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domingo, 11 de septiembre de 2016
Elegía (a mi Seat Ibiza, con quien tanto he rodado)
Era blanco, aunque mi desidia
le oscureció la piel con cagadas de pájaro
y mosquitos estampados.
Era blanco y majestuoso,
no tanto como la Victoria de Samotracia,
ni como el Ferrari de Marinetti,
pero casi.
Se derrumbó a los veinte años
cuando todavía alcanzaba los 140.
De repente se ahogó su voz, dejó de rugir.
No había nada que hacer,
a pesar de que conservaba en perfecto estado
las extremidades y los órganos vitales.
Enmudeció, como el Imperio romano,
como las aulas en verano,
como el arrullo de la fuente en la sequía,
como el DJ a las nueve de la mañana.
El mecánico me miró con tristeza
y sentenció: "La junta de culata está dañada".
El mecánico me detuvo la sangre
y me anudó el estárter.
Fui su auriga durante veinte años.
Me arroparon sus asientos de tela,
su techo con quemaduras de cigarro,
sus esterillas de goma sin fijación.
Me acompañó por las carreteras de La Mancha,
hasta el borde del mundo,
y acogió a compañeros de instituto,
a alumnos, a familiares y a desconocidos.
Era tan hospitalario como los feacios
y Nausicaa lo fueron con Ulises.
Solo la enemiga de la zona azul
lo perseguía con saña
pese a su discreción.
Aceptaba zapatillas con barro,
medias color carne, botas de montaña,
zapatos de tacón, mocasines pasados de moda,
hasta pies desnudos.
Abrió caminos en la nieve
y surcos en el barro.
Saltaba isletas, cortaba líneas continuas,
arrollaba montes y laderas,
sembraba espacios y recogía paisajes.
Fue mi compañero, mi amigo,
mi DJ, mi guía turístico, mi lecho,
mi refugio, mi fiel escudero.
Fue y ya solo es hierro y plástico fundido.
Le erigiré un túmulo en el corazón del desguace.
sábado, 10 de septiembre de 2016
"El Bosco, en el Retiro" por Antonio Muñoz Molina
Vuelvo al Prado cada
pocos días en este verano tórrido que nunca se acaba. Se prolonga la exposición
de El Bosco y, en vez de llegar algo
de fresco de los antiguos septiembres, se prolonga y se exagera un calor sin
respiro. A media tarde, el cielo sin nubes es de un blanco lívido y en el aire
hay una gasa candente de polvo de desierto. No hay más brisa fresca que la que
sale de los vestíbulos de los hoteles de lujo y de las tiendas de moda abiertas
de par en par, quizá con objeto de lograr un despilfarro de energía más
eficiente. Vuelve uno al Prado, entre
otras cosas, buscando el fresco del aire acondicionado y de los techos muy
altos, atravesando en el camino las arboledas del Retiro, que incluso tienen un olor de rocío a primera hora de la
mañana, cuando están recién regadas. Ir por el Retiro es una buena introducción para El Bosco. Al ir se ve el parque de una manera y al volver se ve de
otra del todo diferente. La perspectiva ordenada de los árboles alejándose
sobre las praderas hacia una umbría acogedora se parece mucho a la de esos
bosquecillos que pinta El Bosco en
sus visiones del paraíso terrenal. En el Retiro,
personas solas, parejas, grupos de amigos, gente que hace ejercicios diversos,
salpican el espacio como las figuras de un ordenado paraíso. Porque acabamos de
verlos con tanta exactitud en las pinturas nos fijamos más en los pájaros, el
negro azulado y los largos picos y el blanco de las urracas, las rápidas
siluetas negras de los cuervos y los mirlos. El catálogo de las delicias
terrenales es más limitado en el parque que en el gran Jardín de El Bosco, pero
también lo ilustra a uno sobre las variedades misteriosas del disfrute de la
vida. Las parejas que se abrazan tendidas sobre la hierba, una pierna femenina
desnuda presionando sobre el costado de un hombre, las que conversan sentadas y
escuchando música, como en una escena de amor cortesano, aunque usen un iphone en vez de un laúd, los grupos que
juegan, los lectores, los que corren muy rápido, los que practican posturas de
yoga o se mueven con la lenta gestualidad del taichi. En el Retiro, como en El Bosco, hay gente cabeza abajo. El catálogo de delicias
terrenales es más limitado en el parque que en el gran Jardín, pero ilustra sobre el disfrute de la vida. Del Retiro paso a los jardines y los
infiernos pintados. El fondo de los incendios nocturnos y las ciudades de las
que huyen multitudes aterradas lo veo en el telediario y en las imágenes del
periódico. En cada regreso al Prado, El Bosco me parece un pintor todavía más
realista. Las zonas de escrupulosa observación son mucho más frecuentes que las
de delirio. Lo fantástico no resulta de la ruptura con lo visible, sino de la
mezcla chocante de algunos de sus elementos literales, o simplemente de una
inversión en las proporciones. Lo común se vuelve monstruoso al aumentar de
tamaño. El mejillón entreabierto del que sobresalen las piernas enlazadas de
una pareja es un mejillón ordinario y también una criatura o un artefacto del
tamaño de un ataúd. Tan usuales como las cáscaras de los mejillones eran en su
ciudad manufacturera y comerciante los cuchillos que se fabricaban en ella.
