas veces se ha hecho, concluyendo simplemente que si se persevera se puede conseguir la gloria literaria, entre otras cosas porque entiendo que es una conclusión errónea y sacada de la excepción, no de la norma, y que para colmo con frecuencia se sirve como la sopaboba de los mediocres. ¡Cuántas veces hemos oído la historia del prolongado rechazo de Harry Potter y la piedra filosofal y su posterior publicación millonaria en boca de personas que escriben poemas en los que siempre llueve! En la zona del triángulo que afecta a editores y escritores, se olvida con la facilidad del propio interés que un porcentaje elevadísimo de los rechazos editoriales son justos, y que por otra parte si las editoriales realmente intentaran diseccionar todo lo que les llega diariamente consumirían gran parte de sus recursos en un departamento que estaría continuamente buscando flores en la suciedad. Encontrar una Rebelión en la granja entre tantos manuscritos sin un estándar razonable les consumiría demasiados recursos, sin olvidar que encontrar textos, nos guste o no, es solamente una parte del proceso editorial. A muchos puede escocer esto que digo, pero no por ello deja de ser cierto. Además, la respuesta fácil de que el tema de los rechazos editoriales es simplemente una cuestión de fortuna de alguna forma devalúa al verdadero talento, cada vez que un aspirante sin oficio ni habilidad piensa que al que ha triunfado con un buen texto simplemente le ha acompañado la suerte que a él no. Y sabemos que no es solo eso.
No obstante, no todos los clásicos rechazados tuvieron la suerte de encontrar la flemática intelectualidad de Eliot. Nabokov recibió una carta de rechazo editorial en la que se definía a su Lolita como «perturbadora y nauseabunda» (sic), definición acompañada del nada sutil consejo de que «fuera enterrada bajo una piedra durante mil años». Kipling fue rechazado por un editor de San Francisco argumentando que «simplemente no sabe usar la lengua inglesa». Sylvia Plath envió la Campana de Cristal bajo el seudónimo de Victoria Lucas al editor Knopf, y en la carta de rechazo original y sucesivas escribió tres veces mal su nombre —ya un tipo de desprecio de alguna manera—, a pesar de que en algún momento llegó a saber que era Sylvia Plath quien realmente estaba detrás del texto. La carta descartaba la Campana de Cristal de una manera tan humillante como curiosa: «Dudo que alguien más lo publique, así que es posible que nosotros tengamos otra oportunidad en el futuro». También le invitaba a «usar su talento de manera más efectiva la próxima vez», algo que no pudo ser porque Sylvia Plath se suicidó seis semanas más tarde de recibir el rechazo. La editorial Knopf desclasificó hace unos años el informe de En el camino, de Jack Kerouac –—que finalmente, para gozo de tantos lectores, acabó publicando Viking— y compartió las razones ofrecidas por el sello para descartarla: «El suyo es un talento muy mal dirigido… esa novela enorme, desmadejada y sin final aparente probablemente venda muy poco y reciba críticas sardónicas por todas partes».
Hay rechazos crueles pero también los hay curiosos: declinaron el Moby Dick de Herman Melville con una misiva en la que se le animaba a encontrar un capitán con un rostro más popular entre los lectores jóvenes, acompañado de una sugerencia y una pregunta que podrían pasar directamente a la antología de los disparates. La sugerencia era nada más y nada menos si «el capitán no podría luchar contra jóvenes y quizá voluptuosas doncellas», y la demoledora pregunta consistía en: «¿Tiene que ser una ballena?». Gertrude Stein, ofreciendo un manuscrito, obtuvo de Arthur Fifield, fundador de la editorial AC Fifield, esta especie de poema futurista del rechazo editorial: «Soy solamente uno, solo uno, solo uno. Solo un individuo, uno cada vez. No dos, no tres, solamente uno. Solamente una vida que vivir, solamente sesenta minutos en una hora. Solamente un par de ojos. Solamente un cerebro. Solamente un individuo. Siendo solamente uno, teniendo solamente un par de ojos, teniendo solo un tiempo, teniendo solo una vida, no puedo leer tu manuscrito tres o cuatro veces. Ni siquiera una vez. Solamente un vistazo, un vistazo es suficiente. Ni una copia se vendería. Ni una. Ni una».