Pero cuando uno de esos cuchillos adquiere el tamaño de un carro se convierte
en una herramienta infernal, más todavía si está hendiendo dos orejas gigantes
que no pertenecen a ninguna cabeza, orejas traspasadas por el acero como los
oídos de los pecadores que amaron en vida la música profana y han sido
condenados a una eternidad de ruidos como los que revientan los tímpanos en un
concierto de pachanga electrónica. Las plantas y los pájaros reales son más
asombrosos en su belleza y en su complejidad orgánica que cualquiera de los
inventados. El árbol más inverosímil de todo El jardín de las delicias es un drago canario. Es difícil que El Bosco llegara a verlos, pero justo en
los mismos años en los que él pintaba sus bestiarios y sus prodigios botánicos,
ojos europeos estaban viendo por primera vez los animales y las plantas de
América y, como no sabían a qué compararlos, los confundían con los seres
mitológicos y disparatados de las miniaturas. La choza campesina holandesa en
la que la Virgen y el Niño reciben el homenaje de los Reyes Magos es
hiperrealista en su detallismo, en su pobreza, en su precariedad. Por eso
resulta más amenazador el Anticristo sonriente y rojizo que se asoma al umbral.
Si el Anticristo puede esconderse en un sitio tan cotidiano, tan reconocible
para cualquier contemporáneo del cuadro, entonces no hay lugar seguro ni nadie
que esté a salvo de su maleficio. Ir por el Retiro
es una buena introducción para El Bosco.
Al ir se ve el parque de una manera y al volver se ve de otra del todo
diferente El Bosco es especialista en
graduar distancias, desde el plano próximo de lo casi tangible hasta el
horizonte que se disuelve en azules y blancos. En la parte delantera del
cuadro, como en un escenario, suceden las solemnidades de la Teología, la
santidad, el martirio, el milagro. Un poco más allá empieza el mundo real, y la
lejanía desde la que se distingue no mitiga ni la riqueza de lo concreto visual
ni el espanto. Hay borrachos que bailan, acompañándose groseramente de gaitas,
hombres y mujeres; hay bandoleros que roban y asesinan a los viajeros por los
caminos solitarios; hay animales salvajes que atacan a mujeres despavoridas: un
diminuto toque de blanco es un tocado al viento de una mujer que quiere huir,
en un paisaje de tranquila belleza, en el que se consumará un horror usual sin
testigos. Hay siempre ejércitos que marchan los unos contra los otros,
cuadrillas errantes de señores de la guerra y soldados sin ley. Cruzan ríos al
galope y asedian ciudades, a las que prenden fuego una vez conquistadas y
sometidas al pillaje, mientras los supervivientes escapan de ellas entre las
ruinas, a la luz de los incendios, figuras mínimas en una gran tragedia en la
que sus vidas valen menos que vidas de insectos. Huyen inundando los caminos,
llevando consigo lo poco que han podido salvar, como en los Balcanes o en
Siria, hace cinco siglos o ahora. Bien mirado, cuando se llega del Retiro, uno se da cuenta de que nadie
disfruta mucho en El jardín de las
delicias. Personas muy parecidas entre sí, castas y desnudas, se entregan a
los placeres con expresiones de neutra laboriosidad, en muestrarios de posturas
eróticas que tienen algo de la variedad exhaustiva y reglamentada de la
pornografía. Más que excitarse en la contemplación de los otros, en la
inminencia del abrazo, se les ve muy ensimismados, muy distraídos, como en otra
cosa. Se les podrían agregar teléfonos móviles, pantallas a las que miren
fascinados, con una unanimidad como la de sus caras y sus cuerpos, como la
mayor parte de la gente con la que me cruzo por las praderas y las arboledas
del parque al salir de la exposición. Van por el paraíso aproximadamente como
van por el Retiro los buscadores de pokémons.
En un horizonte al que no llega la mirada arden mientras tanto ciudades y
bosques y hay columnas de fugitivos por los caminos.
viernes, 9 de septiembre de 2016
Fragmentos del cuaderno de Jean Sol Partre extraídos de "Te negarán la luz"
El amigo sevillano Jean Sol Partre prepara una entrada en su blog sobre extractos de mi última novela, Te negarán la luz. La música y la literatura unidas en un proyecto que ilusiona. Ver los fragmentos de lo que has escrito tomando vida propia en las manos de otra gente despierta siempre la curiosidad y una cierta inquietud.
miércoles, 7 de septiembre de 2016
Ideario para comenzar el curso escolar
Algunas ideas muy antiguas y muy modernas para empezar el curso escolar. Gentileza de dos hombres del siglo XX, casi del XIX: Giner de los Ríos y Antonio Machado.
De Giner:
«Transformad esas antiguas aulas; suprimid el estrado
y la cátedra del maestro, barrera de hielo que aísla y hace imposible toda
intimidad con el discípulo; suprimid el banco, la grada, el anfiteatro,
símbolos perdurables de la uniformidad y del tedio. Romped esas enormes masas
de alumnos, por necesidad constreñidas a oír pasivamente una lección o a
alternar en un interrogatorio de memoria, cuando no a presenciar desde
distancias increíbles ejercicios y manipulaciones de que apenas logran darse
cuenta. Sustituid en torno del profesor a todos esos elementos clásicos por un
círculo poco numeroso de escolares activos que piensan, que hablan, que
discuten, que se mueven, que están vivos, en suma, y cuya fantasía se ennoblece
con la idea de una colaboración en la obra del maestro. Vedlos excitados por su
propia espontánea iniciativa, por la conciencia de sí mismos, porque sienten ya
que son algo en el mundo y que no es pecado tener individualidad y ser hombres.
Hacedlos medir, pesar, descomponer, crear y disipar la materia en el
laboratorio; discutir, como en Grecia, los problemas fundamentales del ser y
destino de las cosas; sondear el dolor en la clínica, la nebulosa en el
espacio, la producción en el suelo de la tierra, la belleza y la Historia en el
museo; que descifren el jeroglífico, que reduzcan a sus tipos los organismos naturales,
que interpreten los textos, que inventen, que descubran, que adivinen formas
doquiera... Y entonces la cátedra es un taller y el maestro un guía en el
trabajo; los discípulos, una familia; el vínculo exterior se convierte en ético
e interno; la pequeña sociedad y la grande respiran un mismo ambiente; la vida
circula por todas partes y la enseñanza gana en fecundidad, en solidez, en
atractivo, lo que pierde en pompas y en gallardas libreas.»
De Machado:
Muchos profesores piensan haber dicho bastante
contra la enseñanza rutinaria y dogmática, recomendando a sus alumnos que no
aprendan las palabras sino los conceptos de textos o conferencias. Ignoran que
hay muy poca diferencia entre aprender palabras y recitar conceptos. Son dos
operaciones igualmente mecánicas. Lo que importa es aprender a pensar, a
utilizar nuestros propios sesos para el uso a que están por naturaleza
destinados y a calcar fielmente la línea sinuosa y siempre original de nuestro
propio sentir, a ser nosotros mismos, para poner mañana el sello de nuestra
alma en nuestra obra.
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Crónicas desde la "indocencia"
domingo, 4 de septiembre de 2016
"El nudismo y los primeros anarquistas españoles" por Álvaro Corazón Rural
Lo normal es que una noticia o un suceso llamativo te lleve a
buscar lecturas sobre las materias con las que está relacionado, pero puede
ocurrir al revés. Toda la polémica de los burkinis de este verano a mí me pilló
acabándome La pérdida del pudor. El
naturismo libertario español (1900-1936) (La Malatesta Editorial) de Mª Carmen Cubero Izquierdo,
historiadora que forma parte del grupo de estudios Historia de la Prisión y las Instituciones Punitivas.
El libro es un trabajo que estudia la importancia de la ideología
anarquista en la aparición del naturismo en general y el nudismo en particular
en la España de principios del siglo XX y su auge en los años veinte y
treinta. Me resultó imposible no contrastar lo que se lee en estas
páginas —detenciones, multas, persecución de nudistas y secuestro de sus
libros— con las imágenes de la policía francesa en las que daba la impresión,
así lo registró la prensa, de que a una mujer la estaban multando por ir a la playa
demasiado vestida.
En la España de entonces la situación era bien distinta. Este
libro recoge que la prensa hablaba de los nudistas en términos de «salvajes» y
«primitivistas». El conspicuo Ortega y Gasset tachó esta actividad
como una actitud «infantil», entre las risas de los presentes a una de sus
conferencia. Gran parte de la prensa se echó encima de los que se desvestían. Y
aunque ABC, por ejemplo, se
llenó de artículos en contra, mofándose y criticando a partes iguales a la
gente que hacía excursiones para quitarse la ropa, o se bañaba así en ríos o en
el mar, también publicó algún texto muy valioso a favor de los nudistas, como un extenso
artículo de Adolfo Marsillach y Costa en
1931 que venía a sostener todo lo contrario de lo que esgrimían los
sectores más pudorosos y conservadores de la sociedad de entonces.