¿Para qué traigo estas anécdotas, entonces, si no es para abundar en el efecto/bálsamo Harry Potter? Pues porque este tipo de historias sirven para llegar a dos reflexiones de interés: la primera, hacernos conscientes de las dificultades del verdadero escritor para mantener a lo largo de su carrera una doble fortaleza, que además es contradictoria en sí misma: creer a ciegas en su material, pues de lo contrario de dónde va a sacar la fuerza para seguir luchando cada día con las propias dificultades del oficio, y a un tiempo ser capaz de asimilar las críticas a su trabajo, incluso aquellas que lo invalidan totalmente. Un escritor que no sabe escuchar las críticas de los demás, por dotado que se encuentre para su arte, tiene un margen de mejora muy estrecho y no cesará de repetir ciertos errores. Cualquier artista sabe que el aprendizaje viene con la humildad y el perfeccionamiento que esta trae consigo. La cuestión difícil, y a la que se enfrentaron los autores que he mencionado, es saber cuándo hay que realizar la acción contraria: blindarse y cerrar los oídos a las críticas porque una voz interior te dice que son los demás los que se equivocan. Cuando Stevenson entregó el primer borrador de El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde a su mujer, esta lo arrojó al fuego delante de una visita porque le pareció un «completo disparate». Un Stevenson necesitado de dinero y que por aquel entonces luchaba contra la tuberculosis y su adicción a la cocaína tuvo que pasar tres días volviendo a escribir la historia para poder presentársela al editor.
La primera conclusión por tanto es que el alma del escritor verdadero debe estar hecha de un material que sea firme y resistente como el hierro pero a un tiempo poroso como una esponja. Ser capaz de resistir y asimilar, acertando en la decisión de cuándo toca una acción u otra. Eso es un talento en sí mismo. Volviendo al primer caso de este artículo: por esas insospechadas conexiones que uno puede descubrir en el material literario, el propio archivo de la British Library contiene un documento en el que el propio T. S. Eliot expresa sus dudas acerca de si La tierra baldía llegaría a ser un buen texto. Todos los escritores que han pretendido llevar su arte más lejos, o a un territorio no explorado, en algún momento de su carrera se han visto en la necesidad de volverse jueces de su propio talento y emitir un fallo acerca de quién está equivocado en el juego escritor-editor-lector, cuándo hacer caso al resto del mundo, en la presunción de que tu obra simplemente puede ser desafortunada (todos los artistas, hasta los más geniales, han producido alguna obra que lo es) y cuándo perseverar porque hay algo bueno en ella que saldrá a flote antes o después. Es bien conocida la anécdota de que John Kennedy Toole, autor de esa maravillosa biblia del realismo sucio que es La conjura de los necios, fue incapaz de asimilar las críticas de su obra. Lo curioso del caso es que uno de los rechazos editoriales que ha trascendido declinaba publicar la novela porque la encontraba «obsesivamente fea y grotesca». Los amantes de La conjura de los necios —entre los que me incluyo— coincidirán en que lo que realmente fascina de la obra de Kennedy Toole es precisamente eso, su capacidad para producir poesía a partir de lo feo y grotesco.

Esta última anécdota nos deja a las puertas de la segunda conclusión, más vaporosa pero igualmente sugerente: la posibilidad de pensar que hay una medida muy considerable de puro azar en la composición de lo que consideramos sólido, esa historia de la literatura que mencionaba al principio como el paraíso prometido de las dos partes del triángulo que están en el negocio. No hace falta decir que nuestro panorama de letras sería muy diferente si Moby Dick, o La conjura de los necios, Dr. Jekyll y Mr. Hyde o En el camino no se hubieran incorporado a nuestra tradición. Así que lo que entendemos por el sustrato fundamental de la literatura no es más que el producto de un juego de dados. Otros textos podrían haber entrado en su lugar, y por tanto se hubieran creado otros efectos de imitación, porque en el fondo el arte no es más que una repetición más o menos disimulada. Eso también quiere decir, como en una de esas bellísimas paradojas borgianas, que existe otro mundo literario que no vemos, una historia de la literatura paralela y sepultada, compuesta por todos los libros que no superaron el rechazo y que tenían tanto valor como los que llegaron hasta nosotros.