El periodista hizo una defensa que incluso a día de hoy no es
frecuente leer o escuchar. Dijo que la «inquietud sexual» era la enfermedad del
alma moderna y que no había otra forma de acabar con ella que no fuese el
propio desnudismo. «El desnudo absoluto es casto», afirmó. Y puso ejemplos:
«Hasta ahora no se ha registrado entre los desnudistas catalanes el más leve
caso de impureza. No ha habido que lamentar la menor transgresión de los
preceptos morales establecidos (…) no hay nada más inocente que sus juegos.
Bailan la sardana y danzas rítmicas, juegan a la comba y a las cuatro esquinas».
La autora de este libro, Cubero, a continuación también cita otros
artículos que se hicieron eco del de Marsillach y su punto de vista. Uno de
ellos iba más allá: «El vestido es la causa, el origen de la inquietud sexual,
hoy aguda enfermedad del alma. Con el vestido, el individuo toma para sí lo que
no es suyo, imagina, fantasea, dibuja, siempre fuera de la realidad».
Pero estaba muy lejos de la intención de los poderes fácticos
combatir la neurosis sexual que tanto y tan hipócritamente les molestaba si no
era con tácticas medievales. Hasta el papa se pronunció sobre la oleada de
nudismo que apareció en la España de los años treinta: «La vida pagana de hoy
ataca a todos los actos habituales de nuestra actividad: los placeres, los
divertimentos e impudicia superan, en mucho, a los de la antigüedad pagana:
pues se rinde culto al desnudismo». Advertencias que no cayeron en saco roto;
la autora, para ilustrar las reacciones, recoge un caso en el que unas alumnas
de Barcelona denunciaron a su profesor de gimnasia, que era naturista, por
proponerlas hacer gimnasia nada menos que en mallas.
Estos movimientos que habían puesto en estado de histeria a los
sectores conservadores de la sociedad venían originalmente de Alemania, cuenta
la obra. Durante el siglo XIX, con la revolución industrial, fueron surgiendo
tendencias higienistas que pretendían «regenerar» a la especie humana, la cual
entendían que estaba amenazada por el avance de la industrialización.
La vida moderna era «artificial». No solo por la industria,
también por el auge de las tabernas y vicios como el café, el alcohol y el
tabaco. Ellos proponían dietas vegetarianas, baños de sol al aire libre y
alejarse de las ciudades, madres de la degeneración, y sus antros oscuros
llenos de humo.
Aunque hubo socialistas alemanes que pusieron en práctica estas ideas,
los higienistas fueron derivando hacia las ideas extremistas. Huir de la ciudad
pasó a ser un ejercicio de admiración del campo, el bosque y las montañas ¡la
patria! Y detrás llegó el culto a los cuerpos perfectos, esculturales, de
proporciones basadas en el ideal grecolatino… Los hijos de la sagrada nación.
Estos naturistas se fueron politizando, llegaron al extremo de exaltar la
sangre alemana y cayeron en el nacionalismo, primero, y en la paradoja,
después, ya que sus prácticas fueron terminantemente prohibidas por los
nacionalsocialistas en cuanto tomaron el poder en 1933. No obstante, habían
convertido el naturismo en una expresión ultraderechista.
En España, sin embargo, esto no fue así. Los viejos ideales
decimonónicos naturistas fueron recogidos por la izquierda y muy en particular
por el discurso cultural del anarquismo, explica la historiadora. Aquellos
españoles no se desnudaban por la patria, sino por la emancipación. La desnudez
simbolizaba la liberación del cuerpo y el rechazo a «un sistema de valores
obsoleto e hipócrita». Se despreciaba la vida urbana de hacinamiento e
insalubridad. En un artículo citado de Federica Montseny, la cenetista se
quejaba de las condiciones de vida urbanas: «Vamos huyendo del sol para
hundirnos en la electricidad».
La fecha de llegada «oficial» del naturismo a España fue la
fundación en Madrid de la Sociedad
Vegetariana Española en 1903 y en 1915 apareció en Valencia la revista Helios, que comenzó a difundir todas
estas ideas. Hubo episodios aislados desde entonces relacionados con estas
nuevas teorías, pero no fue hasta los años veinte que estalló el fenómeno
por una razón muy sencilla: simplemente, se pusieron de moda.
Sin embargo, una de sus actividades, el excursionismo, sirvió a
los grupos políticos para confraternizar y, también, durante el régimen de Primo
de Rivera, para preparar acciones de protesta y ocultarse. Con todo, la CNT y las Juventudes Libertarias fueron las que más impulsaron el fenómeno.
No sin debates y polémica. Tal y como relata la autora, para
sectores anarquistas antes que preocuparse por este tipo de actividades
alternativas o contraculturales, había que realizar la revolución social y
económica. Para otros, esa revolución no llegaría sin la liberación naturista.
Hubo quejas del cariz que tomaban los acontecimientos cuando el naturismo, a
juicio de algunos anarquistas, no era más que un pretexto para que un hombre
estableciera e impusiera nuevas leyes creadas por él, por muy alternativas que
fueran. Y cualquier deriva mística, las doctrinas espiritistas, o culto a la
madre naturaleza también sufrieron enmiendas a la totalidad. No podía haber
ningún tipo de deísmo, aunque estuviese dedicado al entorno, «un hombre que
creía en un dios, fuera este el que fuese, no podía ser libre», explica Cubero.
Y, por supuesto, también se cargaron las tintas contra todos los pseudodoctores
que fueron proliferando que se servían de estas teorías para vender productos
dietéticos o vegetarianos. Para mercantilizar el naturismo al fin y al cabo.
Las citas de los intercambios dialécticos en la prensa anarquista
son de traca. Se quejó el articulista Julio Enrique de que sus
compañeros se burlaban de sus ideas, y escribió: «Nosotros, los naturistas
anarquistas, no queremos hacer la revolución con repollos y otras hortalizas
como algunos camaradas nos echan en cara (…) la revolución no se hará comiendo
alcachofas, pero tampoco bebiendo alcohol».
Con la llegada de la II República creció el fenómeno aún más y su
eco en al prensa. Especialmente en el periodo radical cedista las autoridades
se cebaron contra el nudismo. Hubo secuestros de publicaciones,
encarcelamientos y multas. Una represión que no solo la ejercía el Gobierno y
las autoridades, sino también grupos de fascistas. Pero en esta época el debate
ya no solo se trataba de la liberación simbólica del cuerpo. También entraban
en liza la liberación sexual y el amor libre. Explica la autora:
Los defensores de la
liberación sexual y el amor libre denunciaban esa hipocresía manifiesta que
existía dentro de una sociedad fuertemente arraigada a las costumbres católicas
que reprimían el cuerpo y todos sus impulsos, así como también se criticaba
insistentemente la doble moral y los prejuicios que aún permanecían cegando a
los seres humanos, impidiéndoles emanciparse y rodeando el cuerpo y el sexo de
un halo de obsesión casi neurótica.
Hubo anarquistas franceses, como Jean Grave, que vieron en
estas teorías un espíritu «burgués, impropio y sucio». En Francia la oleada naturista
tampoco se instaló en la sociedad sin conflicto. Cubero cita casos de nudistas
tratados a latigazos en plena playa. Pero en general, para los anarquistas
españoles fue un ejercicio de afirmación, de liberación, puesto que la ropa
para ellos no era más que otro «marcador clasista». Entendían desnudarse como
una muestra de sinceridad y forma de relacionarse con la naturaleza más
estrecha y auténtica. Nunca vieron que el cuerpo desnudo pudiese ser una fuente
de deseo sexual o lujuria, puesto que entendían que el contenido sexual del
cuerpo venía dado por una tradición cultural con la que precisamente querían
romper.
El drama, para Mª Carmen Cubero Izquierdo, es que si entras en
conflicto con las bases de tu propia cultura te arriesgas más que si te limitas
a incumplir alguna ley de tu sociedad. Los principios morales y culturales
aportan seguridad a la gente y cuestionándolos la sumerges en la incertidumbre
y el miedo. Pero concluye: «Las ideas que deja la contracultura dejan un poso
de los que se apropian las generaciones venideras».
Así ha sido y así fue incluso en su momento. Si bien todos los
españoles no se sumaron en tropel a la nueva moda, sí lo hicieron al
«semidesnudismo». Las playas de aquellos años empezaron a llenarse de maillots.
La prensa dio cuenta de cómo se multiplicaron de un año a otro y admitieron que
ya nada podía hacerse para dar marcha atrás. Un texto en
el suplemento del ABC, Blanco y Negro, en su sección «La mujer
y la casa» apartado «Las charlas del salón de te», ya era un grito de
impotencia desesperado. El autor llegaba a preguntarse qué sería de costureras,
modistos y fabricantes de tejidos si la fiebre por llevar menos ropa en la
playa o en la montaña seguía creciendo. El remate del texto no tenía precio,
decía: «¿Se ríe usted?».
Lo que ocurrió después de 1939 ya lo tratamos aquí en su día en la
serie «El sexo en
el franquismo» y la nueva relación que se estableció con el
cuerpo humano bien la pueden resumir estas
palabras de Francisco Umbral: «Nos enseñaron a odiar
el propio cuerpo, a temerlo, a ver en su desnudez rojeces de Satanás,
repeluznos de Luzbel, frondosidades infernales. Odiábamos nuestro cuerpo, le
temíamos, era el enemigo, pero vivíamos con él, dentro de él, y sentíamos que eso
no podía ser así, que la batalla del día y de la noche contra nuestra propia
carne era una batalla en sueños, porque ¿de dónde tomar fuerzas contra la carne
si no de la propia carne? Había un enemigo que vencer, el demonio, pero el
demonio era uno mismo».
sábado, 3 de septiembre de 2016
"Para ser feliz cuéntate buenas historias" por Kiko Llaneras
¿Alguna vez has sido feliz en un espejismo? Imagina que te
enamoras y durante meses solo experimentas instantes felices. Entonces
descubres la trampa: tu amante era un actor a sueldo de una conspiración. De
golpe te sentirás desgraciado. Pero ¿se ha esfumado la felicidad que ya
experimentaste? ¿Es menos real ahora? No puede serlo. Puedes maldecirte,
arrepentirte y hasta alterar tus recuerdos, pero la felicidad experimentada no
puede deshacerse.
Este espejismo ilustra una paradoja que todos llevamos
dentro: no es igual experimentar instantes felices que sentirte feliz
al pensar tu vida.
Para explicar esta confusión el premio nobel Daniel Kahneman dice
que nos habitan
dos yoes diferentes (Science 2004, Nature 2006). El primero es
el «yo que tiene experiencias». Es la parte de ti que vive en el presente,
sintiendo dolor y placer en instantes sucesivos. Desconoce el pasado y no
piensa en el futuro; vive fugazmente. Tú otro yo es el «yo que recuerda». Es la
parte de ti que tiene memoria y juzga las cosas. La que responderá si te
pregunto qué tal lo pasaste ayer o cómo te sientes últimamente.
La paradoja es que cada yo es feliz a su manera.
Puedo preguntarle a tu «yo que tiene experiencias» si se siente
feliz ahora. Y si le pregunto periódicamente puedo saber cómo de felices han
sido los sucesivos instantes de tu vida. ¿Cuántos momentos felices has
experimentado? Ojalá que muchos.
Pero si interrogo al «yo que recuerda» la pregunta es distinta. A
él puedes pedirle un juicio general de tu bienestar: ¿cómo de satisfecho estás
con tu vida cuando piensas en ella? El «yo que recuerda» puede responder porque
conoce la historia de tu vida. De hecho, es él quien la escribe. Lo hace sobre
la marcha y no es fiel a los hechos: miente, altera tus recuerdos e ignora la
mayor parte de tus experiencias. (Puede pasar, por ejemplo, que este año hayas
disfrutado mucho viendo series y tu «yo que recuerda» anote un triste: vi
muchas series). Pero lo que escribe importa, porque cuando reflexiones sobre tu
vida o te preguntes si eres feliz, las respuestas brotarán de su relato.
Felices experiencias /
felices memorias
Se nos plantea así un dilema: tenemos que escoger entre vivir para
encadenar instantes felices o vivir para sentirnos satisfechos —¡y felices!— al
rememorar nuestra vida.
Pondré un ejemplo. Es probable que uno experimente más felicidad
quedándose en casa muchas noches. Es un sitio confortable y uno puede dedicarse
a leer o ver películas bien acompañado. Y sin embargo, hay algo en esa
felicidad monótona que rechazamos. Pero ¿quién la rechaza exactamente? No el
«yo que tiene experiencias»: él sería feliz haciendo siempre lo mismo y ni
siquiera notaría la repetición. No. Quien rechaza la monotonía es el «yo que
recuerda», porque es un narrador y las buenas historias exigen acción.
Así las cosas, el «yo que recuerda» hace las veces de tirano: él
tomas tus decisiones… y las consecuencias las experimenta tu otro yo. Para
demostrarlo, Kahneman plantea un juego mental. Imagina que escoges el destino
de tus próximas vacaciones. Piénsalo y decide un lugar. Ahora imagina que sabes
que al final de esas vacaciones se destruirán las fotos y te administrarán una
droga amnésica de modo que no recordarás nada. Las vacaciones serán solo una
experiencia y ningún recuerdo. ¿Elegirías el mismo destino ahora? No te
extrañes si tu «yo que tiene experiencias» elige la playa antes que hacer trekking por el sudeste asiático.
Para sentirte satisfecho con tu vida, tomas decisiones que no
hacen que experimentes más placer, alegría ni felicidad. La tiranía del «yo que
recuerda» consiste en que actuarás pensando no en las experiencias sino en su
recuerdo y el relato alrededor.
Y eso explica muchas cosas.
Explica que no me guste escribir, sino haber escrito.
Y explica que corramos maratones: porque la experiencia es una
mierda pero el recuerdo compensa. (Y si has corrido una maratón y crees que me
equivoco, reconoce que no puedes saberlo porque en tu cabeza no está la
experiencia sino el recuerdo.)
Explica también que existan los perseguidores de historias. Como
aquel amigo que decidió arrepentirse siempre por hacer y nunca por no
hacer. ¿Sabéis esas noches que dudas si pedir otra copa? La pide siempre. ¿Y
cuando quieres decirle a una chica «vamos fuera»? Él ya está con ella de la
mano. Como resultado, mi amigo comete grandes errores, hace mucho el ridículo y
se pierde en Elche. Pero también acumula historias asombrosas.
La tiranía de la memoria nos empuja a buscar nuevas historias y
explica que algunas parejas rompan sin motivo aparente.
Explica también a Sarah Bernhardt, en la versión de Julian
Barnes, que rechazó casarse para experimentar mucho y luego rememorarlo: «Estoy
hecha para la sensación, para el placer, para el momento. Busco continuamente
sensaciones y emociones nuevas. Mi corazón desea más excitación de la que
nadie, ninguna persona, puede darme».
Y explica esta frase de Ferlosio que debo a El guardián:
«Mundo feliz aquel en que los niños no entendiesen ni aun remotamente la
pregunta: Y tú, ¿qué quieres ser de mayor?».
*
* *
Si ahora volvéis a la historia del principio, veréis la paradoja
resuelta: descubrir que tu amante es un impostor no destruye la felicidad que
ya experimentaste, pero destruye el relato y por eso duele y por eso importa.
Importa y duele porque vivimos al servicio del «yo que recuerda».
Confieso que esa tiranía me parece poco grave. No me importa
vivir al servicio de esa parte de mí que lleva un diario y luego decide si
estoy satisfecho. Quizás porque me gustan las
historias o porque ese otro yo que tiene experiencias me parece
líquido y de segunda clase. Solo una duda me corroe: quizás la tiranía del «yo
que recuerda» me parece poco grave porque quien escribe y piensa estás líneas
es el propio tirano.
"El extraño viajero" por Antonio Muñoz Molina
En la desleída televisión pública pasan a deshoras El extraño viaje y yo me quedo hasta las
tantas viéndola una vez más, en una noche de finales de agosto en la que no
cesa el calor. Cuando termina, me gana una añoranza recobrada de Fernando
Fernán Gómez, que va a hacer ya nueve años que murió este noviembre. Siempre ha
pasado más tiempo del que parece, y también es como si no hubiera pasado, como
si no pudiera ser verdad que Fernando está muerto. Fernán Gómez es de esas
personas que vuelven con mucha frecuencia a la conversación de quienes las
conocieron. Nos gusta recordar cosas que nos contó, o historias que nos
sucedieron con él, con él y con Emma, Emma Cohen, que se fue hace mucho menos,
pero que ya estaba muy retirada, muy ausente. Antes de que muriera, ya
hablábamos de ella en pasado. En Fernando había un escepticismo de español
templado que de un modo u otro ha pasado toda su vida en minoría, en un cierto
margen de rareza, en una minoría que a veces era, literalmente, de uno solo,
como la de Cyril Connolly. De niño era pelirrojo y larguirucho, además de hijo
de madre soltera y de padre desconocido, lo cual lo envolvía en una rareza
añadida que ahora es difícil de calibrar. Yo fui niño 30 años después que él,
pero me acuerdo bien de cómo mirábamos a un vecino que llegó a nuestra calle no
sabíamos de dónde, y que vivía solo con sus madre, de la que los mayores decían
en voz baja que no estaba casada. Aquel niño era igual que nosotros, pero quizá
por eso nos parecía más definitiva la extrañeza en la que lo veíamos envuelto.
Era más distinto todavía porque a simple vista no se le notaba ninguna
diferencia. A Fernando sí. Fue pelirrojo en un país de gente morena, fue muy
alto y delgado en un país de pobre gente achaparrada, fue un actor que se
mezclaba con escritores, un escritor al que era más difícil que lo tomaran en
serio porque era un actor célebre, un actor de éxito que dirigía películas
invisibles de tan minoritarias, hijo de una madre monárquica y de una abuela
republicana. Dedicarse a tantos oficios no le favoreció en un país muy perezoso
para las complejidades, pero en cada uno de ellos logró al menos una obra
memorable. En el teatro nos dejó Las
bicicletas son para el verano, que es uno de los textos mayores de
literatura dramática en español del último medio siglo; escribió una novela
magnífica, a la que en su momento no se hizo mucho caso, El viaje a ninguna parte, eclipsada por la película que él mismo
hizo con ella. En España son raros los buenos libros de memorias, sobre todo de
memorias escritas por hombres. Entre nosotros hay poco hábito de poner por
escrito los propios sentimientos, la fragilidad masculina, la melancolía de lo
que se ha perdido o lo que se nos malogró. Por eso son más importantes todavía
las memorias de Fernando Fernán Gómez, El
tiempo amarillo, la crónica de la vida íntima de un tímido al que le tocó
la mala suerte generacional de entrar en la primera juventud al mismo tiempo
que su país entraba en ruinas en el túnel de una dictadura. Son unas memorias
que uno lee ávidamente la primera vez y a las que está volviendo siempre,
eligiendo tal vez una época concreta, la riqueza de uno cualquiera de los
tiempos o de los mundos que se retratan en ellas: el niño al que su abuela
lleva a la Puerta del Sol el 14 de abril; el adolescente lector y enamoradizo
que de repente se encuentra haciendo papeles mínimos en los teatros
colectivizados de Madrid en guerra; el hombre maduro que vuelve a casa después
de una gira teatral en la que ha tenido mucho éxito y descubre que su gran amor
lo ha dejado por otro. Yo lo vi en Granada, durante aquella gira, en un recital
de poemas y fragmentos en prosa. Quien lo haya escuchado leyendo en voz alta,
en un escenario oscuro, delante de un atril, el discurso de Don Quijote a los
cabreros, o la Mano entregada, de Vicente Aleixandre, no lo olvidará nunca.
Fernando, tan alto, vestido de negro, era Don Quijote y era también Cervantes,
era Aleixandre y la voz enamorada y estremecida del poema. Las mejores
películas que dirigió permanecen tan vivas que cuesta acordarse de que casi
todas fueron fracasos comerciales, o se quedaron sin estrenar, o fueron
olvidadas después de proyectarse unos días en programas de relleno en cines sin
fortuna. En esas películas de Fernando está la paradoja melancólica de las
obras que acaban representando lo mejor de la época en la que fueron
invisibles. Fernando tenía una idea irónica y un poco amarga de lo que podía
ser en España el éxito, y de lo cerca que solía estar del fracaso. Actor de una
celebridad incompatible con su timidez, con su parte de misantropía, Fernán
Gómez era al mismo tiempo un director de cine casi clandestino. Él se encogía
de hombros, con una mezcla muy suya de fatalismo y de negligencia. Pero hay que
imaginar lo que debió de suponer para él que las que tal vez fueron sus mejores
películas, El mundo sigue y El extraño viaje, desaparecieran sin
rastro una vez terminadas, sin esperanza de rescate, en esa época anterior al
vídeo doméstico en la que la mayor parte del cine apenas volvía a verse después
de estrenado. La posteridad es misteriosa y errática. Nunca se sabe lo que va a
salvar o lo que va a destruir. Cuando ya era viejo, Fernando asistió, con una
gratitud atemperada por la incredulidad, al regreso de aquellas películas que
había dado por olvidadas y perdidas. Quienes las descubríamos, casi siempre por
azar, o por una confidencia de alguien, nos quedábamos sobrecogidos por aquella
originalidad que era al mismo tiempo testimonial y poética, aquella maestría a
veces un poco atropellada que no hacía el menor aspaviento para llamar la
atención sobre sí misma. La otra noche, viendo de nuevo, con la misma
admiración, El extraño viaje,
reconocía en la película la ternura de Fernando hacia las personas muy
frágiles, su desprecio hacia la autoridad, su mirada entristecida y
clarividente hacia la pobreza española, la aspereza de aquel país que tardó
tanto en emerger de la posguerra y en el que las heridas, decía él, no acababan
nunca de cicatrizar. Pero me fijé más aún esta vez en la parte de cuento
infantil de miedo que hay en la película, en su tenebrismo de ilustración de un
libro de cuentos antiguo. Paquita y Venancio, o Rafaela Aparicio y Jesús
Franco, son los hermanos medrosos que van por los pasillos con una vela
encendida y empujan las puertas de una casa hechizada, los hermanos cándidos
que se unen contra la perfidia de sus mayores, los dos niños fantasiosos y
gorditos que se quedan encerrados para siempre en el país espectral de su infancia.
Me acordé con alegría y tristeza de cuando me era posible decirle a Fernando
cuánto había vuelto a gustarme su película.
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